Debates latinoamericanos. Indianismo, desarrollo, dependencia, populismo V

No crean a los ambientalistas románticos, todo el que se opone al desarrollo del país es un terrorista.
Rafael Correa, diciembre de 2 007.



Capítulo 2
Debates sobre el desarrollo

No crean a los ambientalistas románticos, todo el que se opone al desarrollo del país es un terrorista.
Rafael Correa, diciembre de 2 007.

Son numerosos los desafíos, las paradojas y las ambivalencias que hoy
.ilronta el pensamiento latinoamericano, vinculado tanto al proceso de
.imbientalización de las luchas sociales como, de manera más precisa, a las
vertientes más radicales y creativas del pensamiento crítico. Por ello inicía­
le este capítulo sobre las perspectivas actuales sobre el desarrollo plantean­
do un recorrido tanto por las miradas dominantes sobre el tema así como
por la crítica al extractivismo. A continuación, abordaré los diferentes
i onceptos-horizonte que se debaten en el marco de esta nueva gramática
política: “bienes comunes”, “ética del cuidado”, “Buen Vivir”, “derechos
d> la naturaleza”, entre otros. Me detendré también en los aportes de la
antropología contemporánea sobre los modelos locales de relación con la
naturaleza, para contraponerlo con el modelo hegemónico, basado en una
oinología dualista. Finalmente, cerraremos con una aproximación a la idea
de transición y posextractivismo.

I >cbate 1: Visiones en pugna y crítica del extractivismo
I ni perspectivas dominantes
I n páginas anteriores se ha señalado que a partir del año 2000 Amérim l atina ha venido transitando por un cambio de época. Más allá de la

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latinoamericanos

gran expectativa generada, sobre todo en países como Bolivia, Venezuela y
Ecuador, la apertura de un nuevo ciclo político encontró severas limitacio­
nes y crecientes frentes de conflicto. Por un lado, gracias al boom de los pre­
cios internacionales de las materias primas, los diferentes gobiernos se en­
contraron ante una coyuntura económica sumamente favorable, un nuevo
ciclo basado en la exportación masiva de commodities, el cual combinaba
rentabilidad extraordinaria y ventajas económicas comparativas. Por otro
lado, los impactos territoriales de los proyectos extractivos, al servicio de la
exportación masiva de commodities, produjeron un aumento exponencial
de la conflictividad socio-ambiental, generando importantes resistencias
en los territorios. En ese contexto de creciente conflictividad, asistimos a
una problematización de lo que se entiende por desarrollo.
En la actualidad, el presente latinoamericano refleja diferentes tendel i
cias políticas e intelectuales. En primer lugar, están aquellas posiciones he
gemónicas que dan cuenta del retorno del concepto de Desarrollo, asociado
a una visión productivista, al crecimiento indefinido y a la mercantilizacion
de la naturaleza, que incorpora conceptos de resonancia global (Desarrolla
sustentable o Sustentabilidad, en su versión débil, Responsabilidad Social
Empresarial, gobernanza), al tiempo que busca sostenerse a través de una n
tórica supuestamente industrialista. En esta línea debemos distinguir empero
entre la perspectiva neoliberal y aquella neoestructuralista.
La perspectiva neoliberal se apoya sobre cuatro nociones fundamenta
les: “c o m m o d itie s‘Responsabilidad Social Empresarial” (RSE), “sustenta
bilidad débil” y “gobernanza”. Ciertamente, los bienes comunes natuiali ■.
son considerados commodities, esto es, productos estandarizados, con es< a
so valor agregado, orientados a la exportación, cuyo precio es determinado
en el mercado internacional. Su visión del desarrollo se asienta sobre la
idea de un Estado subordinado al mercado y, sobre todo, a las instan» la»
de regulación hoy supranacionales (esto es, un “Estado metarregulador”)
Otro elemento ma/or es el discurso de la RSE, una idea promovida pni
las grandes corporaciones y los Estados nacionales, que parte de un do
ble reconocimiento: el primero, que las corporaciones constituyen el a» mi
por excelencia de ks economías globalizadas; el segundo, que éstas deben
enfrentar conflictos con las poblaciones locales, vinculados a los impai iiih
y riesgos —sociales, económicos, ambientales- que generan dichas a< nvl
dades económicas. A su vez, la RSE viene acompañada por el concepto

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de “gobernanza”, como dispositivo micropolítico de resolución de con­
flictos, de carácter multiactoral. En dicho esquema se promueve la idea
de una supuesta “simetría” entre los actores involucrados, donde el propio
listado -e n sus diferentes niveles- aparece como un actor más (Svampa,
2008). Además de ello, intervienen otros actores -especialistas, periodistas,
mediadores simbólicos, entre otros—, que contribuyen a espesar la trama
actoral en el proceso de “producción sociodiscursiva” (Antonelli, 2014)
con el objeto de obtener la aceptación y la “licencia social” de las comuni­
dades. Por último, la perspectiva neoliberal promueve una visión débil del
desarrollo sustentable. Con ello nos referimos, tal como sostiene Eduardo
( iudynas, a que “se acepta la crisis ambiental actual y se postula que es
necesario promover un desarrollo que no destruya su base ecológica. Pero
ésta es una postura que considera que el desarrollo responde directamente
.il crecimiento económico, y que los cambios se procesan en especial en el
marco del mercado, aceptando distintas formas de mercantilización de la
Naturaleza, y aplicando innovaciones científico-técnicas” (2 0 1 2 ).
En cuanto a la perspectiva neoestructuralista, ésta parte del reconoi imiento que la acumulación se sostiene en el crecimiento de las exportat iones de commodities o bienes primarios. Así lo expresaba el brasileño L.
dresser-Pereira (2010) quien escribió sobre la vuelta al neodesarrollismo,
M'luilando que “en la era de la globalización, el crecimiento liderado por las
i xportaciones es la única estrategia sensata para los países en desarrollo”.
I os argentinos Mariano Feliz y Emiliano López (2012), así como Marcelo
Suguier y Guillermo Peinado (2014), han asociado el neoestructuralismo
i ou los gobiernos progresistas a partir de la convergencia entre retórica anII neoliberal y globalización comercial y financiera, vista esta última como
lina oportunidad para las economías de América Latina. En esta línea, el
nmestructuralismo “progresista” enfatiza las condiciones privilegiadas que
nlicce América Latina en la actual fase, en términos de “capital natural” o
di recursos naturales estratégicos, demandados por el mercado internacion,il, muy especialmente China. Al mismo tiempo, desliza una concepción
•ubre los bienes naturales que instala una ambigüedad entre la noción de
i wnmodities y aquella de recursos naturales estratégicos. Ciertamente, si
bien la política de desarrollo se orienta al crecimiento de las exportaciones,
iiimbién apunta a un control mayor por parte de los Estados de la renta
i xi tactiva, sobre todo en materias de hidrocarburos y energía.

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Ahora bien, existen claras conexiones, tópicos y marcos comunes
entre el neoestructuralismo progresista y la perspectiva neoliberal, aun si
ambos establecen también notorias diferencias en relación al rol del Esta­
do y las esferas de democratización. Ciertamente, en la visión progresista,
el Estado posee un rol diferente al que podemos encontrar en gobiernos
neoliberales o conservadores. En este aspecto, no es posible desdeñar la
recuperación de ciertas herramientas y capacidades institucionales por
parte del Estado, el cual ha vuelto a erigirse en un actor económico re­
levante y, en casos, en un agente de redistribución. Sin embargo, esta
concepción estatalista encuentra límites: en el marco de las teorías de la
gobernanza mundial, que tienen por base la consolidación de una nueva
institucionalidad basada en marcos supranacionales o metarreguladorc.s,
la tendencia no es precisamente que el Estado nacional devenga un “me
gaactor”, o que su intervención garantice cambios de fondo en los ins
frumentos de regulación. Al contrario, la hipótesis de máxima apunta a
retorno de un Estado moderadamente regulador, capaz de instalarse ei
un espacio de geometría variable, esto es, en un esquema muítiactoril
(de complejización de la sociedad civil, ilustrada por movimientos soda
les, O N G y otros actores), pero en estrecha asociación con los capitula
privados multinacionales, cuyo peso en las economías nacionales es cadl
vez mayor. De este modo, aunque el planteo progresista sea heterodoxo \
se aparte del neoliberalismo en cuanto al rol orientador del Estado, csi.
lejos de cuestionar la hegemonía del capital transnacional en la economL
periférica (Feliz, 2012: 24-27).
Por otro lado, la visión neoestructuralista comparte con la perspei
tiva neoliberal e principio de “sustentabilidad débil”. Esto aparece vm
culado al hecho de que en América Latina gran parte de las izquieulu
y del progresismo populista han sostenido tradicionalmente una visiól
productivista del desarrollo, que privilegia una lectura en términos di .
conflicto entre capital y trabajo, y tiende a minimizar las nuevas ludid
sociales centradts en la defensa de la tierra y el territorio. En este ni .mi
político-ideológico dominado por la visión productivista, tan refi.u i >i
ria a la preocupición y cuidado de la naturaleza, la actual dinánin i di
desposesión se convierte en un punto ciego, no conceptualizable l’u
último, más alláde las diferencias entre los regímenes políticos hoy rxl« 1
tentes sean conservadores neoliberales o progresistas, es posible oIimtv #1*

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un “consenso” sobre el carácter irresistible de la inflexión extractivista,
el cual terminaría por funcionar como un umbral u horizonte históricocomprensivo respecto de la producción de alternativas, suturando de este
modo la posibilidad misma de un debate. La aceptación -tácita o explíci­
ta - de dicho “consenso” neodesarrollista contribuye a instalar un nuevo
escepticismo o ideología de la resignación que refuerza, en el límite, la
“sensatez y razonabilidad” de un capitalismo progresista, imponiendo la
idea de que no existirían otras alternativas al actual estilo de desarrollo
extractivista. En consecuencia, todo discurso crítico u oposición radical
terminaría por instalarse en el campo de la antimodernidad, la negación
del progreso o simplemente en el de la irracionalidad y el fundamentalismo ecologista.
En suma, la idea hegemónica de desarrollo es el producto de la con­
vergencia entre un paradigma extractivista, asociado a la reprimarización
y comoditización de la economía, y una visión tradicional, cuyo rasgo sa­
liente continúa siendo el productivismo y la competitividad a ultranza,
conceptos apenas rejuvenecidos por la utilización siempre oportuna y lábil
de ciertas categorías globales (sustentabilidad, RSE, gobernanza). Así las
cosas, el actual escenario ilustra no sólo un persistente acoplamiento eni re extractivismo y neoliberalismo, expresado de manera emblemática por
Perú, Colombia o México, sino también entre extractivismo y gobiernos
progresistas, como sucede en Bolivia, Brasil, Ecuador y Argentina, entre
otros países.

/a crítica a l extractivismo
Son numerosas las perspectivas críticas que hoy recorren el escenario lati­
noamericano respecto de los modelos de desarrollo vigentes. Entre otras,
rxiste una perspectiva ambiental integral, ligada a la noción de sustentahllidad fuerte y el posdesarrollo; una perspectiva indigenista, con énfasis
rn el Buen Vivir; una perspectiva ecofeminista, asociada a la ética del cuiiitillo y la despatriarcalización; una perspectiva ecoterritorial, vinculada a
I’”, movimientos sociales, que enfatiza el concepto de territorialidad, la
i tilica al maldesarrollo y la defensa de los bienes comunes. Más allá de las
ti Herencias, todas estas perspectivas se basan en una crítica al extractivismo.

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La categoría de extractivismo o neoextractivismo recorre hoy tanto la
bibliografía crítica como el lenguaje de los movimientos socioterritoriales.
Desde mi perspectiva, más allá de los matices existentes, el extractivismo
‘actual’ puede ser caracterizado por la presencia de diferentes elementos. En
primer lugar, refiere a un patrón de acumulación basado en la sobreexplota­
ción de bienes naturales, cada vez más escasos, en gran parte no renovables,
así como en la expansión de las fronteras de explotación hacia territorios an­
tes considerados como improductivos. En segundo lugar, se caracteriza por
la exportación de bienes primarios a gran escala, entre ellos, hidrocarburos
(gas y petróleo), metales y minerales (cobre, oro, plata, estaño, bauxita, zinc,
entre otros), productos agrarios (maíz, soja y trigo) y biocombustibles. En
tercer lugar, los emprendimientos tienen una gran escala, la cual nos advierte
sobre la envergadura de las inversiones, pues se trata de megaemprendimicn
tos, capital-intensivos y no trabajo-intensivos, así como del carácter de los
actores intervinientes -e n general, de grandes corporaciones transr.aciona
les-. En cuarto lugar, el extractivismo presenta una determinada dnámii .1
territorial cuya tendencia es el avance constante y la ocupación intensiva
del territorio, a través de formas ligadas al monocultivo o la monoprothu
ción, entre cuyas consecuencias se halla el desplazamiento y/o destrucción
de otras formas de producción (economías locales/regionales). En erecto, lo
que suele denominarse como el neoextractivismo desarrollista combina la
dinámica de enclave y la fragmentación territorial (escasa producción de en
cadenamientos endógenos relevantes, que favorezcan un modelo deintegia
ción territorial y regional), con la dinámica del desplazamiento (disecación
de las economías locales tradicionales y expulsión de poblaciones) lo cniil
tiende a colocar a las grandes empresas, que poseen una proyección global,
en el rol de actor social total en el marco de las sociedades locales. Definido
de este modo, el extractivismo actual abarca algo más que las acivitl.i* b *
consideradas tradicionalmente como extractivas. Además de la megiminn la
a cielo abierto, incluye la expansión de la frontera petrolera y enen¡éti< a la
través de la explotación de los hidrocarburos no convencionales, sea off Jw ff
o con la tan cuestionada metodología de la fractura hidráulica o fra'kiny), la
construcciói de grandes represas hidroeléctricas (por lo general, a)servil lu
de la producción extractiva), así como la expansión de la frontera >cm | iu i a
y forestal; por último, la expansión del modelo de agronegocios iiilimt»
transgénico;, como la soja, la hoja de palma y los biocombustibles)

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Otro concepto que cuestiona la visión hegemónica del desarrollo es el
de Consenso de los Commodities (Svampa, 2013), el cual subraya el ingre­
so de América Latina a un nuevo orden económico y político-ideológico,
sostenido por el boom de los precios internacionales de las materias primas
y los bienes de consumo demandados cada vez más por los países cen­
trales y las potencias emergentes. Este orden va consolidando un estilo
de desarrollo neoextractivista que genera ventajas comparativas, visibles
en el crecimiento económico, al tiempo que produce nuevas asimetrías y
conflictos sociales, económicos, ambientales y político-culturales. Dicha
conflictividad marca la apertura de un nuevo ciclo de luchas, centrado en
la defensa del territorio y del ambiente, así como en la discusión sobre los
modelos de desarrollo y las fronteras mismas de la democracia.
Desde el punto de vista económico, el Consenso de los Commodities
se ha ido traduciendo por un proceso de reprimarización de la economía,
visible en la reorientación hacia actividades primario extractivas, con escaso
valor agregado. Asimismo, dicho “efecto de reprimarización” es agravado
por el ingreso de China, potencia que de modo acelerado va imponiéndose
como socio desigual, en toda la región latinoamericana (Svampa y Slipak,
2015). Desde el punto de vista social, el Consenso de los Commodities
i onlleva la profundización de la dinámica de desposesión y concentración
de tierras, recursos y territorios, que tiene como actores principales a las
grandes corporaciones, en una alianza multiescalar con los diferentes go­
biernos.
Un tercer concepto crítico en el de maldesarrollo.2 Ciertamente, por
mi escala, el extractivismo actual produce fuertes reconfiguraciones del teiritorio.3 No se trata solamente de la emergencia de una territorialidad
rx» luyeme respecto de otras territorialidades subalternas, que quedan su­
mergidas o dislocadas, sino también de la degradación de los territorios, de
11 ■I' •arrollo insustentables en el mediano y largo plazo, es decir, de modelos
ili maldesarrollo, que suponen la radicalización de una situación de injusti•i.i ambiental y, por ende, la expansión de zonas de sacrificio. Con el paso
•b I liempo, lo que queda para las comunidades locales son los impactos
ambientales y sociosanitarios, territorios convertidos en áreas de sacrificio,
lugai donde también los cuerpos y las vidas mismas devienen descartables
V mu rificables.

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Finalmente, una de las consecuencias de la actual inflexión extractivista,
en el marco del Consenso de los Commodities, es la explosión de conflictos socioambientales, ligados al acceso y control de los recursos o bienes naturales,
que involucran, por parte de los actores enfrentados, intereses y valores di
vergentes en torno de los mismos, en un contexto de asimetría de poder. Un
ejemplo emblemático es la megaminería, una de las actividades más resistidas
a lo largo del continente.4 Las crecientes resistencias dan cuenta de una poten
ciación de las luchas ancestrales por la tierra, de la mano de los movimientos
indígenas y campesinos, así como del surgimiento de nuevas formas de móvil i
zación y participación ciudadana, centradas en la defensa de los recursos natu
rales (definidos como bienes comunes), de la biodiversidady el ambiente. Esta
activación de otros lenguajes de valoración del territorio ha dado lugar a un
giro ecoterritorial, esto es, a la emergencia de una gramática común que ilusiu
el cruce innovador entre matriz indígeno-comunitario, defensa del territorú >
y discurso ambientalista. En esta línea, el giro ecoterritorial no es exclusivo 11< los países con fuerte presencia de pueblos originarios, sino que abarca gi.m
parte de América Latina, donde se han venido multiplicando las resisteiu mu
campesino-indígenas y los movimientos socioterritoriales y ambientales. 1 '.I ii'
sultado es la emergencia de un nuevo entramado organizacional, en el cual M
destacan organizaciones indígenas-campesinos, movimientos socioambimi.i
les de tipo asambleario, ON G ambientalistas, redes de intelectuales crítico,i y
expertos, colectivos culturales. Como suele suceder en otros campos de luche
esta dinámica organizacional tiene como actores centrales a las mujeres, cuvn
rol es crucial tanto en las grandes estructuras organizacionales como en Ion
pequeños colectivos. Esta pluralidad de actores abre las puertas a un diálogo
y valorización de saberes: entre, pir un lado, el saber experto crítico, indi
pendiente de los poderes dominantes (económico, político y mediático) , pm
otro lado, los saberes locales, muy especialmente, los saberes ancestrales di ial¿
campesina-indígena. Así, las luchas ecoterritoriales apuntan a la expansión di
las fronteras del derecho al tiempo <]ue expresan una disputa societal alrcdedál
a lo que se entiende o debe entendffse por “verdadero desarrollo” o “des...... lio
alternativo”. Impulsan un nuevo leaguaje de valoración y de derechos, a uavH
de la sanción de leyes y normativas,incluso de marcos jurídicos que apuntan a
la construcción de una nueva instiucionalidad política y socioambiental.
En consecuencia, el actual escenario refleja dos tendencias coiiltail
tantes. Por un lado, aquella propia del discurso hegemónico, a través dv|

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375

retorno del concepto de desarrollo como gran relato, en sentido fuerte
y hegemónico, sostenido por el discurso fáctico de las ventajas compa­
rativas. Sea en el lenguaje crudo de la desposesión (visión neoliberal)
como en aquel que apunta al control del excedente por parte del Estado
(progresismo desarrollista o neoestructuralismo) en los diferentes países
latinoamericanos, el modelo de desarrollo se apoya sobre un paradigma
extractivista, vinculado a la idea de “oportunidades económicas” o “ven­
tajas comparativas”. Por otro lado, la crítica al extractivismo se enlaza
con el giro ecoterritorial, visible en la emergencia de marcos comunes
de la acción colectiva, que funcionan como esquemas de interpretación
global y como productores de una subjetividad colectiva alternativa. Al
mismo tiempo, la crítica busca colocar en debate conceptos-horizonte:
sea en un lenguaje de defensa del territorio y de los bienes comunes, de
los derechos humanos, de los derechos colectivos de los pueblos origina­
rios, de los derechos de la naturaleza o del “Buen Vivir”, la acción de las
poblaciones movilizadas se inscribe en el horizonte de una democracia
participativa, que incluye por sobre todas las cosas la democratización de
las decisiones.

I )ebate 2: Las disputas en torno a los conceptos-horizonte
I n este apartado quisiera presentar algunos de los conceptos propositiv<>s que abandonan explícitamente la idea hegemónica de desarrollo ligada
,il crecimiento indefinido. Estos conceptos constituyen lo que he venido
ili nominando como categorías-horizonte, entre ellas, “bienes comunes”,
“ética del cuidado”, “Buen Vivir” y “derechos de la naturaleza”. En lo que
sigue, haré un recorrido por algunos de los núcleos problemáticos que atra­
viesan las discusiones.

lUenes comunes, ética del cuidado o mercantilización de la naturaleza
Uno de los debates que atraviesa el tema de los modelos de desarrollo es
lii i ótica a la creciente mercantilización de la naturaleza y la propuesta de
pensar los bienes naturales como bienes comunes. La misma cobra mayor

376 -v

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latinoamericanos

ur8 entia cua11^ 0 se observa que, a nivel internacional, el paradigma del
desartqiQ su.stentable busca ser sustituido por el paradigma de la economía
verde.
Hio de l°s grandes impulsores de la economía verde es Brasil, actor
crucia] en ej ,subcontinente. Durante la Conferencia de la Naciones Unidas
sobre q p)es;arrollo Sostenible (Río de Janeiro-Brasil, 2012) se consensuó
un doiumen[to final, titulado “El futuro que queremos”, donde se expresa
que b econo mia verde, en el contexto del desarrollo sostenible y la erradi­
cación^ ja pobreza, es uno de los instrumentos más importantes disponi­
bles para lograr el desarrollo sostenible y que podría ofrecer alternativas en
cuanto a forrnulación de políticas, pero no debería consistir en un conjun­
to dei^rma^ rígidas (Svampa y Viale, 2014).
r e a li c é , el paradigma de la economía verde implica una profun­
dizad^ jg jla mercantilización de la naturaleza, lo cual traerá consigo la
acentu^cj¿ n
los daños y las desigualdades, incrementando tanto la apro­
piación
j0 ,s territorios de las comunidades locales e indígenas por parte
de emf¡resas transnacionales como los efectos adversos del neoextractivism o. Gimo a [firma la investigadora brasileña Camila Moreno, el objetivo
es convertj r al los elementos y procesos de la naturaleza en objetos de conv
Pra y ‘W a , jiniciándose una nueva etapa de privatización de la naturileza
nunca ^ntes yásta, que comienza con los bosques a través de los mecanismos
de REI)d +) que se irá extendiendo al agua y a la biodiversidad. Como
respuesta a j a crisis, el sistema capitalista “revierte todos los bienes com jncs
de la n.imral ,eza, incluido el derecho a la vida; redobla su control sabir
los territorios¡5) y convierte al carbono en un nuevo commodity” (Moreno,
2 0 1 3 ) •A.demlás, al enmascarar el extractivismo, la economía verde tiende
a exacer[jari 0 pues éste constituye un avance en el proceso de cercamimiu
de lo c^niún1”» clue abarca desde la privatización de lo público a todas la*
formas i|e y j^ a . No por casualidad una gran cantidad de organizadores y
moviiTGntos sociales rechazaron la estrategia de la economía verde, a l.i
cual rebautizaron como “capitalismo verde”, por considerar que, lejes dr
representar LUn cambio positivo, se orienta a una mayor mercantilizadón
de la na^uraie :za.
En i: 0 n tr;aste con esta tendencia, desde los movimientos de resisteicí.i.
tanto en jos pjaíses del Sur como del Norte se ha venido consolidanto el
concepta,
‘“bienes comunes” (commons, en inglés), el cual aparece Imy

Maristella S vampa ———————————————————— 377
como uno de las claves en la búsqueda de un paradigma alternativo, más
allá del mercado y del Estado .5 Ciertamente, como señala Subirats (2 0 1 1 ),
el resurgimiento de dicho interés por lo común (“procomún”, en lenguaje
ibérico), a partir de perspectivas científicas y disciplinares diversas -q u e
incluyen desde el cambio climático, las ciudades, los bienes comunes di­
gitales, la protección del agua, las semillas, la producción científica, el pa­
trimonio cultural, entre otros-, coincidió además con el reconocimiento
de la labor de la economista Elinor Ostrom (Premio Nobel de Economía,
2009), quien otorgaba especial atención a la existencia de espacios y bienes
comunales.
Hay que destacar, empero, los matices: mientras que en los países del
norte la gramática de lo común se define en favor de lo público, esto es, en
contra de las políticas de ajuste y privatización (el neoliberalismo), contra
la expropiación del saber y la nueva economía del conocimiento (el capita­
lismo cognitivo y sus formas de apropiación) y sólo más recientemente en
contra del extractivismo (particularmente, contra la utilización de la frac­
tura hidráulica o fracking), en nuestros países periféricos, esta gramática
de lo común se focaliza más bien contra las variadas formas del neoextraclivismo desarrollista, lo cual abarca procesos de acaparamiento de tierras,
la privatización de las semillas y la sobreexplotación del conjunto de los
bienes naturales.
Por otro lado, en estas latitudes la discusión sobre el concepto de bie­
nes comunes se despliega en dos registros diferentes. En un primer nivel,
está la cuestión de la desmercantilización. Esta remite a la necesidad de
mantener fuera del mercado aquéllos recursos y bienes que, por su cai.U ter de patrimonio natural, social, cultural, pertenecen al ámbito de la
lomunidad y poseen un valor que rebasa cualquier precio. En América
I atina este registro aparece íntimamente asociado a los bienes naturales
v las luchas contra el extractivismo. De modo que los bienes naturales no
•am comprendidos como commodities, esto es, como pura mercancía, pero
tampoco exclusivamente como recursos naturales estratégicos. Por encima
iIr las diferencias, uno y otro lenguaje imponen una concepción exclusi­
vamente utilitarista, que implica el desconocimiento de otros atributos y
valoraciones -que no pueden representarse mediante un precio de mercalio En consecuencia, la noción de bienes comunes no implica solamente
im rechazo a la lógica de los commodities sino también apunta a colocar en

378

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latinoamericanos

debate la visión estatalista de los “recursos naturales”, sobre la base de la
construcción de un “tipo de territorialidad” que apunta a la protección de
“lo común” (patrimonio natural, social y cultural).6
Por otro lado, el segundo registro refiere a que el paradigma de los
bienes comunes se basa en la producción y reproducción de lo común.
Esto plantea una mirada diferente sobre las relaciones sociales, a partir
de la configuración o emergencia de espacios y formas de cooperación
social, de uso y goce común, que van en el sentido de lo que en 2007
el mexicano Gustavo Esteva caracterizaba como “ámbitos de común i
dad ”.7 En esta línea, son diversos los aportes que pueden reseñarse. Por
ejemplo, la ensayista mexicana Raquel Gutiérrez lo entiende más bien
como un horizonte político popular-com unitario que apunta a “coloca i
la reproducción de la vida social como núcleo para la inteligibilidad cie­
lo político, de los caminos colectivos para la conservación y la eran»
formación social. Los horizontes comunitarios tienen como punto tic
partida, así como objeto principal de atención, la conservación, tran»
form ación satisfactoria y despliegue de la reproducción social” (Guiíi
rrez, 2 0 1 5 ). Asimismo, desde una mirada compenetrada con la realúLil
latinoamericana, el belga Fran^ois Houtart asocia los bienes comuiu’i
con el bien común de la hum anidad, por su carácter más general, el cual
implica los fundamentos de la vida colectiva de la humanidad sobre 1 1
planeta: la relación con la naturaleza, la producción de la vida, laorp.a
nización colectiva (la política) y la lectura, la evaluación y la e x p r imi
de lo real (la cultura). Sin embargo, no se trataría de un patriruoniotI
sino de un “estado” (bien estar, bien vivir) resultado del conjunto <1*
los parámetros de la vida de los seres humanos, hombres y mujeics, ni
la tierra (Houtart, 2 0 1 1 : 8 ). En definitiva, el bien común de la …….i
nidad es l i vida y su reproducción.
Otro aporte interesante es el propuesto por el filósofo chileno I i.ui»
Hinkelammert, quien ha desarrollado criterios para la construcción Ir un»
racionalidad reproductiva de la vida “que no sustituye ni elimina la tai lu>
nalidad medio-fin sino que la subordina, brindando así elementos nini la
creación de alternativas y la construcción de lo que él llama una V» o tiin n
para la vida”’ (Hinkelammert y Mora, 2005). Desde la perspectiva dclá
n o m íap an la vida, el sentido del trabajo humano es producir valo>r d* É l
o medios de vida; los sistemas de organización y división social del 11 a m|i

379

evalúan como racionales sólo si posibilitan la reproducción de la vida en el
tiempo. “La piedra angular es el ser humano como necesitado y la necesaria
reproducción de sus condiciones materiales de vida”. En el examen de la
reproducción de la naturaleza exterior y del ser humano es importante con­
siderar “los valores de no uso, que también son condiciones de existencia y
posibilidad de reproducción del sistema de la vida. Exige superar la perspec­
tiva del valor-trabajo y examinar la del valor-vida” (ibídem).
Por último, hay que destacar la afinidad electiva entre la gramática de
los bienes comunes, centrada en la reproducción de la vida, y la ética del
cuidado. El ecofeminismo y la economía feminista8 destacan el paralelismo
entre la explotación de la mujer y la de la naturaleza, a través del trabajo
reproductivo, invisibilizado y no reconocido. Con ello se hace referencia
a aquellas tareas asociadas a la reproducción humana, la crianza, la reso­
lución de las necesidades básicas, la promoción de la salud, el apoyo emo­
cional, la facilitación de la participación social; en fin, todo aquéllo que
liene que ver con la cultura o el trabajo del cuidado (León, 2009). El ecoleminismo plantea la eliminación de la marginación femenina mediante el
reconocimiento social de los valores atribuidos a las mujeres y la necesidad
de extender la presencia social de esos valores, ligados a la ética del cuida­
rlo, como el cimiento de un nuevo paradigma que cambie el estado actual
tic las relaciones entre el ser humano y la naturaleza. Estos valores tienen
que ver con el cuidado, el cual es considerado el fundamento de una ética
ilílerente, basada en la responsabilidad (Gilligan, 1982), y como la virtud
Irinenina por excelencia (Puleo, 2011).
Ahora bien, existen diferentes corrientes dentro del ecofeminismo,
que incluyen desde el feminismo diferencialista o identitario, que natura­
liza la relación entre mujer y naturaleza, hasta el ecofeminismo construcIivista (Puleo, 2011; Svampa, 2015b),9 que concibe dicha relación como
una construcción histórico-social, ligada a la división sexual del trabajo.
I >rs ilc h relación “mujer-naturaleza”, pues la clave sigue siendo el campo de
li ahajo y la separación entre la producción y reproducción de lo social.
I1', rsta vertiente del ecofeminismo la que nos interesa a la hora de leer el
vi oíeminismo de la supervivencia, tan ligado a la ecología popular propia
ili Ins países del Sur. 10

380

D ebates

latinoamericanos

En efecto, son diversas las autoras que refieren a un feminismo del Sur
ligado a la corriente de la ecología popular, y al cual algunos denominan
como “ecofeminismo de la supervivencia” (Vandana Shiva) ,11 pues éste es­
taría vinculado a la experiencia diversa de las mujeres en la defensa de la
salud, la supervivencia, el territorio, lo cual hizo que naciera la conciencia
de que existen vínculos sólidos entre género y ambiente, mujeres y ambientalismo, feminismo y ecología. El ecofeminismo de la supervivencia
buscaría la orientación del vínculo entre hombres y mujeres con la natu­
raleza a partir de la coparticipación de ambos géneros. Esto implica aban­
donar la concepción del yo “como un sujeto autónomo, que se construye
a sí mismo, al subrayar su separación de los demás, sustituyéndolo por un
sujeto relacional, que se reconoce distinto de los demás y de la naturaleza,
pero que a su vez reconoce la continuidad con ellos” (H. Ramírez García,

2012).
Dicho de otro modo, en el contexto de las actuales resistencias al extractivismo, el lenguaje de valoración de las mujeres enmarcado en la cul­
tura del cuidado tiende a plantear las relaciones sociales desde otra lógica
y otra racionalidad, cuestionando el hecho capitalista desde el reconoci­
miento de la ecodependencia y la valoración del trabajo de reproducción
de lo social. Muy especialmente, en su versión libre de esencialismos, el
ecofeminismo contribuye a aportar una mirada sobre las necesidades so
cíales, no desde la carencia o de una visión miserabilista, sino desde el
rescate de la cultura del cuidado como inspiración central para pensar un.i
sociedad social y ecológicamente sostenible, a través de valores como l.i
reciprocidad, la cooperación, la complementariedad (Pascual Rodríguez y
Herrero López, 2010).

Buen Vivir: polém icas y avatares de una idea fu erza
E l Vivir Bien es recuperar la vivencia de nuestros puf
blos, recuperar la Cultura de la Vida y recuperar nur\
tra vida en completa armonía y respeto mutuo on la
madre naturaleza, con la Pachamama, donde lulo t»
vida, donde todos somos uywas, criados de la natunlrra
y del cosmos. Todos somos parte de la naturaleza y mi

M aristella S vampa ------------------------------------------------------------ 381
hay nada separado, y son nuestros hermanos desde Las
plantas a los cerros.
David Choquehuanca, canciller
del Estado Plurinacional de Bolivia.

E l Buen Vivir es un concepto plural, tanto por su matriz
cultural, como por la necesidad de ajustarse a diferentes
marcos ambientales.
Eduardo Gudynas y Alberto Acosta, 2011.

Uno de las temas más convocantes que recorre el pensamiento crítico lati­
noamericano y ha otorgado una mayor vitalidad al actual giro ecoterritorial
es el del “Buen Vivir”, “ Sum ak Kawsay o “ Sum a Q am aña , en quechua
y aymara respectivamente. Aunque vinculado a la cosmovisión indígena
andina, dicho concepto rápidamente ha cobrado resonancias continentales
y globales. Tal es así que sería imposible tratar de resumir o siquiera siste­
matizar los ingentes aportes que circulan hoy sobre la temática del Buen
Vivir (BV). El antropólogo David Cortes, de Ecuador, quien ha venido
trazando la genealogía del Buen Vivir -indagando acerca de cuándo surgió
el concepto, cuáles son sus fuentes, quiénes sus enunciadores, si representa
0 no una alternativa al desarrollo—, sostiene que no hay registro explícito
de estos términos anteriores al año 2 0 0 0 , ni tampoco se hallan referencias
en ninguna crónica ni diccionario de lengua quechua o aymara. En sus
diferentes versiones, el BV es, por ende, una construcción histórico-social
reciente, pero que asienta su significado en la memoria larga, esto es, en
la lógica de las comunidades de los pueblos originarios, en su cosmovisión
relacional y comunitaria, la cual se contrapone a la moderna lógica occi­
dental.
Las referencias explícitas al BV aparecen hacia el año 2000, en Bolivia,
de la mano de intelectuales indígenas como Simón Yampara o filósofos
indianistas como Javier M edina ;12 y hacia 2001, en Ecuador, con el econo­
mista Alberto Acosta y el dirigente indigenista Carlos Viteri, de los pueblos
luchuas de Sarayaku. Uno de los intentos más interesantes por sistematizar
1is diferentes voces y conceptualizaciones sobre el Buen Vivir fue publicado
en Bolivia en 2011 por Ivonne Farah y Luciano Vasapollo, coordinadores
de la obra que planteaban en la introducción tres vías de acceso al concep­

382

D ebates

latinoamericanos

to; primero, aquella que apuntaba a una definición filosófica que oponía
el paradigma occidental y el indígena, pero consideraba que el BV es “la
complementaridad de opuestos en territorialidades bien definidas” (Javier
Medina); aquella otra que conectaba el BV a las aspiraciones de los sectores
subordinados y en lucha (Houtart, definiéndolo como “bien común de la
humanidad”); por último, aquella que subraya la dimensión ambiental,
a partir del planteo de otra visión de la naturaleza (Gudynas y Acosta) .13
El tema encuentra un impulso mayor en el marco de los debates cons­
tituyentes de Bolivia y Ecuador. En ese contexto, el BV aparece como una
superficie amplia sobre la cual se han ido inscribiendo diferentes sentidos
emancipatorios, donde lo comunitario-indígena constituye, a la vez, el
marco inspirador y el núcleo común. Sin embargo, mientras en Ecuadoi
la filosofía del BV se recreaba como un concepto plural, dotándose de un
largo linaje (que iba de Aristóteles hasta el ecosocialismo y el ecofeminis
mo), en Bolivia tenía un uso más restringido, ya que sólo se lo ligaba a l.i
visión de los pueblos originarios. Por ejemplo, para Magdalena León, l.i
noción de BV se sustentaba “en reciprocidad, en cooperación, en comple
mentariedad” e implicaba un desplazamiento desde la acumulación a lu
vida. La autora liga también el “Buen Vivir” con una visión ecofeminisi.i
de cuidado de la vida, del otro (León, 2009).
En esta línea, gran parte de los analistas coincide en afirmar que el BV
es un “concepto en construcción” que se inserta en un espacio de dispute
con lo cual desde los inicios existía ya el riesgo de vaciamiento o vamiin
zación. El reconocimiento de tal disputa nos permite establecer diferente*
momentos alo largo de estos quince años transcurridos. Con posterioml.nl
a los procesos constituyentes y al menos hasta 2 0 1 0 , la reivindicaciór del
B V conllevaba una crítica radical al programa moderno del desarrollo v.
por ende, ur. cuestionamiento a la modernidad occidental y a la colcni i
lidad (del poder y del saber), en clave de defensa de la Pachamama. 1iibfi
así un cierto consenso acerca de que el B V planteaba caminos alterna ivu*
a la vía más convencional del desarrollo, lo cual abría una posibilidal de
salida del modelo primario exportador y, posteriormente, de lo que ¡crin
denominado como “extractivismo”, más allá de las dificultades de tradu n
lo en políticas públicas concretas. Así, por ejemplo, en Bolivia el BV eitcr
gía como una suerte de aspiración opuesta a la cosmovisión occkhn.il
dominante, ;egún lo expresaba de modo paradigmático el canciller 1 avid

M aristella S vampa

383

Choquehuanca, reconocido intelectual aymara, muy ligado al mundo de
las O N G , quien promovió la introducción de la idea del Buen Vivir en la
Constitución boliviana (Albo, 2011: 139). En esta línea, Javier Medina
sostiene que el concepto de desarrollo no tiene traducción en las lenguas
indígenas y que en realidad el equivalente homeomórfico a desarrollo en
el sistema amerindio es el Sum a Q am aña, que en clave filosófica debe ser
leído desde una perspectiva posracionalista y en vínculo con la ecología
profunda (Medina, 2014: 127). Pero, desde su perspectiva, ambos paradig­
mas, el del desarrollo y el del Buen Vivir son antagónicos (ibídem: 133).
Para el caso de Ecuador, luego del debate constituyente, el gobierno
elaboró, a través del SENPLADES (Secretaría Nacional de Planificación y
Desarrollo), el Plan del Buen Vivir 2 0 0 9-2013, que proponía, además del
“retorno del Estado”, un cambio en el modelo de acumulación, del prima­
rio-exportador hacia un desarrollo endógeno, biocentrado, basado en el
aprovechamiento de la biodiversidad, el conocimiento y el turismo. Como
se afirmaba hasta hace unos años, “el cambio no será inmediato, pero el
programa del ‘Buen Vivir’ constituye una hoja de ruta” (P. Ospina, 2010).
Sin embargo, hacia 2010-2011 el consenso precario que existía en tor­
no al BV se quebró. En este sentido, la contracumbre de Tiquipaya sobre
el cambio climático fue un parteaguas, pues sinceró la crítica al gobierno
ile Evo Morales (mesa 18), el cual postulaba a nivel global la defensa de la
Madre Tierra, pero silenciaba los conflictos en torno al extractivismo en su
propio país. A mi juicio, una ilustración de las primeras fisuras fue el debate
que originó una columna del economista y periodista argentino, en ese enlonces residente en La Paz y director de Le M onde Diplom atique de Bolivia,
Pablo Stefanoni, en el semanario Página Siete, luego de la cumbre. Ahí hacía
referencia a varios lapsus en el discurso de Evo Morales y su defensa de la
Pachamama, criticando lo que ya se conocía con el nombre de “pachamamisnio”. De manera provocativa, la tesis de Stefanoni apuntaba contra la vacie­
dad del discurso sobre la Madre Tierra al sostener que “el proceso de cambio
era demasiado importante para dejarlo en manos de los pachamámicos”.
Con el concepto de pachamámico, Stefanoni aludía a “una cosmovisión
.indina de salón”, esto es, cierta “posé de autenticidad ancestral” en la que
navegaban los discursos no indígenas y discursos indígenas, que realizaban,
desde su perspectiva, una “cándida lectura de la crisis del capitalismo y de
l.i civilización occidental”. Ante la catarata de críticas que recibió el autor,

384

D ebates

l a t in o a m e r ic a n o s

un segundo artículo parecía redoblar la apuesta al afirmar que nunca había
visto “un bloqueo por el Vivir Bien”, al tiempo que se preguntaba cómo era
posible aplicar un modelo comunitario en un país mayoritariamente urbano
y atravesado por todo tipo de hibridaciones. También criticaba una polc
mica expresión del canciller Choquehuanca, quien había afirmado que "los
derechos de las hormigas son más importantes que los derechos humanos".
Entre las múltiples respuestas a Stefanoni14 se destacó la del legendario
dirigente peruano campesino-indígena Hugo Blanco, quien sostuvo que l.i
problemática del cambio climático no había sido entregada a los indígenas,
sino que éstos eran los que día a día defendían los derechos de la Mado
Tierra y luchaban contra la contaminación ambiental, tal como lo most i .1
ban los sucesos trágicos de Bagua. Asimismo, Blanco sostenía que habla
luchas por el “Vivir Bien”, como por ejemplo, contra la megaminería. I'oi
último afirmaba que el uso del lenguaje pachamámico por organismos da
gobierno y de O N G para frenar al propio movimiento indígena no invall
daban “el espíritu indígena, la cosmovisión indígena, el lenguaje indígena
la lucha indígena” (2011: 174).
Coherente con su línea de pensamiento, el colombiano Arturo Ksm
bar planteaba invertir los términos, proponiendo que era “el modemit U
mo el que impedía la discusión” y que “el proceso de cambio era demasiadn
importante para dejarlo en manos de los modérnicos”. El argumento ern*
tral de Escobar era que la complejidad del conocimiento académico y Id
aparente simplicidad del discurso pachamámico eran efectos de discu mu y
por tanto de poder, lo cual quería decir que tenían un comienzo, un.i lm
gemonía y posiblemente un final, que ya podría estar presenciándose (I' *•
cobar: 2011, 200-201). Por otro lado, Escobar insistía en la insufii iem la
de los conocimientos modérnicos ante la crisis social, ecológicay cuI i u m I
actual, 7 que, en contrapartida, los conocimientos pachamámicos eran vi
tales para ello. Por último, sin pretender abonar los binarismos, plano aba
que ser a más constructivo pensar en una coexistencia entre modémiui» y
pachamámicos, pero a partir de la idea de que los primeros deb:n ac< |«i
que su conocimiento es parcial y que para entender la pluridiversid.nl *4
necesario bajarse del tren del desarrollo y de la episteme euromederna,
Quien volvió a recolocar la discusión, restituyéndole conplc|uUi|
y contexto, fuera de todo epíteto descalificador (pachamámicos o añil
pachamámicos), fue el ambientalista uruguayo Eduardo Gutynas, t|il*

M aristella S vampa

385

partía de celebrar la discusión, aun con sus exageraciones, pues conside­
raba que ésta abría el debate sobre los modos de concebir la naturaleza y
pensar una nueva ética ambiental. En su respuesta, Gudynas englobaba
en una posición única las posturas de Evo Morales (su discurso global de
defensa de la Pachamama) y la del canciller David Choquehuanca. C on­
sideraba que ambos planteos reconocían los derechos de la naturaleza,
pero mientras que el primero apuntaba a una escala planetaria, ignoran­
do las contradicciones locales del estilo de desarrollo, el segundo lo hacía
desde un lugar que afirmaba la desigualdad ambiental (habría seres vivos
que tienen más derechos que otros). En razón de ello, ambas posicio­
nes tenían dificultades por ilustrar una ética ambiental consistente. Por
otro lado, subrayaba que había otros problemas en el gobierno del MAS,
como el de soslayar las evidentes tensiones entre ambiente y desarrollo,
tal como lo venía haciendo el vicepresidente Alvaro García Linera, quien
postulaba como prioridad el crecimiento económico y la explotación de
los recursos naturales como modo de atacar los problemas de la pobreza.
Desde su perspectiva, estos dos discursos de gobierno poco contribuían
a la construcción de una nueva ética ambiental biocéntrica; MoralesChoquehuanca, a raíz de su generalidad y escasa elaboración; García Li­
nera, por su impronta productivista. Ambos, en realidad, conducían a la
afirmación o triunfo del desarrollismo. En fin, la polémica fue breve e in­
tensa, pero tuvo la virtud de poner al descubierto las tensiones y brechas
en la construcción de un concepto de gran potencialidad, pero altamente
genérico y fácilmente manipulable, en función de intereses políticos o
simplemente de modas académicas. Quedó flotando, sin embargo, como
una suerte de categoría acusatoria, el epíteto de “pachamámico”, siempre
¡mocado por aquéllos que defienden el “realismo político” de los gobier­
nos progresistas.
Así, a partir de 2010, arranca una segunda fase de la disputa, ligada al
agravamiento de laconflictividad entre gobiernos y movimientos de resisteni in al extractivismo. Diversos actores y organizaciones indígenas-campesinas
< |mire de los gobiernos de Bolivia y Ecuador, así como incluso de organismos
micrnacionales. Por ejemplo, ya en 2010, el secretario del SENPLADES,
Umé Ramírez, definía el Buen Vivir en el largo plazo, en términos de soi ulismo distributivo y republicanismo.1' Así, la visión del SENPLADES no

386

D ebates

latinoamericanos

podía despegarse de la perspectiva del desarrollo humano. “Llegan incluso a
plantear que el enfoque de ‘capacidades’ (SENPLADES, 2009: 18-19) y el
recurso teórico a Aristóteles aparecería como necesario para lograr un nivel
de legitimidad de la ‘razón pública” (Bretón e ta l, 2014: 17).
En Bolivia, el ya aludido conflicto por la carretera en el T IP N IS termi­
nó por dividir las aguas. García Linera lo expresó en un opúsculo titulado
L as tensiones creativas de la revolución (2011), donde la cuarta tensión se
refería al “socialismo comunitario del Vivir Bien”. Allí retomaba a Marx
en su definición del comunismo, asimilado a la lógica total del valor de
uso, para rematar: “En eso consiste el Vivir Bien: en utilizar la ciencia, l.i
tecnología y la industria para generar riqueza, de otra manera con qué se
podrían construir carreteras, levantar pastas sanitarias, escuelas, produi ii
alimentos, satisfacer las necesidades básicas y crecientes de la sociedad
(García Linera, 2011: 24).
En medio de la exacerbación, como afirma Edgardo Lander, se fue
operando un desplazamiento desde la idea del cambio civilizatorio y
el Buen Vivir hacia el socialismo, en clave m oderno-occidental (2013:
18). Asimismo, precisamente debido al estallido de las contradicciones
entre posiciones antiextractivistas y proextractivistas, tanto en Bolivu
como en Ecuador, en los últimos años, algunos buscaron establece i
una diferencia - l a “bifurcación”—entre el “Buen Vivir” o “Vivir Bien",
al cual atribuyen a los posicionamientos gubernamentales, y el Sunutk
K aw sayy el Sum a Q am aña, en lenguaje amerindio, al cual asocian con
organizaciones y sujetos indígenas y campesinos. Por ejemplo, Atihii.il
pa Oviedo Freire, de Ecuador, afirma que el Buen Vivir es una “utopía
teórica”, mientras que el Sum ak Kaw say es una “utopía experimentad.!,
con virtudes y defectos, pero con un camino ya recorrido” (2 0 1 4 : 1 59),
Desde esta perspectiva, el Buen Vivir puede terminar siendo una “nueva
moda o aventura” entre las tantas que ha experimentado la izquierca. No
sorprende por ello que, desde el gobierno ecuatoriano, el objetivo paocía ser el de operacionalizar el BV, esto es, construir nuevos indícalo o í
para medido o sopesarlo, algo que para muchos defensores del BVcm no
nuevo paradigma es completamente inconducente (Medina, Gudyna,
Acosta, entre otros).
En la misma línea de la “bifurcación” reflexionaba Javier M.-diii>i,
quien adjudica al régimen boliviano “un lado pachamámico guberntnn n

M aristella S vampa

387

cal”, expresado por el Viceministerio de la Descolonización, y denuncia
que el gobierno estaría intentando construir una religión neoandina que
institucionalice el Vivir Bien (2014: 130-131), al tiempo que busca implementar políticas públicas del Vivir Bien, entre ellas, viviendas socia­
les que han sido bautizadas como “Casa productivas para Vivir Bien”. Se
operaría así una nueva división, reafirmando el antagonismo civilizatorio,
entre la sociedad boliviana, que se coloca dentro de la órbita occidental, y
la Bolivia indígena, que pertenece a Oriente. Por último, para Gudynas, la
imagen de la bifurcación apelaría a una división esquemática (Buen Vivir
desarrollista y Sum ak Kawsay indígena no-desarrollista) y constituye una
simplificación de un debate más complejo (2014a: 33). El ambientalista
uruguayo propone un uso sustantivo, esto es, el Buen Vivir como un con­
cepto plural, como una plataforma crítica contra los programas de desarro­
llo que apuntan a salir de la modernidad, superando así una visión tanto
capitalista como socialista (ibídem: 43).
Bifurcación o no, la cuestión es que los conflictos desencadenados enl re gobiernos y organizaciones campesino-indígenas en romo a proyectos
extractivos tienden a reducir el Buen Vivir a un discurso vacuo, genérico
y sin sostén empírico.16 Hoy, estaríamos así, según algunos analistas, “ante
ima radical falta de consenso en torne a lo que inicialmente se presentó
mino ana perspectiva relativamente común para quienes estaban empe­
ludos en la búsqueda, formulación e implementación de alternativas al
desarrollo”’ (Bretón, Cortes e tal., 2014).
Por úlcimo, hay varias corrientes de pensamiento que apuestan a un
diálogo Norte-Sur, y plantean articular la idea de Buen Vivir con nociones
gestadas en Europa, tales como la de “decrecimiento” y “poscrecimiento”.
( ábe señalar que la noción de “decredmiento” es interior a la de Buen
Vivir y ha sido popularizada por los franceses Serge Latouche, André Gorz
y el catalán Martínez Alier. Los defensores del decrecimiento sostenible
lo piensan co n o un proceso de transición democrática y equitativo hacia
Una economía de menor escala, coi menos producción y menos consu­
mo (M irtínezA lier, 2 0 0 8 ,2 0 1 4 ), o c o n o un “modelo de transición hacia
un estado estacionario”. Sin embarco, más allá de h crítica al modelo de
I ,,ii i n a, pues si bien la propuesta podría ser dable ei los países del Norte,

388

D ebates

latinoamericanos

caracterizados por un crecimiento económico sostenido y un alto nivel de
vida, en América Latina resulta más controversial, debido a las condiciones
de pobreza. En una línea similar opina el economista vasco Koldo Unceta, quien considera que el decrecimiento es una “palabra obús” , con mucha
capacidad de impacto, pero que puede tener efectos booms.rangs o contra­
producentes. En realidad, puede servir como consigna o como elemento
aglutinador de diferentes posiciones críticas frente a la insostenibilidad del
crecimiento económico actual, pero, por otro lado, tiene la desventaja de que
implica una oposición frontal a todo tipo de crecimiento, máxime cuando se
lo piensa desde las sociedades periféricas. Así, éste es un concepto con pro­
blemas para constituirse en una alternativa viable (Unceta, 2014).
En contrapartida y en lo que constituye una de las propuestas más
interesantes de las que atraviesa este campo de debates, Koldo Unceta pro­
pone el concepto de “poscrecimiento” (retomado de Hamilton), entendido
desde tres dimensiones: la desmaterialización, esto es, la producción más
eficiente con menos recursos; la descentralización, en el sentido de la de­
mocratización, a saber, el control de la gente en el proceso de toma de de­
cisiones; y la desmercantilización, o sea, una sociedad menos dependiente
del mercado. Unceta vincula sobre todo desmercantilización y Buen Vivir,
porque es precisamente la mercantilización (o la sociedad de mercado) la
que presiona sobre los aspectos vinculados al Buen Vivir y conspira en con
tra de la construcción de una sociedad solidaria e igualitaria. En esa linea,
propone pensar una estrategia de desmercantilización vinculada a las cate­
gorías esbozadas por Karl Polany en su análisis de las diferentes formas de
organización social. Si el Buen Vivir es concebido como un nuevo y plural
entramado de relacionalidades, o sea, otro sistema de relaciones humanas,
una estrategia de desmercantilización debería basarse en el impulso de la
reciprocidad y la redistribución y en el redimensionamiento del mercado
(Unceta, 2 0 1 4: 193).
En suma, más allá de las vampirizaciones y secuestros, el Buen Vi vi i
se ha venido construyendo como un concepto dinámico, altamente dispu
tado, plural, por momentos polisémico, que apunta a iluminar una uiopía
movilizadora que a diferencia de otros conceptos-horizontes nace de las
entrañas de América Latina.

M arjstella S vampa ------------------------------------------------------------ 389
Derechos de la naturaleza y ontologías relaciónales17
El Buen Vivir tiene como uno de sus ejes centrales la relación del hombre
con la naturaleza como parte integrante de ella. De este modo, conlleva
otros lenguajes de valoración (ecológicos, religiosos, estéticos, culturales)
respecto de la naturaleza, que plantean que el crecimiento económico debe
estar supeditado a la conservación de la vida. Dicha visión redunda, por
ende, en el reconocimiento de los derechos de la naturaleza (Gudynas,
2 0 1 1 y 2015), lo cual no supone una naturaleza virgen, sino el respeto
integral por su existencia y el mantenimiento y la regeneración de sus ci­
clos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos, la defensa de los
sistemas de vida. Los derechos de la naturaleza plantean un cambio civilizatorio profundo, que cuestiona las lógicas antropocéntricas dominantes y
se convierte en una respuesta de vanguardia frente a la actual crisis civilizatoria. En línea con la propuesta del Buen Vivir o Sum ak Kawsay, se trata
de construir una sociedad sustentada en la armonía de las relaciones de los
seres humanos con la naturaleza. Así, si el desarrollo apunta a “occidentalizar” la vida en el planeta, el Buen Vivir rescata las diversidades, valora y
respeta lo “otro” (Acosta, 2011).
Desde el punto de vista filosófico, el concepto de Buen Vivir o Vivir
Bien propone una visión holística relacioual, sea que se conecte con la
cosmovisión indígena en términos de paradigma (Medina, Yampara, Easterman), sea que alcance su máxima potencia vinculado con otras visiones
de la naturaleza (Acosta, Gudynas). Esta perspectiva jurídico-filosófica,
basada en la ecología profunda, aparece ilustrada en la nueva Constitu­
ción ecuatoriana, cuyo carácter innovador da cuenta de lo que E. Gudynas
(2009a) denominó el “giro biocéntrico”, a fin de subrayar el desplazamien­
to desde una visión antropocéntrica de la naturaleza hacia otra, centrada
en esta última como sujeto de derechos. E l Buen Vivir postula que la natu­
raleza es un sujeto de derecho y, como tal, se le deten reconocer derechos
propios y valores intrínsecos.
E sto conlleva varias consecuencias. E n primer lugar, el nuevo paradig­
ma apunta a uu progresivo e imprescindible proceso de desmercantilización de la naturaleza. En segundo lugar, el paradigma de los derechos de la
na tu raleza reconoce también valores intrínsecos o propios de la naturaleza
con independencia de la valoración humana (G u dfnas,201 la; Svampa y

392

D ebates

latinoamericanos

logia moderna, el fondo común entre humanos y no humanos no es la
animalidad, sino la humanidad. La humanidad no es la excepción, sino
la regla; cadt especie se ve a sí misma como humana, por ende, bajo la
especie de la cultura. “La humanidad es el fondo universal del cosmos.
Todo es humano” (ibídem: 5 6-57).
Para dar cuenta de la disputa entre mundos diferentes, Escobar reem
plaza la noción de cultura por la de ontología, que retoma del antropólo
go argentino, residente en Canadá, Mario Blaser. Para éste: “El término
ontología política tiene dos significados interconectados. Por una parte,
se refiere a las negociaciones que se dan dentro de un campo de poder en
el proceso de gestación de las entidades que conforman un determinado
mundo u ontología. Por otra parte, el término se refiere al campo de esto
dio que se enfoca en estas negociaciones pero también en los conflictos qm
se generan cuando esos mundos u ontologías tratan de sostener su propia
existencia al mismo tiempo que interactúan y se mezclan con otros dil<
rentes” (Blas;r, 2009: 82). La definición de ontología opera en tres planos
o niveles: el primero se refiere a los modos de comprender el mundo: rl
segundo, a las prácticas concretas que constituyen y generan las ontologí.n.
el tercero, a que estas ontologías se expresan y trasmiten en narrativas io
latos, m itos- (Escobar, 2011).
Desde U perspectiva de Eduardo Gudynas, es muy importante el con
cepto de ontologías en las políticas ambientales o de conservación, porqin
éstas expresan una determinada visión de la relación naturaleza/so. iedad
Así, una ética antropocéntrica, basada en una ontología dualista, en l.i«nal
no opera so amente el dualismo sino la jerarquía o asimetría en ti: pan *
opuestos, ddimita determinadas políticas ambientales, en las cuales la na
turaleza es vista como externa a la sociedad y el progreso como u n íivane#
lineal (Gud>nas, 2015: 109). De modo diferente, la visión de la Pa< ln
mama proviene de otras ontologías. En suma, las ontologías rehuimult»
iluminan ota/s visión/es sobre la relación entre mundos y, por end\ cildll
en condicioies de aportar conceptos y miradas que nos ayuden a pcnül
otra ética ambiental y otras políticas ambientales, diferentes de ;qtn IL«|
que se derivan de una visión antropocéntrica dominante (Gudytus, (1*1dem: 109).2!

M

a r is t e l l a

S vam pa

393

D ebate 3 : Transición y posextractivism o
Las discusiones acerca de las alternativas al modelo de desarrollo dominan­
te hoy en América Latina y su vínculo con la globalización asimétrica no
son nuevas en la región ni tampoco únicas en el mundo, pero sin duda la
envergadura y la vertiginosidad de los proyectos que masivamente se implementan en el continente en la actualidad han puesto en alerta máxima
a organizaciones, activistas e intelectuales del más diverso cuño sobre la
necesidad de elaborar propuestas alternativas viables, que sin dejar de to­
mar en cuenta los modelos ejemplares existentes (casos testigos, economías
locales y regionales, experiencia de comunidades indígenas), se planteen en
una escala más general, a nivel nacional, regional y global.
En varios países de América Latina existen debates sobre las alternai ivas del extractivismo que proponen la hipótesis de transición, desde una
matriz de escenarios de intervención multidimensional. En esa línea, utili­
za té los aportes del Grupo Permanente de Alternativas al Desarrollo, pro­
movido por la Fundación Rosa Luxemburgo.23 Para dicho grupo, el desafío
ionsiste en proponer y elaborar una agenda de salida del extractivismo, lo
t nal implica pensar escenarios transicionales, a partir de dos niveles difeirutes de acción: el primero, el de un conjunto de políticas públicas que
ai lúen a un nivel macrosocial y global; el segundo, el de la intervención a
escala local y regional, que apunte a detectar, valorizar ypotenciar los casos
' lectivamente existentes de modelos de alterdesarrollo.
Una de las propuestas más interesantes y exhaustivas ha sido elaborada
I'(>r el Centro Latinoamericano de Ecología Social (CLAES), bajo la direc■íón del uruguayo Eduardo Gudynas (2012), quien plantea que la transii lón requiere de un conjunto de políticas públicas que permitan pensar de
lu.mera diferente la articulación entre cuestión ambiental y cuestión social.
I .i necesidad de avanzar hacia una estrategia posextractivista está ligada a
hisi aracterísticas propias de los modelos de maldesarrollo (lo que el autor
ili’imminacomo “extractivismo depredador”). Dicho planteo subraya que
irata deuna discusión que debe ser encarada en términos regionales y en
lili horizonte estratégico de cambio, en el orden de aquéllo que los pueblos
“i i|>,inarios han denominado “el Buen Vivir”. Al mismotiempo, considera
tjtir un conjunto de “alternativas” dentro del desarrollo convencional se­
llan insuficientes frente al extractivismo, con lo cual se requiere elaborar

394

D

e b a t e s l a t in o a m e r ic a n o s

“alternativas al desarrollo”, en el marco de un modelo de sustentabilidad
superfuerte.24
En el plano de las políticas públicas, uno de los elementos más pro­
blemáticos es la oposición que se quiere establecer entre deuda social y
deuda ambiental, esto es, entre reforma social y económica y reforma ecológico-ambiental. En esa línea, el progresismo extractivista suele afirmar
que el extractivismo es la única vía capaz de generar divisas, que luego son
reorientadas a la redistribución del ingreso y al consumo interno, o bien
hacia actividades con mayor contenido de valor agregado. Así, suele enfa­
tizarse el aumento del gasto social, visible en la políticas de transferencias
monetarias a sectores más vulnerables, cuya base misma es la renta extrae
tivista (petróleo, gas y minería). En primer lugar, cierto es que la recauda
ción fiscal obtenida a través de la exportación de commodities ha permitido
aumentar el gasto social y realizar una política social más audaz -según los
países- que en el pasado, pero esto también permite evitar la reforma fiscal
(la mayor parte de los países latinoamericanos tienen una estructura tribu
taria regresiva), que conllevaría otros conflictos de intereses, con sectores
económicos poderosos (Salama, 2013). En segundo lugar, la relación entii
renta extractiva y gasto social es también relativa y depende de los paííi s
(por ejemplo, en Bolivia, Ecuador y Venezuela el gasto social depende de Li
renta extractiva, pero no en otros países, como la Argentina, donde el gasto
social está atado a otra estructura tributaria en la cual se destaca el impues
to al consumo y a las ganancias sobre el salario). Por otro lado, el aumento
del gasto social no es exclusivo de los llamados gobiernos progresistas; muy
por el contrario, es una tendencia general, e incluye gran parte de los painel
latinoamericanos. Así, estudios realizados por la Cepal (2012) estimm qtu
en la actualidad un total del 19% de la población latinoamericana cm.ii ítl
recibiendo bonos o planes sociales por parte del Estado.
Cieitamente, retomando el planteo de Gudynas (2012), podí.i cir que pensar la transición requiere de un conjunto de políticas p íh lM ll
que articulen la cuestión ambiental, colocando límites a la producción v
umbrale; de consumo ostentatorio, con la cuestión social, apuntanJn n I ■
erradicación de la pobreza y la redistribución de la riqueza. Esto impliimil f
transitarla vía de las reformas fiscales, un territorio bastante inex|lnMil»|
en el subcontinente por los diferentes gobiernos progresistas. DichauilU l|<
lación debería poner el acento en la planificación estratégica y en el niiUH

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395

de los bienes naturales por parte del Estado, reduciendo la dependencia
exportadora. Desde esta perspectiva, la transición incluye también diferen­
tes fases. Una primera fase es aquella en la cual se hace necesario pasar de
un “extractivismo depredador” a un “extractivismo sensato”, entendiendo
a éste “como aquel donde se cumplen cabalmente con las normas sociales
y ambientales de cada país, bajo controles efectivos y rigurosos y donde
se internalizan los impactos” (ibídem: 280). Aunque ésta no sea la mejor
situación de todas ni conviene que se convierta en un objetivo o fin en sí
mismo (no se pretende confundir medios y fines), es necesario en virtud
de la gravedad de la situación del subcontinente, ligada tanto a los daños
ambientales como al deterioro social. La segunda fase debiera enfocarse
en las actividades extractivas esenciales, esto es, aquéllos emprendimientos
que apunten a cubrir las necesidades nacionales y regionales, en pos de la
calidad de vida de las personas, y en el marco de una sustentabilidad superfuerte. De este modo, no es que una opción posextractivista implicaría no
explotar los bienes naturales; antes bien, implica “un redimensionamiento
sustantivo, donde permanecerán aquéllos proyectos genuinamente nece­
sarios que cumplan condiciones sociales y ambientales y estén vinculadas
a cadenas económicas nacionales y regionales” (ibídem). Más simple, uno
de los objetivos esenciales es reorientar la producción a las necesidades
regionales (a nivel latinoamericano). Esto implicaría redimensionar
nuestra mirada respecto de lo que entendemos por integración regional
y la relación que se establece con los diferentes sectores de la economía:
por ejemplo, respecto de los alimentos, significaría una reorientación de
l.i producción agrícola laacia la satisfacción de las necesidades alimenticias
de la población, en vez de exportar com nodities agrícolas, dotando así de
i ontenido real el concepto de soberanía alimentaria.
.Aunque estos debates han tenido mayor resonancia en Ecuador, es
«•ii Perú donde un conjunto de organizaciones que participan de la Red
peruana por ura Globilización con Equidad (RedGE) dio un paso ade­
lante^ realizó tina declaración de impacta, presentada ante los principales
I >ui l ióos políticos, poco antes de las elecdones presidenciales de 2011. La
du lalación planteaba un escenario de transición hacia el posextractivismo,
« «ni medidas acerca del uso sostenible dd territorio, el fortalecimiento de
instrumentos de gestión ambiental, el a m b io del marco regulatorio, el
topeto del derecho de consulta, entre otros grandes temas.25 En un inte­

396

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resante ejercicio para el caso peruano, los economistas Pedro Franke y Vi­
cente Sotelo (2011) demostraron la viabilidad de una transición al posextractivismo, a través de la conjunción de dos medidas: reforma tributaria
(mayores impuestos a las actividades extractivas o impuestos extraordinarios
o a las sobreganancias mineras) para lograr una mayor recaudación fiscal, y
una m oratoria minera-petrolera-gasífera, respecto de los proyectos iniciados
entre 2 0 0 7 y 2011. Con este ejercicio que parte de combinar impuestos
a las ganancias extraordinarias y suspensión de proyectos extractivos, los
autores mostraron que, lejos de perder ingresos fiscales, el Estado nacional
recaudaba mucho más. El tema no es menor, porque dichos ejercicios están
lejos de colocarse en una línea utópica o pachamámica, que haría irrealista
su realización. Antes bien, marcan la posibilidad de avanzar con políticas
públicas, al tiempo que no conspiran contra el argumento de la recauda­
ción fiscal.26
Por otro lado, los daños ambientales y sociales del actual modelo exigen
pensar en alternativas y modelos de transición energética, sin duda uno de
los desafíos más complejos que se plantea a nuestras sociedades. Como seña­
la Pablo Bertinat, del Taller Ecologista de Rosario, especialista en energía y
también miembro del Grupo Permanente de Alternativas al Desarrollo, los
impactos del modelo energéticc hoy vigente son múltiples, y van desde la
relación directa entre producción y consumo de energía eléctrica y cambio
climático (emisiones de gases de efecto invernadero), impacto por grandes
obras de infraestructura (sobre los territorios, sobre las poblaciones, sobre la
biodiversidad), inequidad en la apropiación de energía (sólo el 15% de la
energía que se consume en Amélica Latina corresponde al sector residencial:
los sectores más pobres pagan por energía una proporción mayor de ingre­
sos que los sectores ricos) y ausencia de participación ciudadana, entre otras
cuestiones. En esta línea, uno de los caminos en la construcción de una agen
da de transición es orientarse hada la diversificación de la matriz energética,
a través de las energías limpias y renovables (como la eólica y la solar). Sin
embargo, la continuidad y refonamiento del actual modelo, detrás del cual
se halla el poderoso lobby petróleo, busca minimizar el rol de otras energías,
por ejemplo, argumentando la inviabilidad económica de un modelo basado
en energías alternativas.
En realidad, dos temas fundamentales deberían formar parte de un.i
agenda energética posextractivista: uno es la desconcentración y el o tro

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la eficiencia energética. Por un lado, un modelo energético superador
requiere descentralización y regionalización de la generación, transporte
y consumo de la energía, así como el creciente control comunitario del
sistema energético (Acosta, Martínez y Sacher, 2013: 335). La descen­
tralización generalizada es una condición necesaria para democratizar los
sistemas de acceso y distribución. Esto supone que la ganancia estaría
más dispersa y menos concentrada, al contrario de lo que sucede con
los grandes monopolios que dominan los hidrocarburos. Por otro lado,
hay que incorporar como exigencia la eficiencia energética. Plantear una
reforma que suponga modificar la política de despilfarro que advertimos
en el actual sistema de transportes (básicamente, transporte automotor),
como la ineficiencia que se advierte en el uso residencial, conllevarían un
gran ahorro o reducción en el uso de energía.27 Por último, es necesario
pensar la construcción de una sustentabilidad energética en el marco de
un modelo de sustentabilidad superfuerte, lo cual implica fortalecer la
idea de la energía como patrimonio natural y como derecho. En otros
términos, como afirma Bertinat, la energía también es parte de los bienes
comunes. Así, uno de los grandes desafíos es “la construcción social de la
energía como un derecho y la desmercantilización del sector de la ener­
gía” (Bertinat, 2013a: 167-170).
Como vemos, la discusión supera largamente la cuestión de las ga­
nancias extraordinarias. Es una discusión sobre cómo pensar la relación
entre economía y soaedad en el mediano y largo plazo, el vínculo entre
seres humanos y naturaleza desde otro paradigmas; avanzar sobre lo que
se entiende por desarrollo y sustentabilidad fuerte, en términos sociales y
ambientales, sobre la necesidad de abrir a la participación de la sociedad
civil en los procesos de decisión colectiva, más aún, sobre la generación de
modelos de sociedad posible y deseable.

Notas
1
Aunque h¡y coincidencia, los amores suelen variar en la tipología presentada. Véan­
se Eduardo Gudrnas, 2001; Alberto Acorta, 2011; Horacio Machado Aráoz, 2012; M.
Svampa, 201 la , 201 Ib y 2013a; Piblo Dátalos, 2012; Raúl Prada, 2012; Edgardo Lander,
2(113; Norma Giirracca y Miguel Teubal, 2014; MirtaAntonelli, 2011; Seoane, Algranati
y Tadei, 2013, entre otros altores.

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2 Por su carácter clave en los nuevos procesos de acumulación, la noción de territorio
devino una suerte de an alizador social a partir del cual puede visualizarse el posicionamiento de los diferentes actores en pugna y, aún más, el funcionamiento de la sociedad. Éste
recorre no sólo la narrativa de los movimientos socioterritoriales sino también el discurso
de las corporaciones, de los planificadores, de los diseñadores de políticas públicas, en fin,
del poder político, en sus diferentes escalas y niveles. En esta línea, los mayores aportes
conceptuales han provenido de la geografía crítica brasileña de Milton Santos, Carlos
Porto Gonfalves, Bernardo Manzano Fernandes, entre otros. Hemos sintetizado estos
aportes en Svampa, M . y Víale, E., 2014.
3 Utilizo aquí el concepto de maldesarrollo porque comporta tanto un diagnósti­
co observable —referido a lo empírico— como una lectura crítica —lo que no se desea
como sociedad—. En el marco del Consenso de los Commodities, el concepto de mal
desarrollo nos ilumina tanto sobre el fracaso del programa de desarrollo (como ideal,
como promesa), su carácter insustentable, así como sobre las diferentes dimensiones
del “malvivir”, que puede observarse en las sociedades periféricas, producto del avance
de las fronteras del extractivismo. Para el tema, véanse Tortosa, J. M ., 2 0 1 1 , y Svampa,
M. y Viale, E ., 2 0 1 4 .
4 Así según datos del OCMAL, los cuales no son exhaustivos, en 2010 se habrían
relevado 120 conflictos mineros en América Latina, que afectaban a 150 comunidades; en
2012, había 161 conflictos mineros, que involucraban 173 proyectos y afectaban 212 co­
munidades; en abril de 2014, 198 conflictos, con 207 proyectos y 296 comunidades afec­
tadas; en fin, en abril de 2015, se habrían relevado 208 conflictos, 218 proyectos y 31 ‘
comunidades afectadas. En el ranking de la lista figuraba Perú, con 35 conflictos; Chile,
con 34; Argentina, con 26; México, con 36; Brasil, con 20; Bolivia, con 9; Ecuador, con
7, Colombia, con 13. Asimismo, se habrían denunciado 8 conflictos transfronterizos. Dis
ponible en www.conflictosmineros.net [última consulta: 14 de abril de 2015].
5A nivel internacional, son fundamentales los trabajos de David Bollier y Silke I leí
frich, en el marco del Commons Strategies Group, 2012 y 2013.
6 En esta línea, se reconoce que la narrativa estatalista oscila entre la visión de lo*
bienes naturales como com m odity (bien transable, indiferenciado, sin mayor valor agrega
do, cuyo precio es definido por el mercado internacional), o definido éste como recurso
natural estratégico y bien público. Para una discusión sobre los diferentes matices en torno
de la noción de recurso natural estratégico, véase Fornillo (2014).
7 Esteva, G ., “Commons: más allá de los conceptos de bien, derecho humano y pro
piedad. Entrevista con Gustavo Esteva sobre el abordaje y la gestión de los bienes coi mi
nes”, por Anne Becker, diciembre de 2007, Ciudad de México.
8 Existe una vasta bibliografía latinoamericana sobre la economía feminista. Véase Vil
leria Esquivel (comp.), 2012, y Norma Sanchis, 2011. Y para una discusión sobre la cuestión
de los planes sociales y los límites a la autonomía de las mujeres, véase la Cepal, 2012.
9En una línea constructivista, Alicia Puleo afirma que la nueva Ariadna del siglo X XI
es hija del feminismo y de la ecología, que esta confluencia permite establecer una Km a
directa entre la marginación de la mujer y la degradación del ambiente, y pensar posibles
soluciones conjuntas.

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10Para el caso de la Argentina, el rol de las mujeres en los movimientos socioambientales desde la óptica del ecofeminismo ha sido analizado de modo pionero por Marisa
Bilder (2012).
11 Durante los años 70, Vandana Shiva participó en Chipko, un movimiento ecolo­
gista, formado principalmente por mujeres que, para evitar la tala de árboles y la desertificación, se abrazaban a ellos.
12Javier Medina cuenta que en el año 2000 se llevó a cabo el Diálogo Nacional, en el
marco de las políticas globales de alivio a la pobreza, organizado por la Cooperación Ale­
mana (G TZ ), que lo bautizó como Suma Q am aña, para indicar su orientación: “Entonces,
en colaboración con la FAM (Federaciones de Asociaciones Municipales) se produce una
gran cantidad de materiales bibliográficos sobre el Suma Q am aña, Ñamde Reko, Sumak
Kawsay, la Vida Buena municipal, que llega hasta los últimos rincones del país. Se logró
posicionar al concepto como diferente del de desarrollo. Esta campaña prosigue durante la
Asamblea Constituyente y el concepto logra entrar en el texto constitucional. Gran avan­
ce, pero formal” (2014: 128).
13 Otro texto colectivo que suma aportes en esta línea es el compilado por Gian Car­
los Delgado, en México (2014), al que hay que sumar el libro colectivo publicado por la
Fundación F. Ebert también en 2014, y el de Salvador Schavelzon en 2015.
14 En la polémica también intervinieron Arturo Escobar, Eduardo Gudynas, Cecilia
Méndez y Pedro Portugal, entre otros. El siguiente número de L e M onde D iplom atique, de
Bolivia, llevaba el título de “Las fronteras de la descolonización” y estaba dedicado al tema
del indianismo, el katarismo y el pachamamismo. Disponible en www.gudynas.com/periodismo/GudynasPachamamEticaLeMondeBolJun 1 Oc.pdf.
15 Ramírez escribía: “Al ser socialista, la pauta distributiva dentro de este pacto es la
igualdad y la democracia, y la base de información es el Buen Vivir. Enseguida trataremos
qué implica esa base de información con respecto a la construcción de otro tipo de socie­
dad. ¿Por qué republicano? Brevemente, alude a una libertad no necesariamente negativa
o no únicamente negativa en el sentido de la interferencia de hacer algo, sino también es
una libertad no dominada, con expansión de las capacidades y de las potencialidades.
Alude también a la participación y la deliberación propias del republicanismo junto con
otras formas de interacción de la ciudadanía, entre la ciudadanía y con el Estado. El ele­
mento más sólido es la actividad pública, la recuperación de lo público y la recuperación
de la virtud cívica” (2010: 135).
16 Esto precisamente sostenía el ex prefecto de Cochabamba y actual miembro del
CED IB, Rafael Puente, en enero de 2 0 1 4 , refiriéndose al respeto de la Madre Tierra: “Me
atrevo a decir que se ha reducido al mero discurso. Un discurso que cuando se pronuncia
en escenarios internacionales llama a atención; y bueno, yo no dejo de alegrarme de que en
las grandes cumbres mundiales nuestro Gobierno exprese la convicción de que los dere­
chos de la Madre Tierra son más irnportartte que los derechos humanos. Pero en la prácti­
ca estatal aquí adentro del país no conozco un solo caso en que se haya privilegiado o res­
petado los derechos de la Madre Tierra. En todos los casos que tienen que ver con minería,
hidrocarburos, megatrepresas hidroeléctricas, ampliaaón de la frontera agrícola a costa de
los bosques… en tocios los casos la que sale perdiendo es la Madre Tierra y su defensa

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queda en mero discurso. Eso me parece sumamente grave y es una de las grandes tareas que
tenemos pendientes. En el fondo parece que la línea fuera: denunciamos al mundo entero
el maltrato de la Madre Tierra por parte de todos los países desarrollados, pero nosotros
nos reservamos la necesidad de también maltratar a la Madre Tierra (durante) un tiempo
hasta que logremos un nivel mínimo de desarrollo, y eso es absolutamente contradictorio”.
Disponible en www.paginasiete.bo/nacional/2014/1/22/defensa-madre-tierra-redujo-mero-discurso-12063.htm l.
17Agradezco a Eduardo Gudynas haber subrayado la importancia de este punto refe­
rido a las cosmovisiones relaciónales en un seminario compartido en Santiago de Chile, en
2013, que me impulsó a explorar esta vía. De hecho, este apartado debe mucho a sus
contribuciones.
18 En una línea similar, pero vinculado a la historia ambiental (que estudia las inte­
racciones entre sociedades humanas y medio natural a lo largo de la historia y de las con­
secuencia que de ella se derivan), retomando a G. Palacios, el argentino Héctor Alimonda
sostiene que hay dos características de la colonialidad de la historia ambiental en América
Latina; una, la excentricidad; la otra, la asincronía. Véase Alimonda, 2011: 32-35.
19 La antropóloga colombiana Astrid Ulloa, en un interesante trabajo sobre las con­
cepciones de la naturaleza en la Antropología actual, sostiene que autores como “Descola
y Pálsson (1996) consideran que los trabajos etnográficos han sido esenciales en la trans­
formación desde una perspectiva dualista a una perspectiva monista. De hecho, varios in­
vestigadores (Descola, 1994, 2003, 2005; Ulloa, 1996, 2004; Zrhem, 1996; Viveiros de
Castro, 1996, 1999) han descrito cómo, para algunas culturas indígenas, los animales y las
plantas tienen comportamientos humanos y están regulados por reglas sociales, mientras
que de manera recíproca los humanos pueden transformarse en animales. Las relaciones
entre humanos y no humanos están en constante proceso de transformación y reciproci­
dad. A la luz de estos análisis, la dicotomía naturaleza/cultura se vuelve visiblemente defi­
ciente” (Ulloa, 2011: 31).
20 Esta visión supone que no son ¡ólo factores económicos y condiciones ecológicas
los que definen las prácticas de apropiación de la naturaleza, sino sentidos culturales (Es­
cobar, 2011: 103).
21 Es interesante el debate que tuveron Viveiros, que propone la noción de perspcctivismo amerindio, y Philippe Descola, que propone la categoría de “panteísmo”. Igual­
mente, más allá de las diferencias entre ambos autores, lo que resultaba claro es —como
afirma en su reseña Bruno Latour- que el debate destruía la naturaleza como noción uni
versal. Disponible en www.acaderria.edu/7185930/Perspectivismo_tipo_o_bomba
TR A D U C C I% C 3% 93N _.
22 En esta línea, Gudynas también rescata, por su mismo origen latinoamericano, el
aporte anticipador de Rodolfo Kusch, qtien defendió la idea de una “geocultura del hom­
bre americano”, concepto bajo el cual “¿escribe una muy estrecha interdependencia entre
un espacio geográfico o hábitat con las culturas, lo que hace que las expresiones culturales
sean diversas, ya que cada una de ellas multa de sus específicos cimientos culturales”,
23AA. W , Grupo Permanente de Trabajo sobre Alternativas al Desarrollo, Funda
ción Rosa Lttxemburg, 2012, 2013 y 2015. Participan del grupo Edgardo Lander, Alberto

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Acosta, Miriam Lang, Raúl Prada, Eduardo Gudynas, Camila Moreno y la autora de este
libro, entre una treintena de autores y activistas.
24 “La sustentabilidad superfuerte sostiene que el ambiente debe ser valorado de
muy diferentes maneras, además de la económica: también existen valores culturales,
ecológicos, religiosos o estéticos, que son tanto o más importantes. Por esta razón
enfatiza el concepto de “Patrimonio Natural”, entendido como un acervo que se reci­
be en herencia de nuestros antecesores y que debe ser mantenido, legado a las genera­
ciones futuras, y no necesariamente es vendible o comprable en el mercado. Siguiendo
esta línea de pensamiento, la sustentabilidad superfuerte se apoya en gran medida en
una nueva ética, donde en esa pluralidad de valores, se acepta que la Naturaleza tiene
valores que son propios a ella y que son independientes de la utilidad que puedan te­
ner para el ser humano. Por el contrario, la sustentabilidad débil particularmente tiene
una perspectiva utilitarista y antropocéntrica” (Gudynas, 20 0 9 ).
25 Tal vez dicho pronunciamiento carezca de la radicalidad discursiva presente en
otros países, como en Bolivia y Ecuador, puesto que no habla del “Buen Vivir” ni del “Es­
tado plurinacional”, pero al menos plantea la necesidad de pensar escenarios menos depre­
datorios, una discusión todavía ausente en países como la Argentina, considerados, sin
embargo, como más “progresistas”. Disponible en www.redge.org.pe/node/637.
26 Por ejemplo, en la Argentina, para el caso de la megaminería, existe un sinnúmero
de actores que han presentado propuestas de modificación del actual marco regulatorio,
que no han sido atendidas por el gobierno nacional y mucho menos por sus socios provin­
ciales. Éstas incluyen desde la declaración de una moratoria a nuevas concesiones a la ex­
ploración y explotación minera metalífera hasta la prohibición de la megaminería en todo
el país. Asimismo involucran una reforma integral del Código de Minería y la derogación
de la Ley de Inversiones Mineras (24196) y sus modificatorias, que habilitan la destrucción
y exportación de los bienes comunes; la renacionalización de los recursos naturales (hoy de
dominio originario de las provincias) y su pasaje a manos del Estado nacional; la aplicación
efectiva de la normativa ambiental y muy especialmente de la Ley Nacional de Protección
de los Glaciares; la recomposición ambiental de las zonas afectadas por los emprendimien­
tos mineros que actualmente existen en el país. Implica asimismo colocar en debate la
cuestión de la explotación del litio; si efectivamente el país debe hacer una apuesta estraté­
gica en vistas de un cambio de paradigma energético, o bien, tal como están dadas las co­
sas, se contribuye a financiar la transición del Norte Global, mientras se avanza en térmi­
nos de desposesión sobre territorios y derechos indígenas.
27Asimismo, es necesario responder preguntas más elementales acerca del actual mo­
lido energético. Por ejemplo, producir energía ¿para qué y para quién? “Hoy, el sistema
energético está diseñado para sostener las necesidades del modelo exportador primario y
para garantizarla seguridad energética que requiere la producción/extracción de recursos
de la región ante la creciente demanda de energía y el agotamiento relativo de recursos para
producirla en otros países y regiones” (Bertinat y Salemo, 2006). La energía aparece como
subsidiaria del modelo extractivo y esto está lejos de haber sido revertido por los gobiernos
progresistas.

Capítulo 3
La dependencia como “brújula”
En este capítulo me propongo dar cuenta de la actualidad de la categoría
de “dependencia” a través de dos debates: mientras el primero de ellos es
de índole teórica y consiste en preguntarse en qué medida ciertas teorías
de la globalización dialogan o discuten con la teoría de la dependencia, el
segundo se interna de lleno en la actualidad latinoamericana al preguntarse
si es pertinente o no analizar hechos y datos relativos a la creciente relación
entre China y América Latina en términos de “nueva dependencia”. Por
último, propongo realizar un tercer recorrido, referido a la categoría de
“marginalidad”, disociada ya del campo dependentista y cuya característica
mayor es, sin duda, la diversidad de vías a las cuales ha conducido su evo­
lución y problematización posterior.

Debate 1: Los nuevos enfoques teóricos
y la teoría de la dependencia
La teoría social acuñó varias categorías para conceptualizar la sociedad en la
época de la globalización: “sociedad red” (Castells, 1999); “sistema-mundo”
(Wallerstein, 2001); “sociedad del riesgo” (Beck, 1998); “modernidad avanza­
da” (Giddens, 1993); “Imperio” (A. NegriyM . Hardt, 2002), entre otras. Más
allá de las diferencias teóricas que encubren estas denominaciones, lo cierto es
que la mayoría de los autores coincidieron en señalar no sólo la profundidad
de las transformaciones sino también las grandes diferencias que es posible
establecer entre el período precedente (en términos de “contrato social” y mo­
dalidades de participación) y el período posterior a la caída del Maro de Berlín.

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La globalización vino asociada a la consolidación de un orden neoli­
beral que fortaleció el rol dominante de los Estados Unidos como poder
de garantía del libre intercambio comercial y de capital, así como de
las reglamentaciones legales e institucionales que constituían sus pilares;
tendencia que se afirmaría con el fin del mundo bipolar, a partir del co­
lapso de los socialismos reales, agravada posteriormente con los sucesos
acaecidos el 11 de septiembre de 2001 y el inicio de una cruzada contra
el “terrorismo internacional”. Asimismo, la formación de nuevos bloques
económicos y unidades políticas que concentraban la actividad de las na­
ciones desarrolladas daría cuenta de nuevos procesos de regionalización
y de fragmentación de la economía mundial, al tiempo que ilustrarían
las crecientes asimetrías entre las naciones del centro y la periferia. Por
último, estos procesos produjeron un debilitamiento del Estado nacional
como agente regulador de las relaciones económicas, así como el surgi­
miento de nuevas fronteras y, en el límite, de nuevas formas de soberanía,
más allá de lo nacional-estatal.
En los países periféricos, la dinámica de globalización profundizó los
procesos de transnacionalización del poder económico que ya habían sido
analizados por los dependentistas en los años 6 0 y 70, lo cual se tradujo
en el aumento de las asimetrías y el desmantelamiento radical del Esta
do social, en su versión “populista-desarrollista” y el advenimiento de una
“modernización excluyente” (Barbeito y Lo Vuolo, 1992). En consecuen­
cia, en América Latina el tránsito a la globalización neoliberal, a través de
las reformas llamadas “estructurales”, significó tanto la acentuación de las
desigualdades preexistentes como la emergencia de nuevas brechas políti
cas, económicas, sociales y culturales, visible, por una lado, en la fragmen
tación y la pérdida de poder de los sectores populares y amplias franjas de
las clases medias y, por otro lado, en la concentración política y económit .i
en las élites de poder internacionalizado. La entrada en nuevo orden so
cioeconómico incluyó tanto la apertura y desregulación de la econonti.i
como una profunda reforma del aparato estatal, de la mano de un discu i s« i
modernizador altamente excluyente. Este doble proceso, que atravesaron
en gran medida el conjunto de los países latinoamericanos, desembocó en
la institucionalización de una “nueva dependencia”, cuyo rasgo común se
ría la exacerbación del poder conferido al capital financiero a través de so
principales instituciones económicas (FM I, Banco Mundial).

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Al respecto, existieron dos líneas de interpretación diferentes, que apun­
taron a caracterizar los procesos de globalización vinculados a América La­
tina y reflexionaron específicamente sobre el declive del Estado-nación. Por
un lado, aquella línea de lectura que afirmaba la existencia de una ruptura
respecto del período anterior, y entendía la globalización como “era del globalismo”, esto es, como una configuración geohistórica producto del desa­
rrollo intensivo y extensivo del capitalismo. Esta fue la posición del brasileño
Octavio Ianni (1996), quien en un muy difundido texto consideraba que
asistíamos a un “momento epistemológico fundamental”, pues el paradigma
clásico fundado en la sociedad nacional era subsumido real y formalmen­
te por el nuevo paradigma fundado en la sociedad global. Las nociones de
interdependencia, dependencia e imperialismo asociadas a las de Estadonación aparecían cuestionadas y debían ser reformuladas en el nuevo con­
texto global, sin negar por ello que estos nuevos procesos globales estuviesen
marcados por el desarrollo desigual y combinado (Falero, 1996: 164). En
este orden, el concepto de dependencia fue relegado en la medida en que
éste aparecía atado a los diagnósticos impulsados en los años 60, previos a la
globalización asimétrica y a la consolidación de una institucionalidad supranacional, sumamente condicionante para los Estados nacionales periféricos.
Una segunda línea de lectura subrayaba los aspectos de continuidad
más que de cambio en lo que se designaba como procesos de globalización.
Entre otros autores, el politólogo Atibo Boron, en ese entonces secreta­
rio ejecutivo de la influyente Clacso, leía la globalización como una fase
superior del imperialismo, la cual proveía una coartada para los grupos
dominantes que pujaban por acrecentar su tasa de ganancias reduciendo
salarios en un contexto de ajuste estructural, y generando situaciones dra­
máticas en América Latina. Asimismo, consideraba que debían relativizarse los diagnósticos que hablaban de la “desaparición” del Estado nacional,
ya que mientras las recetas del Consenso de Washington habían debilitado
a los Estados nacionales en América Latina y en los países de Europa del
Este, en los países desarrollados de Occidente, el Estado y el gasto público
se había incrementado (Boron, 1998″).1 Tomando el caso argentino como
referencia, Boron sostenía que la globalización acentuaba los mecanismos
«le dependencia de los países.2
Otros analistas se abocaron a dar cuenta de la modalidad efectiva que
adoptaron las llamadas reformas estructurales en cada país, y de las muta

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ciones que dichos procesos estaban produciendo al interior de las respec­
tivas sociedades nacionales. En esa línea, desde una óptica comparativa,
analistas como J. Carlos Torre (1998) subrayaban la emergencia de un
nuevo orden socioeconómico, en su dimensión contingente y conflictual,
como resultado de la convergencia y radicalización de las nuevas presiones
del capital por la apertura de los mercados y la exacerbación del capital
financiero; destacaban la crisis del Estado populista-desarrollista y el shock
hiperfinflacionario, el peso de la tradición presidencialista y la consolida
ción de democracias delegativas.
Hacia fines de la década del 90, los debates existentes en torno a las
consecuencias y alcances de la globalización, en relación al Estado nacional
y las nuevas formas de protesta, se multiplicaron. Desde una perspectiva
crítica, hubo por lo menos tres líneas de interpretación diferentes que dia
logaron críticamente con las posiciones dependentistas. La primera de ellas
es la tesis del sistema-mundo, que remite a Immanuel Wallerstein, histo
riador y sociólogo norteamericano, quien llevó acabo una lectura general
acerca de los orígenes y la evolución del capitalismo mundial, en sintonía
con los estudios de F. Braudel, en términos de longue durée. WallersU’iii
sostenía que la globalización era un fenómeno más antiguo, que existía
desde el siglo X Y I, época en la que surgió el capitalismo como sistema
mundial. Ahora bien, varios analistas han mencionado las conexiones cu
tre la teoría de la dependencia (sobre todo, en la versión de Gunder h a id
y de Theotonio Dos Santos) y la teoría del sistema-mundo.3 El propio
Wallerstein hará referencia a la teoría de la dependencia al afirmar qm
efectivamente él retomaba el clivaje centro/periferia, desarrollado por la
Cepal y profundizado por los dependentistas. Pero a esta división, Waliéis
tein agregaba el concepto de “semiperiferia”, como un tercer estrato qm
configura la estructura espacial productiva del sistema-mundo c a p ita lis ta ,
lo cual permitía entender aquellas regiones que estaban a medio caminu
entre el centro y h periferia. Asimismo, enfatizaba el rol hegemónico de las
economías centrales en la organización del sistema capitalista. Sin n u l u i i
go, desde su perspectiva había dos limitaciones presentes en la teoría de la
dependencia. Primeramente, la mirada era insuficientemente histórica, al
no analizar ciclos largos; en segundo lugar, la unidad de análisis, el Estado
nación,4 impulsaba la idea misma de separarse de la econom ía capii.dis
ta, y con ello, lograr un desarrollo autónomo. Así, el concepto mismo di­

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a r is t e l l a

S v a m p a ———————————————————————————

407

sistema-mundo insistía en que la única unidad de análisis comprensible era
la economía-mundo como algo integral (Wallerstein, 1998).
Otra lectura sobre la globalización que dialoga de modo crítico con la
tradición dependentista es la que representa el ensayista y filósofo italiano
Antonio Negri. En Imperio (2002), ensayo coescrito con M. Hardt, los
autores sostenían que el actual proceso de recomposición del capitalismo
produce la erosión inevitable e irreversible del Estado-nación, y conlleva la
emergencia de una soberanía posnacional, caracterizada como una difusa
red económica política, sin sede definible del poder, comprendida a través
de la noción de “imperio”. Dicha noción reemplazaba así tanto aquella de
“imperialismo” como la de “Estado nacional”, al aludir a una totalidad
sin límites ni centro, que abarca el conjunto de la vida y las relaciones
sociales (Hardt y Negri, 2001). En consonancia con ello, las formas de re­
sistencia (y de contrapoder) que éste genera tienden a desarrollarse tanto a
nivel local como supranacional, tal como había sucedido en Seattle (1999),
cuando las manifestaciones lograron desbaratar la reunión de la Organiza­
ción Mundial del Comercio. Si bien la lectura de Negri y Hardt era muy
enriquecedora a la hora de caracterizar las nuevas formas de resistencia y
de subjetivación política, en términos de teoría general evacuaba y sim­
plificaba el rol del Estado-nación en la modalidad que éste adoptaba en el
proceso de globalización, al tiempo que renunciaba a construir una teoría
más compleja de las mediaciones políticas. Por último, la visión acerca de
la emergencia de una estructura desterritorializada y descentralizada no
sólo ponía en cuestión la teoría del imperialismo sino que parecía contra­
decir los hechos, en un momento en el cual, luego del colapso del bloque
soviético, los Estados Unidos se consolidaban como potencia hegemónica.
Desde América Latina, el libro de Negri y Hardt fue criticado por Atilio Boron (2002), quien de modo virulento y descalificatorio respondió las
tesis de los autores, reafirmando la continuidad en términos de “persisten­
cia del imperialismo”. Más allá del tono poco amistoso, lo cual clausuraba
cualquier posibilidad de diálogo fructífero, Boron acertaba al reprochar
i Negri y Hardt el total desconocimiento de la realidad y la bibliogra­
fía latinoamericana sobre el tema, lo cual no era una cuestión menor al
abordar el despliegue global del “Imperio”. Quizá para compensar esta
debilidad es que, años más tarde, Negri escribiría junto con el brasileño
t iinscppe Coceo un ensayo en clave latinoamericana, GlobAL: Biopoder

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e b a t e s l a t in o a m e r ic a n o s

y luchas en una América L atin a globalizada (2006), donde los autores cri­
ticaban la matriz estatalista y se referían a los límites del modelo desarrollista así como a aquéllos de la interpretación dependentista. Para Negri
y Coceo, la apertura neoliberal a los flujos de la mundialización redefinía
los términos de la dependencia. Esta última se transformaba y se extendía
presentándose como interdependencia entre el centro y la periferia (2006:
4 8 ), lo cual quebraba la posibilidad de un proyecto de desarrollo nacional
(o nacional-popular). Los autores insistían en la idea de que el imperio no
poseía una base nacional específica, sino transnacional (organismos mul­
tilaterales, empresas multinacionales); que éste se ubicaba más allá de las
reglas del imperialismo y del colonialismo, convirtiéndose en una suerte de
“no lugar-universal” (Negri y Coceo, 2006: 66). Por último, proponían un
new deal, un nuevo pacto, entre los gobiernos progresistas latinoamerica­
nos emergentes y los movimientos sociales contestatarios, sostenido en la
primacía y movilización de la producción por sobre las fuerzas del capital
(2006: 7 1 -75).5 Otros importantes autores enrolados en la línea autono­
mista, como J. Holloway, subrayaron que ningún Estado nacional, sea rito
o pobre, se podía entender en abstracción de su existencia como momento
de la relación mundial del capital. Desde esa perspectiva, la distinción en
tre Estados dependientes y Estados no-dependientes se derrumbaba, pues
“los Estados nacionales se definen, histórica y constantemente, a través
de su relación con la totalidad de las relaciones sociales capitalistas” (1 lo
lloway, 1993, citado en Thwaites Rey y Castillo, 2008: 28).
Por último, aunque bastante negadas, existen conexiones entre el en
foque decolonial y la teoría de la dependencia. Lo que se conoce como
la inflexión o giro decolonial destaca la distinción entre colonialismo y
colonialidad, pues mientras el colonialismo es un hecho político y milita i.
“la colonialidad es un fenómeno histórico más complejo, que se teñen n
un patrón de poder que opera a través de la naturalización de jerarquías te
rritoriales, raciales, culturales y epistémicas” (Restrepo y Rojas, 2 0 0 ). I >i
modo q u ; la diferencia colonial no es sólo racial, sino también episrémn ai
remite a L> que se ha denominado la colonialidad del saber (Lander,2000)
Este enfoque crítico apunta a la formulación de un nuevo paradigma, d
decolonid, que refiere tanto a una ética y una política de la plu ivt isi
dad co m í a una epistemología que cuestiona los modelos euroantrim i
de conoam iento. Sociólogos como el ya citado Aníbal Quijano, I.dgni

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do Lander, R. Grosfoguel, ensayistas del campo de los estudios culturales,
como Walter Mignolo, Catherine Walsh, e incluso filósofos como Enrique
Dussell, de la corriente de la filosofía latinoamericana, están entre algunos
de sus representantes.
En esta línea, la perspectiva decolonial propone ir más allá de la teoría
de la dependencia, como también del marxismo, de la teoría del sistemamundo y de los estudios poscoloniales (Grosfoguel y Castro Gómez, 2007:
13). Respecto de la teoría de la dependencia, puede afirmarse que ésta
influyó en los decoloniales, pero en mucho a través de la teoría del sistemamundo. Cierto es que la figura de Aníbal Quijano constituye un nexo di­
recto entre ambos enfoques; y no por casualidad este autor sostiene que “la
colonialidad del poder implica, en las relaciones internacionales de poder
y en las relaciones internas dentro de los países, lo que en América Latina
ha sido denominado como dependencia histórico-estructural” (Quijano,
2007: 121). Otros autores, empero, tienden a señalar las deficiencias de la
teoría de la dependencia, entre las cuales estaría la tendencia a privilegiar
las relaciones económicas y políticas por encima de las cuestiones de or­
den cultural e ideológico. La visión dependentista compartiría así con el
marxismo ortodoxo la orientación al reduccionismo económico. Según los
coordinadores del libro E l giro decolonialf ello condujo a dos problemas;
por un lado, a subestimar el papel de lo simbólico en la conformación de
las jerarquías moderno/coloniales; por otro lado, a un empobrecimiento
analítico que difícilmente puede dar cuenta de las complejidades de “los
procesos heterárquicos del sistema-mundo” (Castro Gómez y Grosfoguel,
2007: 16-17)7 Ya con anterioridad, Castro Gómez había señalado la nece­
sidad de desmarcarse de las categorías binarias propuestas por los teóricos
de la dependencia para analizar los mecanismos de producción de la dife­
rencia en tiempos de globalización, lo cual implicaba reformular la teoría
crítica en América Latina (2000: 97). Hubo otros autores que también
apuntaron a la lógica binaria, basada en la distinción subdesarrollo/desarrollo, centro/periferia, autonomía/dependencia, lo cual aparecía como la
ilustración de una matriz que continuaba apelando a las jerarquías impuestas por la modernidad (Flórez Flórez, 2007: 250).
Desde una perspectiva vinculada a la teoría del sistema-mundo, R.
I Irosfoguel realizaba una síntesis crítica al dcpendentismo (2003: 161), del
siguiente modo:

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e b a t e s l a t in o a m e r ic a n o s

Un Estado periférico puede modificar sus formas de incorpora­
ción a la economía-mundo, una minoría de Estados periféricos
puede incluso elevarse a una posición semiperiférica. Pero una
ruptura del sistema o transformarlo desde el nivel del Estadonación es algo fuera de sus posibilidades. Un problema global
no puede tener una solución nacional o local, requiere de solu­
ciones globales. Los dependentistas subestimaron esto debido, en
parte, a su tendencia a mantener el Estado-nación como unidad
de análisis. Esto tuvo consecuencias políticas desastrosas para la
izquierda latinoamericana y para la credibilidad de los proyectos
políticos dependentistas. Este fracaso político contribuyó de ma­
nera significativa a la caída de la escuela dependentista y al resur­
gimiento de viejos paradigmas desarrollistas en la región.
En conclusión, más allá de la crítica a la debilidad o la ausencia de la dimen­
sión cultural-simbólica, ahí donde se establecen las mayores diferencias entre
el dependentismo, por un lado, y la teoría del sistema-mundo, la teoría del
imperio y el paradigma decolonial, por el otro, es respecto de las (im)posibí
lidades de acción político-económica del Estado-nación periférico.

Entre la sem iperiferia y el subimperialismo
Un diálogo interesante es el que se entabló con la categoría de “subimpr
rialismo”, elaborada por Ruy Mauro Marini. La misma tiene la capacidad
de reflejar situaciones intermedias, referida a la emergencia de “centros me
dianos de acumulación” o “potencias medianas”. Ahora bien, en la cécadii
del 80 y en los 90 había poco espacio para evocar la idea misma de “t nu
peración antagónica”, asociada al subimperialismo, frente al alineanii iun
de América Latina con los Estados Unidos. Sin embargo, a partir del ulUi
2000, con el cuestionamiento al consenso neoliberal y la apertura de un
nuevo escenario latinoamericano, algunos autores verían la posibilidad de
recurrir a esta categoría para explicar la nueva situación de Brasil, sin «pn
ello significara “repetir” situaciones anteriores.
En este marco, hay dos líneas interpretativas. Una primen alude u la
pertinencit de aplicar o no la tesis del subimperialismo en el ictud ene*

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nario brasileño, en su calidad de potencia mediana o regional, con (nueva)
capacidad de negociación. Esta percepción de Brasil como potencia global
- y no sólo regional—8 parecería confirmada no sólo por la constante re­
nuencia de Brasil por consolidar propuestas de carácter contrahegemónico
que provienen del bloque progresista latinoamericano -com o el Banco del
Sur-, sino también por el impulso que ha tomado el nuevo bloque de
potencias emergentes, a través del B R IC S.9 Entre aquéllos que consideran
que esta tesis es útil y pertinente para explicar la situación actual, se destaca
el trabajo del politólogo Mathias Luce Seibel (2007, 2011), quien desarro­
lla largamente la tesis, aplicándola al gobierno de Lula, y sostiene que la
diferencia entre países imperialistas y subimperialistas es que los segundos
son apenas importadores de capital y no están en condiciones de convertir­
se en exportadores, siendo este un elemento determinante. La dependencia
del Brasil estaría marcada sobre todo por el rol de agronegocio, ya que
Cargill y Monsanto utilizarían a Brasil como plataforma para expandirse
a Paraguay y Bolivia. Asimismo, la categoría es retomada para pensar el
nuevo rol, más allá de la idea estereotipada de un “Brasil potencia”, líder
natural de la integración, aunque también del antiimperialismo simplista
(Seoare y Bueno, 2 0 1 2 ).10
Una segunda lectura es la que plantea un diálogo entre la categoría de
subimperialismo y aquella de semiperiferia, propuesta por Wallerstein en el
marco de la teoría del sistema-mundo. Vale la pena recordar que para este
autor las semiperiferias actúan tanto como periferia para los países centrales
como centro para algunas periferias. Además, según Wallerstein pese a que
en períodos de decadencia mundial o de crisis de la economía hegemónica se
abre cierto espacio de autonomía, sólo algunas de estas potencias medianas
pueden traducir dicha ventaja en oportunidades, esto es, en un cambio real
de sus posiciones económicas. En América Latina, Brasil y México revesti­
rían esta condición de naciones semiperiféricas. ¿Significa entonces que estos
ilos países, por el nivel de industrialización y su importancia geopolítica a
escala regional, estarían en condiciones de “desarrollarse” no sólo en térmi­
nos económicos sino también sociales? Revisando las ideas de semiperiferia,
Alfredo Falero sostiene que “la respuesta del autor [Wallerstein] es que en las
zonas periféricas del sistema ello no es posible. Incluso, por desplazamiento
puede haber una ‘industrialización de segunda mano’, pero no una indus­
trialización en el sentido de los países centrales” (Falero, 2006: 252).

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Por su parte, al comparar ambos conceptos, el de “semiperiferia” y “su­
bimperialismo”, los autores brasileños Seabra y Bueno sostienen con Wallerstein que la segunda es limitada porque no rompe con el modelo bimodal del
centro y periferia, instalado por los dependentistas, ni explica el rol complejo
que juegan los estados semiperiféricos dentro del sistema, que es por defini­
ción trimodal. “El sistema-mundo opera a través de dos tipos de explotación.
Primero, el proletariado es explotado por la burguesía; segundo, la periferia y
semiperiferia son explotadas por el centro. No son de hecho dos tipos distin­
tos de explotación, sino procesos complementarios que caracterizan la com­
plejidad de la economía-mundo. En ese sentido, las semiperiferias actúan
contradictoriamente como ‘medios de equilibrio’ para el sistema-mundo, y
por su carácter intermediario implica una división clasista específica dentro
de estos países, que le confiere también mayor inestabilidad política-econó­
mica del punto de vista del mismo sistema” (Seabra y Bueno, 2012).
En el marco de los gobiernos progresistas y desde un enfoque ligado
a la geopolítica crítica, el mexicano Jaime Preciado propuso retomar el
sistema tripartido de Wallerstein para dar cuenta de la emergencia de una
semiperiferia latinoamericana, y establecer su relación con “la vuelta” del
Estado-nación. Así, el nuevo realineamiento del mapa de alianzas y rival ¡
dades abarcaría nuevos espacios de negociación y bloques regionales entit
el centro y la periferia. Mientras que los Tratados de Libre Comercio y d
Plan Puebla-Panamá-Colombia formarían parte del eje de las negociacio­
nes Norte-Sur; los proyectos de infraestructura y energéticos del URSA
la Unasur, y el ALBA formarían parte del eje de cooperación Sur-Sur, li
derada principalmente por Brasil. La creación de la Celac (Comunidad
de Estados Latinoamericanos y Caribeños), en 2010, iría también en osla
dirección (Preciado, 2013). En este contexto, Brasil emergería en el escena­
rio mundial como sem iperiferia posneoliberal a partir del cuestionamien !t>
de los poderes centrales mundiales, con el proyecto de constituirse en una
potencia global; México lo haría en términos de sem iperiferia su b o riin aL
al proyecto estratégico de los Estados Unidos y Venezuela se lutofrom »
vería (entendemos, hasta la muerte de H. Chávez) como una semiperifciia
emergente, en busca de una proyección continental, actuando como senil
periferia ar,tihegemónica (Preciado, 2014).
En suma, el panorama presentado exhibe dos posiciones diferente*.
Por un lado, en nombre de la globalización y del neoliberalismo, el C ‘.oí*

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senso de Washington conllevó una serie de reformas estructurales que pro­
dujeron enormes reconfiguraciones al interior de las sociedades nacionales.
Esto se tradujo en la consolidación de una nueva dependencia económica
y financiera, pocas veces vista en la región latinoamericana. Así las cosas,
están aquellos que retoman la noción de dependencia como un lugar co­
mún, aunque inevitablemente está pierda espesor teórico. Por otro lado,
están aquéllos que asumen la teoría de la dependencia como una tradición
crítica, pero consideran que, debido a sus deficiencias teóricas (la matriz
estatalista), debería renunciarse a la tarea de darle alguna continuidad teórico-metodológica.
A mi juicio, las lecturas críticas que en nombre de la globalización
y sus cambios critican la matriz estatalista, corren el riesgo de caer en la
tentación metonímica, esto es, de tomar la parte por el todo, incurriendo
en un error que la sabiduría popular describe como “tirar el niño con el
agua sucia”. Ciertamente, el concepto de dependencia debe ser disociado
del diagnóstico sesentista, vinculado estrechamente a la idea de la inevitabilidad de la revolución, el estancamiento económico y la centralidad del
Estado-nación como actor de cambio. Pero hay que tener en cuenta que,
desde sus orígenes, la dependencia nunca fue una categoría estática; más
bien, fue pensada y aplicada como una noción dinámica y recursiva, como
bien insistían en aquella época los principales autores del dependentismo,
a la hora de analizar las grandes transformaciones globales y los avatares en
la relación centro-periferia. Desde la periferia y hacia atrás, en términos de
larga y mediana duración, la teoría de la dependencia tiene la virtud de ilu­
minar de modo diferente los sucesivos ciclos económico-políticos a través
de una mirada que critica y/o complementa la teoría clásica del imperia­
lismo. Elacia adelante, la situación de dependencia debería ser religada de
modo más general a las transformaciones globales del capitalismo, lo cual
implica el reconocimiento de que los mecanismos mismos de la dependen­
cia se van modificando y cambiando.
En este escenario, aunque la noción misma de dependencia es evocada
por diferentes autores, ésta aparece subteorizada, desconectada del campo
icórico-crítico que le dio origen. Más aún, aparece reducida a una “situa­
ción”, pero no pensada como un enfoque teórico. Podría decirse que asisi irnos a una paradoja; no hay una actualización teórica de la dependencia,
.muque la noción se haya (re)incorporado al lenguaje crítico. Sin embargo,

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la dependencia continúa siendo una brújula (en el sentido que Mariátegui
le otorgaba al dogma marxista), a saber, una categoría orientadora aplicable
a los nuevos procesos de acumulación del capital y las nuevas formas que
asume la relación centro-semiperiferia-periferia, mucho más en un contex­
to de transición hegemónica como el que vivimos actualmente. En suma,
para restituir complejidad a la hipótesis de la dependencia y cargarla de
nuevas dimensiones analíticas, es necesario actualizarla en términos tanto
de “situación” como de enfoque teórico, esto es, reconectarla con el ca­
rácter recursivo y procesual que los propios dependentistas le otorgaban
décadas atrás, en un marco de interpretación más general.

Debate 2: China y América Latina
¿Cooperación estratégica o neodependencia?11
Cuando se inició la relación, la idea de que China se
convirtiera en un competidor económico de los Estados
Unidos era inimaginable. ¿Cuál era la alternativa? Si
un país de mil millones de personas se organiza, seguro
que se convierte en un gran competidor. E l déficit fiscitl
no se debe a la apertura de las relaciones, sino a la polí­
tica imprudente de los Estados Unidos. La secretaria de
Estado Hillary Clinton reconoció una vez su frustración
con China diciendo: “¡Cómo puedes ser fuerte para ne­
gociar con tu banquero?”
H. Kissinger, 10 de julio de 2011, publica do
originalmente en Der Spiegel, reproducido
en L a Tercera, Chile.
La emergencia de China como gran potencia económica suscita hoy inten­
sos debates fistoriográficos y políticos sobre la sucesión hegemónica. Para
algunos, es claro que estamos asistiendo a importantes cambios geopolft cos, manifiestos en la decadencia de los Estados Unidos com o potencia he­
gemónica y en el surgimiento de nuevas potencias globales, éntrelas cuales
se destaca la República Popular de China.Ciertamente, entre 1989 y 20 l¿
China emergió como una gran potencia económica mundial.12 .Asimismo,

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su expansión está ligada a la nueva configuración geopolítica que emerge
del colapso del mundo bipolar (1989-1991), el cual trajo como conse­
cuencia, en un contexto de hegemonía estadounidense, una reducción de
las asimetrías de poder de China en relación con Rusia y los Estados Uni­
dos, el fin del proceso colonial que había implicado una expansión física
de China, el ingreso de ésta a la Organización Mundial del Comercio (año
2000), entre otros factores importantes. A ello, hay que agregar el giro eco­
nómico-comercial operado en las últimas décadas desde el Atlántico hacia
el océano Pacífico, que incluye un arco amplio de países asiáticos (Japón,
Taiwán, Indonesia, Corea, entre otros) (Bolinaga, 2013: 27).
Sin embargo, la teoría del declive de los Estados Unidos y la inevita­
ble sucesión hegemónica que recaería sobre China contiene ingredientes
de “un determinismo muy extremo” (Katz, 2013). En realidad, el primer
elemento que hay que destacar es que el ascenso global de China ha sido
pacífico, y se ha venido llevando a cabo a partir de una estrategia de cola­
boración y no de oposición y confrontación con los Estados Unidos. La
creciente interdependencia comercial y financiera ha ido actuando como
“cinturón de contención”, más allá de que existan lecturas del pensamiento
estratégico norteamericano sobre “la amenaza china” o de los think tank
chinos, llamados “triunfalistas”, que auguran que el enfrentamiento entre
los Estados Unidos y China será “el duelo del siglo” (Bolinaga, 2013: 150151). Reflexionando sobre las características de esta relación, Wallerstein
se pregunta: “¿Son rivales China y los Estados Unidos? Sí, pero hasta cierto
punto. ¿Y son enemigos? No, no son enemigos. ¿Y son colaboradores? Son
ya más de lo que les gustaría admitir, y lo serán más conforme continúa la
década” (Wallerstein, 2012).
En segundo lugar, las transiciones o sucesiones de hegemonía son pe­
ríodos de grandes conflictos. Wallerstein ha analizado desde una perspec­
tiva histórica tres casos, el de los Países Bajos (siglo X V I), Inglaterra (siglo
XIX) y los Estados Unidos (siglo X X ), mostrando que para acceder a los
respectivos ciclos de hegemonía mundial se desataron conflictos bélicos
mundiales que involucraron a todas las potencias del momento. A ello se
agregan los problemas internos que atraviesa la República Popular de Chi­
na, parte de los cuales están ligados a la enorme heterogeneidad interna así
como a los acelerados procesos de urbanización. En esta línea, Wallerstein
considera que la hegemonía estadounidense podría ser reemplazada por

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e b a t e s l a t in o a m e r ic a n o s

una lucha caótica entre los múltiples polos de poder,13 a lo que se sumaría
una crisis de orden sistémico, o sea civilizacional, que incluye los límites
ecológicos del planeta. De modo similar, hay quienes sostienen que el sis­
tema internacional evolucionaría hacia un mundo multipolar, donde las
diferentes regiones económicas y políticas jugarán un papel, por ejemplo
a través de la alianza entre China, Rusia e India, o en líneas generales, a
través de los BRIC S, los cuales representan actualmente el 45% de la po­
blación mundial y el 30% del PIB mundial.
Para el especialista argentino Eduardo Oviedo (2014), en realidad el
fin del mundo bipolar, con el colapso de la Unión Soviética, no condujo
a un orden unipolar ni multipolar, como muchos creen, sino a un nuevo
oligopolio, con la primacía hegemónica de los Estados Unidos, entre 1991 y
2003. El “directorio” del oligopolio incluía, además de los Estados Unidos,
a otros países que concentraban la riqueza mundial, como Japón, Alema­
nia, Francia, Italia y el Reino Unido. En ese marco, Japón era el único país
no occidental hasta el ingreso de China, que se sitúa en 1998 (poco antes
de su admisión a la O M C ). El final de este período de primacía hegemó­
nica se produce en 2003, con la guerra en Irak, durante la cual, lejos de
contar con consenso, los Estados Unidos tuvieron que enfrentar desacuer­
dos y resistencias de diferentes países, en contraste con la primera etapa de
hegemonía plena. El ascenso de China, India y Brasil daría cuenta de la
reestructuración del directorio del oligopolio. Mientras la superpotencia
involuciona hacia el rol de gran potencia; China, India y Brasil traspasaron
la frontera de economías medias y se convirtieron en grandes potencias
económicas. La desconcentración ha sido, sin embargo, económica y no
militar (puesto que la capacidad militar de los Estados Unidos excede lar­
gamente la de otras potencias), pero significó cambios en las relaciones de
poder entre las grandes potencias (mayor desconcentración de la fuerza
económica y mayor heterogeneidad civilizacional), lo cual no significa em ­
pero que haya cambiado el orden vigente (un nuevo orden internacional)
(Oviedo, 2014).
Actualmente, China es la segunda economía mundial y el polo eco­
nómico más dmámico e importante a nivel global. Es el primer exporta­
dor de bienes del planeta, el primer consumidor mundial de energía y de
automóviles, el principal consumidor de aluminio, cobre, estaño, soja y
zinc; el segundo consumidor de azúcar y petróleo y el quinto exportador

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de servicios. Es el país que alberga la mayor población del planeta, 1.300
millones de habitantes que cada vez acceden más al mundo del consumo
en un proceso fuertemente incentivado por planes oficiales y en el marco
de una creciente y acelerada urbanización.14 China es la gran fábrica del
mundo, cuya inserción comercial no depende sólo de exportaciones de
productos con baja tecnificación, sino de productos con un alto nivel tec­
nológico. Al compás del aumento del consumo, su industria cada vez más
tecnificada comienza a demandar más recursos energéticos e insumos bási­
cos. Por este motivo se ha convertido en el principal demandante mundial
de la gran mayoría de los commodities, lo cual tracciona a su vez el alza de
los precios de los mismos. Por otro lado, China no es sólo una potencia
desde el plano productivo, sino también en el financiero. Los abultados
superávits comerciales y una alta tasa de ahorro interno generaron que gran
parte de ese excedente se destine a la compra de bonos del Tesoro de los
Estados Unidos, de quien China es el principal prestamista. Además se ha
consolidado como el primer poseedor global de reservas internacionales y
actualmente unos cuarenta bancos centrales de todo el planeta utilizan el
yuan como moneda de reserva. Dos datos ilustran el poderío financiero de
China: este país aparece como el tercer emisor global de flujos de IED ; y
en 2014, noventa y cinco de las quinientas firmas de mayor facturación del
planeta eran originarias del país oriental (Slipak, 2014).
En suma, nadie puede dudar que China es una de las grandes candidatas a devenir el nuevo hegemon en la estructura internacional de poder, sea
bajo la forma de un oligopolio o de la primacía hegemónica, lo cual podría
o no llegar a traducirse en términos de cambios civilizacionales. Después
de todo, como reflexionaba Kissinger ante la pregunta si consideraba que
los chinos creen que están retornando a glorias pasadas, hay que recordar
que “China es descripta a menudo como una ‘potencia en alza’. Pero ellos
no se ven así, porque por 18 de los últimos 20 siglos han tenido el produc­
to interno bruto más alto del mundo” (Kissinger, 2011).
En los últimos años, los intercambios entre América Latina y China
se han intensificado notoriamente. China desplazó como socio comercial a
los Estados Unidos; tal es así que ocupa el primer puesto como país destino
de exportaciones para países como Brasil, Chile y Perú; el segundo para
Uruguay, Venezuela y Colombia; el tercero para la Argentina. Asimismo,
es el principal país importador para Brasil y Paraguay y el segundo para

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la Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Honduras,
México, Perú, Panamá y Venezuela. Este intercambio es, sin embargo, asi­
métrico. Mientras el 84% de las exportaciones de los países latinoamerica­
nos a China son commodities, el 63,4 % de las exportaciones chinas a la re­
gión son manufacturas (citado en Svampa y Slipak, 2015). Por mencionar
algunos casos: la Argentina exporta básicamente soja, frutos oleaginosos y
aceites vegetales; Chile, el cobre; Brasil, soja y mineral de hierro; Venezuela
y Ecuador, petróleo; Perú, mineral de hierro y otros minerales.
Asimismo, la presencia de capitales de origen chino es cada vez más
importante en la región. Algunos ejemplos pueden servirnos para graficar
lo dicho. En el sector de hidrocarburos, están presentes en la región las cua­
tro grandes empresas de origen chino -Sinopec, la Corporación Nacional
de Petróleo de China (CN CP), la China National Offshore Oil Company
(C N O O C ) y Sinochem-, Estas cuatro firmas se encontraban participando
hacia 2010 en unos quince proyectos de extracción, localizados en Perú,
Venezuela, Ecuador, Colombia, Brasil y Argentina. En cuanto a minería y
metales, China está presente en gran parte de los países, aun si el principal
destino de las inversiones mineras es Perú, y recientemente, Ecuador.15
Dos de los países que más han ampliado la relación económica con
China son la Argentina y Ecuador. China llegó a Ecuador atraído por el
petróleo y otros productos estratégicos, com o minerales y energía. Hoy
está presente en siete proyectos hidroeléctricos, dos de minería a gran esca­
la y también petróleo, pues dos de las cinco empresas que firmaron nuevos
contratos petroleros con Ecuador son chinas. China invirtió tam bién en
la construcción de una refinería en el Pacífico y proyectos hidroeléctricas,
de transporte, de comunicaciones, de cooperación agrícola, militar y otras.
En la actualidad, Ecuador es el país que más inversión china recibe de toda
América Latina en relación a su PBI (Chicaiza, 2014: 48-49). Por último,
respecto de los créditos concedidos por China, además de sus altas tasas
de interés, los m smos se garantizan con petróleo o alguna materia prima
(préstamos condicionados por commodities), además de incluir una polític a
de inversión con la participación de las empresas chinas. Los préstamos
y pagos anticipados comprometen nada menos que el 509^ del petróleo
crudo del país (ibídem: 52).
Con respecto a la Argentina, las relaciones cobraron un prim er ¡m
pulso bajo el goBerno de Néstor Kirchner, cuando en 2 0 0 4 el país recibí* >

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la visita del presidente chino Hu Jintao, con quien se firmaron cartas de
intención para invertir durante un decenio 19.710 millones de dólares en
viviendas, hidrocarburos, ferrocarriles, comunicaciones y telecomunica­
ciones. En los últimos años, la estatal petrolera C N O O C adquirió el 50%
del grupo Bridas (Argentina). Bridas, vale la pena recordarlo, es la propie­
taria del 4 0% de las acciones de Pan American Energy (PAE) y explota el
yacimiento petrolífero más importante de la Argentina, Cerro Dragón,
en la provincia del Chubut. También ya hay presentes capitales chinos en
la cuenca neuquina, donde está el yacimiento Vaca Muerta y se explotan
los hidrocarburos no convencionales, mediante la tecnología del fracking.
A ello hay que agregar la compra de Nidera, una multinacional con base
en la Argentina, que ocupa el cuarto lugar mundial en la producción de
granos, lo que le aseguró a China el control de semillas y su desembarco en
el negocio de los transgénicos. China ha venido realizando inversiones en
minería y pronto lo hará en la construcción de represas, además del ingente
negocio de los ferrocarriles y otros importantes rubros, a los que se suman
los préstamos tan promocionados por el gobierno de Cristina Fernández
de Kirchner. Efectivamente, la profundización de la relación comercial con
China conoció un nuevo salto luego de la visita protocolar de la entonces
presidenta argentina, en febrero de 2015, cuyo objetivo fue el de avanzar
en la firma de todo tipo de acuerdos económicos, comerciales y de inver­
siones que comprometen al país por décadas, en áreas que incluyen desde
energía, minería, infraestructura ferroviaria, hasta telecomunicaciones. D i­
chos convenios-marco fueron aprobados por el Parlamento argentino, con
mayoría oficialista, sin que se conociera la letra chica de los mismos.

Las m iradas latinoam ericanas sobre China
El interés frente al ascenso fulgurante de China así como los interrogan­
tes acerca del tipo de relación -com ercial, financiera- que en la actuali­
dad se estaría estableciendo entre América Latina y el gigante asiático se
han incrementado notablemente en los últimos años. Como es sabido, la
República Popular de China ha venido utilizando un lenguaje que enfa­
tiza las relaciones de cooperación Sur-Sur, tal como aparece en el Libro
Blanco, especialmente dirigido a América Latina, publicado en 2 0 0 8 .16

420

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e b a t e s l a t in o a m e r ic a n o s

Este libro expone la necesidad de que los vínculos sino-latinoamericanos
continúen su expansión sobre la base de la complementariedad de sus eco­
nomías. Asimismo, hizo explícita la fascinación de China por la riqueza
natural latinoamericana, proponiendo una integración comercial basada
en un enfoque de ventajas comparativas estáticas clásico, que profundiza el
rol latinoamericano como proveedor global de productos básicos.
Dentro del campo progresista, la interpretación predominante es que
la relación con China ofrecería la posibilidad de ampliar los márgenes de
autonomía de la región, en relación a la hegemonía estadounidense.17 Fue
el propio ex presidente venezolano Hugo Chávez quien lideró este tipo de
posicionamiento, llevando a cabo una política de notorio acercamiento a
China. Así, de las siete visitas presidenciales venezolanas a China en treinta
y nueve años de relaciones diplomáticas entre ambas naciones, seis se reali­
zaron durante el mandato de Hugo Chávez. Apoyado en la riqueza petro­
lera, Chávez vio en China el aliado comercial y político idóneo para tomar
distancia de la hegemonía de los Estados Unidos y su amenaza constante
al régimen venezolano. En ese marco, para algunos, la relación con China
adquiere un sentido político estratégico, de cooperación Sur-Sur, en un
contexto que indica el pasaje acelerado de un mundo bipolar a uno de ca­
rácter multipolar, donde China, la India y Rusia juegan un papel muy im­
portante en los equilibrios geopolíticos de la región. Apoyan esta línea de
interpretación ciertos intelectuales vinculados a los gobiernos progresistas,
que consideran que el nuevo escenario geopolítico y las riquezas naturales
y la biodiversidad de la región latinoamericana abren una oportunidad de
establecer alianzas estratégicas con China, las cuales deberían ser adoptadas
a nivel regional, utilizando los espacios o bloques regionales constituidos
en los últimos años (Unasur, Celac). Esta posición es ilustrada por el ex
secretario ejecutivo de Clacso, Atilio Boron, quien sostiene que el ascenso
del gigante asiático se da en un contexto de creciente multipolaridad, pero
que ni China ni ninguna otra potencia podrían reunir la combinación de
factores que hicieron posible la hegemonía délos Estados Unidos, luego
de finalizada la Segunda Guerra Mundial. Se estaría operando entonces l.i
transición geopolítica del hegemon indiscutible (los Estados Unidos) a un
multilareralismo y concierto entre las naciones. N o obstante, el papel tic
los Estados Unidos seguiría siendo crucial, como garante del desarrollo
capitalista global y, a la vez, en su carácter de gendarme imperial. A nivel

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regional, deberían seguirse con atención las bases militares, la reactivación
de la IV flota norteamericana y las tentativas de golpe de Estado que hubo
en los últimos tiempos en América Latina y que habrían contado con el
beneplácito de los Estados Unidos (Boron, 2012).
En sintonía con esta visión, el decolonial Walter Mignolo (2012) ce­
lebra la emergencia de los BRIC S, y lee el ascenso de China en la línea de
la “desoccidentalización y la distribución racial y del conocimiento”, que si
bien consolida la colonialidad económica (el capitalismo), apunta por otro
lado a la constitución de un orden policéntrico. Mignolo aclara que esta
dinámica de desoccidentalización opera en la esfera político-económica y
no conlleva un cuestionamiento del capitalismo ni del desarrollo. En este
proceso de desoccidentalización del capitalismo, el autor incluye a China
pero también países como Ecuador, Bolivia, Brasil, Argentina, India, Tur­
quía, Indonesia, Rusia, Africa del Sur, esto es, “economías fuertes y gobier­
nos progresistas en América del Sur” (Mignolo, 2 0 1 3 ).18
Sin embargo, estos análisis nos parecen insuficientes. Desde nuestra
prespectiva la relación entre China y América Latina debe ser analizada en
función de tres cuestiones mayores: la primera remite a la idea de “transi­
ción hegemónica”, la cual se vive menos como dislocación y mucho más
como la entrada a un período caracterizado por el policentrismo y la plu­
ralidad —aun conflictiva— en términos civilizacionales. Asimismo, como
sostiene Wallerstein, la transición revela una enorme crisis sistémica, liga­
da tanto a la crisis del capitalismo como la crisis ecológica. Frente a este
mundo de transición, bien vale la pena preguntarse acerca de los contornos
asimétricos que asume la nueva relación entre los países latinoamericanos
y el gigante asiático. Por ejemplo, Eduardo Oviedo sostiene que pese a
que América Latina es una región periférica para China, la conjunción de
intereses chinos y latinoamericanos otorgó mayor densidad a la relación,
asociado esto a la llegada de inversiones chinas a los sectores extractivos
(2014: 16).19 En ese marco, no es el mismo tipo de relación la que pueden
tener países periféricos como la Argentina o Ecuador con China, respecto
de Brasil. En una línea interpretativa trimodal, resulta importante incor­
porar la noción de “semiperiferia”, para aludir al rol de Brasil, que juega
en otras ligas globales (BRIC S), además de su ascendente al interior del
espacio latinoamericano. Pese a ello, la relación entre China y Brasil tam­
bién discurre por una vía asimétrica, que puede ser leída en términos de

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“desindustrialización temprana”, principalmente por la incapacidad de los
gobiernos para contrarrestar los efectos de la enfermedad holandesa; esto
es, la exportación masiva de materias primas ligadas a la explotación de
recursos naturales (Salama, 2011).20
La segunda cuestión apunta a evaluar los alcances del regionalismo
latinoamericano. Bien podría decirse que, a partir del año 2000, hemos
asistido a la emergencia de un “regionalismo latinoamericano desafiante”
(retomando la expresión de Jaime Preciado), en clave antiimperialista,
respecto de la tradicional hegemonía estadounidense. Entre los hitos más
importantes hay que mencionar la cumbre de Mar del Plata, en 2005,
cuando los países latinoamericanos enterraron la posibilidad del ALCA,
propuesta sostenida por los Estados Unidos, y crearon el ALBA (Alterna­
tiva Bolivariana para las Américas), bajo el impulso del carismático Hugo
Chávez.21 En la línea latinoamericanista se pergeñaron proyectos ambi­
ciosos, como el de la creación de una moneda única (Sucre) y el Banco
del Sur, los cuales sin embargo no prosperaron, en parte debido al escaso
entusiasmo de Brasil, país que, a raíz de su rol de potencia emergente,
juega en otras ligas globales. La creación de la Unasur, en 2 0 0 7 (Unión
de Naciones Sudamericanas), y posteriormente de la Celac (Comunidad
de Estados Latinoamericanos y Caribeños), en 2010, inicialmente como
foro para procesar los conflictos de la región, por fuera de Washington,
jalonan dicho proceso de integración regional. Sin embargo, el rumbo
que están adoptando las relaciones entre China y los diferentes países
latinoamericanos tienden a desmentir la tesis del regionalismo desafiante,
la cual parecería tener que ver más con una suerte de wishfull thinkingaxitcs
que con las prácticas económicas y comerciales realmente existentes délos
diferentes gobiernos progresistas latinoamericanos. Por un lado, más all.i
de ciertos ogros, la integración regional forma parte de una retórica erran
cipatoria cue presenta cada vez menos correlato con la política económicocomercial que adoptan los países latinoamericanos. En los vínculos coniei
cíales con China, la realización de convenios o acuerdos unilaterales poi
parte de los diferentes gobiernos latinoamericanos (muchos de los cuales
comprometen a la economía de estas naciones por décadas) están lejos ele
ser la excepción. Al contrario, constituyen una regla bastante general ¡zula
en los últimos tiempos, lo cual, en lugar de afianzar la integración latinoa­
mericana, no hace más que potenciar la competencia entie estos Estallos,

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tal como lo muestran los convenios firmados en los últimos tiempos por
diferentes países.
Por último, cabe preguntarse sobre el destino de las inversiones prove­
nientes de China. En esa línea, todos los análisis coinciden en afirmar que
éstas se establecen mayoritariamente en actividades extractivas (minería,
petróleo, agronegocios, megarrepresas), lo cual refuerza el efecto reprimarizador que las economías viven bajo lo que he llamado el Consenso de
los Commodities. En algunos casos se orientan al sector terciario para dar
apoyo a las primeras. A esto hay que sumar la política de préstamos con­
dicionados por commodities. Este desembarco implica incluso una ame­
naza a clusters conformados por pequeñas y medianas empresas, sea por la
contaminación ambiental o por la posibilidad de exportar directo a China
productos que antes eran transformados por PyMEs locales. Los ejemplos
de Argentina y Ecuador, reseñados más arriba, pueden servirnos para res­
ponder tal pregunta. Si Ecuador exporta primariamente petróleo, Argenti­
na hace lo propio con la soja y sus derivados.22 En consecuencia, es en un
contexto de intensificación de las exportaciones de commodities y por ende,
de potenciación del extractivismo, que debe insertarse la discusión sobre la
relación de América Latina con China. Así, si bien es cierto que la irrup­
ción y rápida consolidación de la influencia de la República Popular de
China en América Latina aparece como una oportunidad para lograr una
mayor autonomía en relación a los Estados Unidos, todo lo reseñado -e l
latinoamericanismo puramente retórico, la competencia de hecho entre los
diferentes países de la región, el aumento de las exportaciones de materias
primas- terminan por consolidar las asimetrías, configurando como ten­
dencia la profundización de un extractivismo neodependentista que perfila
cada vez más a China como polo hegemónico.
En esta línea, la confirmación de una relación comercial privilegiada
con China, basada en la demanda de commodities y en la vertiginosa con­
solidación de un intercambio desigual, marcaría la emergencia de nuevas
relaciones de dependencia, cuyo contorno se estaría definiendo al calor de
las negociaciones unilaterales que aquel país mantiene con cada uno de sus
socios latinoamericanos. Desde el punto de vista económico, esta asimetría
se ha ido traduciendo en un proceso de reprimarización de la economía,
visible en la reorientación hacia actividades primario extractivas, con esi .i
so valor agregado.

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En suma, la cuestión sobre el rol de China en América Latina y el in­
greso a una “nueva dependencia” debe ser leída a la luz del extractivismo
dominante. A esto hay que agregar que diversos analistas consideran que
estaríamos llegando al fin del llamado “superciclo de los commodities” (O.
Canutto, 2014), lo que algunos vinculan sobre todo con la desaceleración
del crecimiento en China. No sólo la mayoría de los gobiernos latinoameri­
canos no están bien preparados para la caída de los precios de los productos
básicos, sino que ya se observarían consecuencias en la tendencia a la caída
en el déficit comercial (J. Martínez Allier, 2015). Dicho de otro modo, los
países latinoamericanos exportan mucho a China, pero esto no alcanza para
cubrir el costo de las importaciones desde ese país.23 Todo ello conllevará no
sólo más endeudamiento, sino también una exacerbación del extractivismo,
esto es, una tendencia al aumento de las exportaciones de productos prima­
rios, a fin de cubrir el déficit comercial, con lo cual se ingresaría en una suer­
te de espiral perversa (multiplicación de proyectos extractivos, aumento de
conflictos socioambientales, desplazamientos de poblaciones, entre otros).
En suma, aun er. un contexto que podemos identificar como de tran­
sición hegemónica a nivel global, América Latina estaría encaminándo­
se hacia una nueva situación de dependencia. Todo pareciera indicar que
estamos asistiendo a la consolidación de nuevas y vertiginosas relaciones
asimétricas entre América Latina y China, las que marcarían un pasaje
del Consenso de los Commodities (exportación de productos primarios a
gran escala) a lo que proponemos denominar como Consenso de Beijing
(China como polo hegemónico) (Svampa y Slipak, 2015), cuyos alcances
todavía no pueden evaluarse a cabalidad, aun si ya comienzan a asomar lis
nuevas formas económicas, sociales y políticas de la configuración neodr
pendentista.

Debate 3: La larga vida de la marginalidad y sus metamorfosis
E l acceso de los marginados a l mercado de bienes y de
servicios, correspondería acondicionamientos que sobe
pasan el inyeso marginal y que, en su conjunto, coi
figuran una red de relaciones de prestación y recefcón
de ayuda, que puede denominarse como “estructura ‘Ir

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sobrevivencia”, y que hace parte importante de Las rela­
ciones económicas en que están involucrados los margi­
nados.
A. Q u ijan o , 1 9 7 2 : 9 4 .

Pocas categorías resultaron ser tan fértiles en el campo de las ciencias socia­
les latinoamericanas como la de “marginalidad”. No es mi intención trazar
su evolución ni mucho menos dar cuenta de la inmensa bibliografía que
existe sobre el tema. Sin embargo, no podría cerrar este capítulo sin dejar
constancia de las diferentes vías de investigación que se abrieron en Améri­
ca Latina, vinculadas a la problemática de la marginalidad y sus consecuen­
cias, así como de algunos de los debates que se suscitaron en torno a una
cuestión que toca de lleno el corazón de la subalternidad, en su expresión
urbano-popular.
En varios artículos, Aníbal Quijano se había referido a los grupos
marginalizados que iban desarrollándose como un estrato que atraviesa el
cuerpo entero de la sociedad, “acerca de cuyos intereses sociales y conflic­
tos inherentes barruntamos ya mucho, pero no sabemos tanto de manera
efectiva” (1970: 138). Asimismo, había propuesto hablar de una “estruc­
tura de sobrevivencia” para hacer referencia a una “red de relaciones de
prestación y recepción de ayuda” (1970: 94). En 1973, Larissa Lomnitz,
antropóloga chilena residente en México, retomaría la reflexión de Qui­
jano, quien suponía la existencia de mecanismos de reciprocidad todavía
no descriptos, preguntándose cómo sobrevivían los marginados. Lomnitz
se propuso responder esta pregunta a través de un estudio que establecía
la relación entre marginalidad, migración y redes de reciprocidad, a partir
de un trabajo etnográfico de una barriada de la ciudad de México.24 En
su recorrido, la autora sostenía que la sobrevivencia de los marginados no
dependía del mercado sino de la capacidad para crear un sistema de in­
tercambio totalmente diferente de las reglas del mercado, basado en los
recursos de parentesco y amistad.25
Asimismo, el estudio proponía un enfoque sobre el mundo subalterno
que iba más allá de la descripción miserabilista acerca de las carencias y
las lacras de la llamada “población sobrante” (Quijano) o de la “cultura de
la pobreza” (Lewis). Resultaba central la noción de “reciprocidad” como
forma de intercambio sobre la cual reflexionaron K. Polanyi y numerosos

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autores de la literatura antropológica. Al trabajo pionero de Lomnitz le
sucederían una serie de estudios abocados a la descripción y análisis de las
redes de sobrevivencia, entendidas como redes de reciprocidad e intercambio
del mundo popular, desde una perspectiva etnográfica y sociológica. Cua­
tro décadas después, podría decirse que las investigaciones realizadas sobre
las redes sociales, el conjunto de mediaciones sociales e institucionales,
más aún, de las relaciones de éstas con el Estado, en sus distintas escalas,
constituyen uno de los temas centrales de la antropología y la sociología de
las clases populares en América Latina.
En una línea similar, orientada a una indagación desde abajo sobre los
sectores subalternos, a principios de los 80, iría surgiendo el concepto de
“economía social” o “economía popular”, vinculado al fortalecimiento de
las relaciones económicas de reciprocidad o de intercambio de fuerza de
trabajo que no pasan por el mercado, y las formas de organización comu­
nal que resultan de ello. Efectivamente, los estudios indicaban que lejos de
ser el resultado de una crisis coyuntural, estas formas organizacionales eran
parte constitutiva de la realidad latinoamericana. Sería también el propio
Quijano quien décadas después de reflexionar sobre el polo marginal, se
interrogaría sobre el pasaje de éste hacia “la economía popular” (1998), y
de modo más preciso, acerca de si el sector de unidades económicas que
no se organiza según la lógica del capital sino sobre la base de la comuni­
dad y la reciprocidad podría ser la base de una economía alternativa. Los
trabajos de investigadores sobre las “organizaciones económicas populares”
formadas entre los “pobladores” en Chile, dirigidos por Luis Razeto2fl, y
posteriormente los del argentino José Luis Coraggio sobre la economía
social o popular, estarían entre los más representativos de esta perspectiva.
O tra línea de estudios, que puso el acento en la economía de ¡obrevivencia, aparece condensada por el concepto introducido por la OH’ de
“Sector Informal Urbano” (SIU ). En su informe sobre Kenia (1972), la
O IT llamaba la atención sobre la existencia de un amplio sector porfucin
de los canales formales de la economía. Años después se crearía e Pro
grama Regional de Empleo para América Latina (PREALC), dependió lin­
de la O IT , con sede en Chile, que definiría al sector informal come “tra
bajadores y/o empresas en actividades no organizadas, que usan proce­
dim ientos tecnológicos sencillos y trabajan en mercados competitivos o
en la base de estructuras económicas caracterizadas por la concentración

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oligopólica” (PREALC, 2006, citado en Salas). De ahí en más, la categoría
de Sector Informal Urbano pasaría a formar parte del vocabulario de téc­
nicos y funcionarios latinoamericanos. No fue ajeno a este éxito el hecho
de que dicha noción parecía apelar a una suerte de neutralidad valorativa,
a diferencia de la tan debatida e “ideologizada” —según algunos—categoría
de marginalidad. Es por eso mismo que ciertos autores consideran que el
concepto de “sector informal” habría reemplazado a la categoría de “mar­
ginalidad” (Salas, 2006). En realidad, ésta es sólo una verdad a medias,
pues si bien es cierto que en América Latina se ha consolidado todo un
área de estudios sobre los sectores informales y las políticas públicas (que
engloban reconocidos autores como Víctor Tokman, Alejandro Portes y B.
Roberts, entre otros), no lo es menos que la categoría de “marginalidad” es
recurrentemente revisitada por diferentes vertientes del pensamiento críti­
co, vinculados a los estudios subalternos, tal como lo muestran numerosos
trabajos académicos realizados a partir de los años 90.
Otro enfoque relevante sobre la cuestión de la marginalidad urbana y
sus dimensiones socioespaciales condujo a una serie de estudios sobre las for­
mas de organización y movilización de los pobres urbanos, en su demanda
de bienes y servicios. Efectivamente, en el espacio urbano, la emergencia
de nuevas luchas (ocupación de tierras), ligadas a las condiciones de vida
y, por ende, al reclamo de la tierra y la vivienda y de los servicios públicos,
daría lugar a los llamados “movimientos sociales urbanos”. Así, el vasto
contingente de marginales que iba ocupando la periferia de las ciudades no
sólo saldría de la invisibilidad y la apatía que algunos le habían adjudicado,
sino que se convertiría en uno de los principales actores de las nuevas mo­
vilizaciones sociales, que incluían desde la acción directa (asentamientos
ilegales) hasta la acción institucional (demandas de título de tierras y dife­
rentes servicios al Estado), adoptando formatos organizacionales duraderos
(por ejemplo, las juntas vecinales).27
La dinámica de luchas urbanas ilustraba el nacimiento de una nueva
matriz de acción territorial, con una fuerte orientación de demandas hacia
el Estado. Esto generaría interpretaciones diversas. Por un lado, los movi­
mientos sociales urbanos serían incluidos dentro de la categoría de “nuevos
movimientos sociales” (Calderón y Jelin, 1987), despertando expectativas
en algunos analistas. Éste fue el caso del español Manuel Castells, autor
de varios libros sobre el tema, entre ellos sobre la urbanización depen­

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diente (1973) y sobre movimientos urbanos (1974), quien postulaba la
articulación entre luchas sociales (urbanas) y luchas políticas (sindicales,
partidarias). Sin embargo, la esperada articulación no tendría lugar. Por
otro lado, otros trabajos concluían en pronósticos más bien pesimistas,
visto el carácter pragmático de los movimientos sociales urbanos, así como
el proceso de cooptación e institucionalización de la acción en el marco del
“desarrollo local” (Ruth Cardoso, 1983).28 Acompañando este diagnóstico,
a mediados de los 80, a la hora de reflexionar sobre los movimientos socia­
les, Theotonio Dos Santos (1986: 50) escribiría en un tono muy sombrío
lo siguiente:
La cuestión de los movimientos sociales adquiere relevancia, en la
actualidad, porque el desarrollo del capitalismo adopta el carácter
de un capitalismo monopolista de Estado. Ya no existe capitalis­
mo sin Estado; no puede funcionar sin él. En la medida en que
funciona a través del Estado, todas las categorías sociales (desde
las clases, los estamentos, grupos sociales, etc.) en una relación di­
recta con él. […] Por el papel más abarcador del capitalismo mo­
nopolista de Estado, los proyectos y la acción de los movimientos
sociales tienden a ser refuncionalizados por el Estado capitalista.
Si se trata de una cuestión habitacional, ella se convierte de inme­
diato en un ítem de política habitacional, de política industrial de
construcción civil, englobando la propiedad de la tierra, el siste­
ma financiero, etc., todo ello inevitablemente relacionado con las
políticas estatales.
En realidad, la desconfianza acerca de la potencialidad de estas masas ni
bañas como actor político así como el estigma de una debilidad de clase
previamente configurada estaba desde el principio ysólo de a ratos cederla,
No por casualidad Kowarick sostenía que le parecía analíticame.ite más
promisorio indagar el significado de estas experiencias colectivas ligándolas
menos a las v.cisitudes de la expansión del capitalismo, y más a l¿ revaln
rización de una subjetividad social, desde enfoques que ponían el acc nio
en la cuestión de la dignidad, o del análisis político de las dinámicas do
insubordinación o de la obediencia, introduciendo la problemática de la
economía moral y de la justicia (Kowarick, 1996 [ 1979]: 7 3 7 ).

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Hacia los años 90, el pasaje a un nuevo tipo societal, caracterizado
por la asociación entre globalización y neoliberalismo, tuvo una repercu­
sión importante en el plano de la acción colectiva, algo que se expresó
en la escasa eficacia de los repertorios tradicionales de acción (marchas,
movilizaciones, huelgas) y, posteriormente, en la (re)emergencia de nuevas
formas de acción, ligadas a la acción directa (saqueos, estallidos sociales,
puebladas, cortes o bloqueos de ruta, escraches, entre otros). Los sistemas
de acción colectiva pasaron por un momento de inflexión -d e crisis y de­
bilitamiento—, visible en la fragmentación de las luchas, la focalización en
demandas puntuales, la presión local o la acción espontánea y semiorganizada. Como en otras latitudes, estos cambios vertiginosos pusieron en tela
de juicio los enfoques analíticos que hasta ese momento venían aplicán­
dose a la lectura de las acciones colectivas, asociados al paradigma de los
movimientos sociales, y fueron abriendo progresivamente la puerta a otro
tipo de perspectivas, vinculadas al modelo político y la teoría de la interac­
ción estratégica. El contexto de reconfiguración social llevó a que ciertos
autores ligados al paradigma identitario de la acción colectiva señalaran
que los movimientos sociales aparecían como “los grandes perdedores”,
subrayando “la incapacidad de los mismos de devenir actores” (A. Touraine); otros harían referencia a la “centralidad de los marginados”, visible
en la descomposición del modelo populista (y sus mediaciones políticas)
y el ingreso a una relación directa entre el líder y las masas (S. Zermeño,
1989). Ambos autores colocaban el énfasis en el carácter fragmentario de
la acción colectiva, su diversificación creciente; más aún, la desarticulación
de identidades colectivas estables.
La inflexión en el sistema de acción colectiva produjo así el desplaza­
miento de la categoría de “movimientos sociales” -q u e había sido hegemónica en los estudios sobre el tem a- y habilitó el uso de aquella otra de
“protesta social”, la cual prontamente desbordó el campo académico, para
pasar a constituir una suerte de lugar común, a la vez periodístico y políti­
co. En ese marco, también se operó un regreso en fuerza de la categoría de
marginalidad, asociada a los desarrollos teóricos propuestos en los años 60.
lis importante detenerse en este nuevo ricorsi antes de volver a la perspectiva asociada a la movilización colectiva.

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M arginalidad y (nueva) cuestión social
A comienzos del siglo X X I, en una revisión sobre la literatura de la margi­
nalidad, treinta años después de los debates dependentistas en torno a la
masa marginal, además de la marginalidad vinculada al modelo industrial,
el sociólogo argentino Javier Auyero subrayaba que varios países de Amé­
rica Latina (entre ellos, la Argentina) estaban viviendo una nueva margi
n alid ad ligada al funcionamiento de la economía posfordista globalizada,
a la terciarización temprana y no moderna y a la puesta en práctica por
parte del Estado de un ajuste neoliberal (2001: 52). Desde mi perspectiva,
lo notorio no era tanto el (re)surgimiento de una problemática que en rea
lidad nunca había estado ausente de la agenda académica, sino más bien
la gran escala que ésta adoptaba, al compás del ajuste neoliberal, visible en
el aumento del desempleo y en la acentuación de las diferentes formas de
precarización laboral y vulnerabilidad social. Por añadidura, en el marco
del modelo de acumulación flexible, se iría expandiendo la idea de que
los nuevos rostros de la marginalidad y la consecuente fractura social no
eran privativos sólo de los países periféricos y que la problemática de l.i
“exclusión” alcanzaba también a los países centrales, donde afloraba a 11 a
vés de diferentes tematizaciones, como “el fin del trabajo”, “la miseria del
mundo”; en fin, lo que en clave de la sociología francesa no tardaría cu
denominarse como “la nueva cuestión social”.
La discusión fue particularmente importante en la Argentina, donde,
en el contexto de implementación de las reformas neoliberales, los índicol
de desempleo y subocupación se habían multiplicado de manera expon su reflexión tanto en los aportes de la sociología francesa (particularmente,
Robert Castell, Pierre Rosanvallon, entre otros), así como en la categoili
de ‘ marginalidad”, acuñada en las décadas anteriores. Como ha sido diclm,
José Nun reeditó el artículo publicado en 1969 sobre la “masa marginal ’
(2001) con la idea de debatir el uso simple y directo que realizaban ciertn*
trabajos producidos en los países centrales que afirmaban el “fin del ti.ihi
jo”, en sus diferentes versiones. Nun criticaba la visión sociológica acmn
del fin del trabajo asdariado estable y bien remunerado (en la cual i tu lula
a Claus Offe, U lrichBeck, Pierre Rosanvallon), entendiéndola en téruii
nos de horizonte de comprensión histórico en la reflexión en los puf MI

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centrales. Desde una perspectiva histórica más amplia, para Nun la marginalidad formaba parte del funcionamiento y reproducción del sistema
capitalista (no simplemente de su disfuncionamiento), y no podía ser leída
como una forma transicional. Sin embargo, reconocía que las profundas
transformaciones que había sufrido la estructura ocupacional en los
últimos cincuenta años hacían que ésta se hubiera vuelto más heterogénea
e inestable; a lo cual se añadía la crisis de la gran fábrica fordista, que
relegaba a la mano de obra no calificada y generaba incertidumbre en
trabajadores calificados para los cuales perdía sentido la idea de “carrera”.
En suma, lejos de ser un proceso transicional, la masa marginal se había
pluralizado, variaba la funcionalidad de sus efectos según el sector de
referencia, marcando la crisis de la sociedad salarial, que es una forma
determinada que adoptó el capitalismo, muy especialmente en los países
centrales. Por otra parte, Nun sostenía que finalmente su visión había
resultado acertada, pese a las críticas que E H. Cardoso había hecho tres
décadas antes a la noción de “masa marginal” acerca de su carácter amplio
e inespecífico. Por ello, insistía que la categoría no alcanzaba solamente el
fenómeno del desempleo, como algunos autores habían querido interpretar,
sino también una serie diversa y plural de modalidades de relación con los
sectores dominantes de la economía, que pueden ser analizadas a través de
las sucesivas modificaciones de la estructura ocupacional. De modo que
podían incluirse tanto las formas de precarización que asumía el sistema
actual de relaciones laborales, pero también las formas de cuentapropismo
e informalidad.
Por otro lado, existían varias diferencias entre el abordaje latinoameri­
cano de la “marginalidad” y el más contemporáneo sobre exclusión y vul­
nerabilidad. D e un lado, la noción de marginalidad tenía una connotación
fuerte, ieferida a una sociedad que se analizaba según clases sociales, donde
se asociiban las categorías de exclusión con explotación (N. Perona, 2001:
18). De otro lado, la reflexión proveniente de los países centrales se inser­
taba en una sociología de la descomposición social, tal como lo mostraba
el exitoso libro de entrevistas coordinado por Pierre Bourdieu (1993), L a
m iseria del mundo, o los textos del propio Castel, quien no podía concebir
otras solidaridades sociales que no tuvieran como base el mundo laboral
(en crisis) o la protección del Estado.29 En ese marco, los excluidos o los
desafiliidos eran definidos por la negativa, por la dificultad de la moviliza-

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e b a t e s l a t in o a m e r ic a n o s

ción o de constituirse en un sujeto social o, como afirmaban los franceses
Pierre Rosanvallon y Jean-Pail Fitoussi en L a nueva era de las desigualdades
(1997), por expresar una “falla del tejido social”.
Quien iba más allá que otros autores, tanto en su recorrido histórico
por el mundo preindustrial como por el rechazo a la idea de una sociedad
dual, basada en la noción estática de “exclusión social”, era Robert Castel. En su difundido libro L a metamorfosis de la sociedad salarial (1995),
asociaba la cuestión social a la crisis de la sociedad salarial, visible en la
desestabilización de los estables, la instalación de la precariedad laboral y
el déficit de lugares ocupables en la estructura social (la superpoblación
flotante). Desde su perspectiva, el fenómeno se apoyaba en la pérdida de l.i
dimensión integradora del Estado, pero también, en otro nivel, de las pro­
pias empresas. Convergían así una modalidad de intervención focalizada
del Estado (una política de inserción, no de integración) con una política
de flexibilización y competitividad de las empresas que descalificaba a los
menos aptos y dejaba afuera a los más jóvenes, que devenían “trabajadores
sin trabajo” o “los inútiles del mundo”. Asimismo, Castel proponía una
teoría de la integración social, basada en una mirada procesual. Partía ele
la hipótesis general acerca de la “correlación entre el lugar ocupado en la
división social del trabajo” (la mayor o menor integración por el trabajo),
y la densidad de inscripción relacional en las redes familiares y de sociabí
lidad —los soportes de proximidad—. De este modo, existirían tres zonas di
ferentes de cohesión social: zonas caracterizadas por la integración -trabajo
estable más sólida inserción relacional-, zonas de desafiliación -ausencia
de actividad productivi más aislamiento relacional— y zonas de vulnera
bilidad social, intermedias o inestables, caracterizadas por la precariedad
laboral y la fragilidad relacional. En ese sentido, la zona de exclusión y de
vulnerabilidad daba cuenta también del modo en que las sociedades sala
riales europeas habían disuelto las estructuras comunitarias y sociales de
integración (soportes de proximidad), que existieron, por lo menos, hasta
fines de la década del 30.
El panorama era muy distinto en América Latina, donde históru a
mente el déficit de integración sistémica se había cubierto a través del de
sarrollo de otros lazos ¡ociales, basado en la autoorganización popula i, tal
como lo habían mostndo las diferentes investigaciones de índole antro
pológica y sociológica sobre la marginalidad. De todos modos, más allí)

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de las visibles diferencias, la reflexión sobre los nuevos procesos de desco­
lectivización apuntó a construir un ámbito común en torno al tema de la
marginalidad, la exclusión y la vulnerabilidad, entre la sociología argentina
y la francesa. Sin embargo, este intercambio tuvo un sentido asimétrico. La
autorreferencialidad de la literatura europea, encarnada por sus represen­
tantes sociológicos franceses, contrastaba con la búsqueda de un verdadero
diálogo propuesto por los sociólogos y antropólogos argentinos, que insis­
tían en establecer una perspectiva comparada, en términos de Norte-Sur,
respecto de los nuevos procesos de exclusión y marginalidad. El diálogo
terminó por ser unidireccional: en su carácter autocentrado, la sociología
francesa ignoró por completo las elaboraciones intelectuales de los latinoa­
mericanos (presentes y pasadas), mientras que en una suerte de renovado
acto de dependencia intelectual y epistémica, las ciencias sociales en la
Argentina se empaparon de las supuestas nuevas categorías provenientes
del centro, intentando acoplarlas con aquellas provenientes de la tradición
sociológica y antropológica latinoamericana.
Finalmente, en la actualidad, la tesis del polo marginal ha sido reto­
mada por el Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA), equipo
dirigido por el sociólogo argentino Agustín Salvia, quien en diferentes tex­
tos ha llamado la atención sobre la existencia de un escenario socioeco­
nómico que acumula dos o más generaciones de miembros impedidos de
accederá efectivas oportunidades de movilidad social (2005: 32). A partir
de 2007, el O D SA ha venido asumiendo un rol más importante en la
Argentina debido a la escasa credibilidad de las cifras oficiales difundidas
por el Indec, luego de su intervención por parte del gobierno kirchnerista, en 2007. Para Salvia y su equipo, más allá del crecimiento económico
registrado en la última década, se habría consolidado un polo marginal,
conformado sobre todo por trabajadores precarios por debajo de la línea de
indigencia y beneficiarios de planes de empleo. A esto hay que agregar los
subocupados y aquéllos desempleados “desalentados” que no son incluidos
enlas cifras oficiales (citado en Kessler, 2014: 83).30
Elcaso es que, en un marco de. déficit tradicional de integración sisteinlticacom o el que ilustra América Latina, la generación de otros soportes
sociales de integración —redes de reciprocidad, economía social, acción co­
lectiva- aparecen como una parte constitutiva de su realidad.

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e b a t e s l a t in o a m e r ic a n o s

D e los movimientos sociales urbanos a los nuevos movimientos socioterritoriales
En la actualidad, parecería haber un cierto consenso entre diferentes analistas
latinoamericanos acerca de dos cuestiones: la primera se refiere al retorno de
la noción de movimientos sociales. La apertura de un nuevo ciclo de luchas
contra la globalización neoliberal, a partir de 1994, ilustra esta afirmación
del regreso de los movimientos sociales en sentido fuerte. Ciertamente, el
cuestionamiento al ajuste neoliberal no provino de las fuerzas encuadradas
en la política institucional, sino más bien de organizaciones y sectores tra­
dicionalmente excluidos o considerados marginales, desde indígenas y cam­
pesinos hasta desocupados. Un primer momento del ciclo se abrió con la
irrupción del zapatismo en Chiapas, el cual fue, como ha sido dicho en otro
capítulo, el primer movimiento contra la globalización neoliberal que a su
vez interpeló fuertemente a las nuevas izquierdas latinoamericanas e influyó
en los grupos y colectivos alterglobalización que se estaban gestando tanto
en Europa como en los Estados Unidos. Un segundo momento, que señalará
una progresiva acumulación de las luchas contra las reformas neoliberales,
arrancaría en el año 2000, con la Guerra del Agua en Cochabamba, y cono­
cería nuevas inflexiones en la Argentina en diciembre de 2001, en Ecuador
en 2005, nuevamente en Bolivia en 2003 y 2006, entre otros hitos. Fueron
entonces las organizaciones y los movimientos sociales los grandes protago
nistas de este nuevo ciclo, los que a través de sus luchas y reivindicaciones,
aun de la práctica insurreccional, lograron abrir la agenda pública y colccai
en ella nuevas problemáticas, contribuyendo con ello a legitimar otras formas
de pensar la política y las relaciones sociales: la crisis de representación de los
sistemas vigentes, el reclamo frente a la conculcación de los derechos más
elementales, la defensa de los recursos naturales, prontamente tematizados
como bienes comunes, en fin, la reivindicación de las autonomías indígenas.
El segundo punto de consenso hace referencia a la importancia <|iir
han adquirido los movimientos socioterritoriales. Si hacia los años 60 y /(),
el proceso de territorialización estaba asociado al hábitat y las condicione*»
de vida, desde fines de los 80 el territorio se file erigiendo en el lugar J)i i
vilegiado de disputa a partir de la implementación de las nuevas políti .is
sociales de carácter focalizado, diseñadas desde el poder con vistas al c» 11
trol y la contención de la pobreza. De manera más reciente, con el nuevo
siglo, la disputa por el territorio ha conocido otras inflexiones a partí i i lt

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las nuevas modalidades que adoptaría la lógica del capital en los espacios
considerados estratégicos en términos de recursos naturales. Así una de las
dimensiones constituyentes de los movimientos sociales latinoamericanos
es la territorialidad. En términos generales, tanto para los movimientos ur­
banos como rurales, el territorio aparece como un espacio de resistencia y
también, progresivamente, como un lugar de resignificación y creación de
nuevas relaciones sociales. En fin, para un arco bastante extenso y represen­
tativo de las ciencias sociales latinoamericanas, los movimientos sociales lati­
noamericanos deben ser entendidos como movimientos socioterritoriales.31
En esta misma línea, no hay que olvidar que América Latina conti­
núa siendo el continente más desigual. La marginalidad es así uno de los
grandes temas que nos advierte sobre la consolidación y el alcance de las
desigualdades sociales (Kessler, 2014). En la actualidad, un dato no menor
(Cepal, 2 012) indica que el 19% de la población latinoamericana estaría
bajo planes sociales (política de bonos o Programas de Transferencia de
Ingresos), esto es, alrededor de unas ciento trece millones de personas, que
incluyen quince países latinoamericanos, independientemente de su signo
ideológico, y cuyas beneficiarías principales son las mujeres jefas de hogar.32
Un dato sin duda inquietante, que confirma la consolidación de un polo
marginal, y nos obliga a pensar las consecuencias de la cristalización de un
modelo de ciudadanía asistencial-participativa, altamente dependiente del
Estado, que ofrece a los sujetos escasas posibilidades de desarrollarse con
autonomía (política, social, económica).
En suma, por encima de la especificidad disciplinaria y de los matices
epistemológicos de los diferentes abordajes, los estudios antropológicos, eco­
nómicos y sociológicos pusieron al descubierto una densa trama de redes
locales de cooperación, ligadas al mundo de la pobreza y de las necesidades
básicas. Supieron mostrar que, históricamente, por su condición periférica
y dependiente, los territorios latinoamericanos han sido y continúan sien­
do fábricas de solidaridad colectiva. Situados por fuera del mercado formal
y frente a la ausencia del Estado, gran parte de los sectores populares han
terido que desarrollar y reproducirse -mediante estructuras de reciprocidad
y formar autogestivas de cooperación. En el mundo andino, la persistenciade laform a “comunidad” suele ser la clave para explicar la actualización
de redes de cooperación e interdependencia, pero en contextos urbanos de
dearraie», marcados p r la modernización desigual y la cultura plebeya, el

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ethos popular-comunitario debe ser generado desde otros lugares de cruce
y articulación y, por ende, requiere el desarrollo o la gestación de nuevas
solidaridades.
Así, el trabajo de autoorganización de los sectores populares promueve
el cíclico retorno al primer plano de los movimientos socioterritoriales, plan­
teando una y otra vez el interrogante acerca del alcance de la politicidad de
los sectores marginales, sea que unos los consideren como potenciales porta­
dores de un ethos popular comunitario o de una economía solidaria que abre
a la posibilidad para pensar otras alternativas societales, desde el principio
de la reciprocidad, sea que se vea en ellos la confirmación de la fragmen­
tación y la polarización de la matriz sociopolítica, la cristalización de los
lazos con el Estado vía políticas sociales compensatorias, en un contexto de
empobrecimiento y aumento de las desigualdades. En consecuencia, sobre
esta realidad asociada a la persistencia y reproducción de la “marginalidad”
se irán desarrollando una pluralidad de enfoques: por un lado, aquéllos que
privilegian las dinámicas colectivas y vinculan el proceso de territorialización
de las clases populares a la posibilidad de recomposición del lazo social, de
la emergencia de una economía popular y el cuestionamiento —aunque sea
temporario- del orden existente por parte de los movimientos sociales; por
otro lado, aquéllos que tienden a subrayar la negatividad del fenómeno y ven
en la marginalidad la expresión de una economía política de la pobreza, de
una matriz popular segmentada, en fin, la consolidación de un polo margi­
nal o pobreza estructural, altamente dependiente del Estado.
Debate recurrente e inagotable para el cual no existe ni una respucsi.i
general ni tampoco unívoca, más allá de los extremos - a veces coyunturalcs
o epocales- que van del polo miserabilista al polo celebratorio, pero que no
excluyen la existencia de otras posibilidades interpretativas, que ilustran l.i
complejidad y el carácter ambivalente de la problemática. Sea cual fuere
la interpretación, vistos como posibles agentes de cambio o como pobres
estructurales dependientes del Estado y carentes de autonomía política, o
bien, ambas dimensiones reunidas en una perspectiva óntica, el mensaje
de esas formas de solidaridad subalternas gestadas desde los márgenes la sociedad no ha cesado de interpelar al pensamiento crítico y desafiar Id
imaginación política latinoamericana.

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Notas
1 Desde Clacso, hubo varios textos colectivos que abordaron la nueva problemática
(véase Boron et aL, 1999, Clacso).
2 “La Argentina y en general América Latina son mucho más dependientes hoy que
hace treinta años. El ministro de Economía Adalbert Krieger Vasena [ministro de Economía
del general Onganía, presidente de facto entre 1963 y 1966] era muchísimo menos depen­
diente de lo que es Roque Fernández [ministro de Economía durante el gobierno de Carlos
Menem entre 1996 y 1999]. Lo mismo cabe para Brasil o México, que no puede disponer de
la renta petrolera porque está administrada por el Departamento del Tesoro norteamericano.
Sin embargo, el discurso de la globalización intenta hacernos creer que la dependencia des­
apareció. O que va a desaparecer. En realidad, es mucho mayor que antes. Basta con ver la
progresión en el crecimiento de la deuda externa argentina” (Boron, 1998).
3 Esto no es casual. Como cuenta T. Dos Santos, en los años 70 comenzó a operarse
una articulación entre los grupos dirigidos por Samir Amin, en África, y la teoría de la
dependencia. Entre estos grupos estaba I. Wallerstein, quien en ese entonces era especialis­
ta en estudios poscoloniales en África y recién comenzaba a trabajar con la idea de sistema
mundial, retomando al historiador francés F. Braudel (entrevista realizada por Vidal Moli­
na, 2013: 195). De hecho, el texto “El moderno sistema mundial”, de Wallerstein, tuvo su
primera publicación en 1974. Por otro lado, son varios los autores que reconocen sobre
todo en Gunder Frank a uno de los precursores de la teoría del sistema mundial, asociada
a la figura de Wallerstein (Dos Santos, 2005; Rodríguez, 2007; Hurtado, 2004), pero
como ha sido dicho, su estilo generalizador y por momentos simplificador, no contribuyó
a su valoración sino todo lo contrario; hicieron de él un blanco por momentos de fácil
descalificación, en la lucha a la vez teórica y política de la época.
4Sucedía, ciertamente, que los dependentistas leían el proceso de relaciones jerárqui­
cas entrecentro y periferia desde la periferia, y sobre todo, a partir de los cambios operados
en el maico de los diferentes Estados-nación. Asimismo, el binomio desarrollo/subdesarro11o era leído en dicha clave, pues todo parecía indicar que si un gobierno tomaba ciertas
disposiciones, a nivel del Estado-nación, podría desconectarse. En realidad, el partidario
de la desconexión fue Samir Amin, aunque la tesis está implícita en varios dependentistas.
De Amin véase L edévelofpm en t inégal.
5El texto revela un conocimiento demasiado genérico de la teoría de la dependencia,
li cual, catre otras cosas, ao ignoraba la noción de “interdependencia jerárquica”. Al mis­
mo tiempo, la propuesta ¿e un iew d eal impulsada por Negri y Coceo sería leída como un
aval político a los gobiernos progresistas emergentes.
6 Rse a que se destacan los vínculos críticos con la teoría de la dependencia, de los
trece artículos recogidos en esta importante compilación sólo el artículo de los coordina­
dores, a bs que se agregan el de Quijano y Juliana Flórez Flórez, hacen alguna referencia
al tema.
7 Dcen Castro Gómez y Grosfoguel que “El pensamiento heterárquico es un intento
[or coneeptualizai las estiuctuns sociales con un nuevo lenguaje que desborda el paradig­
ma de Iaciencia social eurocénrica heredado desde el siglo XIX".

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8
Resulta interesante añadir que, según Eduardo Oviedo, para expertos de la Repú­
blica Popular de China, el “accionar a nivel regional [de Brasil] es descripto claramente por
el concepto chino de pequeño hegemonismo’ {xiao baquanzhuyt), comúnmente denomi
nado en Occidente como hegemonía regional” (2014: 15).
5 El término BR IC fue acuñado por Goldman Sachs, en 2001, para hacer referencia
a aquellas economías emergentes que marcarían el devenir económico y político del siglo
XXI. Los BRICS hicieron la primera reunión en el año 2006, con la presencia de Brasil,
Rusia, India y China. A partir del año 2010 se invitó a Sudáfrica a formar parte del grupo
10 Esta lectura es empero contestada por diversos autores, entre ellos, la brasileña
Virgina Fontes, la cual considera que en realidad hay que alejarse de la visión de Mariin,
pues el capitalismo brasileño ya no es dependiente, no es tampoco un centro mediano acumulación y tampoco ejerce un rol de subpotencia (citado en Zibechi, 2012: 255).
11 Este apartado remite en parte, al artículo elaborado juntamente con Ariel SUg.ili
(Svampa y Slipak, 2015). Asimismo, me he permitido utilizar información socializada
generosamente por Edgardo Lander (2014), con quien compartimos el Grupo Permancn
te de Alternativas al Desarrollo.
12 En consonancia con ello, el Consejo Nacional de Inteligencia de los Estados Uní
dos ha señalado que “La difusión del poder entre los países tendrá un impacto dramátii o
para el año 2030. Asia habrá superado a América del Norte y a Europa combinadas en
términos de poder global, basada en el PIB, población, el gasto militar y la inversión in
nológica. China sola probablemente tendrá la economía más grande, superando a la de los
Estados Unidos unos pocos años antes de 20 3 0 ”. National Intelligence Council, Glol'.il
Trends 2 030: A lternative Worlds, diciembre de 2012.
13 “En tanto los medios discuten la decadencia estadunidense, la mayor atención m' I.
presta a China como potencial sucesor hegemónico. Esto tampoco es certero. No hay duda
de que China es un país que crece en fuerza geopolítica. Pero acceder al rol de poder hegr
mónico es un proceso arduo y prolongado. Normalmente le tomaría por lo menos nlrn
medio agio a algún país para que alcanzara la posición donde pudiera ejercer un podi i
hegemónico. Y esto significa un tiempo largo en el que cualquier cosí puede piisai'
(Wallemein, 2013).
14 Por otro lado, como ha sido señalado por varios analistas, a diferencia de la li an si
ción rusa (y en general de Europa del Este) hacia una economía de mercado, estuvo l>a ..nln
en terapias de shock neoliberales orientadas por el Consenso de Washington, la transii ión
china hacia una economía de mercado se realizó con la preservación de ui fuerte tom 11 il
por parte del Estado y del Partido Comunista. Deng Xiaoping y sus aliados asumieron ■I
control del gobierno y del Partido Comunista chino en el año 1978 después de la liuu 11 •
de M a c Tsé Tung, y anunciaron el impulso de “socialismo con características chinas”, »|iu
tenía como uno de sus lemas: “Que unos se hagan ricos primero para queotros seputil.ili
hacer reos después” (citado en Lander, 2014).
l5 Otro de los temas que cobran mayor relevancia son los préstamos Un estudio n
ciente consigna que la mayoría de los préstamos chinos en la región han sdo para iníi n ,
tructuia (55% ), seguido de energía (27% ) y minería (13% ). El principd prestaniÍM.i li i
sido el Banco de Desarrollo de China, que concedió alrededor del 7 1 % le los prístuimo

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hacia la región, y el principal beneficiario fue Venezuela, con algo más de la mitad de los
fondos prestados para financiar trece proyectos. Como beneficiarios de los préstamos se
destacan Brasil y Argentina, al recibir cada uno de ellos cerca del 14% de los préstamos
realizados en la región. Los préstamos chinos a Ecuador y Venezuela están ocupando el
lugar de los mercados de deuda soberana. “El financiamiento chino es a menudo el pres­
tamista de última instancia’. No es uno barato, pero debido a la preocupación de la comu­
nidad financiera internacional sobre Venezuela y Ecuador y las primas de alto riesgo que
acarrearían, los préstamos chinos son una opción atractiva” (Myers, 2011, citado en Slipak, 2014). Gallagher et al. (2012) concluyen que contrariamente a lo que sugieren otros
observadores, “los términos de los créditos chinos a América Latina pueden ser más estric­
tos que los de los créditos occidentales, que los bancos chinos no imponen condiciona­
mientos políticos (pero sí de otra naturaleza) y para sorpresa de muchos, mostramos que
el financiamiento chino opera bajo un conjunto de directrices medioambientales, aunque
estas directrices no están aún a la par de los prestamistas occidentales”.
16 Disponible en www.politica-china.org/imxd/noticias/doc/1225872371Texto_integro_del_Documento_sobre_la_Politica_de_China_hacia.pdf.
17Algo que ya habría sucedido durante la Guerra Fría, aun si las diferencias con este
período tienen que ver con el hecho de que no existiría una polarización ideológica, luego
del colapso de los países socialistas.
18En el marco de este proceso de desoccidentalización, los Estados pequeños tienen dos
opciones: “o bien tender hacia la des-occidentalización y en este caso optar por la China en
vez de los Estados Unidos o la Unión Europea u optar por éstos últimos. En América del Sur,
Colombia y Chile, por ejemplo, optan hoy no por la des-occidentalización sino por la reoccidentalización. Es decir, reforzar el esfuerzo de los Estados Unidos y la Unión Europea por
retomar el liderazgo que construyeron durante quinientos años. Pero ya no será posible y éste
es el aspecto interesante de la des-occidentalización, tanto en China como en el Ecuador de
Correa. Al mismo tiempo, la prioridad de la des-occidentalización son las alianzas y las rela­
ciones comerciales ypolíticas en el orden global” (Mignolo, 2013).
19Oviedo resume de la siguiente manera las relaciones entre China y América Latina:
“Combinando la teoría del sistema-mundo con la posición de los países en la estructura
económica internacional, las relaciones entre China y los Estados latinoamericanos clara­
mente aparecen divididas en tres diferentes tipos económicos, estimados en términos del
Producto Interno Bruto (PIB) de las naciones publicado por el Banco Mundial: a) China
y Brasil mantienen desde 2 0 0 7 una relación centro-centro (debido a las capaadades de
gnndes potencias económicas de ambas naciones: China desde 1998 y Brasil desde 2007):
b) China y México implementan relaciones centro-semiperiféricas (China como Estado
central y México como mediana economía) y; c) el resto de las economías latinoamerica­
nas mantienen relaciones centro-periféricas con China. En la relación horizontal chinocsiadounidense, América Latina es considerada más objeto que sujeto de la política mun­
dial” (Oviedo, 2011: 17-18).
20 ‘El aumento de las actividades industriales en productos cada vez más sofisticados
cu China es mal, piro no lo es en Brasil -co n la excepción de unas pocas ramas-. En con­
creto, más allá de li disminución relativa drl peso tic la industria, se observa que el creci­

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e b a t e s l a t in o a m e r ic a n o s

miento de las ramas de media-alta intensidad tecnológica es mucho más rápido que el de
baja tecnología en los últimos años, pero que el saldo de la balanza comercial de los prime­
ros es negativo, mientras que el de productos de ramas de baja tecnología es positivo”
(Salama, 2011: 239),
21 Aun si todo esto estuvo lejos de evitar que, con posterioridad, Estados Unidos fir­
mara T L C (Tratados de Libre Comercio) de forma bilateral con varios países latinoameri
canos.
22 Pese a ello, el saldo comercial es claramente negativo: mientras que en 2008, Ar­
gentina exportaba por U$A millones 6.354.957 e importaba por USA 7.103.886; en 201 ‘
las exportaciones eran por U$A 5.510.627 y las importaciones de USA 11.243.312 (Boli
nagaySlipak, 2014),
23 “China estornuda y América Latina se resfría”, suele citarse en la prensa internacional.
24 El artículo ‘’Supervivencia en una barriada de la ciudad de México” data dr
1973, aunque el libtro C ó m o so b reviven lo s m arg in ad o s es de 1975. Este primer artículo
aparece reproducido en el libro Redes so ciales, cu ltu ra y pod er. En sayo s d e an tro p o lo g ía la
tin o a m e rica n a , M éxico, Flacso, 1998. Allí Lomnitz decía: “La tesis de este libro sostiene
que el marginado vive gracias a una organización social sui generis, en que la falta de
seguridad económ ica se compensa mediante redes de intercambio recíproco de bienes y
servicios. Estas redes representan de hecho un sistema de seguro cooperativo informal
que incluye entre sus múltiples funciones la de alojar y alimentar a los migrantes duran
te el período inicial de su adaptación a la ciudad, y la de mantener a los pobladores dr
barriadas durante los frecuentes períodos de desempleo o incapacitación. Además, la>
redes otorgan un apoyo emocional y moral al individuo marginado, y centralizan su vid»
cultural, frente a la virtual ausencia de cualquier otro tipo de participación organizad»
en la vida de la ciudad o la nación. Podemos afirmar, por lo tanto, que la red de Ínter
cambio recíproco constituye la comunidad efectiva del marginado urbano, en las barría
das latinoamericanas”.
25 “Este sistema seguirá las reglas de reciprocidad, una modalidad de intercambio emir
iguales, incrustada en una urdimbre de relaciones sociales, que persiste en el tiempo y no el
pasajera y casual com«o los intercambios en el mercado” (Lomnitz, 1998 [1973]: 92).
26 Razeto publicaría varios textos sobre las Organizaciones Económicas Populares.
27 A la segregación socioeconómica se sumaba la segregación espacial. Surge así li
noción de “expoliación urbana”, desarrollada por Kowarick (1975), quien asociaba ésin i
la “sumatoria de distorsiones que operan por la inexistencia o precariedad de servicios d
consumo colectivo que (conjuntamente con la tierra y la vivienda) se consideran social
mente necesarios, en relación con los niveles de subsistencia, y que agudizan aún m á s li
dilapidación que se realiza en el ámbito de las relaciones de trabajo” (1996: 731).
28 Entre los años 70 y 80 cuando en gran parte de América Latina se llevó a cabo «I
pasaje de la movilización del “pueblo” a los “nuevos movimientos sociales”. Por otro lado
el uso latinoamericano de la categoría de “nuevos movimientos sociales” resultaba mui
engañoso, pues varios de los movimientos analizados (como aquéllos indígenas-campe a
nos) poco tenían de ‘“nuevo”. Por último, vale la pena agregar que durante los años 8 0 , l<>.
análisis daban cuenta de un fuerte proceso de heterogeneidad de las luchas, lo cual lili

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leído también en términos de creciente disociación entre lo social y lo político (E. Jelin, F.
Calderón, Ruth Cardoso, entre otros).
29 No retomo aquí la reflexión de la literatura norteamericana, que aborda la proble­
mática en términos de “infraclase”. William Wilson define a la infraclase en relación a seis
rasgos centrales: residencia en un espacio aislado de otras clases sociales, desocupación de
larga data, hogares cuyo jefe es la mujer, ausencia de formación y de calificación, períodos
prolongados de pobreza y de asistencia pública y una tendencia a implicarse en delitos
urbanos. Para ver el vínculo con la literatura norteamericana, véase Auyero (2001).
30 El texto de Kessler ofrece además un equilibrado y exhaustivo debate sobre la cues­
tión de la desigualdad en la Argentina, desde una perspectiva multidimensional, en la úllima década (2003-2014).
31 Esta caracterización es utilizada, entre otros, por B. Manzano Fernandes y otros
destacados geógrafos brasileños (Milton Santos, Carlos Porto Gonjalves, Jorge Montene­
gro, entre otros); N. Giarracca , Miguel Teubal, Horacio Machado y la autora en la Argen­
tina; T. Palau en Paraguay; R. Zibechi en Uruguay.
32“En primer lugar, los PTC han conseguido llegar a una gran proporción de pobla­
ción que se encuentra en situación de pobreza o extrema pobreza. Según las últimas esti­
maciones disponibles, de estos programas se benefician 25 millones de familias, que eng­
loban en conjunto a 113 millones de personas. Esto representa un 19% de la población
total de la región. En términos de cobertura respecto de la población que se pretende
atender (en situación de pobreza o extrema pobreza), los rendimientos varían sustancialinente de un país a otro. En 7 países (Argentina, Brasil, Colombia, Chile, Ecuador, Méxi­
co y Uruguay) la cobertura alcanza casi la totalidad de la población indigente. En el resto
de los países, la cobertura de la población indigente va desde el 89% en la República Do­
minicana hasta apenas el25 ,2 % en el Paraguay” (Cepal, 2012: 56).