CAPÍTULO III: LA AYUDA MUTUA ENTRE LOS SALVAJES.
Hemos considerado rápidamente, en los dos capítulos precedentes, el enorme papel de la ayuda mutua y del apoyo mutuo en el desarrollo progresivo del mundo animal. Ahora tenemos que echar una mirada al papel que los mismos fenómenos desempeñaron en la evolución de la humanidad. Hemos visto cuán insignificante es el número de especies animales que llevan una vida solitaria, y, por lo contrario, cuán innumerables la cantidad de especies que viven en sociedades, uniéndose con fines de defensa mutua, o bien para cazar y acumular depósitos de alimentos, para criar la descendencia o, simplemente, para el disfrute de la vida en común. Hemos visto, también, que aunque la lucha que se libra entre las diferentes clases de animales, diferentes especies, aún entre los diferentes grupos de la misma especie, no es poca, sin embargo, hablando en general, dentro del grupo y de la especie reinan la paz y el apoyo mutuo; y aquellas especies que poseen mayor inteligencia para unirse y evitar la competencia y la lucha, tienen también mejores oportunidades para sobrevivir y alcanzar el máximo desarrollo progresivo. Tales especies florecen mientras que las especies que desconocen la sociabilidad van a la decadencia.
Evidente es que el hombre seria la contradicción de todo lo que sabemos de la naturaleza si fuera la excepción a esta regla general: si un ser tan indefenso como el hombre en la aurora de su existencia hubiera hallado protección y un camino de progreso, no en la ayuda mutua, como en los otros animales, sino en la lucha irrazonada por ventajas personales, sin prestar atención a los intereses de todas las especies. Para toda inteligencia identificada con la idea de la unidad de la naturaleza, tal suposición parecerá completamente inadmisible. Y sin embargo, a pesar de su inverosimilitud y su falta de lógica, ha encontrado siempre partidarios. Siempre hubo escritores que han mirado a la humanidad como pesimistas. Conocían al hombre, más o menos superficialmente, según su propia experiencia personal limitada: en la historia se limitaban al conocimiento de lo que nos contaban los cronistas que siempre han prestado atención principalmente a las guerras, a las crueldades, a la opresión; y estos pesimistas llegaron a la conclusión de que la humanidad no constituye otra cosa que una sociedad de seres débilmente unidos y siempre dispuestos a pelearse entre sí, y que sólo la intervención de alguna autoridad impide el estallido de una contienda general.
Hobbes, filósofo inglés del siglo XVII, el primero después de Bacon que se decidió a explicar que las concepciones morales del hombre no habían nacido de las sugestiones religiosas, se colocó, como es sabido, precisamente en tal punto de vista. Los hombres primitivos, según su opinión, vivían en una eterna guerra intestina, hasta que aparecieron entre ellos los legisladores, sabios y poderosos que asentaron el principio de la convivencia pacífica.
En el siglo XVIII, naturalmente, había pensadores que trataron de demostrar que en ningún momento de su existencia ––ni siquiera en el período más primitivo–– vivió la humanidad en estado de guerra ininterrumpida, que el hombre era un ser social aún en “estado natural” y que más bien la falta de conocimientos que las malas inclinaciones naturales llevaron a la humanidad a todos los horrores que caracterizaron su vida histórica pasada. Pero, los numerosos continuadores de Hobbes prosiguieron, sin embargo, sosteniendo que el llamado “estado natural” no era otra cosa que una lucha continua entre los hombres agrupados casualmente por las inclinaciones de su naturaleza de bestia.
Naturalmente, desde la época de Hobbes la ciencia ha hecho progresos y nosotros pisamos ahora un terreno más seguro que el que pisaba él, o el que pisaban en la época de Rousseau. Pero la filosofía de Hobbes aún ahora tiene bastantes adoradores, y en los últimos tiempos se ha formado toda una escuela de escritores que, armados, no tanto de las ideas de Darwin como de su terminología, se han aprovechado de esta última para predicar en favor de las opiniones de Hobbes sobre el hombre primitivo; y consiguieron hasta dar a esta prédica un cierto aire de apariencia científica. Huxley, como es sabido, encabezaba esta escuela, y en su conferencia, leída en el año 1888, presentó a los hombres primitivos como algo a modo de tigres o leones, desprovistos, de toda clase de concepciones sociales, que no se detenían ante nada en la lucha por la existencia, y cuya vida entera transcurría en una “pendencia continua”. “Más allá de los límites familiares orgánicos y temporales, la guerra hobbesiana de cada uno contra todos era ––dice–– el estado normal de su existencia”.
Ha sido observado más de una vez que el error principal de Hobbes, y en general de los filósofos del siglo XVIII, consistía en que se representaban el género humano primitivo en forma de pequeñas familias nómadas, a semejanza de las familias limitadas y temporales de los animales carnívoros algo más grandes. Sin embargo, se ha establecido ahora positivamente que semejante hipótesis es por completo incorrecta. Naturalmente, no tenemos hechos directos que testimonien el modo de vida de los primeros seres antropoides. Ni siquiera la época de la primera aparición de tales seres está aún establecida con precisión, puesto que los geólogos contemporáneos están inclinados a ver sus huellas ya en los depósitos plicénicos y hasta en los miocénicos del período terciario. Pero tenemos a nuestra disposición el método indirecto, que nos da la posibilidad de iluminar hasta cierto grado aún ese período lejano. Efectivamente, durante los últimos cuarenta años se han hecho investigaciones muy cuidadosas de las instituciones humanas de las razas más inferiores, y estas investigaciones revelaron, en las instituciones actuales de los pueblos primitivos, las huellas de instituciones más antiguas, hace mucho desaparecidas, pero que, sin embargo, dejaron signos indudables de su existencia. Poco a poco, una ciencia entera, la etnología, consagrada al desarrollo de las instituciones humanas, fue creada por los trabajos de Bachofen, Mac Lennan, Morgan, Edward B. Tylor, Maine, Post, Kovalevsky y muchos otros. Y esta ciencia ha establecido ahora, fuera de toda duda, que la humanidad no comenzó su vida en forma de pequeñas familias solitarias.
La familia no sólo no fue la forma primitiva de organización, sino que, por lo contrario, es un producto muy tardío de la evolución de la humanidad. Por más lejos que nos remontemos en la profundidad de la historia más remota del hombre, encontramos por doquier que los hombres vivían ya en sociedades, en grupos, semejantes a los rebaños de los mamíferos superiores. Fue necesario un desarrollo muy lento y prolongado para llevar estas sociedades hasta la organización del grupo (o clan), que a su vez debió sufrir otro proceso de desarrollo también muy prolongado, antes de que pudieran aparecer los primeros gérmenes de la familia, polígama o monógama.
Sociedades, bandas, clanes, tribus ––y no la familia–– fueron de tal modo la forma primitiva de organización de la humanidad y sus antecesores más antiguos. A tal conclusión llegó la etnología, después de investigaciones cuidadosas, minuciosas. En suma, esta conclusión podrían haberla predicho los zoólogos, puesto que ninguno de los mamíferos superiores, con excepción de bastantes pocos carnívoros y algunas especies de monos que indudablemente se extinguen (orangutanes y gorilas), viven en pequeñas familias, errando solitarias por los bosques. Todos los otros viven en sociedades y Darwin comprendió también que los monos que viven aislados nunca podrían haberse desarrollado en seres antropoides, y estaba inclinado a considerar al hombre como descendiente de alguna especie de mono, comparativamente débil, pero indefectiblemente social, como el chimpancé, y no de una especie más fuerte, pero insociable, como el gorila. La zoología y la paleontología (ciencia del hombre más antiguo) llegan, de tal modo, a la misma conclusión: la forma más antigua de la vida social fue el grupo, el clan y no la familia. Las primeras sociedades humanas simplemente fueron un desarrollo mayor de aquellas sociedades que constituyen la esencia misma de la vida de los animales superiores.
Si pasamos ahora a los datos positivos, veremos que las huellas más antiguas del hombre, que datan del período glacial o posglacial más remoto, presentan pruebas indudables de que el hombre vivía ya entonces en sociedades. Muy raramente suele encontrarse un instrumento de piedra aislado, aún en la edad de piedra más antigua; por el contrario, donde quiera que se ha encontrado uno o dos instrumentos de piedra, pronto se encontraron allí otros, casi siempre en cantidades muy grandes. En aquellos tiempos en que los hombres vivían todavía en cavernas o en las hendiduras de las rocas, como en Hastings, o solamente se refugiaban bajo las rocas salientes, junto con mamíferos desde entonces desaparecidos, y apenas sabían fabricar hachas de piedra de la forma más tosca, ya conocían las ventajas de la vida en sociedad. En Francia, en los valles de los afluentes del Dordogne, toda la superficie de las rocas está cubierta, de tanto en tanto, de cavernas que servían de refugio al hombre paleolítico, es decir, al hombre de la edad de piedra antigua. A veces las viviendas de las cavernas están dispuestas en pisos, y, sin duda, recuerdan más los nidos de una colonia de golondrinas que la madriguera de animales de presa. En cuanto a los instrumentos de sílice hallados en estas cavernas, según la expresión de Lubbock, “sin exageración puede decirse que son innumerables”. Lo mismo es verdad con respecto a todas las otras estaciones paleolíticas. A juzgar por las exploraciones de Lartet, los habitantes de la región de Aurignac, en el sur de Francia, organizaban festines tribales en los entierros de sus muertos. De tal modo, los hombre vivían en sociedades, y en ellas aparecieron los gérmenes del rito religioso tribal, ya en aquella época muy lejana, en la aurora de la aparición de los primeros antropoides.
Lo mismo se confirma, con mayor abundancia aún de pruebas respecto al período neolítico, más reciente, de la edad de piedra. Las huellas del hombre se encuentran aquí en enormes cantidades, de modo que por ellas se pudo reconstituir en grado considerable toda su manera de vivir. Cuando la capa de hielo (que en nuestro hemisferio debía extenderse de las regiones polares hasta el centro de Francia, Alemania y Rusia, y cubría el Canadá y también una parte considerable del territorio ocupado ahora por los Estados Unidos), comenzó a derretirse, las superficies libradas del hielo se cubrieron primero de ciénagas y pantanos, y luego de innumerables lagos.
En aquella época los lagos, evidentemente, llenaban las depresiones y los ensanchamientos de los valles antes de que las aguas cavaran los cauces permanentes, que en la época siguiente se convirtieron en nuestros ríos. Y dondequiera nos dirijamos ahora, a Europa, Asia o América, encontramos que las orillas de los innumerables lagos de este período ––que con justicia deberíase llamar período lacustre––, están cubiertas de huellas del hombre neolítico. Estas huellas son tan numerosas que sólo podemos asombrarnos de la densidad de la población en aquella época. En las terrazas que ahora marcan las orillas de los antiguos lagos, las “estaciones” del hombre neolítico se siguen de cerca, y en cada una de ellas se encuentran instrumentos de piedra en tales cantidades que no queda ni la menor duda de que durante un tiempo muy largo estos lugares fueron habitados por tribus de hombres bastante numerosas’ Talleres enteros de instrumentos de sílice que, a su vez, atestiguan la cantidad de trabajadores que se reunían en un lugar, fueron descubiertos por los arqueólogos.
Hallamos los rastros de un período más avanzado, caracterizado ya por el uso de productos de alfarería, en los llamados “desechos culinarios” de Dinamarca. Como es sabido, estos montones de conchas, de 5 a 10 pies de espesor, de 100 a 200 pies de anchura y 1.000 y más pies de longitud, están tan extendidos en algunos lugares del litoral marítimo de Dinamarca que durante mucho tiempo fueron considerados como formaciones naturales. Y, sin embargo, se componen “exclusivamente de los materiales que fueron usados de un modo u otro por el hombre”, y están de tal modo repletos de productos del trabajo humano, que Lubbock, durante una estancia de sólo dos días en Milgaard, halló 191 piezas de instrumentos de piedra y cuatro fragmentos de productos de alfarería. Las medidas mismas y la extensión de estos montones de restos culinarios prueban que, durante muchas y muchas generaciones, en las orillas de Dinamarca se asentaron centenares de pequeñas tribus o clanes que sin ninguna duda vivían tan pacíficamente entre sí como viven ahora los habitantes de Tierra del Fuego, quienes también acumulan ahora semejantes montones de conchas y toda clase de desechos.
En cuanto a las construcciones lacustres de Suiza, que representan un grado muy avanzado en el camino de la civilización, constituyen aún mejores pruebas de que sus habitantes vivían en sociedades y trabajaban en común. Sabido es que, ya en la edad de piedra, las orillas de los lagos suizos estaban sembradas de series de aldeas, compuestas de varias chozas, construidas sobre una plataforma sostenida por numerosos pilotes clavados en el fondo del lago. No menos de veinticuatro aldeas, la mayoría de las cuales pertenecían a la edad de piedra, fueron descubiertas en los últimos años en las orillas del lago de Ginebra, treinta y dos en el lago Costanza, y cuarenta y seis en el lago de Neufehatel, etc., cada una como testimonio de la inmensa cantidad de trabajo realizado en común, no por la familia, sino por la tribu entera. Algunos investigadores hasta suponen que la vida de estos habitantes de los lagos estaba en grado notable libre de choques bélicos; y esta hipótesis es muy probable si se toma en consideración la vida de las tribus primitivas, que aún ahora viven en aldeas semejantes, construidas sobre pilotes a orillas del mar.
Se desprende de tal modo, aún del breve esbozo precedente, que al final de cuenta, nuestros conocimientos del hombre primitivo de ningún modo son tan pobres, y en todo caso refutan más que confirman las hipótesis de Hobbes y de sus continuadores contemporáneos. Además, pueden ser completadas en medida considerable si se recurre a la observación directa de las tribus primitivas que en el presente se hallan todavía en el mismo nivel de civilización en que estaban los habitantes de Europa en los tiempos prehistóricos.
Ya ha sido plenamente probado por Ed. B. Tylor y J. Lubbock que los pueblos primitivos que existen ahora de ningún modo representan ––como afirmaron algunos sabios–– tribus que han degenerado y que en otros tiempos han conocido una civilización más elevada, que luego perdieron. Por otra parte, a las pruebas alegadas contra la teoría de la degeneración se puede agregar todavía lo siguiente: con excepción de pocas tribus que se mantienen en las regiones montañosas poco accesibles, los llamados “salvajes” ocupan una zona que rodea a naciones más o menos civilizadas, preferentemente los extremos de nuestros continentes, que en su mayor parte conservaron hasta ahora el carácter de la época posglacial antigua o que hace poco aún lo tenía. A estos pertenecen los esquimales y sus congéneres en Groenlandia, América Ártica y Siberia Septentrional, y en el hemisferio Sur, los indígenas australianos, papúes, los habitantes de Tierra de Fuego y, en parte, los bosquimanos; y en los límites de la extensión ocupada por pueblos más o menos civilizados, semejantes tribus primitivas se encuentran sólo en el Himalaya, en las tierras altas del Sureste de Asia y en la meseta brasileña. No se debe olvidar que el período glacial no terminó de golpe en toda la superficie del globo terrestre; se prolonga hasta ahora en Groenlandia. Debido a esto, en la época en que las regiones litorales del océano Indico, del mar Mediterráneo, del golfo de México gozaban ya de un clima más templado y en ellos se desarrollaba una civilización más elevada, inmensos territorios de Europa Central, Siberia y América del Norte, y también de la Patagonia, Sur del África, Sureste de Asia y Australia, permanecían todavía en las condiciones del período posglacial antiguo, que las hicieron inhabitables para las naciones civilizadas de la zona tórrida y templada. En esa época, las zonas citadas constituían algo así como los actuales y terribles “urman” de la Siberia del Noroeste, y su población, inaccesible a la civilización y no tocada por ella, conservó el carácter del hombre posglacial antiguo.
Solamente más tarde, cuando la desecación hizo estos territorios más aptos para la agricultura, comenzaron a poblarse de inmigrantes más civilizados; y entonces, parte de los habitantes anteriores se fundieron poco a poco con los nuevos colonos, mientras que otra parte se retiraba más y más lejos en dirección a las zonas subglaciales y se asentaba en los lugares donde los encontramos ahora. Los territorios habitados por ellos en el presente conservaron hasta ahora, o conservaban hasta una época no muy lejana, en su aspecto físico, un carácter casi glacial; y las artes y los instrumentos de sus habitantes hasta ahora no salieron aún del período neolítico, es decir, la edad de piedra posterior. Y a pesar de las diferencias de raza y de la extensión que separa estas tribus entre sí, su modo de vida y sus instituciones sociales son asombrosamente parecidas.
Por esto podemos considerar a estos “salvajes” como resto de la población del posglacial antiguo.
Lo primero que nos asombra, no bien comenzamos a estudiar a los pueblos primitivos, es la complejidad de la organización de las relaciones maritales en que viven. En la mayoría de ellos, la familia, en el sentido como la comprendemos nosotros, existe solamente en estado embrionario. Pero al mismo tiempo, los “salvajes” de ningún modo constituyen “una turba de hombres y mujeres poco unidos entre sí, que se reúnen desordenadamente bajo la influencia de caprichos del momento”. Todos ellos, por el contrario, se someten a una organización determinada, que Luis Morgan describió en sus rasgos típicos y llamó organización “tribal o de clan”.
Exponiendo brevemente esta materia, muy amplia, podemos decir que actualmente no existen más dudas sobre el hecho de que la humanidad, en el principio de su existencia, ha pasado por la etapa de las relaciones conyugales que puede llamarse “matrimonio tribal o comunal”; es decir, los hombres o las mujeres, en tribus enteras, vivían entre sí como los maridos con sus esposas, prestando muy poca atención al parentesco sanguíneo. Pero es indudable también que algunas restricciones a estas relaciones entre los sexos fueron establecidas por la costumbre ya en un período muy antiguo. Las relaciones conyugales fueron pronto prohibidas entre los hijos de una misma madre y la hermana de ella, sus nietas y tías. Más tarde tales relaciones fueron prohibidas entre los hijos e hijas de una misma madre, y siguieron pronto otras restricciones.
Poco a poco se desarrolló la idea de clan (gens) que abarcaba a todos los descendientes reales o supuestos de una raíz común (más bien a todos los unidos en un grupo de clan por el supuesto parentesco). Y cuando el clan se multiplicó por la subdivisión en algunos clanes, cada uno de los cuales se dividía, a su vez, en clases (habitualmente en cuatro clases), el matrimonio era permitido sólo entre clases determinadas, estrictamente definidas. Se puede observar un estado semejante aún ahora entre los indígenas de Australia, sus primeros gérmenes aparecieron en la organización de clan. La mujer hecha prisionera durante la guerra con cualquier otro clan, en un período más tardío, el que la había tomado prisionera la guardaba para sí, bajo la observación, además, de determinados deberes hacia el clan. Podía ser ubicada por él en una cabaña separada después de haber pagado ella cierto género de tributo a cada miembro del clan; entonces ella podía fundar dentro del clan una familia separada, cuya aparición evidentemente, abrió una nueva fase de la civilización. Pero en ningún caso la esposa que asentaba la base de la familia especialmente patriarcal podía ser tomada de su propio clan. Podía provenir solamente de un clan extraño.
Si consideramos que esta organización compleja se ha desarrollado entre hombres que ocupaban los peldaños más bajos de desarrollo que conocemos, y que se mantuvo en sociedades que no conocían más autoridad que la autoridad de la opinión pública, comprenderemos en seguida cuán profundamente arraigados debían estar los instintos sociales en la naturaleza humana hasta en los peldaños más bajos de su desarrollo. El salvaje, que podía vivir en tal organización, sometiéndose por propia voluntad a las restricciones que constantemente chocaban con sus deseos personales, naturalmente no se parecía a un animal desprovisto de todo principio ético y cuyas pasiones no conocían freno. Pero este hecho se hace aún más asombroso si tomamos en consideración la antigüedad inconmensurablemente lejana de la organización de clan.
Actualmente es sabido que los semitas primitivos, los griegos de Homero, los romanos prehistóricos, los germanos de Tácito, los antiguos celtas y eslavos, pasaron todos por el período de organización de clan de los australianos, los indios pieles rojas, esquimales y otros habitantes del “cinturón de salvajes”.
De tal modo, debemos admitir una de dos: o bien el desarrollo de las costumbres conyugales, por algunas razones, se encaminó en una misma dirección en todas las razas humanas; o bien los rudimentos de las restricciones de clan se desarrollaron entre algunos antepasados comunes que fueron el tronco genealógico de los semitas, arios, polinesios, etc., antes de que estos antepasados se dividieran en razas separadas, y estas restricciones se conservaron hasta el presente entre razas que mucho ha se separaron de la raíz común. Ambas posibilidades, en igual grado, señalan, sin embargo, la asombrosa tenacidad de esta institución ––tenacidad que no pudo destruir durante muchas decenas de milenios ningún atentado que contra ella perpetrara el individuo––. Pero la misma fuerza de la organización del clan demuestra hasta dónde es falsa la opinión en virtud de la cual se representa a la humanidad primitiva en forma de una turba desordenada de individuos que obedecen sólo a sus propias pasiones y que se sirve cada uno de su propia fuerza personal y su astucia para imponerse a todos los otros. El individualismo desenfrenado es manifestación de tiempos más modernos, pero de ninguna manera era propio del hombre primitivo.
Pasando ahora a los salvajes existentes en el presente, podemos comenzar con los bosquímanos, que ocupan un peldaño muy bajo de desarrollo, tan bajo que ni siquiera tienen viviendas y duermen en cuevas cavadas en la tierra o, simplemente, bajo la cubierta de ligeras mamparas de hierbas y ramas que los protegen del viento. Es sabido que cuando los europeos comenzaron a colonizar sus territorios y destruir enormes rebaños salvajes de ciervos que pacían hasta entonces en las llanuras, los bosquimanos comenzaron a robar ganado cornúpeta a los colonos, y estos emigrantes iniciaron entonces una guerra desesperada contra aquéllos; comenzaron a exterminarlos con una bestialidad de la que prefiero no hablar aquí. Quinientos bosquimanos fueron exterminados de tal modo en 1774; en los años 1801-1809, la unión de granjeros destruyó tres mil, etc. Los exterminaban como a ratas, dejándoles carne envenenada, a estos hombres llevados al hambre, o los cazaban a tiros como bestias, emboscándose detrás del cadáver de un animal puesto como cebo; los mataban donde los encontraban. De tal modo, nuestro conocimiento de los bosquimanos, recibido, en la mayoría de los casos de los mismos que los exterminaban, no puede destacarse por una especial simpatía. Sin embargo, sabemos que durante la aparición de los europeos, los bosquimanos vivían en pequeños clanes que a veces se reunían en federaciones; que cazaban en común y se repartían la presa, sin peleas ni disputas; que nunca abandonaban a los heridos y demostraban un sólido afecto hacia sus camaradas. Lichtenstein refiere un episodio sumamente conmovedor de un bosquimano que estuvo a punto de ahogarse en el río y fue salvado por sus camaradas. Se quitaron de encima sus pieles de animales para cubrirlo mientras ellos temblaban de frío; lo secaron, lo frotaron ante el fuego y le untaron el cuerpo con grasa tibia, hasta que por fin le volvieron a la vida. Y cuando los bosquimanos encontraron, en la persona de Johann van der Walt, un hombre que los trataba bien, le expresaron su reconocimiento con manifestaciones del afecto más conmovedor. Burchell y Moffat los describen como de buen corazón, desinteresados, fieles a sus promesas y agradecidos cualidades todas ellas que pudieron desarrollarse sólo siendo constantemente practicadas en el seno de la tribu. En cuanto a su amor a los niños, bastará recordar que cuando un europeo quería tener a una mujer bosquimana como esclava, le arrebataba el hijo; la madre siempre se presentaba por sí misma y se hacía esclava para compartir la suerte de su niño.
La misma sociabilidad se encuentra entre los hotentotes, que sobrepasan un poco a los bosquimanos en el desarrollo. Lubbock habla de ellos como de los “animales más sucios”, y realmente son muy sucios. Toda su vestimenta consiste en una piel de animal colgada al cuello, que llevan hasta que cae a pedazos; y sus chozas consisten en algunas varillas unidas por las puntas y cubiertas por esteras: en el interior de las chozas no hay mueble alguno. A pesar de que crían bueyes y ovejas, y, según parece, conocían el uso del hierro antes de encontrarse con s europeos, sin embargo, están hasta ahora en uno de los más bajos peldaños del desarrollo humano. No obstante eso, los europeos que conocían de cerca sus vidas, mencionaban con grandes elogios su sociabilidad y su presteza en ayudarse mutuamente. Si se da algo a un hotentote, en seguida divide lo recibido entre todos los presentes, cuya costumbre, como es sabido, asombró también a Darwin en los habitantes de la Tierra de Fuego. El hotentote no puede comer solo, y por más hambriento que esté, llama a los que pasan y comparte con ellos su alimento. Y cuando Kolben, por esta causa, expresó su asombro, le contestaron: “Tal es la costumbre de los hotentotes”. Pero esta costumbre no es propia solamente de los hotentotes: es una costumbre casi universal, observada por los viajeros en todos los “salvajes”. Kolben, que conocía bien a los hotentotes y que no pasaba en silencio sus defectos, no puede dejar de elogiar su moral tribal.
“La palabra dada es sagrada para ellos” ––escribe––, “Ignoran por completo la corrupción y la deslealtad de los europeos”. “Viven muy pacíficamente y raramente guerrean con sus vecinos…” “Uno de los más grandes placeres para los hotentotes es el cambio de regalos y servicios,… Por su honestidad, por la celeridad y exactitud en el ejercicio de la justicia, por su castidad, los hotentotes sobrepasan a todos, o casi todos los otros pueblos”.
Tachart, Barrow y Moodie confirman plenamente las palabras de Kolben. Sólo es necesario notar que cuando Kolben escribió de los hotentotes que “en sus relaciones mutuas son el pueblo más amistoso, generoso y benévolo, que jamás haya existido en la tierra” (I, 332), dio la definición que repiten continuamente, desde entonces, los viajeros, en sus descripciones de los más diferentes salvajes. Cuando los europeos incultos chocaron por primera vez con las razas primitivas, habitualmente presentaban sus vidas de modo caricaturesco; pero bastó que un hombre inteligente viviera entre salvajes un tiempo más prolongado, para que los describiera como el pueblo “más manso” o ––más noble–– del mundo. Justamente con esas mismas palabras, los viajeros más dignos de fe caracterizaron a los ostiakos samoyedos, esquimales, dayacos, aleutas, papúes, etc. Semejante declaración tuve ocasión de leer sobre los tunguses, los chukchis, los indios sioux y algunas otras tribus salvajes. La repetición misma de semejantes elogios dice más que tomos enteros de investigaciones especiales.
Los indígenas de Australia ocupan, por su desarrollo, un lugar no más alto que sus hermanos surafricanos. Sus chozas tienen el mismo carácter, y muy a menudo los hombres se conforman hasta con simples mamparas o biombos de ramas secas para protegerse de los vientos fríos. En su alimento no se destacan por su discernimiento; en caso de necesidad devoran carroña en completo estado de putrefacción, y cuando sobreviene el hambre recurren entonces hasta al canibalismo. Cuando los indígenas australianos fueron descubiertos por vez primera por los europeos, se vio que no tenían ningún otro instrumento que los hechos, en la forma más grosera, de piedra o hueso. Algunas tribus no tenían siquiera piraguas y desconocían por completo el trueque comercial. Y sin embargo, después de un estudio cuidadoso de sus costumbres y hábitos, se vio que tienen la misma organización elaborada de clan de la que se habló más arriba.
El territorio en que viven está dividido habitualmente entre diferentes clanes, pero la región en la cual cada clan realiza la caza o la pesca permanece siendo de dominio común, y los productos de la caza y la pesca van a todo el clan. También pertenecen al clan los instrumentos de caza y de pesca. La comida se realiza en común. Como muchos otros salvajes, los indígenas australianos se atienen a determinadas reglas respecto a la época en que se permite recoger diversas especies de gomeros y hierbas. En cuanto a su moral en general, lo mejor es citar aquí las siguientes respuestas a las preguntas de la Sociedad Antropológica de París, dadas por Lumholtz, un misionero que vivió en North Queesland.
“Conocen el sentimiento de amistad; está fuertemente desarrollado en ellos. Los débiles gozan de la ayuda común; cuidan mucho a los enfermos. Nunca los abandonan al capricho de la suerte y no los matan. Estas tribus son antropófagas, pero raramente comen a los miembros de su propia tribu (si no me equivoco, solamente cuando matan por razones religiosas); comen sólo a los extraños. Los padres aman a sus hijos juegan con ellos y los miman. Se practica el infanticidio sólo con el consentimiento común. Tratan a los ancianos muy bien y nunca los matan. No tienen religión ni ídolos, y solamente existe el temor a la muerte. El matrimonio es polígamo. Las disputas surgidas dentro de la tribu se resuelven por duelos con espadas de madera y escudos de madera. No existe la esclavitud; no tienen agricultura alguna; no poseen productos de alfarería; no tienen vestidos, exceptuando un delantal que a veces usan las mujeres. El clan se compone de doscientas personas divididas en cuatro clases de hombres y cuatro clases de mujeres; se permite el matrimonio solamente entre las clases habituales, pero nunca dentro del mismo clan”.
Respecto a los papúes, parientes cercanos de los australianos, tenemos el testimonio de G. L. Bink, que vivió en Nueva Guinea, principalmente en Geelwink Bay, desde 1871 hasta 1883. Traemos la esencia de sus respuestas a las mismas preguntas:
“Los papúes son sociables y de un humor muy alegre. Se ríen mucho. Más bien tímidos que valientes. La amistad es bastante fuerte entre miembros de los diferentes clanes y aún más fuerte dentro del mismo clan. El papú, a menudo paga las deudas de su amigo, a condición de que este último pague esta deuda, sin intereses, a sus hijos. Cuidan a los enfermos y ancianos; nunca abandonan a los ancianos, ni los matan, con excepción de los esclavos que han estado enfermos mucho tiempo. A veces devoran a los prisioneros de guerra. Miman y aman a los niños. Matan a los prisioneros de guerra ancianos y débiles, y venden a los restantes como esclavos. No tienen religión, ni dioses, ni ídolos, ni clase alguna de autoridad; el miembro más anciano de la familia es el juez. En caso de adulterio (es decir, violación de sus costumbres matrimoniales) el culpable paga una multa, parte de la cual va a favor de la “negoria” (comunidad). La tierra es dominio común, pero los frutos de la tierra pertenecen a aquél que los ha cultivado. Los papúes tienen vasijas de arcilla y conocen el trueque comercial, y según una costumbre elaborada, el comerciante les da mercancía y ellos vuelven a sus casas y traen los productos indígenas que necesita el comerciante; si no pueden obtener los productos necesarios, entonces devuelven al comerciante su mercancía europea. Los papúes “cazan cabezas” ––es decir, practican la venganza de sangre––. Además, “a veces ––dice Finsch– –, el asunto se somete a la consideración del Rajah de Namototte, quien lo resuelve imponiendo una multa” ”.
Cuando se trata bien a los papúes, entonces son muy bondadosos. Mikluho-Maclay desembarcó, como es sabido, en la costa orienta] de Nueva Guinea, en compañía de un solo marinero, vivió allí dos años enteros entre tribus consideradas antropófagas y se separó de ellas con pesar; prometió volver y cumplió su palabra, y pasó de nuevo un año, y durante todo ese tiempo no tuvo ningún choque con los indígenas. Verdad es que mantuvo la regla de no decirles nunca, bajo ningún pretexto, algo que no fuera cierto, ni hacer promesas que no pudiera cumplir. Estas pobres criaturas, que no sabían siquiera hacer fuego y que por esto conservaban cuidadosamente el fuego en sus chozas, viven en condiciones de un comunismo primitivo, sin tener jefe alguno, y en sus poblados casi nunca se producen disputas de las que valga la pena hablar. Trabajan en común, sólo lo necesario para obtener el alimento de cada día; crían a sus hijos en común; y por las tardes se atavían lo más coquetamente que pueden y se entregan a las danzas. Como todos los salvajes, gustan apasionadamente de las danzas, que constituyen un género de misterios tribales. Cada aldea tiene su “barla” o “barlai” ––casa “larga” o “grande”–– para los solteros, en las que se realizan reuniones sociales y se juzgan los sucesos públicos, un rasgo más que es común a todos los habitantes de las islas del océano Pacífico, y también a los esquimales, indios pieles rojas, etc. Grupos enteros de aldeas mantienen relaciones amistosas, y se visitan mutuamente concurriendo toda la comunidad.
Por desgracia, entre las aldeas, a menudo surge enemistad, no por “el exceso de densidad de la población” o “de la competencia agudizada” y otros inventos semejantes de nuestro siglo mercantilista, sino principalmente debido a la superstición. Si enferma alguno, se reúnen sus amigos y parientes y del modo más cuidadoso discuten el problema de quién puede ser el culpable de la enfermedad. Entonces, consideran a todos los posibles enemigos, cada uno confiesa su mínima disputa y finalmente se halla la causa verdadera de la enfermedad. La mandó algún enemigo de la aldea vecina, y por esto resuelven hacer alguna incursión a esa aldea. Debido a ello, las riñas son corrientes, aún entre las aldeas del litoral, sin hablar ya de los antropófagos, que viven en las montañas, a los que se considera como verdaderos brujos y enemigos, a pesar de que un conocimiento más estrecho demuestra que no se distinguen en nada de su vecino que vive en las costas marítimas.
Muchas páginas asombrosas se podrían escribir sobre la armonía que reina en las aldeas de los habitantes polinesios de las islas del Océano Pacífico.
Pero ellos ocupan ya un peldaño más elevado de civilización, y por esto tomaremos otros ejemplos de la vida de los habitantes del lejano norte. Agregaré solamente, antes de abandonar el hemisferio sur; que hasta los habitantes de Tierra del Fuego, que gozan de tan mala fama, comienzan a ser iluminados con luz más favorable a medida que los conocemos mejor. Algunos misioneros franceses, que viven entre ellos, “no pueden quejarse de ningún acto hostil”. Viven en clanes de ciento veinte a ciento cincuenta almas, y también practican el comunismo primitivo como los papúes. Se reparten todo entre ellos, y tratan bien a los ancianos. La paz completa reina entre estas tribus.
En los esquimales y sus más próximos congéneres, los thlinkets, koloshes y aleutas, hallamos una semejanza más aproximada a lo que era el hombre durante el período glacial. Los instrumentos que ellos emplean apenas se diferencian de los instrumentos del paleolítico, y algunas de estas tribus hasta ahora no conocen el arte de la pesca: simplemente matan a los peces con el arpón. Conocen el uso del hierro, pero lo obtienen solamente de los europeos o de lo que encuentran en los esqueletos de los barcos después de los naufragios. Su organización social se distingue por su primitivismo completo, a pesar de que ya han salido del estadio del “matrimonio comunal”, aún con sus restricciones de “clase”. Viven ya en familias, pero los lazos familiares todavía son débiles, puesto que de tanto en tanto se produce en ellos un cambio de esposas y esposos. Sin embargo, las familias permanecen reunidas en clanes, y no puede ser de otro modo. ¿Cómo hubieran podido soportar la dura lucha por la existencia si no reunieran sus fuerzas del modo más estrecho? Así se portan ellos, Y los lazos de clan son más estrechos allí donde la lucha por la vida es más dura, a saber, en el nordeste de Groenlandia. Viven habitualmente en una “casa larga”, en la que se alojan varias familias, separadas entre sí por pequeños tabiques de pieles desgarradas, pero con un corredor común para todos. A veces la casa tiene la forma de una cruz, y en tal caso, en su centro colocan un hogar común. La expedición alemana que pasó un invierno cerca de una de esas “casas largas” se pudo convencer de que durante todo el invierno ártico no perturbó la paz ni una pelea, y que no se produjo discusión alguna por el uso de estos “espacios estrechos”. No se admiten las amonestaciones, y ni siquiera las palabras inamistosas de otro modo que no sea bajo la forma legal de una canción burlesca (nigthsong), que cantan las mujeres en coro. De tal manera, la convivencia estrecha y la estrecha dependencia mutua son suficientes para mantener, de siglo en siglo, el respeto profundo a los intereses de la comunidad, que es característico de la vida de los esquimales. Aún en las comunas más vastas de los esquimales “la opinión pública es un verdadero tribunal y el castigo habitual consiste en avergonzar al culpable ante todos”.
La vida de los esquimales está basada en el comunismo. Todo lo que obtienen por medio de la caza o pesca pertenece a todo el clan. Pero, en algunas tribus, especialmente en el Occidente, bajo la influencia de los daneses, comienza a desarrollarse la propiedad privada. Sin embargo, emplean un medio bastante original para disminuir los inconvenientes que surgen del acumulamiento personal de la riqueza, que pronto podría perturbar la unidad tribal. Cuando el esquimal empieza a enriquecerse excesivamente, convoca a todos los miembros de su clan a un festín, y cuando los huéspedes se sacian, distribuye toda su riqueza. En el río Yukon, en Alaska, Dall vio que una familia aleutiana repartió de tal modo diez fusiles, diez vestidos de pieles completos, doscientos hilos de cuentas, numerosas frazadas, diez pieles de lobo, doscientas pieles de castor y quinientas de armiño. Luego, los dueños se quitaron sus vestidos de fiesta y los repartieron, vistiéndose sus viejas pieles, dirigieron a los miembros de su clan un breve discurso diciendo que a pesar de que ahora se habían vuelto más pobres que cada uno de sus huéspedes, sin embargo habían ganado su amistad.
Tales distribuciones de riqueza se convirtieron aparentemente en costumbre arraigada entre los esquimales, y se practica en una época determinada todos los años, después de una exhibición preliminar de todo lo que ha sido obtenido durante el año. Constituye, aparentemente, una costumbre. La costumbre de enterrar con el muerto, o de destruir sobre su tumba, todos sus bienes personales ––que encontramos en todas las razas primitivas––, aparentemente debe tener el mismo origen. En realidad, mientras que todo lo que pertenecía personalmente al muerto se quema o se rompe sobre su tumba, las cosas que le pertenecieron conjuntamente con toda su tribu; como, por ejemplo, las piraguas, redes de la comuna, etc., se dejan intactas. Está sujeta a la destrucción sólo la propiedad personal. En una época posterior, esta costumbre se convierte en un rito religioso: se le da interpretación mística, y la destrucción es prescrita por la religión cuando la opinión pública, sola, se muestra ya carente de fuerzas para imponer a todos la observación obligatoria de la costumbre. Finalmente, la destrucción real se reemplaza por un rito simbólico, que consiste en quemar sobre la tumba simples modelos de papel, o representaciones, de los bienes del muerto (así se hace en la China); o se llevan a la tumba los bienes del muerto y traen de vuelta a la casa al finalizar la ceremonia funeraria; en esta forma, se ha conservado la costumbre hasta ahora, como es sabido, entre los europeos con respecto a los caballos de los jefes militares, las espadas, cruces y otros signos de distinción oficial.
El alto nivel de la moral tribal de los esquimales se menciona bastante a menudo en la literatura general. Sin embargo, las observaciones siguientes de las costumbres de los aleutas ––congéneres próximos de los esquimales–– no están desprovistas de interés, tanto más cuanto que pueden servir de buena ilustración de la moral de los salvajes en general. Pertenecen a la pluma de un hombre extraordinariamente distinguido, el misionero ruso Venlaminof, que las escribió después de una permanencia de diez años entre los aleutas y de tener relaciones estrechas con ellos.
Las resumo, conservando en lo posible las expresiones propias del autor:
“La resistencia ––escribió–– en su rasgo característico, y, en verdad, es colosal. No sólo se bañan todas las mañanas en el mar cubierto de hielo y luego se quedan desnudos en la playa, respirando el aire helado, sino que su resistencia, hasta en un trabajo pesado y con alimento insuficiente, sobrepasa todo lo que se puede imaginar. Si sobreviene una escasez de alimento, el aleuta se ocupa, ante todo, de sus hijos; les da todo lo que tiene, y él mismo ayuna. No se inclinan al robo, como fue observado ya por los primeros inmigrantes rusos. No es que no hayan robado nunca; todo aleuta reconoce que alguna vez ha robado algo, pero se trata siempre de alguna fruslería, y todo esto tiene carácter completamente infantil. El afecto de los padres por los hijos es muy conmovedor, a pesar de que nunca lo expresan con caricias o palabras. El aleuta difícilmente se decide a hacer alguna promesa, pero una vez hecha, la mantiene cueste lo que cueste.
Un aleuta regaló a Venlaminof un haz de pescado seco, pero, en el apresuramiento de la partida, fue olvidado en la orilla, y el aleuta se lo llevó de vuelta a su casa. No se presentó la oportunidad de enviarlo a Venlaminof hasta enero, y mientras tanto, en noviembre y diciembre, entre estos aleutas, hubo una gran escasez de víveres. Pero los hambrientos no tocaron el pescado ya regalado, y en enero fue enviado a su destino. Su código moral es variado y severo. Así por ejemplo, se considera vergonzoso: temer la muerte inevitable; pedir piedad al enemigo; morir sin haber matado ningún enemigo; ser sorprendido en robo; zozobrar la canoa en el puerto; temer salir al mar con tiempo tempestuoso; desfallecer antes que los otros camaradas si sobreviene una escasez de alimentos durante un viaje largo: manifestar codicia durante el reparto de la presa ––en cuyo caso, para avergonzar al camarada codicioso, los restantes le ceden su parte––. Se estima vergonzoso también: divulgar un secreto público a su esposa; siendo dos en la caza, no ofrecer la mejor parte de la presa al camarada; jactarse de sus hazañas, y especialmente de las imaginadas; insultarse con malicia; también mendigar, acariciar a su esposa en presencia de los otros y danzar con ella; comerciar personalmente; toda venta debe ser hecha por medio de una tercera persona, quien determina el precio. Se estima vergonzoso para la mujer: no saber coser y, en general, cumplir torpemente cualquier trabajo femenino; no saber danzar; acariciar a su esposo y a sus niños, o hasta hablar con el esposo en presencia de extraños”
Tal es la moral de los aleutas, y una confirmación mayor de los hechos podría ser tomada fácilmente de sus cuentos y leyendas. Sólo agregaré que cuando Venlaminof escribió sus “Memorias” (el año 1840), entre los aleutas, que constituían una población de sesenta mil hombres, en sesenta años hubo solamente un homicidio, y durante cuarenta años, entre
1.800 aleutas no se produjo ningún delito criminal. Esto, por otra parte, no parecerá extraño si se recuerda que todo género de querellas y expresiones groseras son absolutamente desconocidas en la vida de los aleutas. Ni siquiera sus hijos pelean, y jamás se insultan mutuamente de palabra. La expresión más fuerte en sus labios son frases como: “Tu madre no sabe coser”, o “tu padre es tuerto”.
Muchos rasgos de la vida de los salvajes continúan siendo, sin embargo, un enigma para los europeos. En confirmación del elevado desarrollo de la solidaridad tribal entre los salvajes y sus buenas relaciones mutuas, se podría citar los testimonios más dignos de fe en la cantidad que se quiera. Y, sin embargo, no es menos cierto que estos mismos salvajes practican el infanticidio, y que en algunos casos matan a sus ancianos, y que todos obedecen ciegamente a la costumbre de la venganza de sangre. Debemos, por esto, tratar de explicar la existencia simultánea de los hechos que para la mente europea parecen, a primera vista, completamente incompatibles.
Acabamos de mencionar cómo el aleuta ayunará días enteros, y hasta semanas, entregando todo comestible a su niño; cómo la madre bosquímana se hace esclava para no separarse de su hijo, y se podrían llenar páginas enteras con la descripción de las relaciones realmente tiernas existentes entre los salvajes y sus hijos. En los relatos de todos los viajeros se encuentran continuamente hechos semejantes. En uno leéis sobre el tierno, amor de la madre; en otro, el relato de un padre que corre locamente por el bosque, llevando sobre sus hombros a un niño mordido por una serpiente; o algún misionero narra la desesperación de los padres ante la pérdida de un niño, al que ya habían salvado de ser llevado al sacrificio inmediatamente después de haber nacido; o bien, os enteráis de que las madres “salvajes” amamantan habitualmente a sus niños hasta el cuarto año de edad, y que en las islas de la Nuevas Hébridas, en caso de la muerte de un niño especialmente querido, su madre o tía se suicidan para cuidar a su amado en el otro mundo. Y así sin fin.
Hechos semejantes se citan en cantidad; y por ello, cuando vemos que los mismos padres amantes practican el infanticidio, debemos reconocer necesariamente que tal costumbre (cualesquiera que sean sus ulteriores transformaciones) surgió bajo la presión directa de la necesidad, como resultado del sentimiento de deber hacia la tribu, y para tener la posibilidad de criar a los niños ya crecidos. Hablando en general, los salvajes de ningún modo “se reproducen sin medida”, como expresan algunos escritores ingleses. Por lo contrario, toman todo género de medidas para disminuir la natalidad. Justamente con éste objeto existe entre ellos una serie completa de las más diversas restricciones, que a los europeos indudablemente hasta les parecerían molestas en exceso, y que son, sin embargo, severamente observadas por los salvajes. Pero, con todo, los pueblos primitivos no pueden criar a todos los niños que nacen, y entonces recurren al infanticidio. Por otra parte, ha sido observado más de una vez que si bien consiguen aumentar sus recursos corrientes de existencia, en seguida dejan de recurrir a esta medida, que, en general, los padres cumplen muy a disgusto, y en la primera posibilidad recurren a todo género de compromisos con tal de conservar la vida de sus recién nacidos. Como ha sido dicho ya por mi amigo Elíseo Reclús en su hermoso libro sobre los salvajes, por desgracia insuficientemente conocido, ellos inventan, por esta razón, los días de nacimientos faustos y nefastos, para salvar siquiera la vida de los niños nacidos en los días faustos; tratan de tal modo de posponer la ejecución algunas horas y dicen después que si el niño ya ha vivido un día, está destinado a vivir toda la vida. Oyen los gritos de los niños pequeños como si vinieran del bosque, y aseguran que si se oye tal grito anuncia desgracia para toda la tribu; y puesto que no tienen nodrizas especiales ni casa de expósitos que los ayuden a deshacerse de los niños, cada uno se estremece ante la idea de cumplir la cruel sentencia, y por eso prefieren exponer al niño en el bosque, antes que quitarle la vida por un medio violento. El infanticidio es sostenido, de este modo, por la insuficiencia de conocimientos, y no por crueldad; y en lugar de llenar a los salvajes con sermones, los misioneros harían mucho mejor si siguieran el ejemplo de Venlaminof, quien todos los años, hasta una edad muy avanzada, cruzaba el mar de Ojots en una miserable goleta para visitar a los tunguses y kamchadales, o viajaba, llevado por perros, entre los chukchis, aprovisionándolos de pan y utensilios para la caza. De tal modo consiguió realmente extirpar el infanticidio.
Lo mismo es cierto, también, con respecto al fenómeno que observadores superficiales llamaron parricidio. Acabamos de ver que la costumbre de matar a los viejos no está de ningún modo tan extendida como la han referido algunos escritores. En todos estos relatos hay muchas exageraciones; pero es indudable que tal costumbre se encuentra temporalmente entre casi todos los salvajes, y tales casos se explican por las mismas razones que el abandono de los niños. Cuando el viejo salvaje comienza a sentir que se convierte en una carga para su tribu; cuando todas las mañanas ve que quitan a los niños la parte de alimento que le toca ––y los pequeños que no se distinguen por el estoicismo de sus padres, lloran cuando tienen hambre––; cuando todos los días los jóvenes tienen que cargarlo sobre sus hombros para llevarlo por el litoral pedregoso o por la selva virgen, ya que los salvajes no tienen sillones con ruedas para enfermos ni indigentes para llevar tales sillones entonces el viejo comienza a repetir lo que hasta ahora repiten los campesinos viejos de Rusia: Chuyoi viék zaidaiu: pora na pokoi (literalmente: “vivo la vida ajena, es hora de irme a descansar”). Y se van a descansar. Obra de la misma forma que obra un soldado, en tales casos. Cuando la salvación de un destacamento depende de su máximo avance, y el soldado no puede avanzar más, y sabe que debe morir si queda rezagado, suplica a su mejor amigo que le preste el último servicio antes de que el destacamento avance. Y el amigo descarga, con mano temblorosa, su fusil en el cuerpo moribundo.
Así obran también los salvajes. El salvaje viejo pide la muerte; él mismo insiste en el cumplimiento de este último deber suyo hacia su tribu. Recibe primero la conformidad de los miembros de su tribu para esto. Entonces él mismo se cava la fosa e invita a todos los congéneres a su último festín de despedida. Así, en su momento, obró su padre, ahora llegole su turno, y amistosamente se despide de todos, antes de separarse de ellos. El salvaje, hasta tal punto considera semejante muerte como el cumplimiento de un deber hacia su tribu, que no sólo se rehúsa a que lo salven de la muerte (como refirió Moffat), sino que ni aún reconoce tal liberación si llegara a realizarse. Así, cuando una mujer que debía morir sobre la tumba de su esposo (en virtud del rito mencionado antes) fue salvada de la muerte por los misioneros y llevada por ellos a una isla, huyó durante la noche, atravesando a nado un amplio estrecho, y se presentó ante su tribu para morir sobre la tumba. La muerte en tales casos se hace para ellos una cuestión de religión. Pero, hablando en general, es tan repulsivo para los salvajes verter sangre fuera de las batallas, que aún en estos casos ninguno de ellos se encarga del homicidio, y por eso recurren, a toda clase de medios indirectos que los europeos no comprendieron y que interpretaron de un modo completamente falso. En la mayoría de los casos dejan en el bosque al viejo que se ha decidido a morir, dándole una porción de comida, mayor que la debida, de la provisión común. ¡Cuántas veces las partidas exploradoras de las expediciones polares hubieron de obrar exactamente del mismo modo cuando no tenían fuerzas para llevar a un camarada enfermo! “Aquí tienes provisiones. Vive todavía algunos días. Tal vez llegue de alguna parte una ayuda inesperada”.
Los sabios de Europa occidental, encontrándose ante tales hechos, se muestran decididamente incapaces de comprenderlos; no pueden reconciliarlos con los hechos que testimonian el elevado desarrollo de la moral tribal, y por eso prefieren arrojar una sombra de duda sobre las observaciones absolutamente fidedignas, referentes a la última, en lugar de buscar explicación para la existencia paralela de un doble género de hechos: la elevada moral tribal y, junto a ella, el homicidio de los padres muy ancianos y los recién nacidos. Pero si los mismos europeos, a su vez, refirieran a un salvaje que personas sumamente amables, afectos a sus niños, y tan impresionables que lloran cuando ven en el escenario de un teatro una desgracia imaginaria, viven en Europa al lado de zaquizamíes donde los niños mueren simplemente por insuficiencia de alimentos, entonces el salvaje tampoco los comprendería. Recuerdo cuán vagamente me empeñé en explicar a mis amigos tunguses nuestra civilización construida sobre el individualismo; no me comprenden y recurrían a las conjeturas más fantásticas. El hecho es que el salvaje educado en las ideas de solidaridad tribal, practicada en todas las ocasiones, malas y buenas, es tan exactamente incapaz de comprender al europeo “moral” que no tiene ninguna idea de tal solidaridad, como el europeo medio es incapaz de comprender al salvaje. Además, si nuestro sabio tuviera que vivir entre una tribu semihambrienta de salvajes, cuyo alimento total disponible no alcanzara para alimentar algunos días a un hombre, entonces comprendería quizá qué es lo que guía a los salvajes en sus actos. Del mismo modo, si un salvaje viviera entre nosotros y recibiera nuestra “educación”, quizá comprendiera la insensibilidad europea hacia nuestros semejantes y esas comisiones reales que se ocupan de la cuestión de la prevención de las diversas formas legales de homicidio que se practican en Europa. “En casa de piedra, los corazones se vuelven de piedra”, dicen los campesinos rusos; pero el “salvaje” tendría que haber vivido primero en una casa de piedra.
Observaciones semejantes podrían hacerse también respecto a la antropofagia. Si se toman en cuenta todos los hechos que fueron dilucidados recientemente, durante la consideración de este problema, en la Sociedad Antropológica de París, y también muchas observaciones casuales diseminadas en la literatura sobre los “salvajes”, estaremos obligados a reconocer que la antropofagia fue provocada por la necesidad apremiante; y que sólo bajo la influencia de los prejuicios y de la religión se desarrolló hasta alcanzar las proporciones espantosas que alcanzó en las islas de Fiji y en México, sin ninguna necesidad, cuando se convirtió en un rito religioso.
Es sabido que hasta la época presente muchas tribus de salvajes suelen verse obligadas, de tiempo en tiempo, a alimentarse con carroña casi en completo estado de putrefacción, y en casos de carencia completa de alimentos, algunas tuvieron que violar sepulturas y alimentarse con cadáveres humanos, aún en épocas de epidemia. Tales hechos son completamente fidedignos. Pero si nos trasladamos mentalmente a las condiciones que tuvo que soportar el hombre durante el período glacial, en un clima húmedo y frío, no teniendo a su disposición casi ningún alimento vegetal; si tenemos en cuenta las terribles devastaciones producidas aún hoy por el escorbuto entre los pueblos semisalvajes hambrientos y recordamos que la carne y la sangre fresca eran los únicos medios conocidos por ellos para fortificarse, deberemos admitir que el hombre, que fue primeramente un animal granívoro, se hizo carnívoro, con toda probabilidad, durante el período glacial, en que desde el norte avanzaba lentamente una capa enorme de hielo, y con su hálito frío, agotaba toda la vegetación.
Naturalmente, en aquellos tiempos probablemente había abundancia de toda clase de bestias; pero es sabido que en las regiones árticas las bestias a menudo emprenden grandes migraciones, y a veces desaparecen por completo durante algunos años de un territorio determinado. Con el avance. de la capa glacial las bestias, evidentemente, se alejaron hacia el sur, como lo hacen ahora los corzos, que huyen, en caso de grandes nevadas, de la orilla norte del Amur a la meridional. En tales casos, el hombre se veía privado de los últimos medios de subsistencia. Sabemos, además, que hasta los europeos, durante duras experiencias semejantes, recurrieron a la antropofagia; no es de extrañar que recurrieran a ella también los salvajes. Hasta en la época presente suelen verse obligados, temporalmente. a devorar los cadáveres de sus muertos, y en épocas anteriores, en tales casos, se veían obligados a devorar también a los moribundos. Los ancianos morían entonces convencidos de que con su muerte prestaban el último servicio a su tribu. He aquí por qué algunas tribus atribuyen al canibalismo origen divino, representándolo como algo sugerido por orden de un enviado del cielo.
Posteriormente, la antropofagia perdió el carácter de necesidad y se convirtió en una “supervivencia” supersticiosa. Necesario era devorar a los enemigos para heredar su coraje; luego, en una época posterior, con ese propósito sólo se devoraba el corazón del enemigo o sus ojos. Al mismo tiempo, en otras tribus, en las que se había desarrollado un clero numeroso y elaborado una mitología compleja, se inventaron dioses malignos, sedientos de sangre humana, y los sacerdotes exigieron sacrificios humanos para apaciguar a los dioses. En esta fase religiosa de su existencia, el canibalismo alcanzó su forma más repulsiva. México es bien conocido en este sentido como ejemplo, y en las Fiji, donde el rey podía devorar a cualquiera de sus súbditos, encontramos también una casta poderosa de sacerdotes, una compleja teología y un desarrollo complejo del poder ilimitado de los reyes. De tal modo el canibalismo, que nació por la fuerza de la necesidad, se convirtió en un período posterior en institución religiosa, y en esta forma existió durante mucho tiempo, después de haber desaparecido, hacía mucho, entre tribus que indudablemente lo practicaban en épocas anteriores, pero que no alcanzaron la forma religiosa de desarrollo. Lo mismo puede decirse con respecto al infanticidio y al abandono de los padres muy ancianos a los caprichos de la suerte. En algunos casos estos fenómenos se mantuvieron también como supervivencia de tiempos antiguos, en forma de tradición conservada religiosamente.
Finalmente, citaré aquí todavía una costumbre extraordinariamente importante y generalizada que ha dado motivo, en la literatura, a las conclusiones más erróneas. Me refiero a la costumbre de la venganza de sangre. Todos los salvajes están convencidos de que la sangre vertida debe ser vengada con sangre. Si alguien ha sido herido y su sangre vertida, entonces la sangre del que produjo la herida también debe ser vertida. No se admite excepción alguna a esta regla; se extiende hasta a los animales; si un cazador ha vertido sangre ––matando a un oso o a una ardilla––, su sangre debe ser vertida a su vuelta de la caza. Tal es la concepción que hasta ahora se conserva en la Europa occidental con respecto al homicidio.
Mientras el ofensor y el ofendido pertenecen a la misma tribu, el asunto se resuelve muy simplemente: la tribu y las personas afectadas resuelven por sí mismas el asunto. Pero cuando el delincuente pertenece a otra tribu, y esta tribu, por cualquier razón, se rehúsa a dar satisfacción, entonces la tribu ofendida se encarga de la venganza. Los hombres primitivos conciben los actos de cada uno en particular como asuntos de toda su tribu, que han recibido la aprobación de ella y, por eso, estiman a toda la tribu responsable de los actos de cada uno de sus miembros. Debido a esto, la venganza puede caer sobre cualquier miembro de la tribu a que pertenece el ofensor. Pero a menudo sucede que la venganza ha sobrepasado a la ofensa. Con intención de producir sólo una herida, los vengadores pudieron matar al ofensor o herirlo más gravemente de lo que habían supuesto; entonces se produce una nueva ofensa, de la otra parte, que exige una nueva venganza tribal; el asunto se prolonga de este modo, sin fin. Y, por eso, los primitivos legisladores establecían muy cuidadosamente los límites exactos del desquite: ojo por ojo, diente por diente y sangre por sangre. Pero, ¡no más! Es notable, sin embargo, que en la mayoría de los pueblos primitivos, semejantes casos de venganza de sangre son incomparablemente más raros de lo que se podría esperar, a pesar de que en ellos alcanzan un desarrollo completamente anormal, especialmente entre los montañeses, arrojados a la montaña por los inmigrantes extranjeros, como, por ejemplo, en los montañeses del Cáucaso y especialmente entre los dayacos en Borneo. Entre los dayacos ––según las palabras de algunos viajeros contemporáneos–– se habría llegado a tal punto que un hombre joven no puede casarse ni ser declarado mayor de edad antes de haber traído siquiera una cabeza de enemigo. Así, por lo menos, refirió con todos los detalles cierto Carl Bock. Parece, sin embargo, que los informes publicados al respecto son exagerados en extremo. En todo caso, lo que los ingleses llaman “cazar cabezas” se presenta bajo una luz completamente distinta cuando nos enteramos que el supuesto “cazador” de ningún modo “caza”, y ni siquiera se guía por un sentimiento personal de venganza. Obra de acuerdo con lo que estima una obligación moral hacia su tribu, y por eso obra lo mismo que el juez europeo, que obedeciendo evidentemente al mismo principio falso: “sangre por sangre”, entrega al condenado por él en manos del verdugo. Ambos, tanto el dayaco como nuestro juez experimentarían hasta remordimiento de conciencia si por un sentimiento de compasión perdonaran al homicida. He aquí por qué los dayacos, fuera de esta esfera de los homicidios cometidos bajo la influencia de sus concepciones de la justicia, son, según el testimonio ecuánime de todos los que los conocen bien, un pueblo extraordinariamente simpático. El mismo Carl Bock, que hizo tan terrible pintura de la “caza de cabezas”, escribe:
“En cuanto a la moral de los dayacos, debo asignarles el elevado lugar que merecen en el concierto de los otros pueblos… El pillaje y el robo son completamente desconocidos entre ellos. Se distinguen también por una gran veracidad… Si no siempre llegué a obtener de ellos ‘toda la verdad’, sin embargo, nunca les oí decir nada salvo la verdad. Por desgracia, no se puede decir lo mismo de los malayos”… (págs. 209 y 210).
El testimonio de Bock es corroborado totalmente por Ida Pfeiffer: “comprendí plenamente ––escribió ésta–– que continuaría con placer viajando entre ellos. Generalmente los hallaba honestos, buenos y modestos… en grado bastante mayor que cualquiera de los otros pueblos que yo conocía”. Stoltze, hablando de los dayacos, usa casi las mismas expresiones. Habitualmente los dayacos no tienen más que una sola esposa, y la tratan bien. Son muy sociables, y todas las mañanas el clan entero va en partidas numerosas a pescar, a cazar o a realizar sus labores de huerta. Sus aldeas se componen de grandes chozas, en cada una de las cuales se alojan alrededor de una docena de familias, y a veces un centenar de hombres, y todos ellos viven entre sí muy pacíficamente. Con gran respeto tratan a sus esposas Y aman mucho a sus hijos; cuando alguno enferma, las mujeres lo cuidan por turno. En general, son muy moderados en la comida y en la bebida. Tales son los dayacos en su vida cotidiana real.
Citar más ejemplos de la vida de los salvajes significaría solamente repetir, una y otra vez, lo que se ha dicho ya. Dondequiera que nos dirijamos, hallamos por doquier las mismas costumbres sociales, el mismo espíritu comunal. Y cuando tratamos de penetrar en las tinieblas de los siglos pasados, vemos en ellos la misma vida tribal, y las mismas uniones de hombres, aunque muy primitivas, para el apoyo mutuo. Por esto Darwin tuvo perfecta razón cuando vio en las cualidades sociales de los hombres la principal fuerza activa de su desarrollo máximo, y los expositores de Darwin de ningún modo tienen razón cuando afirman lo contrario.
“La debilidad comparativa del hombre y la poca velocidad de sus movimientos ––escribió––, y también la insuficiencia de sus armas naturales, etcétera, fueron más que compensadas en primer lugar por sus facultades mentales (las que, como observó Darwin en otro lugar, se desarrollaron principalmente, o casi exclusivamente, en interés de la sociedad); y en segundo lugar, por sus cualidades sociales, en virtud de las cuales prestó ayuda”.
En el siglo XVIII estaba en boga idealizar “a los salvajes” y la “vida en estado natural”. Ahora los hombres de ciencia han caído en el extremo opuesto, en especial desde que algunos de ellos, pretendiendo demostrar el origen animal del hombre, pero no conociendo la sociabilidad de los animales, comenzaron a acusar a los salvajes de todas las inclinaciones “bestiales” posibles e imaginables. Es evidente, sin embargo, que tal exageración es más científica que la idealización de Rousseau. El hombre primitivo no puede ser considerado como ideal de virtud ni como ideal de “salvajismo”. Pero tiene una cualidad elaborada y fortificada por las mismas condiciones de su dura lucha por la existencia: identifica su propia existencia con la vida de su tribu; y, sin esta cualidad, la humanidad nunca hubiera alcanzado el nivel en que se encuentra ahora.
Los hombres primitivos, como hemos dicho antes, hasta tal punto identifican su vida con la vida de su tribu, que cada uno de sus actos, por más insignificante que sea en si mismo, se considera como un asunto de toda la tribu. Toda su conducta está regulada por una serie completa de reglas verbales de decoro, que son fruto de su experiencia general, con respecto a lo que debe considerarse bueno o malo; es decir, beneficioso o pernicioso para su propia tribu. Naturalmente, los razonamientos en que están basadas estas reglas de decencia suelen ser, a veces, absurdos en extremo. Muchos de ellos tienen su principio en las supersticiones. En general, haga lo que haga un salvaje sólo ve las consecuencias más inmediatas de sus hechos; no puede prever sus consecuencias indirectas y más lejanas; pero en esto sólo exageran el error que Bentham reprochaba a los legisladores civilizados. Podemos encontrar absurdo el derecho común de los salvajes, pero obedecen a sus prescripciones, por más que les sean embarazosas. Las obedecen más ciegamente aún de lo que el hombre civilizado obedece las prescripciones de sus leyes. El derecho común del salvaje es su religión; es el carácter mismo de su vida. La idea del clan está siempre presente en su mente; y por eso las autolimitaciones y el sacrificio en interés del clan es el fenómeno más cotidiano. Si el salvaje ha infringido algunas de las reglas menores establecidas por su tribu, las mujeres lo persiguen con sus burlas. Si la infracción tiene carácter más serio, lo atormenta entonces, día y noche, el miedo de haber atraído la desgracia sobre toda su tribu, hasta que la tribu lo absuelve de su culpa. Si el salvaje accidentalmente ha herido a alguien de su propio clan, y de tal modo ha cometido el mayor de los delitos, se convierte en hombre completamente desdichado: huye al bosque y está dispuesto a terminar consigo si la tribu no lo absuelve de la culpa, provocándole algún dolor físico o vertiendo cierta cantidad de su propia sangre. Dentro de la tribu todo es distribuido en común; cada trozo de alimento, como hemos visto, se reparte entre los presentes; hasta en el bosque el salvaje invita a todos los que desean compartir su comida.
Hablando con más brevedad, dentro de la tribu, la regla: “cada uno para todos”, reina incondicionalmente hasta que el surgimiento de la familia separada empieza a perturbar la unidad tribal. Pero esta regla no se extiende a los clanes o tribus vecinas, ni siquiera si se han aliado para la defensa mutua. Cada tribu o clan representa una unidad separada. Así como entre los mamíferos y las aves, el territorio no queda indiviso, sino que es repartido entre familias separadas, del mismo modo se le distribuye entre las tribus separadas y, exceptuando épocas de guerra, estos límites se observan religiosamente. Al penetrar en territorio vecino, cada uno debe mostrar que no tiene malas intenciones; cuanto más ruidosamente anuncia su aproximación, tanto más goza de confianza; si entra en una casa, debe entonces dejar su hacha a la entrada. Pero ninguna tribu está obligada a compartir sus alimentos con otras tribus; libre es de hacerlo o no. Debido a esto, toda la vida del hombre primitivo se descompone en dos géneros de relaciones, y debe ser considerada desde dos puntos de vista éticos: las relaciones dentro de la tribu y las relaciones fuera de ella; y (como nuestro derecho internacional) el derecho “intertribal” se diferencia mucho del derecho tribal común. Debido a esto, cuando se llega hasta la guerra entre dos tribus, las crueldades más indignantes hacia el enemigo pueden ser consideradas como algo merecedor del mayor elogio.
Tal doble concepción de la moral atraviesa, por otra parte, todo el desarrollo de la humanidad, y se ha conservado hasta los tiempos presentes. Nosotros, europeos, hemos hecho algo ––no mucho, en todo caso–– para apartamos de esta doble moral; pero necesario es, también, decir que si hasta un cierto grado hemos extendido nuestras ideas de solidaridad ––por lo menos en teoría–– a toda la nación, y a veces también a otras naciones, al mismo tiempo hemos debilitado los lazos de solidaridad dentro de nuestra nación y hasta dentro de nuestra misma familia.
La aparición de las familias separadas dentro del clan perturbó de manera inevitable la unidad establecida. La familia aislada conduce, inevitablemente, a la propiedad privada y a la acumulación de riqueza personal. Hemos visto, sin embargo, cómo los esquimales tratan de obviar los inconvenientes de este nuevo principio en la vida tribal.
En un desarrollo más avanzado de la humanidad, la misma tendencia toma nuevas formas: y seguir las huellas de las diferentes instituciones vitales (las comunas aldeanas, guildas, etc.), con ayuda de las cuales las masas populares se empeñaron en mantener la unidad tribal, a pesar de las influencias que se habían empeñado en destruirla, constituiría una de las investigaciones más instructivas. Por otra parte, los primeros rudimentos de conocimientos aparecidos en épocas extremadamente lejanas, en que se confundían con la hechicería, también se hicieron en manos del individuo una fuerza que podía dirigirse contra los intereses de la tribu. Estos rudimentos de conocimientos se conservaban entonces en gran secreto, y se transmitían solamente a los iniciados en las sociedades secretas de hechiceros, shamanes y sacerdotes que encontramos en todas las tribus decididamente primitivas. Además, al mismo tiempo, las guerras e incursiones creaban el poder militar y también la casta de los guerreros, cuyas asociaciones y “clubs” poco a poco adquirieron enorme fuerza. Pero con todo, nunca, en ningún período de la vida de la humanidad, las guerras fueron la condición normal de la vida. Mientras los guerreros se destruían entre sí, y los sacerdotes glorificaban estos homicidios, las masas populares proseguían llevando la vida cotidiana y haciendo su trabajo habitual de cada día. Y seguir esta vida de la masa, estudiar los métodos con cuya ayuda mantuvieron su organización social, basada en sus concepciones de la igualdad, de la ayuda mutua y del apoyo mutuo ––es decir, su derecho común––, aún entonces, cuando estaban sometidos a la teocracia o aristocracia más brutal en el gobierno, estudiar esta faz del desarrollo de la humanidad es muy importante actualmente para una verdadera ciencia de la vida.
CAPÍTULO IV: LA AYUDA MUTUA ENTRE LOS BÁRBAROS.
Al estudiar a los hombres primitivos es imposible dejar de admirarse del desarrollo de la sociabilidad que el hombre evidenció desde los primerísimos pasos de su vida. Se han hallado huellas de sociedades humanas en los restos de la edad de piedra, tanto neolítica como paleolítica; y cuando comenzamos a estudiar a los salvajes contemporáneos, cuyo modo de vida no se distingue del modo de vida del hombre neolítico, encontramos que estos salvajes están ligados entre sí por una organización de clan extremadamente antigua que les da posibilidad de unir sus débiles fuerzas individuales, gozar de la vida en común y avanzar en su desarrollo. El hombre, de tal modo, no constituye una excepción en la naturaleza. También él está sujeto al gran principio de la ayuda mutua, que asegura las mejores oportunidades de supervivencia sólo a quienes mutuamente se prestan al máximo apoyo en la lucha por la existencia. Tales son las conclusiones a que hemos llegado en el capítulo precedente.
Sin embargo, no bien pasamos a un grado más elevado de desarrollo y recurrimos a la historia, que ya puede decirnos algo acerca de este grado, suelen consternarnos las luchas y los conflictos que esta historia nos descubre. Los viejos lazos parecen estar completamente rotos. Las tribus luchan contra las tribus, unos clanes contra otros, los individuos entre sí, y, de este choque de fuerzas hostiles, sale la humanidad dividida en castas, esclavizada por los déspotas, despedazada en estados separados que siempre están dispuestos a guerrear el uno contra el otro. Y he aquí que, hojeando tal historia de la humanidad, el filósofo pesimista llega triunfante a la conclusión de que la guerra y la opresión son la verdadera esencia de la naturaleza humana; que los instintos guerreros y de rapiña del hombre pueden ser, dentro de determinados límites, refrenados sólo por alguna autoridad poderosa que, por medio de la fuerza, estableciera la paz y diera de tal modo a algunos pocos hombres nobles la posibilidad de preparar una vida mejor para la humanidad del futuro.
Sin embargo, basta someter a un examen más cuidadoso la vida cotidiana del hombre durante el período histórico, como han hecho en los últimos tiempos muchos investigadores serios de las instituciones humanas, v esta vida inmediatamente adquiere un tinte completamente distinto. Dejando de lado las ideas preconcebidas de la mayoría de los historiadores, y su evidente predilección por la parte dramática de la vida humana, vemos que los mismos documentos que aprovechan ellos habitualmente son, por su esencia tales, que exageran la parte de la vida humana que se entregó a la lucha y no aprecian debidamente el trabajo pacífico de la humanidad. Los días claros y soleados se pierden de vista por obra de las descripciones de las tempestades y de los terremotos.
Aún en nuestra época, los voluminosos anales que almacenamos para el historiador futuro en nuestra prensa, nuestros juzgados, nuestras instituciones gubernamentales y hasta en nuestras novelas, cuentos, dramas y en la poesía, padecen de la misma unilateralidad. Transmiten a la posteridad las descripciones más detalladas de cada guerra, combate y conflicto, de cada discusión y acto de violencia; conservan los episodios de todo género de sufrimientos personales; pero en ellos apenas se conservan las huellas precisas de los numerosos actos de apoyo mutuo y de sacrificio que cada uno de nosotros conoce por experiencia propia; en ellos casi no se presta atención a lo que constituye la verdadera esencia de nuestra vida cotidiana, a nuestros instintos y costumbres sociales. No es de asombrarse por esto si los anales de los tiempos pasados se han mostrado tan imperfectos. Los analistas de la antigüedad inscribieron invariablemente en sus crónicas todas las guerras menudas y todo género de calamidades que sufrieron sus contemporáneos; pero no prestaron atención alguna a la vida de las masas populares, a pesar de que justamente las masas se dedicaban, sobre todo, al trabajo pacífico, mientras que la minoría se entregaba a las excitaciones de la lucha. Los poemas épicos, las inscripciones de los monumentos, los tratados de paz, en una palabra, casi todos los documentos históricos, tienen el mismo carácter; tratan de las perturbaciones de la paz y no de la paz misma. Debido a esto, aún aquellos historiadores que procedieron al estudio del pasado con las mejores intenciones, inconscientemente trazaron una imagen mutilada de la época que trataban de presentar; y para restablecer la relación real entre la lucha y la unión que existía en la vida, debemos ocuparnos ahora del análisis de los hechos pequeños y de las indicaciones débiles que fueron conservadas accidentalmente en los monumentos del pasado, y explicarlos con ayuda de la etnología comparativa. Después de haber oído tanto sobre lo que dividía a los hombres, debemos reconstruir, piedra a piedra, las instituciones que los unían.
Probablemente no está ya lejana la época en que se habrá de escribir nuevamente toda la historia de la humanidad en un nuevo sentido, tomando en cuenta ambas corrientes de la vida humana ya citada y apreciando el papel que cada una de ellas ha desempeñado en el desarrollo de la humanidad. Pero, mientras esto no ha sido todavía hecho, podemos ya aprovechar el enorme trabajo preparatorio realizado en los últimos años y que nos da la posibilidad de reconstruir, aún en líneas generales, la segunda corriente, que ha sido descuidada durante mucho tiempo. De períodos de la historia que están mejor estudiados, podemos esbozar algunos cuadros de la vida de las masas populares y mostrar qué papel ha desempeñado en ellas, durante estos períodos, la ayuda mutua. Observaré que, en bien de la brevedad, no estamos obligados a empezar indefectiblemente por la historia egipcia, ni siquiera griega o romana, porque en realidad la evolución de la humanidad no ha tenido el carácter de una cadena ininterrumpida de, sucesos. Algunas veces sucedió que la civilización quedaba interrumpida en cierto lugar, en cierta raza, y comenzaba de nuevo en otro lugar, en medio de otras razas. Pero, todo nuevo surgimiento comenzaba siempre desde la misma organización tribal que acabamos de ver en los salvajes. De modo que si tomamos la última forma de nuestra civilización actual ––desde la época en que empezó de nuevo en los primeros siglos de nuestra era, entre aquellos pueblos que los romanos llamaron “bárbaros”–– tendremos una gama completa de la evolución, empezando por la organización tribal y terminando por las instituciones de nuestra época. A estos cuadros estarán consagradas las páginas siguientes.
Los hombres de ciencia aún no se han puesto de acuerdo sobre las causas que, hace alrededor de dos mil años, movieron a pueblos enteros de Asia a Europa y provocaron las grandes migraciones de los bárbaros que pusieron fin al imperio romano de Occidente. Sin embargo, se presenta de modo natural al geógrafo una causa posible, cuando contempla las ruinas de las que fueron otrora ciudades densamente pobladas de los desiertos actuales de Asia Central, o bien sigue los viejos lechos de ríos ahora desaparecidos, y los restos de lagos que otrora fueron enormes y que ahora quedaron reducidos casi a las dimensiones de pequeños estanques. La causa es la desecación: una desecación reciente que continúa todavía, con rapidez que antes considerábamos imposible admitir. Contra semejantes fenómeno, el hombre no pudo luchar. Cuando los habitantes de Mongolia occidental y de Turquestán oriental vieron que el agua se les iba, no les quedó otra salida que descender a lo largo de los amplios valles que conducen a las tierras bajas y presionar hacia el oeste a los habitantes de estas tierras. Tribu tras tribu, de tal modo, fueron desplazadas hacia Europa, obligando a las otras tribus a ponerse en movimiento una y otra vez durante una serie entera de siglos; hacia el Oeste, o de vuelta al Este, en busca de nuevos lugares de residencia más o menos permanente. Las razas se mezclaron, durante estas migraciones; los aborígenes con los inmigrantes, los arios con los uralaltaicos; y no seria nada asombroso, si las instituciones sociales que los unían en sus patrias, se desplomaran completamente durante esta estratificación de razas distintas que se realizaba entonces en Europa y Asia.
Pero estas instituciones no fueron destruidas; sólo sufrieron la transformación que requerían las nuevas condiciones de vida.
La organización social de los teutones, celtas, escandinavos, eslavos y otros pueblos, cuando por primera vez entró en contacto con los romanos, se encontraba en estado de transición. Sus uniones tribales, basadas en la comunidad de origen real o supuesta, sirvieron para unirlos durante muchos milenios. Pero semejantes uniones respondieron a su fin sólo hasta que aparecieron dentro del clan mismo las familias separadas. Sin embargo, en virtud de las razones expuestas más arriba, las familias patriarcales separadas, lenta, pero inconteniblemente, se formaban dentro de la organización tribal y su aparición, al final de cuentas, evidentemente condujo a la acumulación de riquezas y de poder, a su transmisión hereditaria en la familia y a la descomposición del clan. Las migraciones frecuentes y las guerras que las acompañaban sólo pudieron apresurar la desintegración de los clanes en familias separadas, y la dispersión de las tribus durante las migraciones y su mezcla con los extranjeros constituían exactamente las condiciones con las que se facilitó la desintegración de las uniones anteriores basadas sobre lazos de parentesco. A los bárbaros ––es decir, aquellas tribus que los romanos llamaron “bárbaros” y que, siguiendo las clasificaciones de Morgan, llamaré con ese mismo nombre para diferenciarlos de las tribus más primitivas, de los llamados “salvajes”–– se presentaba de tal modo una disyuntiva: dejar su clan y disolverse en grupos de familias débilmente unidas entre, sí, de las cuales, las familias más ricas (especialmente aquellas en quienes las riquezas se unían a las funciones del sacerdocio o a la gloria militar) se adueñarían del poder sobre los otros; o bien buscar alguna nueva forma de estructura social fundada sobre algún principio nuevo.
Muchas tribus fueron impotentes para oponerse a la desintegración: se dispersaron y perdiéronse para la historia. Pero las tribus más enérgicas no se dividieron; salieron de la prueba elaborando una estructura social nueva: la comuna aldeana, que continuó uniéndolas durante los quince siglos siguientes, o más aún. En ellas se elaboró la concepción del territorio común, de la tierra adquirida y defendida con sus fuerzas comunes, y esta concepción ocupó el lugar de la concepción del origen común, que ya se extinguía. Sus dioses perdieron paulatinamente su carácter de ascendientes y recibieron un nuevo carácter local, territorial. Se convirtieron en divinidades o, posteriormente, en patronos de un cierto lugar.
La “tierra” se identificaba con los habitantes. En lugar de las uniones anteriores por la sangre, crecieron las uniones territoriales, y esta nueva estructura evidentemente ofrecía muchas ventajas en determinadas condiciones. Reconocía la independencia de la familia y hasta aumentaba esta independencia, puesto que la comuna aldeana renunciaba a todo derecho a inmiscuirse en lo que ocurría dentro de la familia misma; daba también una libertad considerablemente mayor a la iniciativa personal; no era un principio hostil a la unión entre personas de origen distinto, y además, mantenía la cohesión necesaria en los actos y en los pensamientos de los miembros de la comunidad; y, finalmente, era lo bastante fuerte para oponerse a las tendencias de dominio de la minoría, compuesta de hechiceros, sacerdotes y guerreros profesionales o distinguidos que pretendían adueñarse del poder. Debido a esto, la nueva organización se convirtió en la célula primitiva de toda vida social futura; y en muchos pueblos, la comuna aldeana conservó este carácter hasta el presente.
Ya es sabido ahora ––y apenas se discute–– que la comuna aldeana de ningún modo ha sido rasgo característico de los eslavos o de los antiguos germanos. Estaba extendida en Inglaterra, tanto en el período sajón como en. el normando, y se conservó en algunos lugares hasta el siglo diecinueve; fue la base de la organización social de la antigua Escocia, la antigua Irlanda y el antiguo Gales. En Francia, la posesión común y la división comunal de la tierra arable por la asamblea aldeana se conservó desde los primeros siglos de nuestra era hasta la época de Turgut, que halló las asambleas comunales “demasiado ruidosas” y por ello comenzó a destruirlas. En Italia, la comuna sobrevivió al dominio romano y renació después de la caída del imperio romano. Fue regla general entre los escandinavos, eslavos, fineses (en la pittüyü, y probablemente en la kihlakunta), los cures y los lives. La comuna aldeana en la India ––pasada y presente, aria y no aria–– es bien conocida gracias a los trabajos de sir Henry Maine, que han hecho época en este dominio; y Elphistone la describió en los afganos. La encontramos también en el ulus mogol, en la cabila thaddart, en la dessa javanesa, en la kota o tofa malaya y, bajo diferentes designaciones, en Abisinia, Sudán, en el interior de África, en las tribus indígenas de ambas Américas, y en todas las tribus, pequeñas y grandes, de las islas del océano Pacífico. En una palabra, no conocemos ninguna raza humana, ningún pueblo, que no hubiera pasado en determinado período por la comuna aldeana. Ya este solo hecho refuta la teoría según la cual se trató de representar a la comuna aldeana de Europa como un producto de la servidumbre. Se formó mucho antes que la servidumbre y ni siquiera la sumisión servil pudo destruirla. Ella constituye una fase general del desarrollo del género humano, un renacimiento natural de la organización tribal, por lo menos en todas las tribus que desempeñaron o desempeñan hasta la época presente algún papel en la historia.
La comuna aldeana constituía una institución crecida naturalmente, y por ello no podía ser de estructura completamente uniforme. Hablando en general, era una unión de familias que se consideraban originarias de una raíz común y que poseían en común una cierta tierra. Pero en algunas tribus, en circunstancias determinadas, las familias crecieron extraordinariamente antes de que de ellas brotaran nuevas familias; en tales casos, cinco, seis o siete generaciones continuaron viviendo bajo un techo o dentro de un recinto, poseyendo en común el cultivo y el ganado, y reuniéndose para la comida ante un hogar común. Entonces se formó lo que se conoce en la etnología con el nombre de “familia indivisa” o “economía doméstica indivisa”, que nosotros hallamos aún ahora en toda la China, en la India, en la zadruga de los eslavos meridionales y, ocasionalmente, en África, América, Dinamarca, Rusia septentrional, en Siberia (las semieskie), y en Francia occidental. En otros pueblos, o en otras circunstancias que todavía no están determinadas con precisión, las familias no alcanzaron tan grandes proporciones; los nietos, y a veces también los hijos, salían del hogar inmediatamente después de contraer matrimonio, y cada uno de ellos asentaba el principio de su propia célula. Pero tanto las familias divididas como las indivisas, tanto las que se establecieron juntas como las que se establecieron diseminadas por los bosques, todas ellas se unieron en comunas aldeanas. Algunas aldeas se unieron en clanes, o tribus, y algunas tribus en uniones o federaciones. Tal era la organización, social que se desarrolló entre los así llamados bárbaros cuando empezaron a asentarse en residencias más o menos permanentes en Europa. Necesario es recordar, sin embargo, que las palabras “bárbaros” y “período bárbaro” se emplean aquí siguiendo a Morgan y otros antropólogos ––investigadores de la vida de las sociedades humanas–– exclusivamente para designar el período de la comuna aldeana que siguió a la organización tribal, hasta la formación de los Estados contemporáneos.
Una larga evolución fue necesaria para que el clan llegara a reconocer dentro de él la existencia separada de la familia patriarcal que vivía en una choza separada; pero, sin embargo, aún después de tal reconocimiento, el clan, hablando en general, todavía no reconocía la herencia personal de la propiedad. Bajo la organización tribal, las pocas cosas que podían pertenecer a un individuo se destruían sobre su tumba o se enterraban junto a él. La comuna aldeana, por lo contrario, reconocía plenamente la acumulación privada de riquezas dentro de la familia, y su transmisión hereditaria. Pero la riqueza se extendía exclusivamente en forma de bienes muebles, incluyendo en ellos el ganado, los instrumentos y la vajilla, las armas, y la casa-habitación que, “como todas las cosas que podían ser destruidas por el fuego”, se contaban en esa misma categoría. En cuanto a la propiedad privada territorial, la comuna aldeana no reconocía y no podía reconocer nada semejante, y hablando en general, no reconoce tal género de propiedad tampoco ahora. La tierra era propiedad común de todo el clan o de la tribu entera y la misma comuna aldeana poseía su parte de territorio tribal, sólo hasta donde el clan o la tribu no es posible establecer aquí límites precisos no hallaba necesaria una nueva distribución de las parcelas aldeanas.
Puesto que el desbroce de la tierra boscosa, y el desmonte de las tierras vírgenes, en la mayoría de los casos, eran realizados por toda la comuna o, por lo menos, por el trabajo conjunto de varias familias ––siempre con el consentimiento de la comuna–– las parcelas vueltas a limpiar pasaban a ser de cada familia por cuatro, doce, veinte años, después de lo cual, se consideraban ya como parte de la, tierra arable perteneciente a toda la comuna. La propiedad privada o el dominio “perpetuo” de la tierra era también incompatible con las concepciones fundamentales de las ideas religiosas de la comuna aldeana, como antes eran incompatibles con las concepciones de clanes; de modo que fue necesaria la influencia prolongada del derecho romano y de la iglesia cristiana, que asimiló presto las leyes de la Roma pagana, para acostumbrar a los bárbaros a la practicabilidad de la propiedad privada territorial. Pero, aún entonces, cuando la propiedad privada o el dominio por tiempo, indeterminado fue reconocido, el propietario de una parcela separada seguía siendo, al mismo tiempo, copropietario de una parcela de los bosques y de las dehesas comunes. Además, vemos continuamente, en especial en la historia de Rusia, que cuando varias familias, actuando completamente por separado, habían tomado posesión de alguna tierra perteneciente a las tribus que consideraban como extranjeras, las familias de los usurpadores se unían en seguida entre sí y formaban una comuna aldeana que, en la tercera o cuarta generación, ya creía en la comunidad de su origen. Siberia está llena hasta ahora de tales ejemplos.
Una serie completa de instituciones, en parte heredadas del período tribal, empezó entonces a elaborarse sobre esta base del dominio común de la tierra, y continuó elaborándose a través de las largas series de siglos que fueron necesarios para someter a los comuneros a la autoridad de los Estados, organizados según el modelo romano o bizantino. La comuna aldeana no sólo era una asociación para asegurar a cada uno la parte justa en el disfrute de la tierra común; era, también, una asociación para el cultivo común de la tierra, para el apoyo mutuo en todas las formas posibles, para la defensa contra la violencia y para el máximo desarrollo de los conocimientos, los lazos nacionales y las concepciones morales; y cada cambio en el derecho jurídico, militar, educacional o económico de la comuna era decidido por todos, en la reunión del mir de la aldea, la asamblea de la tribu, o en la asamblea de la confederación de las tribus y comunas. La comuna, siendo continuación del clan, heredó todas sus funciones. Representaba a la universitas, el mir en sí mismo.
La caza en común, la pesca en común y el cultivo comunal de las plantaciones frutales, era la regla general bajo los antiguos órdenes tribales. Del mismo modo, el cultivo común de los campos se hizo regla en las comunas aldeanas de los bárbaros. Es cierto que tenemos muy pocos testimonios directos en este sentido, y que en la literatura antigua encontramos en total algunas frases de Diodoro y Julio César que se refieren a los habitantes de las islas de Lipari, a una de las tribus celtiberas y a los suevos. Pero no existe, sin embargo, insuficiencia de hechos que prueben que el cultivo común de la tierra era practicado entre algunas tribus germánicas, entre los francos y entre los antiguos escoceses, irlandeses y galeses. En cuanto a las últimas supervivencias del cultivo comunal, son simplemente innumerables. Hasta en la Francia completamente romanizada, el arar en común era un fenómeno corriente hace apenas unos veinticinco años; en Morbihan (Bretaña). Hallamos el antiguo cyvar galés, o el “arado conjunto”, por ejemplo, en el Cáucaso, y el cultivo común de la tierra entregada en usufructo al santuario de la aldea constituye un fenómeno corriente en las tribus del Cáucaso, menos tocadas por la civilización; hechos semejantes se encuentran constantemente entre los campesinos rusos.
Además, es bien sabido que muchas tribus del Brasil, de América Central y México cultivaban sus campos en común, y que la misma costumbre está ampliamente difundida, aún ahora, entre los malayos, en Nueva Celedonia, entre algunas tribus negras, etc.. Hablando más brevemente, el cultivo comunal de la tierra constituye un fenómeno tan corriente en muchas tribus arias, uralaltaicas, mogólicas, negras y pieles rojas, malayas y melanesias, que debemos considerarlo como una forma general ––aunque no la única posible–– de agricultura primitiva.
Necesario es recordar, sin embargo, que el cultivo comunal de la tierra no implica aún el necesario consumo común. Ya en la organización tribal vemos, a menudo, que cuando los botes cargados de frutas o pescados vuelven a la aldea, el alimento transportado en ellos se reparte entro las chozas separadas y las “casas largas” (en las que se alojan ya varias familias, ya los jóvenes) y el alimento se prepara en cada fuego separado. La costumbre de sentarse a la mesa en un círculo más estrecho de parientes o camaradas, de tal modo, aparece ya en el período antiguo de la vida tribal. En la comuna aldeana se convierte en regla.
Hasta los productos alimenticios cultivados en común, habitualmente se dividían entre los dueños de casa después que una parte había sido almacenada para uso común. Además, la tradición de los festines comunales se conservaba piadosamente. En cada caso oportuno, como, por ejemplo, en los días consagrados a la recordación de los antepasados, durante las fiestas religiosas, al comienzo o al final de las labores campestres y, también con motivo de sucesos tales como nacimiento de los niños, bodas y entierros, la comuna se reunía en un festín comunal. Aún era la época presente, en Inglaterra, encontramos una supervivencia de esta costumbre, bien conocida bajo el nombre de cena de la cosecha (Harvest Supper): se ha conservado más que todas las otras costumbres. Aún mucho tiempo después que los campos dejaron de ser cultivados conjuntamente por toda la comuna, vemos que algunas labores agrícolas continúan realizándose por medio de ella. Cierta parte de la tierra comunal, aún ahora, en muchos lugares es cultivada en común, con el objeto de ayudar a los indigentes, y también para formar depósitos comunales o para usar los productos de semejante trabajo durante las fiestas religiosas. Los canales de regadío y las acequias son cavadas y reparadas en común. Los prados comunales son segados por la comuna; y uno de los espectáculos más inspiradores lo constituye la comuna aldeana rusa durante la siega, en la cual los hombres rivalizan entre sí en la, amplitud del corte de guadaña y la rapidez de las siegas, y las mujeres remueven la hierba cortada y la recogen en gavillas; vemos aquí qué podría ser y qué debería ser el trabajo humano. En tales casos, se reparte el heno entre los hogares separados, y es evidente que ninguno tiene derecho a tomar el heno del henar de su vecino sin su permiso; pero la restricción a esta regla general, que se encuentra en los osietinos, en el Cáucaso, es muy instructiva: ni bien comienza a cantar el cuclillo anunciando la entrada de la primavera, que pronto vestirá todos los prados de hierba, adquieren todos el derecho de tomar del henar vecino el heno que necesiten para alimentar a su ganado. De tal modo, se afirman una vez más los antiguos derechos comunales, como para demostrar con ello hasta qué punto el individualismo sin restricciones contradice a la naturaleza humana.
Cuando el viajero europeo desembarca en alguna isleta del océano Pacífico, y viendo de lejos un grupo de palmeras se dirige hacia allí, generalmente le asombra el descubrimiento de que las aldehuelas de los indígenas están unidas entre sí por caminos pavimentados con grandes piedras, perfectamente cómodos para los aborígenes descalzos, y que en muchos sentidos recuerdan a los “viejos caminos” de las montañas suizas. Caminos semejantes fueron trazados por los “bárbaros” por toda Europa, y es necesario viajar por los países salvajes, poco poblados, que están situados lejos de las líneas principales de las comunicaciones internacionales, para comprender las proporciones de ese trabajo colosal que realizaron las comunas bárbaras para vencer la aspereza de las inmensas extensiones boscosas y pantanosas que presentaba Europa alrededor de dos mil años atrás. Las familias separadas, débiles y sin los instrumentos necesarios, no hubieran podido jamás vencer la selva, virgen. El bosque y el pantano las hubieran vencido. Solamente las comunas aldeanas, trabajando en común, pudieron conquistar estos bosques salvajes, estas ciénagas absorbentes y las estepas Limitadas.
Los senderos, los caminos de fajinas, las balsas y los puentes livianos que se quitaban en invierno y se construían de nuevo después de las crecidas de primavera, las trincheras y empalizadas con las que se cercaban las aldeas, las fortalezas de tierra, las pequeñas torres y ata layas de que estaba sembrado el territorio, todo esto fue obra de las manos de las comunas aldeanas. Y cuando la comuna creció, comenzó el proceso de echar brotes. A alguna distancia de la primera, brotó una nueva comuna, y de tal modo, paso a paso, los bosques y las estepas cayeron bajo el poder del hombre. Todo el proceso de la formación de las naciones europeas fue en esencia el fruto de tal brote de las comunas aldeanas. Hasta en la época presente los campesinos rusos, si no están completamente abrumados por la necesidad, emigran en comunas, cultivan la tierra virgen en común y, también, en común, cavan las chozas de tierra, y luego construyen las casas, cuando se asientan en las cuencas del Amur o en Canadá. Hasta los ingleses, al principio de la colonización de América, volvieron al antiguo sistema: se asentaron y vivieron en comunas.
La comuna aldeana era entonces el arma principal en la dura lucha contra la naturaleza hostil. Era, también, el lazo que los campesinos oponían a la opresión de parte de los más hábiles y fuertes, que trataban de reforzar su autoridad en aquellos agitados tiempos. El “bárbaro” imaginario, es decir, el hombre que lucha y mata a los hombres por bagatelas, existió tan poco en la realidad como el “sanguinario” salvaje de nuestros literatos.
El bárbaro comunal, por lo contrario, en su vida se sometía a una serie entera y completa de instituciones, imbuidas de cuidadosas consideraciones sobre qué puede ser útil o nocivo para su tribu o su confederación; y las instituciones de este género fueron transmitidas religiosamente de generación en generación en versos y cantos, en proverbios y triades, en sentencias e instrucciones.
Cuanto más estudiamos este período, tanto más nos convencemos de los lazos estrechos que ligaban a los hombres en sus comunas. Toda riña surgida entre dos paisanos se consideraba asunto que concernía a toda la comuna, hasta las palabras ofensivas que escaparan durante una riña se consideraban ofensas a la comuna y a sus antepasados. Era necesario reparar semejantes ofensas con disculpas y una multa liviana en beneficio del ofendido y en beneficio de la comuna. Si la riña terminaba en pelea y heridas, el hombre que la presenciara y no interviniera para suspenderla era considerado como si él mismo hubiera producido las heridas causadas.
El procedimiento jurídico estaba imbuido del mismo espíritu. Toda riña, ante todo, se sometía a la consideración de mediadores o árbitros, y la mayoría de los casos eran resueltos por ellos, puesto que el árbitro desempeñaba un papel importante en la sociedad bárbara. Pero si el asunto era demasiado serio y no podía ser resuelto por los mediadores, se sometía al juicio de la asamblea comunal, que tenía el deber de “hallar la sentencia” y la pronunciaba siempre en forma condicional: es decir, “el ofensor deberá pagar tal compensación al ofendido si la ofensa es probada”. La ofensa era probada o negada por seis o doce personas, quienes confirmaban o negaban el hecho de la ofensa bajo juramento: se recurría a la ordalía solamente en el caso de que surgiera contradicción entre los dos cuerpos de jurados de ambas partes litigantes. Semejante procedimiento, que estuvo en vigor más de dos mil años, habla suficientemente por sí mismo; muestra cuán estrechos eran los lazos que unían entre sí a todos los miembros de la comuna.
No está de más recordar aquí que, aparte de su autoridad moral, la asamblea comunal no tenía ninguna otra fuerza para hacer cumplir su sentencia. La única amenaza posible era declarar al rebelde, proscrito, fuera de la ley; pero aún esta amenaza era un arma de doble filo. Un hombre descontento con la decisión de la asamblea comunal podía declarar que abandonaba su tribu y que se unía a otra, y ésta era una amenaza terrible, puesto que, según la convicción general, atraía indefectiblemente todas las desgracias posibles sobre la tribu, que podía haber cometido una injusticia con uno de sus miembros. La oposición a una decisión justa, basada sobre el derecho común, era sencillamente “inimaginable” según la expresión muy afortunada de Henry Maine, puesto que “la ley, la moral y el hecho constituían, en aquellos tiempos, algo inseparable”. La autoridad moral de la comuna era tan grande que hasta en una época considerablemente posterior, cuando las comunas aldeanas fueron sometidas a los señores feudales, conservaron, sin embargo, la autoridad jurídica; sólo permitían al señor o a su representante “hallar” las sentencias arriba citadas condicionales, de acuerdo con el derecho común que él juraba mantener en su pureza; y se le permitía percibir en su beneficio la multa (fred) que antes se percibía en favor de la comunal. Pero, durante mucho tiempo, el mismo señor feudal, si era copropietario de los baldíos y dehesas comunales, se sometía, en los asuntos comunales, a la decisión de la comuna. Perteneciera ya a la nobleza o al clero, debía someterse a la decisión de la asamblea comunal. “Wer daselbst Wasser und Weid gerusst, muss gehorsan sein” ––“quien goza del derecho al agua y a los pastos, debe obedecer”––, dice una antigua sentencia. Hasta cuando los campesinos se convirtieron en esclavos de los señores feudales, los últimos estaban obligados a presentarse ante la asamblea comunal si los citaban.
En sus concepciones de la justicia, los bárbaros evidentemente no se alejaron mucho de los salvajes. También ellos consideraban que todo homicidio debía implicar la muerte del homicida; que la herida producida debía ser castigada, produciendo, punto por punto, la misma herida, y que la familia ofendida debía cumplir, ella misma, la sentencia pronunciada o a virtud del derecho común; es decir, matar al homicida o a alguno de sus congéneres, o producir un determinado género de heridas al ofensor o a uno de sus allegados. Esto era para ellos un deber sagrado, una deuda hacía los antepasados que debía ser cumplida completamente en público y de ningún modo en secreto, y debía dársele la más amplia publicidad. Por esto, los pasajes más inspirados de las sagas y de todas las obras de la poesía épica en general de aquella época están consagrados a glorificar lo que siempre se consideró justo, es decir, la venganza tribal. Los mismos dioses se unían a los matadores, en tales casos, y los ayudaban.
Además, el rasgo predominante de la justicia de los bárbaros es ya, por una parte, el intento de limitar la cantidad de personas que pueden ser arrastradas en una guerra de dos clanes por causa de la venganza de sangre, y por otra parte, el intento de extirpar la idea brutal de la necesidad de pagar sangre por sangre y herida por herida, y el deseo de establecer un sistema de indemnizaciones al ofendido, por la ofensa. Los códigos de leyes bárbaras que constituían colecciones de resoluciones de derecho común, escritos para gula de los jueces, “al principio permitían y luego estimulaban y por último exigían” la sustitución de la venganza de sangre por la indemnización, como lo observó Kbnigswarter. Pero representar este sistema de compensaciones judiciales por las ofensas, como un sistema de multas que era igual que si diera al hombre rico carta blanche es decir, pleno derecho a obrar como se le antojara, demuestra una incomprensión completa de esta institución. La compensación monetaria, es decir, Wehrgeld, que se pagaba al ofendido, es completamente distinta de la pequeña multa o fred que se pagaba a la comuna o a su representante. La compensación monetaria que se fijaba comúnmente para todo género de violencia era tan elevada que, naturalmente, no era un estímulo para semejante género de delitos. En caso de homicidio, la compensación monetaria comúnmente excedía todos los bienes posibles del homicida. “Dieciocho veces dieciocho vacas”, tal era la indemnización de los osietinos, que no sabían contar más allá de dieciocho; en las tribus africanas, la compensación monetaria por un homicidio alcanza a ochocientos vacas o cien camellos con su cría, y sólo en las tribus más pobres se reducía a 416 ovejas. En general, en la enorme mayoría de los casos, era imposible pagar la compensación monetaria por un homicidio, de modo que sólo restaba al homicida hacer una cosa: convencer a la familia ofendida, con su arrepentimiento, de que lo adoptara. Hasta ahora, en el Cáucaso, cuando una guerra de tribus, por venganza de sangre, termina en paz, el ofensor toca con sus labios el pecho de la mujer más anciana de la tribu, y de tal modo se convierte en “hermano de leche” de todos los hombres de la familia ofendida. En algunas tribus africanas, el homicida debe dar en matrimonio su hija o hermana a uno de los miembros de la familia del muerto; en otras tribus debe casarse con la viuda del muerto; y en todos los casos se convierte, después de esto, en miembro de la familia, cuya opinión es escuchada en todos los asuntos familiares importantes.
Además, los bárbaros no sólo no menospreciaban la vida humana, sino que de ningún modo conocían los castigos espantosos que fueron introducidos más tarde por la legislación laica y canónica bajo la influencia de Roma y Bizancio.
Si el derecho sajón fijaba la pena de muerte con bastante facilidad, aún en caso de incendio y asalto a mano armada, los otros códigos bárbaros recurrían a ella sólo en caso de traición a su tribu y de sacrilegio hacia los dioses comunales. Veían en la pena de muerte el único medio de apaciguar a los dioses.
Todo esto, evidentemente, está muy lejos del supuesto “desenfreno moral de los bárbaros”. Por lo contrario, no podemos hacer menos que admirar los principios profundamente morales que fueron elaborados por las antiguas comunas aldeanas y que hallaron su expresión en las triades galesas, en las leyendas del Rey Arturo, en los comentarios irlandeses, “Brehon”, en las antiguas leyendas germánicas, etcétera, y también ahora se expresan en los proverbios de los bárbaros modernos. En su introducción a “The Story of Brunt Njal”, George Dasent caracterizó muy fielmente, del modo siguiente, las cualidades del normando, tal como se precisan sobre la base de las sagas:
“Hacer franca y varonilmente lo que ha de hacerse, sin temer a los enemigos, ni a las enfermedades, ni al destino…; ser libre y atrevido en todos los actos; ser gentil y generoso con los amigos y congéneres; ser severo y temible con los enemigos (es decir, con aquellos que caían bajo la ley del talión), pero cumplir, aún con ellos, todas las obligaciones debidas… No romper los armisticios, no ser murmurador ni calumniador. No decir en ausencia de una persona nada que no se atreva a decir en su presencia. No arrojar del umbral de su casa al hombre que pida alimento o refugio, aunque fuera el propio enemigo”.
De tales, o aún más elevados principios, está imbuida toda la poesía épica y las triades galesas. Obrar “con dulzura y según los principios de la equidad” con los otros, sin distinción de que sean enemigos o amigos, y “reparar el mal ocasionado”, tales son los más elevados deberes del hombre, ––el mal es la muerte, y el bien es la vida––, exclama el poeta legisladora. “El mundo seria absurdo si los acuerdos hechos verbalmente no fueran respetados” ––dice la ley de Brehon––. Y el apacible shaman mordvino, después de haber alabado cualidades semejantes, agrega, en sus principios de derecho común, que “entre los vecinos, la vaca y la vasija de ordeñar es un bien común”, y que “necesario es ordeñar la vaca para sí y para aquél que pueda pedir leche”; que “el cuerpo del miro enrojece por los golpes, pero el rostro del que golpea al niño enrojece de vergüenza”, etc. Se podría llenar muchas páginas con la exposición de principios morales similares, que los “bárbaros” no sólo expresaron, sino que siguieron.
Necesario es mencionar aquí todavía un mérito de las antiguas comunas aldeanas. Y es que paulatinamente ampliaron el círculo de las personas que estaban estrechamente ligadas entre sí. En el período de que hablamos, no sólo las clases se unieron en tribus, sino que a su vez, las tribus, aún siendo de orígenes distintos, se unieron en federaciones y confederaciones. Algunas federaciones eran tan estrechas que, por ejemplo, los vándalos que quedaron en el lugar, después que parte de su confederación fue hacia el Rhin y de allí a España y África, durante cuarenta años, cuidaron las tierras comunales y las aldeas abandonadas de sus confederados; no tomaron posesión de ellas hasta que sus enviados especiales los convencieron de que sus confederados no tenían intención de volver más. Entre otros bárbaros, encontramos que la tierra era cultivada por una parte de la tribu, mientras la otra parte combatía en las fronteras de su territorio común, o más allá de sus límites. En cuanto a las ligas entre varias tribus, constituían el fenómeno más corriente. Los sicambrios se unieron con los keruscos y suevos; los cuados con los sármatas; los sármatas con los alanos, carpios y hunos. Más tarde, vemos también cómo la concepción de nación se desarrolla gradualmente en Europa, considerablemente antes de que algo del género de Estado comenzara a formarse en lugar alguno de la parte del continente ocupada por los bárbaros. Estas naciones ––porque no es posible negar el nombre de nación a la Francia merovingia o la Rusia del siglo undécimo o duodécimo––, estas naciones no estaban, sin embargo, unidas entre sí por otra cosa que no fuera la unidad de la lengua y el acuerdo tácito de sus pequeñas repúblicas de elegir sus duques (protectores militares y jueces) de entre una familia determinada.
Naturalmente, las guerras eran ineludibles: las migraciones inevitablemente llevan consigo las guerras, pero ya sir Henry Maine, en su notable trabajo sobre el origen tribal del derecho internacional, demostró plenamente que “el hombre nunca fue tan brutal ni tan estúpido como para someterse a un mal como la guerra sin hacer algunos esfuerzos para conjurarla”. Mostró también cuán grande era el número de las antiguas instituciones que revelan la intención de prevenir la guerra o encontrarle algunas alternativas. En realidad, el hombre, a despecho de las suposiciones corrientes, es un ser tan antiguérrero que cuando los bárbaros se asentaron finalmente en sus lugares, perdieron el hábito de la guerra tan rápidamente que pronto debieron establecer caudillos militares especiales, acompañados por Scholae especiales o mesnadas guerreras para la defensa de sus aldeas en contra de posibles ataques. Prefirieron el trabajo pacífico a la guerra, y el mismo pacifismo del hombre fue causa de la especialización de la profesión militar, y se obtuvo corno resultado de esta especialización, posteriormente, la esclavitud y las guerras “del período estatal” de la historia de la humanidad.
La historia encuentra grandes dificultades en sus tentativas para restablecer las instituciones del período bárbaro. A cada paso, el historiador halla débiles indicios de una u otra institución. Pero el pasado se ilumina con luz brillante ni bien recurrimos a las instituciones de las numerosas tribus que aún viven bajo una organización social que casi es idéntica a la organización de la vida de nuestros antepasados, los bárbaros. Aquí encontramos tal abundancia de material que la dificultad se presenta en la selección, puesto que las islas del océano Pacífico, las estepas de Asia y las mesetas de África son verdaderos museos históricos que contienen muestras de todas las posibles instituciones intermedias por las que ha atravesado la humanidad en su paso de la condición tribal de los salvajes a la organización estatal. Examinemos algunas de estas muestras.
Si tomamos, por ejemplo, las comunas aldeanas de los mogoles buriatos, especialmente de aquellos que viven en la estepa de Kudinsk, en el Lena superior, y que evitaron más que los otros la influencia rusa, tenemos en ellos una muestra bastante buena de los bárbaros en estado de transición de la ganadería a la agricultura. Estos buriatos viven, hasta ahora, en “familias indivisas”, es decir, que a pesar de que cada hijo después de su casamiento, se va a vivir a una choza separada, sin embargo las chozas de por lo menos tres generaciones se encuentran dentro de un recinto, y la familia indivisa trabaja en común en sus campos y posee en común sus bienes domésticos, el ganado y también los “teliátniki” (pequeños espacios cercados en los que guardan el pasto tierno para alimentar a los terneros). Comúnmente cada familia se reúne para comer en su choza; pero cuando se asa carne, todos los miembros de la familia indivisa, de veinte a sesenta personas, banquetean juntos.
Varias de tales grandes familias, que viven en grupo, y también familias de menor proporción, asentadas en el mismo lugar (en la mayoría de los casos, constituyen restos de familias indivisas, disgregadas por cualquier razón), forman un “ulus” o comuna aldeana. Varios “ulus” componen un clan ––más exactamente una tribu–– y cada cuarenta y seis “clanes” de la estepa de Kudinsk están unidos en una confederación. En caso de necesidad, provocada por tales o cuales circunstancias especiales, varios “clanes” ingresan en uniones menores, pero más estrechas. Estos buriatos no reconocen la propiedad privada agraria, que los “ulus” poseen la tierra en común, o más exactamente, la posee toda la confederación, y de ser preciso se procede a la redistribución de las tierras entre los diferentes “ulus”, en la asamblea de todo el clan, y entre los cuarenta y seis clanes en la asamblea de la confederación. Menester es observar que la misma organización tienen todos los 250.000 buriatos de la Siberia Oriental, a pesar de que ya hace más de trescientos años que se encuentran bajo el dominio de Rusia y conocen bien las instituciones rusas.
No obstante todo lo dicho, la desigualdad de fortunas se desarrolla rápidamente entre los buriatos, especialmente desde que el gobierno ruso comenzó a atribuir importancia excesiva a los “taisha” (príncipes) elegidos por los buriatos, a quienes consideran recaudadores responsables de impuestos y representantes de la confederación en sus relaciones administrativas y hasta comerciales con los rusos. De tal modo, se ofrecen numerosos caminos para el enriquecimiento de una minoría que marcha a la par con el empobrecimiento de la masa, debido a la usurpación de las tierras buriatas por los rusos. Sin embargo, entre los buriatos, especialmente los de Kudinsk, se conserva la costumbre (y la costumbre es más fuerte que la ley) según la cual si una familia ha perdido su ganado, las familias más ricas le dan algunas vacas y caballos para reparar la pérdida. En cuanto a los pobres sin familia, comen en casa de sus congéneres; el pobre penetra en la choza y ocupa ––por derecho, no por caridad–– un lugar junto al fuego y recibe una porción de comida que se divide siempre del modo más escrupuloso en partes iguales; se queda a dormir allí donde ha cenado. En general, los conquistadores rusos de la Siberia se sorprendieron tanto de las costumbres comunistas de los buriatos, que los llamaron “bratskyie” (los fraternales) e informaron a Moscú: “lo tienen todo en común”; todo lo que poseen es dividido entre todos.
Hasta en la actualidad, los buriatos de Kudinsk, cuando venden el trigo o mandan a vender su ganado al carnicero ruso, todas las familias del “ulus”, o hasta de la tribu, vierten su trigo en un lugar y reúnen su ganado en un rebaño, vendiendo todo al por mayor, como si perteneciera a una persona. Además, cada “ulus” tiene su depósito de granos para préstamo en caso de necesidad, sus hornos comunales para cocer el pan (el four banal de las antiguas comunas francesas), y su herrero, quien como el herrero de las aldeas indias, siendo miembro de la comuna, nunca recibe pago por su trabajo dentro de ella. Debe efectuar gratuitamente todo el trabajo de herrería necesario, y si utiliza sus horas de ocio para fabricar discos de hierro cincelados y plateados, que sirven a los buriatos para adornar los vestidos, puede venderlos a una mujer de otro clan, pero sólo puede regalarlos a la mujer que pertenece a su propio clan. La compra-venta de ningún modo puede tener lugar dentro de la comuna, y esta regla es observada tan severamente que cuando una familia buriata acomodada toma a un trabajador, debe hacerlo de otro clan o de los rusos. Observaré que tal costumbre con respecto a la compra-venta no existe sólo en los buriatos: está tan vastamente difundida entre los comuneros contemporáneos ––los “bárbaros”–– arios y uralaltaicos, que debe haber sido general entre nuestros antepasados.
El sentimiento de unión dentro de la confederación es mantenido por los intereses comunes de todos los clanes, sus conferencias comunales y los festejos que generalmente tienen lugar en conexión con las conferencias. El mismo sentimiento es mantenido, además, también por otra institución: por la caza tribal, aba, que evidentemente constituye una reminiscencia de un pasado muy lejano. Cada otoño se reúnen todos los cuarenta y seis clanes de Kudinsk para tal caza, cuya presa es repartida después entre todas las familias. Además, de tiempo en tiempo, se convoca a una aba nacional, para afirmar los sentimientos de unión de toda la nación buriata. En tales casos, todos los clanes buriatos dispersos en centenares de verstas al este y oeste del lago Baikal deben enviar cazadores especialmente elegidos para este fin. Miles de personas se reúnen para esta caza nacional, y cada una trae provisiones para un mes entero. Todas las porciones de provisión deben ser iguales, y por ello antes de depositarlas todas juntas, cada porción es sopesada por un anciano (starschiná) elegido (indefectiblemente “a mano”: la balanza sería una infracción a la costumbre antigua). A continuación de esto, los cazadores se dividen en destacamentos, a razón de veinte hombres cada uno, y comienzan la caza según un plan trazado de antemano. En tales cazas nacionales, toda la nación buriata revive las tradiciones épicas de aquellos tiempos en que estaba unida en una federación poderosa. Puedo también agregar que semejantes cacerías son un fenómeno corriente entre los indios pieles rojas y entre los chinos de las orillas del Usuri (kada).
En los kabdas, cuyo modo de vida ha sido tan bien descrito por dos investigadores franceses, tenemos a los representantes de los “bárbaros” que han hecho algún progreso más en la agricultura. Sus campos están regados por acequias, abonados y, en general, bien trabajados, y en las zonas montañosas, todo pedazo de tierra apto es labrado a pico. Los kabilas han pasado por no pocas vicisitudes en su historia: siguieron por algún tiempo la ley musulmana sobre la herencia, pero no pudieron conformarse con ella, y hace unos ciento cincuenta años volvieron a su anterior derecho común tribal. Debido a esto, la posesión de la tierra tiene en ellos un carácter mixto, y la propiedad privada de la tierra existe junto con la posesión comunal. En todo caso, la base de la organización comunal actual es la comuna aldeana (thaddart), que generalmente se compone de algunas familias indivisas (klaroubas), que reconocen la comunidad de su origen, y también, en menor proporción, de algunas familias de extranjeros. Las aldeas se agrupan en clanes o tribus (arch); varios clanes constituyen la confederación (thak’ ebilt); y finalmente, varias confederaciones se constituyen a veces en una liga cuyo fin principal es la protección armada.
Los kabilas no conocen autoridad alguna fuera de su djemda o asamblea de la comuna aldeana. Participan en ella todos los hombres adultos, y se reúnen simplemente bajo el cielo abierto, o bien en un edificio especial que tiene asientos de piedras. Las decisiones de la djemda, evidentemente, deben ser tomadas por unanimidad, es decir, el juicio se prolonga hasta que todos los presentes están de acuerdo en tomar una decisión determinada, o en someterse a ella. Puesto que en la comuna aldeana no existe autoridad que pueda obligar a la minoría a someterse a la decisión de la mayoría, el sistema de decisiones unánimes era practicado por el hombre en todas partes donde existían tales comunas, y se practica aún ahora allí donde continúan existiendo, es decir, entre varios centenares de millones de hombres, sobre toda la extensión del globo terrestre. La djemaa kabileña misma designa su poder ejecutivo al anciano, al escriba y al tesorero; ella misma determina sus impuestos y administra la repartición de las tierras comunales, lo mismo que todos los trabajos de utilidad pública.
Una parte importante del trabajo es efectuado en común; los caminos, las mezquitas, las fuentes, los canales de regadío, las torres de defensa contra las incursiones, las cercas de las aldeas, etc., todo esto es construido por la comuna aldeana, mientras que los grandes caminos, las mezquitas de mayores dimensiones y los grandes mercados son obras de la tribu entera. Muchas huellas del cultivo comunal existen aún hoy, y las casas siguen siendo construidas por toda la aldea, o bien, con ayuda de todos los hombres y mujeres de la aldea. En general, recurren a la “ayuda” casi diariamente, para el cultivo de los campos, para la recolección, las construcciones, etc. En cuanto a los trabajos artesanos, cada comuna tiene su herrero a quien se da parte de la tierra comunal, y él trabaja para la comuna. Cuando se aproxima la época de arar, recorre todas las casas y repara gratuitamente los arados y otros instrumentos agrícolas; el forjar un arado nuevo es considerado una obra piadosa que no puede ser recompensada con dinero ni, en general, con ninguna clase de paga.
Puesto que en los kabilas existe ya la propiedad privada, evidentemente existen entre ellos ricos y pobres. Pero, como todos los hombres que viven en estrecha relación y saben cómo y dónde comienza la pobreza, consideran que la pobreza es una eventualidad que puede presentárselas a todos. “De la miseria y de la cárcel nadie está libre” ––dicen los campesinos rusos––; los kabilas llevan a la práctica este proverbio, y en su medio es imposible notar ni la más ligera diferencia en el trato entre pobres y ricos; cuando un pobre solicita “ayuda”, el rico trabaja en su campo exactamente lo mismo que el pobre trabaja, en caso parecido, en el campo del rico. Además, la djemáa aparta determinados huertos y campos, a veces cultivados en común, en beneficio de los miembros más pobres de la comuna. Muchas costumbres parecidas se conservaron hasta hoy. Puesto que las familias más pobres no están en condiciones de comprarse carne, regularmente compra con la suma formada por el dinero de las multas, de las donaciones en beneficio de la djemáa, o del pago para el uso de los depósitos comunales de extracción de aceite de oliva; y esta carne se reparte equitativamente entre aquellos que por su pobreza no están en condiciones de comprarla. Exactamente lo mismo, cuando alguna familia sacrifica una oveja o un buey en día que no es de mercado, el pregonero de la aldea lo anuncia por todas las calles para que los enfermos y las mujeres encinta puedan recibir cuanta carne necesiten.
El apoyo mutuo atraviesa como un hilo rojo toda la vida de los kabilas, y si uno de ellos, durante un viaje fuera de los límites de la tierra natal, encuentra a otro kabila necesitado, debe prestarle ayuda, aunque para esto tuviera que arriesgar sus propios bienes y su vida. Si tal cosa no fuera prestada, la comuna a que pertenece el que ha sido damnificado por semejante egoísmo, puede quejarse y entonces la comuna del egoísta lo indemniza inmediatamente. En el caso que tratamos, tropezamos de tal modo con una costumbre que conoce bien aquél que ha estudiado las guildas comerciales medievales.
Todo extranjero que aparece en la aldea kabila tiene derecho, en invierno, a refugiarse en una casa, y sus caballos pueden pastar durante un día en las tierras comunales. En caso de necesidad, puede, además, contar con un apoyo casi ilimitado. Así, durante el hambre de los años 1867-1868, los kabilas aceptaban y alimentaban, sin hacer diferencia de origen, a todos aquellos que buscaban refugio en sus aldeas. En el distrito de Deflys se reunieron no menos de doce mil personas, negadas no solamente de todas las partes de Argelia, sino hasta de Marruecos, y los kabilas las alimentaron a todas. Mientras que por toda Argelia la gente se moría de hambre, en la tierra kabileña no hubo un solo caso de muerte por hambre; las comunas kabileñas, a menudo privándose de lo más necesario, organizaron la ayuda, sin pedir ningún socorro al gobierno y sin quejarse por la carga; la consideraban como su deber natural. Y mientras que entre los colonos europeos se tomaban todas las medidas policiales posibles para prevenir el robo y el desorden originados por la afluencia de extranjeros, no fue necesario ninguna vigilancia semejante para el territorio kabileño; las djemáas no tuvieron necesidad de defensa ni de ayuda exterior.
Puedo citar, sólo brevemente, dos rasgos extraordinariamente interesantes de la vida kabileña, a saber: el establecimiento de la llamada anaya, que tiene por objeto vigilar, en caso de guerra, los pozos, las acequias de riego, las mezquitas, las plazas de los mercados y algunos caminos, y, también, la institución de los Cofs, de la que hablaré más abajo. En la anaya tenemos propiamente una serie completa de disposiciones que tienden a disminuir el mal causado por la guerra, y a conjurarla. Así, la plaza del mercado es anaya, especialmente si se halla cerca de la frontera y sirve de lugar de encuentro de los kabilas con los extranjeros; nadie se atreve a perturbar la paz en el mercado; y si se produjeran desordenes, en seguida son reprimidos por los mismos extranjeros reunidos en la ciudad. El camino por donde las mujeres aldeanas van por agua a la fuente, se considera también anaya en caso de guerra, etc. La misma institución se encuentra en ciertas islas del Océano Pacífico.
En cuanto al Cof, esta institución constituye una forma bastamente extendida de asociación en ciertos respectos, análoga a las sociedades y guildas medievales (Bürgschaften o Gegilden), y también constituye una sociedad existente tanto para la defensa mutua como para diversos fines intelectuales, políticos, religiosos, morales, etc., que no pueden ser satisfechos por la organización territorial de la comuna, del clan o de la confederación. El Cof no conoce limitaciones territoriales; recluta sus miembros en diferentes aldeas, hasta entre los extranjeros, y ofrece a sus miembros protección en todas las circunstancias posibles de la vida. En general, es una tentativa de completar la asociación territorial por medio de una agrupación extraterritorial, con el fin de dar expresión a la afinidad mutua de todo género de aspiraciones que va más allá de los límites de un lugar determinado. De tal modo, las libres asociaciones internacionales de gustos e ideas, que nosotros consideramos una de las mejores expresiones de nuestra vida contemporánea, tiene su principio en el período bárbaro antiguo.
La vida de los montañeses caucasianos ofrece otra serie de ejemplos del mismo género, sumamente instructiva. Estudiando las costumbres contemporáneas de los osietines ––sus familias indivisas, sus comunas y sus concepciones jurídicas––, el profesor M. Kovalevsky, en su notable obra Las costumbres modernas y la ley antigua, pudo, paso a paso, compararlas con disposiciones similares de las antiguas leyes bárbaras, y hasta tuvo posibilidad de observar el nacimiento primitivo del feudalismo. En otras tribus caucasianas, encontramos a veces indicios del modo cómo se originó la comuna aldeana en los casos en que no era tribal, sino que había nacido, de la unión voluntaria entre familias de diferentes orígenes. Tal caso se observó, por ejemplo, recientemente en las aldeas de los jevsures, cuyos habitantes prestaban juramento de “comunidad y fraternidad”. En otra parte del Cáucaso, en el Daghestan, vemos los orígenes de las relaciones feudales entre dos tribus, conservándose ambas, al mismo tiempo, constituidas en comunas aldeanas y conservando hasta las huellas de las “clases” de la organización tribal.
En este caso, tenemos, de este modo, un ejemplo vivo de las formas que tomó la conquista de Italia y de la Galia por los bárbaros. Los vencedores lezhinos, que han sometido a varias aldeas georgianas y tártaras del distrito de Zakataly, no sometieron estas aldeas a la autoridad de las familias separadas; organizaron un clan feudal, compuesto ahora de doce mil hogares divididos en tres aldeas, y poseyendo en común no menos de doce aldeas georgianas y tártaras. Los conquistadores repartieron sus propias tierras entre sus clanes, y los clanes, a su vez, la dividieron en partes iguales entre sus familias; pero no intervienen en los asuntos de las comunas de sus tributarios, quienes hasta ahora practican la costumbre mencionada por Julio César, a saber: la comuna decide anualmente qué parte de la tierra comunal debe ser cultivada, y esta tierra se reparte en parcelas según la cantidad de familias, y dichas parcelas se distribuyen por sorteo. Es menester observar que a pesar de que los propietarios no son raros entre los lezhinos ––que viven bajo el sistema de la propiedad territorial privada y la posesión común de los esclavos––, son muy raros entre los georgianos sometidos a la servidumbre y que continúan manteniendo sus tierras en propiedad comunal.
En cuanto al derecho común de los montañeses georgianos, es muy similar al derecho de los longobardos y los francos sálicos, y algunas de sus disposiciones arrojan nueva luz sobre el procedimiento jurídico del período bárbaro. Destacándose por su carácter muy impresionable, los habitantes del Cáucaso emplean todas sus fuerzas para que sus riñas no lleguen hasta el homicidio: así, por ejemplo, entre los jevsures pronto se desnudan los sables, pero si acude una mujer y arroja entre los contendientes un trozo de lienzo que sirve a las mujeres como adorno de la cabeza, los sables vuelven en seguida a sus vainas y se interrumpe la riña. El adorno de cabeza de las mujeres en este caso es anaya. Si la riña no se interrumpiera a tiempo y terminara con un homicidio, la compensación monetaria impuesta al homicida es tan grande, que el culpable queda arruinado para toda la vida, si no lo adopta como hijo la familia del muerto; si ha recurrido al puñal en una riña sin importancia y producido heridas, pierde para siempre el respeto de sus congéneres.
En todas las riñas, los asuntos pasan a mano de mediadores: ellos eligen a los jueces entre sus congéneres ––seis si los asuntos son más bien pequeños, y de diez a quince en los asuntos más serios–– y observadores rusos atestiguan la absoluta incorruptibilidad de los jueces. El juramento tiene tal importancia, que las personas que gozan de respeto general son dispensadas de él, confirmación simple que es plenamente suficiente, tanto más cuanto que en los asuntos serios el jevsur nunca vacila en reconocer su culpa (naturalmente, me refiero al jevsur no tocado todavía por la llamada “cultura”). El juramento se reserva principalmente para asuntos tales como las disputas sobre bienes, en las cuales, aparte del simple establecimiento de los hechos, se requiere además un determinado género de apreciación de ellos. En tales casos, los hombres, cuya afirmación influye de manera decisiva en la solución de la discusión, actúan con la mayor circunspección. En general, puede decirse que las sociedades “bárbaras” del Cáucaso se distinguen por su honestidad y su respeto a los derechos de los congéneres. Las diferentes tribus africanas presentan tal diversidad de sociedades, interesantes en grado sumo, y situadas en todos los grados intermedios de desarrollo, comenzando por la comuna aldeana primitiva y terminando por las monarquías bárbaras despóticas, que debo abandonar todo pensamiento de dar siquiera los resultados más importantes del estudio comparativo de sus instituciones. Será suficiente decir que, aún bajo el despotismo más cruel de los reyes, las asambleas de las comunas aldeanas y su derecho común siguen dotadas de plenos poderes sobre un amplio círculo de toda clase de asuntos. La ley de Estado permite al rey quitar la vida a cualquier súbdito, por simple capricho, o hasta para satisfacer su glotonería, pero el derecho común del pueblo continúa conservando aquella red de instituciones que sirven para el apoyo mutuo, que existe entre otros “bárbaros” o existía entre nuestros antepasados. Y en algunas tribus en mejor situación (en Bornu, Uganda y Abisinia), y en especial entre los bogos, algunas disposiciones del derecho común están espiritualizadas por sentimientos realmente exquisitos y refinados.
Las comunas aldeanas de los indígenas de ambas Américas tenían el mismo carácter. Los tupíes de Brasil, cuando fueron descubiertos por los europeos, vivían en “casas largas” ocupadas por clanes enteros que cultivaban en común sus sementeras de grano y sus campos de mandioca. Los aranj, que han avanzado más en el camino de la civilización, cultivaban sus campos en común; lo mismo los ucagas, que permaneciendo bajo el sistema del comunismo primitivo y de las “casas largas” aprendieron a trazar buenos caminos y en algunos dominios de la producción doméstica no eran inferiores a los artesanos del período antiguo de la Europa medieval. Todos ellos obedecían al mismo derecho común, cuyos ejemplos hemos citado en las páginas precedentes.
En el otro extremo del mundo encontramos el feudalismo malayo, el cual, sin embargo, mostrose impotente para desarraigar la negaria; es decir, la comuna aldeana, con su dominio comunal, por lo menos, sobre una parte de la tierra y su redistribución entre las negarias de la tribu entera. En los alfurus de Minahasa encontramos el sistema comunal de labranzas de tres amelgas; en la tribu india de los wyandots encontramos la redistribución periódica de la tierra, realizada por todo el clan. Principalmente en todas las partes de Sumatra, donde el derecho musulmán aún no ha logrado destruir por completo la antigua organización tribal, hallamos a la familia indivisa (suka) y a la comuna aldeana (kohta) que conservan sus derechos sobre la tierra, aún en los casos en que parte de ella ha sido desbrozada sin permiso de la comunal. Pero decir esto significa decir, al mismo tiempo, que todas las costumbres que sirven para la protección mutua y la conjuración de las guerras tribales a causa de la venganza de sangre y, en general, de todo género de guerra ––costumbres que hemos señalado brevemente más arriba como costumbres típicas de la comuna––, también existen en el caso que nos ocupa. Más aún: cuando más completa se ha conservado la posesión comunal, tanto mejores y más suaves son las costumbres. De Stuers afirma positivamente que en todas partes donde la comuna aldeana ha sido menos oprimida por los conquistadores, se observa menos desigualdad de bienes materiales, y las mismas prescripciones de venganza de sangre se distinguen por una crueldad menor; y, por lo contrario, en todas partes donde la comuna aldeana ha sido destruida definitivamente, “los habitantes sufren una opresión insoportable de parte de los gobernantes despóticos”. Y esto es completamente natural. De modo que cuando Waitz observó que las tribus que han conservado sus confederaciones tribales se hallan en un nivel más elevado de desarrollo y poseen una literatura más rica que las tribus en las cuales estos lazos han sido destruidos, expresó justamente lo que se hubiera podido prever anticipadamente.
Citar más ejemplos significaría ya repetirse, tan sorprendentemente se parecen las comunas bárbaras entre sí, a pesar de la diversidad de climas y de razas. Un mismo proceso de desarrollo se produjo en toda la humanidad, con uniformidad asombrosa. Cuando, destruida interiormente por la familia separada, y exteriormente por el desmembramiento de los clanes que emigraban y por la necesidad de aceptar en su medio a los extranjeros, la organización tribal comenzó a descomponerse, en su reemplazo apareció la comuna aldeana, basada sobre la concepción de territorio común. Esta nueva organización, crecida de modo natural de la organización tribal precedente, permitió a los bárbaros atravesar el período más turbio de la historia sin desintegrarse en familias separadas, que hubieran perecido inevitablemente en la lucha por la existencia. Bajo la nueva organización se desarrollaron nuevas formas de cultivo de la tierra, la agricultura alcanzó una altura que la mayoría de la población del globo terrestre no ha sobrepasado hasta los tiempos presentes; la producción artesana doméstica alcanzó un elevado nivel de perfección. La naturaleza salvaje fue vencida; se practicaron caminos a través de los bosques, y pantanos, y el desierto se pobló de aldeas, brotadas como enjambres de las comunas maternas. Los mercados, las ciudades fortificadas, las iglesias, crecieron entre los bosques desiertos y las llanuras. Poco a poco empezaron a elaborarse las concepciones de uniones más amplias, extendidas a tribus enteras, y a grupos de tribus, diferentes por su origen. Las viejas concepciones de la justicia, que se reducían simplemente a la venganza, de modo lento sufrieron una transformación profunda y el deber de reparar el perjuicio producido ocupó el lugar de la idea de venganza.
El derecho común, que hasta ahora sigue siendo ley de la vida cotidiana para las dos terceras partes de la humanidad, si no más, se elaboró poco a poco bajo esta organización, lo mismo que un sistema de costumbres que tendían a prevenir la opresión de las masas por la minoría, cuyas fuerzas crecían a medida que aumentaba la posibilidad de la acumulación individual de riqueza.
Tal era la nueva forma en que se encauzó la tendencia de las masas al apoyo mutuo. Y nosotros veremos en los capítulos siguientes que el progreso ––económico, intelectual y moral–– que alcanzó la humanidad bajo esta forma nueva popular de organización fue tan grande, que cuando más tarde comenzaron a formarse los Estados, simplemente se apoderaron, en interés de las minorías, de todas las funciones jurídicas, económicas y administrativas que la comuna aldeana desempeñaba ya en beneficio de todos.
CAPÍTULO V: LA AYUDA MUTUA EN LA CIUDAD MEDIEVAL.
La sociabilidad y la necesidad de ayuda y apoyo mutuo son cosas tan innatas de la naturaleza humana, que no encontramos en la historia épocas en que los hombres hayan vivido dispersos en pequeñas familias individuales, luchando entre sí por los medios de subsistencia. Por el contrario, las investigaciones modernas han demostrado, como hemos visto en los dos capítulos precedentes, que desde los tiempos más antiguos de su vida prehistórica, los hombres se unían ya en clanes mantenidos juntos por la idea de la unidad de origen de todos los miembros del clan y por la veneración de los antepasados comunes. Durante muchos milenios, la organización tribal sirvió, de tal modo, para unir a los hombres, a pesar de que no existía en ella decididamente ninguna autoridad para hacerla obligatoria; y esta organización de vida dejó una impresión profunda en todo el desarrollo subsiguiente de la humanidad.
Cuando los lazos del origen común comenzaron a debilitarse a causa de las migraciones frecuentes y lejanas, y el desarrollo de la familia separada dentro del clan mismo, también destruyó la antigua unidad tribal; entonces, una nueva forma de unión, fundada en el principio territorial “es decir, la comuna aldeana” fue llamada a la vida por el genio social creador del hombre. Esta institución, a su vez, sirvió para unir a los hombres durante muchos siglos, dándoles la posibilidad de desarrollar más y más sus instituciones sociales, y junto con eso, ayudándolos a atravesar los períodos más sombríos de la historia sin haberse desintegrado en conglomerados de familias e individuos a quienes nada ligaba entre sí. Gracias a esto, como hemos visto en los dos capítulos precedentes, el hombre pudo avanzar al máximo en su desarrollo y elaborar una serie de instituciones sociales secundarias, muchas de las cuales han sobrevivido hasta el presente.
Ahora tenemos que seguir el desarrollo más avanzado de aquella tendencia a la ayuda mutua, siempre inherente al hombre. Tomando las comunas aldeanas de los llamados bárbaros en la época en que entraron en el nuevo período de civilización, después de la caída del imperio romano de Occidente, debemos estudiar ahora las nuevas formas en que se encauzaron las necesidades sociales de las masas durante la edad media, y especialmente, las guildas medievales en la ciudad medieval.
Los así llamados bárbaros de los primeros siglos de nuestra era, lo mismo que muchas tribus mogólicas, africanas, árabes, etc., que aún ahora se encuentran en el mismo nivel de desarrollo, no sólo no se parecían a los animales sanguinarios con los que se les compara a menudo, sino que, por el contrario, invariablemente preferían la paz a la guerra. Con excepción de algunas pocas tribus, que durante las grandes migraciones fueron arrojadas a los desiertos estériles o a las altas zonas montañosas, y de tal modo se vieron obligadas a vivir de incursiones periódicas contra sus vecinos más afortunados; con excepción de estas tribus, decíamos, la gran mayoría de los germanos, sajones, celtas, eslavos, etc., en cuanto se asentaron en sus tierras recién conquistadas, inmediatamente se volvieron al arado, o al pico, y a sus rebaños. Los códigos bárbaros más antiguos nos describen ya sociedades compuestas de comunas agrícolas pacíficas, y de ninguna manera hordas desordenadas de hombres que se hallaban en guerra ininterrumpida entre sí.
Estos bárbaros cubrieron los piases ocupados por ellos de aldeas y granjas; desbrozaron los bosques, construyeron puentes sobre los torrentes bravíos, levantaron senderos de tránsito sobre los pantanos, colonizaron el desierto completamente inhabitable hasta entonces, y dejaron las arriesgadas ocupaciones guerreras a las hermandades, scholae, mesnadas de hombres inquietos que se reunían alrededor de caudillos temporarios, que iban de lugar en lugar ofreciendo su pasión de aventuras, sus armas y conocimientos de los asuntos militares para proteger la población que deseaba sólo una cosa: que la permitieran vivir en paz. Bandas de tales guerreros iban y venían, librando entre sí guerras tribales por venganzas de sangre; pero la masa principal de la población continuaba arando la tierra, prestando muy poca atención a sus pretendidos caudillos, mientras no perturbara la independencia de las comunas aldeanas. Y esta masa de nuevos pobladores de Europa elaboró, ya entonces, sistemas de posesión de la tierra y métodos de cultivo que hasta ahora permanecen en vigor y en uso entre centenares de millones de hombres. Elaboraron su sistema de compensación por las ofensas inferidas, en lugar de la antigua venganza de sangre; aprendieron los primeros oficios; y después de haber fortificado sus aldeas con empalizadas, ciudadelas de tierra y torres, en donde podían ocultarse en caso de nuevas incursiones, pronto entregaron la protección de estas torres y ciudadelas a quienes hacían de la guerra un oficio.
Precisamente este pacifismo de los bárbaros, y de ningún modo los supuestos instintos bélicos, se convirtió de tal manera en la fuente del sojuzgamiento de los pueblos por los caudillos militares que siguió a este período. Es evidente que el mismo modo de vida de las hermandades armadas daba a las mesnadas oportunidades considerablemente mayores para el enriquecimiento que las que podrían presentárselas a los labradores que llevaban una vida pacífica en sus comunas agrícolas. Aún hoy vemos que los hombres armados, de tanto en tanto, emprenden incursiones de piratería para matar a los matabeles africanos y quitarles sus rebaños, a pesar de que los matabeles sólo aspiran a la paz y están dispuestos a comprarla aunque sea a un precio elevado; así en la antigüedad los mesnaderos evidentemente no se distinguían por una escrupulosidad mayor que sus descendientes contemporáneos. De este modo se apropiaron de ganado, hierro (que tenía en aquellos tiempos un valor muy elevado) y esclavos; y a pesar de que la mayor parte de los bienes saqueados se gastaba allí mismo en los gloriosos festines que canta la poesía épica, de todos modos una cierta parte quedaba y contribuía a un enriquecimiento mayor.
En aquellos tiempos existían aún abundancia de tierras incultas y no había escasez de hombres dispuestos a cultivarla siempre que pudieran conseguir el ganado necesario y los instrumentos de trabajo. Aldeas enteras llevadas a la miseria por las enfermedades, las epizootias del ganado, los incendios o ataques de nuevos inmigrantes, abandonaban sus casas y se iban a la desbandada en búsqueda de nuevos lugares de residencia lo mismo que en Rusia aún en el presente hay aldeas que vagan dispersas por las mismas causas. Y he aquí que si algunos de los hirdmen, es decir, jefes de mesnaderos, ofrecían entregar a los campesinos algún ganado para iniciar su nuevo hogar, hierro para forjar el arado, si no el arado mismo, y también protección contra las incursiones y los saqueos, y si declaraba que por algunos años los nuevos colonos estarían exentos de toda paga antes de comenzar a amortizar la deuda, entonces los inmigrantes de buen grado se asentaban en su tierra. Por consiguiente, cuando después de una lucha obstinada con las malas cosechas, inundaciones y fiebres, estos pioneros comenzaban a reembolsar sus deudas, fácilmente se convertían en siervos del protector del distrito.
Así se acumulaban las riquezas; y detrás de las riquezas sigue siempre el poder. Pero, sin embargo, cuanto más penetramos en la vida de aquellos tiempos ––siglo sexto y séptimo–– tanto más nos convencemos de que para el establecimiento del poder de la minoría se requería, además de la riqueza y de la fuerza militar, todavía un elemento. Este elemento fue la ley y el derecho, el deseo de las masas de mantener la paz y establecer lo que consideraban justicia; y este deseo dio a los caudillos de las mesnadas, a los knyazi, príncipes, reyes, etc., la fuerza que adquirieron dos o tres siglos después. La misma idea de la justicia, nacida en el período tribal, pero concebida ahora como la compensación debida por la ofensa causada, pasé como un hilo rojo a través de la historia de todas las instituciones siguientes; y en medida considerablemente mayor que las causas militares o económicas, sirvió de base sobre la cual se desarrolló la autoridad de los reyes y de los señores feudales.
En realidad, la principal preocupación de las comunas aldeanas bárbaras era entonces (como también ahora en los pueblos contemporáneos nuestros, situados en el mismo nivel de desarrollo) la rápida suspensión de las guerras familiares, surgidas de la venganza de sangre, debidas a las concepciones de la justicia, corrientes entonces. No bien se producía una riña entre dos comuneros, inmediatamente la comuna, y la asamblea comunal, después de escuchar el caso, fijaba la compensación monetaria (wergeld), es decir, la compensación que debía pagar al perjudicado o a su familia, y de modo igual también el monto de la multa (fred) por la perturbación de la paz, que se pagaba a la comuna. Dentro de la misma comuna las disensiones se arreglaban fácilmente de este modo. Pero cuando se producía un caso de venganza de sangre entre dos tribus diferentes, o dos confederaciones de tribus ––entonces, a pesar de todas las medidas tomadas para conjurar tales guerras–– era difícil encontrar el árbitro o conocedor del derecho común, cuya decisión fuera aceptable para ambas partes, por confianza en su imparcialidad y en su conocimiento de las leyes más antiguas. La dificultad se Complicaba aún más porque el derecho común de las diferentes tribus y confederaciones no determinaba igualmente el monto de la compensación monetaria en los diferentes casos.
Debido a esto, apareció la costumbre de tomar un juez de entre las familias o clanes conocidos por que conservaban la ley antigua en toda su pureza, y poseían el conocimiento de las canciones, versos, sagas, etcétera, con cuya ayuda se retenía la ley en la memoria. La conservación de la ley, de este modo, se hizo un género de arte, “misterio”, cuidadosamente transmitido de generación en generación, en determinadas familias. Así, por ejemplo, en Islandia y en los otros países escandinavos, en cada Alithing o asamblea nacional, el lövsögmathr (recitador de los derechos) cantaba de memoria todo el derecho común, para edificación de los reunidos, y en Irlanda, como es sabido, existía una clase especial de hombres que tenían la reputación de ser conocedores de las tradiciones antiguas, y debido a esto gozaban de gran autoridad en calidad de jueces. Por esto, cuando encontramos en los anales rusos noticias de que algunas tribus de Rusia noroccidental, viendo los desórdenes que iban en aumento y que tenían su origen en el hecho de que “el clan se levanta contra el clan”, acudieron a los varingiar normandos y les pidieron que se convirtiesen en sus jueces y en comandantes de sus mesnadas; cuando vemos más tarde a los knyazi, elegidos invariablemente durante los dos siglos siguientes de una misma familia normanda, debemos reconocer que los eslavos admitían en estos normandos un mejor conocimiento de las leyes de derecho común, el cual los diferentes clanes eslavos reconocían como conveniente para ellos. En este caso, la posesión de las runas, que servían para anotar las antiguas costumbres, fue entonces una ventaja positiva en favor de los normandos; a pesar de que en otros casos existen también indicaciones de que acudían en procura de jueces al clan más “antiguo”, es decir, a la rama que se consideraba materna, y que las resoluciones de estos jueces eran consideradas justísimas. Por último, en una época posterior vemos la inclinación más notoria a elegir jueces entre el clero cristiano, que entonces se atenta aún al principio fundamental del cristianismo, ahora olvidado: que la venganza no constituye un acto de justicia. Entonces el clero cristiano abría sus iglesias como lugar de refugio a los hombres que huían de la venganza de sangre, y de buen grado intervenía en calidad de mediador en los asuntos criminales, oponiéndose siempre al antiguo principio tribal: “vida por vida y sangre por sangre”.
En una palabra, cuanto más profundamente penetramos en la historia de las antiguas instituciones, tanto menos encontramos fundamentos para la teoría del origen militar de la autoridad que sostiene Spencer. Juzgando por todo eso hasta la autoridad que más tarde se convirtió en fuente de opresión tuvo su origen en las inclinaciones pacíficas de las masas.
En todos los casos jurídicos, la multa (fred) que a menudo alcanzaba a la mitad del monto de la compensación monetaria (wergeld) se ponía a disposición de la asamblea comunal, y desde tiempos inmemoriales se empleaba en obras de utilidad común, o que servían para la defensa. Hasta ahora tiene el mismo destino (erección de torres) entre los kabilas y algunas tribus mogólicas; y tenemos testimonios históricos directos de que aún bastante más tarde, las multas judiciales, en Pskov y en algunas ciudades francesas y alemanas, se empleaban en la reparación de las murallas de la ciudad. Por esto era perfectamente natural que las multas se confiaran a los jueces (knyaziá), condes, etc., quienes, al mismo tiempo, debían mantener la mesnada de hombres armados para la defensa del territorio, y también debían hacer cumplir la sentencia. Esto se hizo costumbre general en los siglos octavo y noveno, hasta en los casos en que actuaba como juez un obispo electo. De tal modo aparecieron los gérmenes de la fusión en una misma persona de lo que ahora llamamos poder judicial y ejecutivo.
Además, la autoridad del rey, knyaz, conde, etc., estaba estrictamente limitada, a estas dos funciones. No era, de ningún modo, el gobernador del pueblo, el poder supremo pertenecía aún a la asamblea popular; no era ni siquiera comandante de la milicia popular, puesto que cuando el pueblo tomaba las armas se hallaba bajo el comando de un caudillo también electo, que no estaba sometido al rey o al knyaz, sino que era considerado su igual. El rey o el knyaz era señor todopoderoso sólo en sus dominios personales. Prácticamente, en la lengua de los bárbaros la palabra knung, konung, koning o cyning ––sinónimo del rex latino––, no tenía otro significado que el de simple caudillo temporal o jefe de un destacamento de hombres. El comandante de una flotilla de barcos, o hasta de un simple navío pirata, era también konung; aún ahora en Noruega, el pescador que dirige la pesca local se llama Nets-King (rey de las redes). Los honores con que más tarde comenzaron a rodear la personalidad del rey aún no existían entonces, y mientras que el delito de traición al clan se castigaba con la muerte, por el asesinato del rey se imponía solamente una compensación monetaria, en cuyo caso solamente se valoraba el rey tantas veces más que un hombre libre común. Y cuando el rey (o Kanut) mató a uno de los miembros de su mesnada, la saga le representa convocándolos a la asamblea (thing), durante la cual se puso de rodillas suplicando perdón. Su culpa fue perdonada, pero sólo después de haber aceptado pagar una compensación monetaria nueve veces mayor que la habitual, y de esta compensación recibió él mismo una tercera parte, por la pérdida de su hombre, una tercera parte fue entregada a los parientes del muerto y una tercera parte (en calidad de fred, es decir multa) a la mesnada. En realidad, fue necesario que se efectuara el cambio más completo en las concepciones corrientes, bajo la influencia de la Iglesia y el estudio del derecho romano, antes de que la idea de la sagrada inviolabilidad comenzara a aplicarse a la persona del rey.
Me saldría yo, sin embargo, de los límites de los ensayos presentes si quisiera seguir desde los elementos arriba citados el desarrollo paulatino de la autoridad. Historiadores tales como Green y la señora de Green con respecto a Inglaterra; Agustin Thierry, Michelet y Luchaire en Francia; Kaufmann, Janssen y hasta Nitzsch en Alemania; Leo y Botta en Italia, y Bielaief, Kostomarof y sus continuadores en Rusia, y muchos otros, nos han referido esto detalladamente. Han mostrado cómo la población, plenamente libre y que había acordado solamente “alimentar” a determinada cantidad de sus protectores militares, paulatinamente se convirtió en sierva de estos protectores; cómo el entregarse a la protección de la Iglesia, o del señor feudal (commendation), se convirtió en una onerosa necesidad para los ciudadanos libres, siendo la única protección contra los otros depredadores feudales; cómo el castillo del señor feudal y del obispo se convirtió en un nido de asaltantes, en una palabra, cómo se introdujo el yugo del feudalismo y cómo las cruzadas, librando a todos los que llevaban la cruz, dieron el primer impulso para la liberación del pueblo. Pero no tenemos necesidad de referir aquí todo esto, pues nuestra tarea principal es seguir ahora la obra del genio constructor de las masas populares, en sus instituciones, que servían a la obra de ayuda mutua.
En la misma época en que parecía que las últimas huellas de la libertad habían desaparecido entre los bárbaros, y que Europa, caída bajo el poder de mil pequeños gobernantes, se encaminaba directamente al establecimiento de los Estados teocráticos y despóticos que comúnmente seguían al período bárbaro en la época precedente de civilización, o se encaminaba a la creación de las monarquías bárbaras, como las que ahora vemos en Africa, en esta misma época, decíamos, la vida en Europa tomaba una nueva dirección. Se encaminó en dirección semejante a la que ya había sido tomada una vez por la civilización de las ciudades de la antigua Grecia. Con unanimidad que nos parece ahora casi incomprensible, y que durante mucho tiempo realmente no ha sido observada por los historiadores, las poblaciones urbanas, hasta los burgos más pequeños, comenzaron a sacudir el yugo de sus señores temporales y espirituales. La villa fortificada se rebeló contra el castillo del señor feudal; primeramente sacudió su autoridad, luego atacó al castillo, y finalmente lo destruyó. El movimiento se extendió de una ciudad a otra, y en breve tiempo participaron de él todas las ciudades europeas. En menos de cien años, las ciudades libres crecieron a orillas del Mediterráneo, del mar del Norte, del Báltico, el océano Atlántico y de los fiordos de Escandinavia; al pie de los Apeninos, Alpes Schwarzenwald, Grampianos, Cárpatos; en las llanuras de Rusia, Hungría, Francia y España. Por doquier ardían las mismas rebeliones, que tenían en todas partes los mismos caracteres, pasando en todas partes aproximadamente a través de las mismas formas y conduciendo a los mismos resultados.
En cada ciudad pequeña, en cualquier parte donde los hombres encontraban o pensaban encontrar cierta protección tras las murallas de la ciudad, ingresaban en las “conjuraciones” (cojurations), “hermandades y amistades” (amicia), unidas por un sentimiento común, e iban atrevidamente al encuentro de la nueva vida de ayuda mutua y de libertad. Y lograron realizar sus aspiraciones tanto que, en trescientos o cuatrocientos años cambió por completo el aspecto de Europa. Cubrieron el país de ciudades, en las que se elevaron edificios hermosos y suntuosos que eran expresión del genio de las uniones libres de hombres libres, edificios cuya belleza y expresividad aún no hemos superado. Dejaron en herencia a las generaciones siguientes, artes y oficios completamente nuevos, y toda nuestra educación moderna, con todos los éxitos que ha obtenido y todos los que se esperan en lo futuro, constituyen solamente un desarrollo ulterior de esta herencia. Y cuando ahora tratamos de determinar qué fuerzas produjeron estos grandes resultados, las encontramos no en el genio de los héroes individuales ni en la poderosa organización de los grandes Estados, ni en el talento político de sus gobernantes, sino en la misma corriente de ayuda mutua y apoyo mutuo, cuya obra hemos visto en la comuna aldeana, y que se animó y renovó en la Edad Media mediante un nuevo género de uniones, las guildas, inspiradas por el mismo espíritu, pero que se había encauzado ya en una nueva forma.
En la época presente, es bien sabido que el feudalismo no implica la descomposición de la comuna aldeana, a pesar de que los gobernantes feudales consiguieron imponer el yugo de la servidumbre a los campesinos y apropiarse de los derechos que antes pertenecían a la comuna aldeana (contribuciones, mano-muerta, impuestos a la herencia y casamientos), los campesinos, a pesar de todo, conservaron dos derechos comunales fundamentales: la posesión comunal de la tierra y la jurisdicción propia. En tiempos pasados, cuando el rey enviaba a su vogt Guez) a la aldea, los campesinos iban al encuentro del nuevo juez con flores en una mano y un arma en la otra, y le preguntaban qué ley tenía intención de aplicar, si la que él hallaba en la aldea o la que él traía. En el primer caso, le entregaban las flores y lo aceptaban, y en el segundo, entablaban guerra contra él. Ahora los campesinos habían de aceptar al juez enviado por el rey o el señor feudal, puesto que no podían rechazarlo; pero a pesar de todo, retenían el derecho de jurisdicción para la asamblea comunal, y ellos mismos designaban seis, siete o doce jueces que actuaban conjuntamente con el juez del señor feudal, en presencia de la asamblea comunal, en calidad de mediadores o personas que “hallaban las sentencias”. En la mayoría de los casos, ni siquiera quedaba al juez real o feudal más que confirmar la resolución de los jueces comunales y recibir la multa (fred) habitual.
El preciso derecho al procedimiento judicial propio, que en aquel tiempo implicaba el derecho a la administración propia y a la legislación propia, se conserva en medio de todas las guerras y conflictos. Ni siquiera los jurisconsultos que rodeaban a Carlomagno pudieron destruir este derecho; se vieron obligados a confirmarlo. Al mismo tiempo, en todos los asuntos relativos a las posesiones comunales, la asamblea comunal conservaba la soberanía y, como ha sido demostrado por Maurer, a menudo exigía la sumisión de parte del mismo señor feudal en los asuntos relativos a la tierra. El desarrollo más fuerte del feudalismo no pudo quebrantar la resistencia de la comuna aldeana: se aferraba firmemente a sus derechos; y cuanto, en el siglo noveno y en el décimo, las invasiones de los normandos, árabes y húngaros, mostraron claramente que las mesnadas guerreras en realidad eran impotentes para proteger el país de las incursiones, por toda Europa los campesinos mismos comenzaron a fortificar sus poblaciones con muros de piedras y fortines. Miles de centros fortificados fueron erigidos entonces, gracias a la energía de las comunas aldeanas; y una vez que alrededor de las comunas se erigieron baluartes y murallas, y en este nuevo santuario se crearon nuevos intereses comunales, los habitantes comprendieron en seguida que ahora, detrás de sus muros, podían resistir no sólo los ataques de los enemigos exteriores, sino también los ataques de. los enemigos interiores, es decir, los señores feudales. Entonces una nueva vida libre comenzó a desarrollarse dentro de estas fortalezas. Había nacido la ciudad medieval.
Ningún período de la historia sirve de mejor confirmación de las fuerzas creadoras del pueblo que los siglos décimo y undécimo, en que las aldeas fortificadas y las villas comerciales que constituían un género de “oasis en la selva feudal” comenzaron a liberarse del yugo de los señores feudales y a elaborar lentamente la organización futura de la ciudad. Por desgracia, los testimonios históricos de este período se distinguen por su extrema escasez: conocemos sus resultados, pero muy poco ha llegado hasta nosotros sobre los medios con que estos resultados fueron obtenidos. Bajo la protección de sus muros, las asambleas urbanas ––algunas completamente independientes, otras bajo la dirección de las principales familias de nobles o de comerciantes–– conquistaron y consolidaron el derecho a elegir el protector militar de la ciudad (defensor municipit) y el del juez supremo, o por lo menos el derecho de elegir entre aquellos que expresaran sus deseos de ocupar este puesto. En Italia, las comunas jóvenes expulsaban continuamente a sus protectores (defensores o domina) y hasta sucedió que las comunas debieron luchar con los que no consentían en irse de buen grado. Lo mismo sucedía en el Este. En Bohemia, tanto los pobres como los ricos (Bohemicae gentis magni et parvi, nobiles et ignobiles), tomaban igualmente parte en las elecciones; y las asambleas populares (viéche) de las ciudades rusas regularmente elegían, ellas mismas, a sus knyaz ––siempre de una misma familia, los Rurik––; contraían pactos (convenciones) y expulsaban al knyaz si provocaba descontento. Al mismo tiempo, en la mayoría de las ciudades del Oeste y Sur de Europa existía la tendencia a designar en calidad de protector de la ciudad (defensor) al obispo, que la ciudad misma elegía; y los obispos a menudo sobresalieron tanto en la defensa de los privilegios (inmunidades) y de las libertades urbanas, que muchos de ellos, después de muertos, fueron reconocidos como santos o patronos especiales de sus diferentes ciudades. San Uthelred de Winchester, San Ulrico de Augsburg, San Wolfgang de Ratisbona, San Heriberto de Colonia, San Adalberto de Praga, etc., y numerosos abates y monjes se convirtieron en santos de sus ciudades por haber defendido sus derechos populares. Y con la ayuda de estos nuevos defensores, laicos y clérigos, los ciudadanos conquistaron para su asamblea popular plenos derechos a la independencia en la jurisdicción y administración.
Todo el proceso de liberación fue avanzando poco a poco, gracias a una serie ininterrumpida de actos en que se manifestaba su fidelidad a la obra común y que eran realizados por hombres salidos de las masas populares, por héroes desconocidos, cuyos mismos nombres no han sido conservados por la historia. El asombroso movimiento, conocido bajo el nombre de “paz de Dios (treuga Dei)”, con cuya ayuda las masas populares trataban de poner límite a las interminables guerras tribales por venganza de sangre que se prolongaba entre las familias de los notables, nació en las jóvenes ciudades libres, y los obispos y los ciudadanos se esforzaban por extender a la nobleza la paz que establecieron entre ellos, dentro de sus murallas urbanas.
Ya en este período, las ciudades comerciales de Italia, y en especial Amalfi (que tenía cónsules electos desde el año 844) y a menudo cambiaban a su dux en el siglo décimo, elaboraron el derecho común marítimo y comercial, que más tarde sirvió de ejemplo para toda Europa. Ravenna elaboró, en la misma época, su organización artesanal, y Milán, que hizo su primera revolución en el año 980, se convirtió en centro comercial importante y su comercio gozaba de una completa independencia ya en el siglo undécimo. Lo mismo puede decirse con respecto a Brujas y Gante, y también a varias ciudades francesas en las que el Mahl o forum (asamblea popular) se había hecho ya una institución completamente independiente. Ya durante este período comenzó la obra de embellecimiento artístico de las ciudades con las producciones de la arquitectura que admiramos aún, y que atestiguan elocuentemente el movimiento intelectual que se producía entonces. “Casi por todo el mundo se renovaban los templos”, escribía en su crónica Raúl Cylaber, y algunos de los monumentos más maravillosos de la arquitectura medieval datan de este período: la asombrosa iglesia antigua de Bremen fue construida en el siglo noveno; la catedral de San Marcos, en Venecia, fue terminada en el año 1071, y la hermosa catedral de Pisa, en el año 1063. En realidad, el movimiento intelectual que se ha descrito con el nombre de Renacimiento del siglo duodécimo y de racionalismo del siglo duodécimo, que fue precursor de la Reforma, tiene su principio en este período en que la mayoría de las ciudades constituían aún simples aglomeraciones de pequeñas comunas aldeanas, rodeadas por una muralla común, y algunas se convirtieron ya en comunas independientes.
Pero se requería todavía otro elemento, a más de la comuna aldeana, para dar a estos centros nacientes de libertad e ilustración la unidad de pensamiento y acción y la poderosa fuerza de iniciativa que crearon su poderío en el siglo duodécimo y decimotercero. Bajo la creciente diversidad de ocupaciones, oficios y artes, y el aumento del comercio con países lejanos, se requería una forma de unión que no había dado aún la comuna aldeana, y este nuevo elemento necesario fue encontrado en las guildas. Muchos volúmenes se han escrito sobre estas uniones que, bajo el nombre de guildas, hermandades, drúzhestva, minne, artiél, en Rusia; esnaf en Servía y Turquía, amkari en Georgia, etc., adquirieron gran desarrollo en la Edad Media. Pero los historiadores hubieron de trabajar más de sesenta años sobre esta cuestión antes de que fuera comprendida la universalidad de esta institución y explicado su verdadero carácter. Sólo ahora, que ya están impresos y estudiados centenares de estatutos de guildas y se ha determinado su relación con los collegia romana, y también con las uniones aún más antiguas de Grecia e India, podemos afirmar con plena seguridad que estas hermandades son solamente el desarrollo mayor de aquellos mismos principios cuya aparición hemos visto ya en la organización tribal y en la comuna aldeana.
Nada puede ilustrar mejor estas hermandades medievales que las guildas temporales que se formaban en las naves comerciales. Cuando la nave hanseática se había hecho a la mar, solía ocurrir que, pasado el primer medio día desde la salida del puerto, el capitán o skiper (Schiffer) generalmente reunía en cubierta a toda la tripulación y a los pasajeros y les dirigía, según el testimonio de un contemporáneo, el discurso siguiente:
“Como nos hallamos ahora a merced de la voluntad de Dios y de las olas ––decía–– debemos ser iguales entre nosotros. Y puesto que estamos rodeados de tempestades, altas olas, piratas marítimos y otros peligros, debemos mantener un orden estricto, a fin de llevar nuestro viaje a un feliz término. Por esto debemos rogar que haya viento favorable y buen éxito y, según la ley marítima, elegir a aquellos que ocuparán el asiento de los jueces (Schöffenstellen)”. Y luego la tripulación elegía a un Vogt y cuatro scabini que se convertían en jueces. Al final de la navegación, el Vogt y los scabini se despojaban de su obligación y dirigían a la tripulación el siguiente discurso: “Debemos perdonarnos todo lo que sucedió en la nave y considerarlo muerto (todt und ab sein lassen). Hemos juzgado con rectitud y en interés de la justicia. Por esto, rogamos a todos vosotros, en nombre de la justicia honesta, olvidar toda animosidad que podáis albergar el uno contra el otro y jurar sobre el pan y la sal que no recordaréis lo pasado con rencor. Pero si alguno se considera ofendido, que se dirija al Landvogt (juez de tierra) y, antes de la caída del sol, solicite justicia ante él”. “Al desembarcar a tierra todas las multas (fred) cobradas en el camino se entregaban al Vogt portuario para ser distribuidas entre los pobres”.
Este simple relato quizá caracterice mejor que nada el espíritu de las guildas medievales. Organizaciones semejantes brotaban doquiera apareciese un grupo de hombres unidos por alguna actividad común: pescadores, cazadores, comerciantes, viajeros, constructores, o artesanos asentados, etc. Como hemos visto, en la nave ya existía una autoridad, en manos del capitán, pero, para el éxito de la empresa común, todos los reunidos en la nave, ricos y pobres, los amos y la tripulación, el capitán y los marineros, acordaban ser iguales en sus relaciones personales ––acordaban ser simplemente hombres obligados a ayudarse mutuamente–– y se obligaban a resolver todos los desacuerdos que pudieran surgir entre ellos con la ayuda de los jueces elegidos por todos. Exactamente lo mismo cuando cierto número de artesanos, albañiles, carpinteros, picapedreros, etc., se unían para la construcción, por ejemplo, de una catedral, a pesar de que todos ellos pertenecían a la ciudad, que tenía su organización política, y a pesar de que cada uno de ellos, además, pertenecía a su corporación, sin embargo, al juntarse para una empresa común ––para una actividad que conocían mejor que las otras–– se unían además en una organización fortalecida por lazos más estrechos, aunque fuesen temporarios: fundaban una guilda, un artiél, para la construcción de la catedral. Vemos lo mismo, también actualmente, en el kabileño. Los kabilas tienen su comuna aldeana, pero resulta insuficiente para la satisfacción de todas sus necesidades políticas, comerciales y personales de unión, debido a lo cual se constituye una hermandad más estrecha en forma de cof.
En cuanto al carácter fraternal de las guildas medievales, para su explicación, puede aprovecharse cualquier estatuto de guilda. Si tomamos, por ejemplo, la skraa de cualquier guilda danesa antigua, leemos en ella, primeramente, que en las guildas deben reinar sentimientos fraternales generales; siguen luego las reglas relativas a la jurisdicción propia en las guildas, en caso de riña entre dos hermanos de las guildas o entre un hermano y un extraño, y por último, se enumeran los deberes de los hermanos. Si la casa de un hermano se incendia, si pierde su barca, si sufre durante una peregrinación, todos los demás hermanos deben acudir en su ayuda. Si el hermano se enferma de gravedad, dos hermanos deben permanecer junto a su lecho hasta que pase el peligro; si muere, los hermanos deben enterrarlo ––un deber de no poca importancia en aquellos tiempos de epidemias frecuentes– – y acompañarlo hasta la iglesia y la sepultura. Después de la muerte de un hermano, si era necesario, debían cuidarse de sus hijos; muy a menudo, la viuda se convertía en hermana de la guilda.
Los dos importantes rasgos arriba citados se encuentran en todas las hermandades, cualquiera que fuera la finalidad para la cual han sido fundadas. En todos los casos, los miembros precisamente se trataban así y se llamaban mutuamente hermano y hermana. En las guildas, todos eran iguales. Las guildas tenían en común alguna propiedad (ganado, ,tierra, edificios, iglesias o “ahorros comunales”). Todos los hermanos juraban olvidar todos los conflictos tribales anteriores por venganza de sangre; y, sin imponerse entre sí el deber incumplible de no reñir nunca, llegaban a un acuerdo para que la riña no pasara a ser enemistad familiar con todas las consecuencias de la venganza tribal, y para que, en la solución de la riña, los hermanos no se dirigieran a ningún otro tribunal fuera del tribunal de la guilda de los mismos hermanos. En el caso de que un hermano fuera arrastrado a una riña con una persona ajena a la guilda, los hermanos estaban obligados a apoyarlo a cualquier precio; y si fuera él acusado, justa o injustamente, de inferir la ofensa, los hermanos debían ofrecerle apoyo y tratar de llevar el asunto a una solución pacífica. Siempre que la violencia ejercida por un hermano no fuera secreta ––en este último caso estaría fuera de la ley–– la hermandad salía en su defensa. Si los parientes del hombre ofendido quisieran vengarse inmediatamente del ofensor con una agresión, la hermandad lo proveería de caballo para la huida, o de un bote, o de un par de remos, de un cuchillo y un acero para producir fuego; si permanecía en la ciudad, lo acompañaba por todas partes una guardia de doce hermanos; y durante este tiempo la hermandad trataba por todos los medios de arreglar la reconciliación (composition). Cuando el asunto llegaba a los tribunales, los hermanos se presentaban al tribunal para confirmar, bajo juramento, la veracidad de las declaraciones del acusado; si el tribunal lo hallaba culpable, no le dejaban caer en la ruina completa, o ser reducido a la esclavitud debido a la imposibilidad de pagar la indemnización monetaria reclamada: todos participaban en el pago de ella, exactamente lo mismo que lo hacía en la antigüedad todo el clan. Sólo en el caso de que el hermano defraudara la confianza de sus hermanos de guilda, o hasta de otras personas, era expulsado de la hermandad con el nombre de “inservible” (tha scal han maeles af brödrescap met nidings nafn). La guilda era, de tal modo, prolongación del “clan” anterior.
Tales eran las ideas dominantes de estas hermandades que gradualmente se extendieron a toda la vida medieval. En realidad, conocemos guildas surgidas entre personas de todas las profesiones posibles: guildas de esclavos, guildas de ciudadanos libres y guildas mixtas, compuestas de esclavos y ciudadanos libres; guildas organizadas con fines especiales: la caza, la pesca o determinada expedición comercial y que se disolvían cuando se había logrado el fin propuesto, y guildas que existieron durante siglos en determinados oficios o ramos de comercio. Y a medida que la vida desarrollaba una variedad de fines cada vez mayor, crecía, en proporción, la variedad de las guildas. Debido a esto, no sólo los comerciantes, artesanos, cazadores y campesinos se unían en guildas, sino que encontramos guildas de sacerdotes, pintores, maestros de escuelas primarias y universidades; guildas para la representación escénica de “La Pasión del Señor”, para la construcción de iglesias, para el desarrollo de los “misterios” de determinada escuela de arte u oficio; guildas para distracciones especiales, hasta guildas de mendigos, verdugos y prostitutas, y todas estas guildas estaban organizadas según el mismo doble principio de jurisdicción propia y de apoyo mutuo. En cuanto a Rusia, poseemos testimonios positivos que indican que el hecho mismo de la formación de Rusia fue tanto obra de los artieli de pescadores, cazadores e industriales como del resultado del brote de las comunas aldeanas. Hasta en los días presentes, Rusia está cubierta por artieli.
Se ve ya por las observaciones precedentes cuán errónea era la opinión de los primeros investigadores de las guildas cuando consideraban como esencia de esta institución la festividad anual que era organizada comúnmente por los hermanos. En realidad, el convite común tenía lugar el mismo día, o el día siguiente, después de realizada la elección de los jefes, la deliberación de las modificaciones necesarias en los reglamentos y, muy a menudo, el juicio de las riñas surgidas entre hermanos; por último, en este día, a veces, se renovaba el juramento de fidelidad a la guilda. El convite común, como el antiguo festín de la asamblea comunal de la tribu ––mahl o mahlum–– o la aba de los buriatos, o la fiesta parroquias y el festín al finalizar la recolección, servían simplemente para consolidar la hermandad. Simbolizaba los tiempos en que todo era del dominio común del clan. En ese día, por lo menos, todo pertenecía a todos; se sentaban todos a una misma mesa. Hasta en un período considerablemente más avanzado, los habitantes de los asilos de una de las guildas de Londres, ese día, se sentaban a una mesa común junto con los ricos alderpnen.
En cuanto a la diferencia que algunos investigadores trataron de establecer entre las viejas “guildas de paz” sajonas (frith guild) y las llamadas guildas “sociales” o “religiosas”, con respecto a esto puede decirse que todas eran guildas de paz en el sentido ya dicho y todas ellas eran religiosas en el sentido en que la comuna aldeana o la ciudad puesta bajo la protección de un santo especial son sociales y religiosas. Si la institución de la guilda tuvo tan vasta difusión en Asia, África y Europa, si sobrevivió un milenio, surgiendo nuevamente cada vez que condiciones similares la llamaban a la vida, se explica porque la guilda representaba algo considerablemente mayor que una simple asociación para la comida conjunta, o para concurrir a la iglesia en determinado día, o para efectuar el entierro por cuenta común. Respondía a una necesidad hondamente arraigada en la naturaleza humana; reunía en sí todos aquellos atributos de que posteriormente se apropió el Estado por medio de su burocracia, su policía, y aún mucho más. La guilda era una asociación para el apoyo mutuo “de hecho y de consejo”, en todas las circunstancias y en todas las contingencias de la vida; y era una organización para el afianzamiento de la justicia, diferenciándose del gobierno, sin embargo, en que en lugar del elemento formal, que era el rasgo esencial característico de la intromisión del Estado. Hasta cuando el hermano de la guildas aparecía ante el tribunal de la misma, era juzgado por personas que le conocían bien, estaban a su lado en el trabajo conjunto, se habían sentado con él más de una vez en el convite común, y juntos cumplían toda clase de deberes fraternales; respondía ante hombres que eran sus iguales y sus hermanos verdaderos, y no ante teóricos de la ley o defensores de ciertos intereses ajenos.
Es evidente que una institución tal como la guilda, bien dotada para la satisfacción de la necesidad de unión, sin privar por eso al individuo de su independencia e iniciativa, debió extenderse, crecer y fortalecerse. La dificultad residía solamente en hallar una forma que permitiera a las federaciones de guildas unirse entre sí, sin entrar en conflicto con las federaciones de comunas aldeanas, y uniera unas y otras en un todo armonioso. Y cuando se halló la forma conveniente ––en la ciudad libre–– y una serie de circunstancias favorables dio a las ciudades la posibilidad de declarar y afirmar su independencia, la realizaron con tal unidad de pensamiento, que habría de provocar admiración aún en nuestro siglo de los ferrocarriles, las comunicaciones telegráficas y la imprenta. Centenares de Cartas con las que las ciudades afirmaron su unión llegaron hasta nosotros; y en todas estas Cartas aparecen las mismas ideas dominantes, a pesar de la infinita diversidad de detalles que dependían de la mayor o menor plenitud de libertad. Por doquier la ciudad se organizaba como una federación doble, de pequeñas comunas aldeanas y de guildas.
“Todos los pertenecientes a la amistad de la ciudad ––como dice, por ejemplo, la Carta acordada en 1188 a los ciudadanos de la ciudad de Aire, por Felipe, conde de Flandes–– han prometido y confirmado, bajo juramento, que se ayudarán mutuamente como hermanos en todo lo útil y honesto; que si el uno ofende al otro, de palabra o de hecho, el ofendido no se vengará por sí mismo ni lo harán sus allegados… presentará una queja y el ofensor pagará la debida indemnización por la ofensa, de acuerdo con la resolución dictada por doce jueces electos que actuarán en calidad de árbitros. Y si el ofensor o el ofendido, después de la tercera advertencia, no se somete a la resolución de los árbitros, será excluido de la amistad como hombre depravado y perjuro”.
“Todo miembro de la comuna será fiel a sus conjurados, y les prestará ayuda y consejo de acuerdo con lo que dicte la justicia” ––así dicen las Cartas de Amiens y Abbeville––. “Todos se ayudarán mutuamente, cada uno según sus fuerzas, en los límites de la comuna, y no permitirán que uno tome algo a otro comunero, o que obligue a otro a pagar cualquier clase de contribución”, leemos en las cartas de Soissons, Compiégne, Senlis, y de muchas otras ciudades del mismo tiempo.
“La comuna ––escribió el defensor del antiguo orden, Guilbert de Nogent–– es un juramento de ayuda mutua (mutui adjutori conjuratio)”… “Una palabra nueva y detestable. Gracias a ella, los siervos (capite sensi) se liberan de toda servidumbre; gracias a ella, se liberan del pago de las contribuciones que generalmente pagaban los siervos”.
Esta misma ola liberadora rodó en los siglos décimo, undécimo y duodécimo por toda Europa, arrollando tanto las ciudades ricas como las más pobres. Y si podemos decir que, hablando en general, primero se liberaron las ciudades italianas (muchas aún en el siglo undécimo y algunas también en el siglo décimo), sin embargo no podemos dejar de señalar el centro menudo, un pequeño burgo de un punto cualquiera de Europa central se ponía a la cabeza del movimiento de su región, y las grandes ciudades tomaban su Carta como modelo. Así, por ejemplo, la Carta de la pequeña ciudad de Lorris fue aceptada por ciudades del sureste de Francia, y la Carta de Beaumont sirvió de modelo a más de quinientas ciudades y villas de Bélgica y Francia. Las ciudades enviaban continuamente diputados especiales a la ciudad vecina, para obtener copia de su Carta, y sobre esa base elaboraban su propia constitución. Sin embargo, las ciudades no se conformaban con la simple transcripción de las Cartas: componían sus cartas en conformidad con las concesiones que conseguían arrancar a sus señores feudales; resultando, como observó un historiador, que las cartas de las comunas medievales se distinguen por la misma diversidad que la arquitectura gótica de sus iglesias y catedrales. La misma idea dominante en todas, puesto que la catedral de la ciudad representaba simbólicamente la unión de las parroquias o de las comunas pequeñas y de las guildas en la ciudad libre, y en cada catedral había una infinita riqueza de variedad en los detalles de su ornamento.
El punto más esencial para las ciudades que se liberaban era su jurisdicción propia, que implicaba también la administración propia. Pero la ciudad no era simplemente una parte “autónoma” del Estado ––tales palabras ambiguas no habían sido inventadas––, constituía un Estado por sí mismo. Tenía derecho a declarar la guerra y negociar la paz, el derecho de establecer alianzas con sus vecinos y de federarse con ellos. Era soberana en sus propios asuntos y no se inmiscuía en los ajenos.
El poder político supremo de la ciudad se encontraba, en la mayoría de los casos, íntegramente en manos de la asamblea popular (forum) democrática, como sucedía, por ejemplo, en Pskof, donde la viéche enviaba y recibía los embajadores, concluía tratados, invitaba y expulsaba a los knyaziá, o prescindía por completo de ellos durante décadas enteras. 0 bien, el alto poder político era transferido a manos de algunas familias notables, comerciantes o hasta de nobles; o era usurpado por ellos, como sucedía en centenares de ciudades de Italia y Europa central. Pero los principios fundamentales continuaban siendo los mismos: la ciudad era un Estado y, lo que es quizá aún más notable, si el poder de la ciudad había sido usurpado, o se habían apropiado paulatinamente de él la aristocracia comercial o hasta la nobleza, la vida interior de la ciudad y el carácter democrático de sus relaciones cotidianas sufrían por ello poca mengua: dependía poco de lo que se puede llamar forma política del Estado.
El secreto de esta contradicción aparente reside en que la ciudad medieval no era un Estado centralizado. Durante los primeros siglos de su existencia, la ciudad apenas se podía llamar Estado, en cuanto se refería a su organización interna, puesto que la edad media, en general, era ajena a nuestra centralización moderna de las funciones, como también a nuestra centralización de las provincias y distritos en manos de un gobierno central. Cada grupo tenía, entonces, su parte de soberanía.
Comúnmente la ciudad estaba dividida en cuatro barrios, o en cinco, seis o siete kontsi (sectores) que irradiaban de un centro donde estaba situada la catedral y a menudo la fortaleza (krieml). Y cada barrio o koniets en general representaba un determinado género de comercio o profesión que predominaban en él, a pesar de que en aquellos tiempos en cada barrio o koniets podían vivir personas que ocupaban diferentes posiciones sociales y que se entregaban a diversas ocupaciones: la nobleza, los comerciantes, los artesanos y aún los semisiervos. Cada koniets o sector, sin embargo, constituía una unidad enteramente independiente. En Venecia, cada isla constituía una comuna política independiente, que tenía su organización propia de oficios y comercios, su comercio de sal y pan, su administración y su propia asamblea popular o forum. Por esto, la elección por toda Venecia de uno u otro dux, es decir, el jefe militar y gobernador supremo, no alteraba la independencia interior de cada una de estas comunas individuales.
En Colonia, los habitantes se dividían en Geburschaften y Heimschaften (viciniae), es decir, guildas vecinales cuya formación data del período de los francos, y cada una de estas guildas tenía en juez (Burgrichter) y los doce jurados electos corrientes (Schóffen), “su Vogt” (especie de jefe policial) y su “greve” o jefe de la milicia de la guilda.
La historia del Londres antiguo, antes de la conquista normanda del siglo XII, dice Green, es la historia de algunos pequeños grupos, dispersos en una superficie rodeada por los muros de la ciudad, y donde cada grupo se desarrollaba por sí solo, con sus instituciones, guildas, tribunales, iglesias, etc.; sólo poco a poco estos grupos se unieron en una confederación municipal. Y cuando consultamos los anales de las ciudades rusas, de Novgorod y de Pskof, que se distinguen tanto los unos como los otros por la abundancia de detalles puramente locales, nos enteramos de que también los kontsi, a su vez, consistían en calles (ulitsy) independientes, cada una de las cuales, a pesar de que estaba habitada preferentemente por trabajadores de un oficio determinado, contaba, sin embargo, entre sus habitantes también comerciantes y agricultores, y constituía una comuna separada. La ulitsa asumía la responsabilidad comunal por todos sus miembros, en caso de delito. Poseía tribunal y administración propios en la persona de los magistrados de la calle (ulitchánske stárosty) tenía sello propio (el símbolo del poder estatal) y en caso de necesidad, se reunía su viéche (asamblea) de la calle. Tenía, por último, su propia milicia, los sacerdotes que ella elegía, y tenía su vida colectiva propia y sus empresas colectivas. De tal modo, la ciudad medieval era una federación doble: de todos los jefes de familia reunidos en pequeñas confederaciones territoriales ––calle, parroquia, koniets–– y de individuos unidos por un juramento común en guildas, de acuerdo con sus profesiones. La primera federación era fruto del crecimiento subsiguiente, provocado por las nuevas condiciones.
En esto residía toda la esencia de la organización de las ciudades medievales libres, a las que debe Europa el desarrollo esplendoroso tomado por su civilización.
El objeto principal de la ciudad medieval era asegurar la libertad, la administración propia y la paz; y la base principal de la vida de la ciudad, como veremos en seguida, al hablar de las guildas artesanos, era el trabajo. Pero la “producción” no absorbía toda la atención del economista medieval. Con su espíritu práctico comprendía que era necesario garantizar el “consumo” para que la producción fuera posible; y por esto el proveer a “la necesidad común de alimento y habitación para pobres y ricos” (gemeine notdurft und gemach armer und richer), era el principio fundamental de toda ciudad. Estaba terminantemente prohibido comprar productos alimenticios y otros artículos de primera necesidad (carbón, leña, etc.) antes de ser entregados al mercado, o comprarlos en condiciones especialmente favorables ––no accesibles a otros––, en una palabra, el preempcio, la especulación. Todo debía ir primeramente al mercado, y allí ser ofrecido para que todos pudieran comprar hasta que el sonido de la campana anunciara la clausura del mercado. Sólo entonces podía el comerciante minorista comprar los productos restantes: pero aún en este caso, su beneficio debía ser “un beneficio honesto”. Además, si un panadero, después de la clausura del mercado, compraba grano al por mayor, entonces cualquier ciudadano tenía derecho a exigir determinada cantidad de este grano (alrededor de medio quarter) al precio por mayor si hacía tal demanda antes de la conclusión definitiva de la operación; pero, del mismo modo, cualquier panadero podía hacer la demanda si un ciudadano compraba centeno para la reventa. Para moler el grano bastaba con llevarlo al molino de la ciudad, donde era molido por turno, a un precio determinado; se podía cocer el pan en el four banal, es decir, el horno comunal. En una palabra, si la ciudad sufría necesidad, la sufrían entonces más o menos todos; pero, aparte de tales desgracias, mientras existieron las ciudades Ubres, dentro de sus muros nadie podía morir de hambre, como sucede demasiado a menudo en nuestra época.
Además, todas estas reglas datan ya del período más avanzado de la vida de las ciudades, pues al principio de su vida las ciudades libres generalmente compraban por sí mismas todos los productos alimenticios para el consumo de los ciudadanos. Los documentos publicados recientemente por Charles Gross contienen datos plenamente precisos sobre este punto, y confirman su conclusión de que las cargas de productos alimenticios llegadas a la ciudad eran compradas por funcionarios civiles especiales, en nombre de la ciudad, y luego distribuidas entre los comerciantes burgueses, y a nadie se permitía comprar mercancía descargada en el puerto a menos que las autoridades municipales hubieran rehusado comprarla. Tal era ––agrega Gross–– según parece, la práctica generalizada en Inglaterra, Irlanda, Gales y Escocia. Hasta en el siglo XVI vemos que en Londres se efectuaba la compra común de grano “para comodidad y beneficio en todos los aspectos, de la ciudad y del Palacio de Londres y de todos los ciudadanos y habitantes de ella en todo lo que de nosotros depende”, como escribía el alcalde en l565.
En Venecia, todo el comercio de granos, como se sabe bien ahora, se hallaba en manos de la ciudad, y de los “barrios”, al recibir el grano de la oficina que administraba la importación, debían distribuir por las casas de todos los ciudadanos del barrio la cantidad que corresponda a cada uno. En Francia, la ciudad de Amiens compraba sal y la distribuía entre todos los ciudadanos al precio de compra; y aún en la época presente encontramos en muchas ciudades francesas las halles que antes eran el depósito municipal para el almacenamiento del grano y de la sal. En Rusia, era esto un hecho corriente en Novgorod y Pskof.
Necesario es decir que toda esta cuestión de las compras comunales para consumo de los ciudadanos y de los medios con que eran realizadas no ha recibido aún la debida atención de parte de los historiadores; pero aquí y allá se encuentran hechos muy instructivos que arrojan nueva luz sobre ella.
Así, entre los documentos de Gross existe un reglamento de la ciudad de Kilkenny, que data del año 1367, y por este documento nos enteramos de qué modo se establecían los precios de las mercaderías. “Los comerciantes y los marinos ––dice Gross–– debían mostrar, bajo juramento, el precio de compra de su mercadería y los gastos originados por el transporte. Entonces el alcalde de la ciudad y dos personas honestas fijaban el precio (named the price) a que debía venderse la mercadería”. La misma regla se observaba en Thurso para las mercaderías que llegaban “por mar y por tierra”. Este método “de fijar precio” armoniza tan justamente con el concepto que sobre el comercio predominaba en la Edad Media que debe haber sido corriente. El que una tercera persona fijara el precio era costumbre muy antigua; y para todo género de intercambio dentro de la ciudad indudablemente se recurría muy a menudo a la determinación del precio, no por el vendedor o el comprador, sino por una tercera persona ––una persona “honesta”––. Pero este orden de cosas nos remonta a un período aún más antiguo de la historia del comercio, precisamente al período en que todo el comercio de productos importantes era efectuado por la ciudad entera, y los compradores eran sólo comisionistas apoderados de la ciudad para las ventas de la mercadería que ella exportaba. Así el reglamento de Waterford, publicado también por Gross, dice que “todas las mercaderías, de cualquier género que fueran… debían ser compradas por el alcalde (el jefe de la ciudad) y los ujieres (balives), designados compradores comunales (para la ciudad) para el caso, y debían ser distribuidas entre todos los ciudadanos libres de la ciudad (exceptuando solamente las mercancías propias de los ciudadanos y habitantes libres”). Este estatuto apenas se puede interpretar de otro modo que no sea admitiendo que todo el comercio exterior de la ciudad era efectuado por sus agentes apoderados. Además, tenemos el testimonio directo de que precisamente así estaba establecido en Novgorod y Pskof. El soberano señor Novgorod y el soberano señor Pskof enviaban ellos mismos sus caravanas de comerciantes a los países lejanos.
Sabemos también que en casi todas las ciudades medievales de Europa central y occidental, cada guilda de artesanos habitualmente compraba en común todas las materias primas para sus hermanos y vendía los productos de su trabajo por medio de sus delegados; y apenas es admisible que el comercio exterior no se realizara siguiendo este orden, tanto más cuanto que, como bien saben los historiadores, hasta el siglo XIII todos los compradores de una determinada ciudad en el extranjero no sólo se consideraban responsables, como corporación, de las deudas contraídas por cualquiera de ellos, sino que también la ciudad entera era responsable de las deudas contraídas por cada uno de sus ciudadanos comerciantes. Solamente en los siglos XII y XIII las ciudades del Rhin concertaron pactos especiales que anulaban esta caución solidaria. Y por último, tenemos el notable documento de Ipswich, publicado por Gross, en el cual vemos que la guilda comercial de esta ciudad se componía de todos aquellos que se contaban entre los hombres libres de la ciudad, y expresaban conformidad en pagar su cuota (su “hanse”) a la guildas, y toda la comuna juzgaba en común cuál era el mejor modo de apoyar a la guilda comercial y qué privilegios debía darle. La guilda comercial (the Merchant guild) de Ipswich resultaba de tal modo más bien una corporación de apoderados de la ciudad que una guilda común privada.
En una palabra, cuanto más conocemos la ciudad medieval, tanto más nos convencemos de que no era una simple organización política para la protección de ciertas libertades políticas. Constituía una tentativa ––en mayor escala de lo que se había hecho en la comuna aldeana–– de unión estrecha con fines de ayuda y apoyo mutuos, para el consumo y la producción y para la vida social en general, sin imponer a los hombres, por ello, los grillos del Estado, sino, por el contrario, dejando plena libertad a la manifestación del genio creador de cada grupo individual de hombres en el campo de las artes, de los oficios, de la ciencia, del comercio y de la organización política.
Hasta dónde tuvo éxito esta tentativa lo veremos, mejor que nada, examinando en el capítulo siguiente la organización del trabajo en la ciudad medieval y las relaciones de las ciudades con la población campesina que las rodeaba.