29-10-2018
La derrota cultural y electoral ¿llevará a la reconstrucción del campo popular?
Aram Aharonian
Rebelión
El ultraderechista Jair Bolsonaro fue electo presidente de Brasil para los próximos cuatro años, un resultado que consolida la ofensiva de las fuerzas conservadoras en la región, y pone en jaque a las fuerzas progresistas del país, que de ahora en más deberán centrarse en la resistencia y en la reconstrucción de partidos y movimientos sociales.
No hubo milagros y prácticamente se repitieron los guarismos de la primera vuelta: la imposición del imaginario colectivo desde los sectores de la derecha fue contundente antes de la primera vuelta presidencial, y cuando el progresismo reaccionó, se encontró desvalido en medio de una guerra para la que no estaba preparado.
No se trata de una derrota electoral: eso no sería tan grave, sino de una derrota cultural que comenzó a salir a la superficie desde el inicio del segundo mandato de Dilma Rousseff. Y, aprovechando esa derrota e impedir que Luiz Inácio Lula da Silva fuera presidente de Brasil por tercera vez, la derecha brasileña y el poder fáctico optaron por destruir al país, sin importarle las consecuencias, con el apoyo militante, mediático (y financiero) de las iglesias evangélicas, en especial las pentecostales.
Las evangélicas se convirtieron (ante el repliegue de la Iglesia Católica y de su opción por los pobres) en un aparato político -no solo en Brasil sino en varios países de Latinoamérica y el Caribe-, eficaz no solo por la acción cotidiana y persistente de sus pastores-agitadores y la difusión mediática de sus mensajes (son propietarios de la segunda red de televisión del país, la Record) sino por su incidencia en el sector más conservador brasileño.
Este sector (se calcula en un 30% de la población), está arraigado en los sectores más atrasados incluso del sector popular y ha mostrado, a la largo de las últimas dos décadas, preferencias políticas inestables, ya que desde principios de siglo apoyaron all PT (y se mantuvieron allí gracias a las políticas sociales de sus gobiernos), y ahora cortaron sus amarras y respaldan a Bolsonaro, gracias en parte a la campaña de la prensa hegemónica que atribuyó la enorme corrupción del país solo a los trabalhistas.
Un estudio sobre consumo y política entre jóvenes de las periferias de las grandes ciudades, de las investigadoras Rosana Pinheiro-Machado y Lucia Mury Scalco (Universidad Federal de Río Grande do Sul) señala que “se puede inferir que la adhesión bolsonarista tiene alguna de sus raíces en el propio modelo de desarrollo lulista enfocado en la agencia individual y en el consumo –y no en el cambio estructural de los bienes públicos vinculado a un proceso de movilización colectiva”.
Este argumento es legítimo aunque incompleto, añaden, ya que las políticas liberales tenían potencia política, además de que el ideal de la felicidad era algo finalmente avistado en el horizonte de los ciudadanos de baja renta. Esperanza y odio son categorías excluyentes pero cohabitan ganando mayor o menor espacio según el contexto, y por eso no se puede hablar exclusivamente de un viraje conservador.
También puede inferirse que el crecimiento del bolsonarismo en las periferias es fruto del golpe de 2016. El lulismo fue incapaz de promover cambios estructurales y la agenda de austeridad del gobierno de facto de Temer profundizó la exclusión. La violencia estructural –el racismo, la discriminación de clase, el patriarcado anclado en la figura del supermacho- y la presencia de la iglesia, del narcotráfico y de la policía siempre fueron los modelos preponderantes junto –claro está- con las prácticas cotidianas de resistencia, creatividad, amor y reciprocidad, señalan las investigadoras.
Lo que puede ocurrir en el Brasil de 2019 es algo peor que la dictadura de 1964, porque esa fue resultado de un golpe castrense que derrocó a un presidente constitucional, nacionalista y popular, Joao Goulart. Ahora, los herederos de la dictadura llegan a través de las urnas al poder, obviamente tras el sacudón del golpe policial-judicial-parlamentarrio con apoyo militar de 2016.
Jair Messias Bolsonaro dice que el error de la dictadura fue no haber matado y desaparecido tanta gente como lo hizo Augusto Pinochet en Chile. Adriano Diodo, ex presidente de la Comisión de la Verdad, señala que el surgimiento de Bolsonaro muestra que la dictadura venció la batalla ideológica gracias a la amnesia dictada por los medios y la impunidad dada por la ley de Amnistía decretada en 1979 por el general dictador (y exjefe del servicio secreto) Joao Baptista Figueiredo, que sigue en vigor.
Según Temer, “la transición comenzará el lunes o el martes” y los integrantes de su Gobierno pondrán a disposición del presidente electo “toda la información necesaria”.
Pese a la tardía remontada del candidato del PT Fernando Haddad en la última semana, su comando de campaña sabía que el “milagro” era difícil de construir en tan poco tiempo, después que su partido perdió mucho tiempo confiando en que el gobierno de facto permitiría a Lula participar en la contienda electoral.
Las palabras de Bolsonaro no dejan margen a ninguna duda, transparentan sus intenciones y su personalidad homofóbica, misógina, xenófoba, de odio a los negros, a los pobres, a los campesinos sin tierra, a los pobladores sin techo. A pesar de todo eso, muchos de ellos votaron por él.
La izquierda
¿Quién nos salva de los salvadores de la Patria? Se pregunta el catedrático y periodista Gilberto Maringoni, quien señala que cada 30 años aparece uno, abrazado por los medios hegemónicos, en medio de la crisis. En 1960 fue la tragedia con Janio Quadros, en 1990 la farsa de Collor de Mello, y en 2018 Bolsonaro, tragedia y engaño al mismo tiempo y mezclados.
Son aventureros irresponsables y rabiosos, con un discurso monocórdio: barrer la corrupción, terminar con los robos. Todos presentan soluciones simples para problemas complejos, todos seducen a los incautos, todos tienen seguidores casi fanáticos, que no oyen voces diferentes. Los dos primeros llevaron al país al borde del abismo. El tercero dará un paso al frente, agrega.
El PT apostó a que el candidato sería Lula, que según las encuestas tenpía más del 45% en la intención de votos a mediados de agosto, en la ingenua creencia que el aparato institucional del gobierno de facto (además del determinante poder fáctico) lo iban a permitir. Desde la caída de Dilma Rousseff no se vio intento alguno de rearmar una fuerza progresista, antifascista… hasta las últimas dos semanas de la campaña.
Los movimientos sociales que llevaron a Lula y al PT al poder, habían sido desarmados: cooptados por el Estado en parte, sin mayor participación real en el tipo de democracia impuesta por el PT. Los antes poderosas centrales sindicales, el Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra, el de los Sin Techo, entre muchos otros, habían abandonado las calles. No se trabajó en construir un movimiento, una fuerza progresista; no surgieron nuevos cuadros (políticos, administrativos, gerenciales). Todo quedó cobijado bajo la figura del caudillo.
Entonces, no sorprende que la izquierda brasileña no se dio por enterada de que en el mundo se imponía un nuevo tipo de guerra y redujo su accionar a la denuncia permanente, generalmente desoída e invisibilizada. Este tipo de campañas, habituales en las democracias formales, junto al uso de los perfiles de los usuarios de redes sociales para manipular la opinión pública, ya había sido usada en la campaña de Barack Obama antes que en la de Donald Trump.
Uno de los problemas mayores de la izquierda (no solo la brasileña, claro) es su endogamia: sus mensajes van dirigidos a los ya convencidos. Incluso se busca solidaridad internacional, como si lo que escribiera un notable intelectual del exterior pudiera influir en el imaginario colectivo y sustituir toda la basura informativa lanzada por los medios hegemónicos y las llamadas redes sociales.
El otro es que es, comunicacionalmente, reactiva y no proactiva. Está siempre denunciando al enemigo y a la vez adoptando la agenda de éste (incluso cuando está en poder) , en lugar de difundir las informaciones propias, emanadas de una agenda propia.
El pensamiento crítico no aparece por arte de magia: precisa lectura, reflexión, debate… hay que cultivarlo. Y hay que reinventar las formas de intervención, sin olvidar que aún en estas guerras cibernéticas, la confianza personal, el trabajo de base, de alfabetización política, determina la posibilidad de sumar.
El zig-zag del fake-candidato
Disminuir la diferencia alcanzada por Bolsonaro en la primera vuelta sería un logro importante, ya que el adversario, aunque ganase la disputa electoral, estaría bajo fuerte presión al asumir el 1º de enero, analizó el último jueves el comando de campaña petista. Algo similar dijo el viernes último Lula desde su celda, al cumplir 73 años: es importante, como mínimo, que de las urnas salga una oposición fortalecida.
En las últimas semanas Bolsonaro tuvo un recorrido sinuoso y un significativo vuelco, sobre todo luego de conocerse las declaraciones de uno de sus hijos, quien recordó que para cerrar la Corte Suprema del país no se requería más que un soldado y un cabo, luego de asegurar que mandará a los “rojos” (del PT y sus aliados) a la cárcel o al exilio y decretará que movimientos sociales sean considerados grupos terroristas.
El candidato de la ultraderecha comenzó por imponer silencio absoluto a sus asesores, tratando de divulgar en las redes sociales declaraciones para construir una imagen de tranquilidad y pacificación nacional, todo lo contrario a los dichos en los últimos meses. Incluso, habló de su respeto absoluto a la Constitución, hizo un llamado para unir a todos los brasileños y garantizó que sabrá respetar opiniones divergentes.
Las declaraciones de Paulo Guedes, su “futuro” ministro de Economía, habían encendido luces de alarma, incluso en el establishment, sumándose a sus propias idas y venidas en sus proyectos económicos, lo que demostraba que no había proyecto de país. Pero eso no era importante para él, a sabiendas que el modelo se lo iban a imponer desde afuera.
Brasil se llenó en los últimos dos meses de fábricas de mentiras, que utilizaron la data y los perfiles, que los mismos usuarios proporcionaron a las megaempresas y son vendidos –por ejemplo por Facebook- para que empresas nada éticas como Cambridge Analytica los usen para las campañas de whatsapp, tuit, y otras redes sociales.
Estos servicios, develó la misma prensa hegemónica, eran pagados por el llamado poder fáctico, los empresarios que se beneficiarán con las mentiras propagadas y prepagadas. Hoy las guerras se producen tras la propagación de mentiras, como sucedió en Libia y Túnez, en Irak, Afganistián, Egipto y Siria, ahora en Yemen y Venezuela. Construyen la “verdad” requerida por Estados Unidos y sus socios trasnacionales y locales.
En el caso de Brasil, la siembra del odio al PT, comenzó en el segundo mandato de Lula, y creció exponencialmente a partir del gobierno de Dilma Roussef. Anclados en medias verdades, como los casos de corrupción, los grupos de poder fueron fertilizando mentes y preparando el terreno para las elecciones de este año, señala la analista Elaine Tavares de la Universidad de Santa Catarina.
Lo que no esperaban, quizá, es que un candidato, fuera del circuito tradicional de los partidos y de los grupos de poder, sintetizara de manera tan acabada toda la carga de prejuicio, moralismo, miedo y odio que la clase dominante, que tras el susto inicial, ya se va acercando al candidato fascista, porque reconoce que él hoy comanda a las masas y eso es todo lo que interesa. Bolsonaro es el mascarón de proa de las elites económicas.
Rematar la Amazonia
El frente más poderoso del Congreso –la bancada del ganado-, que reúne a latifundistas, grileiros (criminales que se apropian de tierras públicas a través de sicarios), representantes del agronegocio y parlamentarios conservadores ha tenido con el gobierno de facto de Michel Temer un papel muy activo en el avance sobre las áreas protegidas de la Amazonia.
La intención de Bolsonaro, amparado en la bancada mayoritaria, es la de transformar las tierras indígenas y las áreas de conservación, hoy las principales barreras contra la devastación y deforestación de la selva, en pastizales para ganados, plantaciones de soja y extracción mineral. Obviamente apoyan a Bolsonaro, que sumará 52 diputados a la bancada, y ya anunció la fusión del ministerio del Ambiente con el de Agricultura, con menos de un representante de la bancada del ganado.
El ultraderechista habló de limitar las multas ambientales, que terminará con el “activismo chiíta ambiental”, anunció que no habrá más tierras para indígenas y que éstas se podrán vender. Su concepto de democracia es original: “las minorías tienen que inclinarse ante la mayoría” o “simplemente desaparecer”.
Poder copado
El Ejecutivo está en manos de usurpadores y el poder Judicial está copado por magistrados ultraderechistas (muchos de ellos propuestos por el PT), que promovieron la censura previa, prohibieron el libre debate y suspendieron incluso, en los dos últimos días de la campaña, la libertad de reunión y de opinión en varias universidades, el secuestro de material y suspensión de sus actividades académicas con las comunidades. Y a ellos se suman los militares, en actividad o retirados (ahora hasta parlamentarios).
El Tribunal Supremo Electoral, convertido en cuartel general del bolsonarismo, fabricó órdenes para favorecer al candidato ultraderechista mientras ordenaba mantener la propaganda calumniosa contra Fernando Haddad, donde lo califican de pedófilo. Una forma de ajusticiamiento que quizá usen las milicias verdes bolsonaristas de ganar las elecciones, para dejar fuera de combate a las personas que piensan diferente.
Hoy, los dos meses que separan de la asunción del nuevo presidente marcarán el paso de la política y el futuro del Brasil. Y dan la oportunidad de que el movimiento antifascista, progresista, de izquierda, que comenzó a diseñarse desde las bases sirva para la reconstrucción del espacio popular, de la mano de los movimientos sociales. La construcción siempre se hace desde abajo: lo único que se construye desde arriba es un pozo. Este pozo.
Aram Aharonian es periodista y comunicólogo uruguayo. Magíster en Integración. Fundador de Telesur. Preside la Fundación para la Integración Latinoamericana (FILA) y dirige el Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)