No todo lo que mata es oro (III)

Tercera parte del libro “Venezuela desde adentro”.
La relación entre violencia y rentas mineras en el sur del estado de Bolíver



NO TODO LO QUE MATA ES ORO
La relación entre violencia y rentas mineras en el sur del estado Bolívar

Andrés Antillano
José Luis Fernández-Shaw Damelys Castro 

Andrés Antillano
Andrés Antillano. Activista e investigador del Instituto de Ciencias Penales-UCV. Investiga sobre violencia, drogas y políticas de seguridad. Ha militado en organizaciones comunitarias, movimientos urbanos y colectivos de trabajo con jóvenes excluidos.
José Luis Fernández-Shaw
Venezolano, sociólogo, miembro de la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia (REACIN). Con amplia experiencia en el tema de construcción de indicadores en las áreas de desarrollo humano y calidad de vida, representante estudiantil en su juventud.
Damelys Castro
Estudiante de Derecho, Universidad Central de Venezuela.

Comentario al texto
Maristella Svampa
“Sería interesante profundizar en las transformaciones de la subjetividad popular en un contexto de consolidación de una territorialidad criminal, asociada a un “orden moral”. Hay elementos de valoración positiva respecto del orden impuesto por la banda criminal en el caso que se analiza. ¿Hay otras opciones de disputa de la subjetividad –una es el Estado, pero éste no aparece si no por exceso o por defecto- ¿Algún otro tipo de organización social y/ o religiosa?”.
“Si bien el trabajo enfatiza el rol de la renta extraordinaria y las desigualdades sociales, para explicar el fenómeno de la violencia, en contrapartida minimiza la relación entre violencia y extractivismo. En esa línea, pese a que solo se lo menciona al final, de modo crítico, considero que hay una lectura reduccionista de aquellas interpretaciones que plantean una relación “inherente” entre extractivismo y minería.”

1. Introducción
Este trabajo se sostiene sobre una premisa: el rentismo, como forma concreta del capitalismo en Venezuela (Baptista, 1997; Mantovani, 2014; Villasmil, 2008), no es únicamente un régimen de funcionamiento del capital, no sólo moldea el comportamiento de los actores políticos y económicos o impone una determinada lógica al Estado, sino que permea la vida social, define subjetividades, prescribe cursos de acción, configura modos de relación y prácticas colectivas (Coronil, 2002; Abdel-Fadil, 1987; Chatelus, 1987). Desde esta perspectiva nos proponemos inquirir la relación entre rentismo y violencia.
Aunque Venezuela presenta una de las mayores tasas de homicidios de la región, la violencia no se distribuye de manera uniforme en el territorio, sino que tiende a concentrarse en regiones y áreas específicas (Chacón y Fernández Shaw, 2013). Sin pretender reducir tal heterogeneidad, dos tipos de locaciones destacan para entender los emplazamientos de la violencia en el país. Por un lado, las grandes ciudades y sus periferias, y por el otro, aquellas regiones que se caracterizan por su actividad minera y petrolera. Este patrón de distribución sugiere cierta relación entre el incremento de la violencia y la renta proveniente de la explotación de recursos naturales, tanto en su origen, las áreas de extracción mineral, como en su fase de distribución, que se focalizaría en las grandes ciudades cuya actividad económica principal se orienta hacia el sector terciario. Además, los homicidios parecen aumentar de la mano de la expansión de las rentas provenientes del petróleo, como ocurrió durante la década de 1970 y como se repite en el período actual.
Algunos trabajos han explorado esta relación, sea atendiendo a los efectos institucionales que derivarían de la expansión rentista (Bruni Celli y Rodríguez, 2016), al comportamiento delincuencial de actores económicos y políticos en la disputa por control de segmentos de la renta (Coronil, 2002) o al impacto en la estructura social de los ingresos provenientes de rentas mineras (para el caso de Nigeria, ver Obi, 2010). En un trabajo etnográfico aún no publicado, hemos encontrado evidencias que permiten sugerir que esa asociación entre crecimiento de las rentas y aumento de la violencia puede ser comprendida como consecuencia de los efectos sociales de las políticas redistributivas propias del rentismo (expansión del gasto sin aumento de la productividad, desigualdades intraclase originadas por el acceso diferencial a las rentas), por los efectos de la economía rentista sobre el Estado y su capacidad regulatoria (hiperinflación del Estado, pero declive de su capacidad de regulación, uso de la burocracia para extraer rentas) y por el uso de la violencia como medio de acumulación económica (extracción de rentas, economía de despojo).
Este trabajo busca discutir la relación entre economía rentista y violencia en los contextos de origen de renta de extracción minera. Hemos escogido para ello los municipios mineros del sur del estado Bolívar, en especial aquellos en que prevalece la extracción de oro, cuya importancia económica y actividad extractiva parecen incrementarse en los últimos años a la par del declive de los ingresos petroleros, pasando a ocupar un lugar central en las políticas gubernamentales como parte de su estrategia económica. De esto último es ejemplo el llamado Arco Minero del Orinoco, una de las principales estrategias ensayadas por el gobierno venezolano para sortear la caída de los precios petroleros y diversificar la economía extractiva, lo que le da una relevancia sin precedente a los municipios que forman parte de este estudio. El Arco Minero supone la expansión, cuando no una sustitución de las fuentes de rentas de la economía venezolana, lo que ofrece una ventana privilegiada no sólo para comprender los fenómenos de violencia, los cuales crecen dramáticamente durante estos últimos años en la región, sino los efectos más generales de la actividad extractiva-rentística sobre las prácticas sociales.
Distintos trabajos han considerado el impacto de la explotación de recursos naturales, en especial minerales preciosos, sobre la emergencia y sostenimiento de conflictos armados (Collier y Hoeffler, 2004, 2005; Le Billon, 2001; De Soysa y Neumayer, 2007; Ross, 2004, 2006. Para un caso latinoamericano, ver Romero Vidal, 2011).
Desde la “criminología verde”, perspectiva de reciente desarrollo dentro de la criminología (ver Sollund, 2015; Brisman et al., 2015; Lynch et al., 2015), se ha llamado la atención sobre las relaciones entre criminalidad, naturaleza (explotación y depredación del medio ambiente) y las relaciones de poder e intereses de grupos económicos. Varios estudios inspirados en esta aproximación han reparado en la interacción entre delitos –incluyendo violencia y homicidios– y actividad minera (Stretesky et al., 2016; Freidenburg y Jones, 1991; Rudell et al., 2014; Carrington et al., 2011, 2015).
Nuestra investigación combinó distintas estrategias metodológicas: análisis estadístico de datos sobre muertes por armas de fuego y variables demográficas, sociales y económicas intervinientes; revisión hemerográfica en los principales diarios regionales; entrevistas a mineros y autoridades; participación en reuniones y eventos con mineros; visitas a minas y pueblos cercanos y una observación de varios días en dos áreas mineras, que aquí identificaremos como las minas La Selva y El Río. Debido a lo breve de su duración, estas experiencias de campo difícilmente pueden considerarse como un ejercicio etnográfico, sin embargo, las mismas nos permitieron contar con pistas y hallazgos empíricos significativos que enriquecen la investigación.
2. El Arco Minero y la pequeña minería
El 24 de febrero de 2016, el presidente Nicolás Maduro decreta el Arco Minero con el propósito de promover la explotación de reservas minerales ubicadas en la cuenca del Orinoco. Se trata de un área extensa que incluye buena parte del estado Bolívar, en que existirían unas 7 mil toneladas de reservas proyectadas de oro, cobre, diamante, coltán, hierro, bauxita y otros minerales . Aunque estos planes contemplan asociaciones con empresas de mediana y gran minería (sobre todo transnacionales), en nuestros recorridos por distintas áreas de explotación no pudimos encontrar señales de actividad extractiva a gran escala. Salvo Minerven (empresa estatal, pero de producción limitada), las empresas recientemente involucradas en la explotación de coltán, algunos pocos proyectos de procesamiento secundario ubicados en la zona del Callao y explotaciones en los grandes ríos del sur (los cuales son ilegales, aunque debido a sus dimensiones sólo podrían desarrollarse con maquinaria pesada e importantes inversiones), la actividad extractiva descansa esencialmente en la pequeña minería, a pesar de ser considerada y tratada en consecuencia, como una actividad al margen de la ley. Esto ha sido confirmado por responsables de la política minera, quienes reconocen el poco avance en concretar inversiones privadas de envergadura para la explotación mineral, a la vez que admiten que son los pequeños mineros los únicos que realizan de manera efectiva actividades extractivas.
El número de pequeños mineros es incierto. Según las cifras de Minerven, para 2015 había unos 25 mil, mientras que dirigentes del sector estiman su volumen en más de 200 mil. Ambas cifras probablemente sean inexactas, pero sin duda la población minera ha crecido exponencialmente durante la última década. Una estimación gruesa y sin mucho rigor, pero a partir de informantes calificados, permite establecer que existen, al menos, 70 zonas mineras (áreas que concentran varias minas) en el estado Bolívar con más de mil pequeños mineros. En los lugares que visitamos, incluyendo aquellas minas en que concentramos nuestra observación, la mayor parte de las personas entrevistadas contaban con menos de 7 años en la actividad minera. Aunque predominan habitantes de los centros urbanos cercanos y de las dos grandes ciudades del Estado Bolívar, también hay quienes proceden de otras partes del país e incluso de otras naciones. Un sector no considerado en nuestro trabajo es la población indígena, la cual cuenta con minas propias y formas de organización específicas.
La actividad extractiva de la pequeña minería estaría caracterizada por el uso de métodos artesanales o con bajo grado de industrialización, descansando en lo esencial en el gasto corporal de los trabajadores. Los métodos que pudimos ver en campo son los barrancos (galerías que descienden hasta 100 metros con cavernas horizontales de longitud variable, de las que los mineros extraen piedras con material áureo), los cielos abiertos (excavaciones de poca profundidad), la explotación de la flor y la botadura (procesamiento de piedras y suelos superficiales), cortes (cráteres de muchos metros de profundidad y de radio, explotados con monitores hidráulicos y máquinas de succión), para la minería de veta; bateas, surucas (especialmente para el caso del diamante), monitores y pequeñas balsas para la minería de aluvión. El procesamiento se hace con molinos y “tames” (toboganes artesanales por el que se hace pasar las arenas auríferas y que retienen las partículas de oro por gravedad), aunque en el caso de las bateas el procesamiento se hace directamente.
En todos los casos se trata de técnicas que implican riesgos para el minero, daño ambiental variable, inmenso esfuerzo físico y poca productividad. Los niveles de productividad en las áreas encuestadas apenas sobrepasaban unos pocos gramos de tenor. La actividad del pequeño minero supone unos costos inconmensurables que sostiene con su entorno natural, su vida, su salud y su esfuerzo físico, con un importante gasto de la naturaleza (aunque, en lo que respecta a nuestras observaciones de campo, los pasivos ambientales de los pequeños mineros son insignificantes en comparación con los de la mediana y gran minería, legal o ilegal), gasto vital y gasto corporal.
Por un lado, los altísimos riesgos para su vida y su salud, a través de la contaminación mercurial, las peligrosas condiciones de trabajo, las enfermedades y peligros de la selva o los efectos de las condiciones de marginación y precariedad que se vive en la mayoría de los asentamientos mineros. El mercurio, aunque prohibido, es esencial para la extracción de oro, y es usado sin precaución; los mineros, frecuentemente, lo manipulan de manera directa (en los molinos o al quemar el oro), mientras que los más pobres laboran sumergiéndose en pozas contaminadas por azogue para recuperar el oro que ha escapado a la molienda.
La ubicación de las minas –por lo general, en regiones agrestes, selváticas o cercanas a ríos caudalosos, de difícil acceso y alejadas de otros centros poblados–, implica otros peligros, especialmente para los citadinos recién llegados –que son en muy buena parte los actuales mineros–, desacostumbrados a lidiar con una naturaleza tan exuberante como imprevisible. Es el caso de las enfermedades endémicas, que en muchas ocasiones son potenciadas por la misma intervención humana o los efectos ambientales de la explotación minera. El paludismo, que adquiere dimensiones epidémicas en la mayoría de las minas que visitamos, es favorecido por los pozos o la acumulación de agua en la actividad extractiva, así como por la ausencia de saneamiento en los precarios poblados.
Los mineros laboran en condiciones extremas y peligrosas. Pudimos experimentar en carne propia algunos de estos riesgos al descender a un barranco de más de 40 metros de profundidad por un agujero iluminado solo por la tenue luz de una linterna, deglutidos por el abismo y la oscuridad, aferrados a una delgada soga y sostenidos por un travesaño de apenas 30 centímetros entre las piernas, mientras en la superficie cuatro mineros desenrollaban la cuerda a través de una manivela artesanal, hasta llegar a un estrecho socavón sin ventilación (los casos de envenenamiento por gases tóxicos no son extraños) en el que cuatro mineros trabajaban unos sobre otros y sin espacio más que para mantenerse doblados y de rodillas, para desnudar la veta y arrancarle unos pocos guijarros con barras y un taladro. En otra ocasión, acompañamos a un grupo de mineros que, utilizando monitores hidráulicos (pistolas) diluían las paredes de un profundo socavón, con el riesgo (que varios accidentes previos en la misma mina se encargaban de confirmar) de morir tapiados por el derrumbe intempestivo del talud que reducían. Es infrecuente el uso de equipo de seguridad personal como cascos, guantes o ropa de protección. Generalmente, los mineros realizaban sus actividades en pantalones cortos y sandalias de goma.
Los costos de producción asociados al trabajo directo del minero son particularmente altos. La actividad extractiva descansa, en buena parte, cuando no en su totalidad, en el esfuerzo físico del minero. Se trata de un trabajo extremo y extenuante, en que la principal herramienta es el propio cuerpo. Cincelando con taladros, o incluso con mandarrias, la dura piedra que esconde el mineral, acarreando pesados sacos, empujando manivelas y poleas a través de decenas de metros para subir personas, herramientas o material, partiendo piedras (ripiando) con pesadas mazas, hundiéndose en ríos o pozos en busca de arena que puedan contener oro, desbarrancando pesadas paredes con barras o chorros de agua a presión, batiendo el material en molinos y “tames” artesanales, cerniendo arenas en bateas, la extracción de oro se hace a unos costos físicos difíciles de igualar en cualquier otra empresa humana.
En contraste, el volumen de mineral obtenido a través de estos métodos es escaso. A veces se trabaja en arduas y agotadoras jornadas para conseguir unos pocos “puntos” (decigramos) de oro, que son compartidos con los compañeros de la cuadrilla, con los cargadores de material, la cocinera, el dueño del molino y las organizaciones delictivas que controlan la mina. Los resultados de su actividad no son ni constantes ni previsibles: una buena racha al encontrar una veta particularmente rica puede ser seguida por largos períodos de trabajo infructuoso, el oro “se esconde” y aparece inesperadamente; el minero dedica mucho tiempo de su trabajo a explorar y probar el tenor en distintos lugares en búsqueda del mineral.
La baja productividad estaría relacionada con el agotamiento de yacimientos explotados en su mayoría durante décadas (y con frecuencia de manera intensiva por grandes empresas mineras), por la ineficiencia de los medios utilizados para la extracción y procesamiento (por ejemplo, se estima que hasta un 70% del oro queda sin procesar de las arenas o “colas” que resultan de las moliendas). Adicionalmente, algunos mineros nos confesaron que evitaban incrementar la productividad de sus barrancos por temor a llamar la atención de los grupos criminales que controlan las minas y, en consecuencia, ser despojados del yacimiento.
La relación entre el esfuerzo físico, el costo vital empeñado y el producto final de la actividad hace que el oro minero tenga unos costos extraordinariamente altos que no entran en ninguna contabilidad. Es en este trabajo extenuante, y no en el brillo del mineral, donde se esconde su valor. Más que al mito colonial de “El Dorado” o Jauja, que imagina al oro al alcance de la mano, la vida del minero se asemeja a los lúgubres cuadros de Zola en Germinal.
El esfuerzo y los costos implicados se compensarían por el precio y el rendimiento del oro. En tan sólo 15 años, el valor internacional del oro se quintuplicó: para el año 2000 la onza en el mercado internacional se cotizaba a US$ 300; en 2011 superó los US$ 1800, su valor más alto. En la actualidad ronda los US$ 1300. Para el momento de nuestro trabajo de campo, un minero podía vender un gramo de oro a Bs. 490 mil en efectivo o a un precio cercano a 800 mil por medio de transferencia bancaria, que si bien es un valor inferior al del mercado internacional, supone una ganancia significativa para cualquier trabajador. Esta alza tiene impacto en el atractivo de la actividad extractiva. Si para 1999 menos de 10 gramos por toneladas representaba una pérdida, en la actualidad aporta un ingreso que ninguna familia de clase popular podría conseguir por otra vía, al menos legal. Un minero artesanal, armado de una batea de madera y un poco de mercurio, sin mucha dificultad puede obtener un “punto” luego de una jornada de trabajo, por el que puede obtener cerca de 50 mil bolívares, la mitad de un salario mínimo para la época.
Sin embargo, el minero sólo retiene una pequeña porción de estas ganancias. Debe pagarle al molinero un porcentaje por procesar el oro, a los negocios del asentamiento, pagar bienes y servicios básicos en una economía de alto costo por los efectos inflacionarios del oro –el cual opera como valor de cambio en los mercados locales–, pagar sobornos a funcionarios de los cuerpos de seguridad que lo extorsionan para pasar cualquier cosa a las minas –sea para la explotación o para su vida cotidiana (un galón de gasolina, en una de nuestras visitas de campo, llegó a costar 10 “gramas” de oro, unos cuatro millones de bolívares)–, pagar “vacuna” a la banda que controla la mina, comprar los insumos y reponer las maquinarias para su trabajo. En estimaciones realizadas con mineros a los que entrevistamos a propósito de la ganancia líquida de su trabajo diario, ésta, por lo general, no superaba el 10% de lo que había producido.
Salvo en el momento de las “bullas” , la vida del pueblo minero se diferencia poco de la cotidianeidad de cualquier pueblo, aldea o barrio de Venezuela. Crisol de los pobres, se mezclan campesinos, pobladores de las ciudades y obreros con sus costumbres y usos. En la noche puede oírse tanto un joropo apureño como un rap urbano.
En las mañanas, se ven salir del pueblo a los mineros, dirigiéndose a sus lugares de trabajo, siempre muy cerca del pueblo, con sus utensilios: bateas artesanales, picos y palas, y una linterna en la frente. Al caer la tarde, luego de más de ocho horas de trabajo duro, vuelven llenos de barro, fatigados; unos pocos festejando un buen día, la mayoría con rostros resignados. Durante la jornada laboral, las mujeres (no todas, pues muchas mujeres trabajan a la par de los hombres en los socavones y cortes), los niños y los enfermos se quedan en las improvisadas viviendas. Las mujeres cocinando para llevar la comida a las cuadrillas, donde participan en las ganancias obtenidas a partes iguales con el resto de mineros que la componen. Otros ofrecen servicios diversos en el pueblo: restaurantes y abastos, “currutelas” (prostíbulos) y ventas de licores, lavado y planchado de ropas, transporte para la ciudad cercana, compra de oro, entre otros.
A excepción de las minas que están muy cerca o integradas a la ciudad, la vivienda del minero (su “campamento”) es de material blando: chapas de madera las mejores, planchas de zinc, lonas de hule en las más pobres o en la de los recién llegados. Esta precariedad, junto a la ausencia de servicios residenciales, calles o alumbrado, habla tanto de la pobreza del minero como de su sentido de transitoriedad. Aun cuando permanezca durante años en una mina, se sabe de paso. La mengua del mineral, el paludismo o la violencia tarde o temprano lo desplazará a probar fortuna en una nueva mina. Su trashumancia también es una concesión al sueño, pocas veces realizado, de contar con un golpe de suerte y hacerse de una fortuna prodigiosa para dejar la mina para siempre.
La mina está lejos de ser un espacio homogéneo e igualitario. La renta minera impone clivajes y asimetrías: diferencias entre el recién llegado y el minero viejo, entre el que trabaja directamente en el socavón y el dueño de medios de producción, entre el que explota el mineral y los financistas y comerciantes, entre los súbitamente tocados por la fortuna, encontrado una veta promisoria, y los que escarban sin éxito la dura tierra, entre los temerarios y los indecisos. Existe en las minas una cierta jerarquía invisible. En el grado inferior de la escala, el minero más pobre, que depende exclusivamente de su fuerza física y de medios artesanales para la subsistencia: el que trabaja con batea, ripiando piedras o hurgando en la superficie en búsqueda de unos pocos puntos de oro. Luego, los que viven asalariados o aprovechando lo que queda de la actividad de los otros mineros: recortadores, encargados de lavar las aguas procesadas, de cargar los sacos de material, ripiar las piedras antes de entrar en el molino. En un nivel medio, las cuadrillas que exploran directamente las minas, las cuales, generalmente, reparten sus ganancias a partes iguales. Por encima de ellos, los dueños de los “barrancos” y de los cortes, los molineros, los transportistas, los comerciantes que surten de mercancías y prestan diversos servicios, los compradores de oro y los financistas. Pero las fronteras entre estos estamentos son imprecisas y porosas, y el trato es indiferenciado y llano. Después de todo, el que está en la cima sabe que por un cambio en la dirección del viento puede volver abajo, y el último de la cadena puede súbitamente encumbrarse.
El minero es solidario hasta extremos inauditos. Al menos es la imagen que les gusta sostener sobre sí mismos, y realmente en más de una ocasión pudimos ser testigos directos de gestos de desprendimiento difíciles de encajar en la gramática mercantil que rige nuestras vidas citadinas. A cualquiera que llega se le brinda un lugar para dormir, un plato de comida y una oportunidad para trabajar. El que lo pierde todo, circunstancia más que común en la vida de un minero, siempre contará con unos sacos de material para probar suerte de nuevo. Cuando la desgracia aparece, los mineros donan sin remilgo alguno oro o dinero para auxiliar al desamparado.
El minero es magnánimo y derrochador. Una suerte de conseja advierte que la avaricia esconde al oro, y se cree que el primer material de una buena veta debe gastarse en alcohol y mujeres, pues, de lo contrario, se corre el riesgo de que el mineral desaparezca. Solidaridad, derroche y magnanimidad podrían comprenderse como correlatos de la incertidumbre de la explotación minera, en que se suceden rachas de fortunas con tiempos de miseria, sin poder contar con otro soporte distinto a los vínculos sociales, reforzados a través de las prácticas altruistas, de la dádiva y el gasto superfluo, para capear las veleidades de la fortuna.
La vida del pequeño minero es epítome de la situación de los sectores populares en los momentos de expansión de una economía rentista: opulencia con explotación, alternancia de miseria y abundancia, pobres con plata.
3. Minería y violencia
¿La actividad minera afecta la violencia delictiva en el sur de Bolívar? Para intentar una respuesta, compararemos el comportamiento de la tasa de muertes por armas de fuego en los municipios de vocación minera con la tasa del Estado y en municipios donde predomina otro tipo de actividad económica.
Aun cuando en su definición, el Arco Minero del Orinoco cubre buena parte del Estado, nuestro universo se restringirá únicamente a aquellos municipios que son definidos por el Instituto Nacional de Estadísticas (INE) como “mineros-extractivos” (INE-PNUD, 2002), en virtud de la proporción de la población económicamente activa que se dedica a la minería, los municipios Cedeño, El Callao, Roscio y Sifontes, y de estos definiremos un subconjunto aún más pequeño, que incorpora solo a los últimos tres, en los que prevalece la explotación del oro.
La escogencia de la tasa de muertes por armas de fuego como indicador de la violencia, por encima de otros, como por ejemplo la tasa de homicidios, responde a la mayor sistematicidad y periodicidad del dato, la confiabilidad de la fuente de información, así como permite superar los problemas de definición de la categoría “homicidio”, como la intencionalidad del acto o su valoración jurídica (Chacón, 2012).
Como se evidencia en el gráfico que sigue, la tasa de muertes por armas de fuego en municipios mineros es mayor en la actualidad que la del resto de los municipios del Estado, a excepción de los centros urbanos, que tradicionalmente presentan altos niveles de violencia. Esta diferencia se hace aún más considerable cuando sólo se tienen en cuenta los municipios de explotación aurífera (El Callao, Roscio y Sifontes) que, además de su vecindad geográfica, parecen comportarse de una manera distinta a otros en los que predomina otro tipo de actividad minera.
Gráfico n.º 1
Estado Bolívar. Tasa de defunciones por arma de fuego, según tipo de municipio. 2002-2008

Fuente: Ministerio del Poder Popular para la Salud (MPPS), Certificado de Defunción; Instituto Nacional de Estadísticas (INE), Proyecciones de población. Cálculos propios.

Como revela el gráfico n.º 1, este comportamiento conoce variaciones significativas en el tiempo. Hasta el año 2007, los municipios mineros no mostraban mayores diferencias con el resto del Estado, exceptuando los urbanos. De hecho, hasta entonces existían dos conjuntos claramente diferenciados, similar a lo que ocurre en el resto del país: los municipios urbanos con altas tasas de muertes por armas de fuego, y los municipios de menor densidad con tasas bajas o intermedias. Pero a partir de 2008 las zonas mineras, en particular las de extracción de oro, experimentan un acelerado crecimiento en su tasa de muertes por armas de fuego, hasta alcanzar niveles semejantes a la de los centros urbanos.
Cuando consideramos una escala aún menor, los resultados son incluso más contundentes. Por ejemplo, la parroquia San Isidro del municipio Sifontes, que comprende la mina “Las Claritas”, arroja una tasa de defunciones por arma de fuego para 2013 de 72.7 por cada 100.000 habitantes. En el cuadro n.º 4 del anexo estadístico puede consultarse los valores que alcanzan las tasas de muertes por arma de fuego para algunas de las parroquias de área de estudio.
Este incremento de las tasas de defunción por arma de fuego en municipios mineros tiene su correlato estadístico en el crecimiento de la población que labora la minería, considerando su porcentaje dentro de la población económicamente activa del estado Bolívar.
Gráfico n.º 2
Estado Bolívar. Tasa de defunciones por arma de fuego en municipios auríferos y proporción de mineros en la fuerza de trabajo

Fuente: Ministerio del Poder Popular para la Salud (MPPS), certificado de defunción. Instituto Nacional de Estadística (INE), Indicadores de la fuerza de trabajo. Cálculos propios.
A partir del año 2008 se hace evidente el pronunciado ascenso en la actividad minera, coincidiendo con un aumento paralelo de las tasas de defunciones por arma de fuego. Aunque este crecimiento no está desagregado por municipios sino que se computa para todo el Estado, podemos suponer que se concentra especialmente en los municipios mineros, cosa que parecería corroborarse al considerar la disparidad entre el crecimiento poblacional esperado y la población efectivamente empadronada en el censo poblacional de 2011 (ver cuadros n.º 1 y 2 del anexo estadístico.).
En términos estadísticos, el aumento de la población implicada en la actividad minera mantiene una fuerte correlación con la violencia letal en los municipios dedicados a la explotación del oro, como se pone en evidencia al comparar ambas variables para los distintos conjuntos de municipios a través de la correlación bivariada de Pearson :
Tabla n.º 1
Coeficientes de correlación (Pearson) entre el % de población minera y las tasas de defunciones por arma de fuego según tipo de municipio
% Mineros PEA
Tasa de defunciones por arma de fuego Correlación Pearson Sig
Estado -0.143 0.658
Metropolitanos -0.346 0.271
Mineros 0.835 0.001 **
Cedeño 0.648 0.023 *
Auríferos 0.840 0.001 **
El Callao 0.785 0.002 **
Roscio 0.705 0.010 *
Sifontes 0.645 0.023 *
Resto 0.530 0.076
** La correlación es significativa al nivel 0,01 (bilateral).
* La correlación es significante al nivel 0,05 (bilateral).
Los coeficientes de correlación entre las tasas de defunción por armas de fuego y el incremento de la actividad minera resultan particularmente significativos en el grupo de municipios definidos como de naturaleza minera extractiva, y dentro de ellos, los auríferos; mientras, esta variable no parece afectar a los municipios urbanos, los cuales, tradicionalmente, cuentan con las tasas más elevadas de muertes violentas, ni al resto de municipios del Estado. Esto nos permite concluir una sólida relación entre el incremento de las tasas de defunciones por arma de fuego en los municipios mineros y el incremento de la actividad y la población minera. Sin embargo, como mostraremos en el transcurso del trabajo, la existencia de relación no implica necesariamente que la minería sea la causa de la violencia.
La asociación entre el acelerado aumento de la población minera y muertes violentas puede ser entendida a partir de distintas variables intervinientes. Por un lado, la desorganización social que genera el súbito boom minero, que debilita los controles informales y vínculos sociales, a la vez que crea condiciones para el desarrollo del delito (Carrington et al., 2011, 2015; Freidenburg y Jones, 1991). El crecimiento acelerado de la población minera por migraciones y flujos continuos de trabajadores favorece el debilitamiento de la cohesión social. La tasa de masculinidad, especialmente alta en El Callao y Sifontes, y en conjunto superior en los municipios mineros en comparación con los municipios metropolitanos del Estado (ver cuadro n.º 3 del anexo estadístico), y el crecimiento reciente de la proporción de la población masculina entre 15 y 24 años (ver gráficos n.º 1 y 2 del anexo estadístico), también podrían ser indicios de desorganización social, al sugerir la mayor presencia de hombres jóvenes solos, sin soporte social, en búsqueda de los ingresos rápidos que puede generar la actividad minera.
Otra variable que puede explicar esta relación es la inequidad en las zonas de explotación minera. Aunque en Venezuela no se cuentan con medición fiables de desigualdad a escala municipal, utilizamos un indicador indirecto comparando el Valor Potencial del Empleo per cápita (INE-PNUD, 2002) con porcentaje de pobreza según el método de Necesidades Básicas Insatisfechas. Podríamos presumir que en municipios pocos desiguales habría una cierta equivalencia entre Valor Potencial del Empleo y pobreza, de modo que a mayores ingresos según el empleo, menos pobreza. Esta relación se mantiene estable en la mayoría de los municipios del Estado salvo en dos municipios mineros, El Callao y Cedeño, que a su vez muestran altas tasas de muertes por armas de fuego. Aunque los datos son insuficientes y poco actualizados, debido a la inexistencia de fuentes recientes, ese resultado sugeriría que la actividad minera extractiva, en las condiciones en que hoy se realiza, parece generar mayores niveles de desigualdad, y que estos se correlacionarían con mayores tasas de violencia.
Gráfico n.º 3
Estado Bolívar. Tasa de muerte por arma de fuego (1999) por Municipios según Valor potencial del empleo (1999) y Pobreza (2001)
Estado Bolívar. Valor potencial del empleo per capita y porcentaje de pobreza según municipios

La cifra en rojo representa la tasa de muertes por arma de fuego en los municipios para el año 1999
Fuente: INE, Caracterización y tipología municipal, Censo 2001.
Ministerio del Poder Popular para la Salud (MPPS). Certificados de defunción. Cálculos propios.
Los municipios mineros en su conjunto también cuentan con mayores proporciones de pobreza y pobreza extrema (según el método de método de Necesidades Básicas Insatisfechas), en comparación con el resto de municipios del Estado (aun cuando todos han conocido una reducción de los niveles de pobreza en los últimos 10 años). La persistencia de altos niveles de pobreza a pesar del presumible aumento de los ingresos globales como resultado del incremento de la actividad minera en estos municipios, también podría tomarse como un indicio de desigualdad.
Tabla n.º 2
Estado Bolívar, % de Hogares en situación de pobreza según tipo de municipio
Pobreza+Extrema
2001 2011
Municipios Metropolitanos 30 23
Mineros 55 47
Resto 40 35
Fuente: INE, Censo 2001, Censo 2011. Cálculos propios.
4. Bandas armadas y gobierno criminal
Tan significativo como el aumento de los homicidios son los cambios cualitativos que lo acompañan: nuevos patrones, actores y objetivos de la violencia. En una rápida revisión de la prensa regional, hasta 2011 las muertes violentas son esporádicas y aparecen asociadas a hechos individuales: riñas, robos, asaltos o venganzas personales. Podrían entenderse como hechos propios de los procesos de desorganización, erosión de las instancias de regulación informal y procesos de fragmentación social que genera el boom minero de esos años. Pero a partir de 2012 cambia la naturaleza de los hechos de sangre, haciéndose cada vez más frecuente matanzas colectivas en las minas. En 2012 contabilizamos 4 masacres en minas del estado Bolívar, una en 2013, 4 en 2014, 4 en 2015, 4 en 2016, incluyendo la llamada “masacre de Tumeremo” que cobró la vida de 28 personas y estremeció la opinión pública. Durante el transcurso de 2017 la prensa recoge al menos 5 eventos de este tipo.
Aunque no han sido extraños estos episodios de violencia colectiva asociados a la actividad minera (por ejemplo, la muerte de 16 yanomamis en 1993 a manos de mineros brasileros o la masacre de La Paragua, cuando cuatro mineros fueron asesinados por efectivos del ejército en 2006, la última de la que se tenía registro antes de esta década), su frecuencia y persistencia durante estos últimos años parecen revelar cambios importantes en la violencia. Estas masacres no solo implican un número mayor de víctimas, sino la capacidad acrecentada para ejercer violencia de forma sistemática y organizada. No responden a motivos individuales ni cumplen funciones expresivas, sino que persiguen objetivos instrumentales: eliminar o desplazar a un grupo rival, hacerse de un territorio, dominar a una población rebelde, enviar señales a terceros o disuadir e intimidar.
Junto a las masacres también aparecen en la prensa regional episodios de violencia punitiva (contra ladrones y delincuentes de poca monta), acciones dirigidas a imponer alguna forma de sujeción y extorsión sobre poblaciones mineras (ejecuciones a refractarios al poder de los grupos criminales y a los que se niegan a pagar “vacuna”), disputas entre bandas para hacerse del control de una mina o un territorio determinado, enfrentamientos con las fuerzas de seguridad.
Luego, una sustitución de actores. Siempre según la información de prensa, ya no se trata del delincuente solitario o de la pequeña banda poco articulada, sino de grupos organizados, “pranes”, sindicatos o mafias. En todo caso de actores con importante nivel de organización, capacidad de fuego, gran número de efectivos y objetivos más o menos precisos. No una violencia subsidiaria de la desorganización social y el quiebre de los vínculos comunitarios sino una dirigida a imponer un orden criminal y controlar los territorios mineros y las poblaciones que lo ocupan y explotan.
Aunque los datos periodísticos son poco confiables, en este caso son consistentes con lo que dicen nuestros informantes. En sus relatos, refieren cómo en los últimos años una delincuencia oportunista y desorganizada cede su lugar a la emergencia de estructuras organizadas que se disputan y finalmente logran el control de las minas y las áreas urbanas cercanas con que estas se relacionan .
Lo que llaman indistintamente “sindicatos”, “bandas”, “colectivos” o “bases”, se desarrollan desde al menos los inicios de la década, coincidiendo con la explosión de la actividad minera, los intentos de desalojo masivos, el declive de la situación social en las grandes ciudades y el alza del precio del oro.
La estructura de estos grupos es imprecisa. Existen bandas locales o “bases”, encargadas de controlar una mina o sector, compuestas por un número que varía entre unas pocas decenas a cientos de sujetos armados, entre los cuales pareciera existir cierto grado de distribución de funciones y jerarquía interna. Estos grupos se encargan del cobro de “vacuna”, de mantener el orden y defender el territorio de incursiones de bandas rivales. A su vez, estas bandas estarían “federadas” o articuladas en cuatro o cinco grandes grupos, con un cabecilla más o menos reconocido. Estos grupos de mayor tamaño se distribuyen las minas6, y están en conflicto entre sí, conflictos que con frecuencia desembocan en encuentros violentos, para ampliar su control a nuevos territorios.
La relación entre las bandas y los grupos a los que pertenecen es incierta. Algunos entrevistados hablan de un esquema de organización vertical y fuertemente centralizado, en que la banda local transfiere todas sus ganancias a los jefes del nivel más alto, recibiendo a cambio sus miembros una suerte de salario o un porcentaje de lo recaudado, a la vez que cumplen órdenes precisas de aquellos. Para otros se trataría de estructura más flexibles de cooperación y ayuda mutua, o pagarían una suerte de tributo a los jefes del nivel superior.

efectivos) ni participan en redes y estructuras omnipresentes en todo el país, como se insinúa. Por su parte, los mineros son ajenos a estas organizaciones armadas que controlan de facto muchas de las minas donde laboran, padeciéndolas más como víctima que como participantes. No es entonces ni “pranato” ni “minero”. A nuestro modo de ver, el término acude a una vieja conseja que atribuye a los pequeños mineros, y sin querer confesarlo a los pobres en general, identidades oscuras y peligrosas, a la vez que se les fabula como parte de grandes y ocultas tramas que amenazarían a la sociedad “de bien”.
6 Hay que señalar que no todas las áreas de pequeña minería están bajo el control de estos grupos criminales. Un caso particular de ello son las minas indígenas. El fenómeno de las bandas, al menos de acuerdo con varios de nuestros informantes, está presente principalmente en las explotaciones auríferas de los municipios El Callao, Roscio y Sifontes, extendiéndose su presencia no más allá del Kilómetro 88 de la carretera que comunica con el municipio Gran Sabana.
Varios de nuestros informantes hablan de relaciones de subordinación de estos grupos a autoridades civiles y militares. “Ellos por arriba se ven unidos, pero por debajo se están matando”, ilustraba Ricardo, un dirigente minero, para referirse a la utilización de las bandas por parte de altos funcionarios para el control de las rentas mineras.
Salvo excepciones, las organizaciones criminales no están constituidas por mineros, con quienes mantienen más bien una relación de extrañamiento y dominación. En algunos casos, parecerían relacionadas con sindicatos de la construcción o sindicatos de las industrias básicas del estado Bolívar. El jefe del grupo local que controla la mina La Selva había desempeñado un cargo directivo en uno de estos sindicatos. Un minero que también provenía del mundo de la construcción, explicaba el desarrollo de estas tácticas gansteriles en el seno de los sindicatos del ramo como consecuencia de la práctica inveterada de los patronos de sobornar a los dirigentes sindicales para entregar cláusulas contractuales o derechos de los trabajadores. Al tiempo, esta práctica se revirtió contra las mismas empresas, cuando los dirigentes sindicales empezaron a extorsionarlas con amenazas de violencia. Cuando descubrieron los atractivos y oportunidades que ofrecía la minería y en la medida que se ralentizó el sector de la construcción, muchos trasladaron sus actividades al sur del Estado. Por otra parte, al menos una de las bandas parece estar relacionada con una estructura semejante al interior de una cárcel de la región central del país.
Las “bases” se dedican, fundamentalmente, a la extorsión: cobran “vacuna” a mineros, molineros y comerciantes. En la mina La Selva, por ejemplo, los mineros deben aportar el 10% del oro que producen, los molineros cinco “gramas” semanales y los comerciantes otras cinco. También, se imponen impuestos especiales, cuando el jefe local así lo decide, en oro o en sacos de material sin procesar. Además de estas exacciones, la banda cuenta con negocios propios. Algunos informantes señalan que controlan la venta de drogas en las minas. En la mina La Selva, la “currutela”, según los mineros del lugar, está bajo su control. También se dedican a la compra y comercialización del oro, en algunos casos de forma monopólica. Si un “barranco” luce especialmente productivo, la banda puede decidir desalojar a los mineros que lo trabajan y explotarlo de manera directa, para así apropiarse de la totalidad de la ganancia prescindiendo de la intermediación de los mineros. Por esta razón, los mineros se cuidan de aumentar la productividad de los yacimientos que explotan. En suma, opera una economía basada en el despojo del minero, directo o indirecto, y sostenida en el control violento del territorio y la población.
La banda impone un orden draconiano sobre la mina y la vida de los mineros. Prohíbe y castiga severamente los delitos, el desorden y los conflictos, incluso aquellos que ocurren en la vida privada. En El Dorado, un indigente tirado en la acera a nuestro lado, suponiendo que estábamos preocupados por la seguridad de nuestras pertenencias, se esforzaba por tranquilizarnos: “Pueden dejar el carro abierto y las cosas adentro. No le va a pasar nada. Aquí no es como en otros lados. Aquí nadie roba. Usted puede dormir en la calle, dejar los zapatos en la acera, poner una faja de billete y nadie se lo va a tocar. Eso era antes. Ahora aquí manda el sindicato”. En el período en que estábamos en la mina La Selva, “la India”, una madre soltera que vivía allí, fue amarrada a un árbol por dejar desatendida a su hija pequeña por un par de horas. Otra mujer fue encerrada por el “colectivo” por haber golpeado a su hijo pequeño.
También controlan el territorio y el trabajo. Vigilan quienes entran o salen, fiscalizan los precios de los productos y las áreas de explotación. Regulan los ritmos de trabajo para garantizar mayor productividad: cuándo la gente debe trabajar, a qué hora acostarse, las fiestas y las diversiones. De acuerdo con los mineros entrevistados, en algunas minas se prohíben las “currutelas” y la venta de alcohol para evitar disturbios, distracciones y reducción del rendimiento laboral. O establecen toques de queda que fuerza a los habitantes a retirarse a descansar y prepararse para la jornada del día siguiente. Tampoco es excepcional que obliguen a los mineros a jornadas de trabajo no remunerado en beneficio de la banda.
Este orden moral que prescribe y determina los actos individuales, las relaciones personales, las prácticas colectivas, los ritmos de trabajo y los intercambios económicos en la mina, cumple funciones políticas y económicas. Por una parte, presta legitimidad al dominio de la “base”. A pesar de la violencia, los maltratos y el despojo, no todos los mineros se oponen a este gobierno criminal. Algunos lo prefieren frente al riesgo de incursiones de otros grupos aún más violentos, o de las mismas fuerzas de seguridad del Estado, cuya actuación suele ser, a los ojos de los mineros, aún más perniciosa que la de los propios criminales. En el caso de la mina El Río, donde el ejército desalojó al grupo armado que controlaba el sector, Marilinda, una minera, se quejaba que desde ese día se acabó la paz. Los asaltos, riñas y peleas domésticas, impensables bajo el gobierno de la banda, se volvieron habituales, y el temor y la intriga se apoderaron de la comunidad. “Prefiero que vuelvan”, decía no sin nostalgia. Al preguntarle a Clarabel, una minera de La Selva, sobre el castigo que recibió la mujer por golpear a su hijo, su respuesta fue contundente:
“La debieron ‘joder’, para que aprenda”.
Pero además de su dimensión moral, este orden pretende maximizar la sobreexplotación del minero y la exacción de las rentas que resultan de su trabajo. La moral del trabajo, de restricciones del festejo y el esparcimiento (restricciones que deben balancearse con los pingües beneficios que ofrecen el negocio del alcohol y la prostitución) y la censura a la holgazanería, sirven para llenar las arcas del grupo criminal que gobierna la mina.
La banda armada se comporta, en fin, como estructura bifronte: como gobierno que ejerce una forma de soberanía criminal, manteniendo el orden y protegiendo a la población y el territorio, como empresa económica que se ocupa en la exacción de rentas y trabajo de ese mismo territorio y población.
Los actores armados están siempre presentes y claramente visibles para la comunidad minera. “Garitean” (vigilan) apostados en las entradas de la mina, con armas largas, vigilando quién entra y sale, y a la vez se mantienen alertas a posibles ataques de bandas rivales o de las fuerzas de seguridad. Grupos de jóvenes con bolsos terciados merodean alrededor de los sitios de trabajo y las áreas de residencia para atajar cualquier perturbación. En las noches, especialmente los fines de semana, custodian los lugares que pueden ser focos de disturbios (garitos, bares, “currutelas”) y patrullan armados las calles, alumbrado con linternas los transeúntes y los rincones del pueblo. Siempre acechantes, siempre prestos para aplacar con dureza todo brote de desorden o conflicto.
Pero aunque la violencia parezca siempre inminente en la práctica es muy raramente ejercida de manera efectiva. Es verdad que con frecuencia se aplican castigos corporales (encerrar a un infractor, amarrarlo, etc.), pero las sanciones más severas, que suponen daños graves o incluso la muerte, son infligidas excepcionalmente. Las muertes violentas son generalmente resultado de enfrentamientos con bandas rivales o con agentes de seguridad. Sin embargo, este orden se sostiene sobre la violencia como posibilidad, como potencia al acecho. Como cualquier Estado, su soberanía se sostiene sobre una violencia latente, pero incontestable. Esta violencia, potencial o efectiva, abierta o velada, se convierte en estrategia para el estableciendo de una soberanía criminal y la exacción de rentas y trabajo.
5. Soberanía criminal y violencia
Una hipótesis que nos gustaría sugerir es que los grupos armados que actúan de facto como gobierno sobre los territorios mineros, encuentran en la incapacidad estatal para regular la pequeña minería y proteger a los mineros, condiciones que les permiten ejercer su soberanía criminal.
La pequeña minería está al margen de la ley al menos desde la década de 1970. Pero su interdicción no ha impedido el desarrollo de sus actividades, o que incluso en los últimos años, acicateadas por el empobrecimiento de la población de menos recursos y el atractivo del precio del oro, hayan crecido hasta niveles sin precedentes. Por el contrario, la prohibición supone que la minería de pequeña escala florezca sin mecanismos formales de regulación y en condiciones de persecución y represión, lo que paradójicamente favorece prácticas predatorias de la naturaleza y riesgosas para los propios mineros.
Durante estos años de revolución, lejos de haber mejorado, la situación empeora, y la política gubernamental oscila entre el endurecimiento de la represión y ciertos márgenes de tolerancia, lo que aumenta la incertidumbre y la indefensión. El Estado no está presente en los territorios mineros. Nunca vimos una unidad policial o militar (el llamado “resguardo minero”) en una mina, aunque unidades militares controlan las vías de acceso y están apostados en áreas cercanas. La situación de ilegalidad los excluye de la protección estatal y la regulación formal.
Además, su carácter ilegal los hace vulnerables a abusos y prácticas extorsivas por parte de los cuerpos de seguridad, que encuentran en tal condición un pretexto para arrebatar a los mineros el fruto de su trabajo o hacerles pagar fuertes sobornos para desarrollar su actividad o transitar con los medios propios para trabajar y vivir. Todos los mineros que conocimos se quejaban permanentemente de los maltratos, abusos, extorsiones y robos abiertos de los que son víctimas por parte de la Guardia Nacional, la policía y el Ejército. “Hasta la policía escolar se aprovecha de nosotros”, decía con ironía una de nuestras entrevistadas.
Mientras más se acentúa el control de los cuerpos de seguridad, mayores oportunidades de extorsión. Esto puede demostrarse por los efectos que han tenido las distintas reglamentaciones restrictivas contra la actividad minera, pero es suficiente con transitar las accidentadas trochas que llevan a los asentamientos mineros para comprobarlo: a mayor número de alcabalas y puestos de control en la carretera, saben los mineros, mayor es el pago que deben hacer. Al igual que ocurre con los grupos criminales, los altos precios del oro operan como un incentivo para la extorsión y despojo de los mineros por parte de funcionarios de seguridad.
El Estado se muestra incompetente para regular y proteger las poblaciones mineras “por déficits”, pues no hace presencia regular en sus territorios ni funciona como una instancia válida de protección y resolución de conflicto, y “por exceso”, en tanto que sus intervenciones están marcadas por el abuso, las agresiones y el despojo.
La relación entre la violencia estatal y la violencia criminal es manifiesta y se puede rastrear hasta los momentos iniciales del control criminal sobre las minas. La masacre de La Paragua, en 2006, cuando un grupo de militares ametralló un campamento de mineros, asesinando a varios de ellos, parecía anunciar otra masacre en la misma zona, pero pocos años después, cuando se desata una guerra intestina en el grupo que controlaba las minas. El surgimiento y consolidación de las organizaciones criminales coinciden con una oleada de desalojos masivos y represión generalizada contra la actividad minera que se pone en práctica a partir de 2011 con el llamado Plan Caura, que supuso el desplazamiento de unos 20 mil mineros, y no es arriesgado suponer que ambos procesos estarían relacionados. En 2016, la mina La Selva sufrió un violento desalojo por parte de los cuerpos de seguridad. A los pocos meses, después de haber recuperado su territorio, la comunidad fue tomada por una de las facciones criminales.
A la vez, el desplazamiento de estos grupos podría abrir las puertas para la restauración de prácticas abusivas y el incremento de la extorsión de los cuerpos de seguridad sobre los mineros. Luego de desalojar a la fuerza al “pran” y su comitiva, la Guardia Nacional sometió a los mineros de El Río a continuas incursiones vejatorias quemando los campamentos, matando los animales de los que dependía su sustento, destruyendo los equipos y decomisando oro. Finalmente, exigieron el pago de 400 “gramas” a cambio de no clausurar la mina. “Yo prefiero los malandros a la Guardia, argüía Marilinda, la Guardia lo humilla a uno, nos maltrata. Cuando llegan nos sacan y nos dejan horas al sol mientras se llevan todo lo que encuentran…”.
Cuando los agentes estatales son incapaces de regular y proteger, o pierden la legitimidad para hacerlo, el vacío que dejan puede ser ocupado por grupos armados al margen o incluso enfrentados al Estado, que pasan a ejercer de facto las funciones incumplidas por aquellos. Se fragua una soberanía criminal que disputa y desplaza el monopolio estatal para el ejercicio del control y la fuerza.
Esta soberanía criminal sustituye y en parte emula al Estado: garantiza el monopolio sobre la violencia, proscribiendo las riñas, prohibiendo la tenencia de armas en manos de particulares o el ingreso de grupos armados ajenos a quienes controlan la mina; mantiene el orden interno estableciendo reglamentaciones de estricto cumpliendo, disuadiendo los delitos y conflictos, castigando a los infractores, resolviendo conflictos; protege a la comunidad de agresiones externas, incluyendo aquellas que pueden provenir de los cuerpos de seguridad. Como advierte Tilly, Estado y crimen organizado coinciden en proveer al mismo tiempo protección y amenaza (Tilly, 1985).
A pesar de su oposición, no debe suponerse que la única relación entre agentes estatales y grupos criminales es de conflicto o mutua exclusión. Varios testimonios de mineros dan cuentas de cómo se tejen vínculos de complicidad y cooperación entre las fuerzas del orden y estas organizaciones .
6. Economía y violencia
La violencia es en este contexto sobre todo una empresa económica, un medio eficiente para sustraer rentas de poblaciones y territorios mineros, un mecanismo para el despojo de riquezas y del trabajo necesario para producirlas. Esta práctica de expolio, como señalamos, opera por distintas vías: por exacción a través de extorsiones o “vacuna” (el porcentaje de oro extraído que deben pagar mineros, molineros y comerciantes, las “contribuciones” especiales en oro o material sin procesar), por apropiación de yacimientos arrebatados a los mineros y explotados directamente por la banda, a través del monopolio de mercados lucrativos, como las drogas, la prostitución o la compra de oro, o por la disposición de la fuerza de trabajo de los mineros cuando quienes controlan la mina lo consideren. Sólo a través del uso de la violencia, o la amenaza de su uso, es posible consumar semejante despojo.
Las ganancias son formidables. Haciendo cálculos muy gruesos, para finales de 2017 y estimando solo del porcentaje que pagan regularmente mineros y molinos, sin contar otros ingresos, en una mina pequeña como La Selva, con cerca de 400 mineros, y considerando el tenor promedio por saco de material, la “base” puede recaudar alrededor de Bs. 3.500 millones (unos 150 mil dólares en el mercado negro) mensuales. Dada la baja productividad del trabajo minero –a pesar de los esfuerzos de la base para incrementar los ritmos de trabajo, que todos modos terminan bloqueados por el bajo nivel de desarrollo tecnológico y las resistencia de los propios mineros– la rentabilidad de las organizaciones criminales depende sobre todo del alto valor del oro y su solidez frente a la devaluación del bolívar. Al igual que el comportamiento de la violencia en general, el surgimiento y consolidación de estas bandas armadas coincide con el meteórico incremento del valor internacional del oro en los últimos años y el rápido deterioro de nuestra moneda. El vertiginoso aumento del precio del oro a partir de 2010 creó la oportunidad y el medio para que estas organizaciones pudieran consolidar su poder.
Por otro lado, opera una suerte de reproducción ampliada de la violencia que expande tanto la acumulación de rentas por parte de los grupos criminales como los medios para su apropiación. Las altas rentas obtenidas por medios coercitivos permiten financiar mayor número de “soldados” y de armas que, a su vez, refuerzan la capacidad de coerción y crean condiciones favorables para lanzarse a la conquista de nuevos territorios que explotar.
La disponibilidad de recursos que ofrece la exacción de rentas haría posible para la “base” contar con mayor número de efectivos y con una estructura más compleja, intensificando la vigilancia y coacción sobre la población bajo su dominio. Adquirir costosas armas de fuego que se ostentan de manera intimidante ante la población, radios de onda corta que facilitan la comunicación en los espacios selváticos y de difícil acceso, motos y vehículos, aumenta el poder y la capacidad operativa de la banda.
De igual forma, frecuentemente intentan expandir su control a nuevas minas o arrebatar a grupos rivales las áreas que tienen bajo su dominio, aumentando así los territorios y poblaciones a explotar, lo que conduce a continuos enfrentamientos armados. Cuando se descubre una “bulla”, distintas bandas se apresuran a tomar el control del nuevo yacimiento, provocando sangrientas refriegas que solo se saldan con la victoria de uno de los grupos y el desplazamiento de los demás.
La exacción de rentas y el ejercicio de una soberanía criminal se superponen y complementan como caras de una misma moneda. El dominio sobre el territorio y la población permite (e incluso legitima, como suerte de “tributo” que se paga a cambio de protección y seguridad) las prácticas de despojo. A la vez, los recursos que se obtienen de esta manera ofrecen los medios para ejercer con éxito la soberanía sobre el territorio, controlando la población y enfrentando a enemigos externos.
7. Violencia y lucha de clases
Sería peregrino, además de malicioso, suponer que la violencia es inherente a la minería o propia de los pequeños mineros. Los registros históricos y las crónicas de aquellos que tienen más tiempo en la actividad revelan el equívoco de tal tesis. La violencia es claramente de fecha reciente. En cambio, sí podríamos inteligirla como una expresión de la inveterada lucha de clases entre el capital, sea de carácter privado o encarnado en agentes estatales, y el trabajo minero.
Durante años los mineros han dado una ardua lucha contra las grandes empresas mineras de origen transnacional, pero apoyadas por agentes locales y por el Estado, que ejercían el despojo de su territorio y de su trabajo. En tal sentido, la lucha de los mineros ha sido de las confrontaciones más abiertamente de clase en el período anterior a la revolución, a la vez que asumía de manera inmediata un contenido soberanista y antiimperialista.
Las minas que conocimos están asentadas sobre viejas explotaciones dadas en concesión por el Estado a grupos privados nacionales y sobre todo internacionales. Buena parte de los mineros que ahora laboran en ellas fueron obreros o arrendatarios de los anteriores dueños . Cuesta entender cómo unos 200 mineros palúdicos y mal equipados pudieron llevar adelante una devastación de la magnitud que se observa en la mina El Río: cerca de 20 hectáreas desforestadas en medio de la selva, agujeros del tamaño de un estadio y otros signos feroces de depredación inescrupulosa del medio ambiente. Hasta que nos enteramos que la mina fue hasta hace unos años un concesión intensamente explotada por uno de los grupos económicos más poderosos del país. Los mineros que hoy apenas rasguñan las paredes excavadas hace unos años por maquinaria pesada y equipos costosos, fueron en su mayoría trabajadores de esa empresa.
Aunque desde finales del siglo pasado, y con mayor contundencia en los primeros años del gobierno bolivariano, se logra expulsar a las empresas transnacionales, lo que supuso un logro histórico para los mineros, no se avanzó en el reconocimiento del sector y de su actividad, sino que se perpetuó, e incluso se profundizó, la condición de marginación e ilegalidad de su actividad. Esto ofrece oportunidades para las prácticas extorsivas, haciendo que sus ganancias sean transferidas a terceros vinculados frecuentemente con grupos de poder económico (financistas, comerciantes, traficantes de oro) y político. “Todos explotan al minero, todos quieren vivir del pulmón del minero. El guardia, el policía, el malandro, el político. Ellos son los que se llevan el oro. Trabajamos para otros”, sentenciaba Lisa, dirigente minera.
Además, los grupos criminales son usados para someter o desplazar a comunidades mineras incomodas para determinados intereses. Las bandas que operan en las áreas en que existe mediana o gran minería, de acuerdo a con los testimonios de los mineros de esas localidades, trabajan en connivencia con los empresarios, muchas veces siendo empleados como fuerzas de seguridad o grupos de choque, y frecuentemente son utilizados para desalojar mineros asentados en terrenos de los que la empresa quiere apropiarse o intimidar a trabajadores que resisten a su designios.
Por otro lado, debido su precariedad técnica y social, la pequeña minería tiene escasa productividad y su rentabilidad está atomizada en la actividad dispersa de muchos trabajadores aislados en el proceso de trabajo. Esto implica que mientras la rentabilidad por unidad es escasa, las ganancias por volumen son extraordinarias. Esta renta dispersa, que no es controlada ni por el Estado ni por los mineros organizados, ofrece un gigantesco incentivo a los grupos criminales para su centralización y apropiación a través de su gobierno despótico, actuando como control difuso y global de la circulación de la renta que resulta de la actividad de los mineros.
En suma, la violencia puede ser vista como uno de los principales mecanismos de explotación y despojo de la riqueza producida por los pequeños mineros que sustituye la explotación directa del trabajo impuesta por las anteriores empresas mineras. Podríamos arriesgarnos un poco más y decir que en el contexto del trabajo pos-salarial, la violencia (estatal, empresarial, criminal) es un medio eficiente para organizar el trabajo y despojarlo del valor que genera.
8. Violencia y rentismo
La violencia en las áreas mineras también puede ser entendida como resultado de los recambios y transformaciones en el modelo rentista dominante en el país. El declive de los precios del petróleo y, casi en simultáneo, el incremento del valor del oro, implicaron una ampliación del modelo rentista incorporando la explotación minera en el sur del país. La caída de los ingresos petroleros supuso una devaluación del salario y el derrumbe de las políticas redistributivas, aumentando la pobreza en las zonas urbanas, a la vez que el aumento del oro atrajo a la zona minera a ingentes grupos de pobres que veían deteriorarse aceleradamente sus condiciones de vida. Los mineros con que pudimos conversar que habían llegado en los últimos 7 años, explicaban su arribo a las minas con razones siempre parecidas: huían de la miseria, del desempleo o de los salarios precarios. El flujo migratorio y el aumento exponencial de la población minera coinciden con la ralentización de la economía asociada a la renta petrolera y la revaloración del oro, commodity a la vez protegido de la devaluación de la moneda, con el recambio de una economía rentista petrolera a una economía rentista minera.
Pero a diferencia del petróleo, cuya extracción y comercialización es monopolio del Estado, quien luego distribuye sus ganancias al conjunto de la economía y a la población, las rentas provenientes de la actividad minera no pasan por manos estatales sino que circulan por redes desreguladas y muchas veces ilegales. Esto hace que los distintos actores, en particular las fuerzas de seguridad y los grupos criminales, se comporten como lo que llama la literatura “buscadores de renta” (rent seekers): agentes que orientan sus actividades a competir y capturar la renta generalmente generadas por otros. La “búsqueda de rentas” supone alguna forma de exacción de valor a operaciones económicas sin participación en su producción, a través de la imposición de controles, impuestos, extorsiones, interdicciones, monopolios o control de medios necesarios para la producción, sea por derechos legítimos, por la coacción o la violencia abierta (Krueger, 1974). Las prácticas extorsivas y violentas de los actores armados (estatales y criminales) pueden ser explicadas como estrategias en la disputa de las rentas derivadas de la actividad de los pequeños mineros, rentas que no son reapropiadas ni por el Estado, ni por la sociedad ni por los propios mineros como colectivo.
La importancia de estas rentas en las prácticas violentas se hace tangible cuando se comparan las tasas de muertes por armas de fuego en los municipios mineros con las variaciones del precio internacional del oro, como se ilustra en el gráfico n.º 4:
Gráfico n.º 4
Estado Bolívar. Tasa de muerte por arma de fuego según precio internacional del oro, 2002-2013.
Tasa de muertes por arma de fuego y precio (x 100.000 habitantes) y precio internacional del Oro ($ x Onza)

Fuente: Certificados de defunción, Ministerio del Poder Popular para la Salud (MPPS). Banco Mundial (2017). Cálculos propios.
Utilizando un modelo estadístico de regresión múltiple , si consideramos el precio del oro y la devaluación del bolívar (usando como indicador el valor presunto del llamado “dólar paralelo”), que estaría asociada, al menos parcialmente, con el declive de los ingresos petroleros, correlacionan con las tasas de muertes por armas de fuego en los municipios mineros con un R2 ajustado de .931, lo que indica un nivel muy alto en su capacidad de pronóstico de la variable dependiente.
Sumario del Modelo (c)
Model R R Square Adjusted R Square Std. Error of the Estimate
1 ,930(a) ,866 ,852 5,55412
2 ,971(b) ,943 ,931 3,80543

a Predictors: (Constant), PORO
b Predictors: (Constant), PORO, PDOLARc Dependent Variable: MAF_A
Coefficients (a)
Model Unstandardized Coefficients Standardized Coefficients t Sig.
B Std.
Error Beta B Std. Error
1 (Constant) 4,453 3,416 1,304 ,222
PORO ,028 ,003 ,930 8,024 ,000
2 (Constant) 6,156 2,390 2,576 ,030
PORO ,021 ,003 ,695 6,675 ,000
PDOLAR ,664 ,189 ,365 3,507 ,007
a Dependent Variable: MAF_A
Esto no significa que el precio del oro tenga un efecto causal sobre la violencia, sino que su reciente alza ofrece incentivos para que los grupos criminales (y también a los cuerpos de seguridad, como hemos mencionado) orienten sus esfuerzos a la obtención de las rentas que proceden de su explotación. A la vez, la captura de estas elevadas rentas incrementaría su poder de fuego y capacidad para aplicar violencia.
Por otra parte, los grupos criminales, al hacerse del control de los territorios en que se asientan las minas y asumir por la vía de los hechos funciones estatales, también terminan ejerciendo una suerte de derecho (nacido de la fuerza) sobre el suelo y su explotación. En la literatura se parte de la convención que la renta asociada con la actividad extractiva está basada en el control monopólico del suelo (Baptista, 1997; Karl, 1997; Villasmil, 2008). Este control se presupone legal, fundado en derecho reales de propiedad o en la soberanía estatal sobre el subsuelo y los títulos sobre el suelo o el subsuelo que de ella se desprenden. En cambio, en este caso, más que en el derecho o la legitimidad, el control de la renta proviene del ejercicio efectivo –y con pretensión de monopólico– de la fuerza y la coacción; aunque podríamos pensar que, a fin de cuenta, la propiedad y la soberanía estatal descansan, en última instancia, también en la coacción y la fuerza.
En suma, la violencia no es una cualidad propia de la pequeña minería, ni es una consecuencia de la “maldición” de la abundancia ni es inmanente a la actividad extractiva. El oro no mata. La violencia prospera en las condiciones de exclusión que padecen los mineros (exclusión social, la de la pobreza y la precariedad, pero sobre todo institucional, efecto de la ilegalidad a la que se condena su actividad) y de injusticia, tanto en las zonas mineras como en el resto del país, pero sobre todo puede ser entendida como medio eficaz para la explotación y el expolio, instrumento que permite una acelerada acumulación basada en el doble despojo de la naturaleza y del trabajo minero.
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11. Anexo estadístico
Ilustración n.º 1
Venezuela. Arco minero, superficie y bloques

Cuadro n.º 2 Venezuela. Estado Bolívar.
Población censal y proyectada. 2011
Municipios Censal Proyectada Diferencia %
Bolivariano Angostura 40927 53609 76.34
Caroní 704585 826998 85.20
Cedeño 67000 99481 67.35
El Callao 21769 27405 79.43
Gran Sabana 28450 38316 74.25
Heres 342280 371066 92.24
Padre Pedro Chien 15488 15735 98.43
Piar 98274 114281 85.99
Roscio 21750 26307 82.68
Sifontes 50082 43070 116.28
Sucre 20359 31842 63.94
Fuente: INE, Censo 2011, Proyecciones de población. Cálculos propios.
Cuadro n.º 3
Venezuela. Estado Bolívar, Índice de masculinidad, 2011
Municipios I. Masc
Bolivariano Angostura 1.140
Caroní 0.992
Cedeño 1.065
El Callao 1.119
Gran Sabana 1.046
Heres 0.966
Padre Pedro Chien 1.203
Piar 1.039
Roscio 1.087
Sifontes 1.102
Sucre 1.092
Fuente: INE, Censo 2011, Cálculos propios.
Cuadro n.º 4.
Estado Bolívar. Tasas de defunciones por arma de fuego en parroquias mineras
Parroquia Capital 2002 2005 2008 2011 2013
El Callao El Callao 14.972 13.400 32.205 36.490 51.414
Parroquia
Pedro Cova El Manteco 10.355 37.425 42.503 55.969
Parroquia
Barceloneta La Paragua 6.597 5.919 5.350 19.458 13.739
Sección
Capital Roscio Guasipati 10.354 24.092 18.082 25.624 70.141
Parroquia
Salom El Miamo - - - - 61.786
Sección
Capital Sifontes Tumeremo 9.311 8.871 25.550 74.047 48.397
Parroquia
Dalla Costa El Dorado 71.616 22.490 10.673 20.385 69.410
Parroquia
San Isidro Las
Claritas 16.327 28.506 25.129 67.039 72.652
Fuente: Ministerio del Poder Popular para la Salud (MPPS), Certificado de Defunción; Instituto Nacional de Estadísticas (INE), Proyecciones de población. Cálculos propios.