Calibán y la bruja (IV)

Cuarta parte del libro magistral de Silvia Federici



5. Colonización y cristianización.
Calibán y las brujas en el Nuevo Mundo

[…] y entonces ellos dicen que hemos venido a esta tierra para destruir el mundo. Dicen que los vientos echan por tierra las casas y cortan los árboles, y el fuego los quema, pero que nosotros devoramos todo, consumimos la tierra, cambiamos el curso de los ríos, nunca estamos tranquilos, nunca descansamos, siempre corremos de aquí para allá, buscando oro y plata, nunca satisfechos y luego especulamos con ellos, hacemos la guerra, nos matamos entre nosotros, robamos, insultamos, nunca decimos la verdad y les hemos despojado de sus medios de vida. Y, finalmente, maldicen el mar que ha puesto sobre la tierra niños tan malvados y crueles.
Girolamo Benzoni, Historia del Mondo Nuovo, 1565.
[…] vencidas por la tortura y el dolor, [las mujeres] fueron obligadas a confesar que adoraban a los huacas […] Ellas se lamentaban, «ahora en esta vida nosotras las mujeres […] somos cristianas; tal vez, luego, el sacerdote sea culpable si nosotras las mujeres adoramos las montañas, si huimos a las colinas y a la puna, ya que aquí no hay justicia para nosotras».
Felipe Guamán Poma de Ayala, Nueva Crónica y Buen Gobierno, 1615.
Introducción
La historia del cuerpo y de la caza de brujas está basada en un supuesto que puede resumirse en la referencia a «Calibán y la bruja», los personajes de La Tempestad, símbolos de la resistencia de los indios americanos a la
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colonización.1 El supuesto es precisamente la continuidad entre la dominación de las poblaciones del Nuevo Mundo y la de las poblaciones en Europa, en especial las mujeres, durante la transición al capitalismo. En ambos casos tiene lugar la expulsión forzosa de poblaciones enteras de sus tierras, el empobrecimiento a gran escala, el lanzamiento de campañas de «cristianización» que socavan la autonomía de la gente y las relaciones comunales. También hubo una influencia recíproca por medio de la cual ciertas formas represivas que habían sido desarrolladas en el Viejo Mundo fueron trasladadas al Nuevo, para ser, luego, retomadas en Europa.
Las fragmentación social que se produjo no debería ser subestimada. En el siglo XVIII, la afluencia de oro, plata y otros recursos procedentes de América hacia Europa dio lugar a una nueva división internacional del trabajo que fragmentó al proletariado global por medio de segmentaciones clasistas y sistemas disciplinarios, que marcaron el comienzo de unas trayectorias, a menudo conflictivas, dentro de la clase trabajadora. Las similitudes en el trato que recibieron, tanto las poblaciones de Europa como de América, son suficientes como para demostrar la existencia de una misma lógica que rige tanto el desarrollo del capitalismo como conforma el carácter estructural de las atrocidades perpetradas en este proceso. La extensión de la caza de brujas a las colonias americanas constituye un ejemplo notable.

1 En realidad, Sycorax —la bruja— no ha ingresado en la imaginación revolucionaria latinoamericana del mismo modo que Calibán; ésta permanece todavía invisible, tal y como ha sucedido durante mucho tiempo con la lucha de la mujer contra la colonización. En relación a Calibán, lo que éste ha venido a defender ha sido muy bien expresado en un ensayo de enorme influencia del escritor cubano Roberto Fernández Retamar (1989: 5-21):
Nuestro símbolo no es pues Ariel […] sino Calibán. Esto es algo que vemos con particular nitidez los mestizos que habitamos las mismas islas en las que vivió Calibán: Próspero invadió las islas, mató a nuestros ancestros, esclavizó a Calibán y le enseñó su idioma para entenderse con él: ¿Qué otra cosa puede hacer Calibán sino utilizar ese mismo idioma para maldecir, para hacer que caiga sobre él la «roja plaga»? […] Desde Tupac Amaru […] Toussaint-Louverture, Simón Bolívar […] José Martí […] Fidel Castro […] Che Guevara […] Franz Fanon […] ¿Qué es nuestra historia, qué es nuestra cultura, sino la historia, sino la cultura de Calibán? (1989: 14; 33-4)
En relación a esta cuestión véase también Margaret Paul Joseph quien, en Calibán in Exile (19922), escribe:
De ese modo, Próspero y Calibán nos brindan una poderosa metáfora del colonialismo. Un apéndice de esta interpretación aborda la condición abstracta de Calibán, víctima de la historia, frustrado al saberse totalmente carente de poder constituyente. En América Latina, el nombre de Calibán ha sido adoptado de un modo más positivo, dado que Calibán parece representar a las masas que luchan por levantarse contra la opresión de la elite.
En el pasado, la persecución de mujeres y hombres bajo el cargo de brujería era un fenómeno que normalmente los historiadores consideraban como algo limitado a Europa. La única excepción a esta regla eran los juicios de las brujas de Salem, que constituyen todavía el principal tema de estudio de los académicos que investigan la caza de brujas en el Nuevo Mundo. Hoy en día, sin embargo, se admite que la acusación de adoración al Diablo también jugó un papel clave en la colonización de la población aborigen americana. En relación con este tema, debemos mencionar particularmente dos textos que constituyen la base de mi argumentación para este capítulo. El primero es Moon, Sun and Witches (1987) [La luna, el sol y las brujas] de Irene Silverblatt, un estudio acerca de la caza de brujas y de la redefinición de las relaciones de género en la sociedad incaica y el Perú colonial, que —según mis conocimientos— es el primer estudio en inglés que reconstruye la historia de las mujeres andinas perseguidas por su condición de brujas. El otro texto es Streghe e Potere (1998) [Brujas y poder] de Luciano Parinetto, una serie de ensayos que documentan el impacto de la caza de brujas en América sobre los juicios a las brujas en Europa. Éste constituye, en mi opinión, un estudio deficiente por la insistencia del autor en señalar que la persecución de las brujas era neutral en relación al género.
Ambos trabajos demuestran que, también en el Nuevo Mundo, la caza de brujas constituyó una estrategia deliberada, utilizada por las autoridades con el objetivo de infundir terror, destruir la resistencia colectiva, silenciar a comunidades enteras y enfrentar a sus miembros entre sí. También fue una estrategia de cercamiento que, según el contexto, podía consistir en cercamientos de tierra, de cuerpos o relaciones sociales. Al igual que en Europa, la caza de brujas fue, sobre todo, un medio de deshumanización y, como tal, la forma paradigmática de represión que servía para justificar la esclavitud y el genocidio.
La caza de brujas no destruyó la resistencia de los colonizados. Debido, fundamentalmente, a la lucha de las mujeres, el vínculo de los indios americanos con la tierra, las religiones locales y la naturaleza sobrevivieron a la persecución, proporcionando una fuente de resistencia anticolonial y anticapitalista durante más de 500 años. Esto es extremadamente importante para nosotros en un momento de renovada conquista de los recursos y de las formas de existencia de las poblaciones indígenas; debemos repensar el modo en que los conquistadores batallaron para dominar a aquéllos a quienes colonizaban y qué fue lo que permitió a estos últimos subvertir este plan contra la destrucción de su universo social y físico, creando una nueva realidad histórica.
El nacimiento de los caníbales
Cuando Colón navegó hacia la «India», la caza de brujas aún no constituía un fenómeno de masas en Europa. La acusación, no obstante, de adorar al Demonio como un arma para atacar a enemigos políticos y vilipendiar a poblaciones enteras (tales como los musulmanes y los judíos) ya era una práctica común entre las élites. Más aún, como escribe Seymour Philips, una «sociedad persecutoria» se había desarrollado dentro de la Europa Medieval, alimentada por el militarismo y la intolerancia cristiana, que miraba al «Otro», principalmente como un objeto de agresión (Philips, 1994). De este modo, no resulta sorprendente que «caníbal», «infiel», «bárbaro», «razas monstruosas» y «adorador del Diablo» fueran «modelos etnográficos» con los que los europeos «presentaron la nueva era de expansión» (ibidem, 62). Éstos les proporcionaron el filtro a través del cual los misioneros y conquistadores interpretaron las culturas, religiones y costumbres sexuales de la población que encontraron. Otras marcas culturales contribuyeron también a la invención de los «indios». El «nudismo» y la «sodomía» eran mucho más estigmatizadores y, probablemente, proyectaban las necesidades de mano de obra de los españoles, que calificaban a los amerindios como seres que vivían en estado animal —listos para para ser transformados en bestias de carga— a pesar de que algunos informes también señalaban con énfasis su propensión a compartir «y a entregar todo lo que tienen a cambio de objetos de poco valor», como un signo de su bestialidad (Hulme, 1994: 198).
Al definir a las poblaciones aborígenes como caníbales, adoradores del Diablo y sodomitas, los españoles respaldaron la ficción de que la conquista no fue una desenfrenada búsqueda de oro y plata sino una misión de conversión, una reclamación que, en 1508, ayudó a la Corona Española a obtener la bendición papal y la autoridad absoluta de la Iglesia en América. También eliminó a los ojos del mundo, y posiblemente de los propios colonizadores, cualquier sanción contra las atrocidades que ellos pudieran cometer contra los indios, funcionando así como una licencia para matar independientemente de lo que las supuestas víctimas pudiesen hacer. Y, efectivamente, «el azote, la horca, el cepo, la prisión, la tortura, la violación y ocasionalmente la muerte se convirtieron en armas comunes para reforzar la disciplina laboral» en el Nuevo Mundo (Cockroft, 1990: 19).
En una primera fase, sin embargo, la imagen de los colonizados como adoradores del Diablo pudo coexistir con una imagen más positiva, incluso idílica, que describía a los «indios» como seres inocentes y generosos, que llevaban una vida «libre de trabajo pesado y tiranía», que se asemejaba a la mítica «época dorada» o a un paraíso terrenal (Brandon, 1986: 6-8; Sale, 1991: 100-01).
Esta caracterización puede haber sido un estereotipo literario o — como ha sugerido Roberto Retamar entre otros— la contraparte retórica de la imagen del «salvaje», expresando así la incapacidad de los europeos para considerar a la gente con la que se encontraron como verdaderos seres humanos. Pero esta mirada optimista correspondía con un periodo de la conquista (desde la década de 1520 hasta la de 1540) durante la cual los españoles todavía creían que las poblaciones aborígenes serían convertidas y sojuzgadas fácilmente (Cervantes, 1994). Éste fue el tiempo de los bautismos masivos, en el que se desplegó el mayor fervor para convencer a los «indios» de cambiar sus nombres y abandonar sus dioses y costumbres sexuales, especialmente la poligamia y la homosexualidad. Las mujeres, con sus pechos desnudos, fueron obligadas a cubrirse, los hombres en taparrabos debieron usar pantalones (Cockroft, 1983: 21). En esta época, la lucha contra el Demonio consistía principalmente en hogueras de «ídolos» locales, aunque cabe mencionar que entre los años 1536 (cuando se introdujo la Inquisición en Ámerica) y 1543 muchos líderes políticos y religiosos del centro de México fueron juzgados y quemados en la hoguera por el padre franciscano Juan de Zumárraga.
A medida que la conquista avanzaba, dejó de haber espacio para cualquier tipo de acuerdo. No es posible imponer el poder sobre otras personas sin denigrarlas, hasta el punto de que se impida la misma posibilidad de identificación. Así, a pesar de las primeras homilías acerca de los amables taínos, se puso en marcha una máquina ideológica que, de forma complementaria a la máquina militar, retrataba a los colonizados como seres «mugrientos» y demoníacos que practicaban todo tipo de abominaciones, mientras que los mismos crímenes que antes habían sido atribuidos a la falta de educación religiosa —sodomía, canibalismo, incesto, travestismo— eran ahora considerados como pruebas de que los «indios» se encontraban bajo el dominio del Diablo y que podían ser privados de sus tierras y de sus vidas de forma justificada (Williams, 1986: 136-37). En relación a este cambio de imagen, Fernando Cervantes escribe lo siguiente en The Devil in the New World (1994: 8) [El Demonio en el Nuevo Mundo]:
[…] antes de 1530 hubiese sido difícil predecir cuál de estos enfoques se convertiría en el punto de vista dominante. Sin embargo, para mediados del siglo XVI había triunfado una visión demoníaca muy negativa de las culturas amerindias y se creía que su influencia descendía como una densa niebla sobre cada afirmación, oficial y no oficial, hecha sobre el tema.
Sobre la base de las historias contemporáneas de las «Indias» —como las de Gomara (1556) y la de Acosta (1590)— se podría conjeturar que este cambio de perspectiva fue provocado por el encuentro de los europeos con Estados imperialistas como el azteca y el inca, cuya maquinaria represiva incluía la práctica de sacrificios humanos (Martínez et al., 1976). En La Historia Natural y Moral de Las Indias, publicado en Sevilla en 1590 por el jesuita José de Acosta, encontramos descripciones que nos brindan una vívida sensación de la repulsión que a los españoles les generaban los sacrificios masivos de cientos de jóvenes (prisioneros de guerra, niños comprados y esclavos), llevados a cabo por los aztecas. Sin embargo, al leer el relato de Bartolomé de las Casas acerca de la destrucción de las «Indias» o de cualquier otro informe sobre la conquista, nos preguntamos por qué los españoles habrían de sentirse impresionados por estas prácticas cuando ellos mismos no tuvieron escrúpulos en cometer impronunciables atrocidades en nombre de Dios y del oro como cuando en 1521, según Cortés, masacraron a 100.000 personas sólo para conquistar Tenochtitlán (Cockroft, 1983: 19).
Del mismo modo, los rituales canibalísticos que los españoles descubrieron en América, y que ocupan un lugar destacado en las crónicas de la conquista, no deben haber sido muy diferentes de las prácticas médicas populares en Europa durante aquella época. En los siglos XVI, XVII e incluso XVIII, el consumo de sangre humana (especialmente la de aquellos que habían muerto de forma violenta) y de agua de las momias, que se obtenía remojando la carne humana en diversos brebajes, era una cura común para la epilepsia y otras enfermedades en muchos países europeos. Es más, este tipo de canibalismo «que incluía carne humana, sangre, corazón, cráneo, médula ósea y otras partes del cuerpo no estaba limitado a grupos marginales sino que era practicado en los círculos más respetables» (Gordon-Grube, 1988: 406-07). El nuevo horror que los españoles sintieron por las poblaciones aborígenes a partir de la década de 1550, no puede ser así fácilmente atribuido a un choque cultural, sino que debe ser considerado como una respuesta inherente a la lógica de la colonización que, inevitablemente, necesita deshumanizar y temer a aquellos a quienes quiere esclavizar.
El éxito de esta estrategia puede apreciarse en la facilidad con que los españoles explicaron, de forma «racional», las altas tasas de mortalidad causadas por las epidemias que barrieron la región al comienzo de la conquista, y que ellos concibieron como un castigo divino por la horrorosa conducta de los indios.6 También el debate que tuvo lugar en

6 Walter L. Williams (1986: 138) escribe:
[L]os españoles nunca se dieron cuenta de cuál era motivo por el que los indios estaban siendo consumidos por las enfermedades, sino que lo tomaron como un indicio de que formaba parte de los planes de Dios para eliminar a los infieles. Oviedo concluyó: «No es sin motivo que Dios permite que ellos sean destruidos. Y no tengo dudas de que debido a sus pecados, Dios se deshará de ellos muy pronto». Después, en una carta al rey en la que condena a los mayas por aceptar la homosexualidad, señala lo siguiente: «Deseo mencionarlo a fin de declarar aún más fehacientemente el motivo por el cual Dios castiga a los indios y la razón por la cual no han sido merecedores de su misericordia».
Valladolid en 1550, entre Bartolomé de las Casas y el jurista español Juan Ginés de Sepúlveda, en relación a si los «indios» debían ser considerados seres humanos, hubiera sido impensable sin una campaña ideológica que los representara como animales y demonios.7
La divulgación de estas ilustraciones —banquetes canibalísticos con multitudes de cuerpos desnudos ofreciendo cabezas y miembros humanos como plato principal— que retrataban la vida en el Nuevo Mundo con reminiscencias de los aquelarres de las brujas y que comenzaron a circular por Europa después de la década de 1550, completaron el trabajo de degradación. Le livre des Antipodes (1630) [El libro de las Antípodas], compilado por Johann Ludwig Gottfried, constituye un ejemplo tardío de este género literario que despliega una

7 El fundamento teórico del argumento de Sepúlveda a favor de la esclavización de los indios era la doctrina de Aristóteles acerca de la «esclavitud natural» (Hanke, 1970: 16 y sig.).
gran cantidad de imágenes horrorosas: mujeres y niños atiborrándose de vísceras humanas o la comunidad caníbal reunida alrededor de una parrilla, deleitándose con piernas y brazos mientras observan como se asan restos humanos. Las ilustraciones que aparecen en Les singularités de la France Antarctique (París, 1557) [Las singularidades de la Francia Antártica], realizadas por el franciscano francés André Thevet —centrado en el descuatizamiento, la preparación y la degustación de carne humana— y la obra de Hans Staden Wahrharftige Historia (Marburg, 1557), en la que el autor describe su cautiverio entre los indios caníbales de Brasil (Parinetto, 1998: 428) constituyen contribuciones anteriores a la producción cultural de los amerindios como seres bestiales.
Explotación, resistencia y demonización
La decisión de la Corona Española de introducir un sistema mucho más severo de explotación en las colonias americanas en la década de 1550 constituyó uno de los momentos cruciales de la propaganda anti-india y la campaña anti-idolatría que acompañaron al proceso de colonización. La decisión fue motivada por la crisis de la «economía de rapiña» que había sido introducida después de la conquista, por la cual la acumulación de riqueza siguió dependiendo de la expropiación de los excedentes de bienes de los «indios» más que de la explotación directa de su trabajo (Spalding, 1984; Steve J. Stern, 1982). Hasta la década de 1550, a pesar de las masacres y de la explotación asociadas al sistema de la encomienda, los españoles no habían desbaratado completamente las economías de subsistencia que habían encontrado en las áreas colonizadas. Por el contrario, debido a la riqueza acumulada, habían confiado en los sistemas de tributo puestos en práctica por los aztecas e incas, con lo cual los jefes designados (caciques en México, kurakas en Perú) les entregaban cuotas de bienes y trabajo, supuestamente compatibles con la supervivencia de las economías locales. El tributo fijado por los españoles era mucho mayor que el demandado por incas y aztecas a aquellos a quienes conquistaban; pero aún así no era suficiente para satisfacer sus necesidades. Hacia la década de 1550 comenzó a resultarles difícil obtener mano de obra suficiente, tanto para los obrajes (talleres de manufactura donde se producían bienes para el mercado mundial) como para la explotación de las minas de plata y mercurio recientemente descubiertas, como la legendaria mina de Potosí.
La necesidad de extraer más trabajo de las poblaciones aborígenes provenía principalmente de la situación interna de España, donde la Corona estaba literalmente flotando sobre lingotes de oro y plata americanos con los cuales compraba los bienes y alimentos que ya no se producían en España. Además, la riqueza producida por el saqueo financió la expansión europea de la Corona. Esta situación dependía en tal medida de la continua llegada de enormes cantidades de plata y oro del Nuevo Mundo, que para la década de 1550 la Corona estaba preparada para socavar el poder de los encomenderos con el fin de apropiarse de gran parte del trabajo de los indios para la extracción de plata, que posteriormente sería enviada por barco a España. La resistencia a la colonización estaba, sin embargo, aumentando (Spalding, 1984: 134-35; Stern, 1982). Fue en respuesta a este desafío que, tanto en México como en Perú, se declaró una guerra contra las culturas indígenas allanando el camino para una intensificación draconiana del dominio colonial.
En México, este cambio se produjo en 1562 cuando por iniciativa del Provincial Diego de Landa se lanzó una campaña anti-idolatría en la península de Yucatán, en el curso de la cual más de 4.500 personas fueron capturadas y brutalmente torturadas bajo el cargo de practicar sacrificios humanos. Luego fueron objeto de un castigo público bien orquestado que terminó por destruir sus cuerpos y su moral (Clendinnen, 1987: 71-92). Las penas infligidas fueron tan crueles (azotes tan severos que hicieron que la sangre fluyera, años de esclavitud en las minas) que mucha gente murió o quedó impedida para trabajar; otros huyeron de sus casas o se suicidaron de tal modo que el trabajo llegó a su fin y la economía regional fue destruida. Sin embargo, la persecución montada por Landa se convirtió en el fundamento de una nueva economía colonial, que hizo entender a la población local que los españoles habían llegado para quedarse y que el dominio de los antiguos dioses había terminado (ibidem: 190).
También en Perú el primer ataque a gran escala contra lo diabólico tuvo lugar en 1560, coincidiendo con el surgimiento del movimiento Taki Onqoy, un movimiento nativo milenarista que predicaba contra el colaboracionismo con los europeos y a favor de una alianza panandina de los dioses locales (huacas) para poner fin a la colonización. Los takionqos atribuían la derrota sufrida y la creciente mortalidad al abandono de los dioses locales, y alentaban a la gente a rechazar la religión cristiana y los nombres, la comida y la ropa recibida de los españoles. También exhortaban a la gente a rechazar el pago de tributos y el trabajo forzado impuesto por los españoles, y a «abandonar el uso de camisas, sombreros, sandalias o cualquier otra vestimenta proveniente de España» (Stern, 1982: 53). Prometían que si esto se concretaba los huacas revividos le darían la vuelta al mundo y destruirían a los españoles enviándoles enfermedades e inundaciones a sus ciudades, un océano que crece para borrar todo rastro de su existencia (Stern, 1982: 52-64).
La amenaza formulada por los taquionqos era verdaderamente seria: al convocar una unificación pan-andina de los huacas, el movimiento marcaba el comienzo de un nuevo sentido de la identidad capaz de sobrellevar las divisiones vinculadas a la organización tradicional de los ayllus (unidades familiares). En palabras de Stern, ésta fue la primera vez que la gente de los Andes comenzó a pensarse a sí misma como una misma persona, como «indios» (Stern, 1982: 59) y, de hecho, el movimiento se expandió ampliamente alcanzando «hacia el norte, la ciudad de Lima; Cuzco, hacia el este y sobre la elevada puna del sur, a La Paz, en la actual Bolivia» (Spalding, 1984: 246). La respuesta vino de mano del Consejo eclesiástico, realizado en Lima en 1567, que estableció que los sacerdotes debían «extirpar las innumerables supersticiones, ceremonias y ritos diabólicos de los indios. También debían erradicar la embriaguez, arrestar a los médicos-brujos y, sobre todo, descubrir y destruir los lugares sagrados y los talismanes» relacionados con el culto a los dioses locales (huacas). Estas recomendaciones fueron repetidas en un Sínodo celebrado en Quito en 1570 donde, nuevamente, se denunció que «[h]ay médicos-brujos famosos que […] custodian a los huacas y conversan con el Diablo» (Hemming, 1970: 397).
Los huacas eran montañas, fuentes de agua, piedras y animales que encarnaban a los espíritus de los ancestros. Como tales se los cuidaba, alimentaba y adoraba de forma colectiva, ya que todos consideraban que eran los principales vínculos con la tierra y con las prácticas agrícolas primordiales para la reproducción económica. Las mujeres les hablaban, como parece que aún lo hacen en algunas regiones de América del Sur, para asegurarse una cosecha sana (Descola, 1994: 191-214). Destruirlos o prohibir su culto era una forma de atacar a la comunidad, sus raíces históricas, la relación de la gente con la tierra y su relación intensamente espiritual con la naturaleza. Esto fue comprendido por los españoles, que en la década de 1550, se embarcaron en una sistemática destrucción de todo aquello que se asemejara a un objeto de culto. Claude Baudez y Sydney Picasso escriben sobre la campaña antiidolatría dirigida por los franciscanos contra los mayas en el Yucatán que puede extrapolarse a lo ocurrido en el resto de México y Perú.
Los ídolos fueron destruidos, los templos incendiados y aquéllos que celebraban ritos nativos y practicaban sacrificios fueron castigados con la muerte; las festividades tales como los banquetes, las canciones y las danzas así como las actividades artísticas e intelectuales (pintura, escultura, observación de las estrellas, escritura jeroglífica) —sospechosas de estar inspiradas por el Diablo— fueron prohibidas y aquéllos que participaban en ellas fueron perseguidos sin misericordia. (Baudez y Picasso, 1992: 21)
Una mujer andina es obligada a trabajar en los obrajes, talleres de manufacturas que producían para el mercado internacional. Escena de Felipe Guamán Poma de Ayala.
Este proceso vino de la mano de la reforma exigida por la Corona Española que incrementó la explotación del trabajo indígena con el fin de asegurarse un mayor flujo de lingotes de oro y plata hacia sus arcas. Con este propósito fueron introducidas dos medidas, ambas facilitadas por la campaña anti-idolatría. En primer lugar, la cuota de trabajo que los jefes locales debían proveer para el trabajo en las minas y obrajes fue aumentada notablemente, la ejecución de la nueva norma fue puesta en manos de un representante local de la Corona (corregidor) que tenía el poder de arrestar y administrar otras formas de castigo en caso de incumplimiento. Además, se introdujo un programa de reasentamiento (reducciones) que condujo a la mayor parte de la población rural a aldeas designadas, a fin de poder ejercer sobre ella un control más directo. La destrucción de las huacas, y la persecución de la religión de los antepasados asociada a ellas, jugó un papel decisivo en ambas, dado que las reducciones adquirieron mayor fuerza a partir de la demonización de los sitios de culto locales.
Rápidamente, sin embargo, se hizo evidente que bajo la cobertura de la cristianización la gente continuó adorando a sus dioses, del mismo modo en que retornaron a sus milpas (campos) después de haber sido sacados de sus casas. Por eso, el ataque a los dioses locales, en lugar de disminuir, se intensificó con el paso del tiempo, alcanzando su punto más elevado entre los años 1619 y 1660 cuando la destrucción de los ídolos fue acompañada por verdaderas cazas de brujas, en esta ocasión convirtiendo a las mujeres en su objetivo particular. Karen Spalding ha descrito una de estas cazas de brujas llevada a cabo en el repartimiento de Huarochirí, en 1660, por el sacerdote-inquisidor Don Juan Sarmiento. Tal y como señala, la investigación fue dirigida según el mismo patrón de las cazas de brujas en Europa. Comenzó con la lectura del edicto contra la idolatría y la prédica de un sermón contra este pecado. Éste era seguido por denuncias secretas provistas por informantes anónimos, después tenía lugar el interrogatorio de los sospechosos, el uso de la tortura para extraer confesiones y, finalmente, el dictamen de la sentencia y el castigo, que en este caso consistía en el azote público, el exilio y otras formas diversas de humillación:
Las personas sentenciadas eran llevadas a la plaza pública […] Eran colocadas entre mulas y burros, con cruces de madera de aproximadamente seis pulgadas de largo, colgando alrededor de sus cuellos. A partir de ese día deberían llevar esas marcas de humillación. Las autoridades religiosas ponían una coroza medieval sobre sus cabezas, una capucha en forma de cono hecha de cartón, que constituía la marca europea y católica de la infamia y la desgracia. El pelo que se encontraba debajo de estas capuchas era cortado (marca de humillación andina). Aquéllos que eran condenados a recibir latigazos tenían sus espaldas desnudas. Se les ponían sogas alrededor de sus cuellos. Eran paseados lentamente por las calles del pueblo, precedidos por un pregonero que leía sus crímenes […] Después de este espectáculo las personas eran retornadas, algunas con sus espaldas sangrando debido a los 20, 40 o 100 azotes sacudidos por el verdugo del pueblo con el azote de tiras de nueve nudos. (Spalding, 1984: 256)
Spalding concluye:
Las campañas de idolatría eran rituales ejemplares, didácticas piezas teatrales dirigidas en igual medida a la audiencia y a los participantes, similares a los ahorcamientos públicos de la Europa medieval. (Ibidem: 265)
Su objetivo era intimidar a la población, con el fin de crear un «espacio de muerte» donde los rebeldes potenciales se sentieran tan paralizados por el miedo que aceptaran cualquier cosa con tal de no tener que enfrentarse a la terrible experiencia de aquéllos que eran golpeados y humillados públicamente. En este sentido, los españoles obtuvieron una victoria parcial. Frente a la tortura, las denuncias anónimas y las humillaciones públicas, muchas alianzas y amistades se rompieron; la fe de la gente en la efectividad de sus dioses se debilitó y el culto se transformó en una práctica individual y secreta más que colectiva, tal y como lo había sido en la América previa a la Conquista.
Según Spalding la profundidad con que el tejido social se vio afectado por estas campañas de terror puede deducirse de los cambios que con el paso del tiempo comenzaron a tener lugar en la naturaleza de las acusaciones. Mientras que en la década de 1550 las personas podían reconocer abiertamente su apego, y el de su comunidad, a la religión tradicional, en la década de 1650 los crímenes de los que eran acusados giraban en torno a la «brujería», una práctica que ahora suponía una conducta reservada, y que se asemejaba cada vez más a las acusaciones realizadas contra las brujas en Europa. Por ejemplo, en la campaña lanzada en 1660 en la zona de Huarochirí, «los crímenes descubiertos por las autoridades […] estaban vinculados a la cura, el hallazgo de objetos perdidos y otras modalidades de lo que en términos generales podría denominarse “brujería” aldeana». Sin embargo, la propia campaña revelaba que a pesar de la persecución, a los ojos de las comunidades, «los antepasados y huacas seguían siendo esenciales para su supervivencia» (Spalding, 1984: 261).

Mujeres y brujas en América
No es una coincidencia que la «[m]ayoría de la gente condenada en la investigación de 1660 en Huarochirí fueran mujeres (28 de 32)» (Spalding, 1984: 258), tampoco lo es que las mujeres tuvieran mayor presencia en el movimiento Taki Onqoy. Fueron las mujeres quienes más tenazmente defendieron el antiguo modo de existencia y quienes y de forma más vehemente se opusieron a la nueva estructura de poder, probablemente debido a que eran también las más afectadas.
Tal y como refleja la existencia de muchas deidades femeninas de importancia en las religiones precolombinas, las mujeres habían tenido una posición de poder en esas sociedades. En 1517, Hernández de Córdoba llegó a una isla ubicada a poca distancia de la costa de la península de Yucatán y la llamó Isla Mujeres «debido a que los templos que visitaron allí contenían una gran cantidad de ídolos femeninos» (Baudez y Picasso, 1992: 17). Antes de la conquista, las mujeres americanas tenían sus propias organizaciones, sus esferas de actividad reconocidas socialmente y, si bien no eran iguales a los hombres, se las consideraba complementarias a ellos en cuanto a su contribución a la familia y la sociedad.
Además de ser agricultoras, amas de casa y tejedoras y productoras de las coloridas prendas que eran utilizadas tanto en la vida cotidiana como durante las ceremonias, también eran alfareras, herboristas, curanderas y sacerdotisas al servicio de los dioses locales. En el sur de México, en la región de Oaxaca, estaban vinculadas a la producción de pulque-maguey, una sustancia sagrada que según creían, había sido inventada por los dioses y estaba relacionada con Mayahuel, «una diosa madre-tierra que era el centro de la religión campesina» (Taylor, 1970: 31-2).
Todo cambió con la llegada de los españoles, éstos trajeron consigo su bagaje de creencias misóginas y reestructuraron la economía y el poder político en favor de los hombres. Las mujeres sufrieron también por obra de los jefes tradicionales que, a fin de mantener su poder, comenzaron a asumir la propiedad de las tierras comunales y a expropiar a las integrantes femeninas del uso de la tierra y de sus derechos sobre el agua. En la economía colonial, las mujeres fueron así reducidas a la condición de siervas que trabajaban como sirvientas —para los encomenderos, sacerdotes y corregidores— o como tejedoras en los obrajes. Las mujeres también fueron forzadas a seguir a sus maridos cuando tenían que hacer el trabajo de mita en las minas —un destino que la gente consideraba peor que la muerte— dado que en 1528 las autoridades establecieron que los cónyuges no podían ser alejados, con el fin de que, en adelante, las mujeres y los niños pudieran ser obligados a trabajar en las minas, además de tener que preparar la comida para los trabajadores varones.
La nueva legislación española, que declaró la ilegalidad de la poligamia, constituyó otra fuente de degradación para las mujeres. De la noche a la mañana, los hombres se vieron obligados a separarse de sus mujeres o ellas tuvieron que convertirse en sirvientas (Mayer, 1981), al tiempo que los niños que habían nacido de estas uniones eran clasificados de acuerdo con cinco categorías distintas de ilegitimidad (Nash, 1980: 143). Irónicamente, con la llegada de los españoles, al mismo tiempo que las uniones polígamas eran disueltas, ninguna mujer aborigen se encontraba a salvo de la violación o del rapto. De esta forma, muchos hombres, en lugar de casarse, comenzaron a recurrir a la prostitución (Hemming, 1970). En la fantasía europea, América misma era una mujer desnuda reclinada que invitaba seductoramente al extranjero blanco que se le acercaba. En ciertos momentos, eran los propios hombres «indios» quienes entregaban a sus parientes mujeres a los sacerdotes o encomenderos a cambio de alguna recompensa económica o un cargo público.
Por todos estos motivos, las mujeres se convirtieron en las principales enemigas del dominio colonial, negándose a ir a misa, a bautizar a sus hijos o a cualquier tipo de colaboración con las autoridades coloniales y los sacerdotes. En los Andes, algunas se suicidaron y mataron a sus hijos varones, muy probablemente para evitar que fueran a las minas y también debido a la repugnancia provocada, posiblemente, por el maltrato que les infligían sus parientes masculinos (Silverblatt, 1987). Otras organizaron sus comunidades y, frente a la traición de muchos jefes locales cooptados por la estructura colonial, se convirtieron en sacerdotisas, líderes y guardianas de las huacas, asumiendo tareas que nunca antes habían ejercido. Esto explica el porqué las mujeres constituyeron la columna vertebral del movimiento Taki Onqoy. En Perú, también llevaban a cabo confesiones con el fin de preparar a la gente para el momento en que se encontraran con los sacerdotes católicos, aconsejándoles acerca de qué cosas contar y cuáles no debían revelar. Si antes de la Conquista las mujeres habían estado exclusivamente a cargo de las ceremonias dedicadas a las deidades femeninas, posteriormente se convirtieron en asistentes u oficiantes principales en cultos dedicados a las huacas de los antepasados masculinos —algo que tenían prohibido antes de la Conquista (Stern, 1982). También lucharon contra el poder colonial escondiéndose en las zonas más elevadas (punas) donde podían practicar la religión antigua. Tal y como señala Irene Silverblatt (1987: 197):
Mientras los hombres indígenas huían de la opresión de la mita y del tributo abandonando sus comunidades y yendo a trabajar como yaconas (cuasi-siervos) en las nuevas haciendas, las mujeres huían a las punas, inaccesibles y muy distantes de las reservas de sus comunidades nativas. Una vez en las punas, las mujeres rechazaban las fuerzas y los símbolos de su opresión, desobedeciendo a los administradores españoles, tanto al clero como a los dirigentes de su comunidad. También rechazaban enérgicamente la ideología colonial, que reforzaba su opresión, negándose a ir a misa, a participar en confesiones católicas o a aprender el dogma católico. Y lo que resulta aún más importante, las mujeres no rechazaban sólo el catolicismo sino que volvían a su religión nativa y, hasta donde les era posible, a la calidad de las relaciones sociales que su religión expresaba.

Al perseguir a las mujeres como brujas, los españoles señalaban tanto a las practicantes de la antigua religión como a las instigadoras de la revuelta anti-colonial, al mismo tiempo que intentaban redefinir «las esferas de actividad en las que las mujeres indígenas podían participar» (Silverblatt, 1987: 160). Tal y como señala Silverblatt, el concepto de brujería era ajeno a la sociedad andina. También en Perú, al igual que en todas las sociedades preindustriales, muchas mujeres eran «especialistas en el conocimiento médico», estaban familiarizadas con las propiedades de hierbas y plantas, y también eran adivinas. Pero la noción cristiana del Demonio les era desconocida. No obstante, hacia el siglo XVII, debido a la tortura, la intensa persecución y la «aculturación forzada», las mujeres andinas que eran arrestadas, en su mayoría ancianas y pobres, reconocían los mismos crímenes que eran imputados a las mujeres en los juicios por brujería en Europa: pactos y copulación con el Diablo, prescripción de remedios a base de hierbas, uso de ungüentos, volar por el aire y realizar amuletos de cera (Silverblatt, 1987: 174). También confesaron adorar a las piedras, a las montañas y los manantiales, y alimentar a las huacas. Lo peor de todo, fue que confesaron haber hechizado a las autoridades o a otros hombres poderosos y haberles causado la muerte (ibidem: 187-88).
Al igual que en Europa, la tortura y el terror fueron utilizados para forzar a los acusados a proporcionar otros nombres a fin de que los círculos de persecución se ampliaran cada vez más. Pero uno de los objetivos de la caza de brujas, el aislamiento de las brujas del resto de la comunidad, no fue logrado. Las brujas andinas no fueron transformadas en parias. Por el contrario, «fueron muy solicitadas como comadres y su presencia era requerida en reuniones aldeanas, en la misma medida en que la conciencia de los colonizados, la brujería, la continuidad de las tradiciones ancestrales y la resistencia política consciente comenzaron a estar cada vez más entrelazadas» (ibidem). En efecto, gracias en gran medida a la resistencia de las mujeres, la antigua religión pudo ser preservada. Ciertos cambios tuvieron lugar en el sentido de las prácticas a ella asociadas. El culto fue llevado a la clandestinidad a expensas del carácter colectivo que tenía en la época previa a la Conquista. Pero los lazos con las montañas y los otros lugares de las huacas no fueron destruidos.
En el centro y el sur de México encontramos una situación similar. Las mujeres, sobre todo las sacerdotisas, jugaron un papel importante en la defensa de sus comunidades y culturas. Según la obra de Antonio García de León, Resistencia y utopía, a partir de la Conquista de esta región, las mujeres «dirigieron o guiaron todas las grandes revueltas anti-coloniales» (de León 1985, Vol. I: 31). En Oaxaca, la presencia de las mujeres en las rebeliones populares continuó durante el siglo XVIII cuando, en uno de cada cuatro casos, eran ellas quienes lideraban el ataque contra las autoridades «y eran visiblemente más agresivas, ofensivas y rebeldes» (Taylor, 1979: 116). También en Chiapas, las mujeres fueron los actores clave en la preservación de la religión antigua y en la lucha anti-colonial. Así, cuando en 1524 los españoles lanzaron una campaña de guerra para subyugar a los chiapanecos rebeldes, fue una sacerdotisa quien lideró las tropas contra ellos. Las mujeres también participaron de las redes clandestinas de adoradores de ídolos y de rebeldes que eran periódicamente descubiertas por el clero. Por ejemplo, en el año 1584, durante una visita a Chiapas, el obispo Pedro de Feria fue informado de que muchos de los jefes indios locales aún practicaban los antiguos cultos y que éstos estaban siendo guiados por mujeres, con las cuales mantenían prácticas indecentes, tales como ceremonias (del estilo del aquelarre) durante las cuales yacían juntos y se convertían en dioses y diosas, «estando a cargo de las mujeres enviar lluvia y proveer riqueza a quienes lo solicitaban» (de León 1985, Vol. I: 76).
A partir de la visión de esta crónica, resulta irónico que sea Calibán —y no su madre, la bruja Sycorax—, a quien los revolucionarios latinoamericanos tomaron después como símbolo de la resistencia a la colonización. Pues Calibán sólo pudo luchar contra su amo insultándolo en el lenguaje que de él había aprendido, haciendo de este modo que su rebelión dependiera de las «herramientas de su amo». También pudo ser engañado cuando le hicieron creer que su liberación podía llegar a través de una violación y a través de la iniciativa de algunos proletarios oportunistas blancos, trasladados al Nuevo Mundo, a quienes adoraba como si fueran dioses. En cambio, Sycorax, una bruja «tan poderosa que dominaba la luna y causaba los flujos y reflujos» (La tempestad, acto V, escena 1), podría haberle enseñado a su hijo a apreciar los poderes locales —la tierra, las aguas, los árboles, los «tesoros de la naturaleza»— y esos lazos comunales que, durante siglos de sufrimiento, han seguido nutriendo la lucha por la liberación hasta el día de hoy, y que ya habitaban, como una promesa, en la imaginación de Calibán:
No temas; la isla está llena de sonidos y músicas suaves que deleitan y no dañan. Unas veces resuena en mi oído la vibración de mil instrumentos, y otras son voces que, si he despertado tras un largo sueño, de nuevo me hacen dormir. Y, al soñar, las nubes se me abren mostrando riquezas a punto de lloverme, así que despierto y lloro por seguir soñando.
Shakespeare, La tempestad, acto III.
Las brujas europeas y los «indios»
¿Tuvo la caza de brujas en el Nuevo Mundo algún impacto sobre los acontecimientos en Europa? ¿O ambas persecuciones simplemente hacían uso de las mismas estrategias y tácticas represivas que la clase dirigente europea había forjado desde la Edad Media en la persecución de los herejes?
Formulo estas preguntas a partir de la tesis del historiador italiano Luciano Parinetto, que sostiene que la caza de brujas en el Nuevo Mundo tuvo un enorme impacto en la elaboración de la ideología acerca de la brujería en Europa, así como también en la cronología de la caza de brujas europea.
En pocas palabras, la tesis de Parinetto sostiene que fue bajo el impacto de la experiencia americana cuando la caza de brujas en Europa se transformó en un fenómeno de masas durante la segunda mitad del siglo XVI. Esto se debe a que las autoridades y el clero encontraron en América la confirmación de su visión de la adoración al Diablo, llegando a creer en la existencia de poblaciones enteras de brujas, una convicción que luego aplicaron en su campaña de cristianización en Europa. De este modo, la adopción de la exterminación como estrategia política por parte de los Estados europeos constituyó otra importación proveniente del Nuevo Mundo, que era descrito por los misioneros como «la tierra del Demonio», y que muy posiblemente haya inspirado la masacre de los hugonotes y la masificación de la caza de brujas (Parinetto, 1998: 417-35).
Según Parinetto, el uso de los informes de «Indias» por parte de los demonólogos constituye una evidencia de la decisiva conexión que existió entre ambas persecuciones. Parinetto se centra en Jean Bodin, pero también menciona a Francesco Maria Guazzo y cita —como un ejemplo del «efecto boomerang» producido por la implantación de la caza de brujas en América— el caso del inquisidor Pierre Lancre quien, durante una persecución de varios meses en la región de Labort (en el País Vasco), denunció que toda la población estaba compuesta por brujas. Como evidencia de su tesis, Parinetto cita una serie de temas que comenzaron a tener mucha importancia en el repertorio de la brujería en Europa durante la segunda mitad del siglo XVI: el canibalismo, la ofrenda de niños al Diablo, la referencia a ungüentos y drogas y la asociación de la homosexualidad (sodomía) con lo diabólico —que, como sostiene Parinetto, todos tenían su matriz en el Nuevo Mundo.
¿Cómo utilizar esta teoría y dónde trazar la línea entre lo explicable y lo especulativo? Se trata de una pregunta que los futuros estudiosos deberán responder. Me limito, en este sentido, a realizar algunas observaciones.
La tesis de Parinetto es importante en la medida en que nos ayuda a disipar el eurocentrismo que ha caracterizado el estudio de la caza de brujas; potencialmente puede responder algunas de las preguntas que han surgido en torno a la persecución de las brujas europeas. Su principal contribución radica, sin embargo, en que amplía nuestra conciencia sobre el carácter global del desarrollo capitalista y ayuda a que nos demos cuenta de que, en el siglo XVI, ya existía en Europa una clase dominante que estaba, desde todo punto de vista —en términos prácticos, políticos e ideológicos—, implicada en la formación de un mano de obra a nivel mundial y que, por lo tanto, actuaba continuamente a partir del conocimiento que recogía a nivel internacional para la elaboración de sus modelos de dominación.
En cuanto a sus alegaciones, la historia de Europa previa a la Conquista basta para probar que los europeos no necesitaban cruzar el océano para descubrir su voluntad de exterminar a aquellos que se cruzaban en su camino. También es posible explicar la cronología de la caza de brujas en Europa sin recurrir a la hipótesis del impacto del Nuevo Mundo, dado que las décadas comprendidas entre 1560 y 1620 fueron testigos de un empobrecimiento generalizado y de una dislocación social a lo largo y ancho de la mayor parte de Europa Occidental.

A fin de intentar animar una nueva forma de pensar la caza de brujas en Europa desde el punto de vista de lo que ocurrió en América, las correspondencias temáticas e iconográficas entre ambas resultan muy sugerentes. La cuestión del uso de ungüentos es uno de los más reveladores, en la medida en que las descripciones del comportamiento de los sacerdotes aztecas o incas con ocasión de los sacrificios humanos evocan los hallados en algunas demonologías que describen los preparativos de las brujas para el aquelarre. Véase el siguiente pasaje narrado por Acosta (1590: 262-63), en el que considera la práctica americana como una perversión del hábito cristiano de consagrar a los sacerdotes ungiéndolos:
Los sacerdotes-ídolos en México se untaban a sí mismos de la siguiente manera. Se engrasaban desde los pies a la cabeza, incluido el cabello […] la sustancia con la cual se manchaban era té ordinario, porque desde la antigüedad siempre constituyó una ofrenda a sus dioses y por eso fue muy adorado […] éste era su modo común de engrasarse […] excepto cuando acudían a un sacrificio […] o cuando iban a las cuevas donde guardaban a sus ídolos, que utilizaban un ungüento diferente para darse coraje […] Este ungüento estaba hecho de sustancias venenosas […] ranas, salamandras, víboras […] con este ungüento ellos podían convertirse en magos (brujos) y hablar con el Diablo.
Supuestamente, las brujas europeas esparcían la misma infusión venenosa sobre sus cuerpos (según sus acusadores) con el fin de obtener el poder de volar hacia el aquelarre. Pero no puede decirse que este tema se haya iniciado en el Nuevo Mundo, ya que en los juicios y en las demonologías del siglo XV se encuentran referencias a mujeres que preparaban ungüentos con la sangre de los sapos o de los huesos de los niños. Resulta posible, en cambio, que los informes desde América revitalizasen estos cargos, añadiendo nuevos detalles y otorgándoles una mayor autoridad.
La misma consideración puede servir para explicar la correspondencia iconográfica entre las imágenes del aquelarre y las diversas representaciones de la familia y del clan caníbal que comenzaron a aparecer en Europa hacia finales del siglo XVI y que permiten comprender muchas otras «coincidencias», tales como el hecho de que tanto en Europa como en América las brujas fueran acusadas de sacrificar niños al Diablo (véase figuras pp. 234-35).
La caza de brujas y la globalización
Durante la última mitad del siglo XVII la caza de brujas en América continuó desarrollándose en oleadas, hasta que la persistencia de la disminución demográfica y la creciente seguridad política y económica de la estructura de poder colonial se combinaron para poner fin a la persecución. De este modo, en la misma región que durante los siglos XVI y XVII se desarrollaron las grandes campañas anti-idolatría, durante el siglo XVIII la Inquisición renunció a cualquier intento de influir en las creencias religiosas y morales de la población, aparentemente porque consideraba que ya no representaban un peligro para el dominio colonial. El relevo de la persecución vino de la mano de una perspectiva paternalista que consideraba la idolatría y las prácticas mágicas como debilidades de la gente ignorante, a quienes no valía la pena que la «gente de razón» tuviera en cuenta (Behar, 1987). De ahí en adelante, la preocupación por la adoración al Diablo migraría hacia las recientes plantaciones de esclavos de Brasil, el Caribe y América del Norte donde —comenzando con las guerras del rey Felipe— los colonos ingleses justificaron las masacres de los indios americanos nativos calificándolos de sirvientes del Diablo (Williams y Williams Adelman, 1978: 143).
Los juicios de Salem también fueron explicados por las autoridades locales con el argumento de que los oriundos de Nueva Inglaterra, se habían establecido en la tierra del Diablo. Tal y como señaló Cotton Mather unos años más tarde, al recordar los hechos de Salem:
Me he encontrado con algunas cosas extrañas […] que me han hecho pensar que esta guerra inexplicable (la guerra llevada a cabo por los espíritus del mundo invisible contra la gente de Salem) podría haber tenido sus orígenes entre los indios, cuyos principales jefes son famosos, incluso entre algunos de nuestros cautivos, por haber sido horribles hechiceros y diabólicos magos que como tales conversaban con los demonios. (ibidem, 145)
En este contexto, resulta significativo que los juicios de Salem hayan sido provocados por las adivinaciones de una esclava india del Oeste —Tituba— que fue de las primeras en ser arrestadas, y que la última ejecución de una bruja, en territorio de habla inglesa, fuera la de una esclava negra, Sarah Basset, muerta en Bermudas en 1730 (Daly, 1978: 179). De hecho, en el siglo XVIII la bruja se estaba convirtiendo en una practicante africana de obeah, un ritual que los colonos temían y demonizaban por considerarlo una incitación a la rebelión.
Sin embargo, la abolición de la esclavitud no supuso la desaparición de la caza de brujas del repertorio de la burguesía. Por el contrario, la expansión global del capitalismo a través de la colonización y de la cristianización aseguraron que esta persecución fuera implantada en el cuerpo de las sociedades colonizadas y, con el tiempo, puesta en práctica por las comunidades sojuzgadas en su propio nombre y contra sus propios miembros.
Por ejemplo, en la década de 1840 tuvo lugar una oleada de quema de brujas en el oeste de la India. En este período fueron quemadas más mujeres por ser consideradas brujas que en la práctica del sati (Skaria, 1997: 110). Estos asesinatos se dieron en el contexto de la crisis social causada tanto por el ataque de las autoridades coloniales contra las comunidades que vivían en los bosques —en las cuales las mujeres tenían un mayor grado de poder que en las sociedades de castas que moraban en las planicies— como por la devaluación colonial del poder femenino, que tuvo como resultado el ocaso del culto a las diosas (ibidem: 139-40).
La caza de brujas también tuvo lugar en África, donde sobrevive hasta día de hoy como un instrumento clave de división en muchos países, especialmente en aquellos que en su momento estuvieron implicados en el comercio de esclavos, como Nigeria y Sudáfrica. También aquí la caza de brujas ha acompañado la pérdida de posición social de las mujeres provocada por la expansión del capitalismo y la intensificación de la lucha por los recursos que, en los últimos años, se ha venido agravando por la imposición de la agenda neoliberal. Como consecuencia de la competencia a vida o muerte por unos recursos cada vez más agotados, una gran cantidad de mujeres —en su mayoría ancianas y pobres— han sido perseguidas durante la década de 1990 en el norte de Transvaal, donde setenta de ellas fueron quemadas en los primeros cuatro meses de 1994 (Diario de México, 1994). También se han denunciado casos de cazas de brujas en Kenya, Nigeria y Camerún durante las décadas de 1980 y 1990, coincidiendo con la imposición de la política de ajuste estructural del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, lo que ha conducido a una nueva serie de cercamientos, causando un empobrecimiento de la población sin precedentes.17
La africanización de la bruja puede verse reflejada en esta caricatura de una petroleuse. Obsérvense sus inusuales aros, sombrero y rasgos africanos, que sugieren un parentesco entre las comuneras y las mujeres africanas «salvajes» que infundían a los esclavos el coraje para rebelarse, atormentando la imaginación de los burgueses franceses como ejemplo de salvajismo político.
17 En relación con «la renovada atención que ha recibido la brujería [en África] conceptualizada explícitamente en relación con los cambios en marcha», véase la edición de diciembre de 1998 de la African Studies Review, que está dedicada a esta cuestión. En particular, Diane Ciekawy y Peter Geschiere, «Containing Witchcraft: Conflicting Scenarios in Postcolonial Africa» (ibidem: 1-14).
En la década de 1980, en Nigeria, niñas inocentes confesaban haber matado a docenas de personas, mientras que en otros países africanos se elevaron peticiones a los gobernantes a fin de que las brujas fueran perseguidas con mayor rigor. Mientras tanto, en Sudáfrica y Brasil mujeres ancianas fueron asesinadas por vecinos y parientes bajo la acusación de brujería. Al mismo tiempo, una nueva clase de creencias brujeriles está comenzando a desarrollarse. Dichas creencias presentan semejanzas con las que fueron documentadas por Michael Taussing en Bolivia, y a partir de las cuales la gente pobre sospecha que los nouveau riches habrían adquirido su riqueza a través de medios ilícitos y sobrenaturales, acusándolos de querer transformar a sus víctimas en zombies con el fin de ponerlos a trabajar (Gerschiere y Nyamnjoh, 1998: 73-4).
Rara vez llegan a Europa y a Estados Unidos los casos sobre las cacerías de brujas que se dan en África o en América Latina, del mismo modo que las cacerías de brujas de los siglos XVI y XVII fueron durante mucho tiempo de poco interés para los historiadores. Incluso en los casos conocidos, su importancia es normalmente pasada por alto, debido a la extendida creencia de que estos fenómenos pertenecen a una era lejana y que no tienen vinculación alguna con «nosotros».
Si aplicamos, sin embargo, las lecciones del pasado al presente, nos damos cuenta de que la reaparición de la caza de brujas en tantas partes del mundo durante las décadas de 1980 y 1990 constituye un síntoma claro de un nuevo proceso de «acumulación primitiva», lo que significa que la privatización de la tierra y de otros recursos comunales, el masivo empobrecimiento, el saqueo y el fomento de la divisiones de comunidades que antes estaban cohesionadas han vuelto a formar parte de la agenda mundial. «Si las cosas continúan de esta manera» —le comentaban las ancianas de una aldea senegalesa a un antropólogo norteamericano, expresando sus temores en relación con el futuro— «nuestros niños se comerán los unos a los otros». Y, en efecto, esto es lo que se logra a través de la caza de brujas, ya sea dirigida desde arriba, como una forma de criminalización de la resistencia a la expropiación, o desde abajo, como un medio para apropiarse de los recursos, cada vez más escasos, como parece ser el caso de algunos lugares de África en la actualidad.
En algunos países, este proceso requiere todavía la movilización de brujas, espíritus y diablos. Pero no deberíamos engañarnos pensando que esto no nos concierne. Tal y como Arthur Miller observara en su interpretación de los juicios de Salem, en cuanto despojamos a la persecución de las brujas de su parafernalia metafísica, comenzamos a reconocer en ella fenómenos que están muy próximos a nosotros.

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Imágenes
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