Debates latinoamericanos. Indianismo, desarrollo, dependencia, populismo I

Porque muchos de nuestros sueñosfueron reducidos a lo que existe, y lo que existe muchas veces es una pesadilla, ser utópico es la manera más consistente de ser realista en el inicio del siglo XXI.
Boaventura de Sousa Santos

Este texto de Maristella Svampa es de lo mejor que ha producido la nueva generación de intelectuales, teóricos y cientistas sociales del continente Abya Yala que han abierto los horizontes epistemológicos y han roto las amarras con las viejas teorías dogmáticas incapaces de dar cuenta de los nuevos tiempos del topo de la historia. Con estre material de primera categoría lanzamos el nuevo taller de la Universidad Libre de la Tierra y del Común: “Historia y debates de las ciencias sociales y de los sujetos del cambio en nuestro continente Abya Yala” con sesiones presenciales y virtuales. Comuníquese en unlibre@gmail.com



MARISTELLA SVAMPA
DEBATES LATINOAMERICANOS
Indianismo, desarrollo, dependencia, populismo
edhasa
Svampa, Maristella
Debates latinoamericanos/Maristella Svampa.
-la ed.-Ciudad Autónoma de Buenos Aires:
Edhasa, 2016.
568 p.; 22,5 x 15,5 cm.
ISBN 978-987-628-400-4
1. Análisis Sociológico. 2. Sociología. I.
Título.
CDD 301______________________________

Diseño de tapa: Eduardo Ruiz
Primera edición: abril de 2016
© Maristella Svampa, 2016
© De la presente edición Edhasa, 2016
Córdoba 744 2o C, Buenos Aires
info@edhasa.com.ar
http://www.edhasa.com.ar
Avda. Diagonal, 519-521. 08029 Barcelona
E-mail: info@edhasa.es
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ISBN: 978-987-628-400-4

A la memoria de Norma Giarracca

El dogma tiene la utilidad de un derrotero, de una carta geográfica, es la sola garantía de no repetir dos veces, con la ilusión de avanzar el mismo recorrido y de no encerrarse, por mala información, en ningún impasse.
[…] El dogma no es un itinerario sino una brújula en el viaje. Para pensar con libertad, la primera condición es abandonar la preocupación de la libertad absoluta. El pensamiento tiene la necesidad estricta de rumbo y objeto. Pensar bien, es, en gran parte, una cuestión de dirección o de órbita.
]. C. Mariátegui, Defensa del marxismo.

En los últimos años el sociólogo latinoamericano padeció el horror de sus propios clásicos. Es necesario volver a ellos, releerlos o recuperarlos, sobre todo en lo que tienen de experiencia vivafrente al neocolonialismo que acompaña desde su nacimiento a las nuevas naciones y en un sentido más, en la posibilidad que los clásicos de América Latina nos dan de repetir sus hazañas, de hablar en pequeños libros de los grandes problemas nacionales.
El ridículo rigor de los problemas minúsculos hace que en este momento casi los únicos sociólogos que han escrito libros sobre América Latina o sobre países latinoamericanos sean sociólogos y especialistas en ciencias políticas norteamericanos y europeos. ¿Qué breve historia de América Latina hemos escrito? ¿Qué monograjta de la estructura social de nuestros países? ¿Qué historia del sindicalismo y la clase obrera? ¿Qué historia de los monopolios norteamericanos en América Latina o en nuestros países?
Éstos son los temas a estudiar y estos temas nos inducen a acercar estrechamente sociología y la ciencia política, e incluso a dar más y más énfasis a los estudios de cienciapolítica y de historia contemporánea., como está ocurriendo en lospropios Estados Unidos ante una situación de crisis.
Pablo González Casanova, La nueva sociología y la crisis en América Latina, 1969 [1965]: 191.

Porque muchos de nuestros sueñosfueron reducidos a lo que existe, y lo que existe muchas veces es una pesadilla, ser utópico es la manera más consistente de ser realista en el inicio del siglo XXI.
Boaventura de Sousa Santos

índice
Introducción…………………………………………………………………………….
Primera Parte
Debates latinoamericanos e historia
Capítulo 1. El debate sobre lo indígena y la indianidad ……………
Capítulo 2. Entre la obsesión y la crítica al desarrollo………………..
Capítulo 3. La dependencia como eje organizador…………………….
Capítulo 4. Populismos, política y democracia …………………………
Segunda Parte
Escenarios, debates contemporáneos y categorías en disputa
Introducción……………………………………………………………………………
Capítulo 1. Las vías del indianismo. Los derechos de los pueblos originarios a debate……………………………………………
Capítulo 2. Debates sobre el desarrollo……………………………………..
Capítulo 3. La dependencia como “brújula” …………………………….
Capítulo 4. Populismos del siglo XXI……………………………………….
Reflexiones finales……………………………………………………………………
Bibliografía citada……..!……………………………………………………………
Agradecimientos……………………………………………………………………..

Introducción

Uno de los grandes problemas de la teoría social latinoamericana es el déficit de acumulación, que no se debe solamente al borramiento ocasionado de modo cíclico por dictaduras y exilios, sino también a la recurrente desvalorización y al olvido de lo que hemos producido y elaborado en estas latitudes, esto es, al desdén por los aportes conceptuales, debates de ideas y núcleos temáticos que han recorrido la reflexión teórica y social en América Latina. Existe así una dificultad propia en la construcción del legado, asociado a la gran debilidad en la trasmisión -académica y extra­ académica-, no sólo en términos regionales sino también generacionales, acentuada por el modo tan contundente con el que tantos académicos e intelectuales latinoamericanos hacen tabula rasa -vaivenes políticos y giros epistemológicos mediante- sepultando, a través de una dialéctica sin síntesis, debates y categorías que convocaron en otras épocas una parte importante del pensamiento crítico.
Por otro lado, el déficit de acumulación está ligado también a la voca­
ción antropofágica de la cultura latinoamericana, manifiesta en la histórica
voracidad por incorporar otros léxicos, otros vocabularios filosóficos y po­
líticos. Nada de lo ajeno nos es extraño, lo cual, como ya señalaba en 1928
el brasileño Oswald de Andrade, ilustra nuestra capacidad para devorar
todo lo ajeno e incorporarlo para crear así una identidad compleja, nueva
y constantemente cambiante. Sin embargo, la contracara de este talante
intelectual movedizo y omnívoro, de esta hibridez constitutiva, en fin, de
esta capacidad de devenir artística, cultural e intelectualmente cosmopolita
es también la acentuación de la dependencia intelectual.
También merecen destacarse los procesos de expropiación epistémica. En este punto vale la pena traer al recuerdo una anécdota. Hace poco

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tiempo, estando en el Foro Social Mundial, realizado en Túnez en marzo
de 2015, mientras esperaba mi turno para hablar, junto con un colega
brasileño nos sentamos a escuchar a un conocido economista francés, que
en ese momento disertaba sobre la globalización y sus críticos. En su inter­
vención, el buen hombre hizo una referencia a la teoría de la dependencia,
y sin vacilar, afirmó que sus fundadores eran Samir Amin y André Gunder
Frank. Mi colega brasileño y yo nos miramos sorprendidos; claramente, el
pensador africano Samir Amin no es uno de los creadores de la teoría de la
dependencia (aunque haya suscripto a sus hipótesis) y si bien es cierto que
el alemán Gunder Frank es uno de sus representantes, hay otros, muchos
otros -todos ellos brasileños- que han tenido un rol central en la misma
(Cardoso, Dos Santos, Marini, Bambirra, entre otros). Pero fundamental­
mente, lo que no puede negarse, además del carácter latinoamericano de
la teoría de la dependencia, es la importancia que ésta tuvo en los debates
de toda una época en el subcontinente, así como su capacidad de irradia­
ción hacia otras regiones del mundo. Sin embargo, el economista francés
soslayaba este origen y lo colocaba en otro lugar, omitiendo otros autores,
nombrando -como al pasar- sólo aquéllos que no eran latinoamericanos.
No tengo dudas que detrás de esta omisión había un acto de expropiación
epistémica, un gesto naturalizado en el habitus académico dominante.
Antes de continuar, quisiera aclarar que no pretendo autoacuartelarme
en una suerte de reivindicación chauvinista a escala regional, ni tampoco
caer en la tentación esencialista, tan asociada al ensayismo latinoamerica­
no. Simplemente deseo destacar que en los largos años que llevo transitan­
do la academia y los espacios militantes de variadas latitudes, he podido
constatar que no son pocos los intelectuales y académicos de países centra­
les que incurren en dicha omisión, que lejos están de abrir la posibilidad
de un diálogo de saberes Norte-Sur, contribuyendo así a la expropiación
epistémica y la consolidación de las asimetrías.
Por último, tanto la invisibilización de la producción teórica latinoame­
ricana como el proceso de expropiación epistémica alimentan la idea de que
en América Latina no habría teorías generales, sino más bien una “mirada
específica”, suerte de “producción local”. Más claro, los conceptos que forja­
rían la filosofía y las ciencias sociales latinoamericanas, lejos de ser generales
o teorías con cierta pretensión de universalidad, quedarían encapsulados en
lo específico, lo particular, un discurso sobre y desde los márgenes, mar­

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cados por el color local, la obsesión por la identidad y el estudio de caso.
Las ciencias sociales latinoamericanas, y especialmente aquellas corrientes
o perspectivas ligadas al pensamiento popular, quedarían confinadas, como
afirma Alcira Argumedo, a “los suburbios del pensamiento, donde se proce­
san eclecticismos viscosos e intrascendentes” (2009:10).
Diferentes autores han buscado indagar y reconstruir recientemen­
te estas oscilaciones y problemáticas propias del pensamiento y la teoría
social latinoamericana. Así, por ejemplo, en su historia del pensamiento
latinoamericano, el chileno Eduardo Devés Valdés (2003) sostiene que éste
encuentra su clave en la alternancia entre la búsqueda de la identidad y el
afán de la modernización, lo cual ha dado lugar a la conformación de di­
ferentes ciclos y espirales, modas, generaciones y escuelas, que recorren los
últimos dos siglos de cultura latinoamericana. A partir de esta alternancia,
el autor establece una línea que separa a Sarmiento de Martí, a Rodó de
Mariátegui, a la Cepal de los dependentistas, a los neoliberales de los deco­
loniales. Sin embargo, esto no quiere decir que exista, por un lado, un polo
cosmopolita, y por otro lado, un polo particularista o americanista. En
realidad, la segunda tesis de Devés Valdés -la más interesante—afirma que
muchos de los pensadores y ensayistas que sostienen una dimensión no
por ello han negado radicalmente la otra; antes bien, han tratado —muchas
veces de modo infructuoso- de conciliar ambas. También ocurre que, en
distintas etapas de su vida, los autores han marcado con énfasis diferentes
sus opciones. Es decir que, sin caer en una contradicción, el pensamiento
latinoamericano puede ser comprendido como la historia de los intentos
explícitos e implícitos por armonizar ese afán siempre desesperado por la
modernización con la obsesión indeclinable por la identidad.1
Por otra parte, en su libro Pensar América Latina, el sociólogo argenti­
no Marcos Roitman (2009) sostiene que los latinoamericanos nos hemos
caracterizado por “definirnos por la negativa”. Existiría así una vocación
eurocéntrica por leernos en el espejo de una Europa plena y, a partir de
ello, concluir que lo nuestro, lo más característico, lo específico de Ajmérica
Latina, es su déficit, su insuficiencia, su incompletud. La realidad latinoa­
mericana estaría maldita porque ha formado parte del capitalismo colonial
y porque además habría en nosotros, latinoamericanos, una frustración
de no ser europeos, de no haber sido europeos, de no haber compartido
sus virtudes, sus grandezas, de quedar fuera de la historia, de ser —en ese

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sentido- marginales. “No hemos sido capaces de construir historia.” La
frase condensa el núcleo duro en torno a la idea de déficit. América Latina
sería pensada, entonces, como una suerte de apéndice de aquel cuerpo
central que son, básicamente, Europa y los Estados Unidos. La maldición
recorrería y definiría nuestra condición de subalternos, al tiempo que con­
figuraría la modernidad latinoamericana como una modernidad siempre
inconclusa.
Este sentimiento de inferioridad atraviesa de modo ejemplar la filoso­
fía latinoamericana. Tradicionalmente, ésta estaba asentada sobre la con­
ciencia de la insuficiencia y de la ruptura, consagrada a la búsqueda de la
singularidad latinoamericana en el marco de la dependencia epistémica.
Son varios los autores que han recreado el núcleo original de este talan­
te filosófico, entre ellos el mexicano Leopoldo Zea y el argentino Arturo
Roig. Mientras que Zea (1965), gran historiador de las ideas, planteó una
reflexión recurrente sobre la búsqueda de la singularidad, Roig (1981) pre­
firió insistir en el rol fundacional que tiene la experiencia de ruptura para
el pensamiento latinoamericano. Pero para ambos, el punto de partida de
la filosofía latinoamericana es la pregunta por lo concreto, por lo peculiar,
por lo original de América, por la posibilidad misma de la filosofía, reve­
lando por ese camino tortuoso la conciencia de que su existencia es una
conciencia marginal y mestiza. Desde este punto de vista, el gran tema del
pensamiento americano es la pregunta específica —y no universal- por la
cultura americana (Zea: 48). Ciertamente, la filosofía, en su versión ensayística, propuso preguntas sobre nuestra particularidad histórica, donde
pesa sobremanera la mirada del otro, el modo de nombrar del otro, cues­
tión que ha dejado una huella profunda en el proceso de construcción del
pensamiento latinoamericano, marcado por la conciencia de la marginalidad, el desarraigo y, por ende, la obsesión por la reflexividad.
A diferencia de la filosofía, sobre la disciplina sociológica pesan otros
pecados, ligados al legado normativo clásico. Tal habría sido el peso del mo­
delo normativo que conceptualmente la realidad política latinoamericana
se inserta a medio camino, constituyendo una ilustración recurrente de la
figura de la “anomalía”. Nada más claro que pensar en los modos en que ha
sido definido el populismo para entender esto. Pero no sólo la modernidad
e incluso la democracia siempre aparecen como deficitarias e inconclusas,
sino también los propios sujetos sociales. Tal es así que, por lo general, la

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sociología latinoamericana ha tenido dificultades para pensar la variopinta
cartografía social desde la idea de actores sociales plenos (asociada al “grado
de clasicidad”, esto es, a la posibilidad de acción autónoma, o de clase).
Desde la burguesía, pasando por la clase obrera y las clases medias, éstos
son considerados como actores “sólo a medias”, frente a las condiciones
estructurales de las sociedades periféricas y la realidad de la dependencia,
pero también frente a la heterogeneidad —de origen—del universo social
latinoamericano, donde abundan otras categorías reticentes a ser pensadas
como actores plenos, desde indígenas, campesinos, hasta informales y des­
ocupados… En un conocido artículo sobre las clases sociales, el sociólogo
brasileño Florestan Fernandes (1979) sostuvo que en realidad éstas no eran
distintas en América Latina; lo diferente era el modo en que el capital se
objetivaba e irradiaba históricamente como fuerza social. Pero esta “dife­
rencia” explicaba por qué América Latina no contaba ni con el “burgués
conquistador”, ni con el “campesino inquieto”, ni con el “obrero rebelde”.
En verdad, pocas cosas caracterizan tanto la mirada sociológica latinoa­
mericana como esta voluntad de insertar la interpretación dentro de vastos
modelos sociopolíticos que, sin embargo, se encuentran recorridos perma­
nentemente tanto por un exceso como por un déficit interpretativo. Un ex­
ceso: en ellos, y desde ellos, se esconde lo que es probablemente una de las
particularidades mayores de la modernidad periférica, a saber, el hecho de
que el análisis de los principios de funcionamiento de lo político no coin­
ciden, sino raramente, y de manera siempre parcial, con las vivencias de los
actores. Un déficit: la inscripción de la acción dentro de totalidades signifi­
cativas oblitera el espacio de análisis propio de las vivencias políticas, cuyo
papel es mayúsculo^ la hora de interpretar la naturaleza del vínculo que los
individuos establecen con el sistema político (Martuccelli y Svampa, 1997).

2.
En las últimas décadas, el pensamiento crítico latinoamericano ha inda­
gado en profundidad la cuestión de la dependencia epistémica. Quisiera
destacar tres de estas perspectivas críticas, que ocupan un campo común,
en términos de afinidades electivas J ,n primer lugar, la perspectiva subalternista y poscolonial2 cuestionó los paradigmas nacional o nacionalista y

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mgrYisra. así como también planteó la necesidad de pensar lo subalterno
como tal, como algo irreductible cuya voz no podemos apresar ni conocer
en su totalidad, en un marco en el cual, además, las identidades son siem­
pre migrantes y cambiantes.3 Los sectores populares no son sólo heterogé­
neos sino que existen una multiplicidad de universos diferentes (“socieda­
des abigarradas”, según Zavaleta), entre los cuales no siempre es posible
extender puentes o pasarelas (no en términos de necesidad ontológica):
sea que hablemos del mundo campesino, de los indígenas, del universo de
los trabajadores formales, los trabajadores informales, de los desocupados,
etc. Es decir, hay, efectivamente, un sujeto popular, subalterno, migrante,
cambiante, que se declina en plural y que debe ser abordado desde la di­
versidad, sin despojarlo por ello de voz propia. Sin duda, dicha corriente,
a la vez histórica y antropológica, que buscó detectar los momentos de
emergencia de los subalternos en distintos ciclos o momentos históricos en
América Latina, tiene mucho que aportar a la hora de analizar los autode­
nominados gobiernos progresistas, abordando los avatares de la dialéctica
entre la emergencia de lo subalterno y los procesos de resubalternización.
En la actualidad, los trabajos de la teórica e historiadora boliviana Silvia
Rivera Cusicanqui, hacen hincapié precisamente en estos aspectos, que
vuelven a colocar en el centro el tema del colonialismo interno, entendi­
do éste como un modo de dominación, internalizado en la subjetividad
(2015: 83). Más aún, leído desde un horizonte de larga duración, el co­
lonialismo interno es conceptualizado como un “marco estructural de las
identidades” (León Pesantez, 2013).
La segunda corriente crítica es la perspectiva decolonial, que aparece
condensada en el concepto de colonialidad del poder, p ropuesta por el so­
ciólogo peruano Aníbal Quijano que subraya la dimensión económico-po­
lítica de la colonialidad, como patrón de dominación general, de carácter
etno-racial, y se refiere a la herencia colonial. Retomando esta definición,
Edgardo Lander, en un libro muy difundido publicado en el año 2000,
acuñó el concepto de “colonialidad del saber”, como una extensión de
aquel otro, basado en la dimensión epistemológica: así nuestras ciencias
sociales han naturalizado los conceptos y las categorías de las ciencias so­
ciales que se pergeñaron con la expansión del colonialismo. Más aún, esta
naturalización de las diferentes dimensiones de la modernidad tiene como
piso la derrota de nuestras culturas tradicionales y de las culturas populares

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o plebeyas y el triunfo de una nueva realidad (capitalista) que organizó el
tiempo y los territorios de manera diferente. La naturalización de la idea de
progreso, por ejemplo, con toda su jerarquía de pueblos, estadios, naciones,
experiencias históricas, continentes; la naturalización de la idea misma de
naturaleza humana como proveniente de esa experiencia liberal europea; la
naturalización del proceso de diferenciación social; y, por ende, también,
la naturalización de la superioridad de algunos saberes sobre otros. Este
proceso de naturalización se ha acentuado con la profesionalización de las
ciencias sociales. La idea de civilización, desarrollo, modernización, son
distintos conceptos que van, en ese sentido, configurando un paradigma
de la normalidad (Lander, 2000: 9-11). La propuesta de Lander se inscribe
en la larga búsqueda “de perspectivas del conocer no eurocéntrico”, que se
remontan a los valiosos aportes de autores como José Martí y José Carlos
Mariátegui, y más cercanamente incluye a Aníbal Quijano, Walter Mignolo, Enrique Dussel, Cathérine Walsh, entre otros (Lander, 2000: 5). En
suma, la colonialidad tiene dos caras; no es solamente un hecho histórico
en sí, el colonialismo, sino que tiene su expresión, también, en la nega­
ción de distintas realidades y del saber producido por esas otras realidades.
A estas dos dimensiones, el colombiano Santiago Castro Gómez (2012)
agrega la “colonialidad del ser”, pero entendiendo ésta no como una di­
mensión más del proceso de la colonialidad, sino enfatizando la existencia
de tres ejes, irreductibles entre sí, que aluden a una diversidad de lógicas.
No habría así un patrón único, sino dimensiones diferentes: una, de tipo
económico-político, otra epistemológica, y por último, una ontológica,
referida al modo en cómo el capitalismo se ha convertido en estilo de vida
de millones de personas.
Por último, en esta línea es necesario destacar el aporte de Epistemología del Sur, del ensayista y pensador portugués Boaventura de Sousa San­
tos, quien sostiene desde hace décadas un diálogo constante con América
Latina, sus luchas y sus espacios intelectuales.4 Según Santos, “la epistemo­
logía del sur apunta a la búsqueda de conocimiento y de criterios de validez
del conocimiento que otorguen visibilidad y credibilidad a las prácticas
cognitivas de las clases, de los pueblos y de los grupos sociales que han sido
históricamente victimizados, explotados y oprimidos por el colonialismo
y el capitalismo” (2009). El autor propone reemplazar la Razón indolente,
propia del conocimiento hegemónico, cuya concepción temporal se apoya

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D ebates latinoamericanos

en la contracción del presente y la expansión del futuro, por la Razón cos­
mopolita, que expande el presente (para conocer y valorar la experiencia
social en curso) y contrae el futuro, la cual debe ser fundada a través de tres
procedimientos metasociológicos: la sociología de las ausencias, la socio­
logía de las emergencias y el trabajo de traducción (2009: 100-101). Los
presupuestos de Epistemología del Sur serían así la ecología de los saberes
y la traducción intercultural. Mientras que la ecología de los saberes es “el
diálogo horizontal entre conocimientos diversos, incluyendo el científico,
pero también el campesino, el artístico, el indígena, el popular y otros
tantos que son descartados por la cuadrícula académica tradicional”, la
traducción intercultural es el procedimiento que posibilita crear entendi­
miento recíproco entre las diversas experiencias del mundo.5 Para Santos,
se aprende en el contexto de las luchas y se construyen conceptos y teorías
al calor de las luchas, y en diferentes oportunidades son los propios movi­
mientos sociales los que construyen también esas teorías y esos conceptos.
Entonces, no se trataría solamente de desarrollar una ecología de saberes
diferentes que implique iluminar o visibilizar aquéllos saberes que fueron
suprimidos, esos saberes vernáculos o aquéllos que provienen de los pue­
blos originarios, sino una propuesta epistemológica, una manera de conce­
bir la producción del saber al calor de las luchas sociales.
3.

Este libro nació como un desafío a la vez político, intelectual y pedagógico
hace poco más de siete años, cuando en ocasión de participar en una mesa
redonda en las Jornadas de Sociología en la Universidad Nacional de La
Plata (diciembre de 2008, cuando todavía no era profesora de esa casa
de estudios), escribí un artículo sobre la actualización de ciertos debates
latinoamericanos en el actual escenario político latinoamericano. En él me
refería a tres debates nodales que contaban con una larga y rica historia en
la región, instalados en la frontera porosa entre el campo intelectual y el
campo político: el primero de ellos aludía al avance de las luchas indígenas
y, por ende, se preguntaba sobre el lugar de los pueblos originarios y de la
matriz comunitaria en el proceso de construcción de la nación; el segundo, volvía sobre la reactualuauoñ del pupulísmo en diferentes regímenes

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latinoamericanos y se preguntaba sobre el sentido y la interpretación de
esta línea de acumulación histórica; el tercero, hacía referencia al retor­
no en fuerza de un concepto-límite del pensamiento latinoamericano, el
desarrollo, a través de la expansión de diferentes formas de extractivismo,
y se preguntaba por la actualización de una cierta “ilusión desarrollista”
(Svampa, 2010a).
Asimismo, en dicho artículo afirmaba que el cambio de época regis­
trado desde el año 2000, a partir de la desnaturalización de la relación
entre globalización y neoliberalismo, había configurado un escenario transicional, el cual iba mostrando una clara tendencia de rearticulación entre
tradición populista y extractivismo neodesarrollista. Desde ese punto de
vista, me preguntaba de qué modo coexistirían o podían coexistir estas
tres tendencias o, más simple, qué sucedería con el proyecto de autonomía
de los pueblos indígenas, expresado en el desafío de crear un Estado plurinacional y el ascenso y la multiplicación de las resistencias colectivas, de
carácter ecoterritorial.
Presenté aquel texto liminar en diferentes reuniones y espacios acadé­
micos, entre ellos en un curso corto que dicté en el Doctorado de Estudios
Latinoamericanos, en la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de
México), en 2010, que me convencieron de que si verdaderamente desea­
ba dar densidad conceptual y cierta consistencia narrativa a dichos debates,
debía sumergirme en la historia del pensamiento y las ciencias sociales
latinoamericanas. Eso busqué concretar a través de la cátedra de “Debates
latinoamericanos”, que inicié ese mismo año en la Facultad de Humani­
dades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP),
dependiente de la carrera de Sociología, y que sostengo en la actualidad, ya
bajo el nuevo título de “Teoría social latinoamericana”.
Cabe subrayar también que en el año 2009 tuve la ocasión de com­
partir con otros colegas de América Latina un encuentro en la Universidad
de Costa Rica, cuyo tema era “la sociología latinoamericana hoy”. Algunos
de las preguntas abordadas fueron los siguientes: ¿Puede hablarse de sociolo­
gía latinoamericana:? ¿Hay una especifidad o especificidades de la sociología
latinoamericana? ¿Cuál es hoy el papel del sociólogo en América Latina y
los usos de la disciplina sociológica? ¿Para qué sirve la sociología en nuestra
región? Sin duda, aquel encuentro estuvo también entre los disparadores de
esta investigación.6

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D ebates latinoamericanos

Los años que llevo dictando dicho curso en la UNLP me convencieron
de que debía lidiar con tres desafíos mayores. El primero y fundamental es
que existen archivos y bibliotecas infinitas sobre el tema indígena en América
Latina. No hay más que andar un poco por países como México, Guatemala,
Bolivia, Perú y Ecuador, por poner sólo algunos ejemplos, para tomar con­
ciencia de la enormidad de los aportes realizados desde diferentes disciplinas,
de la inabarcable multidimensionalidad de la temática, de la complejidad
insoslayable en términos regionales; en fin, de la riqueza en cuanto a historia
de luchas y de generaciones, visible tanto en la experiencia organizacional
como en la reflexión social, filosófica y literaria, recogida en libros, declara­
ciones, manifiestos y artículos, sin descontar los importantes aportes de la
tradición oral latinoamericana. De modo que hubo que tomar decisiones
sobre el trabajo de reconstrucción histórica y justificar el porqué de la elec­
ción de determinados países y la ausencia de otros. En función de ello, tal
como explico en el capítulo 1, decidí acotar la presentación sobre la cuestión
indígena, remitiéndome a cuatro países: México, Bolivia, Perú y Argentina.
En este punto quisiera hacer referencias a mi trayectoria personal.
Aunque vengo de tierras patagónicas, traspuse el umbral de entrada al
mundo indígena la primera vez que visité el Noroeste argentino, en el año
2000, para dictar un curso sobre “Modernidad y teoría social” en la Uni­
versidad Nacional de Jujuy. En los años siguientes, realicé varias investiga­
ciones y escribí diversos libros sobre movimientos sociales en la Argentina,
muy particularmente, sobre las organizaciones de desocupados, hecho que
me permitió también compartir el mundo de las resistencias populares y
las luchas plebeyas, al tiempo que iba redefiniéndome como intelectual
anfibia (Svampa, 2008).
A partir de diciembre de 2003, luego de la caída del presidente Sán­
chez de Lozada, inicié un camino sin retorno hacia la América Latina in­
surgente, la de las luchas indígenas y antineoliberales, a través de visitas
recurrentes ^ ftnlivi^ país que abrió en mí la posibilidad de pensar y ex­
perimentar otras racionalidades y otras relacionalidades políticas, a partir
He las intensas mpvilparinnpQ indígenas y. qfios después, de la discusión de
conceptos novedosos como “Estado plurinacional”, “autonomías” y “Buen
“Vivir”. Las visitas a otros países latinoamericanos, como México, Ecuador
y Perú / no hicieron más que potenciar mi interés por las lecturas y los de­
bates acerca del lugar de los pueblos originarios en América.

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Sin embargo, gran parte de estos debates son ignorados en la Ar­
gentina, un país que construyo una narrativa sobre la identidad nacional
a partir del genocidio originario (Diana Lenton) y de la negación délo
indígena. “”El miedo ¿ ser nosotros mismos77, como decía Rodolfo Kush,
tuvo su traducciórLen el estereotipo Hel crisol Ae m p s que iluminaba con
^sus reflectores a los inmigrantes descendidos de los barcos, dejando en”
la sombra más postrera fl rodos aquéllos que. en n n m h re del Progreso - y
con el Remington en la mano-, el poder estatal había descartado y barri-^
d p. Los indios, como añadía David Viñas, fueron así “nuestros primeros ^
“”desaparecidos”..)
El segundo desafío con el que tuve que aprender a lidiar fue el de
aceptar el necesario carácter incompleto y arbitrario que tendría dicha re­
construcción, ya no en términos de profundidad respecto de cada uno de
los debates encarados, sino más bien, referido a otros debates igualmente
importantes, que recorren la historia regional y están presentes en el actual
escenario político. En esa línea, tomé la decisión de no incluir algunos de
ellos, como por ejemplo, la cuestión campesina-, un tema que tiene un
indudable peso específico en la historia latinoamericana. Su vastedad y su
evidente complejidad me llevaron a tomar tal decisión, aun si soy cons­
ciente de que algo podemos leer del mismo, a través de su conexión -en
algunos tramos- con la cuestión indígena y la cuestión del populismo. Sin
embargo, no dejo de reconocer que esta ausencia imperdonable es una
asignatura pendiente, mucho más teniendo en cuenta —o quizá a raíz de
ello—mis propios orígenes familiares rurales. Asimismo, opté por incor­
porar otro gran debate clásico, el de la Dependencia. Ciertamente, pese
a la emergencia de un espacio latinoamericano; pese a la existencia de un
“nuevo regionalismo desafiante” (la bella expresión es de Jaime Preciado
Coronado) -ilustrado de modo ejemplar por lo sucedido en la Cumbre de
Mar del Plata, en 2005, cuando los países latinoamericanos dijeron no al
ALCA, pese a la proliferación de bloques latinoamericanistas y progresistas
(ALBA, CELAC, entre otros), en fin, pese al despliegue de una gran prédi­
ca antiimperialista y de corte em^ncipatorio, la dependencia estructural es
y, más aún, todo parece indicar, continuará siendo parte integral de nues­
tro horizonte futuro como naciones periféricas. Es en razón de ello que
decidí incorporar el debate sobre la dependencia, categoría y enfoque que
-como ya ha sido dicho—tuvo una gran capacidad de irradiación —teórica y

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D ebates latinoamericanos

política- en los años 60, para preguntarme luego acerca de su actualización
en el presente escenario latinoamericano.
El tercer desafío fue de índole material, relativo al acceso a la biblio­
grafía. A diferencia de México, la Argentina no es un país que se destaque
por cultivar una tradición latinoamericanista y de ello dan cuenta nuestras
exiguas bibliotecas públicas y universitarias, así como nuestras librerías. En
razón de ello, las visitas a otros países de la región, la conversación con di­
ferentes amigos/as y colegas latinoamericanos fue crucial para el acceso a la
bibliografía. Debo rescatar muy especialmente los febriles recorridos por la
calle Donceles, en el centro histórico de la ciudad de México, cerca de la Pla­
za del Zócalo, en cuyas increíbles librerías de viejos y usados pude encontrar
una parte de los libros que aparecen citados en esta investigación. Asimismo,
otra parte importante de los textos utilizados están disponibles en la web, y
por último, un pequeño número de libros que alguna vez creí inhallables me
fueron suministrados por amigos, o logré comprarlos por Internet.
De ese modo, el libro-investigación quedó estructurado en dos par­
tes, en torno de cuatro debates fundamentales, en el siguiente orden de
exposición: la cuestión indígena, la cuestión del desarrollo, la cuestión de
la dependencia y la cuestión del populismo. Mientras la primera parte,
“Debates latinoamericanos e historia”, como su título lo indica, propone
a lo largo de cuatro capítulos un recorrido y una reconstrucción historie^
de cada uno de los deh^es. la segunda parte, titulada “Escenarios, debates
contemporáneos y categorías en disputa”, se ocupa de presentar en los cua­
tro capítulos finales unaJnterpretación personal de la actualización de cada
. uno de esos debates en el presente latinoamericano.
La apertura por la vía de la presentación de la cuestión indígena no es
casual; más aún, la colonialidad es el marco que permite comprender e in­
tegrar el resto de los debates -más canónicos- de América Latina. Sostengo
que estas cuestiones nodales han recorrido una parte importante de las cien­
cias humanas y sociales latinoamericanas, por encima de las diferentes tradi­
ciones teóricas y metodológicas, así como de los estilos argumentativos que
éstas desarrollen. Los debates que veremos en este libro se hallan en el cruce
de diversos campos teóricos, principalmente el de la teoría social, la historia
de las ideas y el pensamiento social latinoamericano. Incluyen, por ello, un
amplio abanico de disciplinas, tales como la economía política y la sociología
política, la antropología y la historia, la filosofía y los estudios culturales.

M aristella S vam pa —————————————————————————

25

Por último, tal como afirman Briceño León y Heinz Sontag, “La cien­
cia social se ha debatido en América Latina entre dos tendencias: o res­
ponder al pueblo, a su sociedad en su singularidad y en sus urgencias; o
responder a su época, a su tiempo, a los requerimientos que el rigor cien­
tífico y el saber universal demandan. La gran promesa del pensamiento
latinoamericano, la ambición cimera, fue resumida hace un siglo por José
Martí, cuando escribió que debía darse respuesta a ambas tendencias y ser
una persona de su tiempo y de su pueblo” (1998). Ciertamente, lo pro­
pio del pensamiento crítico latinoamericano es que éste extrae sus tópicos,
su talante teórico, su potencia, de los conflictos sociales y políticos de su
tiempo, del análisis de la dinámica propia de acumulación del capital y de
las formas que asumen las desigualdades sociales, raciales, territoriales y de
género en nuestras sociedades. Este libro se inserta en dicha tradición críti­
ca del pensamiento latinoamericano, la cual busca conciliar mirada global
y análisis concreto, asociado a la idea de intelectual público y político,
comprometido con un proyecto de cambio.
En suma, históricamente los diferentes modos que ha asumido la colonialidad del saber (Quijano, Lander) o el colonialismo interno (en térmi­
nos de Silvia Rivera) se han expresado en una tendencia a la invisibilización
y el borramiento de la producción teórica local, de otras formas de ver e
interpretar el mundo, que cuestionan la idea de un patrón único o univer­
sal de modernidad. Así, la “ceguera epistémica” (Machado Aráoz, 2012), la
dependencia intelectual, el legado colonial, la dificultad de institucionalización, las diásporas temáticas vinculadas con los diferentes desarrollos na­
cionales y las rupturas políticas explicarían dicha dificultad por consolidar
una tradición de pensamiento regional pasible de ser transmitida a través
de las diferentes generaciones y países. Este libro es una apuesta en contra
de esos borramientos y tentativas constantes de subalternización de la pro­
ducción teórica local y sus debates fundamentales. Es un intento por ex­
plorar determinadas líneas de acumulación histórico-conceptual, que ha­
cen a la construcción de una tradición crítica latinoamericana en términos
de ideas y teorías, de conceptos críticos y conceptos-horizonte, atravesados
por intensos debates teóricos y políticos. Es, en consecuencia, una apues­
ta por realizar aquéllo que Boavéntura de Sousa Santos denominó como
“sociología de las ausencias” y “sociología délas emergencias”: un aporte
que busca recuperar y traer a la luz ciertas líneas de acumulación del pen­

26

D ebates latinoamericanos

samiento crítico, que hoy vuelven a interpelarnos como latinoamericanos,
en las fronteras siempre porosas del campo intelectual y el campo político.
Notas

1 Asimismo, la tercera tesis de Devés Valdés es que “no corresponde definir qué es
modernización y qué es identidad”. Si bien habla de la existencia de “paradigmas”, sostiene
que lo importante es la caracterización de lo que los diferentes autores entienden por mo­
dernización e identidad en diferentes épocas.
2 La crítica poscolonial está vinculada a otros pensadores del Sur, a saber, Ranajit
Guha, P. Chatterjee y Gyan Spivak, entre otros.
3 En 1993 se dio a conocer el manifiesto inaugural de los estudios subalternos, el cual
tuvo como promotores a académicos latinoamericanos residentes en los Estados Unidos.
Este manifiesto planteaba la necesidad de pensar no sólo las nuevas dinámicas o nuevas
problemáticas ligadas a la globalización, sino también a los sectores subalternos en Améri­
ca Latina, cualquiera sea la forma en la que éstos aparecen (hacienda, nación, lugar de
trabajo, sector informal). Proponía encontrar el locus desde donde la subalternidad habla
como sujeto político y social. Teorías sin disciplina. Manifiesto Inaugural Grupo Latinoa­
mericano de Estudios Subalternos, 1993. Disponible en www.ensayistas.org/critica/teoria/
castro/manifiesto.htm.
4 Propuesta de esos diálogos críticos es su entrevista-conversación con Silvia Rivera.
Véase Sousa Santos, 2013.
5 Disponible en www.other-news.info/noticias/2012/02/entrevista-a-boaventura-desoasa-santos.
6 El organizador de dicho encuentro fue el costarricense Jorge Rovira.

Primera Parte
Debates latinoamericanos e historia

Capítulo 1
El debate sobre lo indígena y la indianidad
Introducción

Como nos lo recuerdan tantos autores, en la colonia el indígena era una
categoría político-administrativa. Era necesario contar a los indígenas por­
que éstos pagaban tributo o bien realizaban trabajos forzados, especial­
mente en las minas, como sucedía en Bolivia (Lavaud y Lestage, 2009:
14). Sin embargo, rápidamente la categoría de indio fue complejizándose,
adoptando una dimensión racial (o racialista) y cultural, definido por mar­
cadores como la lengua, la vestim enta y p ! nrjgen rural ÍB arragán. 1992;
De la Cadena, 2004), que remitían siempre ala inferioridad, en un registro
relacional o comparativo con lo no indígena. ,
En términos demográficos, en 2011 se estimaba que la población,
indígena en América Latina y el Caribe oscilaba entre los 40 y 50 millones,
sobre un total de 480 millones de habitantes. Más aún, para organismos
como Unicef, según los censos oficiales elaborados entre 2000 y 2008, la
población indígena identificada en América Latina se correspondía con el
6,01% del total de la población. No obstante, otras estimaciones indican
que la cifra de población indígena de América Latina sería de un 10% del
total de habitantes (de acuerdo con el Programa de Naciones Unidas para
el Desarrollo [PNUD] (Sichra, 2009). Según datos más recientes de la Co­
misión Económica para Aunérica Latina y el Caribe, “México y el Perú son
los países de mayor población indígena en la región, con casi 17 millones
y 7 millones, respectivamente. Les siguen Bolivia (Estado Plurinacional
de) y Guatemala, con cifras que rondan los 6 millones; Chile y Colombia,
que superan el millón y medio; la Argentina, el Brasil y el Ecuador, con

30

D ebates latinoamericanos

/
alrededor de 1 millón de pe^nnaQ raAa nnn; la República Bolivariana de
Venezuela con poco más de 700.000; Honduras y Nicaragua, con más
de medio millón, y Panamá con alrededor de 400.000. De los países que
han incluido en sus censos la categoría de población indígena, los que
presentan cifras más bajas son Costa Rica y el Paraguay, con poco más de
100.000, y el Uruguay con casi 80.000” (Cepal, 2014). Si se analiza el peso
relativo de la población indígena sobre el total nacional, según estimacio­
nes sobresalen Bolivia (62,2%),1Guatemala (4l0/

(15%). Panamá (12%), Chile (11%). Ecuador (7%) constituyen el segundo bloque de países con mayor población relativa; por último, existe otro
grupo de países en el que el peso relativo de la población indígena oscila
entre el 0,5% (Brasil) y el 3% (Argentina y Uruguay con 2,4%)” (Cepal,
2014, según datos de 2012). ^ *
Asimismo —continúa el informe- los resultados correspondientes a
2010 representan un aumento total de la población indígena del 49,3%
en una década, lo que implicaría una tasa de crecimiento medio anual del
4,1%. “Se trata de una recuperación demográfica de magnitudes conside­
rables, sobre todo si se tiene en cuenta que, durante el mismo período, la
población total de América Latina se incrementó en un 13,1%, a un ritmo
medio anual del 1,3%. Esa recuperación no se debería únicamente a la
/ dinámica demográfica de los pueblos indígenas, sino a un aumento en la
autoidentificación” (Cepal, 2014: 98). Efectivamente, el proceso de etniV hcacíón y reconocimiento de los pueblos originarios trajo como correlato
un aumento de la identificación con algún pueblo indígena, el cual posee
un costado objetivo (atribución desde las instituciones) y otro subjetivo
(pertenencia, autoidentificación) .2
Por otro lado, cada país contiene una gran diversidad de pueblos
indios. Ya en los años 70, en un célebre artículo Guillermo Bonfil (1972)
advertía que, en tanto categoría colonial, el indio es uno; pero internamen­
te se declina en múltiples unidades locales. “La sociedad colonial es dual
en su estructura básica y plural en el sector colonizado”, afirma L. Beltrán,
citado en Bonfil (1972: 8). Así, la Constitución del Estado Plurinacional
de Bolivia reconoce la existencia de 36 pueblos indígenas^En México éstos
alcanzarían la cifra de 78, mientras que en Perú serían 85 Ven la Argentina
habría 32 pueblos indígenas/ Más aún, como resultado de los procesos
de revaloración de la identidad étnica y el protagonismo social y político

M aristella S vampa

31

creciente de los pueblos indígenas, en la actualidad es posible contabilizar
826 pueblos en América Latina (Cepal, 2014: 103).3
Existen también marcadas diferencias regionales. En países como Bolivia y Perú, el espacio de tensiones trasciende el esquema binario (indio/
blanco-mestizo) para ilustrar una pluralidad interna desde los sectores sub­
alternos indígenas. Así, hay pueblos indígenas que han sido y aún hoy
continúan siendo vistos como inferiores respecto de otros. Por ejemplo,
algunos pueblos indígenas de las tierras bajas de Bolivia a menudo son
considerados como “salvajes”, “chunchos”, respecto de los indígenas de las
tierras altas, considerados culturalmente superiores. Lo mismo sucede en
Perú, donde a la tradicional división entre la costa (blanco-mestiza) y la
sierra (indígena-mestiza), se agrega la Amazonia (indígena). En ese tenor,
la represión de Bagua, ocurrida el 5 de junio de 2009, que costó la vida de
una treintena de habitantes de la región amazónica, diez policías y produjo
un número indeterminado de indígenas desaparecidos, permitió no sólo
a Perú, sino también al resto del continente, asomarse al descubrimiento
de los pueblos amazónicos, considerados históricamente como “salvajes” y
“atrasados”.4
Una vez enunciada tal diversidad, empezaré admitiendo el carácter
incompleto de cualquier intento de síntesis de procesos de larga duración.
Así, una de las preocupaciones que recorren el presente capítulo es cómo
dar cuenta de la complejidad de los debates político-culturales que carac­
terizan la historia de ciertos países latinoamericanos, sin caer en una suerte
de simplificación que desemboque en una mera enumeración de corrientes
o perspectivas sobre el tema. Tratando de sortear dichas dificultades, y con
la idea de contribuir a la comprensión de los debates sobre el lugar de los
pueblos indígenas en América Latina, el enfoque que planteo aquí propo­
ne tres ejes.
El primero de esos ejes, que constituye el núcleo de mi propuesta,
remite a lo que denomino “campos de tensión^, que configuran y problematizan las diferentes categorías ligadas ala llamada “cuestión indígena”.
Estos campos de tensión emergen de procesos de larga duración y van
cambiando o modificándose al compás de las dinámicas políticas y so­
ciales. Sostengo que los debates y perspectivas político-culturales sobre lo
indígena y la cuestión de la indianidad aparecen atravesados por campos/
espacios delimitados epocalmente, en los que alternan y conviven, se aso-

32

D ebates latinoamerjcanos

cian y disocian, se articulan y se oponen, según los períodos, diferentes
categorías conceptuales en torno de lo indígena: la raza y sus jerarquías,
lo campesino, lo mestizo, lo rural, lo urbano, la clase social, la identidad
étnica y la diversidad, en fin Tm ás rpfjpntrm enrp p ! indigenismo v el indiar
nismo. Estos campos de tensión son dinámicos y en no pocas ocasiones se
estructuran bajo la forma de antinomias, que cruzan distintas categorías:
por ejemplo, entre lo indígena y lo mestizo; entre lo indígena y lo campesi­
no; entre la raza y la clase social; entre lo rural y lo urbano; entre lo étnico
y lo social; en fin, entre el multiculturalismo y la autonomía. Estos bino­
mios atraviesan las diferentes perspectivas político-culturales sobre el tema
indígena y suelen articularse bajo la forma de oposiciones o disyuntivas,
configurando un campo magnético y multipolar, que estructura y polariza,
por ende, los debates.
Así, la categoría mestizo se construye a distancia y en muchas ocasiones
en oposición a la categoría indígena, aunque aquélla no siempre será leída
en términos negativos. Al respecto, la antropóloga Rosana Barragán muestra
para el caso de Bolivia de qué manera se pasó de la estigmatización del mesti­
zo, entre fines del siglo XIX y principios del XX, a su revaloración, en los años
40, como medio de legitimación y construcción de lo que debía ser la nación
(Barragán, 1992: 21). Algo diferente sucede con la categoría de campesino,
que nace asociada a la de indígena (es uno de sus marcadores fundamentales,
pues lo indígena remite al origen rural), pero poco a poco se va distanciando
de la misma, aunque nunca se opone -completamente- a ella. Además, aun
cuando se articulan en determinados períodos, la categoría de indígena no
recubre sino parcialmente la de campesino (pues hay indígenas urbanos)
viceversa (pues hay campesinos mestizos y no-indígenas)\ Indigenismo' e
\ india
indianismo se configuran como una oposición a partir de los años 70, con la
crisis del modelo populista-integracionista, Lo rural y lo urbano se conjugan
de modo diferente según los períodos: tempranamente, la oposición marca
la distancia que hay entre el indígena y el no indígena (lo indígena asociado
a lo rural), mientras que a partir de los años 70, con la expansión de la fron­
tera étnica, lo rural y lo urbano no aparecen como una oposición rígida, sino
más bien como un puente que ayuda a entender, mediante el fenómeno de
urbanización contemporánea, los procesos de mestizaje y, al mismo tiempo,
de revaloración de la identidad étnica (por lo cual algunos podrán entenderse
como indígenas mestizos).

4

cP-^is

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33

Este ordenamiento y esta conceptualización en términos de campos
de tensión se inspira en lo que las antropólogas Claudia Briones y Rita
Segato denominaron “formaciones nacionales de la alreridad”. que según
la primera de estas autoras, “no sólo producen categorías y criterios de
identificación/clasificación y pertenencia sino que -administrando jerarquizaciones socioculturales—regulan condiciones de existencia diferencia­
les para los otros internos que se reconocen como formando parte histó­
rica o reciente de la sociedad sobre la cual un Estado-nación extiende su
soberanía” ffirinnp^ 900K- 16). El concepto de “formaciones nacionales
de la alteridad” remite a un sistema “cuyas regularidades y particularidades
resultan de -y evidencian- complejas articulaciones entre sistemas eco­
nómicos, estructuras sociales, instituciones jurídico-políticas y aparatos
ideológicos prevalecientes en los respectivos países (Briones, 2004 y 2008).
En la definición de Segato, “éstas no son otra cosa que representaciones
hegemónicas de nación que producen realidades” (Segato. 2QQ7: 28-29).
Así, la conceptualización que propongo en términos de campos de tensión
apunta a trabajar algunas de estas formaciones de la alteridad, nutriéndose
por ende del valioso trabajo de ambas autoras.
Dada la inconmensurabilidad de la temática, el segundo eje de mi
presentación se refiere al recorte adoptado. Para dar cuenta de los campos
de tensión que la memoria larga ha ido instituyendo sobre lo indígena, he
tomado como referencia cuatro países: Bolivia. México, Perú y Argentina
Dicho recorte no se pretende empero completamente arbitrario, pues, por
un lado, estos cuatro países tienen la virtud de incluir por lo menos tres
grandes áreas geográficas de estudio sobre lo indígena: Mesoamérica, los
Andes y la Amazonia. Por otro lado, cabe destacar que dos de los países
que abordaré cuentan con un alto porcentaje de población indígena (Bolivia y Perú); un tercero posee una población indígena con un peso relativo
menor, pero muy importante en términos absolutos (México). Además de
ello, México se destaca singularmente por sus aportes en la historia de teo­
rizaciones sobre lo indígena. En fin, el cuarto país de referencia, Argentina,
cuenta con una población de pueblos origin arin ^ n l-n riam en re m en or p c pecto de los otros tres países^a lo que añade un pasado genocida a partir
fie lo cual ha buscado denegar de modo sistemático sus raíces indígenas/
u,ste recorrido nos permitirá realizar interesantes contrastes y comparacio­
nes, al tiempo que nos irá iluminando también acerca de las orientaciones

34

D ebates

latinoamericanos

comunes en cuanto/a los dispositivos de construcción de la alteridadj Pues,
por encima de las notables diferencias demográficas, nacionales y regio­
nales, y más allá de la diversidad de matrices de la alteridad realmente
existentes, los países latinoamericanos ilustran ciertos recorridos comunes,
visibles en la configuración de diferentes perspectivas y debates acerca del
lugar de los pueblos indios en la construcción nacional.
El tercer eje que propongo es diacrónico, el cual responde al título de
este capítulo, pues el recorrido distingue entre dos ciclos diferenciados en
la constitución de dichos campos de tensión; el primero^jnaicado-por el
momento indigenista; el segundoTpor el m o m en to indiani&ra. El indige­
nismo incluye diferentes perspectivas, entre ellas, el positivismo racialista,
el indigenismo romántico oj¿ discurso de lo autóctono, el iodigenismo
social y, fundamentalmentC^hindigenismo integracionista-estataP\El par­
te a ría s entre a m U m ^m pnrng es la crisis rigl modeló hegeilfonico integracionista (el indigenismo estatalista) hacia 1970, asociado a los Estados
populistas-desarrollistas, eluziial abre a un nuevo ciclo histórico, que cam~Kía el eje acerca de quiénTealiza la pregunta sobre la indianidad, base sobre
la cual se cuestionará ]a visión monocultura! propiciada por el indigenism o
integracionista y estatalista.|Esta segunda fase inicia el período que el historiador chileno José Bengo^ caracteriza como el de “la emergencia indígena”
(2009). Dicho de otro modo, la transición de un ciclo a otro marca el pasa­
je del indígena considerado como minoría al estatus de pueblos y naciones
indígenas (Briones, 2008: 10), y de su constitución como actor político
autónomo, que habla desde y por sí m ism q . que deja de ser ventriloqueado
por las élites políticas e intelectuales no indígenasAEste segundo momento incluye perspectivas y paradigmas diferentes, muchas veces concebidos
como contrapuestos, como el del multiculturalismo y el de la autonomía.
En razón de ello, abordaré algunas de las interpretaciones culturales y po­
líticas de mayor influencia que se han elaborado sobre la cuestión indígena
(primer momento) y la cuestión de la indianidad (segundo m o m en to ) pn
A m érica T afina—

Vale la pena aclarar que en la segunda parte de este libro, retomaré
este último ciclo histórico, a la hora de dar cuenta de la actualidad política
de estos debates en el escenario latinoamericano contemporáneo. En otros
términos, no son los interrogantes que atraviesan el indigenismo integra­
cionista lo que se debate hoy en día, sino aquellas problemáticas que se

M aristella S vam pa ---------------------------------------------------------------------------

35

vinculan a la idea del indígena, como actor político pleno, de la mano de
categorías como “identidad étnica”, “autonomía”, “territorialidad”, “Esta­
do plurinacionaT v “derechos colectivos”, tópicos que pasaron a formar
parte del lenguaje movilizacional de las resistencias y los movimientos in­
dígenas en diversos países de América Latina, a partir de los años 70, y con
mayor énfasis, en los últimos veinte años.
Emprenderemos, entonces, un largo viaje que irá sumergiéndonos de
modo diacrónico en diferentes campos de tensión y matrices de produc­
ción de la alteridad: el modo en que lo indígena se relaciona con lo mestizo;
el vínculo cada vez más intrincado entre lo indígena y lo campesino, entre
raza y clase social, entre lo urbano y lo rural; más aún, la ampliación de las
fronteras étnicas y la paulatina emergencia de una ciudadanía étnica de la
mano del reconocimiento internacional de los derechos colectivos; final­
mente, la^£osición£ntreind^
los diferentes debates sobre lo indígena y la in d ian idad en A m ériV'1 T
Finalmente, vale aclarar que nada es lineal en esta historia: los campos
de tensión son dinámicos, nos enfrentan a puertas, en algunos casos co­
locan cerrojos, con el propósito de clausurar toda posibilidad de contacto
entre categorías supuestamente antagónicas, pero al compás de las trans­
formaciones sociales, jurídicas y económicas, en fin, de los cambios de épo­
ca, nuevas brechas se van abriendo, hasta tender nuevos puentes o pasarelas
entre categorías que parecían incompatibles, instalando otras dinámicas de
apertura y de clausura, en el proceso mismo de resignificación y de lucha.
Se verá también, a través de la sucesiva configuración de estos campos de
tensión que designan diferentes discursos y prácticas dominantes, el modo
en que lo indígena aparece inscripto política, cultural y socialmente en la
esfera de la subalternidad/alteridad.
Parte 1. El debate sobre el indigenismo (1909-1960)

1. La cuestión de la raza, lo indígena y el mestizaje.
Positivismo y discurso de lo autóctono
Una de las categorías centrales que atraviesa y define los campos de tensión
sobre lo indígena es la de raza, al menos hasta fines de la Segunda Guerra

36

D ebates

latinoamericanos

Mundial (1945). La categoría de raza es una construcción histórico-social,
en gran medida producto de la anexión violenta de América al orden que
impusieron los procesos de conquista española y portuguesa. Como sostiene
el sociólogo peruano Aníbal Quijano, “la producción de la categoría ‘raza’,
a partir del fenotipo, es relativamente reciente, y su plena incorporación a la
clasificación de las gentes en las relaciones de poder tiene apenas quinientos
años: comienza con América y la mundialización del patrón de poder capi­
talista” (2007: 119). En consecuencia, si hablamos de raza estamos haciendo
referencia a la historia europea, esto es, al modo de pensar y representar la
diferencia que Europa ha elaborado a la hora de vincularse con otras culturas
o civilizaciones, lo cual incluye particularmente la América colonial.
Raza es también una categoría relacional, que se desenvuelve en el
marco de una matriz jerarquizante y clasificadora. De acuerdo a Rita Segato, “es signo, trazo de una historia en el sujeto, que le marca una posición
y señala en él la herencia de la desposesión” (2007: 23). Más aún, raza,
proceso de racialización y racismo aparecen estrechamente ligados, unidos
por un mismo polo de sentido. En América Latina, en nombre de un en­
foque cientificista, la visión darwinista de las razas desembocó en la natu4
ralización de las desigualdades sociales entre blancos, indígenas, negros y V
mestizos, atribuyéndolas a las diferencias fenotípicas, esto esTa la biología.5
Como afirma la antropóloga peruana Marisol de la Cadena, la categoría de
raza es relativamente vacía, lo cual “lejos de restarle historia, su vacuidad
hace que se enraíce en genealogías específicas y adquiera múltiples pasados,
muchas memorias conceptuales, que le dan textura estructural y la abren a
subjetividades locales” (De la Cadena, 2004). En consecuencia, no es sólo
su carácter relacional o dialógico, sino la vacuidad propia del concepto lo
que hace que éste presente una gran capacidad articulatoria, un potencial
camaleónico, aplicable a diferentes contextos. Por otro lado, la idea de raza
instala un campo de tensión que nos ilustra sobre el modo de pensar la
política y los límites de la democracia. En ese marco, la política no aparecía
como un espacio que los indígenas pudieran ocupaj, Para la élite y los inte­
lectuales, “los indios organizaban desórdenes, simples revueltas, siempre el
resultado de condiciones externas que exacerbaban la paciencia milenaria
de los indios. Los reclamos no eran considerados manifestaciones de ideas
políticas, aunque siempre se alertaban sobre consecuencias peligrosas, por
ejemplo, una guerra de razas” (op. aV., 2004).

M aristella S vampa

37

Así, durante mucho tiempo y desde diversos registros -académico,
científico, político-, los indígenas fueron considerados objeto de estudio
de las diferentes ciencias e incluso patrimonio científico (en Bolivia se ha
biaba de “indiología’L algo que los acercaba indefectiblemente a la naturaleza y los alejaba de cualquier conreprnalizariún como sujetos sociales y
políticos.6 El ejemplo argentino, posterior al genocidio perpetrado por el
Estado nacional contra los indígenas de la Patagonia y del Norte, a fines
del siglo XIX, se instala en esta línea y, más aún, ilustra sin duda una figura
extrema. Nada más terrible para ello que recordar la colección de restos de
indígenas que fueron exhibidos durante décadas en las vitrinas del Museo
de Ciencias Naturales de La Piara “Después Hp la Pámpana del Desierto
se trajeron indígenas al museo de La Plata y se los utilizó como peones de
limpieza. Cuando murieron, mandaron sus cuerpos a los laboratorios de
la Facultad ele Medicina para que les sacasen el cerebro, el pelo, los huesos
y luego sus restos volvieron al museo. Seguían siendo considerados patri­
monio’ del museo. ¡Eran Objetos, no seres Humanos!” (Rex González, en
Colectivo Guías, 1992).

V

Positivismo y racialismo
En el libro La construcción de la aymaridad (2009), la autora boliviana
Verushka Alvizuri cuenta que en 1899 se produjo, en la zona del Altiplano,
la Masacre de Mohoza. Ocurrida durante la época de la guerra federal, en
aquella recordada masacre, los indígenas asesinaron a unos ciento treinta
soldados del ejército liberal, luego de que éstos fueran atraídos a la iglesia
donde se celebraba una misa. A pedido del cura, los soldados llegaron des­
armados, pero cuando aquél levantó la ostia, los indios aymaras del ejército
de Pablo Zárate Willca los encerraron y en una clara inversión del ritual,
los obligaron a vestirse de indios y los asesinaron, cometiendo incluso actos
de antropofagia. Luego de ello, se realizaría un largo juicio. La memoria
durante el juicio de Mohoza, dice Alvizuri, es reveladora de la manera en
que las ciencias positivas legitiman un discurso moral basado en la natura­
leza y la razón. El alegato del abogado, Bautista Saavedra,7 quien se había
formado en la lectura de Lombroso, pondría en evidencia “la condición
degenerada y la estructura psicológica y social del indio aymara” (Alvizuri,

38

D ebates latinoamericanos

2009). Saavedra estaba convencido que la predisposición a la violencia y
a la criminalidad eran un rasgo natural de los indios aymaras, que ni la
escuela podría cambiar, y enmarcaba el crimen en un caso típico de delito
colectivo. Pero como el crimen colectivo no estaba tipificado en el Códi­
go Penal de la época, lo que Saavedra aconsejó, basándose en Gustave Le
Bon, el célebre autor de la Psicología de las masas, fue combatirlos como
a las turbulencias populares (huelgas de obreros, anarquistas, socialistas),
“removiendo las causas, evitando las ocasiones”. Todo un pueblo fue juz­
gado: durante cuatro años, cerca de doscientas cincuenta personas pasaron
por el estrado judicial, y treinta y dos de ellas fueron condenadas a muerte.
El argumento del abogado defensor se basaba en la “teoría de la locura de
masas”, ilustrando así de manera paradigmática la mirada positivista de la
época, asociada con la lectura criminalística, la cual partía de la barbarie
y la decadencia de los acusados, a quienes se presentaba como “inválidos
de civilización” y “miembros de una raza inferior que debe desaparecer”
(ibídem).
Como corriente intelectual, el positivismo tendría un gran éxito in­
terpretativo y político en América Latina. Éste tenía la virtud de sintetizar
dos dimensiones intrínsecamente ligadas: por un lado, postulaba una vi­
sión dentro de las coordenadas del determinismo biologicista de la época;
por el otro, dicho determinismo se acoplaba a una concepción liberal y
evolucionista de la sociedad, la que podía erigirse en instrumento esencial
en contra de las fuerzas sociales conservadoras, enemigas del proceso de
secularización. Pero entre el ala racialista y el ala liberal del positivismo, sin
duda la que mayor pregnancia tuvo en el campo político-intelectual fue la
primera, pues la certidumbre de que la humanidad se dividía entre razas
inferiores y superiores formaba parte del sentido común de la época. Tal
sería la potencia de la lectura racialista que, incluso, podría decirse, había
autores que presentaban rasgos positivistas, y que sin reivindicarse como
tales, “eran positivistas sin saberlo” (Piñeiro Iñiguez, 2006: 57).
Al respecto, la investigadora francesa Marie D. Demélas destaca para
el caso de Bolivia que “el darwinismo social, de 1880 a 1910 aproximada­
mente, representa el modo de pensamiento común a la mayor parte de los
dirigentes que tratan de aplicar a la sociedad leyes científicas, en particular
las de la lucha por la existencia y de la selección natural por ‘la superviven­
cia del más apto’ [...] El positivismo boliviano es, entonces, una manera

M aristella S vampa ---------------------------------------------------------------------------

39

convencional de reagrupar bajo el mismo término el interés de las élites
criollas por las ciencias exactas, el liberalismo y algunas veleidades anticle­
ricales” (Demélas, 1981: 56). Así, entre 1890 y 1920 se publicaron distin­
tos ensayos acerca del “continente enfermo” (Stabb, 1968).8 Poniendo en
entredicho la posibilidad de América Latina de entrar en la modernidad,
a la manera de Europa y los Estados Unidos, el positivismo era portador
de un pensamiento inquietante, una suerte de pesimismo moral, a través
de una lectura continental acerca de los “males endémicos”: el primero
de todos, la raza, donde convergían biología y psicología de las masas; el
segundo, el caudillismo latinoamericano, otro de los grandes males, en el
cual confluían biología, sociología y política.
Asimismo, a la luz de la consolidación de los diferentes Estados-na­
ción liberales, el positivismo realizaría un primer balance de la oposición
entre Civilización y Barbarie. Ello se plasmaría en diversas obras de corte
histórico-sociológico, que tuvieron por leitmotiv el análisis de “los males
latinoamericanos” desde una matriz biologicista.9 Las razas explicaban las
características psicológicas de los pueblos trasmitiéndose de modo regular
y fielmente por herencia. Autores como Spencer, Darwin, Le Bon y Taine
serían la piedra de toque de este paradigma racialista, el cual realizaría
una descripción de las diferentes figuras del “alma nacional”. Es lo que
puede palparse a través de dos obras emblemáticas del período: la del ar­
gentino Carlos O. Bunge, Nuestra América (1903), y la del boliviano Alcides Arguedas, Pueblo enfermo (1909). Mientras que la primera obra tiene
pretensiones continentales, la segunda se aboca a describir y diagnosticar
los males propios del Altiplano boliviano, pero ambas presentan grandes
coincidencias a la hora de caracterizar al indígena, así como también la
figura del mestizo.10
Uno de los recursos principales utilizados por ambos autores fue el
contraponer indios y mestizos rnn Ins enropeps. esto es, no definirlos por
la positiva, sino por el contraste. En esta línea, los historiadores Waldo
Ansaldi y Patricia Funes, retomando al autor francés Etienne Balibar, sos­
tienen que “la hermenéutica raciológica remite a dos operaciones básicas:
la clasificación y la jerarquización” (2006). Se trata de operaciones básicas
de naturalización, ya que la jerarquización supone un piso (la animalidad)
y un techo (la humanidad encarnada en el blanco europeo). No obstante,
en esa operación de clasificación y jerarquización existen diferencias de

4 0 -------------------------------------------------------------D ebates latinoamericanos

matices. Para Bunge, el alma colectiva del indio se expresa en el fatalis­
mo oriental, la tristeza y la venganza. Con similares adjetivos caracteriza
Arguedas al indígena del Altiplano, cuyo correlato es un paisaje natural
donde el indígena aparece asimilado o fusionado a la geografía del lugar.
El darwinismo social predice la desaparición de las “razas más débiles”.
Bunge, que habla desde la Argentina, que en ese entonces estaba recibien­
do ingentes masas de inmigrantes europeos, considera que:
“El indio puro que vive oculto en sus bosques tiende hoy a desapa­
recer, avergonzado, corrido, ofuscado, aniquilado por la civilización. [...]
De ahí que el indio puro tenga hoy escasa o ninguna importancia en la
sociología americana. No así el mestizo del indio y europeo.”11Arguedas,
por su parte, nos habla de su destino sacrificial, ligado a la guerra: “Por
un blanco que rendía la vida en Chaco, morían cien indios... legiones de
legiones de indios.”12
A decir verdad, el positivismo racialista parecía estar menos preocu­
pado por pensar en el indígena como “problema” —pues lo consideraba
derrotado, moralmente degradado y en vías de extinción—que por el ace­
lerado ascenso y reproducción del mestizo, la figura social emergente en
el nuevo entramado nacional. Es aquí donde la pluma de los positivistas
se haría más ácida y descalificatoria: se tratara del mestizo, del cholo, del
mulato, mezcla de indio, negro o blanco, la hibridez era siempre portadora
de un contenido negativo. De este modo, el positivismo exacerbaría la teo­
ría darwinista de la hibridación que sostiene que la mezcla produce un ser
atávico y degenerado. En el mestizo estarían todos los vicios y ninguna de
las virtudes de las razas de origen. “Todo mestizo físico, cualesquiera que
sea su padre o su madre, es un mestizo moral”, escribe Bunge,en Nuestra
América,, libro en el cual apenas si se dedican nueve páginas para describir
los rasgos típicos de la psicología del indio, cuatro para el “factor étnico
africano”, contra casi veinte páginas consagradas a las diferentes figuras del
mestizaje, como ilustración del “fenómeno de semiesterilidad degenerativa
del híbrido humano” (Bunge, op. cit.: 143-144). Menos cantidad de pági­
nas le dedica Arguedas al mestizo (en Bolivia, el indio implicaba el peligro
¿iedaJ guerra de razas”), pero el diagnóstico es similar.13 Por ejemplo, el
cholojmestizo de indio con criollo, es objeto de severas críticas. “Piensa
mal y acertarás, reza el adagio que para el cholo encierra la concepción
exacta, mejor y más cabal de la experiencia humana sobre las relaciones

M aristella S vam pa --------------------------------------------------------------------------- 41

del hombre con sus semejantes”. Ausencia de ideales, búsqueda de la figu­
ración política, ostentación de títulos o de riqueza, si la tiene, el cholo es
puro exitismo, a saber, búsqueda del instante del éxito (Arguedas, 1999:
72-73).
En suma, la mirada positivista instala su análisis en el campo de ten­
sión entre lo indígena y lo mestizo, respecto del blanco europeo; conside­
rado este último romo Ja raza indiscutiblemente superior, más allá de las
evidentes diferencias nacionales (por ejemplo, entre sajones e hispanos) o
de las figuras propias de mestizaje (cholo, zambo, mulato y sus sucesivas
mezclas). La conclusión es que, de modo creciente,^ indio comienza a
ser desalojado por el mestizo, como elemento predominante del presente
americano. La descripción detallada de los rasgos psicológicos del indíge­
na, de su alma colectiva, hundido éste en el paisaje milenario, asimilado
a la geografía mineral del Altiplano (la “raza de bronce”), asociado a las
dolencias y debilidades de su raza, tanto frente a la superioridad española
como al llamado sacrificial de la guerra, ya pertenecen al pasado. Frente
al nuevo emergente social, que muestra el devenir presente del mestizo,
los indígenas constituyen una estructura racial residual. Sin embargo, el
mestizo ilustra otros niveles de complejidad psicológica y social, dada su
volubilidad, su multiplicación, su visión instrumental de mundo y, peor
aún, su vitalidad creciente y desbordante. Esto se torna visible en el sistema
político dominante, a saber, el caciquismo, el caudillismo u otras variantes
de la política criolla. Así, para la élite oligárquica y los intelectuales de la
época, el “problema étnico” no remite tanto al indio, cuyo ocaso inevitable
es un lugar común, sino al mestizo, que asume los rasgos de la nueva ame­
naza política y social.
Suele afirmarse que, luego de la Segunda Guerra Mundial, hecho pú­
blico el genocidio nazi cometido contra poblaciones de origen judío en
nombre de las diferencias/superioridad racial, la categoría de raza caería en
el descrédito y sería expulsada de la comunidad académico-científica y del
discurso político democrático. Pese a ello, no sólo el racismo continuará
vigente, sino que el mismo concepto de raza más allá del desprestigio que
las envuelve, parecería ser una de esas categorías-zombies que nunca mue­
ren del todo, que siempre retornan.

D ebates latinoamericanos

42

Argentina: racialismo y genocidio originario
Estamos como nación empeñados en una contienda de
razas en que el indígena lleva sobre sí el tremendo anate­
ma de su desaparición, escrito en nombre de la civiliza­
ción. Destruyamos, pues, moralmente esa raza, aniqui­
lemos sus resortesy organización política, desaparezca su
orden de tribus y si es necesario divídase lafamilia. Esta
raza quebrada y dispersa acabará por abrazar la causa
de la civilización. Las colonias centrales, la Marina, las
provincias del norte y del litoral sirven de teatro para
realizar estepropósito.
Julio Argentino Roca (general del Ejército
argentino, a cargo de la Campaña del Desierto).
El esquema interpretativo fundacional sobre la cuestión indígena en la Ar­
gentina moderna fue la dicotomía sarmientina Civilización o Barbarie (Ta“magno, 2uu9; 5vampa, 1994), que condenaba la exclusión y el exterminio
ja las masas consideradas bárbaras (indígenas alzados, montoneras, gauchos
y caudillos levantiscos!,. La oposición entre ambos polos cobró realidad a
través de las campañas militares llevadas a cabo en el sur y el norte argen­
tino, así como mediante la clausura violenta de un largo ciclo de guerras
civiles, que terminaría con la derrota y la muerte de los últimos caudillos
provinciales.
Entre 1810y 1816, nos recuerda la antropóloga Liliana Tamagno, el
discurso oficial reconocía la participación significativa de los indígenas en
la lucha contra los españoles, y los consideraba como “ciudadanos libres”
(2009). “Nuestros paisanos, los indios” es una frase célebre que se atribu­
ye al héroe consensual de la nación argentina, José de San Martín. Así,
no sorprende que el Acta de Independencia argentina de 1816 haya sido
traducida al quechua y al aymara (Martínez Sarasola, 2011). Durante una
buena parte del siglo XIX, el sur del país estuvo bajo el control de pueblos
indígenas, con los cuales el nuevo Estado argentino alternaría la política de
la guerra y conflicto con la negociación y coexistencia. Lo mismo sucedía
del lado chileno, más allá del río Bío Bío, donde habitaban los diferentes
pueblos araucanos. Sería recién entre 1861 y 1883, que el gobierno chileno

M aristhlla S vampa

43

llevaría a cabo una campaña de aculturación y ocupación, acompañada de
la opción militar, conocida con el nombre eufemístico de “Pacificación de
la Auracanía”. Por su parte, en Argentina, fue a fines de 1870 que la élite
política decidió como vía excluvente la^opción militan con la Campaqa
del DesieríoJiiJenominación que dejaba en evidencia el marco conceptual
desde el cual se leía la problemática.
En ambos paises el espacio ocupado por los indígenas era visto como
“desierto”, “espacio vacío”, o para utilizar libremente la imagen de David
Viñas, como “la contradicción ^ mrín que Hehe ser HenadíVW 1981:
73). En Argentina, la metáfora del desierto creaba así una determinada
idea de la nación, que tanto había obsesionado a la generación del 37:
más que una nación para el desierto, se trataba de construir un desierto que justificara a la expansión de la nación.13 En el caso de Chile, el
Estado-nación adhería a la doctrina conocida como “térra nullius\ que
sostiene “que los territorios son descubiertos por los Estados cuando no
existe otro Estado reconocido que reclame su soberanía, no asignándole
al poblamiento u ocupación previa de otros pueblos el derecho de pose­
sión legítima de esos territorios” (Durán Pérez et al., citado por Impemba, 2013: 59).
En Argentina, la expansión del capitalismo agrario y la consolida­
ción del Estado nacional (mediante la estrategia de control territorial y
afirmación de la frontera con Chile) se realizaría a través de la violencia
v genocida contra las poblaciones originarias en diferentes campañas mi­
litares, en la Patagonia y en el norte del país, entre 1879 y 1885. Dicha
violencia tuvo un efecto demoledor sobre los diferentes pueblos indígena^ S in embargo, esto no significó su exterminio. Según Guillermo
David (2008), la Campaña del Desierto, en la Patagonia Norte, se llevó
a cabo en seis meses, arrojó un saldo de 1300 muertos, 1200 guerreros
indígenas prisioneros y unos 10.000 prisioneros entre viejos, mujeres
y niños capturados y reducidos a la esdavitud. El historiador indígena
Mariano Nagy, que investigó sobre el devenir de las familias sobrevivien­
tes a la Campaña del Desierto, afirma que “una de las características es
la dispersión, la migración y la circulación en un contexto de autoinvisibilización, proletarización y en el mejor de los casos, la relocalización
individual o familiar en zonas marginales de los nuevos núcleos urbanos”
(2013).16 Numerosos indígenas fueron deportados a la T.da Martín dar-

44

D ebates latinoamericanos

wcía y otros campos de concentración (Valcheta, Malargüe, entre otros),
donde no pocos murieron de viruela, sin atención médica. También
hubo quienes fueron entregados a “buenas familias” de Buenos Aires y
La Plata. La novela de Carlos María Ocantos, QutlttoTñ^rra el reparto de
indígenas capturados entre las familias prominentes de la oligarquía crio­
lla, donde -como en un gran mercado de esclavos- se describen escenas
desgarradoras en las cuales son separados marido y mujer, hermanos de
hermanas y, “lo que es más monstruoso, más inhumano, más salvaje, al
hijo de la madre” (citado por David, 2008).17
Con los indígenas sobrevivientes sojuzgados, arrinconados en sus re­
servas, lejos de los territorios entonces valorizados por el capital, subas­
tados en el mercado o entregados a las “familias bien”, en fin, en vías de
proletarización o incorporados como mano de obra barata en los ingenios,
arranca para los pueblos indígenas de la Argentina un largo e interminable
» periplo que romhinará la jnA/^KiUvqrinn rnn la negaran ASÍ, al genocidio
I originarle»rnmn ^itrk ^ nrral ^ ^ fimrlarínn HpI moderno Estado-nación
\ argentino (Lenton. 20L11 le siguió la expulsión del indígena del imaginaí Vrio nacional y la negación misma de su existencia: con los inmigrantes de
fsJ? ultramar que arribaban en grandes cantidades al puerto, con la exportación
— ~ en gran escala de carnes y cereales, con la élite criolla bien instalada, la Ar­
gentina pasó a ser rápidamente considerada un país hlanrn y sin indios...
El censo de 1895 estableció que-/»! KQ% df Ir pphlarinn riel país era dej-aza
blanca y origen europeq. José Ingenieros escribiría con orgullo: “La cues­
tión de las razas, tan importante en los Estados Unidos, ya no existe en la
República Argentina”.
La literatura antropológica existente18 ha realizado diferentes lecturas
críticas acerca del lugar del indígena en la nación argentina y sus avatares
históricos. No es mi intención hacer una síntesis, pero sí subrayar que
todas estas interpretaciones coinciden en la tendencia a la invisibilización
de lo indígena en el imaginario nacional luego de consumado el geno­
cidio fundacional y su posterior marginalización en la nueva estructura
social. Así, Gastón Gordillo y Silvia Hirsch afirman que “Lo indígena se
transformó en una suerte de ausencia que no dejó de estar presente en las
subjetividades nacionales a diversos niveles [...] El legado de la conquista
del desierto confinó a los indígenas al trasfondo del imaginario nacional”
(2010: 16).

M aristkll ^ S vampa

45

VE1 indígena aparecía asociado al pasado violento (simbolizado por los
malones) Cierto es que “la invisibilización no los borró por completo, sino
que los transformó en una presencia nn-visihle latente y culturalmente
constitutiva de formas hegemónicas de la nacionalidad”. Tan hegemónico ha sido el dispositivo fundacional en la representación de la Argentina
como nación blanca y europea que incluso muchos argentinos que se la­
mentaron de la brutalidad de la Campaña del Desierto, incorporaron el
dispositivo invisibilizador, contribuyendo a reproducir la idea de que lo
indígena ya no es parte de la nación (Gordillo y Hirsch, 2009: 20-21).
En otra línea de argumentación, la antropóloga Mónica Quijada con­
sidera que, aunque la guerra produjo muerte debido a la violencia y las
enfermedades, no hubo exterminio sino “irrladfírarinn snrial del indíge­
na”. Esto fue acompañado por el convencimiento colectivo acerca de la
desaparición del indio debido al conflicto militar, lo cual se convirtió en el
eje fundamental de la construcción de la identidad nacional (2006: 428).
Según la autora, la reclasificación se expresó mediante una “estrategia de
^jcuidadanización del indígena por diferentes víqs”. en la cual lo relevante
era la concepción territorial de la nación. En ese sentido^eLindicu una vez
sujeto al poder centrah se ^qnvertía en ciudadano, por su condición de
nativo del territorio nacionalJ( Por supuesto, esta estrategia de conversión
lr>c inrligfflQs en ciudadanos está lejos de constituir un final feliz: hubo
1 desplazamientos, su incorporación a la sociedad se hizo en los niveles más
1 inferiores y pobres; los casos de concesión de tierras no fueron cumplidos.
[ y tampoco se protegió al indígena del salvaje acaparamiento territorial que
se produjo con posterioridad a la Campaña del Desierto. Así, se afianzó la
idea de “desaparición” y “exterminio”, cuando en realidad hubo una estra­
tegia de reclasificación de los indígenas como “ciudadanos argentinos”, en
otros niveles de la subaltermdad {op. cit.: Áóó).
Asimismo, a diferencia de otros países latinoamericanos, incluso el
concepto mismo de mestizo estuvo ausente del vocabulario oficial; do­
ble situación de invisibilización que caracterizó a la Argentina durante
décadas. Claudia Briones, quien rastrea la conformación de los “otros
internos” que están en la base de la formación nacional de la alteridad
en la Argentina, analiza el mito mayor de ésta respecto del^crisolde
razas”, esto es, la idea de una imagen homogénea de ^
base_
a una Argentina blanca y civilizada ligada a su europeidad g en érica Ftl

46

D ebates latinoamericanos

esta línea, nos dice que “a diferencia de otros países latinoamericanos,
en Argentina el mestizaje ha tendido a quedar definido por una lógica
de la hipodescendencia, que hace que la categoría marcada (en este
caso, lo indígena) tienda a absorber a la mezclada y que el mestizo esté
categorialmente más cerca del indígena que del no indígena” (Briones,
2005: 26). Como agrega Morita Carrasco (2002): “Mientras nadie Hac­
inaría ‘mestizo’ a un hijo de euroargentinos, quienes tienen un padre o \
inrlíprpa son los que más claramente cargan con el estereotipo
de ‘indio’, como marca indeleble que confirma la asimetría racializada
y fundante que dio origen a la sociedad nacional, legitimando en forma
simbólica una relación de dominación que afecta cotidianamente la
vida de las pueblos indígenas.”
Por último, no deja de ser perturbadora la relación que se estableció
en el período fundacional entre ciencia, genocidio y poder, lo cual apare­
ce ilustrado por el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, fundado en
la época. Aunque pocos recuerden la historia de este museo, lo cierto es
que los restos de los indígenas asesinados durante la llamada Campaña
del Desierto y otros que murieron en el mismo museo fueron exhibidos
hasta 2006.19Asimispio, entre finales del siglo XIX y principios del XX, la
difusión de fotografías con retratos de indígenas apuntaló el discurso hegemónico de las élites criollas que buscaba mostrar a los pueblos originarios
como salvajes, bárbaros y refractarios a la civilización, aunque también es­
tas fotografías podían servir para una tarea más moralizante, a saber, como
ejemplo de asimilación.20
En suma, lo ocurrido en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata
(replicado en unae$calíumciloren otros museos provinciales) es ilustra­
tivo de cómoylá^generación deTs^l, fundadora de la Argentina moderna,
leyó la cuestión indígena en nuestro país desde el positivismo racialista: jos indígenas nn eran considerados COmp
k1irnanp< ¡n sino como
ejemplares de una raza primitiva e inferior.,que debían ser estudiados
^ ‘‘científicamente” (medicina y antropología aparecían articuladas), foto*—grafiadns como “ejemplo de asimilarían” y .gyhi^jdos como “reliquias”,
junto con parte de sus enseres, en una vitrina del museo, consagrado a
las ciencias naturales.

2. El discurso de lo autóctono
La cultura bajará otra vez de los Andes.
Luis Valcárcel, La tempestad de los Andes, 1927
Tanto en los países andinos como en México, entre fines del siglo XIX y
principios del XX asistimos a un proceso de revalorización de lo indígena
a partir del cual las civilizaciones preexistentes a la conquista pasarían a ser
^ooftsidei adás comtr-cuna o cimiento de la nacionalidad. Se iniciaría una
revuelta antipositivist^que apuntaba a repensar el rol del indígena en la
nación, muy especialmente en el contexto de conmemoración del primer
Centenario de las jóvenes repúblicas sudamericanas. A esto hay que añadir
que en Bolivia y Perú, la reflexión nacionalista estaría marcada también por
la necesidad de realizar un balance sobre el futuro de la nación, a la luz de
la derrota infligida por Chile a ambos países durante la Guerra del Pacífico
(1879-1883), la cual implicó numerosas pérdidas de vidas humanas y un
importante cercenamiento territorial.21
Este primer momento indigenista ha sido denominado por la histo­
riografía latinoamericana como “discurso de lo autóctono”. Ahora bien,
antes que el indígena de carne y hueso, el discurso sobre lo autóctono>
remite a nqaMsjpn romántica de lo telúrico nutre de la exaltación de
— lnrr gfftnd^Y nilnirps p imperios prehispánicos -aztecas, mayas e incas-por
parte de las élites político y culturales criollas. Dicho proceso de glori-*
_ ficación del pasado indígena puede ser sintetizado, como lo propone 1a
historiadora peruana Cecilia Méndez, por la consigna “incas sí, indios no”
(1996). EL mismo «supone una exaltación del indio ideal, aquél de la his­
toria prehispánica, cuya contracara es la desvalorización del indio de carne
y hueso, degradado material v moralmente en el marco de las repúblicas
independientes, pn este contexto, se producirán profundas modificaciones
al interior del campo de tensión entre lo indígena y lo mestizo, pues si
una de las características comunes en todos los países sería el rescate de lo
autóctono, en una modalidad que idealizaba lo indígena como “pasado”,
también existirían claras disidencias respecto de la valoración del mestizaje
y su aporte en el proceso de construcción de la nación.
En términos filosóficos, el discurso de lo autóctono se nutre de las
teorías vitalistas europeas, herederas de la concepción romántica e histo-

48

D ebates latinoamericanos

ricista de la cultura (volk), que ponían énfasis en la “energía social” y su
rol en la construcción de la nación.22 Tanto en Bolivia como en la Argen­
tina se destaca la influencia del conde de Keyserling, un intelectual viajero
acogido por los núcleos intelectuales sudamericanos como un importante
interlocutor. Como señala Pablo Stefanoni (2010 y 2014), luego de visitar
Buenos Aires, invitado por la revista Sur, creada y dirigida por Victoria
Ocampo, el conde Keyserling viajó a Bolivia en 1929, donde dio una serie de
conferencias de fuerte contenido telúrico: “Bolivia es la América en trasunto
y América es el continente que puede ufanarse de una fuerza más plasmado­
ra que cualquier otro. Bolivia es probablemente la parte más antigua de la
humanidad y no hay mejor promesa de futuro que un pasado remotísimo,
porque no hay fin en el tiempo” (citado en Stefanoni, 2010: 53).
Una de las preguntas centrales que sobrevolaba el período es hasta qué
punto era posible o no “regenerar la raza”, en especial en aquéllos países
con fuerte componente indígena. La propuesta común de las élites políti­
cas y culturales era la de llevar a cabo una reforma educativa y cultural, con
el objetivo explícito de combatir el retraso de la “raza” (su estado de bar­
becho, retomando el lenguaje de entonces) y contribuir a su regeneración.
Éste sería el caso de Bolivia y Perú, aunque también el de la Argentina,
donde una vez marginados los indígenas, las élites criollas buscarían con­
trolar el contingente inmigrante, proveniente de Europa.
En esta línea, hacia 1900, el gobierno liberal boliviano envió una mi­
sión a Francia, Alemania y otros países, dando por sentado que existían
criterios pedagógicos universalmente válidos que podían aplicarse a todos
los países. FranzTamayo, intelectual boliviano, contestó fuertemente dicha
política positivista, polemizando en la época con Felipe Segundo Guzmán,
quien había participado de la misión educativa y era en ese entonces secre­
tario del ministro de Educación.23 Es así que a lo largo de 1910 Tamayo
escribiría una serie de editoriales en El Diario, de La Paz, criticando las
posturas positivistas, columnas que luego serían publicadas bajo el título
Creación de la pedagogía nacional (1979). Las críticas serían respondidas
por Guzmán también desde la prensa escrita.
La polémica entre el defensor del positivismo, desde el lado del go­
bierno, y el defensor de lo autóctono reveló puntos antagónicos, vincula­
dos con la valoración del indígena, aunque ciertamente no estaba exenta
de acuerdos básicos. Respecto de los antagonismos, hay que destacar que

M aristella S vampa •

49

mientras Tamayo (buen lector del vitalismo alemán) veía en el indio “el
verdadero depositario de la energía nacional” y defendía la idea de que
Bolivia no debía copiar los modelos europeos sino que debía mirar las
fuerzas vitales propias, por su parte, Guzmán, desde una posición liberalpositivista, afirmaba que el indígena era un obstáculo a la modernización
nacional, por lo cual proponía extender la instrucción, considerándola
x
como la vía apropiada hacia la civilización blanca, la raza superior, a la
cual el indígena debía asimilarse q, en su defecto, desaparecer (Martínez,
2010: 261). Asimismo, para Tamayo, no es que Bolivia estuviera enfer­
ma; antes bien estaba cometiendo un acto de infidelidad consigo misma,
al buscar otros modelos (Stefanoni, 2010). No sería tampoco mediante
la instrucción (factores externos) sino por la educación (factores inter­
nos) que podría despertarse las energías de la raza; ese carácter nacional
que no poseía ni el blanco ni, por supuesto, el mestizo. Replegado sobre
sí mismo, el indio aparecía como pura voluntad, resistiéndose tanto al
medioambiente que habitaba como a los embates de la civilización (San- (
jinés, 2005: 54).
Respecto ,de los acuerdos básicos, el primero de ellos es que Tamayo
y Guzmán compartían la visión uniformizante del indígena. Éste era el
“problema nacional”,al cual había que descubrir y describir en todo su
especificidad, pero paradójicamente, en la argumentación de ambos no ha­
bía nada que remitiera a la cultura, al grupo de pertenencia, la lengua, a los
hábitos o costumbres. La élite pnlírira y cultural convertía al indígena en
nn arqnpr;p^ (qqe se reducía al aymaraL ron cualidades o vicios muy gene­
rales (Martínf
Martínez,7 , 2010: ?5£)
?5¿)¿E1F1 segundo supuesto compartido era la crítica l
al choloi|eL
mestizo aindiado) en sintonía con la perspectiva positivista. 24
jo/eLmestizo
Para Guzmán, había que favorecer la mezcla con la raza privilegiada, esto
es, la del indio con la raza blanca. De modo que el mestizo ideal era un
mestizo occidentalizado; mientras que el cholo, que cargaba con todos los
defectos de las razas originarias y ninguna de sus virtudes, terminaba por
ser expulsado del imaginario nacional boliviano. Se trataba así de un claro proyecto de desindianización, donde la valoración del mestizaje difería
según éste mostrara la primacía de la raza india o la blanca. En suma,
como afirma Sanjinés, en Bolivia “él discurso de lo autóctono generó sen­
timientos raciales muy ambivalentes, de orgullo, nostalgia y fascinación
por lo indígena, y mostró su repulsión por todo aquéllo que la conciencia

50

D ebates latinoamericanos

criollo mestiza no pudiese racionalizar y mantener bajo estricto control”
(2005). Éste buscaba fijar posición y prevenir sobre la conversión del indio
en cholo, esto es,jiel mestizo aindiado urbano frente al mestizo acriollado
u occidentalizado, en un escenario social en el cual todavía resonaban la
revuelta indígena de Chayanta.25
Para la misma época, en Perú también se operaría el rescate de lo indíge­
na, aunque en una clave diferente a la boliviana, pues allí lo autóctono sería
pensado como parte de una gloria lejana “nacional” a través de la estetización
de la cultura incaica, al tiempo que sería utilizado como estrategia de dife­
renciación cultural en la puja política de la región de Cuzco contra el centra­
lismo limeño. Siguiendo a Carlos Degregori (1998) y Marisol de la Cadena
(2004), los criollos mestizos de la región de Cuzco buscaron apropiarse de la
herencia inca imperial para poder diferenciarse de la élite criolla dominante,
asentada en Lima. En consecuencia, lejos de tratarse de una “lucha de razas”,
lo que Cuzco disputará con la Lima criolla e hispanizante es la cuna de la peruanidad, a través de la reivindicación de la cultura y la lengua quechua. Esta
idealización marca el nacimiento de pq el que l^c in^jqs son hahlados por y desde la élite mestizja. a partir de su
identificación cofí^el -pasado y la geógrafo del lugar ^
Devenidd^incaísmo^) el discurso d ejo au tó cto n o en Perú se expresó
tanto en los monumentos de la ciudad como en el teatro \nr*\m} a cargo
de la élite rnlrnral Para la élite cuzqueña, hablar quechua sería así un signo
de distinción muy valorado incluso en otros países sudamericanos. Para
ello, se creó una compañía cultural de arte incaica que tendría mucho éxi­
to en su gira por varios países del Sur, representando Ollantay, una de las
piezas más celebradas del teatro incaico (Pacheco Medrano, 2007). Uno de
los paladines de esta autorrepresentación fue el cuzqueño Luis Valcárcel,
citado en el epígrafe, quien en 1927 escribió un libro muy radical sobre el
indio, La tempestad de los Andes, donde asociaba indigenismo y agrarismo,
tema central del indigenismo social. El libro fue prologado por Mariátegui
y el posfacio estuvo a cargo de Luis Alberto Sánchez, dos intelectuales que
luego protagonizarían un debate público sobre lo indígena y lo mestizo en
el Perú.26
Vale la pena preguntarse si en consonancia con otros países de la región,
en Argentina hubo una reelaboración/revaloración de lo autóctono durante
el primer Centenario. En realidad, el discurso de lo autóctono tiene lugar en

M aristella S vampa

51

un proceso de confrontación de las élites porteñas y provinciales en relación
con el aluvión inmigrante. Efectivamente, a diferencia de otros países de
América Latina, en los que el peso del inmigrante sobre la población total y
activa no fue tan grande, en la Argentina la inmigración externa fue perci­
bida bajo el peligro o el temor de un cambio en la fisonomía nacional. De
modo que el inmigrante, que había recibido su canto de cisne de bienvenida,
pronto devino objeto de sospecha: la deformación de la lengua, las aguerri­
das organizaciones sindicales portadoras de “ideologías foráneas” iban ha­
ciendo que aquél perdiera su condición de antiguo paradigma del progreso y
se transformara en una amenaza social. Así, los conflictos que trajo aparejada
la construcción de un país moderno, basado en el modelo agroexportador y
la apertura a la inmigración de ultramar, fueron revelando la insuficiencia del
lema fundacional “Civilización o Barbarie” como dispositivo de la alteridad
para leer los males que sacudían a la “nueva” sociedad, lo cual va a desem­
bocar en una reorganización de los ejes y conceptos involucrados. Junto con
la emergencia de la “cuestión social”, el inmigrante proyectaría la image
rlf* nnn bnrbnrif “Hff>narionalÍ 7.ad ora,L a la que iría oponiéndose una cierta
representación de la nación que rescataba la figura del gaucho y, a través de
él. reivindiraba el nnrlen rriolln fiindadnr,
Así, en el primer Centenario asistimos a una reconfiguración del dis­
positivo original de alteridad, que ilustra efdesencanto de las élites hacia el
J nnvgriinrp y-^nmn en otros países de la región, en la Argentina se opera
la (re)invención de una tradición nacional en base al rescate de “lo autóc­
tono”. Esta operación se verá coronada por la recuperación del gaucho
m ito ló g iro . tarea llevada a cabo por el poeta Leopoldo Lugones en su obra
El payador (1913). cuya cristalización como personaje legendario termi­
nará por realizar Ricardo Güiraldes en Don Segundo SombraJ 1926). Tal
como señalan Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano (1983), en una serie de
conferencias leídas en 1913 en el teatro Odeón de Buenos Aires, Lugones
instituyó como poema fundador de la nacionalidad al Martín Fierro de
losé Hernández, consolidando definitivamente el sitial mítico del gaucho,
precisamente cuando los gauchos reales estaban en vías de extinción.27 Al
igual que el indio que glorifica la élite cuzqueña de la época, el gaucho
rescatado por la élite criolla argentina responde a una visión n etam ente
— mimtizfldíi; es nn gaucho domesticado, cuya presencia simbólica se supone ^
forma parte del paisaje de la Pampa, aunque ya esté lejos de cuestionar el

52

D ebates latinoamericanos

modelo político

los sec­
tores subalternos^
De modo que la versión argentina del discurso de lo autóctono utiliza
un dispositivo relacional similar al de otros países latinoamericanos para
leer la alteridad, pero difiere en el modo que se presentan las oposiciones ]
al interior del m ism o. N o hay rescate del indígena, au n q ue sí del m estizo./
en la figura At*\ psurfrr* A su vez, como en otros países, el discurso de lo’
autóctono cumple dos funciones: apunta a colocar límites al inevitable as­
censo sociopolítico de ciertos grupos sociales (sobre todo, los inmigrantes,
muchos de ellos identificados con las banderas del socialismo y el anarquis­
mo); y abre también una brecha al interior de las élites políticas (disputa
de las élites regionales o provinciales, en su reelaboración de la Argentina
“profunda” frente al poder central).
En resumen, el campo de tensión entre lo indígena y lo mestizo irá
sufriendo inscripciones nacionales diferentes: mientras en Bolivia encon­
tramos un discurso más anclado en la asociación telúrica entre paisaje
altiplánico e indígena, materializada en la figura del “macizo andino”
como síntesis de Bolivia por Jaime Mendoza en 1925 (Lorini, 2006: 95),
ambos resistentes al cambio y por ello fuente casi inalterable de la energía
nacional, en Perú el indigenismo romántico expresaría algo más, una rá­
pida (y consistente) apropiación política de la élite mestiza cuzqueña en
su puja político-simbólica con la región de la costa, caracterizada como
mestiza y prohispana. Por otro lado, en Bolivia, el discurso de lo autóc­
tono polemizará con la visión positivista de lo indígena en un punto
crucial: a propósito de los alcances y contenidos de la reforma educati­
va. Sin embargo, más allá de las diferencias, al igual que el positivismo,
ambos indigenismos expresaban un rechazo de lo mestizo, aunque esto
tuviera también razones contrastantes. Mientras, en Perú, este primer
ensayo de apropiación político-simbólico de lo indígena hará posible la
construcción de una vía en la cual el mestizo podrá ir subsumiendo de
modo progresivo la identidad indígena a través de diferentes apelaciones
o figuras identitarias, en Bolivia la tensión entre lo indígena y lo mestizo
continuará siendo un lugar significativo de producción política y cultural
hasta la década de 1940.
Por otro lado, en la Argentina njientras el gaucho mestizo es reivin­
dicado frente al inmigrante díscolo que amenaza la estabilidad de la élite

M aristella S vam pa —————————————————————————

53

con su ascenso económico y sus crecientes demandas sociales, la figura del
indígena signe estando afuera; J\ suyo p,< ¡ nn “nrvliipror” | H nnrlf plteridad y
pura exterioridad se acoplan/ Será hacia los años 20, en la pluma del escri­
tor nacionalista Ricardo Rojas, cuando aparece lo indígena formando parte
de ese proceso de mestizaje americano, “en donde se funden la rn n rie q ria
europea y el indianism o”. Esto es lo gi^Kr>jaSd en o m in a Furindip (1924),
una doctrina estética y cultural que el autor piensa como clave de la argentinidad y a la vez americana: “Eurindia es el nombre de un mito creado por
Europa y las Indias, pero que ya no es de las Indias ni de Europa, aunque
está hecho de las dos”, escribirá en el prólogo del libro. Eurindia es así un
neologismo instaurado por Rojas para erigir un modelo que contenga y
fusione Europa con el continente americano (Volmer, 2007: 12). Sin em­
bargo, en un país en el queja élite buscaba pensarse como descendiente de
los barcos y, a la vez, se referenciaha en un m ítico m irlen criollo, lo indíge­
na continuará siendo concebido como un estigma. No es casual, entonces,
que la propuesta de mestizaje elaborada por Rojas, de corte más estético,
encontrara poco eco político y social.28
3. Indigenismo y clase social. Las vías truncas del marxismo latinoamericano
El problema de las razas no es común a todos los países
de América Latina ni presenta en todos los que sufren
las mismas proporciones y caracteres. En algunos países
latinoamericanos tiene una localización regional y no
influye apreciablemente en elproceso socialy económico.
Pero en países como el Perú y Bolivia la mayor parte de
la población es indígena; la reivindicación del indio es
la reivindicación populary social dominante.
José Carlos Mariátegui, “El problema de las razas en
la América Latina”, 1928.
En América Latina, los inicios del siglo XX se caracterizaron por intensas
movilizaciones obreras en reclamo de mejores condiciones laborales y sala­
rios. Aquellas huelgas que alcanzaron un alto grado de masividad y fueron
consideradas como una gran amenaza por las élites políticas gobernantes

54

D ebates latinoamericanos

terminaron ahogadas en sangre: la masacre en Iquique, Chile, 1907; la
Semana Trágica, Buenos Aires, 1919; la masacre de obreros en Guayaquil,
Ecuador, en 1922; la de la región minera de Uncía en 1923; la de Magda­
lena, en la región bananera de Colombia, en 1928; entre otras, constituyen
algunos de los jalones de esta trágica fase en la historia de los sectores po­
pulares latinoamericanos.
Asimismo, en el ámbito rural eran frecuentes las revueltas indígenocampesinas, aunque éstas por lo general estaban poco conectadas con las
luchas obreras urbanas o contaban con escasos apoyos de otros sectores
sociales. En Perú, por ejemplo, los movimientos campesino-indígenas se­
rían localizados y, como afirma Flores Galindo (1977), no se planteaban
luchas a escala nacional; sin embargo, éstas daban cuenta de la insosteni­
ble situación de explotación que vivían las masas campesino-indígenas en
tiempos de la república oligárquico-liberal. En Bolivia, entre las revueltas
que tuvieron mayor resonancia se encuentra la de Chayanta, en 1927, una
rebelión de comunarios y colonos contra los hacendados, que pondría de
relieve el problema del avance de la hacienda y exigiría la intervención del
entonces presidente Siles (Hylton, 2003). A su vez, los acontecimientos de
la revolución rusa de 1917 impactarían fuertemente en el escenario lati­
noamericano, al mostrar como realidad “el primer experimento de Estado
socialista: la URSS” (Mariátegui, 2010: 264). En ese sentido, si las élites
latinoamericanas, sobre todo en los países andinos, arrastraban de larga
data el imaginario asociado al temor del asedio o del cerco indígena, luego
de la revolución rusa se sumaría el fantasma del comunismo, cuya amenaza
parecía recorrer tanto la ciudad como el campo.
Siguiendo a Sánchez Vásquez, el marxismo que llega a tierras latinoa­
mericanas entre fines del siglo XIX y las primeras dos décadas del siglo
XX es aquél que promueve la II Internacional Socialista, dominada por la
socialdemocracia alemana, la cual había emprendido una revisión de los
textos de Marx. En el Cono Sur, el marxismo llega de la mano de inmi­
grantes españoles e italianos, quienes crearían los primeros partidos socia­
listas. Sin embargo, la revolución rusa significó una ruptura respecto de las
posiciones más reformistas, y conllevó la emergencia de la III Internacio­
nal Comunista (IC), en 1919, modelo sobre el cual se irían construyendo
los diferentes partidos comunistas en América Latina (Sánchez Vásquez,
1999: 126-128), cerrando los caminos a la diversidad nacional. En conse­

M aristella S vampa

55

cuencia, aunque por un corto tiempo, la III IC ofrecería un nuevo marco
en el cual situar la revolución nacional en las sociedades o los países más
atrasados como parte de un proceso más global o mundial en la lucha an­
tiimperialista.
Es en este nuevo escenario en el cual surge el indigenismo social en
América Latina, cuya reflexión política subraya la importancia de las luchas
del campesinado indígena y su relación con la cuestión nacional. Cierto
que el indígena continuaría siendo hablado desde afuera, desde la exterio­
ridad, por intelectuales y activistas que abrazarían el ideario marxista. Sin
embargo, los interrogantes tempranamente formulados por esta corriente
apuntaron a cuestiones medulares, entre ellas, la necesidad de pensar la
especificidad política de las realidades nacionales en América Latina, en un
continente donde la clase obrera urbana era más bien marginal. No se co­
nocían en ese entonces ni la respuesta de Marx a la carta de Vera Zasulich
ni tampoco los escritos de Marx sobre el modo de producción asiático, ni
mucho menos el interés del “Marx tardío” por la comuna rural rusa (Cua­
dernos etnológicos).
El indigenismo social latinoamericano, de corte revolucionario, tuvo
un primer desarrollo durante este período con el peruano José Carlos Mariátegui y el boliviano Tristán Marof. Lejos de proponer la educación o
los planes de desarrollo como panacea o estrategia para la resolución del
“problema indígena”, dichos autores promovieron la lucha de clases, su­
brayando la relación entre la miserable situación de los indígenas y el pro­
blema de la tierra en manos de los gamonales o propietarios latifundistas.
En esa línea, el indigenismo social rechazaría el enfoque racialista, que
inferiorizaba al indio y naturalizaba las desigualdades sociales y culturales,
así como la visión romantizada de aquéllos que defendían un indigenismo
estratégico y arqueológico, rescatando a las grandes culturas prehispánicas
pero despreciando a los indígenas de carne y hueso. Asimismo, en esta eta­
pa, el indigenismo social, de inspiración marxista, desarrollará vínculos y
debates con la III IC, previo al cierre político-ideológico que caracterizaría
al marxismo, hegemonizado por el comunismo soviético (estalinismo) en
las décadas siguientes. En consecuencia, dicha perspectiva tuvo la virtud de
desplazar la problemática indígena hacia otro campo de tensión, buscando
pensar al indígena como actor social y político, vinculado con la cuestión
nacional.

56

D ebates latinoamericanos

Sin duda fue el peruano Manuel González Prada, maestro de genera­
ciones, en el contexto del primer Centenario de la Independencia y luego
de la derrota de Perú y Bolivia frente a Chile, en la Guerra del Pacífico,
uno de los primeros en asumir el desafío de repensar la nación, ligado a
la problemática de la marginación del indio en las sociedades liberales
posindependentistas. Autor de un breve texto inconcluso, Nuestros indios,
de 1904, y que tan larga influencia ha tenido, González Prada instala una
serie de tesis fundamentales sobre el tema. Una de ellas rechaza el subterfu­
gio de la raza, insistiendo en la idea de que lo social debe explicarse por lo
social mismo. Prada rechaza así la visión determinista del positivismo que
considera a los indígenas inferiores por naturaleza y, citando a Durkheim,
señala que “no conocemos ningún fenómeno social que se halla colocado
bajo la dependencia de la raza” (1989: 204-221).
Una pregunta fundamental que recorre sus escritos, retomada luego
por Mariátegui, es la comparación de la situación del indio bajo la repúbli­
ca liberal con los tiempos de la dominación española. Prada sostiene que,
lejos de avanzar, el estado del indio había empeorado. A ello contribuyó la
República, que siguió las tradiciones del virreinato. Así, queda claro que la
cuestión del indio no es racial, pero tampoco es pedagógica, sino social, y
está ligada directamente al régimen de dominación liberal y las condicio­
nes de vida a las cuales se somete a los indígenas.29
Por último, Prada propone colocarse más allá de cualquier mirada
paternalista, pues nada se puede esperar respecto de la humanización de
los opresores de los indígenas. Aun si no escapa a la paradoja de que el
enunciador es un criollo, un no indígena, Prada sostiene la tesis de que la
liberación del indio debe ser obra de los propios indios:
Al indio no se le predique humildad y resignación, sino orgullo y
rebeldía. ¿Qué ha ganado con trescientos o cuatrocientos años de
conformidad y paciencia? Mientras menos autoridades sufra, de
mayores daños se liberta. Hay un hecho revelador: reina mayor
bienestar en las comarcas más distantes de las grandes haciendas,
se disfruta de más orden y tranquilidad en los pueblos menos
frecuentados por las autoridades. En resumen, el indio se redi­
mirá merced a su esfuerzo propio, no por humanización de sus
opresores.30

M aristella S vampa

57

En Bolivia, se destaca la intensa labor de Tristán Marof, seudónimo de
Gustavo Navarro, un activista de origen marxista que vivió en su juventud
varios años en Europa como diplomático, y más tarde padeció la perse­
cución y la cárcel así como varios exilios (México, Argentina).31 En La
justicia del inca, Marof lanzaría la fórmula célebre que habría de sintetizar
posteriormente el proyecto del nacionalismo revolucionario: “Tierras al
indio, minas al Estado”. La fórmula colocaba en el centro la cuestión del
indígena, asociada a la tierra, así como la cuestión de la nacionalización de
los bienes del subsuelo.32Antes que proponer un retorno al pasado incaico,
del cual admiraba su organización, la moral, la justicia y las leyes agrarias
que habían garantizado la vida hasta al último habitante de la colectividad,
Marof -como ya lo hiciera con anterioridad González Prada y tal como
subrayará sobre todo Mariátegui- buscaba desarrollar un enfoque com­
parativo, a fin de desnudar los límites de la república, bajo la cual vivían
y morían en condiciones miserables millones de indios. Precisamente, La
tragedia del altiplano*3 refiere a la explotación feudal a la cual está sometido
el indígena desde que nace hasta que muere. Así, la mirada de Marof se
proponía trascender el tema literario-culturalista, para introducir una óp­
tica netamente materialista sobre la cuestión indígena. En La tragedia…,
aunque no hablaba de razas sino que distinguía entre dos clases sociales,
proletarios y burgueses; indios, pero también zambos y mestizos, se en­
cuentran dentro del ilimitado ejército de desposeídos. Sus taras o defectos
no son resultado de ninguna cuestión de inferioridad racial, sino de sus
condiciones miserables de vida. Su ideal es: “Un indio libre, educado técni­
camente, con sentimiento de dignidad y de clase”. “Pero para llegar a esto
es preciso que la sociedad feudal sea derribada por los mismos indios, alia­
dos a todos los que tienen cuentas que saldar con ella: artesanos de ciudad,
estudiantes y proletarios de las minas. Es preciso que los indios refuercen
sus organizaciones comunarias, coordinen vínculos, establezcan contactos
rnrre los del Norte y los del Sur; entre quichuas y aimarás; elijan sus re­
presentantes ante los congresos obreros y sigan una sola línea de conducta”
(La tragedia del altiplano, op. cit.).34 Su liberación depende entonces de dos
i osas, de su deseo de organizarse y tomar la tierra, y de la descomposición
de la clase dirigente. Pero una de la$ cuestiones fundamentales es que surja
una vanguardia indígena y, a partir de ella,crear puentes con otros sectores
Mídales.

58

D ebates latinoamericanos

Sin embargo, fue la labor innovadora de Mariátegui la que marcó
un punto de inflexión, señalando un antes y un después en lo que podría
haber sido un promisorio camino en la tarea de construir una alternativa
revolucionaria desde el marxismo latinoamericano, enraizada en la socie­
dad nacional y la problemática indígena. En su corta vida, Mariátegui
desarrolló una intensa actividad cultural y política, a través de revistas
como La escena contemporánea, y sobre todo con Amanta, fundada en
1926, a través de las cuales hacía visible la cuestión indígena.35
La propuesta político-intelectual de Mariátegui estuvo lejos de reducirse
al eclecticismo tolerante, por más voluntad antropofágica que tuviera,36 in­
cluso en su afán desafiante por colocar a Georges Sorel al lado de Karl Marx.
En realidad, Mariátegui apostó a vincular socialismo marxista y vanguardis­
mo indigenista;37 a construir un indigenismo revolucionario. Retomamos
aquí este último concepto, propuesto por el propio Mariátegui y desarrolla­
do por Fernanda Beigel (2004), entendiéndolo como el resultado del cruce
entre la dimensión política, vinculada a las reivindicaciones del indio, sus
derechos, su lugar en la sociedad peruana; y por otro lado, la dimensión cul­
tural, ligada al indigenismo artístico, al pasado prehispánico, incaico, que le
otorga una dimensión mítica al proyecto socialista.38Aunque su visión sobre
la problemática indígena se encuentra diseminada en numerosos artículos, es
en Siete ensayos de interpretación sobre la realidadperuana, de 1928, y en “El
problema de las razas en la América Latina”, texto presentado en el VI Con­
greso de la IC, realizado en junio de 1929 en Buenos Aires, donde podemos
hallar sus ideas fundamentales sobre el tema.
Mariátegui adoptaría como punto de partida algunas de las conclusio­
nes indigenistas ya presentadas por González Prada. Así, cuatro hipótesis
atraviesan los Siete ensayos…: en primer lugar, la importancia de la cuestión
indígena, ya que el problema indio afecta a la tercera parte de la población
peruana; en segundo lugar, la idea de que no hay posibilidad de redención
del indio por la vía pedagógica o la acción de los caudillos, visto que las
condiciones republicanas empeoraron su situación; en tercer lugar, la pervivencia de la comunidad agraria y la defensa de la misma, no por razones
abstractas, sino concretas; por último, la hipótesis de que sin el indígena,
cimiento de la nacionalidad, no hay peruanidad posible.
A su vez, como propondrá en “El problema de las razas”, el núcleo de
la problemática indígena para Mariátegui es la explotación feudal de los

M aristella S vampa

59

nativos por el gran latifundio agrario. “El indio, en un 90% de los casos,
no es un proletario, es un siervo” (Mariátegui, 2010: 68). En la agricultura
subsiste así un régimen feudal o semifeudal, que en los lugares más aislados
somete a los indígenas a un trabajo esclavista. Existe entonces una instin­
tiva reivindicación indígena de la tierra. Todo revolucionario debe asumir
la tarea de cooperar con la propaganda política y el movimientos sindical,
dando un carácter organizado, sistemático y definido a esa reivindicación
por la tierra (2010: 81, 109). La literatura indigenista tiene en esto un rol
importante, ya que parece cumplir el mismo rol que la literatura “mujikista” en el período prerrevolucionario ruso. “Los propios indios empiezan
a dar señales de una nueva conciencia” (Siete ensayos…y 1988: 48). Así,
la solución del problema indígena debe ser obra de los propios indios. El
problema no es racial, sino social y económico, pero la raza tiene en sí sus
medios para afrontarlo, en la medida en que sólo los militantes salidos del
medio indígena pueden, por mentalidad e idioma, conseguir un ascen­
diente eficaz entre sus compañeros (2010: 111). Esto conduce a ver en los
congresos indigenales39 un hecho histórico, aun si éstos aparecen desvirtua­
dos, sin programa nacional o con escasas vinculaciones nacionales.40
Por otro lado, una de las hipótesis más innovadoras de Mariátegui es la
de pensar a las comunidades agrarias como factor de resistencia y a la vez de
asombrosa persistencia. Es en ellas donde se revela la socialización de la tierra y
el hábito de la cooperación. El indio, a pesar de las leyes republicanas, no se ha
hecho individualista y esto no es porque sea refractario al progreso, sino por­
que el comunismo sigue siendo su única defensa (Mariátegui, 1988: 83). Para
Mariátegui, la defensa de la comunidad no responde a principios abstractos,
sino a cuestiones concretas vinculadas con el orden económico y social, lo cual
va desde la “minga” hasta las relaciones de cooperación y reciprocidad en el
acceso a la tierra y el agua. Esto no significa identificar socialismo y comunis­
mo agrario, pero sí afirmar, como sostendría Flores Galindo (1980), que en la
comunidad existían “elementos de socialismo práctico”.41 En su ensayo sobre
Mariátegui, el conocido antropólogo peruano sostiene que
Esta constatación -y sólo ella- permitía plantear el socialismo
como alternativa viable en un país atrasado y campesino, con una
clase obrera reducida y una industria apenas naciente. Los cam­
pesinos podían asumir la idea socialista, fusionarla con sus aspi­

60

D ebates latinoamericanos

raciones mesiánicas, porque en su vida cotidiana habían sabido
mantener y defender ese viejo colectivismo andino. Aunque fuera
paradójico, en el mismo atraso de la sociedad peruana encontraba
Mariátegui la exigencia y la justificación del socialismo.42
Esta perspectiva novedosa que buscaba articular marxismo, indigenismo y
vitalismo, le valió a Mariátegui dos célebres polémicas,43 una con el nacio­
nalismo aprista naciente; la otra, con la III Internacional Comunista. La
primera de ellas fue con Luis Alberto Sánchez, uno de los intelectuales más
notables del Perú, y versó sobre indigenismo y mestizaje. Esta tuvo lugar en
1927 y se desarrolló principalmente en la revista Mundial, de Lima. En una
minuciosa reconstrucción de la misma, Chang Rodríguez (2009) rastrea sus
antecedentes para explicar la acusación de Luis A. Sánchez, de “un insensato
anhelo de demolición” por parte de la “indolatría reinante”, a la retórica de
algunos indigenistas. Entre otros, criticaba a Mariátegui por oponer colonia­
lismo e indigenismo; asimismo lo acusaba de dar lugar a escritos de variada
índole, distantes de su ideología, en contradicción con lo propuesto en la
presentación de la revista Amauta. A lo largo del debate, Mariátegui buscó
esclarecer cómo el auténtico indigenismo involucraba una obra económica
y una política de reivindicación y no de restauración o de resurrección, así
cómo la cuestión del indio, por ser económica, al igual que los demás pro­
blemas del país, serían resueltos por la revolución socialista (Chang, 2009:
107). Por su parte, Sánchez postuló la reivindicación de los explotados, bus­
cando incluir al cholo o el mestizo; una reivindicación que no será casual en
él, quien abrazaría posteriormente el nacionalismo popular postulado por el
APRA (Partido Aprista Peruano), defensor de la tesis del mestizaje.
Por otro lado, más allá de haber apoyado al APRA en sus inicios, las
diferencias entre Mariátegui y Haya de la Torre eran de fondo. Ambos di­
sentían respecto del ‘comunismo incaico”,44 y diferían sobre el lugar que la
comunidad indígena, como elemento perviviente del comunismo incaico,
tendría en el proceso revolucionario. Mientras que Haya de la Torre leía la
solución al problema agrario en el marco del desarrollo capitalista, a través
de un capitalismo de Estado, Mariátegui pensaba el problema agrario e
indígena como “parte de una perspectiva socialista de reorganización de
la entera sociedad peruana” (Quijano, 2014: 400). Así, Haya definía el
problema en términos de explotación nacional que el imperialismo ejer­

M aristella S vampa

61

cía sobre Indoamérica, lo cual aparecía ilustrado en Centroamérica y el
Caribe. Por ello concluía en la necesidad de un frente policlasista y nacio­
nalista, para sentar las bases de una revolución democrática y afrontar el
imperialismo. Por su parte, Mariátegui consideraba que la explotación del
imperialismo era clasista, en tanto el capital extranjero, en asociación con
la gran y pequeña burguesía, dominaba al campesinado y el proletariado.
De ahí la imposibilidad de realizar una revolución democrática con tales
elementos. La vía que proponía Mariátegui era que las reformas democrá­
ticas debían efectuarse en la construcción del socialismo, única forma de
destruir a la vez el orden feudal y el capitalista.
La segunda polémica fue la que se desarrolló con la III Internacional
Comunista, en el marco de la Primera Conferencia Comunista Latinoame­
ricana, realizada en Buenos Aires en 1929, y con posterioridad a la muerte
de Mariátegui, que culminó con la condena y expulsión del “mariateguismo”, considerado como “desviacionismo” y, posteriormente, como “popu­
lismo”.45 Recordemos que hacia 1928, la III IC, con el trotskismo ya de­
rrotado y bajo el control férreo de Stalin y Bujarin, “descubrió” a América
Latina, según expresiones de sus propios dirigentes. Hasta ese momento
el interés del Komintern por América Latina había sido muy escaso. El
cambio se operó luego del VI Congreso Comunista, celebrado entre julio y
septiembre de 1928, cuando se pensaba en la inminencia de una situación
revolucionaria como producto de la crisis mundial (Flores Galindo, 1980:
22). Es cuando se decidió organizar la I Conferencia Comunista Latinoa­
mericana, que se realizaría en Buenos Aires en junio de 1929.
Es claro que para los dirigentes comunistas, los países latinoame­
ricanos no estaban maduros para la revolución proletaria, y tal como
había estipulado Marx, debían pasar necesariamente por la etapa de la
revolución burguesa. Sin embargo, luego del fracaso en China, con el
Kuomintang, la III IC pasaría a considerar a la burguesía colonial y semicolonial como contrarrevolucionaria, esto es, no apta para llevar a cabo
la requerida revolución burguesa. Así, la estrategia del frente o alianza de
clases terminaría por ser abandonada, en favor de aquella otra denomi­
nada “clase contra clase” (burguesía contra proletariado) en un escenario
de polarización social y política cada vez más marcado (Stefanoni, 2014).
En consecuencia, el escenario latinoamericano motivaría diferentes dis­
cusiones acerca del modo en cómo debían posicionarse los comunistas

2

D ebates latinoamericanos

ara disputar esos procesos a la pequeña burguesía liberal, en favor de
na salida obrero-campesina.46
El texto de la polémica presentado en el I Congreso llevó el título de
51 problema de las razas” y comprende dos partes; la primera fue escrita
negramente por Mariátegui; la segunda, por Hugo Pesce. Fue este último
Uien defendió el texto en Buenos Aires, ya que Mariátegui, que estaba
luy enfermo, no pudo viajar. La tesis fue discutida en la sesión del 8 de
inio de 1929. Hugo Pesce, en representación del grupo sindicalista peíano y como representante personal de Mariátegui, abrió la sesión con las
alabras: “Compañeros, es la primera vez que un Congreso Internacional
s los Partidos Comunistas dedica su atención en forma tan amplia y espefica al problema racial en la América Latina”.47
Mientras que para los voceros de la IC no había por qué pensar en
especificidad del Partido Comunista en Perú, pues la realidad peruana
0 tenía por qué diferir de la de México o la Argentina, para Mariátegui,
socialismo en el Perú no podía prescindir ni destruir las comunidades,
)mo no podía tampoco prescindir del indígena. Así, en cuanto a la noón misma de proletariado, en el trabajo presentado por Pesce ésta incluía
las masas urbanas (obreros) y rurales (el indígena-campesino). Asimismo,
abía diferencias interpretativas respecto del imperialismo, y el carácter
:udal de las sociedades latinoamericanas, que en la perspectiva del Kolintern se asimilaban a las del feudalismo europeo. Por otro lado, para la
1 Internacional la problemática campesino-indígena debía ser entendida
esde el principio de autodeterminación de las naciones, como ya había
;tipulado el comunismo soviético, incluyendo su derecho a la separación
la conformación de naciones por ejemplo aymaras y quechuas.48
Asimismo, para Mariátegui, el caso peruano mostraba el fracaso del
ígimen capitalista (pues el régimen del trabajador libre estaba lejos de
aberse generalizado) y la coexistencia de un régimen mixto, el feudal
¡gado al latifundio y el servilismo) y el comunitario (ligado a la pervimcia de la comunidad). En esa línea, la polémica de Mariátegui con el
nmintern ilustraría de modo emblemático el largo desencuentro entre
. llamada “cuestión indígena” y el marxismo, que buscaba encastrar la
itegoría indígena en la de clase social mediante una lectura de corte ecoomicista. Como sostiene Fernández Fernández (2009), la aproximación
:onomicista conceptualiza la sociedad en torno a dos sistemas o modos de

M aristklla S vampa

63

producción que coexistirían en América Latina: uno, el capitalista; el otro,
el precapitalista o feudal. Desde esta perspectiva, el problema del indio se
explicaría por el retraso y sus condiciones de precariedad, lo que aparece
ligado a la estructura productiva feudal. Ese retraso sólo podría superarse
mediante la incorporación del indígena al modo de producción capitalista,
siguiendo el modelo europeo, lo cual conllevaría su incorporación en el
universo de las clases sociales, sea como proletario -en las ciudades-, sea
como campesino -en el campo—. La campesinización ofrecería en conse­
cuencia una vía de transición, facilitando el desencastramiento del indio de
la marginalidad y el atraso, y su inserción en un sistema productivo moder­
no. Las cuestiones de índole étnico-cultural y su solución se subordinarían
a la solución de los problemas de la explotación de clase.49
En síntesis, uno de los grandes méritos de Mariátegui sería, como bien
reconoce Agustín Cueva, notorio intelectual ecuatoriano vinculado al Parti­
do Comunista, el de ligar el discurso marxista a la realidad latinoamericana,
operando así una suerte de “nacionalización del marxismo” (Cueva, 2007:
181-182). La posterior marginación de la obra de Mariátegui marcaría un
retroceso importante en la emergencia y consolidación de un pensamiento
marxista latinoamericano, no sólo con relación a la cuestión indígena, sino
respecto de la cuestión nacional en general. Como sostendrá Aricó en su
influyente libro Mariátegui y los orígenes del marxismo latinoamericano, una
de las consecuencias de esta inflexión sería la exclusión de toda búsqueda de
originalidad en el estudio social del país, pues la Revolución será compren­
dida más en términos de “modelo” a aplicar que de “caminos nacionales a
recorrer” (1978: XXXIX). Atrapado en las redes del comunismo estalinista,
el marxismo como dogma político-ideológico sería comprendido más como
it inerario (fijo, cerrado) antes que como brújula. Anticipándose a estas lectu­
ras rígidas que buscaban imponerse desde el comunismo, en un libro postu­
mo, Defensa del marxismo, Mariátegui había escrito:
El dogma tiene la utilidad de un derrotero, de una carta geográ­
fica, es la sola garantía de no repetir dos veces, con la ilusión de
avanzar el mismo recorrido y de no encerrarse, por mala informa­
ción, en ningún impasse. […],El dogma no es un itinerario sino
una brújula en el viaje. Para pensar con libertad, la primera con­
dición es abandonar la preocupación de la libertad absoluta. El

64

D ebates latinoamericanos

pensamiento tiene la necesidad estricta de rumbo y objeto. Pensar
bien, es, en gran parte, una cuestión de dirección o de órbita.50

Nuestro problema indígena no está en conservar “indio
al indio, ni en indigemzar a México, sino en mexicanizar al indio. Respetando su sangre, captando su emo­
ción, su cariño a la tierra y su inquebrantable tenaci­
dad, se habrá enraizado más el sentimiento nacional
y enriquecido con virtudes morales que fortalecerán el
espíritu patrio, afirmando la personalidad de México.
Lázaro Cárdenas, Primer Congreso
Indigenista Interamericano, Pázcuaro, 1940.51
No despertarás espontáneamente. Será menester que co­
razones amigos laboren por tu redención.
M. Gamio, Forjando Patria, 1916: 32-33.
D u ra n te décadas, la hegemonía del paradigma ind ig en ista sería indiscuti­
ble en América Latina-. Para definir el indigenismo en términos de doctrina
corriente, no pocos especialistas recurren a H . Favre, quien afirmaba que
UE1 indigenismo es una posición que tienen los no indígenas sobre los indí­
genas y que la encontramos específicamente en América Latina” (1998: 7).
Esta es así “una interrogación de la indianidad por parte de los no indios en
función de preocupaciones y finalidades propias de estos últimos” (Favre,
1976 citado en Fernández Fernández, 2009). Otra definición muy citada
es la de Alejandro Marroquín (1977), quien caracteriza el indigenismo
como “la política que realizan los Estados americanos para atender y resol­
ver los problemas que confrontan las poblaciones indígenas, con el objeto
de integrarlas a la nacionalidad corresp o n d ie n te s
Efectivamente, el indigenismo f|ip mncnmypnrlnnn.íH»iin pnmrlijrmo
que apuntaba a la solución del “problema indígena” desde una perspectiva
integradora en la cual el indígena era hablado y pppfadn pnr .Arme, no ,
indígenas. Aunque hay elementos anteriores que apuntan a esta perspec-*

M aristella S vampa

65

i iva, üic la revolución mexicana y el período fundacional que le siguió,
con sus instituciones estatales y sus políticas públicas, la ocasión propicia
para revalorizar el mestizaje como proceso racial y cultural^así como para
repensar “el problema indígena” en clave de integración nacional y homolingii^rira jjn esta línea, los indios serán objeto de estudio,
d&jnterpretación, del obrar de otros, desde un enfoque que contempla su
integración a la sociedad ¡mexicana (kouri, ¿013), como parte de un pro­
yecto político nacional. _A

^ Los elementos que definen el indigenismo son ja afirmación del mesi izaje como cimiento de la nación y la propuesta de una solución al “proy Mema del indio” ^ rravés de una serie de políticas públicas que apuntan a la
Asimilación v la integración de éste a la sociedad nacional] En este sentido,
el
indigenismo considera que ja existencia de una importante población
t
^ indígena en América Latina, dividida en diferentes culturas, lenguajes, es
jin obstáculo para la integración y la unidad nacional en el continente, así
comopara el progreso de la naciónU^tavenhagen y Carrasco, 1988). De
modo recurrente, el mestizaje aparece contemplado en el corazón del pro­
yecto de lo que debe ser la nación moderna, el cual conlleva la promesa de
progreso y a la vez, la “purificación” de lo indígena por la vía de la mezcla
racial v cultural ^
A fin de abordar algunas de las dimensiones del indigenismo integracionista e iluminar dichas tensiones, propongo hacer un recorrido por dos
tópicos. El primero aborda la tesis del mestizaje desarrollada por los inte­
lectuales mexicanos, muy especialmente desde la antropología; el segundo
subraya el papel que jugaron los ccjigr^sos-^*ALg^nicra< ; rnmn erario de
^Yf^LnrQrinn rU la riipcHon indígena a escala continental. En ambos ca­
sos, nos interesa poner de manifiesto la conexión con políticas públicas, a
escala nacional y regional-----Las figuras más destacables del indigenismo integracionista en México
son el escritor José Vasconcelos v el antropólogo Manuel Gamio, quienes
fungieron de funcionarios en los gobiernos posrevolucionarios, sobre todo
en áreas vinculadas con la educación y la cultura.52 Como sostiene Máiz
(2008), el mestizaje como mito fundador de América Latina se funda so­
bre tres postulados: uno, la tesis del crisol He razas mprjo eje del proyecto
nacional, que propone la hibridación entre cultura y tradición europea e
indígena: Dos, la tesis de la desaparición de las culturas indígenas, una vez

66

D ebates latinoamericanos

realizado el aporte al proceso (mito) del mestizaje. Cabe agregar que el
indigenismo coincide con el discurso de lo autóctono, en su reivindicación
de un indio ideal (la edad de oro, precolombina, ilustrada por las grandes
culturas indígenas, ya desaparecidas4, pero visibles o rastreables a través de
los restos arqueológicos). La aculturación aparece como el concepto clave
que apunta a la eliminación de esos grandes focos de atraso que represen­
tan los grupos indígenas, constituyendo un obstáculo al progreso o un
^freno al desarrollo nacional. Tres, la teoría del mestizaje va acompañada
/ por el mito de la hnmngpnpirlQrl rnltnral ígue dfiLe ser lingüística), quejas
____clites -políticas V cu ltu rales- ipnpnnpn rlecrlp nrrilw
>.
Quien representó de manera vehemente la celebración del mestiza­
je fue Tose Vasconcelos, autor de La raza cósmica? quien sostuvo que no
es la pureza racial «inn |a fiicínn rlp ri7i? h quf rrmfhirr n la plrnitnd 33
Retomando los mismos argumentos desde los cuales otras perspectivas como la positivista- rechazaban el mestizaje, e invirtiéndolos, Vasconcelos
afirmaba que la mezcla de razas era portadora de una síntesis superadora,
que es expresión de una misión que deberá llevar a cabo América, en clave
arielista/espiritualista,54 como contracara de la raza sajona, basada en la
segregación y el materialismo. En este marco de oposición entre la raza
latina y la sajona, el indígena es visto como “buen puente para el mesti­
zaje”, lo cual refiere tanto a México como a América Latina. Y así como
los días de los blancos puros, “los vencedores de hov”. estahan contados,
p a n Vfl£CQnr.plos tam bién lo pspihan 1nc días de los indios puros. pues en
el presente “están españolizados, están latinizados, como está latinizado el
am -> ien re\T .a ^dnrarion emerge^cuiiiu4a’ÍTH:rámienta fundamental para
^que eT^indJgena salga de su atraso^ Por eso mismo, Vasconcelos será poco
N cortemplativo con aquellas posiciones proindigenistas a las cuales consi­
deraba como una pura construcción intelectual, desatenta a las realidades
de io que habían sido las sociedades americanas precolombinas (Piñeiro,
2006: 553). Asimismo, aunque Vasconcelos se refiere de modo recurren­
te ; la raza, ésta es una idea que se nutre de la oposición entre latinos y
sajones. Como señala Patricia Funes, si bien el concepto está desafectado
de connotaciones biológicas, éste termina por ser demasiado amplio, con
arroiciones totalizadoras, pues a veces quiere erráticamente decir “pueblo”,
“crilización”, “cultura”, “costumbres en común”, “iberoamericanismo”
(Fines, 2008: 76).

MAK1STKLLA SVAMPA

67

Sin embargo, el emblema del paradigma integracionista Ríe Manije!
( i imirv fnrmfld^ Inc fia d o s Unidos ji^nto al conocido antropólogo
I ranz Boas, Gamio llevará a cabo una importante labor tanto como ar­
queólogo y antropólogo, a través de la docencia y de la investigación, así
como por su tarea durante dos décadas -como primer director- al frente
del Instituto Indigenista Interamericano. Parte de la influencia de Boas so­
bre Gamio se hizo visible en la idea de “que la investigación antropológica
de los grupos humanos tenía que alimentarse de las ópticas etnográfica,
arqueológica, lingüística e histórica; lo que este antropólogo mexicano de­
nominó el método de investigación integral’” (Ramírez, 2013).
En 1916, Gamio escribió el libro Forjando Patria?5 compendio que
resume su proyecto de nación para México, y el lugar que en él tienen “la
, mezcla dejabas” y “los grupos indígenas”. Allí plantea como un gran desafio’lapídea de unidad de la nación, a saber, que no pueden existir varias
patrias o nacionalidades como entidades separadas, sino que éstas deben
^trnegiaise en Ullá solanaclón. Instalándose lejos de la visión positivista, el
problema del indio no será su supuesta inferioridad racial, sino más bien
ju retraso cultiuab- “determinados antecedentes históricos y especialísimas
condiciones sociales, biológica, geográficas, etc., etc., del medio en el que
vive lo han hecho hasta hoy inepto para recibir y asimilar la cultura de ori-.
gen europeo” (Gamio, 1916: 38). La educación y la unificación lingüística
;iparecen co m o los dispositivos centrales para lograr “que asimile la culturaj
europea” (op. cit.: 38-39). Gamio entiende que los indígenas, “pobre y
doliente raza”, han sido oprimidos por los más diversos fanatismos; de su
casta sacerdotal, del fanatismo cristiano, de los conquistadores. La “reden­
ción del indio” no provendrá del indígena ni de sus rebeliones, sino que se
realizará a través de la incorporación o, como se decía también en la época,
de la “regeneración”, programa en el cual tiene un lugar destacado la an­
tropología y, sobre todo, la etnología.56 Por último, importa destacar que
Gamio reconoce la existencia de tres grupos sociales en México: el indio,
los grupos mestizos y los descendientes inmediatos o lejanos de extranje­
ros, “cuya sangre se ha mezclado poco con la de la clase media y nada con
la indígena”. La heterogeneidad está en la base del “cisma cultural” entre
la civilización indígena y la occidental, pero en aras de construir una na­
ción, sólo la clase media (mezclada, mestiza), rpás allá de sus deficiencias
y deformaciones inevitables, emerge como la base de la cultura nacional,

Í

68

s

D ebates latinoamericanos

“l^jde^porvenir, la qttSsacabará por imponerse cuando la población, siendo
étnicam ente homogénea^la sienta y la comprenda” (op. cit.: 174-175).
En” suma, la lectura que Gamio hace de la perspectiva revolucionaria
deja poco lugar a los indígenas en sí, a la divergencia cultural, a la diversi­
dad lingüística, incluso para aquéllos grupos indígenas que están alejados
o separados del Estado nacional, como es el caso de los lacandones en
Chiapas, entre otros. Para Gamio, se hace necesario conocer a esos injjorf, inve’irjgnr ‘tur* nernidide*? y establecer las condiciones emqtlÉ”ptrede
iniciarse su inrnrpnrarinn. gj, gpn objetivo es así la tarea de civilizar”/ 7
— «IncoEfiQrár al indígena, reconociendo su rol o su aporte a los cimientos de
la nacionajidadr^íomando su arte y su cultura tradicional, reconociendo
■ \ empero el retrasoJ jat el conocimiento prehispánico arrastra en relación a
la cultura o civilización occidental, a la cual debe incorporarse por la vía de
Tarnezcla y la unificación lingüistica.58 ‘
~
En confluencia con esta visión, en la época el indigenismo se expande a
escala continental, a partir de los congresos indigenistas, los cuales comien­
zan a delinear políticas específicas sobre la base de orientaciones generales
y recomendaciones. Según H. Favre (1998. cap. Vh fue la laicización de
los Estados lo que obligó a los gobiernos latinoamericanos a asumir una
posición trente al “problema indígena”, que había sido dejada deliberada\ mente en maiius de la Iglesia Católica/En 1918 se organizaría la Primera
Convención Internacional de Maestros en Buenos Aires, que recomendé “la
incorporación de los indígenas a la cultura moderna”. En 1933, la VII Con­
ferencia Panamericana, reunida en Montevideo, recomendó que se realizara
una Conferencia Interamericana de expertos en asuntos indígenas. En 1937,
por fin, la Primera Conferencia Panamericana de Educación, celebrada en
México, aprobó “que se organice un Congreso continental para estudiar
el problema de los indios en los países de América Latina” (Stavenhagen
y Carrasco, 1988). El parteaguas fue el Congreso Indigenista de Pázcuaro,
j realizado pp 1Q40r59 en M irh m rán ^ en el que se sentaron las bases de la
*—política indigenista a e^ ala rnntinenral y se t\^r\A\6 la creación del Instituto
Indigenista Interamericano mediante una convención internacional que fue
ratificada por diecisiete Estado^/ En el acto de apertura de Pázcuaro habló el
presidente rlejyipvirn. | ¿Í7am Cá rrlenas. acerca de que el problema “no está y
en m nsetv ar ‘indio al indio,jii en indigenizar a México, sino en mexicanizar
al indio”, como aparece citado en el epígrafe.0^
*

M akistella S vampa

69

Arranca así una fase institucional, que se expresa tanto en las actas
v resoluciones de los sucesivos congresos indigenistas; en la creación de
un órgano ejecutivo de la política indigenista interamericana, a través del
Instituto Indigenista Interamericano (INI), encargado de cumplir las reso­
luciones de los congresos; y por último, en la fundación de los institutos
indigenistas nacionales. Al respecto, el INI debía tener las siguientes funi iones: “establecer lazos permanentes entre los gobiernos en lo relativo a los
problemas indígenas; realizar encuestas científicas que sirvan de base a los
programas indigenistas nacionales; formar personal especializado en cuesi iones indígenas; promover la creación de institutos indigenistas naciona­
les” (Santoul, 1988: 23). Las recomendaciones emanadas del Congreso de
IMzcuaro abordaban los diferentes aspectos de la problemática indígena,
que abarcaban desde el campo de la educación, el económico, el laboral, el
jurídico y el cultural. Asimismo, para la ejecución de estos programas se re^omendaba especialmente a los antropólogos, “preocupados por el bienes­
tar de la población indígenas” (ibídem: 24).
En México, el Instituto Nacional Indigenista fue creado en 1948, a
partir del Departamento Autónomo de Asuntos Indígenas, que había sido
(lindado en 1935 pero que se encontraba en franca decadencia. El objetivo
del INI, que tenía personería jurídica y patrimonio propio, era coordinar
las diferentes acciones de gobierno en las regiones indígenas (promoción
económica, educación, infraestructura básica, educación), pero el corazón
del indigenismo institucional serían los centros coordinadores, el primero
ile los cuales fue inaugurado en San Cristóbal de las Casas, en Chiapas
(Korsbaek y Sámano Rentería, 2007: 203)| Por otra parte, en Bolivia el
Instituto Indigenista nacional fue creado en 1941, mientras que en Ecua­
dor se hizo lo propio en 1942 y en el Perú hacia 1946. Sin embargo, en su
balance del indigenismo, Marroquín destaca que treinta años después de
haberse adherido al Instituto Indigenista Interamericano, algunos países
no habían siquiera creado un instituto nacional (1977). En suma, a partir
del Congreso de Pázcuaro, de 1940, las políticas estatales en relación conhi
población indígena institucionalizarán la perspectiva asimilacionista, que
acentúa los efectos redentores y regeneradores como resultado de la esperable e inevitable integración del ínaigi
indígena a la sociedad nacional, esto es, a
^ los marcos de la cultura hegemói iica. T

70

D ebates

latinoamericanos

Entre lo indígena y lo campesino: populismo, mestizaje y reforma agraria
Un tercer campo de tensión se configura a partir del acoplamiento de indi­
genismo y populismo, lo cual se va a traducir en profundas modificaciones
en la relación entre lo indígena y lo campesino. En efecto, lo indígena y lo
campesino son categorías contiguas aunque no idénticas, que durante mu­
cho tiempo estuvieron articuladas, pero que se irán disociando con el tiem/po, al compás de las políticas y estrategias^ a.dmilarinn/inrnrpnrarinn
Estado-nación. En consecuencia, en este último apartado se indagará en la
relacioírestrecha entre indigenismo estatalista, campesinos y reforma agra­
ria,j^ie propusieron las diferentes experiencias populistas, en tres tiempos
diferentes: la mexicana, con Lázaro Cárdenas en la década de 1940; la bo­
liviana, de la mano del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR)
en la década de 1950, y la peruana, a fines de los años 60, bajo el gobierno
militar de Juan Velasco Alvarado.
Tengamos en cuenta que en ciertos países de América Latina el quie­
bre del orden oligárquico fue producto de un intenso proceso revoluciona­
rio. Éste fue el caso de México, país que desde la primera década del siglo
XX atravesaría por un turbulento período de ruptura del orden tradicional,
a lo que siguieron largos enfrentamientos entre diferentes fracciones, con
sus caudillos y sus masas campesinas disputándose el poder. Décadas más
tarde, fue también el caso de Bolivia, que en los años 50 vivió la ruptura
del orden oligárquico a través de un levantamiento armado obrero-cam­
pesino que derrotó al ejército y estableció en el gobierno una alianza entre
sindicatos mineros, clases medias urbanas y masas campesino-indígenas.
Sin embargo, tanto en México como en Bolivia, estos complejos proce­
sos políticos de emergencia y construcción revnli^cionaria no dieron lugar a la
vía socialista, sino al advenimientp’del populismojbomo régimen fundador.61
Estos gobiernos tomaron como desafío relundarú pacto social, produciendo
nuevos marcos político-institucionales, en vías de integrar y bnmngenei/ar
a la población en la sociedad nacional. Desarrollaron así un programa modernizador basado en la articulación de tres premisas fundamentales: por un
lado, una estrategia de naciona l q u e incluyó la estatización de los bie­
nes del subsuelo (petróleo y minería), hasta ese momento en manos de com­
pañías extranjeras; por otro lado, la inclusión do los-tmbaiadorcc formales, a
través de la sanción de los derechos laborales (trabajadores urbanos, mineros)

M aristella S vampa

71

y de los campesinos-indígenas a la ciudadanía a través del voto universal
(Bolivia);_por último, la implementación de programas de reforma agraria,
orientados a los sectores campesinos-indígenas. En esa línea, y por encima de
las ostensibles diferencias entre sus respectivas estructuras estatales, los regí­
menes populistas de México, con Lázaro Cárdenas a la cabeza (1934-1940),
y de Bolivia, bajo el liderazgo de Víctor Paz Estenssoro y Hernán Siles Suazo
(1952-1964), tendieron a incorporar a los sectores rurales, bajo la categoría’
genérica de campesinos. Por último, los regímenes populistas promovieron
una narrativa integracionista, que acentuaba la tesis de la homogeneización
nacional, a través del mestizaje.
La revolución mexicana tuvo un gran impacto en la región latinoa­
mericana. Siguiendo a Gilly (1977 [1971]), por encima de sus complejos
avatares, la revolución mexicana fue un gran movimiento de masas cen11 ado en la disputa de poder y de tierras, que contó con una base campesina e indígena significativa. Con la institucionalización de la revolución
V el pacto constitucional surgido en 1917, los campesinos entraron en
el texto constitucional, con estatuto y derechos particulares: “aparecían
bajo la forma general del derecho a la tierra de los “campesinos” y las
“comunidades”.62 Las reformas sociales y agrarias implementadas desde
el Estado populista-corporativo produjeron una inflexión mayor en los
procesos de identificación de los sujetos colectivos en el ámbito rural,
nombrados, interpelados como “campesinos”. En realidad, como afirma
Máiz: “Se produciría así un doble proceso: por una parte los indios de
México central resultan identificados como campesinos, más en concreio como campesinos pobres en vías de proletarización; por otra parte se
diseñarían políticas del ‘indigenismo’, desde Cárdenas en adelante, como
procedimiento de mexicanización: incorporación al mercado, políticas
sociales corporativas para campesinos, programas de asimilación lingüísiu .i y cultural, etc.” (Máiz, 2008: 9).
La reforma agraria encontraría un gran impulso con Lázaro Cárdenas,
pues bajo su presidencia se distribuyeron más tierras que en las del con­
junto de sus predecesores.63 De la mano de un estilo personalista, proclive
iil contacto directo con las poblaciones, Cárdenas promovió sobre todo el
r|iilo colectivo,64 a fin de justificar las expropiaciones (Knight,1998: 206).
Posteriormente, en 1946, se institucionalizaron las diferentes secciones del
punido, que fue rebautizado como Partido Revolucionario Institucional

72

D ebates

latinoamericanos

(PRI): obrero, campesino, popular y militar, con lo cual el modelo mexica­
no adoptaría una forma claramente corporativa. Las dos primeras -organi­
zadas en la Confederación de Trabajadores de México y la Confederación
Nacional campesina- eran las organizaciones más importantes.
Para el caso de Bolivia, fue una nueva guerra perdida, esta vez en el
Chaco (1932-1935), la que produjo el cuestionamiento del Estado oligár­
quico, convocando a los diferentes sectores sociales que habían participado
en ella en la tarea de repensar la narión bnliviarja Ya durante el gobierno
de Villarroel (1943-1946), en breve alianza con el MNR, se instalaría la
teoría del mestizaje, que tomaría a la chola cochabambina como una suerte
de síntesis de la nacionalidad (Gotkowitz, 2011: 235-236). Finalmente,
en abril de 1952 se produjo la insurrección boliviana, la cual contó con
un gran protagonismo de las milicias obreras, pero también campesinas.65
La insurrección (la “fiesta de la plebe”, como escribirá Zavaleta) abrió así
a una primera fase de la revolución boliviana, la más radical, caracterizada
por el cogobierno entre el MNR y la Central Obrera Boliviana, período
en el cual se llevarán a cabo una serie de importantes reformas estructura­
les, ™nnnJo
iziró” H^ lnc nvm^ la sanción del voto universal, la
reforma agraria y la reforma educativa, (destinada a lograr una verdadera
‘”educación de masas). Esta fase sería denominada por Silvia Rivera como de
^“subordinación activa” del campesinado indio al Estado, bajo la égida del
sindicalismo cochabambino (Rivera, 2003: 139).
En 1964 arrancó una segunda fase de la revolución boliviana, que
implicó un cambio He híisr «Kreifll, r|e lo£ perores minóme haris la rqpga
inrlí^n^ gracjas al voto universa}. Esta fase señaló también
un viraje ideológico: “el pasaje del debate ideológico entre revolución de­
mocrática burguesa o revolución socialista, a la pugna entre nacionalismo
o comunismo” (Mayorga, 2003: 249). Este giro reaccionario encontró su
mayor expresión en el Pacto Militar Campesino (1964), entre las fuerzas
armadas lideradas por René Barrientos y los sindicatos agrarios. Para otros,
expresó las contradicciones internas del proyecto estatal y el alineamiento
del sindicalismo campesino con los sectores de la burocracia y las fraccio­
nes de derecha del MNR (Rivera, 2003: 139).66
Por otro lado, la reforma agraria tuvo un gran alcance, pues destruyó
las bases del poder oligárquico: abolió la servidumbre en el campo, permi­
tió acabar con el régimen de la hacienda, distribuyó la tierra entre quienes

M akistiílla S vampa

73

no la poseían -sobre todo en la región andina y en los valles de Cochabamha, donde se organizaron milicias campesinas y hubo expropiaciones de
hacienda- y los antiguos colonos se convirtieron en propietarios.67 Sin em­
bargo, pese a que barrió con gran parte de la estructura latifundista rural,
Li reforma agraria tum un c p n ti|¡h Pral e. individualista, por la forma en
.que fue repartida la tierra. Como señala Esteban Ticona (2003: 289), no
se propuso aplicar un criterio socialista o comunitario, sino subdividir la
tierra a^”^rdo a una reforma agraria librrallFue, además, ambigua con
los ayllus y comunidades originarias, que no recibieron beneficio alguno
de esta ley.
La centralidad que adoptó la figura del campesino en el modelo populista tuvo su correlato en el ascenso y la expansión de los sindicatos agralios, rurales o campesinos. En esa línea, tanto en México como en Bolivia
se generó una estructura de representación corporativa bajo la figura del
ftÍnrlÍrQfn
cuyo objetivo fue la integración de los actores rurales
movilizados bajo un modelo de participación tutelado por el Estado. Para
el caso de Bolivia, la reforma agraria de 1953 introdujo el sindicato agra­
rio como organización política de base délas comunidades: los excolonos
i onvertidos en comunarios se incorporaron al sindicalismo, que fue adopi.ulo también por las comunidades originarias. Como señalan García Linera et al. (2004), el sindicato campesino se encontraba cerca de la “forma
i mu unidad”, en la medida en que junto con reivindicaciones específicas
de tierra y derechos de los colonos, “va a articular la lógica organizativa,
l.t memoria y los repertorios de acción propios de la trayectoria indígena
i .impesina acumulados durante siglos”. Éste será el caso de la emblemátii .i Confederación Sindical Unica de Trabajadores Campesinos de Bolivia
(CISUTCB), uno de los grandes actores déla política boliviana, que surgió
del sindicalismo campesino en Cochabamba, aunque se generalizó en todo
d lerritorio nacional luego de la revolución nacionalista del 52. A partir de
los años 70, la CSUTCB va a constituirse en la expresión más acabada de
,ii titulación entre estructura ^ m n n ^ ^ ic n ir ^ indianisra y acción sindjmarco en el cual se han elaborado “las propuestas políticas de eman­
cipación indígena más importantes del sindicalismo comunal boliviano”
(García Linera, 2004).

~
La revolución de 1952 consagró como íuente de la nacionalidad a Tiwanacu68 -cuyo papel como fuente de la nación estaba ya consolidado desde

74

D ebates

latinoamericanos

1930—, y levantó los símbolos propios de las grandes culturas prehispánicas.
Pero en el orden simbólico, promovió activamente la figura del mestizaje
como núcleo identitario de la nación: así, la forma predominante bajo la
cual se iría pensando la nación será a través del “indomestizo”. Ya en 1942
el programa del MNR había condenado la obra de Arguedas, que denigraba
a los boliviano indígenas y mestizos, rechazando la idea de que la mezcla
de razas fuera peligrosa (Gotkowitz, 2011: 235). Sin embargo, la clave de
la revaloración de lo mestizo no será la idea de “fusión” (como sucedió en
México), sino más bien la cuestión de “las luchas históricas”. Entre los teó­
ricos nacionalistas que más influyeron en esta construcción simbólica del
mestizaje se halla Carlos Montenegro, con su libro Nacionalismo y coloniaje,
publicado en 1944 (2005), que ofrecerá una nueva matriz de lectura de la
nación boliviana en términos claramente populistas (Nación/Antinación),
“en donde las luchas anticoloniales juntan a indígenas con mestizos” (Go­
tkowitz, 2011: 236).
En un libro reciente, Vincent Nicolás y Pablo Quisbert analizan cómo,
durante el gobierno del MNR, el tema del mestizaje atravesaría la historia
oficial, alcanzando incluso el arte colonial, a través del descubrimiento de
un “barroco mestizo” que se acoplaba perfectamente a los postulados de la
revolución nacional. Incluso prosperó la denominación “barroco mestizo”
en lugar de “barroco indiano”, como también se lo llamó entonces (Nico­
lás y Quisbert, 2014: 27).69
El populismo trunco del Perú y el discurso de clase
Pese a que en Perú hubo un discurso político-cultural sobre el mestizaje,
éste no tuvo un correlato claro en la política estatal, tal como ocurrió en
otros países latinoamericanos bajo la dirección de gobiernos populistas. Pa­
radójicamente, aunque el APRA fue el primer partido populista de Amé­
rica Latina,70 éste no pudo acceder al gobierno, y su máximo líder, Víctor
Raúl Haya de la Torre, vivió durante años en la Embajada de México,
exiliado en su propio país. Aunque propuso el nombre de Indoamérica,
Haya ¿e la Torre era partidario del mestizaje; más aún, en su juventud fue
discíptlo y secretario de José Vasconcelos, con quien compartiría la tesis
sobre d mestizaje y por ende la opción de la integración o asimilación de

M aristella S vampa ————————————————————

75

los indígenas en la sociedad nacional. Esto lo llevó a colocarse a distancia
de las posiciones de José Carlos Mariátegui, como ya ha sido dicho, quien
abordó la cuestión indígena ligándola al tema de la tierra.
En Perú, el populismo finalmente tendría su versión -trunca y cas­
trense- en 1968, cuando los militares que encabezaron un golpe de Estado
hicieron suya una concepción del país según la cual la cuestión nacional era
la carencia de un grupo rector capaz de sostener un proceso de integración
nacional y político de la sociedad peruana. El gobierno militar de Velasco
Alvarado (1968-1974) puso en práctica varias de las medidas propugnadas
por el APRA desde los años 30: nacionalizaciones de empresas extranje­
ras, participación de los trabajadores en la propiedad y reforma agraria,
conjunto de procesos que formarán parte del consenso institucional de los
militares (North, 1985), incluyendo una desconfianza hacia los políticos
civiles, una clara orientación tecnocrática, la percepción de la necesidad de
reformas para consolidar la seguridad interna y un nacionalismo basado
fundamentalmente en el patriotismo militar. Un consenso que, a pesar de
ciertas discrepancias, unió las Fuerzas Armadas peruanas en torno del pro­
yecto de crear desde arriba una “democracia social con plena participación”
(Martuccelli y Svampa, 1998).
El gobierno militar realizó la reforma agraria a través de medidas como
la expropiación de las haciendas azucareras y de algodón, que fueron trans­
formadas en grandes cooperativas.71 La reforma agraria tuvo un contenido
radical: no sólo terminó con la hacienda oligárquica, sino que después de
expropiar las grandes haciendas, el gobierno optó por mantener la propie­
dad colectiva a través de grandes unidades productivas, inaugurando una
etapa de capitalismo de Estado. Sin embargo, en líneas generales, dicha
reforma fracasó; el campesinado rechazó d modelo asociativo, que no tra­
jo ni autogestión, pues era propuesto desde arriba, ni prosperidad, en la
medida en que el gobierno subordinó la producción del campo a fin de
abastecer a los pobres de la ciudad.
En 1969, Velasco Alvarado instituyó por decreto el Día del Campe­
sino, sustituyendo además el uso de la palabra “indio” por “campesino”,
luego de la promulgación de la Ley de Reforma Agraria. De un día para
el otro, las comunidades indígenas pasaron a denominarse legalmente
“comunidades campesinas” y “comunidades andinas”. Una buena parte
de los investigadores considerar que este nuevo bautismo tenía por ob-

78

D ebates

latinoamericana

de dudarían ilación dp 1q rlacg rrshQjadfu^Jvasarl^ en.Li />Ypajir.id n-dnJc

derechos sq^ U cy LK^roU^ero ésta estuvo lejos de rradnrirse o extender
^ a una política indigenista, comparable a la de otros países, como Méxio
o Bolivia, ni tampoco hubo una política de reforma agraria que apunta.
ajjjstrjBuir la tierra entre los campesinos pobresj. Sin embargo, eí prlmr
gobierno peronista llevó a cabo cambios en la línea de los derechos socialc,
en especial, a partir del estatuto del peón de campo, que mejoraron Is
condicion a rrahajn dp.lnc nhrprrm.mrnlpr y por esa vía, beneñciarora
los trabajadores indígenas (Gordillo y Hirsch, 2009). Asimismo, la reforra
de la Constitución Nacional realizada en 1949 removió el inciso 15 el
artículo 67, que establecía entre las atribuciones del Congreso Nacioal
“proveer la seguridad de las fronteras, conservar el trato pacífico con js
indios y la conversión de ellos al catolicismo”.74
Pero^Thecho que marcó el período respecto de las poblaciones ciginarias fhe el Malón de la Pa7 . 1946. durante el primer año de la pzsidencia de Juan Domingo Perón, que movilizó cerca de unos dosciems
indígenas y campesinos kollas de Salta y íuiuy, desde la Quiaca (en elímite con Bolivia) hasta Buenos Aires, en reclamo de sus tierras ancestral.
Como reseñanTiistoriadoies y ¿llliupúlugus, el gubilTTio~-recién insta­
do- no vio con buenos ojos la marcha pero igualmente fue recibida on
toda la pompa por Perón y el Congreso de la Nación. Las fotografíasie
la época muestran a los líderes indígenas portando cuadros con el retrto
de Perón, en una marcha que, en su avance hacia la capital, fue seguda
paso a paso por los grandes medios de comunicación de la época. Lugo
de que éstos fueran recibidos por Perón y alojados -de modo sugestivo-en
el célebre Hotel de los Inmigrantes, frente a la imposibilidad de responler
positivamente a sus reclamos, veinticinco días después de su llegada la
capital porteña y, en medio de la noche, los participantes del Malón d la
Paz fueron desalojada ^ lug^r por las fuerais policiales- encerrad osen
dos trenes y despachados de nuevo, sin escalas, hacia la Puna.73 Pese al >o”cKornoso hnal del episodio, las agrupaciones indígenas tomarían al MaSn
de la Paz como un hito histórico, esto es, como el punto de partida desús
luchas a nivel nacionaHGordilTo y Hirsch, 2010: 25).76
Suele citarse también la entrega del Documento Nacional de Identüad
(DNI), lo cual permitió que los indígenas votaran por primera vez, operaido
así un proceso efectivo de reconocimiento de la ciudadanía argentina.No

M aristella S vampa

79

obstante, la antropóloga Morita Carrasco sostiene que “aunque no pocos
indígenas valoran positivamente la medida afirmando ‘Perón nos hizo per­
sonas’, paradójicamente poder elegir representantes no liberó a los indígenas
de la tutela estatal; por el ™ntnrm, nfhnzn fd paternalismo a través de una
de sus prácticas más p m r m r rl rlirntrlismo político” (¿002).
Unjl£fí_d£SpilfiS del M alón de la Paz, tuvo lugar la m ayor m asacre
indígenas del siglo pn ^ Argentina, en Rincón Bomba^ en lo que hoy es
Irt-piuvinüa de FuiiiiüSn«r(en ese tiempo, territorio nacional), donde fueron
asesinados, unos quinientos indígenas de las comunidades toba, pilagá y
wichi, entre el 10 y el 30 de octubre, p o r tropas de la Gendarmería Nacio­
nal.7^Allíperecieron hombres, mujeres y niños desarmados, que portaban
los retratos de Perón y Evita, en una gran represión.78
Así, más allá de las expectativas genuinas que suscitó entre los indígenas,
lo cierto esj^ue el peronismo no los reivindicó expresamente; ^nres bien, dio
cuenta de una gran ambigüedad y oscilación en términos de política, como
lo muestra lo realizado corre! Malón de la Paz o la pasividad ante la masacre
de Rincón Rnmha JEn su dimensión integracionista y homogeneizante, el
peronismo podía pensar las raíces mestizas del pueblo peronista (el cabecita negra, proveniente del campo), podía ver que de los entresijos de esay
representación mestiza de lq snhalrerni^d
rostros aindiados
de otra Axeentip^ p ^ n nn pndfa representarse una Argen< ™a ÍílHrB^nc> y
durjlingiiÁ En razón de ello -como ante el desfile del Malón de la Paz-, el
peronismo experimentaba una suerte de incomodidad y desconfianza. Di­
cha incomodidad se haría visible en un episodio poco conocido, vinculado
a la escultura de Eva Perón, encargada por el gobierno nacional a un artista
argentino residente en París, poco antes de su muerte. Fue en 1950 que el
director del Museo Nacional de Arte Decorativo, Ignacio Pirovano, visitó
al escultor argentino Sesostris Vitullo, quien residía desde hacía décadas en
Francia y, aunque se trataba de un artista marginal, era reconocido por sus
obras de contenido arquetípico y telúrico. En nombre del gobierno, Pirova­
no le encargó que realizara una escultura de Eva Perón, quien fallecería dos
años más tarde, en 1952. Vitullo, que acostumbraba a hacer investigaciones
antes de lanzarse a la obra, empezó a interiorizarse en la vida de Eva Perón,
hasta que eggribió, en una de laj>cartasdirigdas a Pirovano: “He compren­
dido to>d*Miya Perón Arquetipo
Libertadora de las ra7as oprimidas
de América. La veo como un mascarón de proa rodeada de laureles”. Así,

80

D ebates

latinoamericanos

en 1952, cuando terminó la obra, escribiría con entusiasmo: “es piedra, dos
caras rodeadas de laureles: un perfil es de Evita y el otro un perfil casi indio.
No hay regodeos, ni complacencias, ni demagogias”. De este modo resumía
el artista la metáfora sobre Eva que plasmó en Arquetipo Símbolo, tal como
llamó a la escultura.
En diciembre de ese mismo año, pocos meses después de la muerte
de Eva Perón, Vitullo expuso sus obras en el Museo de Arte Moderno de
París, en cuyo catálogo figuraba el Arquetipo Símbolo. Antes de llevarlo a la
sala donde habría de exhibirse al público, el creador quiso mostrar la pieza
a la delegación de la Embajada argentina que auspiciaba la muestra; sin
embargo, las autoridades diplomáticas no se mostraron muy entusiastas
con la pieza de Vitullo. Más aún, antes de que se inaugurara la exposición,
y sin la autorización del autor, la obra fue trasladada sugestivamente a un
sótano de la Embajada argentina en París, sin que ésta se exhibiera. En
mayo de 1953, Sesostris Vitullo murióTolyifladny en la pobreza, sin obte^ j ^ j i e r respuesta de la Embaiadalqueiamás pagó por la obra Arquetipo Símbolo
ni se la devolvió a su autorr^
Traigo este interesante episodio no con la intención de denigrar al pri­
mer peronismo, sino porque el mismo sirve para iluminar sus am bigüedades
Ap 1n ínrKgo^wr En realidad, la reacción de incomprensión y rechazo
de la Embajada argentina frente a la Evita americana e indígena que propuso
Vitullo estaba a tono con la época, esto es, con el marco político-simbólico
desde el cual se leía lo h^dígena^Esaue el populismo peronista tenía una
inconfundible matrij^obrero-plebeya^que aludía al rescate del pueblo-tra­
bajador y cuanto más, esta apelación incluía a las masas rurales (H raheoka
negra que llegaba a la* rindarlps); sin que esto i mplicara una reivindicación
del indígena, ni tampoco incluso del campesina ^ Así, por un lado, el pe­
ronismo buscaba incluir de manera periférica a los indígenas en nombre del
Pueblo-Trabajador, por la vía de políticas sociales y laborales; por otro lado,
desde el punto de vista político y simbólico, tenía grandes dificultaces para
procesar lo indígena, en momentos en que diferentes comunidades origina­
rias buscaban dar visibilidad a sus reclamos.
En los años 60, tocaría al desarrollismo argentino tratar de dar cabida
a una incipiente política integracionista, orientada a convertir al indígena
“en sujeto activo de su propia integración, como efecto de políticas de
aculturación”, el que muchas veces requería el asesoramiento experto (Ca-

M aristella S vampa

81

rrasco, 2002). Resultado de ello fue el decreto nacional n.° 3998 de 1965
(DIP 1991) que disponía la realización de un Primer Censo Nacional In­
dígena, el cual arrojaría una estimación de 165.000 indígenas sobre una
población total de 23 millones,81 una cifra conservadora según Gordillo
y Hirsch (2010), que incluyó marcadores como la lengua, excluyendo a
indígenas que vivían en centros urbanos, precisamente en un período en
el cual ya se había consolidado una primera generación de migrantes del
campo hacia los grandes cordones industriales.

I,as representaciones de la alteridad son siempre relacionales!)Según Mallon
|citado en Máiz, 2004]): en países como Perú y Bolivia, donde la presen­
cia indígena es mayor, encontramos construcciones bipolares que oponen
lo blanco/mestizo a lo indígena. Aveces estas oposiciones tienen una tra­
ducción geográfica, como es el caso del Perú (costa, sierra y selva); en otros,
como en México, lo mestizo aparece como central y lo indígena como peri­
férico. No por casualidad ha sido en este país donde se elaboró una teoría del
mestizaje como sujeto social total (la “raza cósmica” de Vasconcelos).
De modo diferente, en la Argentina el centro ha sido ocupado por lo
blanco, y la periferia pr»r mpct»7-n i en una representación binaria que unas
veces se piensa como simétrica y otras veces no, mientras que el indígena fue ^
expulsado a la periferia de la periferia, figura de la pura exterioridad,^cupando
una suerte de no-lugar, distanciado incluso del mestizo (el cahecita negral. Dos
reconocidos antropólogos argentinos afirmarán que lo indígena en realidad
recorre la historia argentina como i[jia “presenria-^i ísent-e” (Hirst y Gordillo,
2010). Así, estamos frente a escenarios nacionales, con varios pisos o niveles
tic complejidad, donde lo indígena, su relación con lo mestizo y su lugar en
la nación irán declinándose de modo diverso, iluminándonos acerca de las
diferentes modalidades nacionales que asumen los dispositivos de la alteridad.
Por otro lado, desde .mediados de los años 40 ír* rnticnManrln pn
la región un paradigma hegemónico: el indigenismo integracionistaf que
apunta a la homogeneización de la nación mediante la incorporación del
Indígena como campesina Sí bien el paradigma integracionista se extenjó por todo el continente, lo áizo de modo desigual y heterogéneo, y cony

82

D ebates

latinoamericanos

temporalidades y matices diferentes, mostrando un fuerte acoplamiento
con el mnHpIn j^pj^^ra-df^jTollista. México, en primer lugar, donde
encontramos la apoteosis política y académica del mestizaje; Bolivia, en
segundo lugar, donde el mestizaje aparece como núcleo simbólico de la
nación, ilustran a cabalidad, con sus diferencias específicas, este paradig-

. int-pgrsrirmÍQl-Q Nn pnr raenqlifhH H fm frg^nfja indígena de los añofl
realizará en ^nrro A ¿cp morleln inregracionisrayde sus promesas
incumplidas, de sus deficiencias, de su pretensión de aculturacióny disol,,r^ n ^ ^ indígena en ln rampesino^Q^T^
^

En suma, el populismo latinoamericano consolidó una determinada,maLtriz obrero-campesina, (como figuras paradigmáticas de la subalternidacj
oposición a la élite dominante y sus aliados nacionales y extranjeros.
pesinado -a través ne siis^fei^prfhás expandidas confetiaciuneé^qacionales
agrarias, e incluso de su lenguaje de clase- ilustraba/6 polo subalternaren el
espacio rural, concebido éste a distancia de la desvalorizada figura del indígena.
j^Parte 2. La reinvención de la indianidad:
hacia nuevos paradigmas (1960-2000)

El giro de los años 70 y los nuevos campos de tensión
La frustración nacional ha tenido su origen en que las
culturas quechuas y aymará han sufrido siempre un in­
tento sistemático de destrucción. […] No queremos per­
der nuestras nobles virtudes ancestrales en aras de un
pseudo-desarrollo. Tememos a ese falso udesarrollismo n
que se importa desdefuera porque esficticio y no respe­
ta nuestros profundos valores. Queremos que se superen
trasnochados paternalismos y que se deje de considerar­
nos como ciudadanos de segunda clase. Somos extranje­
ros en nuestropropio país.
Primer Manifiesto de Thiahuanaco, Bolivia, 1973.
Hacia la década de 1970 arrancará un nuevo ciclo político social que paulatinamente colocará en el centro la reinvención de la indianidad. Son va-

M A R IS ‘ra .L A SVAMPA

83

rios los hechos que están en el origen de este giro novedosy respecto de la
interrogación sobre lo indígena.82 En primer lugar, el desencanto respecto
de los modelos políticos reformistas en curso es grande. Pese a las políticas
“Thrciudadanizaclon impulsadas por el primer populismo de los años 40 y
SO, lo cierto es que el balance de los años 70 da cuenta de una ampliación
de las brechas de la desigualdad (sociales, de género y, por supuesto, étni­
cas); pese a las políticas desarrollistas en boga, los límites de la integración
socioeconómica y de la industrialización sustitutiva se tornan ostensibles,
tal como lo ilustra la expansión de asentamientos en la periferia urbana de
las grandes ciudades latinoamericanas, cuestión que la sociología y economía política de la época tematizará bajo el concepto de amarginalidad”.
En segundo lugar, se agitan vientos revolucionarios en América Latina
ton el triunfo de la revolución cubana,, y más aún, de su conversión al mar­
xismo-leninismo, la difusión del foquismo y las acciones guerrilleras en di­
ferentes países de la región crearán un clima propicio para levantar banderas
radicales de cambio social. Asimismo, el proceso de descolonización iniciado
en Asia y Africa hacía referencia a las huellas del imperialismo, a la prolonga-\
t ión de la dominación hacia el interior de las sociedades, llevada a cabo aho­
ra por las élites nacionales. Tal como sostenía Frantz Fanón, las sociedades
liberadas aparecían fracturadas entre aquéllos que recibieron el legado de la
dominación colonial y los que recibieron el legado de los autóctonos (Fanón,
1961). En ese marco, se abre un nuevo espacio para denunciar no sólo la
dependencia sino el carácter colonial de la situación de los indígena^. Es así
(]ue a mediados de los 60 se elaboran las tesis sobre el colonialismo interno,
de la mano de dos mexicanos, Pablo González Casanova (1965) y Rodolfo
Stavenhagen (1965). Para González Casanova: “El problema del indígena es
esencialmente un problema de colonialismo interno. Las comunidades indíT
i;cnas son nuestras colonias internas.jjLa comunidad indígena es una colomaj
en el interior de los límites nacionales. [La comunidad indígena tiene las caJ
racterísticas de la sociedad colonizada” (1965). El colonialismo interno existe
ahí donde hay comunidades indígenas, y reviste diferentes formas (econó­
micas, políticas, culturales), que van definiendo una estructura colonial, en
varios casos, ligadas a fenómenos de descomposición social: economía de
subsistencia predominante, agricultura y ganadería insuficientes, técnicas
atrasadas de explotación, bajo nrvel de productividad, niveles inferiores de
vida al de las regiones campesinas no indígenas, carencia acentuada de serví-

84

D ebates

latinoamericanos

cios, fomento de la prostitución y el alcoholismo, cultura mágico-religiosa,
/ manipulación económica y política (González Casanova, 1969: 106-107).
I El problema indígena -ergo, del colonialismo interno- tiene una magnitud
\ nacional; define el modo mismo de ser de la nación?83
En tercer lugar, hay que destacar la importancia de los aliados estratégi­
cos no indígenas (X. Albo, 2002 y 2008; Martí i Puig, 2004). Entre ellos, las
nuevas redes organizacionales (organizaciones no gubernamentales, asocia­
ciones ecologistas) y el rol de las Iglesias. Así, por un lado la Iglesia Católica
asume un nuevo papel luego del Concilio Vaticano II y la Conferencia La­
tinoamericana de Medellín (1968). En este contexto de radicalización ideo­
lógica surge la Teología de la E iherarión. base sobre la cual se desarrollaría
la Pastoral Indígena. Por ejemplo, en 1974, la Diócesis de San Cristóbal de
las Casas organizaría el Primer Congreso Indígena, donde los representantes
se expresaron en sus respectivas lenguas con relación a problemas como la
tierra, la salud, el comercio y la educación. Por otro lado, durante los años 70
“el Consejo M undial de Igl^ia^Mp nfilinrinw fnwi-nmni-nl apoyó y financió
los desplazamientos de líderes indígenas desde las más remotas comunidades
de la selva -especialmente en Brasil- a los lugares en los que se celebraban los
encuentros (Martí i Puig, 2004: 18-20).84
En cuarto lugar, asistimos a una expansión de la frontera étnica. Al
respecto, Jcsé Bengoa (2009) nos dice que durante mucho tiempo se con­
sideró que los indígenas vivían en comunidades y que, en consecuencia,
podían ser estudiados como grupos y comunidades aisladas. De este modo,
Ja categoría dejaba afuera aquéllos que habitaban las ciudades, con lo cual
la etnicidad se veía limitada a la asociación entre comunidad v ruralidad.>
Sin embarco, al compás de los procesos de urbanización y de la migración
a las ciudaces, las fronteras étnicas se fueron ampliando, construyéndose el
concepto de “puebloslndios”, qúC abarca “todos los habitantes del territo­
rio etnizadi), desde mestizos hasta indios de comunidades, [que] se sienten
pertenecientes a la identidad indígena” (Bengoa, 2009: 13). El proceso de
etnicizaciói plantea entonces un gran desafío, pues inserta dicha dinámica
en el corazin de las ciudades, donde aquéllos que se concebían como mes­
tizos también asumirán una identidad indígena, como será el caso paradig­
mático de a ciudad
lúa de El Alto, en la Bolivia altipláni£
En este nuevo escenario operan vanos cambios al interior del campo
^ntre las categorías de indígena y campesino, raza y clase so-

$

M aristülla S vampa

85

Pnr 11n larln. n o snln es cuestionado el indigenismo integracionista,
fiinn ram h ién p! p< ;giipma He interpretación marxista ortodoxo, que tiende
a reducir la problemática indígena a una cuestión de clase ^entendÍ^irdo\
a los indígenas r^rr.r> ‘V an-ip^^c”) despojando a ésta de sus dimensio- V-L,
nes culturales v reduciéndola a una problemática económica (la miseria, ^
la explotarinQ)lLa dimensión cultural irá adoptando, por ende, mayor |
centralidad en el proceso de construcción y empoderamiento político,
sin que esto signifique empero rpt-nmar la raregnría de razqi. Al contrario,
al compás del declive de la noción de raza, el nuevo campo de tensión
emerge vinculado a la idea de etnicidacL83 Ciertamente, ésta es también
una noción polisémica. Las interpretaciones sobre la etnicidad, así como
el uso que los propios movimientos indígenas harán de la misma, se
instala en un vaivén, una tensión ipcn,< ;layah|p. fuere que la etnicidad
se constituya en el punto de partida de una acción política a partir de
la reivindicación de una identidad anterior al Estado-nación (incluso,
"jirehispánicaj, fuere que se apoye sobre un lenguaje de derechos, am­
parada en la ingente normativa internacional y nacional; o ambas de
modo simultáneo. Bueno es aclarar, empero, que cualquiera de los dos
usos de la etnicidad es usualmente motivo de descalificación por parte de
los grupos hegemónicos (Estado, partidos políticos, grupos de presión,
corporaciones económicas); o bien los indígenas son acusados de fundamentalismo o de esencialismo comunitario (primordialismo), o, por el
contrario, todo remite a la (auto)constmcción identitaria. con lo cual se
^ los acusa de apelar a una (pura) acción estratégica (instrumentalista) a los
efectos de acceder a tierras y derechos.86,
^
bl cuestionamiento a la visión economicista del marxismo alentará, a
su vez, una mayor complejizacióa de la relación entre etnicidad y clase so­
cial, en pos de trascender la dicotomía cultura/economía. Así, gradualmen­
te, éstas comenzarán a ser percibidas menos como categorías antitéticas
que como complementarias, pues si la clise social reenvía a condicionantes
socioeconómicos y la etnicidad i cuestiones de índole cultural, estos dos
planos aparecen diferenciados y entrelazados, en la medida en que expre­
san ^dosjjéi^
(Díaz Polanco, 1991: 146). Las nuevas
luchas étnicas dan cuenta de uní ‘.‘matriz nacional socioculturalmente he­
terogénea”. O, tal como lo expresaría una de las corrientes del katarismo, la
reivindicación racial (cultural) y socioeconómica no pueden ir separadas,

86

D ebates

latinoamericanos

sino que necesariamente se complementan para formar el instrumento de
liberación y reivindicación nacional.87 Este proceso va acompañado de un
cambio cualitativo importante, vinculado con la irrupción de vastos con­
glomerados étnicos en el escenario político, articulados o no con otras or­
ganizaciones sociales, exitosas o no, que buscan realizar transformaciones a
escala nacional (Díaz Polanco, 1991: 112).
Nacen así nuevas organizaciones indígenas en todo el subcontinente
que interactúan con otros actores sociales, sobre todo organizaciones no
gubernamentales de carácter humanitario y otras ligadas a la ecología y los
derechos humanos. Las organizaciones que se van creando al calor de estofc
cambios rechazan una identificación exclusiva como campesinos v se rein
vindican a la vez como indios. Una serie de declaraciones y manifiestos di
'Tas diferentes confederaciones Indígenas nacionales recorre el continente,
desde México a la Argentina.88 Este proceso se extiende a los pueblos ama­
zónicos, tradicionalmente marginados y considerados como “selváticos”.
Esto sucede en el caso de la Federación Shuar, de Ecuador, creada en 1964,
punta de lanza para la creación de la Confederación de Nacionalidades
Indígenas de la Amazonia (Confenaie), en 1980. En la selva peruana se
desarrollaría un proceso semejante, iniciado en 1968, que una década más
tarde daría origen a la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva
Peruana (Aidesep) [X. Albo, 2002: 184-185). En Bolivia incluye, además
de los pueblos de ks tierras altas (quechuas y aymaras), organizados desde
1971 en la ya mencionada CSUTCB, a los pueblos de las tierras bajas, a
través de la Central Indígena del Oriente Boliviano (CIDOB), fundada
en 1981. Un momento de “gran sentido simbólico” (según la expresión
de Albo) se daría en ocasión de los contrafestejos de los quinientos años
de la conquista espmola (1992); dos años antes de la rebelión zapatista en
Chiapas (1994), ura de las regiones más pobres y relegadas de México.
En suma, arranca un ciclo de empoderamiento gradual de las organi­
zaciones indigerís, el cual tendrá una traducción política en el indianismo
como perspectiva yen la reivindicación de la autonomía como paradigmax
La época da cuenta así de la emergencia, al compás de la crisis del indige-J
nisrrm integracioni;ta, de un campo de tensión que opone indigenismo e
indianismo. La diferencia entre uno y otro se vincula con el modo en cómo
es hablado el/lo indígena: si éste es “ventriloqueado por las-élites” (reto­
mamos la expresión de Silvia Rivera Cusicanqui, 1984), hablado desde

87

M akistki.la S vampa

arriba o *desde fuera> (por
—–’
1 el mestizo o el blanco-criollo), a-bien
) es] hablarlo
~
‘< desde abajo, por los propios indígenas como sujeto político] Posición que '
ila cuenta del progresivo empoderamiento de los pueblos originarios, a
través de la palabp y ^ arrinj^ de ^us luchas sociales y políticas, del
jvconocimiento de sus derechos en la esfera internacional, de sus procesos
de visibilización simbólicos.J
Las vías

\? w t n r r i t x r 'i -

inrli

y lrnfnrirm n

Es necesario tener presente que la liberación de las po­
blaciones indígenas es realizada por ellas mismas, o no
es liberación. Cuando elementos ajenos a ellaspretenden
representarlas o tomar la dirección de su lucha de libe­
ración, se crea unaforma de colonialismo que expropia
a las poblaciones indígenas su derecho inalienable a ser
protagonistas de supropia lucha.Declaración de Barbados, 1971.
En términos académicos, los años 70 marcan el realineamiento de las
ciencias sociales y humanas, en una dirección crítica, particularmente en
México y en Bolivia. Así, en el país azteca surge la antropología crítica (o
indigenismo crítico), que cuestiona el indigenismo dominante, propone
una revisión epistemológica del lenguaje antropológico y abre las puertas
al reconocimiento de la%diversidad
- '•étnicai y1 la reflexión sobre—la~ autonomía
de los pueblos indígenas. Uno de los antecedentes de la misma es la Confe­
rencia de barbados (1^71). convocada por el Consejo Mundial de Iglesias,
en Berna, la cual dio lugar a una declaración crítica que reuniría a doce
reconocidos antropólogos, entre los cuales se encontraban Miguel Alberto
Bartolomé, Darcy Ribeiro y Guillermo Bonfil Batalla.89

88

D ebates

latinoamericanos

.nuando por la senda del genocidio y el etnocidio. La declaración termina­
ba con un apartado titulado “El indígena como protagonista de su propio
destino”, en el cual se afirmaba la necesidad dp pensar su incorporación a
la sociedad nacional, respetando las especificidades socioculturales^ más
allá de su magnitud numérica, además de apoyar enfáticamente que los
indígenas debían ser autores de su historia.
Otro hecho importante fue la reunión de la Unesco sobre etnodesarrollo y etnocidio, realizada cinco años después, en 1976, que contó con
la presencia de organizaciones indígenas de diferentes países latinoameri­
canos. El encuentro insistió en el dohle carácter de la dominación -eco­
nómica y cultural—a la que estaban sometidos los indios. En el caso de,
Ta dominación c"VnHi ^e-responsabilizaba a las políticas indigenistas de
integración y aculturación,^por la vía del sistema educativo formal v los
^medios de comunicación masivos. ]Se planteaba, por ende, la necesidadde crear una organización política propia con el fin de lograr la liberación
(Ordcñez Cifuentes: 89-90).
La antropología crítica tendría en el mexicano Bonfil Batalla uno de
sus representantes más emblemáticos, autor de un texto célebre, ya citado,
“El concepto del indio en América, una categoría colonial”, publicado en
1971.)0Ahí Bonfil Batalla afirmaba que el término indio puede rradnc^se
por colonizado, categoría supraétnica del orden colonial que implica el
reconocimiento de dos polos opuestos: el colonizado y el colonizador. Asi­
mismo, proponía distinguir entre la categoría colonial de indio y la de etnia, que es más descriptiva y da cuenta de la diversidad cultural Por ende,
para Bonfil Batalla, “La liberación del colonizado -la quiebra del orden
colonial- significa la desaparición del indio; pero la desaparición del indio
no implica la supresión de las unidades étnicas, sino al contraiio: abre la
posibilidad para que vuelvan a tomar en sus manos el hilo de su historia”
(1971: 123).
Ei Bolivia, en 1973, el Manifiesto de Thiahuanaco, firmado por un
conjunto de organizaciones indígenas, principalmente aymara¿, criticaba
al deTTrnllifírm>y fíHT-promesas incumplidas, e incluía también un cuestionamiento a los partidos políticos (que decían representar a los indígenas)
_v al siidicalismo campesino que se había involucrado en el pacto con los
militaes. El manifiesto terminaba haciendo un llamamiento a h construc­
ción cb “un poderoso movimiento autónomojcampesino”.91

M aristklla S vampa

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Emerge así, en la época el movimiento katarista. una potente corriente
I política, sindical e intelectual que replanteará la relación entre etnicidad
[ dase social, de la mano de la reivindicación étnica./Según Silvia Rivera, los
ka taris tas tuvieron la gran idea de volver sobre la figura de Tupac Katari,
que aparecía como un inocente precursor de las luchas p o r la independen­
cia, y resignificarlo como un héroe de la causa indígena! El movimiento
katarista se instalará como una corriente ideológica capaz de sintetizar te­
mas culturales, proyecciones políticas y luchas reivindicativas, tanto rurales
como urbanas (Rivera, 1981: 168). Por otro lado, si bien cuestionaba el
imaginario mestizo e integracionista de la revolución de 1952, el katarismo
tendrá la virtud de volver a acortar la distancia entre los dos polos de la
tensión instalada entre indígena y campesino, adoptando el concepto más
amplio de “campesinado in^in” Asimismo, el movimiento expresaba una
profunda desconfianza tanto hacia la derecha como hacia las izquierdas,
eme veían al indio como una masa manipulablejlAsí. se cnesrionaha 1
Idea de Bolivia como “nación mestiza\pero no se abandonaba la idea dé
^nación boliviana^ retomando críticamente el legado del sindicalismo campesino (Nicolás y Quisbert, 2014: 40).
El politólogo y filósofo boliviano Luis Tapia destaca que el desarrollo
del katarismo fue el principal responsable en el cambio de autoimagen del
país; esio es, el pasaje de una Bolivia mestiza, v más o menos unida cul-^
turalmente^a una Bolivia multicultural y plurilingüe aunque no “como
mero dato etnográfico, sino como producto de la politización df I™ pnp, blos._que antes habían sido excluidos en la definición de lo que es Bolivia
en términos polítkgs” (?¿M)£cTl6).
Al respecto)(García Linera) en un conocido artículo titulado “Marxismo e indianismo: el desencuentro entre dos razones revolucionarias”
(2007), sostiene que el katarismo se asienta sobre un discurso denunciativo
c interpelatorio que reenvía a la revisión de la historia en su acercamiento
al mundo campesino-indígena.92 Éste también resignificó la forma “sindi­
cato”, legado déla revolución de 1952, como organismo del nuevo poder
autónomo. Según el mismo autor, existirían tres vertientes diferenciadas:
la primera, la sindical, ilustrada por laCSUTCB, hecho que sella la rup­
tura con los movimientos sindicales del Estado nacionalista y con el pacto
militar campesino. La segunda, la política partidaria, expresada en sus dos
vertientes: el Movimiento Revolucionario Tupac Katari (MRTK), partida-

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latinoamericanos

rio de las alianzas con la izquierda, y el Movimiento Indio Tupac Katari
(MITKA), que defiende la autodeterminación de los pueblos indígenas.93
El MRTK se incorpora a la arena electoral en los años 80, y es desde su
filas que saldrá Víctor Hugo Cárdenas, el vicepresidente aymara que acom­
pañará al neoliberal Sánchez de Losada en los años 90, en tiempos del
multiculturalismo hegemónico. El MITKA, en años posteriores, crearía
un brazo armado, en el cual participaron el líder aymara 1^1T p Qiñcpp y
los sociólogos y matemáticos Alvaro García Linera y Raquel Gutiérrez.94
Por último, existiría una vertiente académica, historiográfica y so­
ciológica, ilustrada por Silvia Rivera Cusicanqui y Xavier Albo. Mientras
que Rivera dirigió el Taller de Historia Oral Andina (TOHA), desde el
cual promovió una historiografía alternativa a la oficial, que se propuso
recuperar la memoria larga de las luchas, conectándola con la memoria
corta, Albo buscó desarrollar una historia del katarismo “desde abajo”
(Nicolás y Quisbert, 2014: 45).95 En suma, el katarismo propuso una
visión alternativa, respecto del nacionalismo revolucionario como del
marxismo, en cuyo horizonte político e interpretativo no había indios
ni comunidades (García Linera, 2007). Su potencia política se exprescría
sobre todo en la CSUTCB, central sindical que será protagonista de las
grandes luchas de las últimas décadas, de la cual saldrán, además del ya
mencionado Felipe Quispe, el propio F.vn Mnral^ (como representante
de las seis Federaciones de Cocaleros del trnpjrn rnrbaLsmhinrA
Además, no son pocos los que subrayan la influencia de Fausto Rei^ naga sobre d discurso katarista. aunque éste nunca haya participado de él.
Más allá del evidente carácter panfletario de su obra. Reinaga promovió
una visión indianista, en contra de la idea de una Bolivia chnla n
, y de la izquerda obrerista, desde textos como La revolución india (1970) y”
\ Tesis india (1971). Reinaga fundó, además, el Partido Indio (1970) - ^ no logró incidencia en la política nacional—y aportó a la discusión sobn el
indianismo y la descolonización (sus referencias a Frantz Fanón son cons­
tantes), colccando el acento en la idea dgl indio no como “minoría étnica”,
sino como 'nación oprimida”.96
En suna, aunque con intensidades y registros diferentes, la antropo­
logía crítica y el katarismo contribuyeron al proceso de emergencia irdígena, al subimiento de nuevos modelos de militancia indígena, críthos
de los paradigmas dominantes (indigenista/nacionalista, socioeconómico

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o marxista clásico, o el exclusivamente campesinista), apoyando el nuevo
entramado organizacional que reivindicaría la autonomía y la valorización
de la indianidad como tópico central.
La ampliación de la frontera de derechos
El reconocimiento de los derechos colectivos de lospueblos
indígenas constituye actualmente el hilo rojo que recorre
todos los ámbitos de debate sobre sus derechos humanos.
Rodolfo Stavenhagen, 2007.
El “despertar indígena” no puede entenderse tampoco si no se lo vincula a
la creciente relevancia de la normativa internacional, en el marco del pro­
ceso de descolonización que arranca luego de finalizada la Segunda Guerra
Mundial. Ciertamente, hasta los años 60 los derechos colectivos no te­
nían reconocimiento expreso de la Organización de las Naciones Unidas
(ONU), pues el sujeto exclusivo del derecho internacional era el Estadonación.97 La Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948
estableció la igualdad de derechos y el principio de no-discriminación,
cuestionando el paradigma colonial. Comenzaba así el proceso de descolo­
nización, sobre todo en el continente africano y asiático, donde las poten­
cias europeas habían desarrollado una política imperial. En este contexto,
la ONU asumió el reto de contribuir a los procesos de descolonización en
el mundo, para lo cual creó una serie de instituciones (comités especiales y
pactos de derechos humanos) para ratificar su compromiso con el derecho
de autodeterminación de los pueblos.
Ahora bien, el proceso por el cual los pueblos originarios americanos
pasaron de “minorías étnicas” a ser considerados como “pueblos y naciones
indígenas” no fue fácil ni lineal. Si bien la doctrina de descolonización
instaló un quiebre, la ingente normativa no contemplaba a los pueblos in­
dígenas que vivían una situación de discriminación y colonialismo interno,
al interior de repúblicas que gozaban de su independencia desde el siglo
XIX, tal como era el aso de los países latinoamericanos.
Así, el proceso requirió de la participación de organizaciones y lí­
deres indígenas, como de académicos y ONG internacionales, quienes

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latinoamericanos

sobre todo, a partir de la década del 80, realizaron una intensa tarea de
discusión para introducir en la agenda global la cuestión de los derechos
colectivos, a fin de que los pueblos indígenas de América (del Norte y del
Sur) fueran considerados como “pueblos colonizados”. Por su parte, la
ONU creó un comité especial (Comité de los 24) sobre la concesión de
la independencia a países y pueblos coloniales que, entre 1961 y media­
dos de la década del 70, refrendó la independencia de varias decenas de
países. En este marco, fueron instalándose las demandas de los pueblos
indígenas americanos en su lucha por ser considerados como “pueblos
colonizados”. En 1971, la resolución del Consejo Económico y Social
de la Organización de las Naciones Unidas autorizó a la Subcomisión
para la Prevención de la Discriminación y Protección de las Minorías un
estudio sobre “El problema de la discriminación contra las poblaciones
indígenas”. Este estuvo a cargo del relator José Martínez Cobo, quien
compiló información sobre los pueblos indígenas de todo el mundo. Pese
a que los indígenas rechazaron ser tratados como “minorías” en sus pro­
pios territorios, el informe de Martínez Cobo concluyó en una serie de
recomendaciones que apoyaban las demandas de estos pueblos. Final­
mente, en 1989, estas recomendaciones se plasmaron en la modificación
del convenio 107, de 1957, sobre poblaciones indígenas y tribales, que
fue reemplazado por el convenio 169 de la OIT, el cual constituyó una
sustancial innovación en el campo del derecho internacional y abrió las
puertas a un nuevo paradigma al reconocer los derechos colectivos de los
pueblos indígenas como tales y no como derechos de personas individua­
les que son indígenas (Anaya, 2006: 33). Entre sus líneas fundamentales,
el convenio 169 incluía el derecho de propiedad sobre las tierras tradicio­
nales, el derecho de los indígenas a ser consultados como grupos sociales
a través de sus instituciones representativas y el derecho como grupos
a mantener sus propias instituciones y culturas. Este convenio fue in­
corporado a la mayorít de las Constituciones políticas latinoamericanas
reformadas, entre fine; de los 80 y mediados de los 90. El mismo ins­
taura la consulta previa, libre e informada, y establece que “los Estados
deberán celebrar consultas, incluso cuando se modifiquen disposiciones
jurídicas sobre las rieras y el territorio”.
Dicho proceso de ampliación de los derechos se vio coronado por la
Declaración Universalde los Derechos de los Pueblos Indígenas, en 2007,

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adoptada por la Asamblea General de la ONU. El texto llega hasta el reco­
nocimiento de la autodeterminación para todos los pueblos indígenas. Por
otra parte, a diferencia del convenio 169, la declaración universal involucra
de pleno el principio de consentimiento libre, previo e informado para el
traslado de grupos indígenas de sus tierras, así como la adopción y aplica­
ción de medidas legislativas y administrativas que los afecten, entre otras
situaciones. Adicionalmente, ordena a los Estados realizar una reparación
respecto de todos aquéllos bienes de orden intelectual, cultural o espiri­
tual que los grupos indígenas hayan perdido sin su consentimiento libre,
previo e informado. Por otro lado, cabe aclarar que estos convenios son
no-vinculantes, pero al incorporarlos con rango constitucional, los Estados
nacionales se comprometen a su aplicación, con lo cual dicha normativa se
convertiría en una herramienta de presión por parte de las organizaciones
indígenas y las ONG de derechos humanos.
En términos regionales, además de esta normativa internacional,
cobrará importancia la Corte Interamericana de Derechos Humanos
(CIDH), dependiente de la Organización de Estados Americanos
(OEA), cuyos pronunciamientos y sentencias, a diferencia de los con­
venios citados, poseen un carácter vinculante. Asimismo, se irán esta­
bleciendo otros instrumentos internacionales que van en la dirección
del reconocimiento de los pueblos indígenas, como aquéllos adoptados
por la Conferencia de la ONU sobre el Medio Ambiente en 1992, la
Declaración de Río y, el más detallado, conocido como “Agenda 21”,
que incluyen temas relativos a los derechos ambientales y el llamado
“desarrollo sustentable”.
En suma, más allá del evidente desfase entre la normativa internacio­
nal y la aplicación de estos derechos en los diferentes países latinoameri­
canos, en la base del nuevo paradigma de los derechos colectivos está la
idea misma de autonomía indígena. La apropiación de estas herramientas
jurídicas acompañará los procesos de empoderamiento de los movimientos
y organizaciones indígenas, en un contexto de incremento de los conflictos
étnicos y de disputa territorial con empresas transacionales y los Estados
nacionales, muy especialmente, a partir del año 2000, con el auge del extractivismo.98