Calibán y la bruja (I)

Omnia sunt communia! o “Todo es común” fue el grito colectivista de los campesinos anabaptistas, alzados de igual modo contra los príncipes protestantes y el emperador católico. Barridos de la faz de la tierra por sus enemigos, su historia fue la de un posible truncado, la de una alternativa a su tiempo que quedó encallada en la guerra y la derrota, pero que sin embargo en el principio de su exigencias permanece profundamente actual.

Agradecimientos
A las numerosas brujas que he conocido en el movimiento feminista y a otras brujas cuyas historias me han acompañado durante más de veinticinco años dejando, sin embargo, un deseo inagotable por contarlas, por hacer que se conozcan, por asegurar que no serán olvidadas.



Traficantes de Sueños no es una casa editorial, ni siquiera una editorial independiente que contempla la publicación de una colección variable de textos críticos. Es, por el contrario, un proyecto, en el sentido estricto de «apuesta», que se dirige a cartografiar las líneas constituyentes de otras formas de vida. La construcción teórica y práctica de la caja de herramientas que, con palabras propias, puede componer el ciclo de luchas de las próximas décadas.
Sin complacencias con la arcaica sacralidad del libro, sin concesiones con el narcisismo literario, sin lealtad alguna a los usurpadores del saber, TdS adopta sin ambages la libertad de acceso al conocimiento. Queda, por tanto, permitida y abierta la reproducción total o parcial de los textos publicados, en cualquier formato imaginable, salvo por explícita voluntad del autor o de la autora y sólo en el caso de las ediciones con ánimo de lucro.
Omnia sunt communia!

historia
Omnia sunt communia! o “Todo es común” fue el grito colectivista de los campesinos anabaptistas, alzados de igual modo contra los príncipes protestantes y el emperador católico. Barridos de la faz de la tierra por sus enemigos, su historia fue la de un posible truncado, la de una alternativa a su tiempo que quedó encallada en la guerra y la derrota, pero que sin embargo en el principio de su exigencias permanece profundamente actual.
En esta colección, que recoge tanto novelas históricas como rigurosos estudios científicos, se pretende reconstruir un mapa mínimo de estas alternativas imposibles: los rastros de viejas batallas que sin llegar a definir completamente nuestro tiempo, nos han dejado la vitalidad de un anhelo tan actual como el del grito anabaptista.
Omnia sunt communia!

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© 2004, Silvia Federici
© 2010, de la edición, Traficantes de Sueños.
Edición original: Caliban and the Witch. Women, The Body and Primitive Accumulation, Autonomedia, 2004.
Desde Traficantes de Sueños queremos agradecer a los compañeros y compañeras de Autonomedia la cesión de toda la base gráfica que acompaña este libro.

Título:
Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria
Autora: Silvia Federici
Traducción:
Verónica Hendel
Leopoldo Sebastián Touza
Maquetación y diseño de cubierta: Traficantes de Sueños taller@traficantes.net Edición:
Mario Sepúlveda Sánchez
Traficantes de Sueños
C/ Embajadores 35, local 6
28012 Madrid Tlf: 915320928 editorial@traficantes.net Impresión:
Queimada Gráficas.
C/ Salitre, 15
28012 Madrid
Tlf: 915305211
ISBN: 978-84-96453-51-7
Depósito legal: M-

Calibán y la bruja.
Mujeres, cuerpo y acumulación primitiva
Silvia Federici
Traducción:
Verónica Hendel y Leopoldo Sebastián Touza

Agradecimientos
A las numerosas brujas que he conocido en el movimiento feminista y a otras brujas cuyas historias me han acompañado durante más de veinticinco años dejando, sin embargo, un deseo inagotable por contarlas, por hacer que se conozcan, por asegurar que no serán olvidadas.
A nuestro hermano Jonathan Cohen cuyo amor, coraje y comprometida resistencia contra la injusticia me han ayudado a no perder la fe en la posibilidad de cambiar el mundo y en la habilidad de los hombres de hacer suya la lucha por la liberación de la mujeres.
A todas las personas que me han ayudado a producir el presente volumen. Mi agradecimiento a George Caffentzis, con quien he discutido cada aspecto de este libro; a Mitchel Cohen por sus excelentes comentarios, por la edición de parte del manuscrito y por su apoyo entusiasta a este proyecto; a Ousseina Alidou y Maria Sari por hacerme conocer el trabajo de Maryse Condé; a Ferrucio Gambino por señalarme la existencia de la esclavitud en la Italia de los siglos XVII y XVIII; a David Goldstein por el material sobre la pharmakopeia de las brujas; a Conrad Herold por sus aportaciones a mi investigación sobre la caza de brujas en Perú; a Massimo de Angelis por dejarme sus escritos sobre acumulación originaria y por el importante debate que sobre este tema ha organizado en The Commoner; a Willy Mutunga por el material sobre los aspectos legales de la brujería en África Oriental. Mi agradecimiento a Michaela Brennan y Veena Viswanatha por leer el manuscrito y darme consejo y apoyo. Mi agradecimiento también para Mariarosa Dalla Costa, Nicholas Faraclas, Leopolda Fortunati, Everet Green, Peter Linebaugh, Bene Madunagu, Maria Mies, Ariel Salleh, Hakim Bey. Su trabajo ha sido un punto de referencia para la perpectiva que da forma a Calibán y la bruja, aunque puede que no estén de acuerdo con todo lo que he escrito aquí.
Un agradecimiento especial a Jim Fleming, Sue Ann Harkey, Ben Meyers y Enrika Biddle, quienes han dedicado muchas horas de su tiempo a este libro y que, con su paciencia y ayuda, me han ofrecido la posibilidad de terminarlo, a pesar de mis interminables dilaciones.

ÍNDICE
Prefacio (15)
Introducción (21)
1. El mundo entero necesita una sacudida. Los movimientos sociales y la crisis política en la Europa medieval (33)
Introducción (33)
La servidumbre como relación de clase (36)
La lucha por lo común (41)
Libertad y división social (46)
Los movimientos milenaristas y heréticos (51)
La politización de la sexualidad (62)
Las mujeres y la herejía (64)
Luchas urbanas (68)
La Peste Negra y la crisis del trabajo (73) La política sexual, el surgimiento del Estado y la contrarrevolución (78)
2. La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres. La construcción de la «diferencia» en la «transición al capitalismo» (85)
Introducción (85)
La acumulación capitalista y la acumulación de trabajo (91)
La privatización de la tierra en Europa, producción de escasez y separación de la producción respecto de la reproducción (98) La Revolución de los Precios y la pauperización de la clase trabajadora europea (114)
La intervención estatal en la reproducción del trabajo: la asistencia a los pobres y la criminalización de los trabajadores (123)
Descenso de la población, crisis económica y disciplinamiento de las mujeres (130)
La devaluación del trabajo femenino (141)
Las mujeres como nuevos bienes comunes y como sustituto de las tierras perdidas (147)
El patriarcado del salario (148)
La domesticación de las mujeres y la redefinición de la feminidad y la masculinidad: las mujeres como los salvajes de Europa (152)
La colonización, la globalización y las mujeres (157)
Sexo, raza y clase en las colonias (164)
El capitalismo y la división sexual del trabajo (176)
3. El gran Calibán. La lucha contra el cuerpo rebelde (179) 4. La gran caza de brujas en Europa (219)
Introducción (219)
Las épocas de la quema de brujas y la iniciativa estatal (223)
Creencias diabólicas y cambios en el modo de producción (231)
Caza de brujas y sublevación de clases (237)
La caza de brujas, la caza de mujeres y la acumulación del trabajo (246)
La caza de brujas y la supremacía masculina: la domesticación de las mujeres (257)
La caza de brujas y la racionalización capitalista de la sexualidad (264)
La caza de brujas y el Nuevo Mundo (272)
La bruja, la curandera y el nacimiento de la ciencia moderna (275)
5. Colonización y cristianización. Calibán y las brujas en el Nuevo Mundo (287)
Introducción (287)
El nacimiento de los caníbales (290)
Explotación, resistencia y demonización (296)
Mujeres y brujas en América (304)
Las brujas europeas y los «indios» (309)
La caza de brujas y la globalización (314)
Bibliografía (319) Índice de imágenes (367) 

Prefacio
Calibán y la bruja presenta las principales líneas de un proyecto de investigación sobre las mujeres en la «transición» del feudalismo al capitalismo que comencé a mediados de los setenta, en colaboración con la feminista italiana Leopoldina Fortunati. Sus primeros resultados aparecieron en un libro que publicamos en Italia en 1984, Il Grande Calibano. Storia del corpo social ribelle nella prima fase del capitale [El gran calibán. Historia del cuerpo social rebelde en la primera fase del capital] (Milán, Franco Agneli).
Mi interés en esta investigación estuvo motivado en origen por los debates que acompañaron el desarrollo del Movimiento Feminista en Estados Unidos, en relación a las raíces de la «opresión» de las mujeres y las estrategias políticas que el propio movimiento debía adoptar en la lucha por su liberación. En ese momento, las principales perspectivas teóricas y políticas desde las que se analizaba la realidad de la discriminación sexual venían propuestas por dos ramas del movimiento de mujeres, principalmente: las feministas radicales y las feministas socialistas. Desde mi punto de vista, sin embargo, ninguna daba una explicación satisfactoria sobre las raíces de la explotación social y económica de las mujeres. En aquel entonces, cuestionaba a las feministas radicales por su tendencia a dar cuenta de la discriminación sexual y el dominio patriarcal a partir de estructuras transhistóricas, que presumiblemente operaban con independencia de las relaciones de producción y de clase. Las feministas socialistas reconocían, en cambio, que la historia de las mujeres no puede separarse de la historia de los sistemas específicos de explotación y otorgaban prioridad, en su análisis, a las mujeres consideradas en tanto trabajadoras en la sociedad capitalista. Pero el límite de su punto de vista, según lo que entendía en ese momento, estaba en su incapacidad de reconocer la esfera de la reproducción como fuente
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de creación de valor y explotación, lo que las llevaba a considerar las raíces del diferencial de poder entre mujeres y hombres en la exclusión de las mujeres del desarrollo capitalista —una posición que, una vez más, nos obligaba a basarnos en esquemas culturales para dar cuenta de la supervivencia del sexismo en el universo de las relaciones capitalistas.
Fue en este contexto que tomó forma la idea de bosquejar la historia de las mujeres en la transición del feudalismo al capitalismo. La tesis que inspiró esta investigación fue articulada por Mariarosa dalla Costa y Selma James, así como también por otras activistas del Wages for Housework Movement [Movimiento por un Salario para el Trabajo Doméstico], en una serie de documentos muy controvertidos en los años setenta, pero que finalmente reconfiguraron el discurso sobre las mujeres, la reproducción y el capitalismo. Los más influyentes fueron The Power of Women and the Subversion of the Community (1971) [El poder de las mujeres y la subversión de la comunidad], de Mariarosa Dalla Costa, y Sex, Race, and Class (1975) [Sexo, raza y clase], de Selma James.
Contra la ortodoxia marxista, que explicaba la «opresión» y la subordinación a los hombres como un residuo de las relaciones feudales, Dalla Costa y James defendieron que la explotación de las mujeres había tenido una función central en el proceso de acumulación capitalista, en la medida en que las mujeres han sido las productoras y reproductoras de la mercancía capitalista más esencial: la fuerza de trabajo. Como decía Dalla Costa, el trabajo no-pagado de las mujeres en el hogar fue el pilar sobre el cual se construyó la explotación de los trabajadores asalariados, «la esclavitud del salario», así como también ha sido el secreto de su productividad (1972, 31). De este modo, el diferencial de poder entre mujeres y hombres en la sociedad capitalista no podía atribuirse a la irrelevancia del trabajo doméstico para la acumulación capitalista —lo que venía desmentida por las reglas estrictas que gobernaban las vidas de las mujeres— ni a la supervivencia de esquemas culturales atemporales. Por el contrario, debía interpretarse como el efecto de un sistema social de producción que no reconoce la producción y reproducción del trabajo como una actividad socio-económica y como una fuente de acumulación del capital y, en cambio, la mistifica como un recurso natural o un servicio personal, al tiempo que saca provecho de la condición no-asalariada del trabajo involucrado.
A raíz de la explotación de las mujeres en la sociedad capitalista, la división sexual del trabajo y el trabajo no-pagado realizado por las mujeres, Dalla Costa y James demostraron que era posible trascender
Prefacio17
la dicotomía entre el patriarcado y la clase, otorgando al patriarcado un contenido histórico específico. También abrieron el camino para una reinterpretación de la historia del capitalismo y de la lucha de clases desde un punto de vista feminista.
Fue con ese espíritu que Leopoldina Fortunati y yo comenzamos a estudiar aquello que, sólo eufemísticamente, puede describirse como la «transición al capitalismo», y a rastrear una historia que no nos habían enseñado en la escuela, pero que resultaba decisiva para nuestra educación. Esta historia no sólo ofrecía una explicación teórica de la génesis del trabajo doméstico en sus principales componentes estructurales: la separación de la producción y la reproducción, el uso específicamente capitalista del salario para regir el trabajo de los no asalariados y la devaluación de la posición social de las mujeres con el advenimiento del capitalismo. También proveía una genealogía de los conceptos modernos de feminidad y masculinidad que cuestionaba el presupuesto postmoderno de la existencia, en la «cultura occidental», de una predisposición casi ontológica a capturar el género desde oposiciones binarias. Descubrimos que las jerarquías sexuales siempre están al servicio de un proyecto de dominación que sólo puede sustentarse a sí mismo a través de la división, constantemente renovada, de aquéllos a quienes intenta gobernar.
El libro que resultó de esta investigación, Il Grande Calibano: storia del corpo sociale ribelle nella prima fase del capitale (1984), fue un intento de repensar el análisis de la acumulación primitiva de Marx desde un punto de vista feminista. Pero en este proceso, las categorías marxianas que habíamos recibido se demostraron inadecuadas. Entre las «bajas», podemos mencionar la identificación marxiana del capitalismo con el advenimiento del trabajo asalariado y el trabajador «libre», que contribuye a esconder y naturalizar la esfera de la reproducción. Il Grande Calibano también implicaba una crítica a la teoría del cuerpo de Michel Foucault. Como señalamos, el análisis de Foucault sobre las técnicas de poder y las disciplinas a las que el cuerpo se ha sujetado ignora el proceso de reproducción, funde las historias femenina y masculina en un todo indiferenciado y se desinteresa por el «disciplinamiento» de las mujeres, hasta tal punto que nunca menciona uno de los ataques más monstruosos contra el cuerpo que haya sido perpetrado en la era moderna: la caza de brujas.
La tesis principal de Il Grande Calibano sostenía que, para poder comprender la historia de las mujeres en la transición del feudalismo al capitalismo, debemos analizar los cambios que el capitalismo introdujo en el proceso de reproducción social y, especialmente, de la reproducción de la fuerza de trabajo. Este libro examina así la reorganización del trabajo doméstico, la vida familiar, la crianza de los hijos, la sexualidad, las relaciones entre hombres y mujeres y la relación entre producción y reproducción en la Europa de los siglos XVI y XVII. Este análisis es reproducido en Calibán y la bruja; y sin embargo, el alcance del presente volumen difiere de Il Grande Calibano en tanto responde a un contexto social diferente y a un conocimiento cada vez mayor sobre la historia de las mujeres.
Poco tiempo después de la publicación de Il Grande Calibano, dejé Estados Unidos y acepté un trabajo como profesora en Nigeria, donde permanecí durante casi tres años. Antes de irme, había enterrado mis papeles en un sótano, creyendo que no los necesitaría durante un tiempo. Sin embargo, las circunstancias de mi estancia en Nigeria no me permitieron olvidarlos. Los años comprendidos entre 1984 y 1986 constituyeron un punto de inflexión para Nigeria, así como para la mayoría de los países africanos. Fueron los años en que, en respuesta a la crisis de la deuda, el gobierno nigeriano entró en negociaciones con el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial; negociaciones que finalmente implicaron la adopción de un programa de ajuste estructural, la receta universal del Banco Mundial para la recuperación económica en todo el planeta.
El propósito declarado del programa consistía en hacer que Nigeria llegase a ser competitiva en el mercado internacional. Pero pronto se vio que esto suponía una nueva ronda de acumulación primitiva y una racionalización de la reproducción social orientada a destruir los últimos vestigios de propiedad comunal y de relaciones comunales, imponiendo de este modo formas más intensas de explotación. Así fue como asistí ante mis ojos al desarrollo de procesos muy similares a los que había estudiado en la preparación de Il Grande Calibano. Entre ellos, el ataque a las tierras comunales y una decisiva intervención del Estado (instigada por el Banco Mundial) en la reproducción de la fuerza de trabajo, con el objetivo de regular las tasas de procreación y, en este caso, reducir el tamaño de una población que era considerada demasiado exigente e indisciplinada desde el punto de vista de su inserción propugnada en la economía global. Junto a esas políticas, llamadas de forma adecuada con el nombre de «Guerra Contra la Indisciplina», fui también testigo de la instigación de una campaña misógina que denunciaba la vanidad y las excesivas demandas de las mujeres y del desarrollo
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de un candente debate semejante, en muchos sentidos, a las querelles des femmes del siglo XVII. Un debate que tocaba todos los aspectos de la reproducción de la fuerza de trabajo: la familia (polígama frente a monógama, nuclear frente a extendida), la crianza de los niños, el trabajo de las mujeres, las identidades masculinas y femeninas y las relaciones entre hombres y mujeres.
En este contexto, mi trabajo sobre la transición adquirió un nuevo sentido. En Nigeria comprendí que la lucha contra el ajuste estructural formaba parte de una larga lucha contra la privatización y el «cercamiento», no sólo de las tierras comunales sino también de las relaciones sociales, que data de los orígenes del capitalismo en Europa y América en el siglo XVI. También comprendí cuán limitada era la victoria que la disciplina de trabajo capitalista había obtenido en este planeta, y cuanta gente ve aún su vida de una forma radicalmente antagónica a los requerimientos de la producción capitalista. Para los impulsores del desarrollo, las agencias multinacionales y los inversores extranjeros, éste era y sigue siendo el problema de lugares como Nigeria. Pero para mí fue una gran fuente de fortaleza, en la medida en que demostraba que, a nivel mundial, todavía existen fuerzas extraordinarias que enfrentan la imposición de una forma de vida concebida exclusivamente en términos capitalistas. La fortaleza que obtuve, también estuvo vinculada a mi encuentro con Mujeres en Nigeria [Women in Nigeria, WIN], la primera organización feminista de ese país, que me permitió entender mejor las luchas que las mujeres nigerianas han llevado adelante para defender sus recursos y rechazar el nuevo modelo patriarcal que se les impone, ahora promovido por el Banco Mundial.
A fines de 1986 la crisis de la deuda había alcanzado a las instituciones académicas y, como ya no podía mantenerme, abandoné Nigeria en cuerpo aunque no en espíritu. La preocupación por los ataques efectuados contra el pueblo nigeriano nunca me abandonó. De este modo, el deseo de volver a estudiar «la transición al capitalismo» me ha acompañado desde mi retorno. En un principio, había leído los sucesos nigerianos a través del prisma de la Europa del siglo XVI. En Estados Unidos, fue el proletariado nigeriano lo que me hizó retornar a las luchas por lo común y al sometimiento capitalista de las mujeres, dentro y fuera de Europa. Al regresar, también comencé a enseñar en un programa interdisciplinario en el que debía hacer frente a un tipo distinto de «cercamiento»: el cercamiento del saber, es decir, la creciente pérdida, entre las nuevas generaciones, del sentido histórico de nuestro pasado común. Es por eso que en Calibán y la bruja reconstruyo las luchas anti-feudales de la Edad Media y las luchas con las que el proletariado europeo resistió a la llegada del capitalismo. Mi objetivo no es sólo poner a disposición de los no especialistas las pruebas en las que se sustenta mi análisis, sino revivir entre las generaciones jóvenes la memoria de una larga historia de resistencia que hoy corre el peligro de ser borrada. Preservar esta memoria es crucial si hemos de encontrar una alternativa al capitalismo. Esta posibilidad dependerá de nuestra capacidad de oír las voces de aquéllos que han recorrido caminos similares.

Introducción
Desde Marx, estudiar la génesis del capitalismo ha sido un paso obligado para aquellos activistas y académicos convencidos de que la primera tarea en la agenda de la humanidad es la construcción de una alternativa a la sociedad capitalista. No sorprende que cada nuevo movimiento revolucionario haya regresado a la «transición al capitalismo», aportándole las perspectivas de nuevos sujetos sociales y descubriendo nuevos terrenos de explotación y resistencia. Si bien este libro está concebido dentro de esa tradición, hay dos consideraciones en particular que también lo han motivado.
En primer lugar, un deseo de repensar el desarrollo del capitalismo desde un punto de vista feminista, evitando las limitaciones de una «historia de las mujeres» separada del sector masculino de la clase trabajadora. El título Calibán y la bruja, inspirado en La Tempestad de Shakespeare, refleja este esfuerzo. En mi interpretación, sin embargo, Calibán no sólo representa al rebelde anticolonial cuya lucha resuena en la literatura caribeña contemporánea, sino que también constituye un símbolo para el proletariado mundial y, más específicamente, para el cuerpo proletario como terreno e instrumento de resistencia a la lógica del capitalismo. Más importante aún, la figura de la bruja, que en
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La Tempestad se encuentra confinada a un segundo plano, se ubica en este libro en el centro de la escena, en tanto encarnación de un mundo de sujetos femeninos que el capitalismo no ha destruido: la hereje, la curandera, la esposa desobediente, la mujer que se anima a vivir sola, la mujer obeah que envenenaba la comida del amo e inspiraba a los esclavos a rebelarse.
La segunda motivación de este libro ha sido, con la nueva expansión de las relaciones capitalistas, el retorno a nivel mundial de un conjunto de fenómenos que usualmente venían asociados a la génesis del capitalismo. Entre ellos se encuentra una nueva serie de «cercamientos» que han expropiado a millones de productores agrarios de su tierra, además de la pauperización masiva y la criminalización de los trabajadores, por medio de políticas de encarcelamiento que nos recuerdan al «Gran Confinamiento» descrito por Michel Foucault en su estudio sobre la historia de la locura. También hemos sido testigos del desarrollo mundial de nuevos movimientos de diáspora acompañados por la persecución de lo trabajadores migrantes. Algo que nos recuerda, una vez más, las «Leyes Sangrientas» introducidas en la Europa de los siglos XVI y XVII con el objetivo de poner a los «vagabundos» a disposición de la explotación local. Aún más importante para este libro ha sido la intensificación de la violencia contra las mujeres, e incluso en algunos países (como, por ejemplo, Sudáfrica y Brasil) el retorno de la caza de brujas.
¿Por qué, después de 500 años de dominio del capital, a comienzos del tercer milenio aún hay trabajadores que son masivamente definidos como pobres, brujas y bandoleros? ¿De qué manera se relacionan la expropiación y la pauperización con el permanente ataque contra las mujeres? ¿Qué podemos aprender acerca del despliegue capitalista, pasado y presente, cuando es examinado desde una perspectiva feminista?
Con estas preguntas en mente he vuelto a analizar la «transición» del feudalismo al capitalismo desde el punto de vista de las mujeres, el cuerpo y la acumulación primitiva. Cada uno de estos conceptos hace referencia a un marco conceptual que sirve de punto de referencia para este trabajo: el feminista, el marxista y el foucaultiano. Por eso, voy a comenzar esta introducción con algunas observaciones sobre la relación entre mi propia perspectiva de análisis y cada una de estos marcos de referencias.
La «acumulación primitiva» es un término usado por Marx en el Tomo I de El Capital con el fin de caracterizar el proceso político en el que se sustenta el desarrollo de las relaciones capitalistas. Se trata de

un término útil en la medida que nos proporciona un denominador común que permite conceptualizar los cambios, producidos por la llegada del capitalismo en las relaciones económicas y sociales. Su importancia yace, especialmente, en el hecho de que Marx trate la «acumulación primitiva» como un proceso fundacional, lo que revela las condiciones estructurales que hicieron posible la sociedad capitalista. Esto nos permite leer el pasado como algo que sobrevive en el presente, una consideración esencial para el uso del término en este trabajo.
Sin embargo, mi análisis se aparta del de Marx por dos vías distintas. Si Marx examina la acumulación primitiva desde el punto de vista del proletariado asalariado de sexo masculino y el desarrollo de la producción de mercancías, yo la examino desde el punto de vista de los cambios que introduce en la posición social de las mujeres y en la producción de la fuerza de trabajo. De aquí que mi descripción de la acumulación primitiva incluya una serie de fenómenos que están ausentes en Marx y que, sin embargo, son extremadamente importantes para la acumulación capitalista. Éstos incluyen: i) el desarrollo de una nueva división sexual del trabajo que somete el trabajo femenino y la función reproductiva de las mujeres a la reproducción de la fuerza de trabajo; ii) la construcción de un nuevo orden patriarcal, basado en la exclusión de las mujeres del trabajo asalariado y su subordinación a los hombres; iii) la mecanización del cuerpo proletario y su transformación, en el caso de las mujeres, en una máquina de producción de nuevos trabajadores. Y lo que es más importante, he situado en el centro de este análisis de la acumulación primitiva las cacerías de brujas de los siglos XVI y XVII; sostengo aquí que la persecución de brujas, tanto en Europa como en el Nuevo Mundo, fue tan importante para el desarrollo del capitalismo como la colonización y como la expropiación del campesinado europeo de sus tierras.
Este análisis se diferencia también del de Marx en su evaluación del legado y de la función de la acumulación primitiva. Si bien Marx era agudamente consciente del carácter criminal del desarrollo capitalista —su historia, declaró, «está escrita en los anales de la humanidad con letras de fuego y sangre»— no cabe duda de que lo consideraba como un paso necesario en el proceso de liberación humana. Creía que acababa con la propiedad en pequeña escala e incrementaba (hasta un grado no alcanzado por ningún otro sistema económico) la capacidad productiva del trabajo, creando las condiciones materiales para liberar a la humanidad de la escasez y la necesidad. También suponía que la violencia que había presidido las primeras fases de la expansión capitalista retrocedería con la maduración de las relaciones capitalistas; a partir de ese momento la explotación y el disciplinamiento del trabajo serían logradas fundamentalmente a través del funcionamiento de las leyes económicas (Marx, [1867] 1909, T. I). En esto estaba profundamente equivocado. Cada fase de la globalización capitalista, incluida la actual, ha venido acompañada de un retorno a los aspectos más violentos de la acumulación primitiva, lo que demuestra que la continua expulsión de los campesinos de la tierra, la guerra y el saqueo a escala global y la degradación de las mujeres son condiciones necesarias para la existencia del capitalismo en cualquier época.
Debería agregar que Marx nunca podría haber supuesto que el capitalismo allanaba el camino hacia la liberación humana si hubiera mirado su historia desde el punto de vista de las mujeres. Esta historia enseña que, aun cuando los hombres alcanzaron un cierto grado formal de libertad, las mujeres siempre fueron tratadas como seres socialmente inferiores, explotadas de un modo similar a formas de esclavitud. «Mujeres», entonces, en el contexto de este libro, significa no sólo una historia oculta que necesita hacerse visible, sino una forma particular de explotación y, por lo tanto, una perspectiva especial desde la cual reconsiderar la historia de las relaciones capitalistas.
Este proyecto no es nuevo. Desde el comienzo del Movimiento Feminista las mujeres han vuelto una y otra vez sobre la «transición al capitalismo», aun cuando no siempre lo hayan reconocido. Durante cierto tiempo, el marco principal que configuraba la historia de las mujeres fue de carácter cronológico. La designación más común que han utilizado las historiadoras feministas para describir el periodo de transición ha sido el de «la temprana modernidad europea», que, dependiendo de la autora, podía designar el siglo XIII o el XVII.
En los años ochenta, sin embargo, aparecieron una serie de trabajos que asumieron una perspectiva más crítica. Entre éstos estaban los ensayos de Joan Kelly sobre el Renacimiento y las Querelles des femmes. The Death of Nature [Querelles des femmes. La muerte de la naturaleza] (1981) de Carolyn Merchant, L’Arcano della Riproduzione (1981) [El arcano de la reproducción] de Leopoldina Fortunati, Working Women in Renaissance Germany (1986) [Mujeres trabajadoras en el Renacimiento alemán] y Patriarchy and Accumulation on a World Scale (1986) [Patriarcado y acumulación a escala global] de Maria Mies. A estos trabajos debemos agregar una gran cantidad de monografías que a lo largo de las últimas dos décadas han reconstruido la presencia de las mujeres en las economías rural y urbana de la Europa medieval y moderna, así como la vasta literatura y el trabajo de documentación que se ha realizado sobre la caza de brujas y las vidas de las mujeres en la América pre-colonial y de las islas del Caribe. Entre estas últimas, quiero recordar especialente The Moon, The Sun, and the Witches (1987) [La luna, el sol y las brujas] de Irene Silverblatt, el primer informe sobre la caza de brujas en el Perú colonial y Natural Rebels. A Social History of Barbados (1995) [Rebeldes naturales. Una historia social de Barbados] de Hilary Beckles que, junto con Slave Women in Caribbean Society: 1650-1838 (1990) [Mujeres esclavas en la sociedad caribeña (1650-1838)] de Barbara Bush, se encuentran entre los textos más importantes que se han escrito sobre la historia de las mujeres esclavizadas en las plantaciones del Caribe.
Esta producción académica ha confirmado que la reconstrucción de la historia de las mujeres o la mirada de la historia desde un punto de vista femenino implica una redefinición de las categorías históricas aceptadas, que visibilice las estructuras ocultas de dominación y explotación. De este modo, el ensayo de Kelly, «Did Women have a Renaissance?» (1984) [¿Tuvieron las mujeres un Renacimiento?], debilitó la periodización histórica clásica que celebra el Renacimiento como un ejemplo excepcional de hazaña cultural. Querelles des femmes. The Death of Nature de Carolyn Merchant cuestionó la creencia en el carácter socialmente progresista de la revolución científica, al defender que el advenimiento del racionalismo científico produjo un desplazamiento cultural desde un paradigma orgánico hacia uno mecánico que legitimó la explotación de las mujeres y de la naturaleza.
De especial importancia ha sido Patriarchy and Accumulation on a World Scale de Maria Mies, un trabajo ya clásico que reexamina la acumulación capitalista desde un punto de vista no-eurocéntrico, y que al conectar el destino de las mujeres en Europa al de los súbditos coloniales de dicho continente brinda una nueva comprensión del lugar de las mujeres en el capitalismo y en el proceso de globalización.
Calibán y la bruja se basa en estos trabajos y en los estudios contenidos en Il Grande Calibano (analizado en el Prefacio). Sin embargo, su alcance histórico es más amplio, en tanto que el libro conecta el desarrollo del capitalismo con la crisis de reproducción y las luchas sociales del periodo feudal tardío, por un lado, y con lo que Marx define como la «formación del proletariado», por otro. En este proceso, el libro aborda una serie de preguntas históricas y metodológicas que han estado en el centro del debate sobre la historia de las mujeres y de la teoría feminista.
La pregunta histórica más importante que aborda este libro es la de cómo explicar la ejecución de cientos de miles de «brujas» a comienzos de la era moderna y por qué el capitalismo surge mientras está en marcha esta guerra contra las mujeres. Las académicas feministas han desarrollado un esquema que arroja bastante luz sobre la cuestión. Existe un acuerdo generalizado sobre el hecho de que la caza de brujas trató de destruir el control que las mujeres habían ejercido sobre su función reproductiva y que sirvió para allanar el camino al desarrollo de un régimen patriarcal más opresivo. Se defiende también que la caza de brujas estaba arraigada en las transformaciones sociales que acompañaron el surgimiento del capitalismo. Sin embargo, las circunstancias históricas específicas bajo las cuales la persecución de brujas se desarrolló y las razones por las que el surgimiento del capitalismo exigió un ataque genocida contra las mujeres aún no han sido investigadas. Ésta es la tarea que emprendo en Calibán y la bruja, comenzando por el análisis de la caza de brujas en el contexto de la crisis demográfica y económica de los siglos XVI y XVII y las políticas de tierra y trabajo de la era mercantilista. Mi trabajo constituye aquí tan sólo un esbozo de la investigación que sería necesaria a fin de clarificar las conexiones mencionadas y, especialmente, la relación entre la caza de brujas y el desarrollo contemporáneo de una nueva división sexual del trabajo que confina a las mujeres al trabajo reproductivo. Sin embargo, es conveniente demostrar que la persecución de las brujas (al igual que la trata de esclavos y los cercamientos) constituyó un aspecto central de la acumulación y la formación del proletariado moderno, tanto en Europa como en el «Nuevo Mundo».
Hay otros modos en los que Calibán y la bruja dialoga con la «historia de las mujeres» y la teoría feminista. En primer lugar, confirma que «la transición al capitalismo» es una cuestión primordial para teoría feminista, ya que la redefinición de las tareas productivas y reproductivas y de las relaciones hombre-mujer en este periodo, que fue realizada con la máxima violencia e intervención estatal, no dejan dudas sobre el carácter construido de los roles sexuales en la sociedad capitalista. El análisis que aquí se propone nos permite trascender también la dicotomía entre «género» y «clase». Si es cierto que en la sociedad capitalista la identidad sexual se convirtió en el soporte específico de las funciones del trabajo, el género no debería ser considerado una realidad puramente cultural sino que debería ser tratado como una especificación de las relaciones de clase. Desde este punto de vista, los debates que han tenido lugar entre las feministas postmodernas acerca de la necesidad de deshacerse de las «mujeres» como categoría de análisis y definir al feminismo en términos puramente agonísticos, han estado mal orientados. Para decirlo de otra manera: si en la sociedad capitalista la «feminidad» se ha constituido como una función-trabajo que oculta la producción de la fuerza de trabajo bajo la cobertura de un destino biológico, la «historia de las mujeres» es la «historia de las clases» y la pregunta que debemos hacernos es si se ha trascendido la división sexual del trabajo que ha producido ese concepto en particular. En caso de que la respuesta sea negativa (tal y como ocurre cuando consideramos la organización actual del trabajo reproductivo), entonces «mujeres» es una categoría de análisis legítima, y las actividades asociadas a la «reproducción» siguen siendo un terreno de lucha fundamental para las mujeres —como lo eran para el movimiento feminista de los años setenta— y un nexo de unión con la historia de las brujas.
Otra pregunta que analiza Calibán y la bruja es la que plantean las perspectivas opuestas que ofrecen los análisis feministas y foucaultianos sobre el cuerpo, tal y como son usados en la interpretación de la historia del desarrollo capitalista. Desde los comienzos del Movimiento de Mujeres, las activistas y teóricas feministas han visto el concepto de «cuerpo» como una clave para comprender las raíces del dominio masculino y de la construcción de la identidad social femenina. Más allá de las diferencias ideológicas, han llegado a la conclusión de que la categorización jerárquica de las facultades humanas y la identificación de las mujeres con una concepción degradada de la realidad corporal ha sido históricamente instrumental a la consolidación del poder patriarcal y a la explotación masculina del trabajo femenino. De este modo, los análisis de la sexualidad, la procreación y la maternidad se han puesto en el centro de la teoría feminista y de la historia de las mujeres. En particular, las feministas han sacado a la luz y han denunciado las estrategias y la violencia por medio de las cuales los sistemas de explotación, centrados en los hombres, han intentado disciplinar y apropiarse del cuerpo femenino, poniendo de manifiesto que los cuerpos de las mujeres han constituido los principales objetivos —lugares privilegiados— para el despliegue de las técnicas de poder y de las relaciones de poder. Efectivamente, la enorme cantidad de estudios feministas que se han producido desde principios de los años setenta acerca del control ejercido sobre la función reproductiva de las mujeres, los efectos de las violaciones y el maltrato y la imposición de la belleza como una condición de aceptación social, constituyen una enorme contribución al discurso sobre el cuerpo en nuestros tiempos, y señalan la errónea percepción, tan frecuente entre los académicos, que atribuye su descubrimiento a Michel Foucault.
Partiendo de un análisis de la «política del cuerpo», las feministas no sólo han revolucionado el discurso filosófico y político contemporáneo sino que también han comenzado a revalorizar el cuerpo. Éste ha sido un paso necesario tanto para confrontar la negatividad que acarrea la identificación de feminidad con corporalidad, como para crear una visión más holística de qué significa ser un ser humano.3 Esta valorización ha

3 No sorprende que la valoración del cuerpo haya estado presente en casi toda la literatura de la «segunda ola» del feminismo del siglo XX, tal y como ha sido caracterizada la literatura producida por la revuelta anticolonial y por los descendientes de los esclavos africanos. En este terreno, cruzando grandes fronteras geográficas y culturales, A Room of One´s Own [Una habitación propia] (1929), de Virginia Woolf, anticipó Cahier d´un retour au pays natal [Cuadernos del retorno a un país natal] (1938) de Aimé Cesaire, cuando regaña a su audiencia femenina y, por detrás, al mundo femenino, por no haber logrado producir otra cosa que niños.
Jóvenes, diría que […] ustedes nunca han hecho un descubrimiento de cierta importancia. Nunca han hecho temblar a un imperio o conducido un ejército a la batalla. Las obras de Shakesperare no son suyas […] ¿Qué excusa tienen? Está bien para ustedes decir, señalando las calles y las plazas y las selvas del mundo plagadas de habitantes negros y blancos y de color café […] hemos estado haciendo otro trabajo. Sin él, esos mares no serían navegados y esas tierras fértiles serían un desierto. Hemos alzado y criado y enseñado, tal vez hasta la edad de seis o siete, a los mil seiscientos veintitrés millones de seres humanos que, de acuerdo a las estadísticas, existen, algo que, aun cuando algunas hayan tenido ayuda, requiere tiempo (Woolf, 1929: 112).
Esta capacidad de subvertir la imagen degradada de la feminidad, que ha sido construida a través de la identificación de las mujeres con la naturaleza, la materia, lo corporal, es la potencia del «discurso feminista sobre el cuerpo» que trata de desenterrar lo que el control masculino de nuestra realidad corporal ha sofocado. Sin embargo, es una ilusión concebir la liberación femenina como un «retorno al cuerpo». Si el cuerpo femenino —como discuto en este trabajo— es un significante para el campo de actividades reproductivas que ha sido apropiado por los hombres y el Estado y convertido en un instrumento de producción de fuerza de trabajo (con todo lo que esto supone en términos de reglas y regulaciones sexuales, cánones estéticos y castigos), entonces el cuerpo es el lugar de una alienación fundamental que puede superarse sólo con el fin de la disciplina-trabajo que lo define.
Esta tesis se verifica también para los hombres. La descripción de un trabajador que se siente a gusto sólo en sus funciones corporales hecha por Marx ya intuía este hecho. Marx, sin embargo, nunca expuso la magnitud del ataque al que el cuerpo masculino estaba sometido con el advenimiento del capitalismo. Irónicamente, al igual que Michel Foucault, Marx enfatizó también la productividad del trabajo al que los trabajadores están subordinados —una productividad que para él es la condición para el futuro dominio de la sociedad por los trabajadores. Marx no observó que el desarrollo de las potencias industriales de los trabajadores fue a costa del subdesarrollo de sus poderes como individuos sociales, aunque reconociese que los trabajadores en la sociedad capitalista están tan alienados de su trabajo, de sus relaciones con otros y de los productos de su trabajo como para estar dominados por éstos como si se tratara de una fuerza ajena.
tomado varios perfiles, desde la búsqueda de formas de saber no dualistas hasta el intento (con feministas que ven la «diferencia» sexual como un valor positivo) de desarrollar un nuevo tipo de lenguaje y de «[repensar] las raíces corporales de la inteligencia humana». Tal y como ha señalado Rosi Braidotti, el cuerpo que se reclama no ha de entenderse nunca como algo biológicamente dado. Sin embargo, eslóganes como «recuperar la posesión del cuerpo» o «hacer hablar al cuerpo» han sido criticados por teóricos postestructuralistas y foucaultianos que rechazan como ilusorio cualquier llamamiento a la liberación de los instintos. Por su parte, las feministas han acusado al discurso de Foucault sobre la sexualidad de omitir la diferenciación sexual, al mismo tiempo que se apropiaba de muchos saberes desarrollados por el Movimiento Feminista. Esta crítica es bastante acertada. Más aún, Foucault está tan intrigado por el carácter «productivo» de las técnicas de poder de las que el cuerpo ha sido investido, que su análisis deja prácticamente fuera cualquier crítica de las relaciones de poder. El carácter casi defensivo de la teoría de Foucault sobre el cuerpo se ve acentuado por el hecho de que considera al cuerpo como algo constituido puramente por prácticas discursivas y de que está más interesado en describir cómo se despliega el poder que en identificar su fuente. Así, el Poder que produce al cuerpo aparece como una entidad autosuficiente, metafísica, ubicua, desconectada de las relaciones sociales y económicas, y tan misteriosa en sus variaciones como un Fuerza Motriz divina.
¿Puede un análisis de la transición al capitalismo y de la acumulación primitiva ayudarnos a ir más allá de estas alternativas? Creo que sí. Con respecto al enfoque feminista, nuestro primer paso debe ser documentar las condiciones sociales e históricas bajo las cuales el cuerpo se tornado elemento central y esfera de actividad definitiva para la constitución de la feminidad. En esta línea, Calibán y la bruja muestra que, en la sociedad capitalista, el cuerpo es para las mujeres lo que la fábrica es para los trabajadores asalariados varones: el principal terreno de su explotación y resistencia, en la misma medida en que el cuerpo femenino ha sido apropiado por el Estado y los hombres, forzado a funcionar como un medio para la reproducción y la acumulación de trabajo. En este sentido, es bien merecida la importancia que ha adquirido el cuerpo, en todos sus aspectos —maternidad, parto, sexualidad—, tanto dentro de la teoría feminista como en la historia de las mujeres. Calibán y la bruja corrobora también el saber feminista que se niega a identificar el cuerpo con la esfera de lo privado y, en esa línea, habla de una «política del cuerpo». Más aún, explica cómo para las mujeres el cuerpo puede ser tanto una fuente de identidad como una prisión y por qué tiene tanta importancia para las feministas y, a la vez, resulta tan problemático su valoración.
En cuanto a la teoría de Foucault, la historia de la acumulación primitiva ofrece muchos contraejemplos, demostrando que sólo puede defenderse al precio de realizar omisiones históricas extraordinarias. La más obvia es la omisión de la caza de brujas y el discurso sobre la demonología en su análisis sobre el disciplinamiento del cuerpo. De haber sido incluidas, sin lugar a dudas hubieran inspirado otras conclusiones. Puesto que ambas demuestran el carácter represivo del poder desplegado contra las mujeres, y lo inverosímil de la complicidad y la inversión de roles que Foucault, en su descripción de la dinámica de los micropoderes, imagina que existen entre las víctimas y sus perseguidores.
El estudio de la caza de brujas también desafía la teoría de Foucault relativa al desarrollo del «biopoder», despojándola del misterio con el que cubre la emergencia de este régimen. Foucault registra la mutación —suponemos que en la Europa del siglo XVIII— desde un tipo de poder construido sobre el derecho de matar, hacia un poder diferente que se ejerce a través de la administración y promoción de las fuerzas vitales, como el crecimiento de la población. Pero no ofrece pistas sobre sus motivaciones. Sin embargo, si ubicamos esta mutación en el contexto del surgimiento del capitalismo el enigma se desvanece: la promoción de las fuerzas de la vida no resulta ser más que el resultado de una nueva preocupación por la acumulación y la reproducción de la fuerza de trabajo. También podemos observar que la promoción del crecimiento poblacional por parte del Estado puede ir de la mano de una destrucción masiva de la vida; pues en muchas circunstancias históricas —como, por ejemplo, la historia de la trata de esclavos— una es condición de la otra. Efectivamente, en un sistema donde la vida está subordinada a la producción de ganancias, la acumulación de fuerza de trabajo sólo puede lograrse con el máximo de violencia para que, en palabras de Maria Mies, la violencia misma se transforme en la fuerza más productiva.
Para concluir, lo que Foucault habría aprendido si en su Historia de la sexualidad (1978) hubiera estudiado la caza de brujas en lugar de concentrarse en la confesión pastoral, es que esa historia no puede escribirse desde el punto de vista de un sujeto universal, abstracto, asexual. Más aún, habría reconocido que la tortura y la muerte pueden ponerse al servicio de la «vida» o, mejor, al servicio de la producción de la fuerza de trabajo, dado que el objetivo de la sociedad capitalista es transformar la vida en capacidad para trabajar y en «trabajo muerto».
Desde este punto de vista, la acumulación primitiva ha sido un proceso universal en cada fase del desarrollo capitalista. No es casualidad que su ejemplo histórico originario haya sedimentado estrategias que ante cada gran crisis capitalista han sido relanzadas, de diferentes maneras, con el fin de abaratar el coste del trabajo y esconder la explotación de las mujeres y los sujetos coloniales.
Esto es lo que ocurrió en el siglo XIX, cuando las respuestas al surgimiento del socialismo, la Comuna de París y la crisis de acumulación de 1873 fueron la «Pelea por África» y la invención de la familia nuclear en Europa, centrada en la dependencia económica de las mujeres a los hombres —seguida de la expulsión de las mujeres de los puestos de trabajo remunerados. Esto es también lo que ocurre en la actualidad, cuando una nueva expansión del mercado de trabajo está intentando devolvernos atrás en el tiempo en relación con la lucha anticolonial y las luchas de otros sujetos rebeldes —estudiantes, feministas, obreros industriales— que en los años sesenta y setenta debilitaron la división sexual e internacional del trabajo.
No sorprende, entonces, que la violencia a gran escala y la esclavitud hayan estado a la orden del día, del mismo modo en que lo estaban en el periodo de «transición», con la diferencia de que hoy los conquistadores son los oficiales del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, que todavía predican sobre el valor de un centavo a las mismas poblaciones a las que las potencias mundiales dzominantes han robado y pauperizado durante siglos. Una vez más, mucha de la violencia desplegada está dirigida contra las mujeres, porque, en la era del ordenador, la conquista del cuerpo femenino sigue siendo una precondición para la acumulación de trabajo y riqueza, tal y como lo demuestra la inversión institucional en el desarrollo de nuevas tecnologías reproductivas que, más que nunca, reducen a las mujeres a meros vientres.
También la «feminización de la pobreza» que ha acompañado la difusión de la globalización adquiere un nuevo significado cuando recordamos que éste fue el primer efecto del desarrollo del capitalismo sobre las vidas de las mujeres.
Efectivamente, la lección política que podemos aprender de Calibán y la bruja es que el capitalismo, en tanto sistema económico-social, está necesariamente vinculado con el racismo y el sexismo. El capitalismo debe justificar y mistificar las contradicciones incrustadas en sus relaciones sociales —la promesa de libertad frente a la realidad de la coacción generalizada y la promesa de prosperidad frente a la realidad de la penuria generalizada— denigrando la «naturaleza» de aquéllos a quienes explota: mujeres, súbditos coloniales, descendientes de esclavos africanos, inmigrantes desplazados por la globalización.
En el corazón del capitalismo no sólo encontramos una relación simbiótica entre el trabajo asalariado-contractual y la esclavitud sino también, y en relación con ella, podemos detectar la dialéctica que existe entre acumulación y destrucción de la fuerza de trabajo, tensión por la que las mujeres han pagado el precio más alto, con sus cuerpos, su trabajo, sus vidas.
Resulta, por lo tanto, imposible asociar el capitalismo con cualquier forma de liberación o atribuir la longevidad del sistema a su capacidad de satisfacer necesidades humanas. Si el capitalismo ha sido capaz de reproducirse, ello sólo se debe al entramado de desigualdades que ha construido en el cuerpo del proletariado mundial y a su capacidad de globalizar la explotación. Este proceso sigue desplegándose ante nuestros ojos, tal y como lo ha hecho a lo largo de los últimos 500 años.
La diferencia radica en que hoy en día la resistencia al capitalismo también ha alcanzado una dimensión global.

1. El mundo entero necesita una sacudida.
Los movimientos sociales y la crisis política en la Europa medieval
El mundo deberá sufrir una gran sacudida. Se dará una situación tal que los impíos serán expulsados de sus lugares y los oprimidos se alzarán.
Thomas Müntzer, Open Denial of the False Belief of the Godless World on the Testimony of the Gospel of Luke, Presented to Miserable and Pitiful Christendom in Memory of its Error, 1524.
No se puede negar que después de siglos de lucha la explotación continúa existiendo. Sólo que su forma ha cambiado. El plustrabajo extraído aquí y allá por los actuales amos del mundo no es menor, en proporción, a la cantidad total de trabajo, que el plustrabajo que se extraía hace mucho tiempo. Pero el cambio en las condiciones de explotación no es insignificante […] Lo que importa es la historia, el deseo de liberación […]
Pierre Dockes , Medieval Slavery and Liberation, 1982.
Introducción
Una historia de las mujeres y de la reproducción en la «transición al capitalismo» debe comenzar con las luchas que libró el proletariado medieval —pequeños agricultores, artesanos, jornaleros— contra el poder feudal en todas sus formas. Sólo si evocamos estas luchas, con su rica carga de demandas, aspiraciones sociales y políticas y prácticas antagónicas, podemos comprender el papel que jugaron las mujeres en la crisis del feudalismo y los motivos por los que su poder debía ser
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destruido a fin de que se desarrollara el capitalismo, tal y como ocurrió con la persecución de las brujas durante tres siglos. Desde la perspectiva estratégica de esta lucha, se puede observar que el capitalismo no fue el producto de un desarrollo evolutivo que sacaba a la luz fuerzas que estaban madurando en el vientre del antiguo orden. El capitalismo fue la respuesta de los señores feudales, los mercaderes patricios, los obispos y los papas a un conflicto social secular que había llegado a hacer temblar su poder y que realmente produjo «una gran sacudida mundial». El capitalismo fue la contrarrevolución que destruyó las posibilidades que habían emergido de la lucha anti-feudal —unas posibilidades que, de haberse realizado, nos habrían evitado la inmensa destrucción de vidas y de espacio natural que ha marcado el avance de las relaciones capitalistas en el mundo. Se debe poner énfasis en este aspecto, pues la creencia de que el capitalismo «evolucionó» a partir del feudalismo y de que representa una forma más elevada de vida social aún no se ha desvanecido. El modo, no obstante, en que la historia de las mujeres se entrecruza con la del desarrollo capitalista no puede comprenderse si sólo nos preocupamos por los terrenos clásicos de la lucha de clases —servicios laborales, índices salariales, rentas y diezmos— e ignoramos las nuevas visiones de la vida social y la transformación de las relaciones de género que produjeron estos conflictos. Éstos no fueron insignificantes. En la lucha anti-feudal encontramos el primer indicio de la existencia de un movimiento de base de mujeres opuesto al orden establecido, lo que contribuye a la construcción de modelos alternativos de vida comunal en la historia europea. La lucha contra el poder feudal produjo también los primeros intentos organizados de desafiar las normas sexuales dominantes y de establecer relaciones más igualitarias entre mujeres y hombres. Combinadas con el rechazo al trabajo de servidumbre y a las relaciones comerciales, estas formas conscientes de trasgresión social construyeron una poderosa alternativa ya no sólo al feudalismo sino también al orden capitalista que estaba reemplazando al feudalismo, demostrando que otro mundo era posible, lo que nos alenta a preguntarnos por qué no se desarrolló. Este capítulo busca respuestas a dicha pregunta, al tiempo que examina los modos en que se redefinieron las relaciones entre las mujeres y los hombres y la reproducción de la fuerza de trabajo, en oposición al régimen feudal.
Es necesario también recordar que las luchas sociales de la Edad Media escribieron un nuevo capítulo en la historia de la liberación. En su mejor momento, exigieron un orden social igualitario basado en la riqueza compartida y en el rechazo a las jerarquías y al autoritarismo. Estas reivindicaciones continuaron siendo utopías. En lugar del reino de los cielos, cuyo advenimiento fue profetizado en la prédica de los movimientos heréticos y milenaristas, lo que resultó del final del feudalismo fueron las enfermedades, la guerra, el hambre y la muerte —los cuatro jinetes del Apocalipsis, tal y como están representados en el famoso grabado de Alberto Durero— verdaderos presagios de la nueva era capitalista. Sin embargo, los intentos del proletariado medieval de «poner el mundo patas arriba» deben ser tenidos en cuenta: a pesar de su derrota, lograron poner en crisis el sistema feudal y, en su momento, fueron «revolucionarios genuinos», ya que no podrían haber triunfado sin «una reconfiguración radical del orden social» (Hilton, 1973: 223-24). Realizar una lectura de la «transición» desde el punto de vista de la lucha anti-feudal de la Edad Media nos ayuda también a reconstruir las dinámicas sociales que subyacían en el fondo de los cercamientos ingleses y de la conquista de América; nos ayudan, sobre todo, a desenterrar algunas de las razones por las que en los siglos XVI y XVII el exterminio de «brujas» y la extensión del control estatal a cualquier aspecto de la reproducción se convirtieron en las piedras angulares de la acumulación primitiva.

La servidumbre como relación de clase
Si bien las luchas anti-feudales de la Edad Media arrojan un poco de luz sobre el desarrollo de las relaciones capitalistas, su significado político permanece oculto a menos que las enmarquemos en el contexto más amplio de la historia de la servidumbre, es decir, de la relación de clase dominante en la sociedad feudal y, hasta el siglo XIV, foco de la lucha anti-feudal. La servidumbre se desarrolló en Europa entre los siglos V y VII, en respuesta al desmoronamiento del sistema esclavista sobre el cual se había edificado la economía de la Roma imperial. Fue el resultado de dos fenómenos relacionados entre sí. Hacia el siglo IV, en los territorios romanos y en los nuevos Estados germánicos, los terratenientes se vieron obligados a conceder a los esclavos el derecho a tener una parcela de tierra y una familia propia, con el fin de contener así sus rebeliones y evitar su huida al «monte», donde las comunidades de cimarrones comenzaban a organizarse en los márgenes del Imperio. Al mismo tiempo, los terratenientes comenzaron a someter a los campesinos libres quienes, arruinados por la expansión del trabajo esclavo y luego por las invasiones germánicas, buscaron protección en los señores, aún al precio de su independencia. Así, mientras la esclavitud nunca fue completamente abolida, se desarrolló una nueva relación de clase que homogeneizó las condiciones de los antiguos esclavos y de los trabajadores agrícolas libres (Dockes, 1982: 151), relegando a todo el campesinado en una relación de subordinación. De este modo durante tres siglos (desde el siglo IX hasta el XI), «campesino» (rusticus, villanus) sería sinónimo de «siervo» (servus) (Pirenne, 1956: 63).
En tanto relación de trabajo y estatuto jurídico, la servidumbre era una pesada carga. Los siervos estaban atados a los terratenientes; sus personas y posesiones eran propiedad de sus amos y sus vidas estaban reguladas en todos los aspectos por la ley del feudo. No obstante, la servidumbre redefinió la relación de clase en términos más favorables para los trabajadores. La servidumbre marcó el fin del trabajo con grilletes y de la vida en la ergástula. Supuso una disminución de los castigos atroces (los collares de hierro, las quemaduras, las crucifixiones) de las que la esclavitud había dependido. En los feudos, los siervos estaban sometidos a la ley del señor, pero sus transgresiones eran juzgadas a partir de acuerdos consuetudinarios («de usos y costumbres») y, con el tiempo, incluso de un sistema de jurado constituido por pares.
Desde el punto de vista de los cambios que introdujo en la relación amo-siervo, el aspecto más importante de la servidumbre fue la concesión, a los siervos, del acceso directo a los medios de su reproducción. A cambio del trabajo que estaban obligados a realizar en la tierra del señor (la demesne), los siervos recibían una parcela de tierra (mansus o hide)3 que podían utilizar para mantenerse y dejar a sus hijos «como una verdadera herencia, simplemente pagando una deuda de sucesión» (Boissonnade, 1927: 1934). Como señala Pierre Dockes en Medieval Slavery and Liberation (1982) [La esclavitud medieval y la liberación], este acuerdo incrementó la autonomía de los siervos y mejoró sus condiciones de vida, ya que ahora podían dedicar más tiempo a su reproducción y negociar el alcance de sus obligaciones, en lugar de ser tratados como bienes muebles sujetos a una autoridad ilimitada. Lo que es más importante, al tener el uso y la posesión efectiva de una parcela de tierra, los siervos siempre disponían de recursos; incluso en el punto álgido de sus enfrentamientos con los señores, no era fácil forzarles a obedecer por miedo al hambre. Si bien es cierto que el señor podía expulsar de la tierra a los siervos rebeldes, esto raramente ocurría, dadas las dificultades para reclutar nuevos trabajadores en una economía bastante cerrada y por la naturaleza colectiva de las luchas campesinas. Es por esto que —como apuntó Marx— en el feudo, la explotación del trabajo siempre dependía del uso directo de la fuerza.
La experiencia de autonomía adquirida por los campesinos, a partir del acceso a la tierra, tuvo también un potencial político e ideológico. Con el tiempo, los siervos comenzaron a sentir como propia la tierra que ocupaban y a considerar intolerables las restricciones a su libertad que la aristocracia les imponía. «La tierra es de quienes la trabajan» —la misma demanda que resonó a lo largo del siglo XX, desde las revoluciones mexicana y rusa hasta las luchas de nuestros días contra la privatización de la tierra— es ciertamente un grito de batalla que los siervos medievales hubieran reconocido como propio. Sin embargo, la fuerza de los «siervos» provenía del hecho de que el acceso a la tierra era para ellos una realidad. Con el uso de la tierra también apareció el uso de los «espacios comunes» —praderas, bosques, lagos, pastos— que proporcionaban recursos imprescindibles para la economía campesina (leña para combustible, madera para la construcción, estanques, tierras de pastoreo), al tiempo que fomentaron la cohesión y cooperación comunitarias (Birrell, 1987: 23). De hecho, en el norte de Italia el control sobre estos recursos sirvió de base para el desarrollo de administraciones autónomas comunales (Hilton, 1973: 76). Tan importante era «lo común» en la economía política y en las luchas de la población rural medieval que su memoria todavía aviva nuestra imaginación, proyectando la visión de un mundo en el que los bienes pueden ser compartidos y la solidaridad, en lugar del deseo de lucro, puede ser el fundamento de las relaciones sociales.
La comunidad servil medieval no alcanzó estos objetivos y no debe ser idealizada como un ejemplo de comunalismo. En realidad, su ejemplo nos recuerda que ni el «comunalismo» ni el «localismo» pueden garantizar las relaciones igualitarias, a menos que la comunidad controle sus medios de subsistencia y todos sus miembros tengan igual acceso a los mismos. No era éste el caso de los siervos y de los feudos. A pesar de que prevalecían formas colectivas de trabajo y contratos «colectivos» con los terratenientes, y a pesar del carácter local de la economía campesina, la aldea medieval no era una comunidad de iguales. Tal y como se deduce de una vasta documentación proveniente de todos los países de Europa occidental, existían muchas diferencias sociales entre los campesinos libres y los campesinos con un estatuto servil, entre campesinos ricos y pobres, entre aquéllos que tenían seguridad en la tenencia de la tierra y los jornaleros sin tierra que trabajaban por un salario en la demesne del señor, así como también entre mujeres y hombres.
Por lo general, la tierra era entregada a los hombres y transmitida por linaje masculino, aunque había muchos casos de mujeres que la heredaban y administraban en su nombre. Las mujeres también fueron excluidas de los cargos para los cuales se designaba a campesinos pudientes y, en todos los casos, tenían un estatus de segunda clase (Bennett ,1988: 18-29; Shahar, 1983). Tal vez sea éste el motivo por el cual sus nombres son rara vez mencionados en las crónicas de los feudos, con excepción de los archivos de las cortes en los que se registraban las infracciones de los siervos. Sin embargo, las siervas eran menos dependientes de sus parientes de sexo masculino, se diferenciaban menos de ellos física, social y psicológicamente y estaban menos subordinadas a sus necesidades de lo que luego lo estarían las mujeres «libres» en la sociedad capitalista.
La dependencia de las mujeres con respecto a los hombres en la comunidad servil estaba limitada por el hecho de que sobre la autoridad de sus maridos y de sus padres prevalecía la de sus señores, quienes se declaraban en posesión de la persona y la propiedad de los siervos y trataban de controlar cada aspecto de sus vidas, desde el trabajo hasta el matrimonio y la conducta sexual.
El señor mandaba sobre el trabajo y las relaciones sociales de las mujeres, al decidir, por ejemplo, si una viuda debía casarse nuevamente y quién debía ser su esposo. En algunas regiones reivindicaban incluso el derecho de ius primae noctis —el derecho de acostarse con la esposa del siervo en la noche de bodas. La autoridad de los siervos varones sobre sus parientas también estaba limitada por el hecho de que la tierra era entregada generalmente a la unidad familiar, y las mujeres no sólo trabajaban en ella sino que también podían disponer de los productos de su trabajo, y no tenían que depender de sus maridos para mantenerse. La participación de la esposa en la posesión de la tierra estaba tan aceptada en Inglaterra que «cuando una pareja aldeana se casaba era común que el hombre fuera y le devolviera la tierra al señor, para tomarla nuevamente tanto en su nombre como en el de su esposa» (Hanawalt, 1986b: 155). Además, dado que el trabajo en el feudo estaba organizado sobre la base de la subsistencia, la división sexual del trabajo era menos pronunciada y exigente que en los establecimientos agrícolas capitalistas. En la aldea feudal no existía una separación social entre la producción de bienes y la reproducción de la fuerza de trabajo; todo el trabajo contribuía al sustento familiar. Las mujeres trabajaban en los campos, además de criar a los niños, cocinar, lavar, hilar y mantener el huerto; sus actividades domésticas no estaban devaluadas y no suponían relaciones sociales diferentes a las de los hombres, tal y como ocurriría luego en la economía monetaria, cuando el trabajo doméstico dejó de ser visto como trabajo real.
Si tenemos también en consideración que en la sociedad medieval las relaciones colectivas prevalecían sobre las familiares, y que la mayoría de las tareas realizadas por las siervas (lavar, hilar, cosechar y cuidar los animales en los campos comunes) eran realizadas en cooperación con otras mujeres, nos damos cuenta de que la división sexual del trabajo, lejos de ser una fuente de aislamiento, constituía una fuente de poder y de protección para las mujeres. Era la base de una intensa socialidad y solidaridad femenina que permitía a las mujeres plantarse en firme ante los hombres, a pesar de que la Iglesia predicase sumisión y la Ley Canónica santificara el derecho del marido a golpear a su esposa.
Sin embargo, la posición de las mujeres en los feudos no puede tratarse como si fuera una realidad estática. El poder de las mujeres y sus relaciones con los hombres estaban determinados, en todo momento, por las luchas de sus comunidades contra los terratenientes y los cambios que estas luchas producían en las relaciones entre amos y siervos.
La lucha por lo común
Hacia finales del siglo XIV, la revuelta del campesinado contra los terratenientes llegó a ser constante, masiva y, con frecuencia, armada. Sin embargo, la fuerza organizativa que los campesinos demostraron en ese periodo fue el resultado de un largo conflicto que, de un modo más o menos manifiesto, atravesó toda la Edad Media.
Contrariamente a la descripción de la sociedad feudal como un mundo estático en el que cada estamento aceptaba el lugar que se le designaba en el orden social —descripción que solemos encontrar en los manuales escolares—, la imagen que resulta del estudio del feudo es, en cambio, la de una lucha de clases implacable.
Como indican los archivos de las cortes señoriales inglesas, la aldea medieval era el escenario de una lucha cotidiana (Hilton, 1966: 154; Hilton, 1985: 158-59). En algunas ocasiones se alcanzaban momentos de gran tensión, como cuando los aldeanos mataban al administrador o atacaban el castillo de su señor. Más a menudo, sin embargo, consistía en un permanente litigio, por el cual los siervos trataban de limitar los abusos de los señores, fijar sus «cargas» y reducir los muchos tributos que les debían a cambio del uso de la tierra (Bennett, 1967; Coulton, 1955: 35-91; Hanawalt, 1986a: 32-5).
El objetivo principal de los siervos era preservar su excedente de trabajo y sus productos, al tiempo que ensanchaban la esfera de sus derechos económicos y jurídicos. Estos dos aspectos de la lucha servil estaban estrechamente ligados, ya que muchas obligaciones surgían del estatuto legal de los siervos. Así, en la Inglaterra del siglo XIII, tanto en los feudos laicos como en los religiosos, los campesinos varones eran multados frecuentemente por declarar que no eran siervos sino hombres libres, un desafío que podía acabar en un enconado litigio, seguido incluso por la apelación a la corte real (Hanawalt, 1986a: 31). Los campesinos también eran multados por rehusar a hornear su pan en el horno de los señores, o a moler sus granos o aceitunas en sus molinos, lo que les permitía evitar los onerosos impuestos que les imponían por el uso de estas instalaciones (Bennett, 1967: 130-31; Dockes, 1982: 176-79). Sin embargo, el momento más importante de la lucha de los siervos se daba en ciertos días de la semana, cuando los siervos debían trabajar en la tierra de los señores. Estos «servicios laborales» eran las cargas que más directamente afectaban a las vidas de los siervos y, a lo largo del siglo XIII, fueron el tema central en la lucha de los siervos por la libertad.
La actitud de los siervos hacia la corveé, otra de las denominaciones de los servicios laborales, se hace visible a través de las anotaciones en los libros de las cortes señoriales, donde se registraban los castigos impuestos a los arrendatarios. A mediados del siglo XIII, hay pruebas de una «deserción masiva» de los servicios laborales (Hilton, 1985: 130-31). Los arrendatarios no iban ni enviaban a sus hijos a trabajar la tierra de los señores cuando eran convocados para la cosecha, o iban a los campos demasiado tarde, para que los cultivos se arruinaran, o trabajaban con desgana, tomándose largos descansos, manteniendo en general una actitud insubordinada. De aquí la necesidad de los señores de ejercer una vigilancia constante y estrecha, de la que esta recomendación da prueba:
Dejen al administrador y al asistente estar todo el tiempo con los labradores, para que se aseguren de que éstos hagan su trabajo bien y a conciencia, y que al final del día vean cuánto han hecho […] Y dado que por costumbre los sirvientes descuidan su trabajo, es necesario que sean supervisados con frecuencia; y el administrador debe supervisarlo todo de cerca, que trabajen bien y si no hacen bien su trabajo, que se los reprenda. (Bennett, 1967: 113)
Una situación similar es ilustrada en Pedro el labrador (c. 1362-70), el poema alegórico de William Langland, donde en una escena los peones, que habían estado ocupados toda la mañana, pasan la tarde sentados y cantando y, en otra, se habla de holgazanes que en época de cosecha acuden en masa sin buscar «otra cosa que hacer, que beber y dormir» (Coulton, 1955: 87).
La obligación de proveer servicios militares en tiempos de guerra también era objeto de una fuerte resistencia. Tal y como relata H. S. Bennett, en las aldeas inglesas siempre era necesario recurrir a la fuerza para el reclutamiento y los comandantes medievales rara vez lograban retener a sus hombres en la guerra, pues los alistados, después de asegurarse su paga, desertaban en cuanto aparecía la primera oportunidad. Ejemplo de esto son los registros de pagos de la campaña escocesa del año 1300, que indican que mientras que en junio se había ordenado alistarse a 16.000 reclutas, a mitad de julio sólo se pudieron reunir 7.600 y esa «era la cresta de la ola […] en agosto sólo quedaban poco más de 3.000». Como consecuencia, el rey dependía cada vez más de criminales indultados y forajidos para reforzar su ejército (Bennett, 1967: 123-25).
Otra fuente de conflicto provenía del uso de las tierras no cultivadas, incluidos los bosques, lagos y montañas que los siervos consideraban propiedad colectiva. «Podemos ir a los bosques […]» —declaraban los siervos en una crónica inglesa de mediados del siglo XII— «y tomar lo que queramos, tomar peces de la laguna y cazar en los bosques; haremos lo que sea nuestra voluntad en los bosques, las aguas y las praderas» (Hilton, 1973: 71).
Aun así, las luchas más duras fueron aquéllas en contra de los impuestos y las cargas que surgían del poder jurisdiccional de la nobleza. Éstas incluían la manomorta (un impuesto que el señor recaudaba cuando un siervo moría), la mercheta (un impuesto al matrimonio que aumentaba cuando un siervo se casaba con alguien de otro feudo), el heriot (un impuesto de herencia que pagaba el heredero de un siervo fallecido por el derecho de obtener acceso a su propiedad, que generalmente consistía en el mejor animal del difunto) y, el peor de todos, el tallage, una suma de dinero decidida arbitrariamente que los señores podían exigir a voluntad. Finalmente, aunque no menos significativo, el diezmo era un décimo del ingreso del campesino para el clero, que generalmente recogían los señores en nombre de aquéllos.
Estos impuestos «contra la naturaleza y la libertad» eran, junto con el servicio laboral, los impuestos feudales más odiados, pues al no ser compensados con ninguna adjudicación de tierra u otros beneficios revelaban la arbitrariedad del poder feudal. En consecuencia, eran enérgicamente rechazados. Un caso típico fue la actitud de los siervos de los monjes de Dunstable, quienes, en 1299, declararon que «preferían ir al infierno antes que ser derrotados en esto del tallage» y «luego de mucha controversia» compraron su libertad (Bennett, 1967: 139). De manera similar, en 1280 los siervos de Hedon, una aldea de Yorkshire, hicieron saber que, si no se abolía el tallage, preferían irse a vivir a las ciudades vecinas de Revensered y Hull «que diponen de buenos puertos que crecen diariamente y no tienen tallage» (ibidem: 141). Éstas no eran amenazas en vano. La huida hacia la ciudad o el pueblo era un elemento permanente de la lucha de los siervos, de tal manera que, en algunos feudos ingleses, se decía una y otra vez «que había hombres fugitivos que vivían en las ciudades vecinas; y a pesar de que se daba la orden de que se los trajera de regreso, el pueblo continuaba dándoles refugio […]» (ibidem: 295-96).
A estas formas de enfrentamiento abierto debemos agregar las múltiples e invisibles formas de resistencia, por las que los campesinos subyugados se han hecho famosos en todas las épocas y lugares: «Desgana, disimulo, falsa docilidad, ignorancia fingida, deserción, hurtos, contrabando, rateo […]» (Scott, 1989: 5). Estas «formas de resistencia cotidiana», tenazmente continuadas durante años, abundaban en la aldea medieval y sin ellas no resulta posible ninguna descripción adecuada de las relaciones de clase.
Esto puede explicar la meticulosidad con que las cargas serviles se especificaban en las crónicas de los feudos:
Por ejemplo, con frecuencia [las crónicas feudales] no dicen simplemente que un hombre debe arar, sembrar y escarificar un acre de la tierra del señor. Dicen que debe labrarlo con tantos bueyes como tenga en su arado, escarificarlo con su propio caballo y costal […] Los servicios (también) eran registrados al mínimo detalle […] Debemos recordar a los campesinos de Elton, que admitieron que estaban obligados a apilar el heno del señor en su campo y también en su establo, pero que la costumbre no los obligaba a cargarlo en carros para llevarlo de un lugar a otro. (Homans, 1960: 272)

En algunos lugares de Alemania, donde las obligaciones incluían donaciones anuales de huevos y aves de corral, se diseñaron pruebas de salud para evitar que los siervos pasaran a los señores los peores pollos:
La gallina es colocada (luego) frente a una verja o puerta; si cuando se la asusta tiene suficiente fuerza para volar o abrirse paso, el administrador debe aceptarla, goza de buena salud. De nuevo, un pichón de ganso debe aceptarse si es lo suficientemente maduro para arrancar pasto sin perder el equilibrio y caer
sentado vergonzosamente. (Coulton, 1955: 74-5)
Semejante detalle en las regulaciones ofrece testimonio de la dificultad para hacer cumplir el «contrato social» medieval y de la variedad de campos de batalla de los que disponía una aldea o un arrendatario combativos. Los derechos y obligaciones estaban regulados por «costumbres», pero su interpretación también era objeto de muchas disputas. La «invención de tradiciones» era una práctica común en la confrontación entre terratenientes y campesinos, ya que ambos trataban de redefinirlas u olvidarlas, hasta que llegó un momento, hacia fines del siglo XIII, en que los señores las establecieron de forma escrita.
Libertad y división social
En términos políticos, la primera consecuencia de las luchas serviles fue la concesión de «privilegios» y «fueros» que fijaban las cargas y aseguraban «un elemento de autonomía en la administración de la comunidad aldeana», garantizando, en ciertos momentos, para muchas aldeas (particularmente en el norte de Italia y Francia) verdaderas formas de autogobierno local. Estos fueros estipulaban las multas que las cortes feudales debían imponer y establecían reglas para los procedimientos judiciales, eliminando o reduciendo la posibilidad de arrestos arbitrarios y otros abusos (Hilton, 1973: 75). También aliviaban la obligación de los siervos de alistarse como soldados y abolían o fijaban el tallage. Con frecuencia otorgaban la «libertad» de «tener un puesto», es decir, de vender bienes en el mercado local y, menos frecuentemente, el derecho a enajenar la tierra. Entre 1177 y 1350, sólo en Lorena, se concedieron 280 fueros (ibidem: 83).
Sin embargo, la resolución más importante del conflicto entre amos y siervos fue la sustitución de los servicios laborales por pagos en dinero (arrendamientos en dinero, impuestos en dinero) que ubicaba la relación feudal sobre una base más contractual. Con este desarrollo de fundamental importancia, prácticamente terminó la servidumbre pero, al igual que muchas «victorias» de los trabajadores que sólo satisfacen parcialmente las demandas originales, la sustitución también cooptó los objetivos de la lucha; funcionó como un medio de división social y contribuyó a la desintegración de la aldea feudal.
Para los campesinos acaudalados que en posesión de grandes extensiones de tierra podían ganar suficiente dinero como para «comprar su sangre» y emplear a otros trabajadores, la sustitución debe ser considerada como un gran paso en el camino hacia la independencia económica y personal, en la misma medida en que los señores disminuían su control sobre los arrendatarios cuando éstos ya no dependían directamente de su trabajo. Sin embargo, la mayoría de los campesinos más pobres — que poseían sólo unos pocos acres de tierra apenas suficientes para su supervivencia— perdieron incluso lo poco que tenían. Obligados a pagar sus obligaciones en dinero, contrajeron deudas crónicas, pidiendo prestado a cuenta de futuras cosechas, un proceso que finalmente hizo que muchos perdieran su tierra. En consecuencia, hacia finales del siglo XIII, cuando las sustituciones se difundieron por toda Europa occidental, las divisiones sociales en las áreas rurales se profundizaron y parte del campesinado sufrió un proceso de proletarización. Como escribe Bronislaw Geremek (1994: 56):
Los documentos del siglo XIII contienen grandes cantidades de información sobre campesinos «sin tierra» que a duras penas se las arreglan para vivir en los márgenes de la vida aldeana ocupándose de los rebaños […] Se encuentran crecientes cantidades de «jardineros», campesinos sin tierra o casi sin tierra que se ganaban la vida ofreciendo sus servicios […] En el sur de Francia los brassiers vivían enteramente de la «venta» de la fuerza de sus brazos [bras], ofreciéndose a campesinos más ricos o a la aristocracia terrateniente. Desde comienzos del siglo XIV, los registros de impuestos muestran un marcado incremento del número de campesinos pobres, que aparecen en estos documentos como «indigentes», «pobres» o incluso «mendigos».

La sustitución por dinero-arriendo tuvo otras dos consecuencias negativas. Primero, hizo más difícil para los productores medir su explotación: en cuanto los servicios laborales eran sustituidos por pagos en dinero, los campesinos dejaban de diferenciar entre el trabajo que hacían para sí mismos y el que hacían para los terratenientes.
La sustitución también hizo posible que los arrendatarios libres emplearan y explotaran a otros trabajadores, de tal manera que, «en un desarrollo posterior», promovió «el crecimiento independiente de la propiedad campesina», transformando a «los antiguos poseedores campesinos» en arrendatarios capitalistas (Marx, 1909: T. III, 924 y sig.).
La monetización de la vida económica no benefició, por lo tanto, a todos, contrariamente a lo afirmado por los partidarios de la economía de mercado, que le dan la bienvenida como si se tratara de la creación de un nuevo «bien común» que reemplaza la sujeción a la tierra y que introduce criterios de objetividad, racionalidad e incluso libertad personal en la vida social (Simmel, 1978). Con la difusión de las relaciones monetarias, los valores ciertamente cambiaron, incluso dentro del clero, que comenzó a reconsiderar la doctrina aristotélica de la «esterilidad del dinero» (Kaye, 1998) y, no por casualidad, a revisar su parecer acerca del carácter redentor de la caridad hacia los pobres. Pero sus efectos fueron destructivos y excluyentes. El dinero y el mercado comenzaron a dividir al campesinado al transformar las diferencias de ingresos en diferencias de clase y al producir una masa de pobres que sólo podían sobrevivir gracias a donaciones periódicas (Geremek, 1994: 56-62). El ataque al que fueron sometidos los judíos a partir del siglo XII y el sostenido deterioro de su estatuto legal y social en ese mismo periodo deben también atribuirse a la creciente influencia del dinero. De hecho, existe una correlación reveladora entre, por un lado, el desplazamiento de judíos por competidores cristianos, como prestamistas de reyes, papas y el alto clero y, por otro, las nuevas reglas de discriminación (por ejemplo, el uso de ropa distintiva) que fueron adoptadas por el clero en su contra, así como también su expulsión de Inglaterra y Francia. Degradados por la Iglesia, diferenciados por la población cristiana y forzados a confinar sus préstamos al nivel de la aldea (una de las pocas ocupaciones que podían ejercer), los judíos se transformaron en un blanco fácil para los campesinos endeudados, que descargaban en ellos su enfrentamiento con los ricos (Barber, 1992: 76).
Las mujeres, en todas las clases, también se vieron afectadas, de un modo muy negativo. La creciente comercialización de la vida redujo aún más su acceso a la propiedad y el ingreso. En las ciudades comerciales italianas, las mujeres perdieron su derecho a heredar un tercio de la propiedad de su marido (la tertia). En las áreas rurales, fueron excluidas de la posesión de la tierra, especialmente cuando eran solteras o viudas. Como consecuencia, a finales del siglo XIII, encabezaron el movimiento de éxodo del campo, siendo las más numerosas entre los inmigrantes rurales a las ciudades (Hilton, 1985: 212) y, hacia el siglo XV, constituían un alto porcentaje de la población de las ciudades. Aquí, la mayoría vivía en condiciones de pobreza, haciendo trabajos mal pagados como sirvientas, vendedoras ambulantes, comerciantes (con frecuencia multadas por no tener licencia), hilanderas, miembros de los gremios menores y prostitutas.15 Sin embargo, la vida en los centros urbanos, entre la parte más combativa de la población medieval, les daba una nueva autonomía social. Las leyes de las ciudades no liberaban a las mujeres; pocas podían afrontar el coste de la «libertad ciudadana», tal y como eran llamados los privilegios vinculados a la vida en la ciudad. Pero en la ciudad, la subordinación de las mujeres a la tutela masculina era menor, ya que ahora podían vivir solas, o como cabezas de familia con sus hijos, o podían formar nuevas comunidades, frecuentemente compartiendo la vivienda con otras mujeres. Aún cuando por lo general eran los miembros más pobres de la sociedad urbana, con el tiempo las mujeres ganaron acceso a muchas ocupaciones que posteriormente serían consideradas trabajos masculinos. En los pueblos medievales, las mujeres trabajaban como herreras, carniceras, panaderas, candeleras, sombrereras, cerveceras, cardadoras de lana y comerciantes (Shahar, 1983: 189-200; King, 1991: 647). «En Frankfurt, había aproximadamente 200 ocupaciones en las que participaban entre 1.300 y 15.00 mujeres» (Williams y Echols, 2000: 53). En Inglaterra, setenta y dos de los ochenta gremios incluían mujeres entre sus miembros. Algunos gremios, incluido el de la industria de la seda, estaban controlados por ellas; en otros, el porcentaje de trabajo femenino era tan alto como el de los hombres.16 Hacia el siglo XIV, las mujeres comenzaron a ser maestras así como también doctoras y cirujanas y comenzaron también a competir con los hombres con formación

15 La siguiente canción de las hiladoras de seda da una imagen gráfica de la pobreza en la que vivían las trabajadoras no cualificadas de las ciudades (Geremeck, 1994: 65):
Siempre hilando sábanas de seda
Nunca estaremos mejor vestidas
Pero siempre desnudas y pobres,
Y siempre sufriendo hambre y sed.
En los archivos municipales franceses, las hilanderas y otras asalariadas eran asociadas con las prostitutas, posiblemente porque vivían solas y no tenían una estructura familiar detrás. En las ciudades, las mujeres no sólo sufrían pobreza sino también distanciamiento de los familiares, lo que las hacía vulnerables al abuso (Hughes, 1975: 21; Geremek, 1994: 65-6; Otis 1985: 18-20; Milton, 1985: 212-13).
16 Para un análisis de las mujeres en los gremios medievales, véase Maryanne Kowaleski y Judith M. Bennett (1989); David Herlihy (1995); y Williams y Echols (2000).
universitaria, obteniendo en ciertas ocasiones una alta reputación. Dieciséis doctoras —entre ellas varias mujeres judías especializadas en cirugía o terapia ocular— fueron contratadas en el siglo XVI por la municipalidad de Frankfurt que, como otras administraciones urbanas, ofrecía a su población un sistema de salud pública. Doctoras, así como parteras y sage femmes, predominaban en obstetricia, ya sea pagadas por los gobiernos urbanos o manteniéndose con la compensación que recibían de sus pacientes. Después de la introducción de la cesárea, en el siglo XIII, las obstetras eran las únicas que la practicaban (Optiz, 1996: 370-71).

A medida que las mujeres ganaron más autonomía, su presencia en la vida social comenzó a ser más constante: en los sermones de los curas que regañaban su indisciplina (Casagrande, 1978); en los archivos de los tribunales donde iban a denunciar a quienes abusaban de ellas (S. Cohn, 1981); en las ordenanzas de las ciudades que regulaban la prostitución (Henriques, 1966) y, sobre todo, en los movimientos populares, especialmente en el de los heréticos.
Luego veremos el papel que jugaron en los movimientos heréticos. Por ahora basta decir que, en respuesta a la nueva independencia femenina, comienza una reacción misógina violenta, más evidente en las sátiras de los fabliaux, donde encontramos las primeras huellas de lo que los historiadores han definido como «la lucha por los pantalones».
Los movimientos milenaristas y heréticos
El cada vez más importante proletariado sin tierra que surgió de estos cambios fue el protagonista de los movimientos milenaristas de los siglos XII y XIII; en éstos podemos encontrar, además de campesinos empobrecidos, a todos los condenados de la sociedad feudal: prostitutas, curas apartados del sacerdocio, jornaleros urbanos y rurales (N. Cohn, 1970). Las huellas de la breve aparición de los milenaristas en la escena histórica son escasas, y nos hablan de una historia de revueltas pasajeras y de un campesinado endurecido por la pobreza y por la prédica incendiaria del clero que acompañó el lanzamiento de las Cruzadas. La importancia de su rebelión radica, sin embargo, en que inauguró un nuevo tipo de lucha que desde el comienzo se proyectó más allá de los confines del feudo y que estaba impulsada por aspiraciones de un cambio total. No es casual que el surgimiento del milenarismo fuera acompañado por la difusión de profecías y visiones apocalípticas que anunciaban el fin del mundo y la inminencia del Juicio Final, «no como visiones de un futuro más o menos distante que había que esperar, sino como acontecimientos inminentes en los que muchos de los que en ese momento estaban vivos podían ser participantes activos» (Hilton, 1973: 223). El movimiento que desencadenó la aparición en Flandes del falso Balduino en 1224 y 1225 constituye un ejemplo típico de milenarismo.
El hombre, un ermitaño, decía ser el popular Balduino IX, que había sido asesinado en Constantinopla en 1204 —si bien no podía probarse. Su promesa de un mundo nuevo provocó una guerra civil en la que los trabajadores textiles flamencos se convirtieron en sus más fervientes partidarios (Nicholas, 1992: 155). Esta gente humilde (tejedores, bataneros) estrecharon filas a su alrededor, aparentemente convencidos de que les iba a dar plata y oro y de que iba a realizar una reforma social total (Volpe, 1922: 298-99). El movimiento de los pastoreaux (pastores) —campesinos y trabajadores urbanos que arrasaron el norte de Francia alrededor de 1251, incendiando y saqueando las casas de los ricos, exigiendo una mejora de su condición—17 y el movimiento de los «flagelantes» —que comenzó en Umbría (Italia) y se extendió por varios países en 1260, fecha en la que, de acuerdo a la profecía del abad Joaquín de Fiore, virtualmente, el mundo iba a terminar— compartían similitudes con el movimiento del falso Balduino (Russell, 1972a: 137).

17 (Russell, 1972: 136; Lea, 1961: 126-27). El movimiento de los pastoreaux también fue provocado por los acontecimientos de Oriente, en este caso la captura del rey Luis IX de Francia por los musulmanes, en Egipto, en 1249 (Hilton, 1973: 100-02). Un movimiento formado por «gente humilde y sencilla» se organizó para liberarlo, pero rápidamente adquirió un carácter anticlerical. Los pastoreaux reaparecieron en el sur de Francia en la primavera y el verano de 1320, todavía «directamente influenciados por la atmósfera de las cruzadas […] [No] tuvieron oportunidad de participar en la cruzada en Oriente; en su lugar, usaron sus energías para atacar a las comunidades judías del suroeste de Francia, Navarra y Aragón, muchas veces con la complicidad de los consulados locales, antes de ser barridos o dispersados por los funcionarios reales» (Barber, 1992: 135-36).
Sin embargo, no fue el movimiento milenarista sino la herejía popular la que mejor expresó la búsqueda de una alternativa concreta a las relaciones feudales por parte del proletariado medieval y su resistencia a la creciente economía monetaria.
La herejía y el milenarismo son frecuentemente tratados como si fueran lo mismo pero, si bien no es posible efectuar una distinción precisa, resulta necesario señalar que existen diferencias significativas entre ambos. Los movimientos milenaristas fueron espontáneos, sin una estructura o programa organizativo. Generalmente fueron alentados por un acontecimiento específico o un líder carismático, pero tan pronto como se encontraron con la violencia se desmoronaron. En contraste, los movimientos herejes fueron un intento consciente de crear una sociedad nueva. Las principales sectas herejes tenían un programa social que reinterpretaba la tradición religiosa, y al mismo tiempo estaban bien organizadas desde el punto de vista de su sostenimiento, la difusión de sus ideas e incluso su autodefensa. No fue casual que, a pesar de la persecución extrema que sufrieron, persistieran durante mucho tiempo y jugasen un papel fundamental en la lucha antifeudal.
Hoy poco se sabe sobre las diversas sectas herejes (cátaros, valdenses, los «pobres de Lyon», espirituales, apostólicos) que durante más de tres siglos florecieron entre las «clases bajas» de Italia, Francia, Flandes y Alemania, en lo que sin duda fue el movimiento de oposición más importante de la Edad Media (Werner, 1974; Lambert, 1977). Esto se debe, fundamentalmente, a la ferocidad con la que fueron perseguidos por la Iglesia, que no escatimó esfuerzos para borrar toda huella de sus doctrinas. Se convocó a Cruzadas —tal y como la dirigida contra los albigenses— contra los herejes, de la misma manera que se convocaron Cruzadas para liberar la Tierra Santa de los «infieles». Los herejes eran quemados en la hoguera y, con el fin de erradicar su presencia, el Papa creó una de las instituciones más perversas jamás conocidas en la historia de la represión estatal: la Santa Inquisición (Vauchez, 1990: 162-70).
Sin embargo, tal como Charles H. Lea (entre otros) ha mostrado en su monumental historia de la persecución de la herejía, a pesar de las pocas crónicas disponibles, es posible crear una imagen imponente de sus actividades y credos, así como del papel de la resistencia hereje en las luchas antifeudales (Lea, 1888).
A pesar de tener influencia de las religiones orientales que mercaderes y cruzados traían a Europa, la herejía popular era menos una desviación de la doctrina ortodoxa que un movimiento de protesta que aspiraba a una democratización radical de la vida social. La herejía era el equivalente a la «teología de la liberación» para el proletariado medieval. Brindó un marco a las demandas populares de renovación espiritual y justicia social, desafiando, en su apelación a una verdad superior, tanto a la Iglesia como a la autoridad secular. La herejía denunció las jerarquías sociales, la propiedad privada y la acumulación de riquezas y difundió entre el pueblo una concepción nueva y revolucionaria de la sociedad que, por primera vez en la Edad Media, redefinía todos los aspectos de la vida cotidiana (el trabajo, la propiedad, la reproducción sexual y la situación de las mujeres), planteando la cuestión de la emancipación en términos verdaderamente universales.
El movimiento herético proporcionó también una estructura comunitaria alternativa de dimensión internacional, permitiendo a los miembros de las sectas vivir sus vidas con mayor autonomía, al tiempo que se beneficiaban de la red de apoyo constituida por contactos, escuelas y refugios con los que podían contar como ayuda e inspiración en momentos de necesidad. Efectivamente, no es una exageración decir que el movimiento herético fue la primera «internacional proletaria» —ése era el alcance de las sectas (particularmente de los cátaros y los valdenses) y de las conexiones que establecieron entre sí a través de las ferias comerciales, los peregrinajes y los permanentes cruces de fronteras de los refugiados generados por la persecución.
En la raíz de la herejía popular estaba la creencia de que Dios ya no hablaba a través del clero debido a su codicia, su corrupción y su escandaloso comportamiento. Las dos sectas principales se presentaban como las «iglesias auténticas». Sin embargo, el reto de los herejes era principalmente político, ya que desafiar a la Iglesia suponía enfrentarse al mismo tiempo con el pilar ideológico del poder feudal, el principal terrateniente de Europa y una de las instituciones que mayor responsabilidad tenía en la explotación cotidiana del campesinado. Hacia el siglo XI, la Iglesia se había convertido en un poder despótico que usaba su pretendida investidura divina para gobernar con mano de hierro y llenar sus cofres haciendo uso de incontables medios de extorsión. Vender absoluciones, indulgencias y oficios religiosos, llamar a los fieles a la iglesia sólo para predicarles la santidad de los diezmos y hacer de todos los sacramentos un mercado eran prácticas comunes que iban desde el Papa hasta el cura de la aldea. De este modo, la corrupción del clero se hizo proverbial en toda la cristiandad. Las cosas degeneraron hasta tal punto que el clero no enterraba a los muertos, bautizaba o daba absolución de los pecados si no recibía alguna compensación a cambio. Incluso la comunión se convirtió en una ocasión para negociar y «si alguien se resistía a una demanda injusta, el obstinado era excomulgado y después debía pagar por la reconciliación además de la suma original» (Lea, 1961: 11).
En este contexto, la propagación de las doctrinas heréticas no sólo canalizaba el desdén que la gente sentía por el clero, también les daba confianza en sus opiniones e instigaba su resistencia a la explotación clerical. Bajo la guía del Nuevo Testamento, los herejes enseñaban que Cristo no tenía propiedad y que si la Iglesia quería recuperar su poder espiritual debía desprenderse de todas sus posesiones. También enseñaban que los sacramentos no eran válidos cuando los administraban curas pecaminosos, que las formas exteriores de adoración —edificios, imágenes, símbolos— debían descartarse porque sólo importaba la creencia interior. Igualmente, exhortaban a la gente a que no pagase los diezmos y negaban la existencia del Purgatorio, cuya invención había servido al clero como fuente de lucro por medio de las misas pagadas y la venta de indulgencias.
La Iglesia usaba, a su vez, la acusación de herejía para atacar toda forma de insubordinación social y política. En 1377, cuando los trabajadores textiles de Ypres (Flandes) se levantaron en armas contra sus empleadores, no sólo fueron colgados por rebeldes sino que también fueron quemados por la Inquisición como herejes (N. Cohn, 1970: 105). También hay documentos que muestran que unas tejedoras fueron amenazadas con ser excomulgadas por no haber entregado a tiempo el producto de su trabajo a los mercaderes o no haber hecho bien su trabajo (Volpe, 1971: 31). En 1234, para castigar a los arrendatarios que se negaban a pagarle los diezmos, el Obispo de Bremen llamó a una cruzada contra ellos «como si se tratara de herejes» (Lambert, 1992: 98). Pero los herejes también fueron perseguidos por las autoridades seculares, desde el Emperador hasta los patricios urbanos, ya que se daban cuenta de que el llamamiento herético a la «religión auténtica» tenía implicaciones subversivas y cuestionaba los fundamentos de su poder.
La herejía constituía tanto una crítica de las jerarquías sociales y de la explotación económica como una denuncia de la corrupción clerical. Como señala Gioacchino Volpe, el rechazo a todas las formas de autoridad y un fuerte sentimiento anticlerical eran elementos comunes a todas las sectas. Muchos herejes compartían el ideal de la pobreza apostólica y el deseo de regresar a la simple vida comunal que había caracterizado a la iglesia primitiva. Algunos, como los Pobres de Lyon y la Hermandad del Espíritu Libre, vivían de limosnas donadas. Otros se sustentaban a partir del trabajo manual.22 Otros experimentaron el «comunismo», como los primeros taboritas en Bohemia, para quienes el establecimiento de la igualdad y la propiedad comunal eran tan importantes como la reforma religiosa.23 Un inquisidor también dijo que los valdenses «eluden

22 Entre los valdenses se dio una larga polémica acerca de cuál era la forma correcta de mantenerse. Se resolvió en el Encuentro de Bérgamo de 1218 con una importante ruptura entre las dos ramas principales del movimiento. Los valdenses franceses (Pobres de Lyon) optaron por una vida basada en la limosna, mientras que los de Lombardía decidieron que uno debía vivir de su propio trabajo y formar colectivos de trabajadores o cooperativas (congregationes laborantium) (di Stefano, 1950: 775). Los valdenses lombardos conservaron sus pertenencias —casas y otras formas de propiedad privada— y aceptaron el matrimonio y la vida familiar (Little, 1978: 125).
23 Holmes (1975: 202), Milton (1973: 124) y N. Cohn (1970: 215-17). Según los describe Engels, los taboritas eran el ala democrática revolucionaria del movimiento nacional de liberación husita contra la nobleza alemana en Bohemia. De esto, Engels sólo nos dice que «sus demandas reflejaban el deseo del campesinado y las clases bajas urbanas de terminar con toda opresión feudal» (Engels, 1977: 44n). Pero su sorprendente historia es narrada en mayor detalle en The Inquisition of the Middle Ages, de H. C. Lea (1961: 523-40), donde leemos que eran campesinos y gente humilde que no querían nobles y señores entre ellos y que tenían tendencias republicanas. Eran llamados taboritas porque en 1419, cuando los husitas de Praga fueron atacados, siguieron viaje hasta el monte Tabor. Allí fundaron una nueva ciudad que se convirtió en el centro tanto de la resistencia contra la nobleza alemana, como de experimentos comunistas. La historia cuenta que, cuando llegaron de Praga, sacaron unos grandes arcones en los que se le pidió a cada uno que pusiera sus posesiones, para que todas las cosas pudieran ser comunes. Aparentemente, este acuerdo colectivo no duró mucho, pero su espíritu pervivió durante algún tiempo después de su desaparición (Demetz, 1997: 152-57).
Los taboritas se distinguían de los ultraquistas en que, entre sus objetivos, estaba incluida la independencia de Bohemia y la retención de la propiedad que habían confiscado (Lea, 1961: 530). Ambos coincidían en los cuatro artículos de fe que unían al movimiento husita frente a enemigos externos:
I. Libre prédica de la Palabra de Dios
II. Comunión [tanto del vino como del pan]
III. Abolición del dominio del clero sobre las posesiones temporales y su retorno a la vida evangélica de Cristo y los apóstoles
IV. Castigo de todas las ofensas a la ley divina sin excepción de persona o condición
La unidad era muy necesaria. Para sofocar la revuelta de los husitas, en 1421 la Iglesia envió un ejército de 150.000 hombres contra taboritas y ultraquistas. «Cinco veces», escribe Lea, «durante 1421, los cruzados invadieron Bohemia y las cinco veces les derrotaron». Dos años más tarde, en el Sínodo de Siena, la Iglesia decidió que, si no se podía derrotar militarmente a los herejes de Bohemia, había que aislarlos y matarlos de hambre mediante un asedio. Pero eso también falló y las ideas husitas continuaron difundiéndose en Alemania, Hungría y los territorios eslavos del sur. Otro ejército de 100.000 hombres fue lanzado contra ellos en 1431, de nuevo en vano. Esta vez los cruzados huyeron del campo de batalla aún antes de que la batalla comenzara, al «oír el canto de batalla de las temidas tropas husitas» (ibidem).

todas las formas de comercio para evitar las mentiras, los fraudes y los juramentos», y los describió caminando descalzos, vestidos con ropas de lana, sin nada que les perteneciera y, al igual que los apóstoles, po-

Lo que, finalmente, destruyó a los taboritas fueron las negociaciones entre la Iglesia y el ala moderada de los husitas. Hábilmente, los diplomáticos eclesiásticos ahondaron en la división entre los ultraquistas y los taboritas. Así, cuando se emprendió otra cruzada contra los husitas, los ultraquistas se unieron a los barones católicos pagados por el Vaticano y exterminaron a sus hermanos en la batalla de Lipania, el 30 de mayo de 1434. Ese día 13.000 taboritas resultaron muertos en el campo de batalla.
Las mujeres del movimiento taborita eran muy activas, al igual que en todos los movimientos herejes. Muchas pelearon en la batalla por Praga en 1420, cuando 1.500 mujeres taboritas cavaron una trinchera que defendieron con piedras y horquillas (Demetz, 1997).
seyendo todo en común (Lambert, 1992: 64). El contenido social de la herejía se encuentra, sin embargo, mejor expresado en las palabras de John Ball, el líder intelectual del Levantamiento Campesino Inglés de 1381, quien denunció que «estamos hechos a imagen de Dios, pero nos tratan como bestias», y agregó, «nada estará bien en Inglaterra […] mientras haya caballeros y siervos» (Dobson, 1983: 371).
Los cátaros, la más influyente de las sectas herejes, destacan en la historia de los movimientos sociales europeos por su singular aversión a la guerra (incluidas las Cruzadas), su condena a la pena capital (que provocó el primer pronunciamiento explícito de la Iglesia a favor de la pena de muerte) y su tolerancia hacia otras religiones. Francia meridional, su bastión antes de la cruzada albigense, «fue un refugio seguro para los judíos cuando el antisemitismo crecía en Europa; [aquí] una fusión del pensamiento cátaro y el pensamiento judío produjo la Cábala, la tradición del misticismo judío» (Spencer, 1995b: 171). Los cátaros también rechazaron el matrimonio y la procreación y fueron estrictamente vegetarianos, tanto porque rehusaban matar animales como porque deseaban evitar cualquier comida, como huevos y carnes, que fuera resultado de la generación sexual.
Esta actitud negativa hacia la natalidad ha sido atribuida a la influencia ejercida sobre los cátaros por sectas orientales dualistas como los paulicianos —una secta de iconoclastas que rechazaba la procreación por considerar que es el acto por el cual el alma queda atrapada en el mundo material (Erbstosser, 1984: 13-4)— y, sobre todo, los bogomilos, que en el siglo X hacían proselitismo entre los campesinos de los Balcanes. Los bogomilos, movimiento popular «nacido entre campesinos cuya miseria física los hizo conscientes de la perversidad de las cosas» (Spencer, 1995b: 15), predicaban que el mundo visible era obra del Diablo (pues en el mundo de Dios los buenos serían los primeros) y se negaban a tener hijos para no traer nuevos esclavos a esta «tierra de tribulaciones», tal y como denominaban a la vida en la tierra en uno de sus panfletos (Wakefield y Evans, 1991: 457).
La influencia de los bogomilos sobre los cátaros está comprobada y es posible que la elusión del matrimonio y la procreación por parte de los cátaros proviniera de un rechazo similar a una vida «degradada a la mera supervivencia» (Vaneigem, 1998: 72), más que de una «pulsión de muerte» o de un desprecio por la vida. Esto es lo que sugiere el hecho de que el antinatalismo de los cátaros no estuviera asociado a una concepción degradante de la mujer y su sexualidad, como es frecuente en el caso de las filosofías que desprecian la vida y el cuerpo. Las mujeres tenían un lugar importante en las sectas. En cuanto a la actitud de los cátaros hacia la sexualidad, pareciera que mientras los «perfectos» se abstenían del coito, no se esperaba de los otros miembros la práctica de la abstinencia sexual. Algunos desdeñaban la importancia que la Iglesia le asignaba a la castidad, argumentando que implicaba una sobrevaloración del cuerpo. Otros herejes atribuían un valor místico al acto sexual, tratándolo incluso como un sacramento (Christeria) y predicando que practicar sexo, en lugar de abstenerse, era la mejor forma de alcanzar un estado de inocencia. Así, irónicamente, los herejes eran perseguidos tanto por libertinos como por ser ascetas extremos.
Las creencias sexuales de los cátaros eran, obviamente, una elaboración sofisticada de cuestiones desarrolladas a través del encuentro con religiones herejes orientales, pero la popularidad de la que gozaron y la influencia que ejercieron en otras herejías señala también una realidad experiencial más amplia, arraigada en las condiciones del matrimonio y de la reproducción en la Edad Media.
Se sabe que en la sociedad medieval, debido a la escasa disponibilidad de tierra y a las restricciones proteccionistas que ponían los gremios para entrar a los oficios, tener muchos hijos no era posible y tampoco deseable y, efectivamente, las comunidades de campesinos y artesanos se esforzaban por controlar la cantidad de niños que nacían entre ellos. El método más comúnmente usado para este fin era la postergación del matrimonio, un acontecimiento que, incluso entre los cristianos ortodoxos, ocurría a edad madura (si es que ocurría), bajo la regla de «si no hay tierra no hay matrimonio» (Homans, 1960: 37-9). En consecuencia, una gran cantidad de jóvenes tenía que practicar la abstinencia sexual o desafiar la prohibición eclesiástica relativa al sexo fuera del matrimonio. Es posible imaginar que el rechazo hereje de la procreación debe haber encontrado resonancia entre ellos. En otras palabras, es concebible que en los códigos sexuales y reproductivos de los herejes podamos ver realmente las huellas de un intento de control medieval de la natalidad. Esto explicaría el motivo por el cual, cuando el crecimiento poblacional se convirtió en una preocupación social fundamental durante la profunda crisis demográfica y la escasez de trabajadores a finales del siglo XIV, la herejía comenzó a ser asociada a los crímenes reproductivos, especialmente la «sodomía», el infanticidio y el aborto. Esto no quiere sugerir que las doctrinas reproductivas de los herejes tuvieran un impacto demográfico decisivo, sino más bien que, al menos durante dos siglos, en Italia, Francia y Alemania se creó un clima político en el que cualquier forma de anticoncepción (incluida la «sodomía», es decir, el sexo anal) pasó a ser asociada con la herejía. La amenaza que las doctrinas sexuales de los herejes planteaban a la ortodoxia también debe considerarse en el contexto de los esfuerzos realizados por la Iglesia para establecer un control sobre el matrimonio y la sexualidad que le permitieran poner a todo el mundo —desde el Emperador hasta el más pobre campesino— bajo su escrutinio disciplinario.
La politización de la sexualidad
Como ha señalado Mary Condren en The Serpent and the Goddess (1989) [La serpiente y la diosa], estudio sobre la entrada del cristianismo en la Irlanda céltica, el intento eclesiástico de regular el comportamiento sexual tiene una larga historia en Europa. Desde épocas muy tempranas (desde que la Iglesia se convirtió en la religión estatal en el siglo IV), el clero reconoció el poder que el deseo sexual confería a las mujeres sobre los hombres y trató persistentemente de exorcizarlo identificando lo sagrado con la práctica de evitar a las mujeres y el sexo. Expulsar a las mujeres de cualquier momento de la liturgia y de la administración de los sacramentos; tratar de usurpar la mágica capacidad de dar vida de las mujeres al adoptar un atuendo femenino; hacer de la sexualidad un objeto de vergüenza… tales fueron los medios a través de los cuales una casta patriarcal intentó quebrar el poder de las mujeres y de su atracción erótica. En este proceso, «la sexualidad fue investida de un nuevo significado […] [Se] convirtió en un tema de confesión, en el que los más ínfimos detalles de las funciones corporales más íntimas se transformaron en tema de discusión» y donde «los distintos aspectos del sexo fueron divididos en el pensamiento, la palabra, la intención,

las ganas involuntarias y los hechos reales del sexo para conformar una ciencia de la sexualidad» (Condren, 1989: 86-7). Los penitenciales, los manuales que a partir del siglo VII comenzaron a distribuirse como guías prácticas para los confesores, son uno de los lugares privilegiados para la reconstrucción de los cánones sexuales eclesiásticos. En el primer volumen de Historia de la Sexualidad (1978), Foucault subraya el papel que jugaron estos manuales en la producción del sexo como discurso y de una concepción más polimorfa de la sexualidad en el siglo XVII. Pero los penitenciales jugaban ya un papel decisivo en la producción de un nuevo discurso sexual en la Edad Media. Estos trabajos demuestran que la Iglesia intentó imponer un verdadero catecismo sexual, prescribiendo detalladamente las posiciones permitidas durante el acto sexual (en realidad sólo una era permitida), los días en los que se podía practicar el sexo, con quién estaba permitido y con quién prohibido.
La supervisión sexual aumentó en el siglo XII cuando los Sínodos Lateranos de 1123 y 1139 emprendieron una nueva cruzada contra la práctica corriente del matrimonio y el concubinato entre los clérigos, declarando el matrimonio como un sacramento cuyos votos no podía disolver ningún poder terrenal. En ese momento, se repitieron también las limitaciones impuestas por los penitenciales sobre el acto sexual. Cuarenta años más tarde, con el Tercer Sínodo Laterano de 1179, la Iglesia intensificó sus ataques contra la «sodomía» dirigiéndolos simultáneamente contra los homosexuales y el sexo no procreativo (Bowsell, 1981: 277). Por primera vez, condenó la homosexualidad, «la incontinencia que va en contra de la naturaleza» (Spencer, 1995a: 114).
Con la adopción de esta legislación represiva la sexualidad fue completamente politizada. Todavía no encontramos, sin embargo, la obsesión mórbida con que la Iglesia Católica abordaría después las cuestiones sexuales. Pero ya en el siglo XII podemos ver a la Iglesia no sólo espiando los dormitorios de su rebaño sino haciendo de la sexualidad una cuestión de Estado. Las preferencias sexuales no ortodoxas de los herejes también deben ser vistas, por lo tanto, como una postura antiautoritaria, un intento de arrancar sus cuerpos de las garras del clero. Un claro ejemplo de esta rebelión anticlerical fue el surgimiento, en el siglo XIII, de las nuevas sectas panteístas, como los amalricianos y la Hermandad del Espíritu Libre que, contra el esfuerzo de la Iglesia por controlar su conducta sexual, predicaban que Dios está en todos nosotros y que, por lo tanto, es imposible pecar.
Las mujeres y la herejía
Uno de los aspectos más significativos del movimiento herético es la elevada posición social que asignó a las mujeres. Como señala Gioacchino Volpe, en la Iglesia las mujeres no eran nada, pero aquí eran consideradas como iguales; las mujeres tenían los mismos derechos que los hombres y disfrutaban de una vida social y una movilidad (deambular, predicar) que durante la Edad Media no encontraban en ningún otro lugar (Volpe, 1971: 20; Koch, 1983: 247). En las sectas herejes, sobre todo entre los cátaros y los valdenses, las mujeres tenían derecho a administrar los sacramentos, predicar, bautizar e incluso alcanzar órdenes sacerdotales. Está documentado que Valdo se separó de la ortodoxia porque su obispo rehusó permitir que las mujeres pudiesen predicar. Y de los cátaros se dice que adoraban una figura femenina, la Señora del Pensamiento, que influyó en el modo en que Dante concibió a Beatriz (Taylor, 1954: 100). Los herejes también permitían que las mujeres y los hombres compartieran la misma vivienda, aun sin estar casados, ya que no temían que favoreciese comportamientos promiscuos. Con frecuencia las mujeres y los hombres herejes vivían juntos libremente, como hermanos y hermanas, de igual modo que en las comunidades agápicas de la Iglesia primitiva. Las mujeres también formaban sus propias comunidades. Un caso típico era el de las beguinas, mujeres laicas de las clases medias urbanas que vivían juntas (especialmente en Alemania y Flandes) y mantenían su trabajo, fuera del control masculino y sin subordinación al control monástico (McDonnell, 1954; Neel, 1989).29

29 La relación entre las beguinas y la herejía es incierta. Mientras que algunos de sus contemporáneos, como Jacques de Vitro —descrito por Carol Neel como «un importante administrador eclesiástico»— apoyó su iniciativa como una alternativa a la herejía, «fueron finalmente condenadas bajo sospecha de herejía por el Sínodo de Vienne de 1312», posiblemente por la intolerancia del clero hacia las mujeres que escapaban al control masculino. Las beguinas desaparecieron posteriormente «forzadas a dejar de existir por la reprobación eclesiástica» (Neel, 1989: 324-27, 329, 333, 339).
No sorprende que las mujeres estén más presentes en la historia de la herejía que en cualquier otro aspecto de la vida medieval (Volpe, 1971: 20). De acuerdo a Gottfried Koch, ya en el siglo X formaban una parte importante de los bogomilos. En el siglo XI, fueron otra vez las mujeres quienes dieron vida a los movimientos herejes en Francia e Italia. En esta ocasión las herejes provenían de los sectores más humildes de los siervos y constituyeron un verdadero movimiento de mujeres que se desarrolló dentro del marco de los diferentes grupos herejes (Koch, 1983: 246-47). Las herejes están también presentes en las crónicas de la Inquisición; sabemos que algunas de ellas fueron quemadas en la hoguera, otras fueron «emparedadas» para el resto de sus vidas.
¿Es posible decir que esta importante presencia de mujeres en las sectas herejes fuera la responsable de la «revolución sexual» de estos movimientos? ¿O debemos asumir que el llamado al «amor libre» fue una treta masculina para ganar acceso fácil a los favores sexuales de las mujeres? Estas preguntas no pueden responderse fácilmente. Sabemos, sin embargo, que las mujeres trataron de controlar su función reproductiva, ya que son numerosas las referencias al aborto y al uso femenino de anticonceptivos en los Penitenciales. De forma significativa —en vista de la futura criminalización de esas prácticas durante la caza de brujas—, a los anticonceptivos se les llamaba «pociones para la esterilidad» o maleficia (Noonan, 1965: 155-61) y se suponía que las mujeres eran quienes los usaban.
En la Alta Edad Media, la Iglesia veía todavia estas prácticas con cierta indulgencia, impulsada por el reconocimiento de que las mujeres podían desear poner límite a sus embarazos por razones económicas. Así, en el Decretum, escrito por Burchardo, Obispo de Worms (hacia 1010), después de la pregunta ritual:
¿Has hecho lo que algunas mujeres suelen hacer cuando fornican y desean matar a su vástago, actuar con su maleficia y sus hierbas para matar o cortar el embrión, o, si aún no han concebido, lograr que no conciban?
Estaba estipulado que las culpables hicieran penitencia durante diez años; pero también se observaba que «habría diferencia entre la acción de una pobre mujerzuela motivada por la dificultad de proveerse de alimento y la de una mujer que buscara esconder un crimen de fornicación» (ibidem).
Las cosas, no obstante, cambiaron drásticamente tan pronto como el control de las mujeres sobre la reproducción comenzó a ser percibido como una amenaza a la estabilidad económica y social, tal y como ocurrió en el periodo subsiguiente a la catástrofe demográfica producida por la «peste negra», la plaga apocalíptica que, entre 1347 y 1352, destruyó a más de un tercio de la población europea (Ziegler, 1969: 230).
Más adelante veremos qué papel jugó este desastre demográfico en la «crisis del trabajo» de la Baja Edad Media. Aquí podemos apuntar que, después de la diseminación de la plaga, los aspectos sexuales de la herejía adquirieron mayor importancia en su persecución. Éstos fueron grotescamente distorsionados según formas que anticipan las posteriores representaciones de los aquelarres de brujas. A mediados del siglo XIV, a los inquisidores no les bastaba con acusar a los herejes de sodomía y licencia sexual en sus informes. También se les acusaba de dar culto a los animales, incluido el infame bacium sub cauda (beso bajo la cola), y de regodearse en rituales orgiásticos, vuelos nocturnos y sacrificios de niños (Russell, 1972). Los inquisidores informaban también sobre la existencia de una secta de culto diabólico conocida como los luciferanos. Coincidiendo con este proceso, que marcó la transición de la persecución de la herejía a la caza de brujas, la mujer se convirtió de forma cada vez más clara en la figura de lo hereje, de tal manera que, hacia comienzos del siglo XV, la bruja se transformó en el principal objetivo en la persecución de herejes.
Sin embargo, el movimiento hereje no terminó aquí. Su epílogo tuvo lugar en 1533 con el intento de los anabaptistas de establecer una Nueva Jerusalén en la ciudad alemana de Münster. Este intento fue aplastado con un baño de sangre, seguido de una ola de despiadadas represalias que afectaron a las luchas proletarias en toda Europa (Po-Chia Hsia, 1988a: 51-69).
Hasta entonces, ni la feroz persecución ni la demonización de la herejía pudieron evitar la difusión de las creencias herejes. Como escribe Antonino di Stefano, ni la excomunión, ni la confiscación de propiedades, ni la tortura, ni la muerte en la hoguera, ni las cruzadas contra los herejes pudieron debilitar la «inmensa vitalidad y popularidad» de la heretica pravitatis (el mal hereje) (di Stefano, 1950: 769). «No existe ni una comuna», escribía Jacques de Vitry a principios del siglo XIII, «en la que la herejía no tenga sus seguidores, sus defensores y sus creyentes». Incluso después de la cruzada contra los cátaros de 1215, que destruyó sus bastiones, la herejía (junto con el Islam) siguió siendo el enemigo y la amenaza principal a la que se tuvo que enfrentar la Iglesia. Nuevos seguidores aparecían en todas las profesiones y condiciones sociales: el campesinado, los sectores más pobres del clero (que se identificaban con los pobres y aportaron a sus luchas el lenguaje del Evangelio), los burgueses urbanos e incluso la nobleza menor. Pero la herejía popular era, principalmente, un fenómeno de las clases bajas. El ambiente en el que floreció fue el de los proletarios rurales y urbanos: campesinos, zapateros remendones y trabajadores textiles «a quienes predicaba la igualdad, fomentando su espíritu de revuelta con predicciones proféticas y apocalípticas» (ibidem: 776).
Podemos llegar a vislumbrar la popularidad de los herejes a partir de los juicios que la Inquisición aún llevaba adelante hacia 1330, en la región de Trento (norte de Italia), contra aquellos que habían brindado hospitalidad a los apostólicos en el momento en que su líder, Fray Dulcino, treinta años antes, había pasado por la región (Orioli, 1993: 217-37). En el momento de su llegada se abrieron muchas puertas para brindar refugio a Dulcino y sus seguidores. Nuevamente en 1304, cuando junto al anuncio de la llegada de un reino sagrado de pobreza y amor Fray Dulcino fundó una comunidad entre las montañas de Vercellese (Piamonte), los campesinos de la zona, que ya se habían levantado contra el Obispo de Vercelli, le dieron su apoyo (Mornese y Buratti, 2000). Durante tres años los dulcinianos resistieron a las cruzadas y al bloqueo que el Obispo dispuso en su contra —hubo mujeres vestidas como hombres luchando junto a ellos. Finalmente, fueron derrotados sólo por el hambre y la aplastante superioridad de las fuerzas que la Iglesia había movilizado (Lea, 1961: 615-20; Milton, 1973: 108). El mismo día en el que las tropas reunidas por el Obispo de Vercelli finalmente vencieron, «más de mil herejes murieron en las llamas o en el río o por la espada, de los modos más crueles». Margherita, la compañera de Dulcino, fue lentamente quemada hasta morir ante sus ojos porque se negó a retractarse. Dulcino fue arrastrado y poco a poco hecho pedazos por los caminos de la montaña, a fin de brindar un ejemplo conveniente a la población local (Lea, 1961: 620).
Luchas urbanas
No sólo las mujeres y los hombres, también los campesinos y los trabajadores urbanos descubrieron una causa común en los movimientos heréticos. Esta comunión de intereses entre gente que de entrada se supone podrían tener distintas preocupaciones y aspiraciones, puede observarse en diferentes situaciones. En primer lugar, en la Edad Media existía una relación estrecha entre la ciudad y el campo. Muchos burgueses eran ex-siervos que se habían mudado o escapado a la ciudad con la esperanza de una vida mejor y, mientras ejercitaban sus artes, continuaban trabajando la tierra, particularmente en épocas de cosecha. Sus pensamientos y deseos estaban todavía profundamente configurados por la vida en la aldea y por su permanente relación con la tierra. A los campesinos y trabajadores urbanos les unía también el hecho de que estaban subordinados a los mismos gobernantes. En el siglo XIII (especialmente en el norte y centro de Italia), la nobleza terrateniente y los mercaderes patricios de la ciudad estaban comenzando a integrarse, funcionando como una estructura de poder única. Esta situación promovió preocupaciones similares y solidaridad entre los trabajadores. Así, cuando los campesinos se rebelaban, encontraban a los artesanos y jornaleros a su lado, además de una masa de pobres urbanos cada vez más importante. Esto fue lo que sucedió durante la revuelta campesina en el Flandes marítimo, que comenzó en 1323 y terminó en junio de 1328, después de que el rey de Francia y la nobleza flamenca derrotaran a los rebeldes en Cassel en 1327. Como escribe David Nicholas, «la habilidad de los rebeldes para continuar el conflicto durante cinco años sólo puede concebirse a partir de la participación de la ciudad entera» (Nicholas, 1992: 213-14). Nicholas agrega que a finales de 1324 los artesanos de Ypres y Brujas se sumaron a los campesinos rebeldes:
Brujas, ahora bajo el control de un partido de tejedores y bataneros, siguió el rumbo de la revuelta campesina […] Comenzó una guerra de propaganda en la cual los monjes y predicadores dijeron a las masas que había llegado una nueva era y que ellos eran iguales a los aristócratas. (Ibidem: 213-14)

Otra alianza entre campesinos y trabajadores urbanos fue la de los tuchinos, un movimiento de «bandoleros» que operaba en las montañas del centro de Francia; de este modo, los artesanos se unieron a una organización típica de las poblaciones rurales (Milton, 1963: 128).
Lo que unía a campesinos y artesanos era una aspiración común de nivelar las diferencias sociales. Como escribe Norman Cohn, existen pruebas en diferentes tipos de documentos:
Desde los proverbios de los pobres en los que se lamentan de que «el hombre pobre siempre trabaja, siempre preocupado, trabaja y llora, no ríe nunca de corazón, mientras que el rico ríe y canta […]».
Desde los misterios donde se dice que «cada hombre debe tener tantas propiedades como cualquier otro y no tenemos nada que podamos llamar nuestro. Los grandes señores poseen todo y los pobres sólo cuentan con el sufrimiento y la adversidad […]».
Desde las sátiras más leídas que denunciaban que «los magistrados, alcaldes, alguaciles e intendentes viven todos del robo. Todos engordados por los pobres, todos quieren saquearlos […] El fuerte roba al débil […]». O también: «Los buenos trabajadores hacen pan del trigo pero nunca lo mastican; no, sólo reciben los cernidos del grano, del buen vino sólo reciben los fondos y de la buena ropa sólo las hilachas. Todo lo que es sabroso y bueno va a parar a la nobleza y al clero».
Cohn (1970: 99-100)
Estas quejas muestran cuán profundo era el resentimiento popular contra las desigualdades que existían entre «pajarracos» y «pajaritos», los «gordos» y los «flacos», como se llamaba a la gente rica y a la gente pobre en el modismo político florentino del siglo XIV. «Nada andará bien en Inglaterra hasta que todos seamos de la misma condición», proclamaba John Ball durante su campaña para organizar el Levantamiento Campesino Inglés de 1381 (ibidem: 199).
Como hemos visto, las principales expresiones de esta aspiración a una sociedad más igualitaria eran la exaltación de la pobreza y el comunismo de los bienes. Pero la afirmación de una perspectiva igualitaria también se reflejaba en una nueva actitud hacia el trabajo, más evidente entre las sectas herejes. Por una parte, existe una estrategia de «rechazo al trabajo», como la propia de los valdenses franceses (los Pobres de Lyon) y los miembros de algunas órdenes conventuales (franciscanos, espirituales), que, en el deseo de liberarse de las preocupaciones mundanas dependían de las limosnas y del apoyo de la comunidad para sobrevivir. Por otra parte, existe una nueva valorización del trabajo, en particular del trabajo manual, que alcanzó su formulación más consciente en la propaganda de los lolardos ingleses, quienes recordaban a sus seguidores: «Los nobles tienen casas hermosas, nosotros sólo tenemos trabajo y penurias, pero todo lo que existe proviene de nuestro trabajo» (ibidem; Christie-Murray, 1976: 114-15).
Sin lugar a dudas, recurrir al «valor del trabajo» —una novedad en una sociedad dominada por una clase militar— funcionaba principalmente como un recordatorio de la arbitrariedad del poder feudal. Pero esta nueva conciencia demuestra también la emergencia de nuevas fuerzas sociales que jugaron un papel crucial en el desmoronamiento del sistema feudal.
La valorización del trabajo refleja la formación de un proletariado urbano, constituido en parte por oficiales y aprendices —que trabajaban para maestros artesanos que producían para el mercado local—, pero fundamentalmente por jornaleros asalariados, empleados por mercaderes ricos en industrias que producían para la exportación. A comienzos del siglo XIV, en Florencia, Siena y Flandes, era posible encontrar concentraciones de hasta 4.000 jornaleros (tejedores, bataneros, tintoreros) en la industria textil. Para ellos, la vida en la ciudad era sólo un nuevo tipo de servidumbre, en este caso bajo el dominio de los mercaderes de telas que ejercían el más estricto control sobre sus actividades y la dominación de clase más despótica. Los asalariados urbanos no podían formar asociaciones y hasta se les prohibía reunirse en lugar alguno fuese cual fuese el objetivo; no podían portar armas ni las herramientas de su oficio; y no podían hacer huelga bajo pena de muerte (Pirenne, 1956: 1932). En Florencia, no tenían derechos civiles; a diferencia de los oficiales, no eran parte de ningún oficio o gremio y estaban expuestos a los abusos más crueles a manos de los mercaderes. Éstos, además de controlar el gobierno de la ciudad, dirigían un tribunal propio y, con total impunidad, los espiaban, arrestaban, torturaban y colgaban al menor signo de problemas (Rodolico, 1971).
Es entre estos trabajadores donde encontramos las formas más radicales de protesta social y una mayor aceptación de las ideas heréticas (ibidem: 56-9). Durante el siglo XIV, particularmente en Flandes, los trabajadores textiles estuvieron involucrados en constantes rebeliones contra el obispo, la nobleza, los mercaderes e incluso los principales oficios. En Brujas, cuando en 1378 los oficios más importantes se hicieron poderosos, los trabajadores de la lana continuaron la sublevación en su contra. En Gante, en 1335, un levantamiento de la burguesía local fue superado por una rebelión de tejedores que trataron de establecer una «democracia obrera» basada en la supresión de todas las autoridades, excepto aquellas que vivían del trabajo manual (Boissonnade, 1927: 310-11). Derrotados por una coalición imponente de fuerzas (que incluía al príncipe, la nobleza, el clero y la burguesía), los tejedores volvieron a intentarlo en 1378, y esta vez tuvieron éxito, instituyendo la que (tal vez con cierta exageración) ha dado en llamarse la primera «dictadura del proletariado» conocida en la historia. Según Peter Boissonnade, su objetivo era «alzar a los trabajadores cualificados contra sus patrones, a los asalariados en contra de los grandes empresarios, a los campesinos en contra de los señores y el clero. Se decía que pensaban exterminar a la clase burguesa en su conjunto, con la excepción de los niños de seis años y que proyectaban hacer lo mismo con la nobleza» (ibidem: 311). Sólo a través de una batalla a campo abierto, que tuvo lugar en Roosebecque en 1382, y en la que 26.000 de ellos perdieron la vida, fueron finalmente derrotados (ibidem).
Los acontecimientos que tuvieron lugar en Brujas y Gante no fueron casos aislados. También en Alemania y en Italia, los artesanos y los trabajadores se revelaban en cada ocasión que se les presentaba, forzando a la burguesía local a vivir en un constante terror. En Florencia, los trabajadores tomaron el poder en 1379, liderados por los ciompi, los jornaleros de la industria textil florentina. Ellos establecieron también un gobierno de trabajadores, que sólo duró unos pocos meses antes de ser completamente derrotados en 1382 (Rodolico, 1971). Los trabajadores de Lieja, en Países Bajos, tuvieron más éxito. En 1384, la nobleza y los ricos (llamados «los grandes»), incapaces de continuar una resistencia que había persistido durante más de un siglo, capitularon. De ahí en adelante «los oficios dominaron completamente la ciudad», convirtiéndose en los árbitros del gobierno municipal (Perenne, 1937: 201). En el Flandes marítimo, los artesanos también habían brindado su apoyo al levantamiento campesino en una lucha que duró desde 1323 hasta 1328, en lo que Pirenne describe como «un intento genuino de revolución social» (ibidem: 195). Aquí —según señala un contemporáneo oriundo de Flandes cuya filiación de clase resulta evidente— «la plaga de la insurrección era tal que los hombres se asquearon de la vida» (ibidem: 196). Así, desde 1320 hasta 1332, la «gente de bien» de Ypres le imploró al rey que no permitiese que los bastiones internos del pueblo, en los que ellos vivían, fueran demolidos, dado que los protegían de la «gente común» (ibidem: 202-03).

La Peste Negra y la crisis del trabajo
La Peste Negra, que mató entre un 30 % y un 40 % de la población europea, constituyó uno de los momentos decisivos en el transcurso de las luchas medievales (Ziegler, 1969: 230). Este colapso demográfico sin precedentes ocurrió después de que la Gran Hambruna de 1315-1322 hubiera debilitado la resistencia de la gente a las enfermedades (Jordan, 1996) y cambió profundamente la vida social y política de Europa, inaugurando prácticamente una nueva era. Las jerarquías sociales se pusieron patas arriba debido al efecto nivelador de la morbilidad generalizada. La familiaridad con la muerte también debilitó la disciplina social. Enfrentada a la posibilidad de una muerte repentina, la gente ya no se preocupaba por trabajar o por acatar las regulaciones sociales y sexuales, trataba de pasarlo lo mejor posible, regalándose una fiesta tras otra sin pensar en el futuro.
La consecuencia más importante de la peste fue, sin embargo, la intensificación de la crisis del trabajo generada por el conflicto de clase: al diezmarse la mano de obra, los trabajadores se tornaron extremadamente escasos, su coste creció hasta niveles críticos y se fortaleció la determinación de la gente a romper las ataduras del dominio feudal.
Como señala Christopher Dyer, la escasez de mano de obra causada por la epidemia modificó las relaciones de poder en beneficio de las clases bajas. En épocas en que la tierra era escasa, era posible controlar a los campesinos a través de la amenaza de la expulsión. Pero una vez que la población fue diezmada y había abundancia de tierra, las amenazas de los señores dejaron de tener un efecto significativo, ahora los campesinos podían moverse libremente y hallar nuevas tierras para cultivar (Dyer, 1968: 26). Así, mientras los cultivos se pudrían y el ganado caminaba sin rumbo por los campos, los campesinos y artesanos se adueñaron repentinamente de la situación. Un síntoma de este nuevo rumbo fue el aumento de las huelgas de inquilinos, reforzadas por las amenazas de éxodo en masa a otras tierras o a la ciudad. Tal y como las crónicas feudales muestran de forma escueta, los campesinos «se negaban a pagar» (negant solvere). También declaraban que «ya no seguirían las costumbres» (negant consuetudines) y que ignorarían las órdenes de los señores de reparar sus casas, limpiar las acequias o atrapar a los siervos fugados (ibidem: 24).
Hacia finales del siglo XIV la negativa a pagar la renta y brindar servicios se había convertido en un fenómeno colectivo. Aldeas enteras se organizaron conjuntamente para dejar de pagar las multas, los impuestos y el tallage, dejando de reconocer el intercambio de servicios y las cortes feudales, que eran los principales instrumentos del poder feudal. En este contexto, la cantidad de renta y de servicios retenidos era menos importante que el hecho de que la relación de clase en la que se basaba el orden feudal fuese subvertida. Así es como un escritor de comienzos del siglo XVI, cuyas palabras reflejan el punto de vista de la nobleza, describió sintéticamente la situación:

Los campesinos son demasiado ricos […] y no saben lo que significa la obediencia; no toman en cuenta la ley, desearían que no hubiera nobles […] y les gustaría decidir qué renta deberíamos obtener por nuestras tierras. (ibidem: 33)
Como respuesta al incremento del coste de la mano de obra y al desmoronamiento de la renta feudal, tuvieron lugar varios intentos de aumentar la explotación del trabajo a partir del restablecimiento de los servicios laborales o, en algunos casos, de la esclavitud. En Florencia, en el año 1366, se autorizó la importación de esclavos. Pero semejantes medidas sólo agudizaron el conflicto de clases. En Inglaterra, un intento de la nobleza por contener los costes del trabajo por medio de un Estatuto Laboral que ponía límite al salario máximo, causó el Levantamiento Campesino de 1381. Este se extendió de una región a otra y terminó con miles de campesinos marchando de Kent a Londres «para hablar con el rey» (Milton, 1973; Dobson, 1983). También en Francia, entre 1379 y 1382, hubo un «torbellino revolucionario» (Boissonnade, 1927: 314). Las insurrecciones proletarias estallaron en Bezier, donde cuarenta tejedores y zapateros fueron ahorcados. En Montpellier, los trabajadores insurrectos proclamaron que «para Navidad venderemos carne cristiana a seis peniques la libra». Estallaron revueltas en Carcassone, Orleans, Amiens, Tournai, Rouen y finalmente en París, donde en 1413 se estableció una «democracia de los trabajadores».
En Italia, la revuelta más importante fue la de los ciompi. Comenzó en julio de 1382, cuando los trabajadores textiles de Florencia forzaron a la burguesía, durante un tiempo, a compartir el gobierno y a declarar una moratoria sobre todas las deudas en las que habían incurrido los asalariados; más tarde proclamaron que, en esencia, se trataba de una dictadura del proletariado («la gente de Dios»), aunque fue rápidamente aplastada por las fuerzas conjuntas de la nobleza y la burguesía (Rodolico, 1971).
«Ahora es el momento» —oración que se repite en las cartas de John Ball— ilustra claramente el espíritu del proletariado europeo hacia finales del siglo XIV, una época en la que, en Florencia, la rueda de la fortuna comenzaba a aparecer en las paredes de las tabernas y de los talleres con el fin de simbolizar el inminente cambio de suerte.
Durante este proceso se ensancharon las dimensiones organizativas y el horizonte político de la lucha de los campesinos y artesanos. Regiones enteras se sublevaron, formando asambleas y reclutando ejércitos. Por momentos, los campesinos se organizaron en bandas, atacaron los castillos de los señores y destruyeron los archivos donde se conservaban las marcas escritas de su servidumbre. Ya en el siglo XV los enfrentamientos entre campesinos y nobles se convirtieron en verdaderas guerras, como la de las remesas en España, que se extendió de 1462 a 1486. En el año 1476 comenzó en Alemania un ciclo de «guerras campesinas», cuyo punto de partida fue la conspiración liderada por Hans el Flautista. Estos procesos se propagaron en forma de cuatro rebeliones sangrientas conducidas por el Bundschuch («sindicato campesino») que tuvieron lugar entre 1493 y 1517, y que culminaron en una guerra abierta que se extendió desde 1522 hasta 1525 en más de cuatro países (Engels, 1977; Blickle, 1977).
En ninguno de estos casos, los rebeldes se conformaron con exigir sólo algunas restricciones del régimen feudal, como tampoco negociaron exclusivamente para obtener mejores condiciones de vida. Su objetivo fue poner fin al poder de los señores. Durante el Levantamiento Campesino de 1381 los campesinos ingleses declararon que «la vieja ley debe abolirse». Efectivamente, a comienzos del siglo XV, al menos en Inglaterra, la servidumbre o el villanaje habían desaparecido casi por completo, aunque la revuelta fue derrotada política y militarmente y sus dirigentes, ejecutados brutalmente (Titow, 1969: 58).
Lo que siguió ha sido descrito como la «edad de oro del proletariado europeo» (Marx, 1909, T. I; Braudel 1967: 128-ss.), algo muy distinto de la representación canónica del siglo XV, que ha sido inmortalizado iconográficamente como un mundo bajo el maleficio de la danza de la muerte y el memento mori.
Thorold Rogers ha retratado una imagen utópica de este periodo en su famoso estudio sobre los salarios y las condiciones de vida en la Inglaterra medieval. «En ningún otro momento», escribió Rogers, «los salarios fueron tan altos y la comida tan barata [en Inglaterra]» (Rogers, 1894: 326-ss.). A los trabajadores se les pagaba a veces por cada día del año, a pesar de que los domingos o principales festivos no trabajaban. La comida corría a cuenta de los empleadores y se les pagaba un viaticum por ir y venir de la casa al trabajo, a tanto por cada milla de distancia. Además, exigían que se les pagara en dinero y querían trabajar sólo cinco días a la semana.
Como veremos, hay razones para ser escépticos con respecto al alcance de este cuerno de la abundancia. Sin embargo, para una parte importante del campesinado de Europa occidental, y para los trabajadores urbanos, el siglo XV fue una época de poder sin precedentes. No sólo la escasez de trabajo les dio poder de decisión, sino que el espectáculo de empleadores compitiendo por sus servicios reforzó su propia valoración y borró siglos de degradación y sumisión. Ante los ojos de los empleadores, el «escándalo» de los altos salarios que demandaban los trabajadores era sólo igualado por la nueva arrogancia que exhibían —su rechazo a trabajar o a seguir trabajando una vez que habían satisfecho sus necesidades (lo que ahora podían hacer más rápidamente debido a sus salarios más elevados); su tozuda determinación a ofrecerse sólo para tareas limitadas, en lugar de para periodos prolongados de tiempo; sus demandas de otros extras además del salario; y su vestimenta ostentosa que, de acuerdo a las quejas de críticos sociales contemporáneos, los hacía indistinguibles de los señores. «Los sirvientes son ahora amos y los amos son sirvientes», se quejaba John Gower en Mirour de l’omme (1378), «el campesino pretende imitar las costumbres del hombre libre y se da esa apariencia con sus ropas» (Hatcher, 1994: 17).
La condición de los sin tierra también mejoró después de la Peste Negra (Hatcher, 1994) y no exclusivamente en Inglaterra. En 1348 los canónigos de Normandía se quejaron de que no podían encontrar a nadie que estuviese dispuesto a cultivar sus tierras sin pedir más que lo que seis sirvientes hubieran cobrado a principios de siglo. En Italia, Francia y Alemania los salarios se duplicaron y triplicaron (Boissonnade, 1927: 316-20). En las tierras del Rin y el Danubio, el poder de compra del salario agrícola diario llegó a equipararse al precio de un cerdo o de una oveja, y estos niveles salariales alcanzaban también a las mujeres, ya que la diferencia entre el ingreso femenino y el masculino se había reducido drásticamente en los momentos de la Peste Negra.
Para el proletariado europeo esto significó no sólo el logro de un nivel de vida que no se igualó hasta el siglo XIX, sino también la desaparición de la servidumbre. Al terminar el siglo XIV la atadura de los siervos a la tierra prácticamente había desaparecido (Marx, 1909, T. I: 788). En todas partes, los siervos eran reemplazados por campesinos libres —titulares de tenencias consuetudinarias o enfitéusis— que aceptaban trabajar sólo a cambio de una recompensa sustancial.
La política sexual, el surgimiento del Estado y la contrarrevolución
A finales, no obstante, del siglo XV, se puso en marcha una contrarrevolución que actuaba en todos los niveles de la vida social y política. En primer lugar, las autoridades políticas realizaron importantes esfuerzos por cooptar a los trabajadores más jóvenes y rebeldes por medio de una maliciosa política sexual, que les dio acceso a sexo gratuito y transformó el antagonismo de clase en hostilidad contra las mujeres proletarias. Como ha demostrado Jacques Rossiaud en Medieval Prostitution (1988) [La prostitución medieval], en Francia las autoridades municipales prácticamente dejaron de considerar la violación como delito en los casos en que las víctimas fueran mujeres de clase baja. En la Venecia del siglo XIV, la violación de mujeres proletarias solteras rara vez tenía como consecuencia algo más que un tirón de orejas, incluso en el caso frecuente de un ataque en grupo (Ruggiero, 1989: 94, 91-108). Lo mismo ocurría en la mayoría de las ciudades francesas. Allí, la violación en pandilla de mujeres proletarias se convirtió en una práctica común, que los autores realizaban abierta y ruidosamente por la noche, en grupos de dos a quince, metiéndose en las casas o arrastrando a las víctimas por las calles sin el más mínimo intento de ocultarse o disimular. Quienes participaban en estos «deportes» eran aprendices o empleados domésticos, jóvenes e hijos de las familias acomodadas sin un centavo en el bolsillo, mientras que las mujeres eran chicas pobres que trabajaban como criadas o lavanderas, de quienes se rumoreaba que eran «poseídas» por sus amos (Rossiaud, 1988: 22). De media la mitad de los jóvenes participaron alguna vez en estos ataques, que Rossiaud describe como una forma de protesta de clase, un medio para que hombres proletarios —forzados a posponer su matrimonio durante muchos años debido a sus condiciones económicas— se cobraran «lo suyo» y se vengaran de los ricos. Pero los resultados fueron destructivos para todos los trabajadores, en tanto que la violación de mujeres pobres con consentimiento estatal debilitó la solidaridad de clase que se había alcanzado en la lucha antifeudal. Como cabía esperar, las autoridades percibieron los disturbios causados por semejante política (las grescas, la presencia de pandillas de jóvenes deambulando por las calles en busca de aventuras y perturbando la tranquilidad pública) como un pequeño precio a pagar a cambio de la disminución de las tensiones sociales, ya que estaban obsesionados por el miedo a las grandes insurrecciones urbanas y la creencia de que si los pobres lograban imponerse se apoderarían de sus esposas y las pondrían en común (ibidem: 13).
Para estas mujeres proletarias, tan arrogantemente sacrificadas por amos y siervos, el precio a pagar fue incalculable. Una vez violadas, no les era fácil recuperar su lugar en la sociedad. Con su reputación destruida, tenían que abandonar la ciudad o dedicarse a la prostitución (ibidem; Ruggiero, 1985: 99). Pero no eran las únicas que sufrían. La legalización de la violación creó un clima intensamente misógino que degradó a todas las mujeres cualquiera que fuera su clase. También insensibilizó a la población frente a la violencia contra las mujeres,

preparando el terreno para la caza de brujas que comenzaría en ese mismo periodo. Los primeros juicios por brujería tuvieron lugar a fines del siglo XIV; por primera vez la Inquisición registró la existencia de una herejía y una secta de adoradores del demonio completamente femenina.
Otro aspecto de la política sexual fragmentadora que príncipes y autoridades municipales llevaron a cabo con el fin de disolver la protesta de los trabajadores fue la institucionalización de la prostitución, implementada a partir del establecimiento de burdeles municipales que pronto proliferaron por toda Europa. Hecha posible gracias al régimen de salarios elevados, la prostitución gestionada por el Estado fue vista como un remedio útil contra la turbulencia de la juventud proletaria, que podía disfrutar en la Grand Maison —como era llamado el burdel estatal en Francia— de un privilegio previamente reservado a hombres mayores (Rossiaud, 1988). El burdel municipal también era considerado como un remedio contra la homosexualidad (Otis, 1985), que en algunas ciudades europeas (por ejemplo, Padua y Florencia) se practicaba amplia y públicamente, pero que después de la Peste Negra comenzó a ser temida como causa de despoblación.34
Así, entre 1350 y 1450 en cada ciudad y aldea de Italia y Francia se abrieron burdeles, gestionados públicamente y financiados a partir de impuestos, en una cantidad muy superior a la alcanzada en el siglo XIX. En 1453, sólo Amiens tenía 53 burdeles. Además, se eliminaron todas las restricciones y penalidades contra la prostitución. Las prostitutas podían ahora abordar a sus clientes en cualquier parte de la ciudad, incluso frente a la iglesia y durante la misa. Ya no estaban atadas a ningún código de vestimenta o a usar marcas distintivas, pues la prostitución era oficialmente reconocida como un servicio público (ibidem: 9-10).

34 Así, la proliferación de burdeles públicos estuvo acompañada por una campaña contra los homosexuales que se extendió incluso a Florencia, donde la homosexualidad era una parte importante del tejido social «que atraía a hombres de todas las edades, estados civiles y niveles sociales». La homosexualidad era tan popular en Florencia que las prostitutas solían usar ropa masculina para atraer a sus clientes. Los signos de cambio vinieron de dos iniciativas introducidas por las autoridades en 1403, cuando la ciudad prohibió a los «sodomitas» acceder a cargos públicos e instituyó una comisión de control dedicada a extirpar la homosexualidad: la Oficina de la Decencia. Significativamente, el primer paso que dio la oficina fue preparar la apertura de un nuevo burdel público, de tal manera que, en 1418, las autoridades aún seguían buscando medios para erradicar la sodomía «de la ciudad y el campo» (Rocke, 1997: 30-2, 35). Sobre la promoción de la prostitución financiada públicamente como remedio contra la disminución de la población y la «sodomía» por parte del gobierno florentino, véase también Richard C. Trexler (1993: 32):
Como otras ciudades italianas del siglo XV, Florencia creía que la prostitución patrocinada oficialmente combatía otros dos males incomparablemente más importantes desde el punto de vista moral y social: la homosexualidad masculina —a cuya práctica se atribuía el oscurecimiento de la diferencia entre los sexos y por lo tanto de toda diferencia y decoro— y la disminución de la población legítima como consecuencia de una cantidad insuficiente de matrimonios.
Trexler señala que es posible encontrar la misma correlación entre la difusión de la homosexualidad, la disminución de la población y el auspicio estatal de la prostitución en Lucca, Venecia y Siena entre finales del siglo XIV y principios del XV; señala también que el crecimiento en cantidad y poder social de las prostitutas condujo finalmente a una reacción violenta, de tal manera que mientras que:
[A] comienzos del siglo XV predicadores y estadistas habían creído profundamente [en Florencia] que ninguna ciudad en la que las mujeres y los hombres parecieran iguales podía sostenerse por mucho tiempo […] un siglo más tarde se preguntaban si una ciudad podría sobrevivir cuando las mujeres de clase alta no pudieran distinguirse de las prostitutas de burdel (Ibidem: 65).
Incluso la Iglesia llegó a ver la prostitución como una actividad legítima. Se creía que el burdel administrado por el Estado proveía un antídoto contra las prácticas sexuales orgiásticas de las sectas herejes y que era un remedio para la sodomía, así como también un medio para proteger la vida familiar.
Resulta difícil discernir, de forma retrospectiva, hasta qué punto esta «carta sexual» ayudó al Estado a disciplinar y dividir al proletariado medieval. Lo que es cierto es que este new deal fue parte de un proceso más amplio que, en respuesta a la intensificación del conflicto social, condujo a la centralización del Estado como el único agente capaz de afrontar la generalización de la lucha y la preservación de las relaciones de clase.
En este proceso, como se verá más adelante, el Estado se convirtió en el gestor supremo de las relaciones de clase y en el supervisor de la reproducción de la fuerza de trabajo —una función que continúa realizando hasta el día de hoy. Haciéndose cargo de esta función, los funcionarios de muchos países crearon leyes que establecían límites al coste del trabajo (fijando el salario máximo), prohibían la vagancia (ahora castigada duramente) (Geremek, 1985: 61 y sg.) y alentaban a los trabajadores a reproducirse.
En última instancia, el creciente conflicto de clases provocó una nueva alianza entre la burguesía y la nobleza, sin la cual las revueltas proletarias no hubieran podido ser derrotadas. De hecho, es difícil aceptar la afirmación que a menudo hacen los historiadores de acuerdo a la cual estas luchas no tenían posibilidades de éxito debido a la estrechez de su horizonte político y «lo confuso de sus demandas». En realidad, los objetivos de los campesinos y artesanos eran absolutamente transparentes. Exigían que «cada hombre tuviera tanto como cualquier otro» (Perenne, 1937: 202) y, para lograr este objetivo, se unían a todos aquellos «que no tuvieran nada que perder», actuando conjuntamente, en distintas regiones, sin miedo a enfrentarse con los bien entrenados ejércitos de la nobleza, y esto a pesar de que carecían de saberes militares.
Si fueron derrotados, fue porque todas las fuerzas del poder feudal —la nobleza, la Iglesia y la burguesía—, a pesar de sus divisiones tradicionales, se les enfrentaron de forma unificada por miedo a una rebelión proletaria. Efectivamente, la imagen que ha llegado hasta nosotros de una burguesía en guerra perenne contra la nobleza y que llevaba en sus banderas el llamamiento a la igualdad y la democracia es una distorsión. En la Baja Edad Media, dondequiera que miremos, desde Toscana hasta Inglaterra y los Países Bajos, encontramos a la burguesía ya aliada con la nobleza en la eliminación de las clases bajas. La burguesía reconoció, tanto en los campesinos como en los tejedores y zapateros demócratas de sus ciudades, un enemigo mucho más peligroso que la nobleza —un enemigo que incluso hizo que valiese la pena sacrificar su preciada autonomía política. Así fue como la burguesía urbana, después de dos siglos de luchas para conquistar la plena soberanía dentro de las murallas de sus comunas, restituyó el poder de la nobleza subordinándose voluntariamente al reinado del Príncipe y dando así el primer paso en el camino hacia el Estado absoluto.