Elecciones en Brasil: un grave voto castigo a la crisis y al saqueo
Jair Bolsonaro interpretó la frustración de un pueblo apremiado por la peor recesión de su historia y la corrupción que envolvió a toda la clase política.
07/10/2018 - 20:09 Clarin.comMundo
Quien albergue dudas sobre los efectos de las crisis económicas y de saqueo al Estado en el ánimo de los electorados puede resolverlas en la impresionante experiencia que exhibe en estas horas el coloso brasileño. La notable escalada hacia el poder del ex militar Jair Bolsonaro, un ultra en diversos niveles, entre ellos su admiración por el autoritarismo y la ilegalidad de los despotismos, es un producto de aquellos abismos.
Su trayectoria, sin embargo, no es original. Tampoco la fragua que lo ha hecho posible. Por las mismas razones, la época actual se multiplica en estos personajes. Sin la crisis global y arrasadora de 2008, que después del terremoto financiero culminó en una aguda concentración del ingreso, no existiría hoy el emergente de extremismos que cruza de un lado a otro a Europa. O el imprevisible experimento populista que gobierna desde la Casa Blanca. Todos escenarios en los que se refleja con nitidez el fenómeno brasileño. Del mismo modo que, sin los escombros sociales que produjo la gran depresión del 29, no habría existido, probablemente, el huevo de la serpiente que se anidó a lo largo de la década del 30.
Por estos antecedentes, pero por otros aún más graves a la luz del pasado de intolerancia que vivió la región, la irrupción de Bolsonaro debería constituir un alerta ominoso en este espacio. La historia actual enseña que estos efectos se multiplican si se agudizan, como hoy sucede, las condiciones que los producen. Dicho de otro modo, si hay uno en un sitial de esa preponderancia, habrá más y será pronto.
Al igual que sus sosias europeos, este dirigente, que pasó a total velocidad del estatismo al liberalismo, interpretó la frustración de un pueblo apremiado por la peor recesión de su historia y la corrupción que envolvió a toda la clase política. Ese fenómeno envuelve en ambos aspectos al PT de Lula da Silva, que gobernó como un desarrollista, pero habilitó un sistema de corrupción sin precedentes y acabó desmantelando la economía. Los números del país se encogieron en picado durante el primer gobierno de Dilma Rousseff con un promedio raquítico de crecimiento anual de 0,9%. Desde el último año de esa experiencia el ingreso per cápita cayó 9,1%, anulando las expectativas de movilidad social. Fue dentro de esa olla de frustración que piloteo el PT que se produjo el escándalo de corrupción que develó la investigación del Lava Jato y que llevó a la cárcel al ex presidente. Hay mucha memoria de eso. No es nada casual que ayer el intento de la ex mandataria de ganar una banca en el Senado acabara en un humillante portazo.
En una época de crisis global de las ideologías y de la fe en la partidocracia y la política, estos abismos liquidaron la confianza en las fuerzas tradicionales. El año pasado, apenas 13% de la población de Brasil reconocía estar satisfecho con su democracia. No debería sorprender, entonces, que Bolsonaro coseche de todas las orillas. El electorado del candidato ultraderechista es mayoritariamente clase media que anhela volver a un sistema de crecimiento personal. También los sectores económicos más acomodados que, como los mercados, traducen el rigor militarista del postulante como el poder para llevar adelante un ajuste único que cuadre los números anarquizados del país. En su mayoría son varones, debido a la verba sexista del candidato. Pero hay, sin embargo, mujeres que lo respaldan por aquellos otros motivos, y también abreva de las bases más pobres que se identifican con su nacionalismo, incluso del PT.
Ese trasfondo explica los números de ayer. La vara ha quedado muy complicada para Fernando Haddad. El delfín de Lula buscó escapar del pantano que hunde a su partido y a su líder y constituirse en una figura seductora para el centro político. No advirtió que ese espacio se ha diluido en el furor de esta crisis de múltiples rostros.
Suponer que todo cambiará en el balotaje, es una especulación compleja. En 2002, en Francia, el neofascista Jean-Marie Le Pen quedó a un milímetro de ganarle al conservador Jacques Chirac que lo venció por apenas tres puntos (19,8% a 16,8%). La amenaza de un gobierno ultranacionalista y racista impulsó una alianza única de todos contra Le Pen y el saldo de la segunda vuelta fue de 82,2% a 17,1% a favor de Chirac. Pero aquellos eran otros tiempos, cuando esos extremismos aparecían excepcionales y la confianza en la política estaba herida pero se mantenía aún en pie.