Polémica: En este rincón el autogestionario Carretero y “Sobre la izquierda nacional y sus limitaciones”, y en este otro rincón los eurocomunistas Anguita, Monereo e Illueca con “Soberanía, democracia y socialismo”

Veremos primero a los eurocomunistas y luego al autogestionario, que entre otras cosas les dirá a los de la rancia izquierda española:
La democracia, si es el poder del pueblo, es el poder la clase trabajadora, pero un poder real, efectivo, que se expresa en prácticas de autoorganización y de autonomía.
Construir soberanía es construir socialismo, si entendemos el socialismo en un sentido radicalmente práctico, efectivo, vivencial. No una consigna: “Democracia, federalismo, República”; sino el movimiento real que practica democracia directa, que se organiza federalmente, que se hace con el control de la vida material de la sociedad y de la textura del discurso desde la apropiación de la vida cotidiana y sus resortes. No un nuevo discurso de moda desde arriba, sino la pluralidad de prácticas y la autoorganización creciente de los de abajo.
No queremos una izquierda nacional que nos gobierne, mediante promesas incumplibles y desde dentro del propio capitalismo. Queremos una vida a la contra. El radical desgobierno del doble poder proletario. Queremos una izquierda de verdad.



03-10-2018
Soberanía, democracia y socialismo

Héctor Illueca, Manolo Monereo y Julio Anguita
Cuarto Poder
Rebelión

Desde que Bodino escribiera Los seis libros de la República en 1576, el concepto de soberanía ha recorrido un largo camino. En un principio se asociaba al Estado absolutista e implicaba la potestad de expedir y derogar leyes y obtener la obediencia de los súbditos sin necesidad de su consentimiento. Sin embargo, no será hasta bien entrado el siglo XVIII, tras un arduo conflicto social y político, que se reconozca al pueblo como verdadero titular de la soberanía y se afirme el papel de la ley como expresión de la voluntad popular. Había hecho su aparición Rousseau. Desde entonces, la idea de soberanía ha sido desarrollada y matizada por innumerables pensadores, generalmente en el sentido de establecer límites al poder del Estado e introducir garantías frente a la arbitrariedad. Pero conservando siempre aquella sustancia que había identificado Rousseau y que está en la base de la democracia: la capacidad de los pueblos de autogobernarse y decidir el modelo social, económico y político en el que desean vivir.
Pues bien, la Unión Europea es la negación de la soberanía y de la democracia. Lo hemos dicho en el pasado y no vamos a insistir mucho en ello. La Europa neoliberal ha exacerbado la competencia entre países, ha liquidado los derechos sociales y está corrompiendo los valores cívicos de las sociedades europeas. Aún más, el neoliberalismo ha dividido el continente europeo en un núcleo de países industrializados dirigido por Alemania y una periferia cada vez más dependiente desde el punto de vista económico. En el espacio europeo no hay lugar para las políticas redistributivas; aquí lo único que cabe es un neomercantilismo feroz e inmisericorde que, en el mejor de los casos, genera crecimiento empobreciendo a las mayorías sociales. Los ciudadanos europeos empiezan a entender el significado de la lex mercatoria que impera en Europa: voten lo que voten, siempre es lo mismo. Y si alguien osa desafiar la autoridad de Bruselas, los mercados le hacen entrar en razón desencadenando ataques especulativos hasta provocar un corralito bancario. Primero fue Grecia. Ahora, tal vez, Italia.

Ha llovido mucho desde la aprobación del Tratado de Maastricht. Tras casi tres décadas de neoliberalismo, las sociedades están reaccionando en el sentido previsto por Polanyi. Millones de personas lo han perdido todo y asisten atónitas a la desintegración de sus comunidades sociales. La miseria se extiende cada día y la juventud carece de horizonte. ¿Acaso puede sorprender el auge que el populismo de derechas está experimentando en Europa? ¿Puede extrañar la reaparición de demandas de soberanía, de seguridad, de protección frente a las consecuencias deletéreas del mercado autorregulado? Cada vez más ciudadanos apelan al Estado y reivindican un marco nacional porque saben que es el único en el que pueden intervenir y vencer. Tildarlos de “fascistas” es no entender, o no querer entender, la verdadera naturaleza de la Unión Europea, su carácter jerárquico y destructivo, su orientación profundamente antidemocrática. La re-nacionalización de la política europea no es un efecto coyuntural de la competencia entre partidos, sino el producto histórico de la globalización capitalista y de la forma específica que ésta ha adoptado en Europa.

Llegados a este punto, tenemos que ser claros. Lo que se está produciendo en Europa no es un enfrentamiento entre un fascismo atávico y un europeísmo pretendidamente liberal y cosmopolita. Lo que se está produciendo en Europa es un enfrentamiento entre dos nacionalismos exacerbados por la competencia que tiene lugar en la economía europea: el nacionalismo económico de Alemania, que propugna una política neomercantilista, y un nacionalismo reactivo y revanchista que emerge en países como Italia, Francia o Gran Bretaña, por no hablar de Europa del Este. El europeísmo vacuo que exhiben las élites políticas y económicas, su defensa cerrada del euro y del mercado único, no es más que una coartada ideológica del nacionalismo económico alemán. Hace casi doscientos años, el gran economista alemán Friedrich List advirtió lúcidamente que la doctrina cosmopolita obedecía a razones nacionalistas de los países industrializados, que predican la libertad de comercio a los países pobres sólo cuando saben que no pueden competir con ellos.

El europeísmo y el globalismo pueden todavía cautivar a las clases medias intelectuales, pero no frenarán el avance del populismo de derechas. Para ello se necesita una nueva síntesis política que sea capaz de interpelar a los estratos populares con ideas fuertes, con pasión e imaginarios radicales. La clave es unir un discurso dirigido a las grandes mayorías sociales con un programa orientado a la defensa de la dignidad de las clases populares y trabajadoras: la recuperación de la soberanía como base de la democracia; la reindustrialización de España a partir de la intervención pública en la economía; una política orientada al pleno empleo; y una profunda transformación del Estado en un sentido republicano, federal y democrático. Naturalmente, ello exigirá un replanteamiento de las alianzas internacionales y una nueva unión entre los países europeos que respete la soberanía de los Estados: una Europa confederal. De fondo, la posibilidad real de una gran alianza entre las clases trabajadoras, los estratos medios empobrecidos y las pequeñas y medianas empresas golpeadas por la globalización. Si no la construye la izquierda, no lo hará nadie.

El soberanismo ha venido para quedarse. Lo que estamos viendo sólo son los primeros vientos de la tempestad que se avecina. A estas alturas, la única pregunta relevante es quién hegemonizará las fuerzas sociales que ha desencadenado la globalización y que demandan protección, seguridad, identidad. La inquietud de las élites neoliberales europeas resulta comprensible: es el correlato lógico de su hostilidad al Estado y a la democracia. Por el contrario, la postura de algunos intelectuales de izquierda es muy difícil de entender. Las personas que nos han criticado estos días soslayan que el control de la soberanía es una condición indispensable de la democracia. No parecen comprender el carácter dependiente y subalterno del país en que viven. Rechazan, en fin, cualquier posibilidad de realización histórica concreta de las aspiraciones populares. Hermann Heller escribió algunas páginas luminosas sobre esta contradicción del movimiento socialista. La única alternativa real al populismo de derechas es una síntesis política que anude soberanía, democracia y socialismo como respuesta a los sufrimientos sociales provocados por el neoliberalismo. Pero una cosa es segura: el futuro de los pueblos se construirá sobre las cenizas de esta Unión Europea.

Fuente: https://www.cuartopoder.es/ideas/2018/10/02/monereo-llamazares-illueca-soberania-democracia-socialismo/
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Sobre la “izquierda nacional” y sus limitaciones
No queremos una izquierda nacional que nos gobierne, mediante promesas incumplibles y desde dentro del propio capitalismo. Queremos una vida a la contra.

José Luis Carretero
INSTITUTO DE CIENCIAS ECONÓMICAS Y DE LA AUTOGESTIÓN.

El Salto
2018-10-02

Anguita, Monereo e Illueca nos cantan las alabanzas a una futura “izquierda nacional”. Curioso epílogo para los líderes prácticos e intelectuales del eurocomunismo legalista que ha dominado la izquierda institucional de nuestro país durante mucho tiempo.

Su propuesta se centra en la idea de recuperar la vertiente protectora del Estado nacional frente a una Unión Europea matriz del dominio neoliberal sobre nuestras sociedades y génesis de todos los desafueros. En su discurso, la oposición entre globalismo europeísta funcional al capitalismo y gestión democrática a escala nacional se afirma como la llave fundamental de comprensión de la realidad y de construcción de alternativas encaminadas a un etéreo “bien común” interclasista y populista.

Es esa oposición que está en el núcleo de su narrativa la que no terminamos de compartir en este escrito: el fundamento de la gobernanza neoliberal en Europa y en el mundo no está únicamente localizado en la Unión y en las instituciones internacionales. Eso es una visión estrecha y limitada. Una Unión Europea constitucionalmente neoliberal (por obra de los mismos tratados constitutivos) se ve complementada (y no limitada ni contestada) por la gestión política descentralizada, a nivel nacional o incluso regional y municipal, de la vida cotidiana de sus súbditos.

La recuperación de la dimensión nacional y de las competencias del Estado-Nación no sólo no excluye necesariamente el dominio neoliberal sobre la ciudadanía, sino que puede ser su forma más acabada
Al igual que los cuerpos policiales han ido adaptándose sistemática y conscientemente a las características locales de sus ámbitos de gestión de la seguridad, con una explosión de formas de policía de barrio, de comunidad autónoma o municipales, al tiempo de la constitución de redes continentales y globales; la Unión y los Estados, la gobernanza neoliberal y las viejas formas de gestión nacional de las poblaciones, no constituyen una dicotomía, sino que son enteramente funcionales la una a la otra.

Así pues, la recuperación de la dimensión nacional y de las competencias del Estado-Nación no sólo no excluye necesariamente el dominio neoliberal sobre la ciudadanía, sino que puede ser su forma más acabada. La Hungría o la Polonia del populismo de derechas no son ámbitos de protección económica de una fantasmal e irreal clase obrera nacional (blanca y no mestiza, es de creer, es decir, inexistente), sino laboratorios de experimentación de nuevas formas de gestión de lo político y lo social que dejan incólumes la estructura económica esencial y los objetivos de clase de la política presupuestaria (así hay que leer la incipiente reforma fiscal italiana, encaminada a construir un espacio sin gravámenes para los mismos de siempre, pese a toda la retórica sobre lo nacional).

Y es que la única posibilidad de realizar una política económica nacional, dentro del capitalismo, es decir, de tomar decisiones por fuera y a la contra de los flujos financieros globales, o al menos de limitarlos, pasa por construir un Estado de ámbito continental y con instrumentos de gestión fuertes y tendencialmente autoritarios.

Estados-continente como China o Rusia son los únicos que pueden plantearse tener una política económica propia, aun limitadamente (no sobrevaloremos tampoco en exceso la autonomía de los flujos globales de economías que se están construyendo en una relación problemática, dialéctica y contradictoria con la globalización y sus actores, pero no al margen de ellos). Las tentativas de construcción de independencia y soberanía de Estados-Nación en escalas inferiores se ven rápidamente encaminadas al bloqueo, el sabotaje y la esencial vulnerabilidad de economías fuertemente dependientes y no lo suficientemente diversificadas (véase el caso de Venezuela, por ejemplo).

La soberanía relativa (que no total), sin tentativa de salida del capitalismo, presupone una escala y una diversificación económicas, así como unas formas de gestión de lo público más o menos centralizadas y autoritarias. Esa es la dicotomía en que se mueve el populismo de derechas europeo, prometiendo una seguridad que no puede garantizar, una soberanía que países del tamaño y la estructura económica de Polonia o Hungría difícilmente pueden ofrecer, y edificando un corpus normativo autoritario que no sólo no es contrario a la globalización, sino que puede convertirse en la forma de gestión más adaptada y funcional para la nueva fase multipolar de la misma.

Es evidente que, en todo caso, Rusia o China no enfrentan la globalización, sino que la gestionan, desarrollando una política nacional que sólo puede ser tal porque al tiempo es expresión de una base económica amplia y de una estructura estatal de ámbito continental con ramificaciones globales.

Los autores del artículo proponen un suave keynesianismo soberanista con anatemas contra el euro y medidas a favor de una fantasmal clase media que constituye, ya, el muerto sin enterrar de la economía europea
¿Es esto lo que nos prometen los apologistas de una izquierda nacional? Por supuesto ellos nos hablan de democracia y república, de soberanía como participación de la nación. Nos prometen una independencia que no puede ser más que fantasmal, una seguridad que no pueden garantizar sino sólo teatralizar desde un autoritarismo de facto y una democracia abstracta, nominal y sin determinaciones de clase. Un populismo que poco puede competir con el de la ultraderecha en el ámbito público, y explicaremos por qué.

En primer lugar porque no incorpora alternativa económica alguna a lo propuesto, a nivel narrativo, por la propia ultraderecha. Un suave keynesianismo soberanista con anatemas contra el euro y medidas a favor de una fantasmal clase media que constituye, ya, el muerto sin enterrar de la economía europea. Algo que ya hemos visto que no se puede implementar a escala de una nación dependiente, desindustrializada y sin recursos materiales ni energéticos como la mayoría de los países del Sur y el Este de Europa considerados aisladamente. Convertirse en maquila es la única aspiración, y acompañarlo con algo de Estado del Bienestar. Un sueño contradictorio e imposible de cumplir. Eso también lo promete Salvini.

Y para gestionar eso, desde luego, hay que estructurar un Estado fuerte. En el caso de nuestros apóstoles de la izquierda nacional, la base de la fuerza de ese Estado se nos promete que estará en la democracia. Un democracia abstracta que se corresponde con las previas reflexiones de los adalides de este espacio político sobre las virtudes del cesarismo, el Hombre Providencial o el significante vacío populista.

Algo que mueve a una carcajada casi tierna al ver como de democráticamente se ha gestionado en los últimos tiempos el espacio político en el que se ha movido la izquierda institucional de la que vienen nuestros adalides de una izquierda nacional que no es sino el nuevo disfraz de una línea que nació estalinista, continuó eurocomunista, se despertó al 15M populista y ahora se quiere soberanista.

Lejos de proponer o impulsar una democracia “desde abajo”, protagónica y con contenido de clase (de clase obrera, por supuesto), la línea política de Anguita y cía (una línea con una historia amplia y prolija, que ha implicado diversos cambios de ropaje con el tiempo) entiende la democracia como la aclamación plebiscitaria de las decisiones del líder y el federalismo como una gestión de la diversidad basada en la disciplina.

Así, es difícil que las clases populares reales (mestizas, precarias, acosadas por todas partes) adopten esta nueva figura travestida de la izquierda de siempre (ahora toca lo nacional, como antes tocaron otras cosas, hay que cambiar para que nada cambie) como su referente fundamental. La ultraderecha promete algo importante: novedad. Se fundamenta en el voto conservador rural, en la pequeña empresa, en la industria nacional (si es que la hay), y la financia (hay estudios al respecto) prácticamente la misma barahúnda de fundaciones de los multimillonarios globales que al liberalismo globalista. Trump es a los multimillonarios de la energía, como Obama fue a los pícaros amos de las tecnológicas. Pero irradia novedad, energía, un radicalismo y una violencia verbales que prometen lo que no puede hacer: una política antisistema.

Nuestros amigos de la izquierda nacional nunca fueron antisistema, y sus reflexiones sobre la democracia nacen apolilladas, se mueven entre la vulgata socialdemócrata y el autoritarismo heredado de la tradición del Partido con mayúsculas. Praxis estrechamente institucional y cambio de discurso cada pocos años, el aburrimiento de ver desfilar proyectos que no vienen para quedarse y en los que el nivel de participación va a ser mínimo.

¿Y entonces qué? ¿Izquierda nacional o izquierda globalista? Quizá debemos empezar a aterrizar el discurso y centrarnos en lo importante: no es un problema de la escala de gestión, de si la soberanía está aquí o allá. Sino de si la soberanía es abstracta, un discurso, o una praxis real. Construir soberanía es construir espacios soberanos de autodeterminación popular. Construir un pueblo fuerte. Eso es esencialmente una práctica de empoderamiento y densificación de las clases populares. Algo que no se hace desde arriba sino en medio de ellas.

La democracia, si es el poder del pueblo, es el poder la clase trabajadora, pero un poder real, efectivo, que se expresa en prácticas de autoorganización y de autonomía. Y esa clase trabajadora es plural, mestiza, un turbio y creativo rumor de multitud irreductible a la imagen de una “sana clase obrera nacional respetuosa del Estado y culturalmente homogénea”.

Construir soberanía es construir socialismo, si entendemos el socialismo en un sentido radicalmente práctico, efectivo, vivencial. No una consigna: “Democracia, federalismo, República”; sino el movimiento real que practica democracia directa, que se organiza federalmente, que se hace con el control de la vida material de la sociedad y de la textura del discurso desde la apropiación de la vida cotidiana y sus resortes. No un nuevo discurso de moda desde arriba, sino la pluralidad de prácticas y la autoorganización creciente de los de abajo.

No queremos una izquierda nacional que nos gobierne, mediante promesas incumplibles y desde dentro del propio capitalismo. Queremos una vida a la contra. El radical desgobierno del doble poder proletario. Queremos una izquierda de verdad.