La Otra Historia de los Estados Unidos. A People´s History of the United States. Desde 1492 hasta el presente (Parte V y final)

Famoso libro escrito en 1980 por el gran historiador anarquista estadounidense Howard Zinn.
No se trata de que usted sea anarquista, sino de conocer otro punto de vista, otra interpretación de los hechos que fueron haciendo de ese territorio libre un estado al estilo europeo y “civilizado” que hoy ha llegado a ser el gendarme armado mundial del capital. Así iremos avanzando históricamente en las interpretaciones hasta que la libertad de los autogobiernos locales haga una interpretación a partir del sujeto común reincorporado a los ritmos de la naturaleza. Por lo tanto hay que considerarla como una interpretación más de las diversas ideologías racionalistas que aspiran al inexistente criterio de verdad, que siempre será una ilusión argumentada por las propuestas ideológicas hasta que el sujeto común recupere su capacidad de leer la memoria histórica de la especie grabada en los cuerpos tal como las comunidades indígenas y originarias conversan y se comunican con las plantas y los animales.



Capítulo 20

LOS AÑOS SETENTA. ¿BAJO CONTROL?

A principios de los setenta el sistema parecía estar fuera de control, no era capaz de mantener el apoyo de la gente. En 1970, según el Centro de Investigación y Encuestas de la Universidad de Michigan, la “confianza en el gobierno” era escasa en todos los segmentos de la población, aunque había diferencias significativas según de qué clases sociales se tratara. Mientras que el 40% de los profesionales tenía “poca” confianza política en el gobierno, entre los obreros no cualificados la cifra de personas que tenía “poca” confianza era del 66%.
Las encuestas de opinión pública de 1971 -después de siete años de intervención en Vietnam- reflejaban la escasa disposición que existía para prestar ayuda a otros países, incluso a aquellos que estaban en nuestro mismo hemisferio, si éstos fueran atacados por fuerzas respaldadas por los comunistas. En el caso de Tailandia, si fuese atacada por los comunistas, sólo el 12% de los blancos y el 4% de los no blancos estarían a favor de enviar tropas.
El Centro de Investigación y Encuestas de la Universidad de Michigan planteó la siguiente pregunta “¿Está el gobierno dirigido por unos pocos grandes intereses que sólo actúan para su propio provecho?”. En 1964 la respuesta había sido positiva en el 26% de los encuestados; en 1972 la respuesta positiva de los encuestados fue del 53%.
Nunca había habido tantos votantes que se negaran a identificarse como demócratas o como republicanos. En 1940, el 20% de los encuestados se habían definido como “independientes”. En 1974, se definieron como “independientes” el 34%.
Los tribunales, los jurados e incluso los jueces no actuaban como de costumbre. Los jurados estaban absolviendo a radicales. Angela Davis -una comunista “confesa”- fue absuelta por un jurado blanco en la costa oeste. Los Panteras Negras, a los que el gobierno había tratado de difamar y destruir en cada ocasión que se le presentaba, fueron puestos en libertad por los miembros del jurado de varios juicios. Un juez del oeste de Massachusetts desestimó las acusaciones que se querían presentar contra un joven activista, Sam Lovejoy, que había derribado una torre de más de 160 m. levantadada por una empresa pública que quería construir una planta nuclear. En Washington D.C., un juez del Tribunal Supremo se negó -en agosto de 1973- a sentenciar a seis hombres acusados de haber entrado ilegalmente en la Casa Blanca, separándose del grupo de turistas que la estaban visitando, para protestar por el bombardeo de Camboya.
Sin duda, gran parte de este ambiente de hostilidad hacia el gobierno y el mundo de los negocios nacía de la guerra de Vietnam, con sus 55.000 víctimas, su verguenza moral y la exposición de mentiras y atrocidades gubernamentales que había generado. Además de esto, también jugó un papel importante la deshonra política de la administración Nixon debido a los escándalos que se conocerían con la etiqueta de una sola palabra: Watergate, y que en agosto de 1974 causaron la dimisión histórica de Richard Nixon, la primera dimisión de un presidente que se producía en la historia americana.
El asunto de Watergate comenzó durante la campaña presidencial de junio de 1972, cuando arrestaron a cinco ladrones provistos de material para realizar escuchas ilegales y equipo fotográfico, tras ser sorprendidos en el momento de entrar en las oficinas del Comité Demócrata Nacional, en el complejo de apartamentos de Watergate, en Washington. Uno de los cinco, James McCord, Jr., trabajaba para la campaña de Nixon, era agente de “seguridad” al servicio del Comité de Reelección del Presidente (CREEP). Otro de los cinco ladrones llevaba una agenda en la que aparecía el nombre de E. Howard Hunt, cuya dirección era la Casa Blanca. Hunt era ayudante de Charles Colson, consejero especial del presidente Nixon. Tanto McCord como Hunt habían trabajado durante muchos años al servicio de la CIA. Hunt era el agente de la CIA encargado de la invasión de Cuba en 1961, y tres de los ladrones de Watergate eran veteranos de dicha invasión. McCord, como agente de seguridad del CREEP, trabajaba a las órdenes del jefe del CREED John Mitchell, que era el ministro de Justicia de los Estados Unidos.
Así que, dado que se trataba de un arresto imprevisto por parte de policías que no estaban al corriente de las altas conexiones de los ladrones, la información llegó a oídos del público antes de que nadie pudiera impedirlo. Se vinculaba a los ladrones con importantes cargos del comité de campaña de Nixon, con la CIA y con el ministro de Justicia de Nixon. Mitchell negó cualquier conexión con el robo, y Nixon, en una conferencia de prensa cinco días más tarde, dijo que “la Casa Blanca no ha tenido nada que ver con este incidente en particular”.
Lo que siguió al año siguiente, después de que en septiembre un jurado de acusación procesara a los ladrones de Watergate -junto a Howard Hunt y G. Gordon Liddy- fue que los oficiales de menor grado de la administración Nixon, temiendo ser procesados, empezaron, uno tras otro, a “cantar”. Dieron información, en procedimientos judiciales, a un comité de investigación del Senado y a la prensa. Implicaron no sólo a John Mitchell, sino también a Robert Haldeman y a John Erlichman, los ayudantes más próximos a Nixon en la Casa Blanca. Finalmente implicaron al propio Richard Nixon. No sólo tenía que ver con los robos de Watergate, sino con toda una serie de acciones ilegales contra oponentes políticos y activistas pacifistas. Nixon y sus ayudantes mintieron una y otra vez en el intento de ocultar su participación.
Varios testimonios sacaron a la luz los siguientes datos:
1. La Gulf Oil Corporation, la ITT (Compañía Internacional deTelégrafos y Teléfonos) y la American Airlines, además de otras grandes corporaciones americanas, habían hecho contribuciones ilegales -de millones de dólares- a la campaña de Nixon.
2. En septiembre de 1971, poco después de que el New YorkTimes publicara las copias de los informes clasificados suministradas por Daniel Ellsberg -los Pentagon Papers- la administración planeó y llevó a cabo con la participación personal de Howard Hunt y Gordon Liddy, un robo en la oficina del psiquiatra de Ellsberg, en busca de su historial.
3. Después del arresto de los ladrones de Watergate, Nixonles prometió en secreto que les otorgaría clemencia ejecutiva si aceptaban ir a la cárcel, y sugirió que se les daría hasta un millón de dólares si se mantenían en silencio. De hecho, se les entregaron 450.000 dólares por orden de Erlichman.
4. Se descubrió que había desaparecido cierto material de losarchivos del FBI. Se trataba de material asociado con una serie de escuchas telefónicas ilegales ordenadas por Henry Kissinger y llevadas a cabo en las líneas de cuatro periodistas y trece altos cargos del gobierno. Este material se encontraba en la Casa Blanca, en la caja fuerte del consejero de Nixon John Erlichman.
5. Uno de los ladrones de Watergate -Bernard Barker- contóal comité del Senado que también había estado implicado en un plan para atacar físicamente a Daniel Ellsberg, cuando éste estuviera hablando en una reunión pacifista en Washington.
6. Un testigo contó al comité del Senado que el presidenteNixon tenía grabaciones de todas las conversaciones privadas y todas las llamadas telefónicas de la Casa Blanca. Nixon se negó en un principio a entregar las cintas, y cuando accedió, habían sido amañadas: habían sido borrados 18 minutos y medio en una cinta.
7. En medio de todo esto, el vicepresidente de Nixon -SpirosAgnew- fue procesado en Maryland por recabar sobornos de contratistas de Maryland a cambio de favores políticos. Esto le llevó a presentar su dimisión de la vicepresidencia en octubre de 1973. Nixon nombró al congresista Gerald Ford para ocupar el puesto de Agnew.
8. Nixon se había acogido ilegalmente valiéndose defalsificaciones a una deducción de impuestos por valor de 576.000 dólares.
9. Se reveló que durante más de un año (entre 1969 y 1970) Estados Unidos había realizado bombardeos secretos y masivos en Camboya, hecho que se había ocultado al público americano e incluso al Congreso.
Fue una caída rápida y repentina. En las elecciones presidenciales de noviembre de 1972, Nixon y Agnew habían obtenido el 60% del voto popular y el apoyo de todos los estados excepto el de Massachusetts, derrotando a un candidato posicionado contra la guerra, el senador George McGovern. Una encuesta popular de junio de 1973 mostraba que el 67% de los encuestador pensaba que Nixon estaba involucrado en el robo de Watergate o mentía para encubrirlo.
A principios de 1974, un comité de la Cámara preparó la documentación para presentar un voto de censura ante el pleno. Los consejeros de Nixon le avisaron que el voto de censura conseguiría la mayoría requerida en la Cámara y que luego el Senado votaría la mayoría de dos tercios necesaria para destituirle del cargo. Un financiero de relieve dijo “En este momento, el 90% de Wall Street se alegraría si Nixon dimitiera”. El 8 de agosto de 1974, Nixon dimitió.
Gerald Ford, que ocupó el cargo de Nixon, dijo “Nuestra larga pesadilla nacional ha terminado”. Los periódicos, tanto los que estaban a favor de Nixon como los contrarios, tanto los liberales como los conservadores, celebraron la acertada y tranquila culminación de la crisis de Watergate. “El sistema está funcionando”, dijo el columnista del New York Times Anthony Lewis.
Ningún periódico americano respetable dijo lo que había dicho Clau de Julien, director del Le Monde Diplomatique, en septiembre de 1974: “La eliminación del señor Richard Nixon deja intactos todos los mecanismos y todos los falsos valores que permitieron el escándalo Watergate”. Julien señaló que el secretario de Estado de Nixon, Henry Kissinger, permanecería en su puesto y que, dicho de otra manera, la política exterior de Nixon continuaría.
Meses después de que Julien escribiera esto, se reveló que importantes líderes demócratas y republicanos de la Cámara de Representantes habían asegurado en secreto a Nixon que si dimitía ellos no entablarían ningún proceso criminal contra él. Los artículos del New York Times que informaban de las esperanzas de Wall Street respecto a la dimisión de Nixon, citaron a un financiero de Wall Street que declaró que si Nixon dimitía “lo que tendremos es el mismo juego con jugadores diferentes”.
Entre las acusaciones del comité de la Cámara para el voto de censura a Nixon, no se mencionaban las relaciones de Nixon con poderosas corporaciones, no se mencionaba el bombardeo de Camboya. Los cargos se concentraban en los detalles relacionados con Nixon en particular, y no en la política fundamental que es común a los presidentes americanos, tanto en casa como en el extranjero.
Se había corrido la voz había que deshacerse de Nixon. Pero había que mantener el sistema. Theodore Sorensen, ex-consejero del presidente Kennedy, escribió lo siguiente durante la crisis de Watergate “Las causas ocultas de la flagrante mala conducta en nuestro sistema de cumplimiento de la ley que ahora salen a la luz son en su mayoría de indole personal, no institucional. Algunos cambios estructurales son necesarios. Hay que tirar todas las manzanas podridas. Pero hay que salvar la cesta”.
Efectivamente, la cesta se salvó. La política exterior de Nixon continuó y las conexiones del gobierno con los intereses de las corporaciones siguieron en pie. Los amigos más íntimos de Ford en Washington eran los representantes de los intereses corporativos. Uno de los primeros actos de Ford fue perdonar a Nixon. Así evitaba cualquier posible proceso criminal y permitía su retiro en California con una enorme pensión.
Las vistas televisadas del comité del Senado fueron interrumpidas repentinamente antes de que se llegara al asunto de las conexiones corporativas. Este era el procedimiento típico en la televisión y su manera de dar información selectiva sobre los acontecimientos importantes: los casos extraños -como el robo de Watergaterecibían una extensa cobertura, mientras que ejemplos de las operaciones en curso -como la masacre de My Lai, el bombardeo secreto de Camboya, el trabajo del FBI y la CIA, etc.- recibían una escasa cobertura. El juego sucio empleado para perjudicar al Partido de los Trabajadores Socialistas, a los Panteras Negras y a otros grupos radicales, sólo aparecía en los periódicos. La nación entera escuchó los detalles del breve allanamiento ocurrido en el apartamento de Watergate pero no se televisó la vista sobre el largo allanamiento ocurrido en Vietnam.
La influencia de las corporaciones sobre la Casa Blanca es un hecho permanente en el sistema americano. Muchas de estas corporaciones donaban dinero a los dos partidos mayoritarios, de manera que, ganara quien ganara, siempre tenían amigos en la administración. La Chrysler Corporation alentaba a sus ejecutivos a “apoyar al partido y candidato que ellos eligieran”. Recogían los cheques que los ejecutivos les daban y los entregaban a los comités de campaña de los republicanos o de los demócratas.
La Compañía Internacional de Telégrafos y Teléfonos era perro viejo en la práctica de donar dinero a ambos bandos. Según uno de los ayudantes de uno de los principales vicepresidentes de ITT, éste último había dicho que el consejo de administración “tiene pensado “hacer la pelota” a ambos bandos para así estar en una buena posición, ganara quien ganara”. En 1970, un director de la ITT, John McCone -que también había sido director de la CIA- dijo a Henry
Kissinger, secretario de Estado, y a Richard Helms, director de la CIA, que la ITT estaba dispuesta a dar un millón de dólares para ayudar al gobierno estadounidense en sus planes para derrocar al gobierno de Allende en Chile.
En 1971 la ITT planeó hacerse con la Compañía de Seguros Antiincendios Hartford, valorada en mil millones de dólares, la mayor fusión en la historia de las corporaciones. La sección de antimonopolios del departamento de Justicia se dispuso a procesar a la ITT por violar las leyes antimonopolistas. Sin embargo, el proceso nunca tuvo lugar y se permitió que la ITT se fusionase con
Hartford. Se había llegado a un acuerdo secreto fuera de los tribunales según el cual la ITT accedía a donar 400.000 $ al partido Republicano.
Daba igual que el presidente fuera Nixon o Ford, o cualquier republicano o demócrata: el sistema seguiría funcionando más o menos de la misma manera.
Incluso en las investigaciones más diligentes del asunto Watergate la de Archibald Cox (un fiscal especial que después fue despedido por Nixon)- las corporaciones salieron bien paradas. Se multó con 5.000 $ a American Airlines, compañía que admitió haber hecho contribuciones ilegales a la campaña de Nixon. Se multó con 5.000 $ a Goodyear; se multó con 3.000 $ a la corporación 3M. Un oficial de Goodyear fue multado con 1.000 $, un oficial de 3M fue multado con 500 $. El 20 de octubre de 1973 el New York Times informó de que:
El Sr. Cox sólo les acusó de un delito menor, por hacer contribuciones ilegales. Este delito menor, según la ley, se refería a contribuciones “no intencionadas”. El cargo de delito grave, referido a las contribuciones intencionadas, se castiga con una multa de 10.000 $ y/o 2 años de cárcel, el delito menor se castiga con una multa de 1.000 y/o un año de cárcel.
Cuando en el tribunal se le preguntó al Sr. McBride (de la plantilla de Cox) cómo se podía acusar a los dos ejecutivos que habían admitido haber hecho los pagos de hacer contribuciones “no intencionadas”, éste respondió “Esa es una cuestión legal que, con toda franqueza, también me desconcierta a mí”.
Con Gerald Ford en la presidencia, la política americana siguió siendo continuista. Continuó con la política de Nixon de ayudar al régimen de Saigón, aparentemente con la esperanza de que el gobierno de Thieu se mantuviera estable. Pero en la primavera de 1975, todo lo que los críticos radicales de la política americana en Vietnam llevaban tiempo afirmando -que sin las tropas americanas, quedaría al descubierto la falta de apoyo popular al régimen de Saigón- se hizo realidad. Una ofensiva efectuada por tropas norvietnamitas que habían quedado en el Sur -como se había estipulado en la tregua de 1973- conquistó poblado tras poblado. El 29 de abril de 1975, los norvietnamitas entraron en Saigón, y la guerra se acabó.
En el tema de Vietnam, la mayoría de la clase dirigente -a pesar de Ford y de unos pocos incondicionales- ya se había rendido. Lo que ahora les preocupaba era la buena disposición del público americano para apoyar otras acciones militares en el extranjero. En los meses anteriores a la derrota en Vietnam ya habían aparecido indicios que señalaban la existencia de problemas. A principios de 1975 el senador John C. Culver de lowa estaba descontento porque los americanos no querían luchar en Corea: “Dijo que Vietnam había perjudicado notablemente la voluntad del pueblo americano”.
En marzo de 1975, una organización católica que estaba llevando a cabo una encuesta sobre la actitud de los americanos ante el aborto, descubrió otras cosas. Más del 83% de los encuestados estaban de acuerdo con la idea de que “las personas que dirigen este país (los líderes gubernamentales, políticos, religiosos y caviles) no nos dicen la verdad”.
El corresponsal internacional del New York Times, C. L. Sulzberger un firme partidario de la política internacional de la guerra fría del gobierno- escribió que “debe de haber alguna equivocación en el modo en que nos presentamos”. Según Sulzberger, el problema no era el comportamiento de los Estados Unidos, sino la forma en que era presentado al mundo este comportamiento.
En abril de 1975, cuando el secretario de Estado Kissinger fue invitado a la ceremonia de entrega de diplomas en la Universidad de Michigan, se encontró con las protestas y los rechazos de invitaciones motivados por su papel en la guerra de Vietnam. También se había montado una ceremonia paralela. Kissinger se retiró. Era una época de vacas flacas para la administración. Se había “perdido” Vietnam (se suponía que Vietnam era “nuestro” para poderlo perder), y el columnista del Washington Post, Tom Braden, citó las palabras de Kissinger: “Estados Unidos debe llevar a cabo algún acto en algún lugar del mundo que demuestre su voluntad de seguir siendo una potencia mundial”.
Al mes siguiente tuvo lugar el incidente del Mayagüez.
El Mayagüez era un carguero americano que navegaba entre Vietnam del Sur y Tailandia a mediados de mayo de 1975, justo tres semanas después de la victoria de las fuerzas revolucionarias de Vietnam. Cuando se acercó a una isla de Camboya -donde acababa de tomar el poder un grupo revolucionario- los camboyanos detuvieron al barco, lo llevaron a un puerto de una isla cercana e hicieron desembarcar a la tripulación. Más tarde, la tripulación describió como cortés el trato recibido.
El presidente Ford envió un mensaje al gobierno camboyano para que pusiera en libertad el barco y su tripulación; tras 36 horas sin obtener respuesta, Ford empezó con las operaciones militares y los aviones estadounidenses bombardearon a los barcos camboyanos, entre ellos al barco que estaba transportando a tierra a los marineros americanos.
Los hombres habían sido detenidos un lunes por la mañana. El miércoles por la tarde los camboyanos los dejaron en libertad, embarcándolos en un barco pesquero que se dirigía hacia la flota americana. A primera hora de esa misma tarde -aún sabiendo que los marineros habían salido de Tang Island- Ford ordenó a los marines que asaltaran Tang Island.
Los marines se encontraron con una resistencia más fuerte de lo esperado y pronto sufrieron 200 bajas, entre muertos y heridos, lo cual excedía el número de víctimas que tuvieron en la invasión de Iwo Jima en la Segunda Guerra Mundial. Cinco de los once aviones de la fuerza invasora fueron derribados o inutilizados. Además, 23 americanos perdieron la vida en un accidente de helicóptero sobre Tailandia cuando iban a tomar parte en la acción, un hecho que el gobierno intentó ocultar.
En las acciones militares ordenadas por Ford habían muerto un total de 41 americanos. En el Mayagüez había 31 marineros ¿A qué se debía esa precipitación a la hora de bombardear, ametrallar y agredir? ¿Por qué ordenó Ford a los aviones americanos que bombardearan la nación de Camboya -causando un número incalculable de víctimas camboyanas- aún habiendo recuperado ya el barco y la tripulación?
La respuesta no tardó en llegar: era necesario demostrar al mundo que el gigante americano, derrotado por el diminuto Vietnam, todavía era poderoso y firme. El New York Times informó el 16 de mayo de 1975:
Se decía que los altos cargos de la administración, incluyendo al secretario de Estado, Henry Kissznger, y el secretario de Defensa, James Schlesinger, estaban ansiosos por encontrar alguna forma espectacular de subrayar la intención expresada por el presidente Ford en su frase “mantener nuestro liderazgo en todo el mundo”. La ocasión se presentó con la captura de la nave… Los altos cargos… dejaron claro que recibían semejante oportunidad con los brazos abiertos.
Pero ¿por qué el prestigioso columnista del Times, James Reston severo crítico de Nixon y Watergate- describió el caso Mayagüez como “melodramático y acertado”? ¿Por qué habló el New York Times -que había criticado la guerra de Vietnam- de la “admirable eficacia” de la operación?
Lo que parecía estar pasando es que la clase dirigente -los republicanos, los demócratas, la prensa, la televisión- estaba cerrando las filas en torno a Ford y a Kissinger para apoyar la idea de que había que mantener la autoridad americana en todo el mundo.
El Congreso se estaba comportando, como en los primeros años de la guerra en Vietnam, como un rebaño de ovejas. En 1973, cuando existía un ambiente de fatiga y repugnancia ante la guerra de Vietnam, el Congreso había aprobado una Ley de Poderes de Guerra -que obligaba al presidente a consultar con el Congreso antes de iniciar cualquier acción militar. En el asunto Mayagüez, Ford había ignorado esta ley. Se había limitado a ordenar a varios de sus ayudantes que telefonearan a 18 congresistas para informarles que se estaban llevando a cabo acciones militares. De entre los congresistas tan sólo protestaron unos pocos.
En 1975 el sistema emprendía un proceso de consolidación complejo. Este proceso incluía acciones militares a la antigua usanza -como el asunto Mayagüez- que servían para afirmar la autoridad americana tanto en el mundo como en casa, pero también necesitaba satisfacer a un público desilusionado haciéndole creer que el sistema estaba ejerciendo la autocrítica y que todo se iba a corregir. La manera más corriente era llevar a cabo investigaciones públicas que descubrían a culpables concretos pero que dejaban intacto al sistema. El caso Watergate había dejado en mal lugar tanto al FBI como a la CIA, ya que las dos organizaciones habían quebrantado las leyes que prometían hacer cumplir, cooperando con Nixon en sus robos y en las escuchas ilegales. En 1975, los comités de la Cámara y del Senado abrieron sendas investigaciones sobre el FBI y la CIA.
La investigación sobre la CIA reveló que ésta había extralimitado sus competencias a la hora de recoger información y que estaba llevando a cabo operaciones secretas de todo tipo. Por ejemplo, en los años cincuenta había administrado LSD a americanos -sin su consentimiento previo- para estudiar sus efectos. En los años cincuenta, un científico americano, al que un agente había suministrado una dosis, se mató al saltar desde la ventana de un hotel de Nueva York.
La CIA también había estado implicada en conspiraciones para asesinar a Castro en Cuba y a otros jefes de estado. Había introducido el virus de la peste porcina africana en Cuba en 1971, provocando la enfermedad y muerte de 500.000 cerdos. Un agente de la CIA contó a un periodista que había traído el virus desde una base militar del Canal Zone panameño para entregárselo a cubanos anticastristas.
Las investigaciones revelaron investigaciones muy valiosas, pero eran justo las suficientes, y todo se hizo de forma tan exquisita discreta cobertura en la prensa, poca información en TV y gruesos informes que pocos leerían- que parecía tratarse de una sociedad honesta y autocrítica.
Las mismas investigaciones revelaban los límites de la disposición del gobierno para adentrarse en tales asuntos. El Comité Church, creado por el Senado, presentó su informe sobre la CIA a la misma CIA para ver si contenía material que la Agencia quisiera omitir.
El Comité Pike, creado en la Cámara de representantes, no hizo ningún trato de este tipo con la CIA o el FBI, y cuando publicó su informe final, la misma Cámara que había autorizado la investigación votó por mantener el informe en secreto. Cuando el informe se filtró al periódico Village Voice de Nueva York -por medio de un presentador de la CBS, Daniel Schorr-, nunca fue reproducido en los periódicos importantes del país como el Times, el Washington Post y otros. La CBS suspendió temporalmente a Schorr. Era otro ejemplo más de la cooperación entre los medios de comunicación y el gobierno por imperativos de “seguridad nacional”.
La investigación también reveló que la CIA -en connivencia con un secreto Committee of Forty (Comité de los Cuarenta) encabezado por Henry Kissinger- había trabajado para “desestabilizar” el gobierno chileno de Salvador Allende, un marxista elegido presidente en una de las raras elecciones libres de Latinoamérica. La compañía ITT -que tenía grandes intereses en Cuba- jugó un papel importante en esta operación.
La investigación sobre el FBI dejó al descubierto muchos años de acciones ilegales encaminadas a desbaratar y destruir grupos radicales e izquierdistas de todo tipo. El FBI había enviado cartas falsas, estaba implicado en robos (admitió haber cometido 92 entre 1960 y 1966), había abierto correo de forma ilegal y -en el caso del líder de los Panteras Negras, Fred Hampton- parecía haber conspirado en su asesinato.
El Comité Church puso al descubierto operaciones de la CIA que tenían como propósito influenciar las mentes de los americanos de forma secreta “La CIA está en estos momentos utilizando a varios cientos de académicos americanos (administradores, facultativos, estudiantes graduados que se dedican a la enseñanza, etc.) quienes, además de proporcionar accesos y, en ocasiones, hacer presentaciones que benefician a los servicios de inteligencia, escriben libros y otros materiales que se utilizan para hacer propaganda en el extranjero… Estos académicos se encuentran localizados en más de 100 colegios y universidades de América, así como en instituciones relacionadas con ellas”. El Comité descubrió que la CIA había publicado, subvencionado o patrocinado más de mil libros antes de finales de 1967.
La dimisión de Nixon, la sucesión de Ford, la denuncia de malas acciones cometidas por el FBI y la CIA… Todo estaba dirigido a recobrar la gravemente dañada confianza del pueblo americano. Sin embargo, a pesar de estos enérgicos esfuerzos, el pueblo americano todavía mostraba signos de desconfianza -e incluso hostilidad- hacia los jefes del gobierno, del ejército y de las grandes compañías.
En julio de ese mismo año, la encuesta Lou Harris, que recababa datos acerca de la confianza del público en el gobierno entre 1966 y 1975, informó que durante ese período, el porcentaje de los que confiaban en el ejército había descendido de un 62% a un 29%, el de los que confiaban en las grandes compañías de un 55% a un 18% y el de los que confiaban en el presidente y el Congreso de un 42% a un 13%.
Una gran parte del descontento general probablemente se debía a la situación económica de la mayoría de los americanos. La inflación y el desempleo estaban en aumento desde 1973. En otoño de 1975, una encuesta del New York Times realizada entre 1.559 personas, junto con las entrevistas realizadas a sesenta familias en doce ciudades, mostraban “una disminución substancial del optimismo respecto al futuro”. La encuesta descubría que incluso la gente con ingresos altos “no es tan optimista ahora como en los años anteriores, lo cual indica que el descontento se está desplazando de los niveles de ingresos bajos o medios a los niveles de ingresos altos”.
Las estadísticas del gobierno indicaban las razones. El índice de desempleo -5,6% en 1974- se había elevado a 8,3% en 1975. Paralelamente, el número de personas que había agotado la ayuda para el desempleo había aumentado de 2 millones en 1974, a 4,3 millones en 1975.
Sin embargo, los cálculos del gobierno generalmente infravaloraban la extensión de la pobreza, establecían por debajo de su nivel real la pobreza “oficial” y subestimaban la cantidad de desempleo. Por ejemplo, si en 1975 el 16,6% de la población estuvo en el desempleo durante un promedio de seis meses, o el 33,2% estuvo un promedio de tres meses en el paro, la cifra media anual dada por el gobierno era del 8,3%, una cifra que sonaba mucho mejor.
En 1976, con unas elecciones presidenciales a la vuelta de la esquina, las clases gobernantes se preocupaban por la fe del público en el sistema. William Simon, secretario del Tesoro durante los mandatos de Nixon y Ford (con anterioridad había sido banquero del sector inversionista con un sueldo de más de 2 millones de dólares al año), dijo en la reunión de un consejo empresarial en Hot Springs, Virginia. “Vietnam, Watergate, los disturbios estudiantiles, los códigos morales cambiantes, la peor recesión de esta última generación y varias conmociones culturales traumáticas, se han combinado para crear un nuevo clima de preguntas y dudas… Todo se suma a un malestar general, a una crisis de confianza
institucional que alcanza a toda la sociedad…”
Con mucha frecuencia, dijo Simon, los americanos “han aprendido a desconfiar hasta de la mismísima palabra beneficio y del motivo del beneficio que hace posible nuestra prosperidad; de alguna manera se les ha enseñado a creer que este sistema -que ha hecho más que ningún otro para aliviar el sufrimiento y la miseria humanas- es cínico, egoísta y amoral”. Simon dijo que “debemos ofrecer una imagen humana del capitalismo”.
En 1976, mientras Estados Unidos se preparaba para celebrar el bicentenario de la declaración de Independencia, un grupo de intelectuales y líderes políticos de Japón, Estados Unidos y Europa occidental, constituidos en “La Comisión Trilateral”, publicaron un informe. Se titulaba “La gobernabilidad de las democracias”.
Samuel Huntington, profesor de ciencias políticas de la Universidad de Harvard y antiguo asesor de la Casa Blanca en el conflicto de la guerra de Vietnam, escribió la sección del informe que trataba de los Estados Unidos. Huntington escribió que, en los sesenta, hubo un gran aumento de participación ciudadana “en forma de marchas, manifestaciones, movimientos de protesta y organizaciones con “causa”… También existía “un nivel mucho más alto de autoconciencia por parte de los negros, los indios, los chicanos, los grupos étnicos blancos, los estudiantes y las mujeres… todos estos sectores se movilizaron y organizaron de manera diferente…” Hubo “un acusado incremento del sindicalismo entre los trabajadores de cuello blanco”. Todos estos procesos tuvieron como resultado “la reafirmación del igualitarismo como objetivo en la vida social, económica y política”.
Huntington señaló que las grandes demandas igualitaristas de los sesenta habían transformado el presupuesto federal. En 1960 el gasto en el área de asuntos exteriores equivalía al 53,7% del presupuesto y el gasto social al 22,3%. En 1974 este último capítulo ya subía al 31%. Esto parecía reflejar un cambio en la actitud del público: en 1960, sólo el 18% del público opinaba que el gobierno gastaba demasiado en defensa, pero en 1969 esta cifra había aumentado al 52%.
A Huntington le preocupaba lo que veía:
La esencia de la ola demócrata de los sesenta era un reto general al sistema de autoridad existente, tanto el público como el privado. De una forma u otra, este reto se manifestaba en la familia, la universidad, los negocios, en las asociaciones -tanto públicas como privadas-, en la política, la burocracia gubernamental y las fuerzas armadas. La gente ya no sentía la misma obligación de obedecer a aquellos que antes había considerado superiores en edad, rango, posición social, pericia, carácter o talento.
Huntington decía que todo esto “producía problemas para la gobernabilidad de las democracias de los años setenta…” Huntington añadió que el presidente necesitaba el apoyo de una gran coalición popular para ganar las elecciones. Sin embargo, “el día después de su elección… lo que cuenta es su habilidad para movilizar el apoyo de los líderes de las instituciones clave de una sociedad y un gobierno… Esta coalición debe incluir a la gente clave del Congreso, al sector ejecutivo y a la casta dirigente encuadrada en el sector privado”. Y dio ejemplos:
Truman se esforzó por incluir en su administración a un número sustancial de soldados no partidistas, banqueros republicanos y abogados de Wall Street. Se acercó a las fuentes de poder existentes para obtener la ayuda que necesitaba para dirigir el país. Eisenhower heredó en parte esta coalición y en parte fue su creador… Kennedy intentó recrear una estructura de alianzas similar.
Lo que preocupaba a Huntington era la pérdida de autoridad gubernamental. Su conclusión fue que se había producido “un exceso de democracia”, y recomendó la adopción de “límites convenientes para la extensión de una democracia política”.
Huntington estaba informando de todo esto a una organización que era vital para el futuro de los Estados Unidos, la Comisión Trilateral, organizada por David Rockefeller y Zbigniew Brzezinski a principios de 1973. Rockefeller era dirigente del Chase Manhattan Bank y una influyente figura financiera en los Estados Unidos y en el mundo entero, Brzezinski era profesor de relaciones internacionales en la Universidad de Columbia y asesor del Departamento de Estado.
La Comisión Trilateral fue creada para favorecer la unión entre Japón, Europa occidental y Estados Unidos y poder así hacer frente a una amenaza mucho más complicada para el capitalismo tricontinental que el comunismo monolítico: los movimientos revolucionarios del Tercer Mundo. Estos movimientos tenían sus propias directrices.
La Comisión Trilateral también quería resolver otra situación: la causada por el hecho de que los negocios ya no reconocían las fronteras nacionales. Si en 1960 había 8 bancos estadounidenses con sucursales en el extranjero, en 1974 ya había 129. Los bienes de estas sucursales extranjeras sumaban 3,5 mil millones de dólares en 1960, y 155 mil millones en 1974. La Comisión Trilateral vio que su labor sería la de ayudar a crear las relaciones internacionales necesarias para la nueva economía multinacional.
1976 no fue sólo un año de elecciones presidenciales. Era el año de la esperada celebración bicentenaria, ya que habían pasado doscientos años desde la declaración de Independencia. El gran esfuerzo que se dedicó a la celebración sugiere que se veía como una manera de restablecer el patriotismo americano. Con la invocación de los símbolos históricos, se pretendía unir al pueblo con el gobierno, dejando a un lado el ambiente de protesta del pasado reciente.
Pero no parece que hubiera demasiado entusiasmo por parte de la gente. Cuando se celebró el bicentenario del Tea Party de Boston, en cambio, sí se presentó una gran multitud, pero no para la celebración oficial, sino para la celebración paralela del “Bicentenario Popular”, en el que fueron lanzados unos paquetes con las etiquetas Gulf Oil y Exxon al puerto de Boston como símbolo de la oposición al poder corporativo en América. 
Capítulo 21
CÁRTER-REAGAN-BUSH
EL CONSENSO BIPARTIDISTA
A mediados del siglo veinte, el historiador Richard Hofstadter, en su libro The American Political Tradition, examinó nuestros más importantes líderes nacionales desde Jefferson y Jackson hasta Herbert Hoover y ambos Roosevelts, republicanos y demócratas, liberales y conservadores. Hofstadter llegó a la conclusión de que “el alcance de visión de los principales partidos siempre ha estado determinado por los horizontes de la propiedad y la empresa… por las virtudes económicas de la cultura capitalista.Esa cultura ha sido intensamente nacionalista”.
A medida que nos hemos ido acercando a finales de siglo, y concretamente a sus últimos 25 años, hemos ido constatando una misma visión limitadora, una incitación capitalista a la creación de enormes fortunas, junto a una pobreza desesperada, la aceptación nacionalista de la guerra y los preparativos para realizarla. Y también hemos visto cómo una y otra vez, el poder gubernamental ya fuera republicano o demócrata- se ha mostrado incapaz de superar esa visión.
Después de la desastrosa guerra de Vietnam vino el escándalo de Watergate. Para entonces, gran parte de la población sufría una creciente inseguridad económica, un mayor deterioro ambiental y una cada vez más acentuada cultura de la violencia y desorden en el ámbito familiar. Estaba claro que esos problemas fundamentales no podían resolverse sin llevar a cabo cambios drásticos en las estructuras sociales y económicas del país. Pero ninguno de los candidatos de los partidos principales proponía cambios de este tipo La “tradición política americana” se mantenía firme.
En reconocimiento a esto -quizás sólo vagamente conscientes de ello- un gran número de votantes se mantenía alejado de las urnas, o votaba sin entusiasmo. Cada vez dejaban más patente su alienación del sistema político, aunque fuera con la no participación. En 1960, el 63% de los votantes participaron en las elecciones presidenciales. En 1976 la cifra ya había descendido a un 53%. En una encuesta de la CBS News y el New York Times, más de la mitad de los encuestados respondieron que los cargos públicos no se preocupaban por gente como ellos.
La política electoral dominaba la prensa y las pantallas de televisión, y los quehaceres de los presidentes, miembros del Congreso y jueces del Tribunal Supremo eran tratados como si ellos -y otros cargos públicos- constituyeran la historia del país. A pesar de ello había algo artificial en todo esto, como si sólo fuera un intento de persuadir al público escéptico de que eso era todo lo que había y que debía poner sus esperanzas de futuro en los políticos de Washington.
Los ciudadanos, desilusionados con la política y con lo que pretendían ser discusiones políticas inteligentes, dirigieron su atención (o se dirigió su atención) hacia los espectáculos, los cotilleos, hacia diez mil planes de autoayuda. Los marginados se volvieron violentos, buscando cabezas de turco en su propio grupo como la violencia de negros pobres contra negros pobres- o en otras razas, en los inmigrantes, entre los extranjeros satanizados, las madres que dependían de la asistencia social, los criminales de poca monta (que sustituían a los intocables criminales de altos vuelos), etc.
Pero también había ciudadanos que se aferraban a las ideas e ideales de los años sesenta y principios de los setenta. Sin duda alguna, por todo el país había un tipo de ciudadano silenciado por los medios de comunicación e ignorado por los líderes políticos. Estos ciudadanos actuaban enérgicamente en grupos locales en todas partes. Estos grupos organizados luchaban por la protección del medio ambiente, por los derechos de las mujeres, por una asistencia médica aceptable (que incluía una preocupación angustiada por los horrores del SIDA), por conseguir viviendas para las personas sin hogar o por la denuncia de los gastos militares. Este activismo no se parecía al de los sesenta, cuando la ola de protestas en contra de la segregación racial y la guerra se habían convertido en una fuerza nacional arrolladora. Este nuevo activismo luchaba con ahínco en contra de los líderes políticos insensibles e intentaba acercarse a la ciudadanía americana, la mayoría de la cual tenía pocas esperanzas tanto en la política electoral como en la política de protesta.
La presidencia de Jimmy Carter, entre los años 1977 y 1980, parecía el intento de una parte de las clases dirigentes -la representada por el partido Demócrata- por reconquistar a los ciudadanos desilusionados. Pero Carter, a pesar de realizar algún gesto hacia los negros y los pobres, a pesar de hablar de “los derechos humanos” en el extranjero, se mantenía dentro de los parámetros políticos históricos del sistema americano: protegía la riqueza y el poder de las corporaciones, mantenía la enorme máquina militar que agotaba la riqueza nacional y creaba alianzas entre Estados Unidos y las tiranías derechistas extranjeras. Su mensaje era “populista”, es decir, apelaba a varios sectores de la sociedad americana que se sentían asediados por los poderosos y los ricos. A pesar de ser él mismo un millonario dedicado al cultivo de los cacahuetes, ofrecía la imagen de un granjero americano corriente. A pesar de haber apoyado la guerra de Vietnam hasta su finalización, se presentaba a sí mismo como simpatizante de los contrarios a la guerra, y atraía a muchos de los jóvenes rebeldes de los sesenta con sus promesas de recortar el presupuesto militar. En un discurso dirigido a los abogados -al que se dio mucha publicidad- Carter habló en contra del uso de la ley para proteger a los ricos. Nombró secretaria del departamento de la Vivienda y el Desarrollo Urbano a una mujer negra, Patricia Harris, y embajador ante las Naciones Unidas a un veterano del movimiento por los derechos civiles de los negros, Andrew Young. Carter designó a un antiguo activista pacifista -el joven Sam Brown- para dirigir el cuerpo nacional de servicios a la juventud.
Sin embargo, los nombramientos más decisivos estaban en consonancia con el informe para la Comisión Trilateral del profesor de ciencia política de Harvard, Samuel Huntington. Según Huntington, cualesquiera que fueran los grupos que votaban a un presidente, una vez elegido “lo que importaba era su habilidad para movilizar el apoyo de los líderes de las instituciones clave”. Brzezinski, un intelectual de la guerra fría, se convirtió en consejero de Seguridad Nacional de Carter. Y su secretario de Defensa, Harold Brown -según los Pentagon Papers- durante la guerra de Vietnam había “previsto la eliminación de casi todos los obstáculos que limitaban las operaciones de bombardeo”.
Las demás personas nombradas para ocupar puestos en el Consejo de Ministros tenían fuertes conexiones con las corporaciones. Poco después de la elección de Carter, un comentarista financiero escribió lo siguiente: “Hasta ahora, las acciones, los comentarios y sobre todo- los nombramientos del Consejo de Ministros del señor Carter, han tranquilizado a la comunidad financiera”. El veterano corresponsal de Washington, Tom Wicker, escribió “Las evidencias de que dispongo muestran que hasta ahora el señor Carter está optando por obtener la confianza de Wall Street”.
Carter puso en marcha una política más sofisticada con respecto a los gobiernos que oprimían a sus pueblos. Utilizó al embajador ante las Naciones Unidas, Andrew Young, para aumentar la buena disposición de las naciones negras africanas hacia los Estados Unidos e instó al gobierno sudafricano a liberalizar su política hacia los negros. Era necesario llegar a un acuerdo pacífico en Sudáfrica por razones de estrategia, se utilizaba Sudáfrica como base para los sistemas de seguimiento por radar. También había grandes inversiones de las corporaciones estadounidenses en aquel país, que además era fuente básica de algunas importantes materias primas (especialmente diamantes). Por lo tanto, lo que Estados Unidos necesitaba en Sudáfrica era un gobierno estable. Y la continua opresión de los negros podría generar una guerra civil.
Durante el mandato de Carter, Estados Unidos continuó apoyando a regímenes de todo el mundo en los que el encarcelamiento de disidentes, la tortura y los asesinatos colectivos eran una práctica corriente: Filipinas, Irán, Nicaragua, Indonesia (donde los habitantes de Timor Oriental estaban siendo aniquilados en una campaña que se acercaba al genocidio)…
La revista New Republic -presumiblemente cercana al sector liberal de las clases gobernantes- aprobaba la política de Carter: “…básicamente, la política exterior americana de los próximos cuatro años extenderá la filosofía desarrollada.. en los años de Nixon y Ford. Esto no es una perspectiva negativa en absoluto… Debería haber una continuidad. Forma parte de la historia…”.
Carter se había presentado como amigo del movimiento contrario a la guerra. Pero cuando Nixon había colocado minas en el puerto de Haiphong y reinició los bombardeos de Vietnam del Norte en la primavera de 1973, Carter pidió apoyo y respaldo para el presidente Nixon “aunque no estemos de acuerdo con algunas de sus decisiones específicas”. Una vez elegido, Carter se negó a prestar su ayuda para la reconstrucción de Vietnam a pesar del hecho de que las tierras habían sido destruidas por los bombardeos americanos. Cuando se le preguntó sobre esto en una conferencia de prensa, Carter respondió que Estados Unidos no se veía especialmente obligado a hacerlo ya que “la destrucción fue mutua”. Teniendo en cuenta que Estados Unidos había cruzado medio mundo con una enorme flota de bombarderos y 2 millones de soldados, y que después de ocho años había dejado a una diminuta nación con más de un millón de muertos y su territorio en ruinas, resultaba una declaración del todo asombrosa.
Es evidente que la administración Carter intentaba poner fin a la desilusión del pueblo americano después de la guerra de Vietnam siguiendo una política exterior que fuera más aceptable y menos claramente agresiva. Pero vista desde cerca, esa política más liberal estaba diseñada para dejar intacto el poder y la influencia del ejército americano y las compañías americanas en el mundo. La renegociación del tratado del canal de Panamá con la diminuta república centroamericana de Panamá era un ejemplo. El canal ahorraba a las compañías americanas 1,5 mil millones de dólares al año en costes de distribución, y Estados Unidos recogía 150 millones al año en tasas, de los que pagaba 2,3 millones al gobierno panameño, mientras, paralelamente, mantenía 14 bases militares en la zona.
Ya en 1903, Estados Unidos había preparado una revolución contra Colombia, había creado la nueva y diminuta república de Panamá en Centroamérica, y había dictado un tratado en el que se le concedían a Estados Unidos unas bases militares, el control del canal de Panamá y la soberanía en Panamá “a perpetuidad”. En 1977, la administración Carter -en respuesta a las protestas antiamericanas de Panamá y reconociendo que el canal había perdido su importancia militar- decidió negociar un nuevo tratado en el que aceptaba el traslado gradual de las bases estadounidenses.
Fuera cual fuera la sofisticación que introdujo Carter en la política exterior americana, ésta se desarrollaba, a finales de los sesenta y durante los setenta, con unos fundamentos estables. Las corporaciones americanas realizaban operaciones por todo el mundo a un ritmo nunca visto. A principios de los setenta ya había unas 300 corporaciones estadounidenses -incluyendo los siete bancos más grandes- que obtenían el 40% de sus beneficios fuera de los Estados Unidos. Se llamaban “multinacionales”, pero, en realidad, el 98% de los altos ejecutivos eran americanos. Como grupo, ya constituían la tercera fuerza económica más grande del mundo, junto con los Estados Unidos y la Unión Soviética. La relación de estas corporaciones mundiales con los países más pobres era -desde hacía mucho tiempo- de explotación, como claramente se desprendía de las cifras del departamento de Comercio estadounidense. Si entre 1950 y 1965 las corporaciones estadounidenses invirtieron en Europa 8,1 mil millones de dólares y obtuvieron beneficios de 5,5 mil millones, en Latinoamérica invirtieron 3,8 mil millones y obtuvieron 11,2 mil millones de beneficios, y en Africa invirtieron 5,2 mil millones, obteniendo un beneficio de 14,3 mil millones de dólares.
Era la clásica situación imperial: los países que poseían una riqueza natural se convertían en víctimas de las naciones más poderosas, cuyo poder provenía de las riquezas que habían acumulado. Las corporaciones americanas dependían al 100% de los países más pobres para obtener diamantes, café, platino, mercurio, caucho natural y cobalto. Obtenían el 98% del manganeso y el 90% del cromo y aluminio del extranjero. Entre el 20% y el 30% de ciertas importaciones (platino, mercurio, cobalto, cromo, manganeso, etc.) provenía de África.
A pesar de eso, Estados Unidos cultivaba la imagen de un país generoso con su riqueza. Y es cierto que con cierta frecuencia enviaba ayuda a los países que eran víctimas de desastres. Sin embargo, esta ayuda muchas veces dependía de una lealtad política. A principios de 1975 la prensa publicó un despacho de Washington: “El secretario de Estado, Henry A. Kissinger, ha iniciado formalmente una política de recortes en la ayuda americana a aquellas naciones que se han aliado en contra de los Estados Unidos en las votaciones de las Naciones Unidas. En algunos casos, esos recortes incluyen la ayuda alimentaria y humanitaria”. La mayor parte de la ayuda era militar. Mientras en 1969 Estados
Unidos había exportado 1,7 mil millones de dólares en armas, en 1975 exportó 9,5 mil millones. La administración Carter prometió poner fin a la venta de armas a los regímenes represivos, pero cuando asumió la presidencia, la mayor parte de estas ventas continuaron.
Y el ejército continuó llevándose una enorme parte del presupuesto nacional. El primer presupuesto de Carter proponía un incremento de 10 mil millones para el ejército. Paralelamente, la administración acababa de anunciar que el departamento de Agricultura recortaría 25 millones al año en su presupuesto al interrumpir los suministros de segundas raciones de leche a 1,4 millones de escolares necesitados que obtenían comidas gratis en la escuela.
Si la tarea de Carter era la de restaurar la confianza en el sistema, aquí yacía su mayor fracaso: no solucionó los problemas económicos de la gente. El precio de la comida y de las necesidades primarias continuaba subiendo más rápidamente que los sueldos. Para ciertos grupos clave de la población -la gente joven, pero sobre todo los jóvenes negros- el índice de desempleo estaba entre el 20 y el 30%.
Carter se opuso a las ayudas federales para la gente pobre que necesitaba abortar. Cuando se le señaló que esto era injusto, ya que las mujeres ricas podían abortar sin dificultades, Carter respondió “Bueno, como ya sabéis, hay muchas cosas en la vida que no son justas, cosas que la gente rica puede permitirse y que la gente pobre no”.
El “populismo” de Carter brillaba por su ausencia en la relación que mantenía su administración con los intereses petroleros y del gas. Una parte del “plan energético” de Carter fue poner fin a la regulación de los precios del gas natural para el consumidor. El mayor productor de gas natural era Exxon Corporation, y los mayores paquetes de acciones privadas de Exxon pertenecían a la familia Rockefeller.
Estaba claro que los factores fundamentales que regían la mala distribución de la riqueza en América no iban a verse afectados por la política de Carter más de lo que lo habían hecho las administraciones anteriores, tanto las conservadoras como las liberales. En 1977, el 10% más rico de la población americana tenía unos ingresos 30 veces superiores a los del 10% más pobre, el 1% más rico poseía el 33% de las riquezas. El 5% de los más ricos poseía el 83% del capital corporativo privado. Las cien corporaciones más grandes pagaban un promedio de 26,9% en impuestos, y las primeras compañías de petróleo pagaban 5,8% en impuestos (cifras de 1974 del Servicio de Hacienda Nacional). Y los 224 individuos que tenían unos ingresos superiores a 200.000 dólares no pagaban impuestos. En 1978, Carter aprobó unas “reformas” del sistema impositivo que beneficiaron principalmente a las grandes corporaciones.
En el extranjero se utilizaba armamento americano para apoyar a regímenes dictatoriales en su lucha contra rebeldes de izquierdas. En la primavera de 1980, Carter pidió al Congreso 5,7 millones en créditos para la junta militar que luchaba contra una rebelión campesina en El Salvador. En Filipinas, después de las elecciones de la Asamblea Nacional de 1978, el presidente Ferdinand Marcos encarceló a diez de los 21 candidatos de la oposición que perdieron las elecciones, muchos prisioneros fueron torturados y muchos civiles perdieron la vida. A pesar de ello, Carter pidió al Congreso 300 millones para ayudar militarmente a Marcos durante los siguientes cinco años.
Durante varias décadas, Estados Unidos había ayudado a mantener la dictadura de Somoza en Nicaragua. Con una lectura equivocada de las debilidades fundamentales de ese régimen y de la popularidad de la revolución que se le enfrentaba, la administración Carter continuó apoyando a Somoza hasta cerca de la caída del régimen en 1979.
En Irán, los largos años de resentimiento contra la dictadura del Sha culminaron, a finales de 1978, en unas masivas manifestaciones. El 8 de septiembre de 1978, cientos de manifestantes fueron asesinados en una masacre perpetrada por las tropas del Sha. Según un despacho de la agencia UPI fechado en Teherán, al día siguiente Carter reafirmaba su apoyo al Sha:
Ayer las tropas abrieron fuego sobre los manifestantes que llevaban tres días protestando. El presidente Jimmy Carter telefoneó al palacio real para expresar su apoyo al Sha Mohammad Reza Pahlevi, que se enfrenta a la peor crisis de sus 37 años de reinado. Nueve miembros del parlamento se ausentaron durante el discurso que pronunció el nuevo primer ministro de Irán. Al marchar, gritaron que sus manos estaban “manchadas de sangre” por la represión de los musulmanes integristas y otros sectores opositores.
Era una revolución popular y masiva, y el Sha huyó, dirigiéndose más tarde a Estados Unidos -donde fue acogido por la administración Carter- para someterse, presumiblemente, a un tratamiento médico. Fue entonces cuando los sentimientos antiamericanos de los revolucionarios alcanzaron su punto álgido. El 4 de noviembre de 1979, un grupo de militantes estudiantiles tomaron la embajada norteamericana en Teherán y secuestraron a 52 empleados mientras exigían que el Sha fuera devuelto a Irán para ser castigado.
Durante los siguientes 14 meses -con los rehenes todavía retenidos en el recinto cerrado de la embajada- el asunto ocupó los titulares de las noticias extranjeras en los Estados Unidos, suscitando fuertes sentimientos nacionalistas. Los políticos y la prensa participaron de lleno en la histeria colectiva. Obligaron a renunciar a una chica irano-americana que había sido designada para leer el discurso oficial en la ceremonia de entrega de diplomas en un instituto. Por todo el país, los coches comenzaron a lucir pegatinas con el texto “Bombardead Irán”.
Cuando fueron puestos en libertad los 52 rehenes -aparentemente sanos y salvos- tuvo que ser un periodista lo suficientemente audaz como Alan Richman, del Boston Globe, quien señalara que había una cierta falta de proporción en las reacciones americanas ante éste y otros casos de violaciones de los derechos humanos “Había 52 rehenes americanos, una cifra fácil de comprender… Hablaban nuestro idioma. Tres mil personas fueron asesinadas a tiros a sangre fría en Guatemala el año pasado. Pero no hablaban nuestro idioma”.
Cuando Jimmy Carter se enfrentó a Ronald Reagan en las elecciones de 1980, los rehenes aún estaban en cautividad. Este hecho -junto a la penuria económica que pasaba mucha gentefueron los responsables de la derrota de Carter.
La victoria de Reagan, seguida ocho años más tarde por la elección de George Bush, significaba que otro sector de las clases dirigentes -desprovisto incluso del toque liberaloide de la presidencia de Carter- asumiría el mando. Las decisiones políticas se volverían más rudas, se recortaría la ayuda social a los pobres, se bajarían los impuestos a los ricos, se aumentaría el presupuesto militar, se llenaría el sistema judicial federal de jueces conservadores y se trabajaría activamente para destruir los movimientos revolucionarios en el Caribe.
La docena de años de la presidencia Reagan-Bush transformó a la magistratura federal -que nunca había pasado de ser moderadamente liberal- en una institución fundamentalmente conservadora. En el otoño de 1991, Reagan y Bush ya habían copado más de la mitad de las 837 magistraturas federales y habían nombrado un número suficiente de jueces derechistas como para reconvertir el Tribunal Supremo.
En los años setenta -con los jueces liberales William Brennan y Thurgood Marshall a la cabeza- el Tribunal había declarado inconstitucional la pena de muerte, había apoyado (en el caso Roe v. Wade) el derecho de las mujeres a decidir sobre el aborto y había interpretado las leyes de derechos civiles de forma que permitieran una atención especial a los negros y a las mujeres, en un intento de compensar la discriminación que habían sufrido en el pasado. Con Ronald Reagan, William Rehnquist -inicialmente nombrado para ocupar un puesto en el Tribunal Supremo por Richard Nixon- se convirtió en Juez Supremo. En los años de Reagan y Bush, el Tribunal de Rehnquist tomó una serie de decisiones que debilitaron las iniciativas tomadas en el caso Roe v. Wade, volvió a introducir la pena de muerte, redujo los derechos de los detenidos por la policía, impidió que los médicos de las clínicas federales de planificación familiar informaran a las mujeres sobre el aborto, y decretó que se podía obligar a los pobres a pagar por la educación pública (la educación no era “un derecho fundamental”).
Los jueces William Brennan y Thurgood Marshall fueron los últimos liberales en formar parte del Tribunal. Viejos y enfermos -aunque reacios a abandonar la lucha- se tuvieron que jubilar. El acto final en la creación de un Tribunal Supremo de corte conservador fue el nombramiento del sustituto de Marshall por parte del presidente Bush. Eligió a un conservador negro, Clarence Thomas. A pesar del dramático testimonio de una antigua colega -una joven negra profesora de derecho llamada Anita Hill- que dijo que Thomas la había acosado sexualmente, el Senado le dio su aprobación, dando el Tribunal Supremo un definitivo giro hacia la derecha.
Con jueces federales conservadores y nombramientos de “orientación” empresarial en el Consejo Nacional de Relaciones Laborales, las decisiones judiciales y las iniciativas del Consejo debilitaron un movimiento laboral que ya estaba preocupado por una disminución del sector industrial. Los trabajadores que se declaraban en huelga se encontraban sin ninguna protección legal. Uno de los primeros actos de la administración Reagan fue despedir en masa a los controladores de tráfico aéreo que se habían declarado en huelga. Era una advertencia para futuros huelguistas, y una señal de la debilidad de un movimiento laboral que en los años treinta y cuarenta había tenido una fuerza portentosa.
La América de las corporaciones se convirtió en la gran beneficiaria de los años Reagan-Bush. En los años sesenta y setenta se había formado un importante movimiento en defensa del medio ambiente, horrorizado por la contaminación del aire, de los mares y de los ríos, y por las muertes de miles de personas cada año como resultado de las condiciones de trabajo. En noviembre de 1968, después de que una explosión minera matara a 78 mineros en Virginia Occidental, hubo una furiosa protesta en el distrito minero, y el Congreso aprobó la Ley de Salud y Seguridad en las Minas de Carbón de 1969. El secretario de Trabajo de Nixon habló de “una nueva pasión nacional, la pasión por la mejora del medio ambiente”.
Al año siguiente, cediendo a las firmes demandas del movimiento obrero y de los grupos de consumidores -pero también viendo en ello la oportunidad de ganar el apoyo de los votantes de clase trabajadora- el presidente Nixon firmó la Ley de la Seguridad y Salud Ocupacional (OSHA). Era una importante medida legislativa que establecía el derecho universal a un lugar de trabajo seguro y sano. El presidente Jimmy Carter accedió a la presidencia alabando el programa OSHA, pero también estaba ansioso por complacer a la comunidad empresarial. Se convirtió en defensor de la eliminación de las regulaciones sobre las corporaciones y de la concesión de más espacio de maniobra, a pesar de perjudicar a los obreros y a los consumidores.
Con Reagan y Bush, la preocupación por “la economía” -una forma resumida de referirse a los beneficios de las corporaciones- se impuso a la preocupación por los trabajadores o los consumidores. El presidente Reagan propuso reemplazar la dura aplicación de las leyes medioambientales por un planteamiento “voluntario”. Una de las primeras acciones de su administración fue la de ordenar la destrucción de 100.000 folletos gubernamentales que señalaban los peligros del polvo de algodón para los trabajadores textiles.
George Bush se presentó como el “presidente preocupado por el medio ambiente”, y señalaba con orgullo el hecho de haber firmado la Ley del Ambiente Limpio en 1990. Pero dos años después de aprobarse esa ley, se debilitó drásticamente debido a un nuevo reglamento de la Agencia de Protección Medio Ambiental que permitía a los industriales incrementar en 245 toneladas al año la cantidad de agentes contaminantes peligrosos que emitían a la atmósfera.
La crisis ecológica en el mundo se había convertido en un asunto tan abiertamente serio que el papa Juan Pablo II sintió la necesidad de reprender a las clases ricas de las naciones industrializadas por haber causado la crisis. “Hoy en día, la dramática amenaza de un colapso ecológico nos está enseñando hasta qué punto la avaricia y el egoísmo -tanto individual como colectivo- son contrarios al orden de la creación”.
En las conferencias internacionales en las que se trataban los peligros del calentamiento del globo, la Comunidad Europea y Japón propusieron horarios y niveles específicos para las emisiones de dióxido de carbono, de las que Estados Unidos era el mayor culpable. Estados Unidos se opuso a ello.
A finales de los ochenta, las evidencias mostraban claramente que las fuentes de energía renovable (agua, viento, luz solar) podían producir más cantidad de energía utilizable que las centrales nucleares, que eran peligrosas y caras, además de producir residuos nucleares no eliminables de una manera segura. Sin embargo las administraciones de Reagan y Bush hicieron grandes recortes (en el caso de Reagan, de un 90%) en los presupuestos destinados a la investigación de las posibilidades de la energía renovable.
En junio de 1992 más de cien países participaron en una conferencia medioambiental en Brasil, la Cumbre Mundial de Río. Las estadísticas mostraban que dos terceras partes de los gases que contribuían a reducir la capa de ozono eran emitidos por las fuerzas armadas de todo el mundo. Pero cuando se sugirió que la Cumbre considerara los efectos de los ejércitos en la degradación ambiental, la delegación de los Estados Unidos puso objeciones y la propuesta fracasó.
Efectivamente, la preservación de una enorme institución militar y el mantenimiento de los niveles de beneficio de las corporaciones petroleras, parecían ser los dos objetivos primordiales de las administraciones de Reagan y Bush. Poco después de que Reagan accediera a la presidencia, veintitrés ejecutivos de la industria del petróleo hicieron una contribución de 270.000 dólares para renovar la decoración de las viviendas de la Casa Blanca. Según la agencia Associated Press:
La campaña de solicitación… tuvo lugar cuatro semanas después de que el presidente liberalizara los precios del petróleo, una decisión que supuso 2 mil millones para la industria del petróleo… Jack Hodges, de Oklahoma Cuy, propietario de Core Oil y Gas Company, dijo “El hombre más importante de este país debería vivir en uno de los lugares más lujosos. El señor Reagan ha ayudado a la industria de la energía”.
A la vez que fortalecía al ejército (asignaciones de más de un billón de dólares en sus primeros cuatro años de mandato), Reagan intentó compensar este gasto recortando los subsidios para los pobres. También propuso unos recortes de 190 mil millones en los impuestos (la mayoría de los cuales afectó a los ricos). Reagan insistió en que los recortes de los impuestos estimularían la economía de tal forma que se generarían nuevas fuentes de ingresos. Pero las cifras del departamento de Comercio mostraban que los períodos en que las corporaciones tenían menos impuestos no mostraban un volumen más alto de inversiones, sino un descenso muy marcado.
Las consecuencias humanas de los recortes presupuestarios de Reagan fueron dramáticas. Por ejemplo, se privó a 350.000 personas de los beneficios de la seguridad social por incapacidad física o mental. Un héroe de guerra de Vietnam, Roy Benavidez, al que Reagan había concedido la medalla de honor del Congreso, fue informado por unos oficiales de la seguridad social que unos trozos de metralla que tenía en el corazón, los brazos y las piernas, no debían de ser un impedimento para que trabajara. Benavidez se presentó ante un comité del Congreso y denunció a Reagan.
En los años de Reagan el desempleo creció. En 1982 hubo 30 millones de personas sin trabajo durante todo el año o parte del mismo. Una consecuencia de ello fue que más de 16 millones de americanos se quedaron sin el seguro médico, que a menudo iba asociado al hecho de tener empleo. En Michigan, donde el índice de desempleo era el más alto del país, la tasa de mortalidad infantil comenzó a ascender en 1981.
Las nuevas exigencias eliminaron las comidas gratuitas en las escuelas para más de un millón de niños pobres, que dependían de las mismas al representar éstas la mitad del alimento que consumían al día. En poco tiempo, una cuarta parte de los 12 millones de niños de la nación vivían en la pobreza.
La asistencia social se convirtió en objeto de ataques, se cuestionaban los programas AFDC de ayuda a las madres solteras, los cupones de comida, las atenciones médicas para los pobres a través de Medicaid, etc. Para la mayoría de la gente que dependía de la asistencia social (los subsidios cambiaban de un estado a otro), esto equivalía a entre 500 y 800 dólares al mes en ayudas, y dejaba a este sector muy por debajo del umbral de la pobreza, que se cifraba en unos 900 al mes. Era cuatro veces más probable que los niños negros dependieran de la asistencia social a que lo hicieran los niños blancos.
A comienzos de la administración Reagan, en respuesta al argumento de que la ayuda del gobierno no era necesaria y de que las empresas privadas se ocuparían de la pobreza, una madre escribió en un periódico local:
Yo dependo de AFDC, y mis dos hijos van a la escuela. He solicitado trabajos que pagan menos de 8.000 al año. Trabajo media jornada en una biblioteca por 3,5 $ a la hora, la asistencia social reduce mi asignación para compensar. Así que éste es el gran sueño americano por el que mis padres vinieron a este país: trabaja duro, consigue una buena educación sigue las reglas y serás rico. Yo no quiero ser rica. Sólo quiero poder alimentar a mis hijos y vivir con algo que se asemeje a la dignidad.
A menudo los demócratas se unían a los republicanos a la hora de denunciar los programas de la asistencia social. Ambos partidos tenían fuertes conexiones con las corporaciones ricas. Kevin Phillips, un analista republicano de política nacional, escribió en 1990 que el partido Demócrata era “el segundo partido capitalista más entusiasta de la historia”.
Sin embargo, los ataques constantes a la asistencia social por parte de los políticos no consiguieron erradicar la generosidad fundamental que sentían la mayoría de los americanos. Una encuesta llevada a cabo por el New York Times y la CBS News a principios de 1992 mostraba que la opinión pública sobre la asistencia social cambiaba según la manera en que se planteaba la pregunta. Si se utilizaba la palabra “asistencia social”, el 44% de los encuestados decía que se estaba gastando demasiado en ello. Pero cuando la pregunta se formulaba en términos de “ayuda a los pobres”, sólo un 13% opinó que se estaba gastando demasiado, mientras un 64% pensaba que no se estaba gastando lo suficiente. Cuando la política del gobierno enriqueció a los que ya eran ricos, a través de la bajada en sus impuestos, no se denominó “asistencia social”. Esta forma no resultaba tan obvia y llamativa como los cheques mensuales que se daban a los pobres, y normalmente consistía en la realización de generosos cambios del sistema impositivo.
No fueron los republicanos, sino los demócratas -las administraciones Kennedy y Johnson- quienes, bajo la apariencia de una “reforma tributaria”, bajaron por primera vez el índice tributario del 91% -para los ingresos de más de 400.000 $ al año, vigente desde la Segunda Guerra Mundial-, al 70% Durante la administración de Carter -aunque él se opusiera- los demócratas y republicanos del Congreso se unieron para dar un respiro tributario todavía mayor a los ricos.
La administración Reagan, con la ayuda de los demócratas del Congreso, baló el índice tributario de los muy ricos al 50%, y en 1986 una coalición de republicanos y demócratas patrocinó otro proyecto de ley de “reforma tributaria” que bajaba las tasas más altas al 28%. Un profesor de escuela, un obrero de fábrica y un millonario podían pagar todos el 28%. La idea de unos ingresos “progresivos”, según la cual los ricos pagaban unas tasas más altas que los demás casi había desaparecido.
Como resultado de todas las leyes tributarias aprobadas entre 1978 y 1990, el gobierno perdió unos 70 mil millones al año en ingresos, de tal manera que en esos trece años, el 1% de los más ricos del país ganaron un billón de dólares más.
Los impuestos sobre la renta no sólo se hicieron menos progresivos durante las últimas décadas del siglo, sino que los impuestos de la seguridad social se volvieron más regresivos. Es decir, cada vez se deducía más de los cheques salariales de los pobres y las clases medias, pero cuando los salarios superaban los 42.000 ya no se deducía más. Los que ganaban 500.000 al año pagaban los mismos impuestos a la seguridad social que los que ganaban 50.000 al año. El resultado de la subida de estos impuestos salariales fue que el 75% de los asalariados pagaban más cada año a través del impuesto a la seguridad social que a través del impuesto sobre la renta. Para mayor verguenza del partido Demócrata -que se suponía era el partido de la clase trabajadora- la subida de los impuestos salariales se había efectuado durante la administración de Jimmy Carter.
En un sistema bipartito, si ambos partidos ignoran la opinión pública, los votantes no tienen dónde dirigirse. En 1984, cuando demócratas y republicanos habían puesto en marcha todas esas “reformas” tributarias, una encuesta pública llevada a cabo por Internal Revenue Service descubrió que el 80% de los encuestados estaban de acuerdo con el siguiente planteamiento: “El actual sistema tributario beneficia a los ricos y es injusto con los trabajadores normales”.
A finales del mandato de Reagan, la diferencia entre ricos y pobres en los Estados Unidos había aumentado de forma dramática. Mientras que en 1980 los altos ejecutivos de las corporaciones ganaban 40 veces más de lo que ganaba el obrero medio, en 1989 ganaban 93 veces más.
Aunque todos los integrantes de las clases bajas habían empeorado, los que más sufrieron fueron los negros, los hispanos, las mujeres y los jóvenes. El empobrecimiento general que tuvo lugar entre los grupos con menos ingresos durante los mandatos de Reagan y Bush afectó de forma especial a las familias negras, que no sólo padecían de escasos recursos sino que además se enfrentaban a la discriminación racial en sus puestos de trabajo. Las victorias del movimiento de derechos civiles habían abierto huecos para algunos afroamericanos, pero habían dejado atrás a muchos otros.
A finales de los ochenta, al menos una tercera parte de las familias afroamericanas vivían por debajo del umbral oficial de pobreza, y el desempleo de los negros no parecía moverse de un punto dos veces y medio por debajo del de los blancos, con una proporción de entre 30 y 40% de jóvenes negros sin empleo. La esperanza de vida de los negros se mantenía por lo menos diez años por debajo de la de los blancos. En Detroit, Washington y Baltimore, la tasa de mortalidad de los bebés negros era más alta que en Jamaica o Costa Rica.
La pobreza solía venir acompañada de rupturas, violencia familiar, crimen callejero y drogas. En Washington D.C., donde vive concentrada la población negra a pocos pasos de los marmóreos edificios del gobierno nacional, el 42% de los jóvenes negros entre 18 y 25 años se encontraban en la cárcel o en libertad condicional. El índice criminal entre negros, en vez de interpretarse como un llamamiento urgente para poner fin a la pobreza, era utilizado por los políticos para exigir la construcción de más cárceles.
En 1954, la decisión del Tribunal Supremo en el caso Brown v. Board of Education había puesto en marcha la supresión de la segregación racial en las escuelas. Pero la pobreza ataba a los niños negros a los ghettos, por lo que muchas escuelas de todo el país mantenían la segregación por razones de raza y clase. En los años setenta, el Tribunal Supremo determinó que no era necesaria una equiparación económica entre los distritos escolares pobres y los distritos ricos (Distrito escolar independiente de San Antonio v. Rodríguez) y que no era necesario trasladar a los niños de las zonas residenciales ricas a los barrios céntricos (caso Milliken v. Bradley). Para los admiradores de la libre empresa y el liberalismo, estas personas eran pobres porque no trabajaban ni producían; por lo tanto, ellos eran los únicos culpables de su pobreza. Ignoraban el hecho de que las mujeres que cuidaban solas de sus hijos trabajaban mucho. No se preguntaban por qué los niños que no eran lo suficientemente adultos como para mostrar sus habilidades laborales tenían que ser castigados -incluso hasta el punto de morirpor el hecho de haber nacido en una familia pobre.
A mediados de los años ochenta, en Washington empezó a salir a la luz pública un importante escándalo. Como consecuencia de la liberalización de los bancos de ahorros y de los préstamos -que había comenzado durante la administración Carter, y que había continuado con Reagan-, se llevaron a cabo peligrosas inversiones que en un momento dado agotaron los fondos bancarios, dejando a los bancos con una deuda -contraída con los titulares de las cuentas- de cientos de miles de millones de dólares. Y como el gobierno había garantizado estos fondos, ahora tendrían que pagarlos los contribuyentes.
El Presidente Eisenhower había declarado una vez que la enorme sangría de dinero que salía del tesoro para el capítulo de defensa era un “robo” a las necesidades humanas. Pero este hecho había sido aceptado tanto por los demócratas como por los republicanos. Cuando Jimmy Carter llegó a la presidencia se propuso aumentar el presupuesto militar en 10 mil millones, en una aplicación exacta de lo que había dicho Eisenhower. Todos los enormes presupuestos militares propuestos desde la Segunda Guerra Mundial -desde el mandato de Truman a los de Reagan y Bush- habían sido aprobados de manera abrumadora tanto por demócratas como por republicanos.
Para justificar el gasto de billones de dólares en incrementar las fuerzas nucleares y no nucleares, se utilizaba el miedo a que la Unión Soviética -que también estaba incrementando su fuerzainvadiera Europa occidental. En 1984 la CIA admitió haber exagerado los gastos militares soviéticos. Harry Rositzke, que trabajó para la CIA durante 25 años y había sido director de operaciones de la CIA para el espionaje en la Unión Soviética, escribió en los años ochenta “En todos los años que he estado en el gobierno, e incluso después, nunca he visto una hipótesis que mostrara la manera en que la invasión de Europa occidental o un ataque a los Estados Unidos pudiera resultar beneficioso para los intereses soviéticos”.
Sin embargo, la potenciación de este temor en las mentes del público americano resultaba útil a la hora de defender la construcción de armas espantosas y superfluas. Por ejemplo, un submarino Trident, que era capaz de lanzar cientos de cabezas nucleares, costaba 1,5 mil millones. Esos 1,5 mil millones bastaban para financiar un programa quinquenal de vacunación de todos los niños del mundo contra las enfermedades mortales, lo cual hubiera prevenido cinco millones de muertes.
Uno de los programas militares favoritos de la administración Reagan era el de Star Wars (Guerra de las galaxias), en el que se gastaron miles de millones, supuestamente para la creación de un escudo en el espacio que detuviera en el aire a los misiles nucleares enemigos. Después de que fallaran tres pruebas tecnológicas, se puso en marcha una cuarta prueba, con financiación gubernamental. Estaba en juego el programa. Hubo otro fallo, pero el secretario de Defensa de Reagan -Caspar Weinberger- aprobó la falsificación de los resultados para mostrar que la prueba había sido un éxito.
Cuando empezó la desintegración de la Unión Soviética en 1989, y ya no existía el recurso de la familiar “amenaza soviética”, se redujo un poco el presupuesto militar, aunque seguía siendo enorme. Una encuesta de la National Press Club mostró que el 59% de los votantes americanos querían una reducción del 50% en los gastos de defensa en los siguientes cinco años, pero ambos partidos continuaron ignorando al público, al que en teoría representaban. En el verano de 1992, los demócratas y los republicanos del Congreso se unieron para votar en contra de la transferencia de fondos del presupuesto militar al área de las necesidades humanas. Sin embargo, votaron a favor de gastar 120 mil millones de dólares para la “defensa” de Europa, continente que todos reconocían como un área que ya no corría ningún peligro -si es que alguna vez lo había corrido- de un ataque soviético.
Ronald Reagan fue nombrado presidente justo después de que se declarara una revolución en Nicaragua en la que el movimiento popular sandinista (cuyo nombre se inspiraba en el héroe revolucionario de los años 20, Augusto Sandino) derrocó a la corrupta dinastía de los Somoza (a la que Estados Unidos había apoyado durante mucho tiempo). Los sandinistas -una coalición de marxistas, curas de izquierdas y una amalgama de nacionalistas- se dispusieron a dar más tierras a los campesinos y a difundir la educación y los cuidados médicos entre los pobres.
La administración Reagan, viendo en esto una amenaza “comunista” y -lo más importante- un desafío al control largamente ejercido por los Estados Unidos sobre los gobiernos de Centroamérica, empezó a trabajar inmediatamente para derrocar al gobierno sandinista. Emprendió una guerra secreta ordenando a la CIA que organizara una fuerza contrarrevolucionaria (la contra), muchos de cuyos líderes eran antiguos cabecillas de la odiada Guardia Nacional somozista.
La contra no parecía tener apoyo popular dentro de Nicaragua, por lo que su base se situó en la vecina Honduras, un país muy pobre dominado por los Estados Unidos. Desde Honduras, la contra pasaba la frontera, asaltaba granjas y aldeas, mataba a hombres, mujeres y niños y cometía atrocidades. Un antiguo coronel de la contra, Edgar Chamorro, testificó ante un Tribunal mundial:
Muchos civiles fueron asesinados a sangre fria. Muchos otros fueron torturados, mutilados, y violados, sufriendo robos y abusos de diferentes clases. Cuando acepté unirme [a la contra] esperaba que fuera una organización de nicaraguenses. Resultó ser un instrumento del gobierno de los Estados Unidos.
Había una buena razón para mantener en secreto las acciones de los Estados Unidos en Nicaragua: las encuestas de opinión mostraban que el público americano se oponía a la participación militar en ese país. En 1984, la CIA, utilizando a agentes latinoamericanos -para no revelar su participación directa- minó los puertos de Nicaragua para hacer volar sus barcos. Cuando se filtró este dato, el secretario de Defensa Weinberger mintió al informativo de la ABC “Estados Unidos no está minando los puertos de Nicaragua”.
Aquel mismo año, el Congreso -quizás como respuesta a la opinión pública y recordando Vietnam- declaró que era ilegal que Estados Unidos prestase apoyo “directo o indirecto” a las “operaciones militares o paramilitares en Nicaragua”. La administración Reagan decidió ignorar esta ley e intentó encontrar medios para financiar a la contra de forma secreta.
En 1986 creó una gran sensación una historia que aparecía en una revista de Beirut en la que se decía que, al parecer, Estados Unidos había vendido armas a Irán (supuestamente un enemigo), y que, a cambio, Irán había prometido poner en libertad a los rehenes americanos que estaban en manos de extremistas musulmanes en el Líbano. Añadía que los beneficios de estas ventas de armas se estaban enviando a la contra nicaraguense para comprar armas. Cuando en una conferencia de prensa en noviembre de 1986 se le preguntó al presidente Reagan si esto era cierto, contó una serie de mentiras y dijo que el objetivo de la operación era promover el diálogo con iraníes moderados. En realidad, el objetivo era doble: poner en libertad a los rehenes (y así atribuirse el mérito de la acción), y ayudar a la contra.
La gran publicidad del escándalo “contragate” no desembocó en ninguna crítica feroz al secretismo gubernamental ni a la erosión de la democracia que ocasionaban las acciones llevadas a cabo en secreto por un pequeño grupo de hombres inmunes al escrutinio de la opinión pública. Los medios de comunicación -en un país que se siente orgulloso de su nivel de educación e información- sólo informaban al público en un nivel muy superficial.
Los límites de la crítica del partido Demócrata respecto a este asunto serían revelados por un dirigente demócrata, el senador Sam Nunn de Georgia, quien, a medida que avanzaba la investigación, llegó a decir “Todos debemos ayudar al presidente a devolver la credibilidad en el área de los asuntos exteriores”.
Estaba claro que el presidente Reagan y el vicepresidente Bush estaban implicados en lo que se dio a conocer como el “asunto IranContra”. Pero sus subordinados pusieron todo su empeño en mantenerlos al margen de las sospechas en lo que sería un clásico ejemplo del familiar estratagema gubernamental de la “negación plausible”, según la cual el más alto cargo, protegido por sus subordinados, puede negar plausiblemente cualquier implicación. Ni Reagan ni Bush fueron procesados. Sin embargo, el comité del Congreso llevó a los culpables menores al banquillo de los acusados. Algunos fueron procesados. Uno de ellos (Robert McFarlane, un antiguo consejero de Seguridad de Reagan) intentó suicidarse. Otro, el coronel Oliver North, fue sometido a juicio por haber mentido al Congreso, y aunque fue declarado culpable, no recibió pena de prisión. Reagan se jubiló en paz y Bush se convirtió en el siguiente presidente de los Estados Unidos.
El asunto Iran-Contra sólo fue uno de los muchos casos en los que el gobierno de los Estados Unidos violó sus propias leyes en su deseo de perseguir algún objetivo de política exterior.
En 1973, cuando la guerra de Vietnam tocaba a su fin, el Congreso, en un intento de limitar un poder presidencial que había actuado con tanta crueldad en Indochina, aprobó la Ley de Poderes Bélicos, la cual decía:
El Presidente, cada vez que sea posible, consultará con el Congreso antes de comprometer a las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos en actividades hostiles o situaciones donde las circunstancias indiquen claramente la inminente implicación en actividades hostiles.
En el otoño de 1982, el presidente Reagan envió a los marines americanos a una situación peligrosa, al Líbano -en donde había una guerra civil que hacía estragos- ignorando, una vez más, los requerimientos de la Ley de Poderes Bélicos. Al año siguiente, más de doscientos de esos marines murieron cuando los terroristas pusieron una bomba en sus barracones.
Poco después de eso, en octubre de 1983 (algunos analistas pensaron que se hizo para desviar la atención del desastre del Líbano), Reagan envió fuerzas estadounidenses para invadir la diminuta isla caribeña de Granada. Una vez más, se informó al Congreso, pero no se consultó con él. Una de las razones que se dieron al pueblo americano para justificar esta invasión era que un reciente golpe de estado en Granada había puesto en peligro a ciudadanos americanos (estudiantes de una escuela médica de la isla). También decían que Estados Unidos había recibido una petición urgente de intervención por parte de la Organización de los Estados Caribeños Orientales.
El 29 de octubre de 1983, un artículo inusitadamente mordaz del New York Times, escrito por el corresponsal Bernard Gwertzman, echó por tierra estas razones:
La petición formal… fue hecha a instancias de Estados Unidos. Sin embargo… la redacción de la petición fue hecha en Washington y entregada a los líderes caribeños por emisarios americanos especiales.
Un alto cargo americano dijo a Gwertzman que la verdadera razón de la invasión era la oportunidad que brindaba a Estados Unidos (que quería sobreponerse al sentimiento de derrota cosechado en Vietnam) para mostrar que verdaderamente era una nación poderosa. “¿De qué sirven las maniobras y las exhibiciones de fuerza si no las utilizamos nunca?”.
En el Caribe, la conexión entre la intervención militar estadounidense y la promoción de las empresas capitalistas siempre había pecado de escasa sutileza. Respecto a Granada, un artículo del Wall Street Journal aparecido ocho años después de la invasión militar (29 de octubre de 1991) hablaba de “una invasión de bancos” e hizo notar que St. George, la capital de Granada -con sus 7.500 habitantes- tenía 118 sucursales bancarias internacionales: una por cada 64 residentes.
A menudo la justificación de las invasiones estadounidenses ha sido la de “proteger” a los ciudadanos. Pero cuando los escuadrones de la muerte patrocinados por el gobierno mataron a cuatro religiosas en El Salvador en 1980, no hubo ninguna intervención estadounidense. Por el contrario, continuaron tanto las ayudas militares al gobierno como el adiestramiento de los escuadrones de la muerte.
El papel histórico de los Estados Unidos en El Salvador, donde el 2% de la población poseía el 60% de las tierras, era el de asegurarse de que los gobiernos que estaban en el poder apoyaran los intereses de las compañías de los Estados Unidos, sin importarle para nada el consiguiente empobrecimiento de la gran mayoría de la población. Así que había que hacer frente a la rebeliones populares que amenazaban a estas empresas. Cuando en 1932 el gobierno militar se vio amenazado por el levantamiento popular, Estados Unidos envió un acorazado y dos destructores para vigilar mientras el gobierno llevaba a cabo una masacre en la que perdieron la vida 30.000 salvadoreños.
En febrero de 1980, el arzobispo católico de El Salvador, Oscar Romero, envió una carta personal al presidente Carter en la que pedía que dejara de enviar ayuda militar a El Salvador. Con anterioridad, la Guardia Nacional y la Policía Nacional habían disparado sobre un grupo de manifestantes delante de la Catedral Metropolitana, matando a 24 personas. Pero la administración Carter siguió con las ayudas. Un mes después el arzobispo Romero fue asesinado.
Existieron claras evidencias de que el asesinato había sido ordenado por Roberto D’Aubuisson, un líder derechista. Pero D’Aubuisson contaba con la protección de Nicolás Carranza, ministro adjunto de Defensa, que en esa época cobraba 90.000 $ al año de la CIA. Elliot Abrams, que -para colmo de las ironíasocupaba el cargo de secretario de Defensa adjunto de Derechos Humanos, declaró que D’Aubuisson “no estaba implicado en el asesinato”.
El Congreso se sintió desconcertado por las matanzas de El Salvador y exigió que, antes de dar ninguna ayuda más, el presidente debía certificar que se estaban produciendo progresos en el campo de los derechos humanos. Reagan no se lo tomó en serio.
Se produjeron más masacres y los certificados y las ayudas continuaron viento en popa.
Durante los años de Reagan la prensa se comportó de una forma especialmente tímida y obsequiosa. Cuando el periodista Raymond Bonner continuó informando sobre las atrocidades que ocurrían en El Salvador -y del papel que jugaba Estados Unidos en ellas- el New York Times le cambió de destino. En 1981 Bonner había informado acerca de la masacre de cientos de civiles en el pueblo de El Mozote, acción llevada a cabo por un batallón de soldados adiestrados por los Estados Unidos. La administración Reagan se mofó del informe, pero en 1992, un equipo de antropólogos forenses empezó a desenterrar los esqueletos que había en el lugar de la masacre, la mayoría de niños; al año siguiente una comisión de la
ONU confirmó la versión de Bonner sobre la masacre de El Mozote. La administración Reagan, que no parecía hacer ascos a las juntas militares que gobernaban en Latinoamérica (Guatemala, El Salvador, Chile) -siempre que éstas fueran “amables” con Estados Unidos-, se sentía muy molesta cuando les era hostil un régimen tiránico, como lo era el gobierno de Muammar Gaddafi en Libia. En 1986, cuando unos terroristas desconocidos pusieron una bomba en una discoteca de Berlín occidental matando a un militar estadounidense, la Casa Blanca decidió tomar represalias inmediatamente. Lo más probable es que Gaddafi haya sido el responsable de varios actos de terrorismo a lo largo de los años, pero no había ninguna evidencia real para pensar que fuera el culpable en este caso en particular
Se enviaron aviones a la capital, Trípoli, con instrucciones específicas de bombardear la casa de Gaddafi. Las bombas cayeron en una ciudad abarrotada; murieron unas cien personas. Gaddafi no resultó herido, pero una hija adoptiva suya perdió la vida en el bombardeo.
A principios de la presidencia de George Bush tuvieron lugar los acontecimientos más dramáticos de la escena internacional desde la conclusión de la Segunda Guerra Mundial. En 1989, con un nuevo líder dinámico a la cabeza de la Unión Soviética, Mijail Gorbachov, el descontento popular -largamente reprimido con la “dictadura del proletariado”, que resultó ser una dictadura sobre el proletariadoestalló en todo el bloque soviético.
Las masas salieron a manifestarse por las calles de la Unión Soviética y en los países del este de Europa que llevaban muchos años dominados por la Unión Soviética. Alemania Oriental decidió unirse a Alemania Occidental, y el muro que separaba Berlín oriental de Berlín occidental -desde hacía mucho tiempo, el símbolo del estricto control de Alemania Oriental sobre sus ciudadanos- fue desmantelado en presencia de los exultantes ciudadanos de ambas Alemanias. En Checoslovaquia nació un gobierno no comunista, encabezado por Vaclav Havel, un escritor de teatro y antiguo disidente que había estado en la cárcel. En Polonia, Bulgaria y Hungría surgieron nuevos liderazgos que prometían libertad y democracia. Lo sorprendente del caso es que todo esto tuvo lugar sin guerras civiles, en respuesta -simplemente- a la aplastante demanda popular.
En los Estados Unidos, el partido Republicano afirmaba que la política de línea dura de Reagan y el incremento de los gastos militares habían derribado a la Unión Soviética. Pero el antiguo embalador americano en la Unión Soviética, George Kennan, escribió que “el efecto general del extremismo que acompañaba la guerra fría fue retrasar -más que acelerar- los grandes cambios que se produjeron en la Unión Soviética hacia finales de los años 80″. Según Kennan la política de la guerra fría supuso un tremendo coste para el pueblo americano: “Lo pagamos con cuarenta años de enormes e innecesarios gastos militares. Lo pagamos con el despliegue de las armas nucleares hasta tal punto que el vasto e inútil arsenal nuclear se convirtió en un peligro (y todavía continúa siéndolo) para el medio ambiente de nuestro propio planeta”. En el momento de producirse el repentino derrumbamiento de la Unión Soviética, el liderazgo político de los Estados Unidos no estaba preparado. Se habían sustraído varios billones de dólares a los ciudadanos americanos -en forma de impuestos- para mantener el enorme arsenal nuclear y convencional, y también las bases militares dispersas por todo el mundo, con la justificación primordial de “la amenaza soviética”. Ahora Estados Unidos tenía la oportunidad de reconstruir su política exterior y liberar cientos de miles de millones de dólares al año del presupuesto para utilizarlos en proyectos constructivos y sanos
Pero esto nunca ocurrió. Junto al júbilo del “hemos ganado la guerra fría” sobrevino una especie de pánico “¿Qué podemos hacer para mantener nuestra institución militar?”
El presupuesto militar seguía siendo enorme. El presidente de la junta de Estado Mayor, Colin Powell, dijo lo siguiente “Quiero que el resto del mundo se muera de miedo. Y no lo digo de manera agresiva”.
Para probar que la gigantesca institución militar todavía era necesaria, la administración Bush emprendió, durante su mandato de cuatro años, dos guerras: una pequeñita, contra Panamá, y otra masiva, contra Irak.
El dictador de Panamá, el general Manuel Noriega, era corrupto, brutal y autoritario, pero el presidente Reagan y el vicepresidente Bush pasaron por alto este dato porque Noriega cooperaba con la CIA en muchas facetas. Sin embargo, en 1987, Noriega dejó de ser útil, sus actividades en el tráfico de narcóticos estaban al descubierto y se convirtió en un objetivo ideal para que la administración Bush demostrara que Estados Unidos -potencia que parecía no poder destruir el régimen de Castro, ni a los sandinistas ni al movimiento revolucionario de El Salvador- todavía mantenía su predominio en la zona del Caribe.
En diciembre de 1989, Estados Unidos invadió Panamá con 26.000 soldados, con el pretexto de que quería llevar a juicio a Noriega por tráfico de drogas. También dijo que era necesario proteger a los ciudadanos estadounidenses.
Fue una victoria rápida. Noriega fue capturado y llevado a Florida donde fue juzgado (y declarado culpable y condenado a pena de prisión). Pero en la invasión se bombardearon barrios enteros de la ciudad de Panamá y murieron cientos -o quizás miles- de civiles. Se estimó que unas 14.000 personas se habían quedado sin hogar. En el poder se instaló un nuevo presidente, aliado de los Estados
Unidos; pero la pobreza y el desempleo continuaron y en 1992 el New York Times informó que la invasión y la destitución de Noriega “fracasaron en su intento de poner fin al tráfico de narcóticos ilegales en Panamá”.
Sin embargo, Estados Unidos tuvo éxito en uno de sus objetivos: el restablecimiento de su fuerte influencia sobre Panamá. Los demócratas liberales (los senadores John Kerry y Ted Kennedy de Massachusetts, y muchos otros) aprobaron la acción militar. Los demócratas estaban siendo fieles a su papel histórico de apoyar intervenciones militares y ansiosos por mostrar que la política exterior era bipartita. Los demócratas parecían dispuestos a demostrar que eran tan duros (o tan despiadados) como los republicanos.
Pero la operación de Panamá fue de una escala demasiado limitada para conseguir lo que tanto querían las administraciones de Reagan y Bush: vencer el aborrecimiento que sentía el pueblo americano desde los tiempos de Vietnam- por las intervenciones militares en el extranjero.
Dos años más tarde la guerra del Golfo contra Irak les proporcionó esa oportunidad. Bajo la brutal dictadura de Saddam Hussein, Irak había invadido, en agosto de 1990, a su pequeño vecino de Kuwait un país rico en petróleo.
Por aquel entonces George Bush necesitaba un revulsivo que acrecentara su popularidad entre los votantes americanos. El Washington Post informó en octubre “Algunos observadores de su propio partido temen que el presidente se verá forzado a entrar en combate para prevenir nuevas erosiones de sus apoyos en casa”. El 30 de octubre se tomó una decisión secreta a favor de la guerra contra Irak. Las Naciones Unidas había respondido a la invasión de Kuwait estableciendo sanciones contra Irak. Los testimonios secretos de la CIA realizados en el Senado afirmaban que con las sanciones se habían reducido las importaciones y exportaciones de Irak en más de un 90%. Pero Bush estaba decidido. Después de que las elecciones de noviembre hubieran supuesto un incremento de demócratas en el Congreso, Bush dobló las fuerzas militares americanas en el Golfo hasta llegar a la cifra de 500.000, creando lo que claramente era una fuerza ofensiva, más que defensiva.
Según Elizabeth Drew, una escritora del New Yorker, John Sununu, el ayudante de Bush, “iba contando a la gente que una corta pero victoriosa guerra tendría su peso en oro para el presidente y que eso aseguraría su reelección”. Esto, junto con el antiguo deseo de los Estados Unidos de tener voz y voto en el control de los recursos petrolíferos de Oriente Medio, era un elemento crucial en la decisión de declarar la guerra a Irak.
Pero no fueron ésos los motivos expuestos a los americanos. Se les contó que Estados Unidos quería liberar a Kuwait del control iraquí. Los medios de comunicación más importantes insistieron en que ésa era la razón para declarar la guerra, sin reparar en que otros países habían sido invadidos sin que Estados Unidos mostrara ningún tipo de preocupación (Timor Oriental había sido invadido por Indonesia, Irán por Irak, Líbano por Israel, Mozambique por Sudáfrica, etc., sin contar los países invadidos por los propios Estados Unidos: Granada y Panamá).
La más acuciante justificación pro-guerra era que Irak estaba construyendo una bomba nuclear, aunque realmente había pocos indicios de que esto fuera cierto. Pero incluso si Irak hubiera podido construir una bomba en uno o dos años -según los cálculos más pesimistas- no contaba con ningún sistema para poder lanzarla. Por otra parte, Israel ya poseía armas nucleares. Y Estados Unidos poseía unas 30.000. Lo que la administración Bush intentaba por todos los medios era crear una paranoia en la nación con la excusa de una bomba iraquí que todavía no existía.
Bush parecía estar dispuesto a apostar por la guerra. Había habido varias oportunidades de negociar una retirada iraquí de Kuwait justo después de la invasión, incluyendo una propuesta iraquí de la que informó el corresponsal Knut Royce en el Newsday el 29 de agosto. Pero Estados Unidos no respondió a la propuesta. Cuando el secretario de Estado James Baker fue a Ginebra a reunirse con el ministro de asuntos exteriores iraquí, Tariq Aziz, las instrucciones de Bush eran de “no negociar”.
A pesar de los meses que Washington llevaba advirtiendo del peligro que suponía Saddam Hussein, las encuestas mostraban que menos de la mitad del público estaba a favor de la acción militar.
En enero de 1991, Bush, que aparentemente necesitaba alguna clase de apoyo, pidió al Congreso que le diera autoridad para entrar en guerra. El debate del Congreso fue animado. (Llegó un momento en que un discurso pronunciado en el Senado fue interrumpido por manifestantes que gritaron “¡No a la sangre a cambio de petróleo! ” desde el balcón reservado al público. Los que protestaban fueron desalojados por los guardias). El Senado votó a favor de la acción militar por sólo unos pocos votos de diferencia. La Cámara apoyó la resolución por una gran mayoría. Sin embargo, una vez que Bush hubo ordenado el ataque sobre Irak, ambas cámaras -con sólo unos pocos votos contrarios, tanto demócratas como republicanosvotaron “apoyar la guerra y apoyar a las tropas”.
Fue a mediados de enero de 1991, después de que Saddam
Hussein ignorara un ultimátum para abandonar Kuwait, cuando Estados Unidos lanzó su ataque aéreo sobre Irak. Se llamó “Tormenta del desierto”. El gobierno y los medios de comunicación habían pintado a Irak como una impresionante potencia militar, aunque estaba lejos de serlo. Las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos tenían un control total del aire y podían bombardear a voluntad. Pero eso no era todo. Los oficiales estadounidenses tenían un control casi total de las ondas radiofónicas. El público americano estaba abrumado por las imágenes televisivas de las “bombas inteligentes” (Smart bombs) y por las confiadas declaraciones que aseguraban que las bombas láser se estaban dirigiendo con perfecta precisión contra los objetivos militares. Los principales medios de comunicación presentaban todas estas declaraciones sin ponerlas en duda o criticarlas.
La confianza que había de que las “bombas inteligentes” no herirían a los civiles puede haber contribuido al cambio de opinión pública. Se pasó de una división al 50% de apoyo a la guerra a un 85%n de apoyo a la invasión. Quizás lo que más influyó en este cambio fue que una vez que el ejército americano estuvo implicado, mucha gente que antes se había opuesto a la acción militar creyó que criticar la decisión equivaldría ahora a traicionar a las tropas que estaban ahí. Por toda la nación se exhibieron lazos amarillos que simbolizaban el apoyo a las fuerzas que luchaban en Irak.
En realidad se estaba engañando al público respecto a la “inteligencia” de las bombas que se estaban lanzando en los pueblos iraquíes. Tras hablar con antiguos oficiales de la inteligencia y de las Fuerzas Armadas, un corresponsal del Boston Globe informó de que aproximadamente un 40% de las bombas dirigidas por láser y lanzadas durante la operación Tormenta del desierto no hicieron blanco en sus objetivos. Reuter informó que en los primeros ataques aéreos sobre Irak se habían utilizado bombas dirigidas por láser, pero que a las pocas semanas se empezaron a usar B-52 que transportaban bombas convencionales-, lo cual significaba bombardeos más indiscriminados.
John Lehman, secretario de Marina en la administración del presidente Reagan, estimó que se había herido a miles de civiles. Un despacho de Reuter desde Irak describió la destrucción de un hotel de 73 habitaciones de un pueblo al sur de Bagdad, y citó las palabras de un testigo egipcio: “Hicieron blanco en el hotel lleno de familias, y luego regresaron para volver a bombardearlo”.
A los periodistas americanos no se les permitió que observaran la guerra desde cerca y sus despachos estuvieron sujetos a la censura. Parecía como si, tras haber visto cómo había afectado a la opinión pública la información de la prensa sobre las bajas de civiles en la guerra de Vietnam, esta vez el gobierno estadounidense no quisiera arriesgarse.
A mediados de febrero, los aviones estadounidenses lanzaron bombas sobre un refugio aéreo en Bagdad a las cuatro de la madrugada, matando a 400 ó 500 personas. Un reportero de la Associated Press -uno de los pocos con autorización para visitar el lugar-, dijo lo siguiente: “La mayoría de los cadáveres que se han encontrado estaban tan quemados y mutilados que era imposible saber su identidad. Era evidente que algunos de los cadáveres eran de niños”. El Pentágono aseguraba que se trataba de objetivos militares, pero el reportero de la Associated Press que estaba en el lugar de los hechos dijo: “No podía verse ninguna evidencia de presencia militar entre los escombros”. Otros reporteros que también inspeccionaron el lugar confirmaron estas declaraciones.
Después de la guerra, quince jefes de agencias informativas de Washington se quejaron en una declaración conjunta de que el Pentágono ejerció un “control virtual total sobre la prensa americana” durante la guerra del Golfo. Pero mientras ésta tenía lugar, los comentaristas más importantes de la televisión se comportaron como agentes al servicio del gobierno de los Estados Unidos. Cuando el gobierno soviético intentó negociar el final de la guerra -sacando a Irak fuera de Kuwait antes de que empezara la guerra en tierra- el corresponsal más importante de la CBS, Leslie Stahl, preguntó a otro periodista “¿No es éste un escenario de pesadilla? ¿No estarán los soviéticos tratando de detenernos?”. La última fase de la guerra, apenas seis semanas después de que hubiera comenzado, fue un asalto por tierra, que al igual que la guerra en el aire, apenas encontró resistencia. Con la victoria segura y el ejército iraquí en plena retirada, los aviones estadounidenses siguieron bombardeando a los soldados que, mientras se retiraban, obstaculizaban las autopistas de salida de la ciudad de Kuwait. Un reportero calificó la escena como “un infierno ardiente… una horrible imagen. Los cadáveres de los que huían yacían en la arena, del este al oeste”.
Después de la guerra quedaron al descubierto, con claridad aterradora, las consecuencias humanas de la guerra. Se reveló que los bombardeos de Irak habían causado hambre, enfermedades y muerte a decenas de miles de niños. Un equipo médico de Harvard informó en mayo que la mortalidad infantil había aumentado dramáticamente y que en los primeros cuatro meses del año (la guerra duró desde el 15 de enero al 28 de febrero) habían muerto 55.000 niños más que en el mismo período del año anterior.
El director del hospital pediátrico de Bagdad contó a un reportero del
New York Times que la primera noche de la campaña de bombardeos se quedaron sin electricidad. “Las madres se llevaron a los niños de las incubadoras, quitándoles los tubos intravenosos de sus brazos. Se sacó a otros niños de las cámaras de oxígeno y fueron llevados al sótano, donde no había calor. Perdí a más de 40 niños prematuros en las primeras 12 horas del bombardeo”. Aunque en el transcurso de la guerra los oficiales estadounidenses y la prensa habían descrito a Saddam Hussein como a otro Hitler, la guerra llegó a su fin sin que se llegara a entrar en Bagdad, dejando así a Hussein en el poder. Parecía que Estados Unidos había querido debilitarle pero no eliminarle, para así mantenerle como contrapeso frente a Irán. En los años anteriores a la guerra del Golfo, Estados Unidos había vendido armas tanto a Irán como a Irak, favoreciendo a veces a uno, a veces a otro, como parte de la tradicional estrategia del “equilibrio de poder”.
Así pues, cuando la guerra terminó, Estados Unidos no apoyó a los disidentes iraquíes que querían derrocar el régimen de Saddam Hussein. El New York Times informó: “El presidente Bush ha decidido que sea el presidente Saddam Hussein quien sofoque las rebeliones de su país sin intervención americana antes de arriesgarse a la fragmentación de Irak”. Esta decisión dejaba impotente a la minoría kurda que se estaba rebelando contra Saddam Hussein. También dejaba sin apoyo a los elementos anti Hussein que había entre la mayoría iraquí.
La guerra provocó una desagradable ola de racismo árabe en los Estados Unidos durante la cual se insultaba, golpeaba o amenazaba de muerte a los árabe-americanos. Los parachoques lucían pegatinas que rezaban “I don’t brake for Irakis” . Un hombre de negocios árabe-americano fue apaleado en Toledo, Ohio.
El partido Demócrata estaba de acuerdo con la administración Bush. Estaba satisfecho con los resultados, y aunque tenía ciertos recelos acerca de las bajas civiles, no constituían una oposición.
El presidente George Bush estaba satisfecho. Al terminar la guerra, hizo unas declaraciones por radio: “El espectro de Vietnam ha sido enterrado para siempre en las arenas del desierto de la península árabe”.
La prensa oficial estaba completamente de acuerdo. Las dos revistas de noticias más importantes, Times y Newsweek, publicaron ediciones especiales aclamando la victoria en la guerra y haciendo hincapié en el hecho de que sólo había habido unas pocas bajas americanas. No se mencionaban las bajas iraquíes. Un editorial del New York Times decía: “La victoria americana en la guerra del Golfo Pérsico… proporcionó una especial justificación al Ejército americano, el cual explotó su potencia de fuego y movilidad con brillantez y aprovechó para borrar los recuerdos de sus penosas dificultades en Vietnam”.
June Jordan, poetisa negra de Berkeley (California), tenía una opinión diferente “Opino que es un golpe similar al del crack… y su efecto no dura mucho”. 
Capítulo 22
LA RESISTENCIA IGNORADA
Cuando, a principios de los 90, un escritor de la revista New Republic hizo en el New York Times la crítica positiva de un libro sobre la influencia de elementos peligrosos y antipatrióticos entre los intelectuales americanos, advirtió a sus lectores de la existencia en los Estados Unidos de “una cultura de oposición permanente”.
Era una observación precisa. A pesar del consenso político de los demócratas y de los republicanos en Washington respecto a los límites de la reforma americana -reafirmando el capitalismo, manteniendo la fuerza militar nacional y dejando las riquezas y el poder en manos de unos pocos- había millones de americanos, probablemente decenas de millones, que se negaban, bien de forma activa o silenciosa, a seguirles el juego. Los medios de comunicación generalmente no informaban de sus actividades. Y ellos constituían esa “cultura de oposición permanente”.
Durante los años de Carter había comenzado a tomar cuerpo un pequeño pero activo movimiento contra la existencia del armamento nuclear. Sus pioneros fueron un diminuto grupo de pacifistas cristianos que habían sido activistas contra de la guerra de Vietnam (entre ellos un antiguo cura, Philip Berrigan y su mujer, Elizabeth McAlister, una antigua monja). Los miembros de este grupo fueron arrestados una y otra vez por tomar parte en llamativos actos de protesta no violenta contra la guerra nuclear ante el Pentágono y la Casa Blanca, entraban ilegalmente en zonas prohibidas, y derramaban su propia sangre sobre símbolos de la maquinaria de guerra.
En 1980, pequeñas delegaciones de activistas pacifistas de todo el país se manifestaron repetidas veces ante el Pentágono. Más de mil personas fueron arrestadas por actos no violentos de desobediencia civil.
En la siguiente década se desarrolló un movimiento contra las armas nucleares compuesto por un grupo de hombres y mujeres que estaban dispuestos a ir a la cárcel para provocar una reflexión en los millones de americanos que estaban asustados ante la posibilidad del holocausto nuclear e indignados ante los miles de millones de dólares que se gastaban en armamento mientras había gente que vivía sin ver atendidas sus necesidades vitales.
Incluso los muy ortodoxos miembros de un jurado de Pennsylvania que condenaron a un grupo de manifestantes (llamados The Plowshares Eight por sugerir, tal y como decía la Biblia, que las espadas deberían ser convertidas en rejas de arado), mostraron una gran comprensión por sus acciones. Un miembro del jurado, Mary Ann Ingram, dijo “En realidad nosotros no queríamos condenarles por nada de lo que habían hecho. Esas personas no eran criminales. Eran personas que estaban intentando hacer algo bueno por el país. Pero el juez dijo que la energía nuclear no era el tema en cuestión”. El enorme presupuesto militar de Reagan provocó un movimiento nacional en contra de las armas nucleares. En las elecciones de 1980 -las que le llevaron a la presidencia- se llevaron a cabo referéndums en tres distritos del oeste de Massachusetts que permitieron decir a los votantes si creían en una suspensión bilateral soviético-americana de las pruebas, de la producción y del despliegue de todas las armas nucleares, y si querían que el Congreso dedicara esos fondos a usos civiles. En la campaña trabajaron durante meses dos grupos pacifistas, así que, finalmente, los tres distritos aprobaron la resolución (94.000 contra 65.000). Ganaron incluso entre aquellos que habían votado por la presidencia de Reagan. Otros referéndums similares -en San Francisco, Berkeley, Oakland, Madison y Detron (1978-81)- dieron la mayoría de los votos a la posición anti-armamentista.
En la vanguardia del nuevo movimiento antinuclear estaban las mujeres. Randall Forsberg -una joven especialista en armas nucleares- organizó el Consejo para la Congelación de Armas Nucleares, cuyo sencillo programa de congelación bilateral soviético-americano de producción de nuevas armas nucleares comenzó a hacerse muy popular en todo el país. Poco después de la elección de Reagan, dos mil mujeres se reunieron en Washington, se dirigieron en manifestación hacia el Pentágono y formaron un gran anillo a su alrededor, unidas por los brazos o sujetando bufandas de vivos colores. Ciento cuarenta mujeres fueron arrestadas por bloquear la entrada del Pentágono.
Un pequeño grupo de médicos comenzó a organizar reuniones por todo el país para enseñar a los ciudadanos las consecuencias médicas de la guerra nuclear. Eran el núcleo de la organización
Médicos por la Responsabilidad Social, y la doctora Helen Caldicott presidenta del grupo- se convirtió en la líder nacional más influyente y elocuente del movimiento.
En un mítin nacional de obispos católicos celebrado a principios del mandato de Reagan, la mayoría se opuso al uso de las armas nucleares. En noviembre de 1981, hubo mítines en 151 universidades de todo el país sobre la cuestión de la guerra nuclear. Y en unas elecciones locales celebradas en Boston ese mismo mes, los 22 distritos de Boston -incluyendo los distritos obreros blanco y negro- aprobaron por mayoría una resolución que pedía un incremento del gasto federal en programas sociales “y la reducción de la cantidad de dólares que pagamos en impuestos por armas nucleares y programas de intervención extranjera”.
El 12 de junio de 1982 tuvo lugar en Central Park de Nueva York la manifestación política más grande de la historia del país. Casi un millón de personas se reunieron para expresar su voluntad de poner fin a la carrera armamentística.
Científicos que habían trabajado en la bomba atómica unieron sus voces al movimiento, que crecía día a día. George Kistiakowsky, profesor de química de la Universidad de Harvard que había trabajado en la primera bomba atómica y que más tarde fue consejero científico del presidente Eisenhower, se convirtió en el portavoz del movimiento por el desarme. Sus últimas declaraciones públicas, antes de que muriera de cáncer a la edad de 82 años, se publicaron en un editorial de la revista Bulletin of Atomic Scientists en diciembre de 1982: “Os lo digo como mis últimas palabras de despedida. Olvidad los canales. Sencillamente no hay tiempo suficiente antes de que el mundo explote. En vez de eso, concentraos en organizar -con otros que piensen igual que vosotrosun movimiento de masas a favor de la paz como jamás lo haya habido”.
En la primavera de 1983, 368 ciudades y ayuntamientos de todo el país apoyaron la congelación nuclear, con 444 mítines celebrados en ayuntamientos y 17 en los parlamentos estatales. También se celebró uno en la Cámara de Representantes. Una encuesta Harris de este período reveló que el 79% de la población quería que se llegara a un acuerdo para la congelación nuclear con la Unión Soviética. Incluso entre los cristianos evangélicos -un grupo de 40 millones de personas que se suponía conservador y favorable a Reagan-, mostró una encuesta popular que el 60% estaban a favor de la congelación nuclear.
Un año después de la gran manifestación en Central Park ya se habían creado más de tres mil grupos pacifistas en todo el país. El sentimiento antinuclear se reflejaba en la cultura libros, artículos de revista, obras de teatro, películas, etc. El apasionado libro de Jonathan Schell en contra de la carrera armamentista, The Fate of the Earth, se convirtió en un best-seller nacional. La administración Reagan prohibió la entrada al país de un documental canadiense sobre la carrera armamentista, pero un tribunal federal ordenó su admisión.
En menos de tres años, había tenido lugar un asombroso cambio en la opinión pública. Cuando Reagan fue elegido, el sentimiento nacionalista conseguido gracias a la reciente crisis de los rehenes en Irán y a la invasión rusa de Afganistán era fuerte, el Centro de Investigación de la Opinión Nacional de la Universidad de Chicago descubrió que sólo el 12% de los encuestados pensaba que se estaba gastando demasiado en armas. Pero en otra encuesta realizada en la primavera de 1982, esa cifra había aumentado a un 32%. Y en la primavera de 1983, una encuesta del New York Times y CBS News descubrió que esa cifra había aumentado de nuevo al 48%.
Los sentimientos antimilitaristas se expresaban también en la resistencia que había al reclutamiento. Cuando el presidente Jimmy Carter, en respuesta a la invasión soviética de Afganistán, hizo un llamamiento para el reclutamiento voluntario en el ejército, más de 800.000 hombres (el 10%) no se presentaron. Una madre escribió al New York Times:
Al director:
Hace 36 años estuve ante el crematorio. La fuerza más horripilante del mundo estaba dispuesta a eliminarme del ciclo de la vida, a no dejarme saber lo que es el placer de dar vida. Con grandes armas y un gran odio, esta fuerza se creía igual a la fuerza de la vida.
Sobreviví a las grandes almas y con cada sonrisa de mi hijo se hacen más pequeñas. No está en mis manos, señor, ofrecer la sangre de mi hijo como lubricante para la siguiente generación de armas. Yo me aparto a mí misma y a los míos del ciclo de la muerte.
Isabella Leitner.
William Beecher, un antiguo periodista del Pentágono, escribió en noviembre de 1981 que Reagan estaba “visiblemente preocupado, incluso alarmado, por las crecientes voces de descontento y sospecha que se alzaban para oponerse a la nueva estrategia nuclear estadounidense, tanto en las calles de Europa como -más recientemente- en las universidades americanas”.
Con la esperanza de intimidar esta oposición, la administración Reagan empezó a procesar a aquellos que se resistían al reclutamiento. Uno de los que se enfrentaba a la cárcel era Benjamin Sasway. Decía que la intervención militar estadounidense en El Salvador era una buena razón para resistirse al reclutamiento.
La política de Reagan de enviar ayuda militar a la dictadura de El Salvador no fue aceptada en silencio por la nación. Nada más asumir la presidencia, apareció en el Boston Globe la siguiente noticia: “Fue una escena que hacía recordar los años sesenta: un mítin de estudiantes gritando lemas en contra de la guerra en Harvard Yard, una manifestación portando velas por las calles de Cambridge. 2.000 personas, la mayoría estudiantes, se reunieron para protestar por la implicación de los Estados Unidos en El Salvador…”
Durante la ceremonia de entrega de diplomas en la Universidad de Syracuse, y cuando le fue concedido un doctorado honoris causa al secretario de Estado de Reagan, Alexander Haig, por sus “servicios públicos”, doscientos estudiantes y profesores le volvieron la espalda durante la presentación. La prensa informó que “casi todas las pausas del discurso de 15 minutos del señor Haig eran interrumpidas por cantos de ¡Necesidades humanas sí, avaricia militar no!”, ¡Fuera de El Salvador!” y “¡Las armas de Washington matan a monjas americanas!”.
El último lema era una referencia a la ejecución en el otoño de 1980 de cuatro monjas americanas a manos de soldados de El Salvador. Miles de personas en El Salvador estaban siendo asesinadas cada año por “escuadrones de la muerte” financiados por un gobierno al que los Estados Unidos enviaba armas, y el pueblo americano estaba comenzando a fijarse en ello. Pero a la opinión pública, simplemente, se la ignoraba. Una encuesta del New York Times/CBS News en la primavera de 1982 informó de que sólo el 16% de los encuestados estaba a favor del programa de Reagan de enviar ayuda militar y económica a El Salvador.
La prensa americana había hablado mucho -a principios de los ochenta- de la cautela política que caracterizaba a la nueva generación de estudiantes universitarios, preocupados principalmente por sus propias carreras. Pero cuando en la ceremonia de entrega de diplomas de Harvard, en junio de 1983, el escritor mejicano Carlos Fuentes criticó la intervención americana en Latinoamérica y dijo que “debido al hecho de que somos verdaderos amigos, no permitiremos que os comportéis en los asuntos latinoamericanos como se comporta la Unión Soviética en los asuntos de Europa central y Asia central”, fue interrumpido veinte veces por los aplausos, y recibió una gran ovación cuando terminó su discurso.
Entre mis propios estudiantes de la Universidad de Boston no encontré el penetrante egoísmo y la despreocupación hacia los demás de los que tanto hablaban los medios de comunicación hasta la saciedad- en los años ochenta. Un estudiante escribió en el periódico de su clase “Trabajo en Roxbury [un barrio de negros]. Sé que el gobierno no funciona. No funciona para la gente de Roxbury ni para la gente de ningún otro sitio. Funciona para los que tienen dinero”.
Más allá de las universidades, en el campo, había una oposición a la política del gobierno que no se conocía mucho. Más de mil personas de Tucson, Arizona, participaron en una procesión y fueron a misa en conmemoración del aniversario de la muerte de Oscar Romero, arzobispo salvadoreño que había denunciado los escuadrones de la muerte en El Salvador.
Más de 60.000 americanos firmaron The Pledge of Resistance , prometiendo tomar cualquier clase de medidas, incluyendo la desobediencia civil, si Reagan intentaba invadir Nicaragua. Cuando el presidente comenzó el bloqueo del diminuto país para intentar obligar a que su gobierno dejara el poder, hubo manifestaciones por todo el país. Sólo en Boston, 550 personas fueron arrestadas por protestar contra el bloqueo.
Durante la presidencia de Reagan hubo cientos de movimientos en contra de su política en Sudáfrica. Estaba claro que Reagan no quería ver desplazada a la minoría dirigente blanca de Sudáfrica por el radical Congreso Nacional Africano, que representaba a la mayoría negra. Pero la opinión pública era lo suficientemente fuerte como para obligar al Congreso a legislar sanciones económicas contra el gobierno sudafricano en 1986, anulando así el veto de Reagan.
Los recortes de Reagan en servicios sociales se dejaron sentir a nivel local y, como consecuencia, hubo algunas reacciones airadas. En la primavera de 1981, los residentes de Boston oriental se echaron a la calle; durante 55 noches bloquearon las principales calles y el Sumner Tunnel en las horas punta en protesta por los recortes de fondos destinados a los bomberos, la policía y los profesores. El superintendente de policía, John Doyle, dijo “Estas personas quizás están empezando a aprender de las protestas de los años sesenta y setenta”. El Boston Globe dio la siguiente noticia “Los manifestantes de Boston oriental eran en su mayoría personas de edad mediana, de clase media o trabajadores que decían que nunca habían protestado por nada en su vida”.
La administración Reagan dejó de destinar fondos federales a las artes, sugiriendo que las artes dramáticas obtuvieran ayudas de donantes privados. En Nueva York, dos teatros históricos de Broadway fueron derrumbados para dejar sitio a un hotel de lujo de 50 pisos, después de que doscientas personas relacionadas con el teatro se manifestaran, hicieran piquetes, leyeran obras de teatro y cantaran canciones, negándose a dispersarse cuando la policía se lo ordenó. Algunas de las personalidades más conocidas del mundo del teatro fueron arrestadas, incluyendo al productor Joseph Papp, las actrices Tammy Grimes, Estelle Parsons y Celeste Holm y los actores Richard Gere y Michael Moriarty.
Los recortes presupuestarios desencadenaron huelgas en todo el país en las que participaban personas que no solían ir a la huelga. En otoño de 1982, la Prensa Internacional Unida dio la siguiente noticia:
Enojados por los despidos, las reducciones de salarios y la incertidumbre en la seguridad laboral, más maestros de todo el país han decidido sumarse a la huelga. La semana pasada, las huelgas de profesores en siete estados -desde Rhode Island hasta Washington- han dejado sin escuela a más de 300.000 estudiantes.
Examinando una serie de noticias en la primera semana de enero de 1983, David Nyhan, del Boston Globe escribió: “Algo se está tramando en el país que no presagia nada bueno para los políticos de Washington que lo están ignorando. La gente ha pasado de estar asustada a estar enfadada y están exteriorizando sus frustraciones de tal forma que pondrán a prueba la estructura del orden civil” Nyhan dio algunos ejemplos:
A principios de 1983, en Little Washington, Pennsylvania, cuando fue encarcelado un profesor de informática de 50 años que estaba a la cabeza de una huelga de profesores, 2.000 personas se manifestaron delante de la cárcel para demostrar su apoyo, y la publicación Post-Gazette de Pittsburgh la denominó “la mayor multitud de personas que se había visto en el condado de Washington desde la ‘Rebelión del Whiskey’ de 1794″.
Cuando los propietarios de casas que estaban sin trabajo o en la bancarrota en la zona de Pittsburgh no pudieron hacer frente al pago de sus hipotecas y se programaron las ventas de ejecución de las hipotecas, 60 piquetes bloquearon el Palacio de justicia para protestar por la subasta; el sheriff de Allegheny, Eugene Coon, detuvo los procesos.
La ejecución de la hipoteca de una granja de trigo de 320 acres en Springfield, Colorado, fue interrumpida por 200 granjeros enojados que fueron dispersados por gases lacrimógenos y porras.
En abril de 1983, cuando Reagan llegó a Pittsburgh para pronunciar un discurso, 3.000 personas -entre ellos, muchos trabajadores de las fundiciones de acero que se habían quedado sin trabajo- se concentraron bajo la lluvia delante de su hotel en señal de protesta. Los desempleados se manifestaron en Detroit, Flint, Chicago, Cleveland, Los Angeles, Washington y en más de 20 ciudades en total.
Por esa época, los ciudadanos negros de Miami se sublevaron en protesta por la brutalidad de la policía, también estaban reaccionando en contra de las privaciones que sufrían en general. El índice de desempleo entre jóvenes afroamericanos había sobrepasado el 50%, y la única respuesta de la administración Reagan a la pobreza era la construcción de más cárceles.
Era evidente que la política de Reagan aunó dos problemas: el del desarme y el del bienestar social. Se trataba de armas frente a niños, y esto lo expresó de forma dramática la directora de Children’s Defense Fund (Fundación en Defensa de los Niños), Marian Wright Edelman, en un discurso pronunciado en la ceremonia de entrega de diplomas de la Milton Academy de Massachusetts en el verano de 1983:
Os estáis graduando en una nación y un mundo que se tambalea al borde de la bancarrota moral y económica. Desde 1980, nuestro presidente y el Congreso han convertido las rejas de nuestros arados nacionales en espadas y han traído buenas noticias a los ricos a expensas de los pobres. Las principales víctimas son los niños.
La prensa trataba las repetidas elecciones de los candidatos republicanos, Reagan en 1980 y 1984 y George Bush en 1988, con términos como “triunfo electoral aplastante” y “victoria abrumadora”. Pero ignoraban el hecho de que casi la mitad de la población, aún teniendo el derecho a votar, no ejercía ese derecho. Sólo el 54% de las personas en edad de votar iba a las urnas, de manera que, del total de personas con derecho al voto, votó por Reagan el 27%.
En su segundo mandato, cuando se presentaba como candidato contra el antiguo vicepresidente, Walter Mondale, Reagan obtuvo el 59% del voto popular. Pero sólo votó la mitad del censo, con lo que sólo obtuvo el apoyo del 29% del electorado.
En las elecciones de 1988, la victoria con el 54% de los votos del vicepresidente George Bush -que se presentaba como candidato contra el demócrata Michael Dukakis- sumó el 27% del electorado. Cuando la gente hablaba sobre sus problemas -en las encuestas de opinión pública- se refería a ideas a las que ni el partido Republicano ni el Demócrata prestaban atención. En los años ochenta y principios de los noventa, por ejemplo, los dos partidos mantuvieron unos límites muy estrictos en los programas sociales para los pobres. Argumentaban que dichos programas requerirían más impuestos que “el pueblo” no estaba dispuesto a pagar. Es verdad que, en general, los americanos querían pagar un mínimo de impuestos. Pero cuando se les preguntaba si estaban dispuestos a pagar impuestos más altos para necesidades específicas como la salud y la educación, respondían que sí. Por ejemplo, una encuesta de 1990 en la zona de Boston mostró que el 54% de los votantes estaban dispuestos a pagar más impuestos si éstos se destinaban a limpiar el medio ambiente.
Cuando se presentaba el tema de los impuestos en términos de clase -y no como una propuesta general- la gente tenía las ideas muy claras. Una encuesta del Wall Street Journal/NBC News de diciembre de 1990 mostró que el 84% de los encuestados estaba a favor de que se sobretasara a los millonarios. A pesar de que el 51% de los encuestados estaban a favor de que se aumentara el impuesto sobre las ganancias de capital, ninguno de los dos partidos lo respaldó.
Una encuesta popular de la Escuela de la Salud Pública de Harvard efectuada en 1989 mostró que la mayoría de los americanos (el 61%) estaba a favor de un sistema sanitario como el que había en Canadá, en el que el gobierno era el único que pagaba a los médicos y hospitales -evitando así las compañías de seguros-, ofreciendo una protección médica universal para todos. Ni el partido Demócrata ni el Republicano adoptaron este sistema en su programa, aunque ambos insistían en que querían “reformar” el sistema sanitario.
Un informe realizado por la Corporación Gordon Black para el Club de Prensa Nacional en 1992 descubrió que el 59% de los votantes quería un recorte de un 50% en los gastos de defensa en un plazo de cinco años. Ninguno de los dos partidos más importantes estaba dispuesto a llevar a cabo recortes importantes en el presupuesto militar.
La opinión de la gente sobre las ayudas del gobierno a los pobres parecía depender de la forma en que se les hiciera la pregunta. Los dos partidos y los medios de comunicación hablaban constantemente del hecho de que el sistema de “asistencia social” no funcionaba, y la palabra “asistencia social” se convirtió en una señal de oposición. Cuando se preguntó (en una encuesta del New York Times/CBS News en 1992) si debería asignarse más dinero a la asistencia social, sólo un 23% respondió afirmativamente. Pero cuando se preguntó a las mismas personas si el gobierno debería ayudar a los pobres, el 64% dijo que sí.
Este era un tema que se planteaba una y otra vez. Cuando en 1987 -en plena presidencia de Reagan- se preguntó a la gente si el gobierno debería garantizar la comida y la vivienda a la gente necesitada, el 62% respondió en sentido positivo.
Estaba claro que había algo que no marchaba bien en un sistema político que se suponía democrático si la voluntad de los votantes era repetidamente ignorada. Y podía ser ignorada impunemente mientras el sistema político estuviera dominado por dos partidos, ambos vinculados a la riqueza de las corporaciones e incapaces de hacer frente a una enfermedad económica fundamental cuyas raíces eran más profundas que cualquier presidencia.
Esa enfermedad provenía de un hecho del que casi nunca se hablaba: que Estados Unidos era una sociedad basada en las clases sociales en la que el 1% de la población poseía el 33% de la riqueza y una sociedad que poseía una subclase de 30 ó 40 millones de personas que vivían en la pobreza. Los programas sociales de los años sesenta Medicare y Medicaid, los cupones de comida, etc no hacían más que mantener la mala distribución de los recursos americanos.
Aunque los demócratas daban más ayudas a los pobres que los republicanos, no tenían capacidad (ni tan siquiera voluntad) para cambiar un sistema económico en el que los beneficios de las corporaciones se anteponían a las necesidades humanas. No había ningún movimiento nacional importante que estuviera a favor de cambios radicales, no había ningún partido socialdemócrata (o democrático socialista) como los que existían en los países de Europa del este, Canadá y Nueva Zelanda. Pero había miles de señales de alineación, voces de protesta, acciones locales en todo el país que pedían que se prestara atención a las quejas más sentidas y que exigían remedios contra las injusticias.
Por ejemplo, la Citizen’s Clearinghouse for Hazardous Wastes (Agencia de Ciudadanos Distribuidora de Residuos Peligrosos) de Washington D.C. -creada a principios de la administración Reagan por el ama de casa y activista Lois Gibbs- informó que la Agencia estaba ayudando a 8.000 grupos locales de todo el país.
En Seabrook, Nueva Hampshire, llevaban años protestando por una central nuclear que los residentes consideraban un peligro para ellos y para sus familias. Entre 1977 y 1989, más de 3.500 personas fueron arrestadas en estas protestas. Finalmente la planta tuvo que ser cerrada debido a los problemas financieros y a la oposición que suscitaba.
El miedo a los accidentes nucleares se intensificó a raíz de los desastrosos incidentes en Three Mile Island en Pennsylvania en 1979 y especialmente por la espantosa desgracia de Chernobyl, en la Unión Soviética, en 1986. Todo esto tuvo un efecto en la industria nuclear que no hacía mucho había gozado de un gran auge. En 1994, las autoridades de Tennessee Valley pararon la construcción de tres plantas nucleares. El New York Times vio en este hecho “el aviso de muerte simbólica para la presente generación de reactores en los Estados Unidos”.
En Minneapolis, Minnesota, miles de personas se manifestaban año tras año en contra de los contratos militares de la Honeywell Corporation, y entre 1982 y 1988 fueron arrestadas más de 1.800 personas.
Además, cuando las personas implicadas en tales actos de desobediencia civil aparecían ante el tribunal, se encontraban a menudo con el apoyo comprensivo de los miembros del jurado, obteniendo así la absolución de los ciudadanos ordinarios que parecían entender que, a pesar de haber quebrantado la ley -desde el punto de vista técnico- lo habían hecho por una buena causa. En 1984, un grupo de ciudadanos de Vermont (los Cuarenta y cuatro de Winooski) se negó a desalojar el vestíbulo de la oficina de un senador de los Estados Unidos en protesta por los votos que el senador había dado en favor del envío de armas a la contra de Nicaragua. Fueron arrestados, pero en el juicio el juez les trató con compresión y el jurado los absolvió.
En otro juicio inmediatamente posterior, varias personas (incluyendo a los activistas Abbie Hoffman y Amy Carter, hija del antiguo presidente Jimmy Carter) fueron acusadas de bloquear a los agentes reclutadores de la CIA en la Universidad de Massachusetts. Llamaron al estrado de los testigos a ex-agentes de la CIA, quienes contaron al jurado que la CIA se había implicado en actividades ilegales y asesinas por todo el mundo. Los acusados fueron absueltos por el jurado. El fiscal del condado, que llevaba el juicio, concluyó que “La América media no quiere que la CIA haga lo que esta haciendo”.
En el sur, aunque no había ningún gran movimiento comparable con los movimientos de derechos civiles de los sesenta, había cientos de grupos locales que organizaban a los pobres, fuesen blancos o negros. En Carolina del Norte, Linda Stout -hija de un obrero que había muerto por culpa de la contaminación industrial- coordinó una red multirracial de 500 obreros textiles, agricultores y criadas -la mayoría de ellas mujeres de color con ingresos bajos- en el Proyecto de Paz de Piedmont.
En los años sesenta, los trabajadores agrícolas chicanos -mejicanos que habían ido a trabajar y a vivir a California y a los estados del sudoeste- se rebelaron en contra de unas condiciones de trabajo feudales. Se declararon en huelga y, dirigidos por César Chavez, organizaron un boicot nacional a las uvas. Al poco tiempo, los trabajadores agrícolas de todo el país empezaron a organizarse. En los años setenta y ochenta continuaron las luchas en contra de la pobreza y la discriminación. Los años de Reagan afectaron seriamente a los trabajadores agrícolas chicanos, así como a los pobres de todo el país.
En 1984, el 42% de los niños latinos -y una cuarta parte de las familiasvivían por debajo del umbral de la pobreza
Los mineros del cobre de Arizona, en su mayoría mejicanos, se declararon en huelga en 1983 para protestar contra la compañía Phelps-Dodge después de que ésta llevara a cabo recortes en los salarios, en los incentivos y en las medidas de seguridad. Fueron atacados por la Guardia Nacional y la policía montada del estado con gases lacrimógenos y helicópteros. Pero resistieron durante tres años hasta que finalmente fueron derrotados por una combinación de poder gubernamental y poder corporativo.
También hubo victorias. En 1985, 1.700 trabajadores de fábricas de conservas, la mayoría mujeres mejicanas, se declararon en huelga en Watsonville, California, y obtuvieron un contrato sindical con beneficios médicos. En 1990 los trabajadores que habían sido despedidos de la compañía Levi Strauss en San Antonio, debido a que la compañía se trasladaba a Costa Rica, hicieron un llamamiento al boicot, organizaron una huelga de hambre y obtuvieron concesiones. En Los Angeles, los porteros latinos se declararon en huelga en 1990 y, a pesar de los ataques policiales, obtuvieron el reconocimiento de su sindicato, un aumento de sueldo y subsidios por enfermedad.
En Nuevo México, los latinos luchaban por sus derechos sobre la tierra y el agua, en contra de los promotores de agencias inmobiliarias que intentaban expulsarles de la tierra donde habían vivido durante décadas. En 1988 hubo una confrontación, y la gente organizó una ocupación armada, construyó defensas contra los ataques, y se ganó el apoyo de otras comunidades del sudeste, finalmente un tribunal falló en su favor.
Los anormales índices de cáncer entre los trabajadores agrícolas de California alarmaron a la comunidad chicana. César Chavez, miembro del sindicato United Farm Workers (Trabajadores Agrícolas Unidos) se declaró en huelga de hambre durante 35 días en 1988 para llamar la atención sobre estas condiciones. Pronto se fundaron sindicatos de Trabajadores Agrícolas Unidos en Texas, Arizona y otros estados.
La población latina del país iba creciendo, y pronto alcanzó el mismo nivel que los afroamericanos, el 12% de la población americana. Esto dio lugar a un efecto marcado en la cultura del país. Una gran parte de la música, el arte y el teatro era más satírica y políticamente consciente que la corriente cultural hegemónica. En 1984 unos artistas y escritores de San Diego y Tijuana formaron el estudio Border Arts , cuyo trabajo se ocupaba con intensidad del racismo y la injusticia. En California del Norte, el Teatro Campesino y el Teatro de la Esperanza actuaban para los trabajadores de todo el país, convirtiendo las escuelas, las iglesias y los campos en teatros. Los latinos eran especialmente conscientes del papel imperial que Estados Unidos había jugado en México y en el Caribe, y muchos de ellos se convirtieron en críticos militantes de la política de los Estados Unidos en Nicaragua, El Salvador y Cuba. En 1970 había tenido lugar en Los Ángeles una gran manifestación de protesta contra la guerra de Vietnam, la cual se cobró las vidas de tres chicanos cuando la policía atacó a los manifestantes.
Cuando la administración Bush se estaba preparando para la guerra en contra de Irak, en el verano de 1990, miles de personas de Los Angeles se manifestaron por la misma ruta que habían tomado 20 años atrás cuando protestaban contra la guerra de Vietnam. Como Elizabeth Martínez escribió en 500 Years of Chicano History to Pictures:
Antes y durante la guerra del presidente Bush en el Golfo Pérsico, muchas personas, incluyendo a los de la organización Raza , tenían dudas acerca de la guerra o se oponían a ella. Habíamos aprendido algunas lecciones de las guerras declaradas en nombre de la democracia y que resultaron beneficiar sólo a los ricos y poderosos. Raza se movilizó para protestar en contra de esta guerra de asesinatos en masa, incluso más rápido que cuando la guerra de los Estados Unidos en Vietnam, aunque no pudimos detenerla.
Una nueva generación de abogados educados en los años sesenta constituyeron una pequeña pero sensibilizada minoría dentro de la abogacía. En los tribunales, defendían a los pobres y desamparados o entablaban pleitos contra poderosas corporaciones. Una firma de abogados dedicaba su talento y energía a defender a los whistleblowers , esos hombres y mujeres que eran despedidos por denunciar la corrupción corporativa que perjudicaba a la gente.
El movimiento feminista, que había logrado aumentar el nivel de conciencia de toda la nación acerca de la cuestión de la igualdad sexual, se enfrentó en los ochenta a un fuerte retroceso. La defensa que hizo el Tribunal Supremo de los derechos a abortar en su decisión de 1973 en el caso Roe v. Wade generó un movimiento “pro-vida” que contaba con muchos partidarios en Washington. El Congreso aprobó -y más tarde el Tribunal Supremo ratificó- una ley que eliminaba los beneficios médicos federales para ayudar a las mujeres pobres a costearse los abortos. Pero la Organización Nacional de Mujeres y otros grupos resistieron; en 1989, una manifestación en Washington en favor de lo que llegó a ser conocido como el derecho a elegir, reunió a más de 300.000 personas. El conflicto se volvió extremadamente intenso cuando, en 1994 y 1995 fueron atacadas varias clínicas abortistas y asesinados varios seguidores.
En los setenta -cuando se produjeron cambios radicales en las ideas sobre la sexualidad y la libertad- los derechos de los homosexuales y de las lesbianas americanas se habían convertido en asuntos de primer orden. Fue entonces cuando el movimiento de homosexuales se hizo visible para la nación, a través de desfiles, manifestaciones y campañas en favor de la eliminación de los estatutos estatales que discriminaban a los homosexuales. Una de las consecuencias fue la aparición de una creciente literatura sobre la historia oculta de la vida homosexual en los Estados Unidos y Europa.
En 1994 tuvo lugar en Manhattan una manifestación conocida como Stonewall 25, en conmemoración de un hecho que los homosexuales consideraban un hito: hacía 25 años, unos homosexuales se habían defendido con decisión durante una redada policial en el bar Stonewall de Greenwich Village. A principios de los noventa, los grupos de homosexuales y lesbianas luchaban de forma más abierta, más dispuesta en contra de la discriminación. Intentaron que se prestara más atención al azote del SIDA, que, según ellos, recibía solamente una atención marginal por parte del gobierno nacional.
El movimiento obrerista de los años ochenta y noventa se debilitó considerablemente por el declive industrial, por el traslado de empresas a otros países y por la hostilidad de la administración Reagan y las personas nombradas en el Consejo Nacional de Relaciones Laborales. Sin embargo el movimiento obrerista no dejó de organizarse, especialmente entre los oficinistas blancos y la gente de color con ingresos bajos. La AFL-CIO movilizó a cientos de nuevos organizadores para trabajar entre los latinos, los afroamericanos y los asiáticoamericanos.
Los trabajadores que formaban la base de los antiguos y estancados sindicatos empezaron a rebelarse. En 1991, la dirección abiertamente corrupta del poderoso Teamsters Union (Sindicato de Camioneros) fue apartada de la dirección en una votación, con el objetivo de reformarlo. La nueva dirección se convirtió en seguida en una fuerza a tener en cuenta en Washington, poniéndose a la cabeza de la lucha por crear coaliciones políticas independientes al margen de los dos partidos más importantes. Pero el movimiento obrero -en conjunto- había disminuido, y estaba luchando por sobrevivir.
El espíritu de resistencia contrario al poder abrumador de la riqueza corporativa y la autoridad gubernamental todavía coleaba a principios de los noventa, gracias muchas veces a los actos de valor y desafío que se llevaban a cabo a pequeña escala. En la costa oeste, un joven activista llamado Keith McHenry y cientos de seguidores fueron arrestados una y otra vez por distribuir comida gratis a los pobres sin tener licencia. Eran parte de un programa llamado Food Not Bombs . Aparecieron más grupos de esta organización en comunidades de todo el país.
En 1992, un grupo de Nueva York interesado en revisar las ideas tradicionales sobre la historia americana recibió el apoyo del ayuntamiento de la ciudad de Nueva York para colocar 30 placas de metal en lo alto de otras tantas farolas de la ciudad. Una de ellas, colocada frente a las oficinas centrales de la corporación Morgan, identificaba al famoso banquero J.P. Morgan como draft dodger de la Guerra Civil. De hecho, Morgan había evitado el servicio militar y se había beneficiado haciendo negocios con el gobierno durante la guerra. Otra placa, colocada cerca de la bolsa de valores, mostraba el dibujo de un suicidio con el lema “Las ventajas de un mercado libre sin regular”.
La desilusión general con el gobierno durante los años de Vietnam y los escándalos de Watergate, y el descubrimiento de las acciones antidemocráticas llevadas a cabo por el FBI y la CIA, provocaron dimisiones en el gobierno y abiertas críticas por parte de los antiguos empleados.
Varios antiguos oficiales de la CIA abandonaron la agencia y escribieron libros criticando sus actividades. John Stockwell, que había encabezado la operación de la CIA en Angola, dimitió y escribió un libro en el que revelaba las actividades de la CIA. Dio conferencias por todo el país hablando de sus experiencias. David Michael, un historiador y antiguo especialista en temas relacionados con la CIA, testificó en juicios a favor de personas que habían protestado por la política del gobierno en América Central.
El agente del FBI, Jack Ryan, un veterano que había trabajado para la agencia durante 21 años, fue despedido cuando se negó a investigar a los grupos pacifistas. Se le denegó la pensión y durante algunos años tuvo que vivir en un refugio para la gente sin hogar. La guerra de Vietnam, que había terminado en 1975, volvía de vez en cuando a la atención pública en los años ochenta y noventa a través de personas que habían cambiado drásticamente su forma de pensar. Charles Hutto, un soldado estadounidense que había participado en la atrocidad conocida como la masacre de My Lai -en la que una compañía de soldados americanos asesinó a tiros a cientos de mujeres y niños de una diminuta aldea vietnamita- contó a un reportero:
Tenía 19 años y siempre me habían dicho que tenía que hacer lo que dijeran los mayores. Pero ahora diré a mis hijos que si el gobierno les llama, que vayan, que sirvan a su país, pero que hagan uso de su propio juicio a veces… que se olviden de la autoridad, que actúen según su propia conciencia. Desearía que alguien me hubiera dicho eso antes de haber ido a Vietnam. No lo sabía. Ahora creo que no debería existir una cosa llamada “guerra” porque echa a perder la mente de las personas.
Era este legado de la guerra de Vietnam -el sentimiento de la mayoría de los americanos de que fue una terrible tragedia, una guerra que nunca se debió luchar- el que atormentaba a las administraciones de Reagan y Bush, las cuales esperaban extender el poder americano por todo el mundo.
En 1985, con George Bush en la vicepresidencia, el antiguo secretario de Defensa, James Schlesinger, había advertido al Comité de Relaciones Exteriores del Senado “Vietnam nos trajo un mar de cambios en las actitudes nacionales, un fracaso en el consenso político en el área de la política exterior”.
Cuando Bush fue elegido presidente, estaba dispuesto a superar lo que llegó a ser conocido como el síndrome Vietnam: la resistencia del pueblo americano a una guerra deseada por el Estado. En consecuencia, Bush lanzó la guerra aérea contra Irak a mediados de enero de 1991 con una abrumadora fuerza para poder ganar la guerra rápidamente, antes de que hubiera tiempo para que se desarrollara un movimiento pacifista nacional.
En los meses de preparación previos a la guerra había indicios de la eclosión de un posible movimiento. En día de Halloween, 600 estudiantes se manifestaron por todo el centro de Missoula, Montana, dando gritos de “¡No al infierno, no iremos!” . En
Shreveport, Luisiana, a pesar de los titulares de primera página del Shreveport Journal -”Los sondeos favorecen la acción militar”- la verdad era que el 42% de los encuestados pensaba que los Estados Unidos debían “iniciar el ataque” y el 41% decía “esperemos a ver qué pasa”.
El 11 de noviembre de 1990, al desfile de veteranos de Boston se unió otro grupo llamado Veteranos por la Paz en cuyas pancartas se leía “Otro Vietnam no. Traedles a casa ya”. y “El petróleo y la sangre no se mezclan, hagamos la paz”. El Boston Globe informó que “los manifestantes fueron recibidos con aplausos respetuosos y en algunos lugares los espectadores demostraron su gran apoyo a esta causa”.
El que probablemente fuera el veterano más famoso de Vietnam, Ron Kovic, autor de Born on the Fourth of July, habló en la televisión durante treinta segundos mientras Bush se preparaba para la guerra. En su llamamiento, retransmitido por 200 canales de televisión en 120 ciudades de todo el país, pidió a los ciudadanos que “se levantaran y hablaran” en contra de la guerra: “¿Cuántos americanos más tendrán que venir a casa en silla de ruedas como yo para que aprendamos la lección?”.
Diez días antes de que comenzara el bombardeo se preguntó a 800 personas presentes en una reunión municipal en Boulder, Boston: “¿Apoyáis la política de guerra de Bush?” Sólo cuatro personas levantaron la mano. Unos días antes de que empezara la guerra, 4.000 habitantes de Santa Fe, Nuevo México, bloquearon una autopista de cuatro carriles durante una hora pidiendo que no se siguiera adelante con la guerra. Los residentes dijeron que ni siquiera en la época de Vietnam habían visto una manifestación tan grande.
En vísperas de la guerra, 6.000 personas se manifestaron en Ann Arbor, Michigan, para pedir la paz. La noche que empezó la guerra, 5.000 personas se reunieron en San Francisco para denunciar la guerra y formaron una cadena humana alrededor del Federal Building. La policía deshizo la cadena golpeando con sus porras las manos de los manifestantes. Pero la Junta de Supervisores de San Francisco aprobó una resolución en la que declaraban que la ciudad y el condado serían un santuario para aquellos que por “razones morales, éticas o religiosas” no podían participar en la guerra.
Una noche antes de que Bush diera la orden de bombardear, una niña de siete años de Lexington, Massachusetts, le dijo a su madre que quería escribir una carta al presidente. Su madre le dijo que era tarde para eso y que ya la escribiría a la mañana siguiente. “No, esta noche”, dijo la niña. Todavía estaba aprendiendo a escribir, así que le dictó la carta a su madre:
Querido presidente Bush: No me gusta cómo se esta portando. Si decidiera no hacer la guerra, no tendríamos que hacer vigilias por la paz. Si usted estuviera en una guerra no le gustaría que le hirieran. Lo que quiero decir es no quiero que se luche. Le saluda atentamente Serena KabatZinn.
Una vez iniciada la guerra y estando claro que ya era irreversible, no resultaba sorprendente que la gran mayoría de los ciudadanos, embuidos en un ambiente cargado de fervor patriótico (el presidente de la Iglesia Unida de Cristo hablaba de “el continuo toque de tambor con mensajes de guerra”), se declarara favorable a ella.
A pesar de ello, aún contando con el poco tiempo que había para organizarse y con el hecho de que la guerra duró poco tiempo, hubo una oposición. Sin duda se trataba de una minoría, pero estaba dispuesta y contaba con un potencial de crecimiento. En comparación con los primeros meses de la escalada militar de Vietnam, el movimiento contrario a la guerra del Golfo creció con una rapidez y un vigor extraordinarios.
En la primera semana de la guerra, cuando estaba claro que la mayoría de los americanos apoyaban la acción de Bush, decenas de miles de personas de pueblos y ciudades de todo el país se lanzaron a las calles protestando. En Athens, Ohio, más de 100 personas fueron arrestadas cuando se enfrentaron a un grupo que apoyaba la guerra. En Portland, Maine, 500 personas se manifestaron llevando brazaletes blancos o cruces de papel blanco que decían “¿Por qué?” en letras rojas.
En la Universidad de Georgia, 70 estudiantes que se oponían a la guerra estuvieron toda una noche de vigilia y en el parlamento de Georgia, la diputada Cynthia McKinnon pronunció un discurso en el que atacaba el bombardeo de Irak, lo cual hizo que otros diputados abandonaran el hemiciclo. McKinnon se mantuvo firme, parecía que por lo menos había habido un cambio de mentalidad desde que el diputado Julian Bond fuera expulsado de ese mismo parlamento por criticar la guerra de Vietnam en los años sesenta. En un instituto de Newton, Massachusetts, 350 estudiantes se dirigieron al ayuntamiento para presentar una petición al alcalde en la que declaraban su oposición a la guerra del Golfo.
En Ada, Oklahoma, mientras la East Central Oklahoma State University “apadrinaba” dos unidades de la Guardia Nacional, dos jóvenes se sentaron tranquilamente en lo alto de la puerta principal de cemento con pancartas que rezaban “Enseñad la paz, No la guerra”. Uno de los estudiantes, Patricia Biggs, dijo “No creo que debamos estar ahí. No creo que se trate de una cuestión de justicia y libertad. Creo que se trata de una cuestión económica. Las grandes corporaciones de petróleo tienen mucho que ver con lo que está pasando ahí… Estamos poniendo en peligro la vida de muchas personas por dinero”.
Cuatro días después de que Estados Unidos lanzara su ataque aéreo, 75.000 personas (según los cálculos de la policía del Capitolio) se dirigieron a Washington y se manifestaron cerca de la Casa Blanca denunciando la guerra. En California del sur, Ron Kovic se dirigió a 6.000 personas que cantaban “¡Paz ya!”. En Fayetteville, Arkansas, un grupo que apoyaba la política militar se enfrentó con los Ciudadanos del Noroeste de Arkansas en contra de la Guerra, quienes se manifestaban llevando un ataúd adornado con banderas y una pancarta que rezaba “Traedlos vivos a casa”.
Otro veterano inválido de Vietnam, un profesor de historia y ciencias políticas llamado Philip Avillo, del York College de Pennsylvania, escribió en un periódico local “Sí, necesitamos apoyar a nuestros hombres y mujeres que están luchando. Pero apoyémosles trayéndoles a casa, no permitiendo que continúe esta política bárbara y violenta”. En Salt Lake City, cientos de manifestantes, muchos de ellos con niños, se manifestaron por las calles principales de la ciudad cantando eslóganes pacifistas.
En Vermont, donde acababa de ser elegido para el Congreso el socialista Bernie Sanders, más de 2.000 manifestantes interrumpieron el discurso del gobernador en la cámara legislativa. En Burlington, la ciudad más grande de Vermont, 300 protestantes se manifestaron por el centro de la ciudad pidiendo a los dueños de las tiendas que las cerraran en señal de solidaridad.
El 26 de enero, nueve días después del comienzo de la guerra, más de 150.000 personas se manifestaron por las calles de Washington y escucharon a varios oradores que denunciaban la guerra, entre los cuales se encontraban las estrellas de cine Susan Sarandon y Tim Robins. Una mujer de Oakland, California, levantó la bandera doblada que le habían entregado cuando murió su marido en Vietnam, diciendo: “He aprendido de la forma más dura que no hay ninguna gloria en una bandera doblada”.
Los sindicatos de trabajadores habían apoyado la guerra de Vietnam durante mucho tiempo, pero cuando empezó el bombardeo en el Golfo, once sindicatos afiliados a la AFL-CIO -entre los que se encontraban los sindicatos más poderosos, como los del acero, o los del sector de automóviles, comunicaciones y química- se declararon contrarios a la guerra.
La comunidad negra mostraba mucho menos entusiasmo que el resto del país por lo que estaban haciendo las Fuerzas Armadas estadounidenses en Irak. Una encuesta de ABC News/Washington Post, a principios de febrero de 1991, descubrió que el apoyo a la guerra era del 84% entre los blancos mientras que sólo la apoyaba el 48% de los afroamericanos.
Cuando la guerra cumplió un mes e Irak estaba devastada por los incesantes bombardeos, Saddam Hussein insinuó que Irak se retiraría de Kuwait si Estados Unidos ponía fin a los ataques. Bush rechazó la idea y fue duramente criticado por los líderes negros en un mítin en Nueva York, donde la guerra fue calificada de “diversión inmoral y nada espiritual… una clara evasión de nuestras responsabilidades domésticas”.
En Selma, Alabama -escena de una sangrienta confrontación policial contra manifestantes en favor de los derechos civiles 26 años atrásse celebró un mítin en conmemoración del aniversario de aquel “domingo sangriento”. En él se pidió que “nuestros soldados sean traídos a casa con vida para luchar por la justicia en nuestra propia casa”.
El padre de un marine de 21 años que estaba en el Golfo Pérsico, llamado Alex Molnar, escribió una carta abierta en tono enojado al presidente Bush, la cual fue publicada en el New York Times:
¿Dónde estaba usted, señor Presidente, cuando Irak mataba a sus propias gentes con gas venenoso? ¿Por qué hacía negocios con Saddam Hussein hasta la reciente crisis, cuando ahora lo considera un Hitler? ¿Es “la forma de vida” americana por la cual usted dice que mi hijo está arriesgando su vida la prolongación del “derecho” de los americanos a consumir entre el 25 y el 30% del petróleo mundial? Tengo la intención de apoyar a mi hijo y a sus compañeros haciendo todo lo que pueda para oponerme a toda acción ofensiva militar americana en el Golfo Pérsico.
Hubo ciudadanos que llevaron a cabo actos de valor individuales, hablando en contra de la guerra a pesar de las amenazas.
Peg Mullen, de Brownsville (Texas), que había perdido a un hijo en Vietnam por culpa del “fuego amigo” , organizó a un grupo de madres que fueron en autobús hasta Washington para protestar, a pesar de que se le advirtió que quemarían su casa si persistía. La actriz Margot Kidder habló con elocuencia en contra de la guerra, a pesar del riesgo que eso suponía para su carrera.
Un jugador de baloncesto del Seton Hall University de Nueva Jersey se negó a lucir la bandera americana en su uniforme, y cuando se convirtió en objeto de burla por ello, abandonó el equipo y la universidad, volviendo a su Italia natal.
En tono más trágico, un veterano de Vietnam se prendió fuego y murió en Los Angeles para protestar contra la guerra. En Amherst, Massachusetts, un hombre que llevaba una pancarta por la paz hecha de cartón se arrodilló en el terreno comunal del pueblo, derramó dos latas de fluido inflamable sobre sí mismo, encendió dos cerillas y murió entre las llamas. Dos horas más tarde, los estudiantes de las universidades de los alrededores se reunieron en el mismo lugar para celebrar una vigilia a la luz de unas velas y pusieron pancartas por la paz en el lugar de la muerte. Una de las pancartas rezaba. “Parad esta guerra de locos”.
Al igual que ocurriera durante el conflicto de Vietnam, no hubo tiempo para desarrollar un gran movimiento pacifista en el ejército. Pero hubo hombres y mujeres que desafiaron a sus comandantes y se negaron a participar en la guerra.
Cuando los primeros contingentes de tropas estadounidenses estaban siendo enviados a Arabia Saudí, en agosto de 1990, el cabo Jeff Patterson -un marine de 22 años destinado en Hawai- se sentó en la pista de aterrizaje del campo de aviación y se negó a subir al avión que se dirigía a Arabia Saudí. Pidió que se le dejara marchar del cuerpo de marines:
Me opongo a la utilización de la fuerza en contra de cualquier pueblo de cualquier lugar y en cualquier momento.
Catorce reservistas del cuerpo de marines de Camp Lejeune, Carolina del Norte, solicitaron su reconocimiento como objetores de conciencia, a pesar de la posibilidad de que se les juzgara en consejo de guerra por deserción.
La cabo Yolanda Huet-Vaughn, una doctora que era capitán en el Cuerpo Médico de la Reserva, madre de tres niños y miembro de Médicos por la Responsabilidad Social, fue llamada al servicio activo en diciembre de 1990, un mes antes de que comenzara la guerra. Ella contestó “Me niego a acatar las órdenes para ser cómplice de lo que considero un acto inmoral, inhumano e inconstitucional, es decir, una movilización de ofensiva militar en Oriente Medio”. Fue sometida a un consejo de guerra y condenada por deserción a dos años de cárcel.
Otra soldado, Stephanie Atkinson, de Murphysboro (Illinois) se negó a presentarse para el servicio activo, diciendo que pensaba que el ejército estadounidense estaba en el Golfo Pérsico sólo por razones económicas. Primero la condenaron a arresto domiciliario y luego fue expulsada en “condiciones no honorables”.
Un médico del ejército llamado Harlow Ballard, con destino en Fort Devens (Massachusetts), se negó a seguir las órdenes de ir a Arabia Saudí: “Preferiría ir a la cárcel antes que apoyar esta guerra”, dijo. “No creo que exista una guerra justa”.
Más de mil reservistas se declararon objetores de conciencia. Un reservista del cuerpo de marines de 23 años llamado Rob Calabro fue uno de ellos: “Mi padre me dice que está avergonzado de mí, me grita que está molesto conmigo. Pero yo creo que matar gente es moralmente incorrecto. Creo que estoy sirviendo mejor a mi país haciendo lo que me dicta la conciencia que protagonizando una mentira”.
Durante la guerra del Golfo nació una red de información que contaba lo que no contaban los medios de comunicación más importantes. Había periódicos alternativos en muchas ciudades. Durante la guerra del Golfo había más de cien emisoras de radio. A pesar de que sólo podían alcanzar a una fracción de aquellos que sintonizaban las emisoras más importantes, eran las únicas fuentes que ofrecían análisis críticos de la guerra.
Después de las guerras “victoriosas” y después de que el fervor de la guerra desaparece, casi siempre se produce una resaca que da que pensar: los ciudadanos valoran el coste y se preguntan qué es lo que se ha ganado. La fiebre de la guerra estaba en su punto álgido en febrero de 1991. Ese mes, cuando a la gente encuestada se le recordaba el enorme coste de la guerra, sólo el 17% dijo que no había merecido la pena. Cuatro meses más tarde, en junio, la cifra había aumentado al 30%. En los siguientes meses, el apoyo de la nación a Bush descendió drásticamente al mismo tiempo que las condiciones económicas se deterioraban. (En 1992, cuando el espíritu de la guerra se había evaporado, Bush fue derrotado).
Después del inicio del proceso de desintegración del bloque soviético en 1989, se había hablado en los Estados Unidos de un “dividendo de la paz”, la posibilidad de restar miles de millones de dólares del presupuesto militar y destinarlos a las necesidades humanas. La guerra del Golfo se convirtió en una excusa ideal para un gobierno dispuesto a poner fin a esas ideas. Un miembro de la administración Bush dijo: “Le debemos un favor a Saddam. Nos ha salvado del dividendo de la paz”.
En 1992, durante las celebraciones del quinto centenario de la llegada de Colón al hemisferio occidental, salieron a la luz los límites de la victoria militar. Quinientos años atrás, Colón y sus compañeros de conquista habían acabado con la población de Hispaniola, y durante los siguientes cuatro siglos el gobierno de Estados Unidos había destruido metódicamente las tribus indias, en su marcha triunfal de un lado al otro del continente. Y ahora se produciría una importante reacción.
En 1992, los indios -los americanos nativos-, que se habían convertido en una fuerza visible desde los años sesenta y setenta, recibieron el apoyo de otros americanos para denunciar las celebraciones del quinto centenario. Y por primera vez, desde que el país celebraba el Día de Colón, se produjeron protestas a lo largo y ancho del país en contra de rendir honores a un hombre que había secuestrado, esclavizado, mutilado y asesinado a los nativos que te habían recibido con regalos y amistad.
En el verano de 1990, 350 indios, representantes de todo el hemisferio, se reunieron en Quito, Ecuador, en la primera reunión intercontinental de pueblos indígenas de las Américas, para movilizarse en contra de la glorificación de la conquista de Colón.
El movimiento se hizo más grande. El organismo ecuménico más grande de los Estados Unidos, el Consejo Nacional de las Iglesias, hizo un llamamiento a los cristianos para que se abstuvieran de celebrar el quinto centenario de Colón, aduciendo que “lo que para unos fue la novedad de la libertad, la esperanza y la oportunidad, se convirtió para otros en una cita con la opresión, la degradación y el genocidio”.
Un periódico llamado Indigenous Thought empezó a publicarse a principios de 1991 para crear un vínculo entre todos los activistas que estaban en contra de la celebración del quinto centenario de Colón. Se publicaron artículos escritos por americanos nativos sobre las luchas actuales en torno a las tierras robadas por medio de los tratados.
En Corpus Cristi, Texas, se reunieron indios y chicanos para protestar contra las celebraciones del quinto centenario que tenían lugar en la ciudad. Una mujer llamada Angelina Méndez habló en nombre de los chicanos : “La nación chicana, en solidaridad con nuestros hermanos y hermanas indios del norte, nos reunimos en este día para denunciar la atrocidad que el gobierno estadounidense propone al volver a celebrar la llegada de los españoles, más específicamente, la llegada de Cristóbal Colón, a las orillas de esta tierra”.
La controversia sobre Colón produjo una extraordinaria explosión de actividad educacional y cultural. Una profesora de la Universidad de California en San Diego, Deborah Small, organizó una exposición de más de 200 pinturas hechas en paneles de madera balo el título de “1492″. Junto a las palabras del diario de Colón, colocó fragmentos ampliados de grabados del siglo dieciséis para dramatizar los horrores que acompañaron la llegada de Colón al hemisferio Un crítico escribió que “ésto nos recuerda, de forma llamativa, que la llegada de la civilización occidental al Nuevo Mundo no es un cuento feliz”.
Cuando el presidente Bush atacó Irak en 1991 -garantizando que actuaba para poner fin a la ocupación iraquí de Kuwait- un grupo de americanos nativos de Oregon distribuyó una “carta abierta” mordaz e irónica:
Querido Presidente Bush: Le rogamos envíe su ayuda para liberar a nuestra pequeña nación de la ocupación que sufrimos. Una fuerza extranjera ocupó nuestras tierras para robarnos nuestros ricos recursos. Como sus propias palabras dicen, la ocupación y el derrocamiento de una pequeña nación está de más.
Le saluda atentamente, un indio americano.
La publicación Rethinking Schools, que representaba a los maestros socialmente concienciados de todo el país, publicó un libro de cien páginas llamado Rethinking Colombus. En él se recogían artículos escritos -entre otros- por americanos nativos, se hacía un repaso crítico de los libros de texto escolares sobre Colón y se daba una lista de fuentes para las personas que quisieran más información sobre Colón y más material de lectura sobre las actividades del movimiento contrario al quinto centenario. En pocos meses se vendieron 200 000 ejemplares del libro.
En Portland, Oregon, un profesor llamado Bill Bigelow, que había colaborado en la creación de Rethinking Schools, se tomó en 1992 un año sabático para viajar por el país, ofreciendo seminarios a otros profesores de manera que pudieran empezar a contar aquellas verdades sobre el caso Colón que eran omitidas de los libros tradicionales y los planes de estudios escolares.
Uno de los alumnos de Bigelow escribió “Me parecía como si los editores hubieran publicado simplemente una “historia gloriosa” para hacernos sentir más patrióticos hacia nuestro país. Querían que consideráramos a nuestro país grandioso, poderoso y eternamente justo”.
Una estudiante llamada Rebecca escribió lo siguiente “Claro, los escritores de los libros probablemente piensan que es bastante inofensivo ¿qué importa quien descubrió América en realidad?… Pero cuando pienso que me han mentido toda la vida acerca de este tema, y vaya usted a saber acerca de qué más, realmente me enfurece”.
En Los Angeles, un estudiante de instituto llamado Blake Lindsey se presentó ante el consejo municipal para hablar en contra de la celebración del quinto centenario.
En todo el país tuvieron lugar actividades contrarias a Colón. Las protestas, las docenas de nuevos libros que estaban apareciendo sobre la historia de los indios y los debates que tenían lugar en todo el país, estaban provocando una extraordinaria transformación en el mundo de la educación. Durante generaciones se había contado exactamente la misma historia de Colón a todos los estudiantes americanos, una historia romántica y admirable. Ahora, miles de maestros de todo el país estaban empezando a contar la historia de una manera diferente.
Esto provocó la ira de los defensores de la vieja historia, que se reían de lo que llamaban un movimiento a favor de la “corrección política” y del “multiculturalismo”. Les sabía mal el tratamiento crítico con el que se juzgaba el expansionismo e imperialismo occidentales, que consideraban como un ataque a la civilización occidental. Un filósofo llamado Allan Bloom (The Closing of the American Mind) expresó su horror hacia lo que habían hecho los movimientos sociales de los sesenta para cambiar el ambiente educativo de las universidades americanas: “América cuenta una historia: el continuo e imparable progreso hacia la libertad y la igualdad”.
En el movimiento de los derechos civiles, los negros ponían en duda la declaración que decía que América representaba “la libertad y la igualdad”. El movimiento feminista también la ponía en duda. Y ahora, en 1992, los americanos nativos señalaban los crímenes que la civilización occidental había cometido en contra de sus antepasados. Recordaban el espíritu comunitario de los indios que Colón había encontrado y conquistado, e intentaron contar la historia de los millones de personas que estaban aquí antes de que llegara Colón, desmintiendo lo que un historiador de Harvard había denominado “el movimiento de la cultura europea hacia el desierto vacío de América”.
En los años noventa, el sistema político de Estados Unidos estuvieran en el poder los demócratas o los republicanos- seguía estando bajo el control de aquellos que tenían grandes riquezas, entre ellos las corporaciones, que también dominaban los principales instrumentos de información. Y aunque ningún líder político de importancia hablara de ello, el país estaba dividido en clases de extrema riqueza y extrema pobreza, separados por una clase media insegura y amenazada.
Sin embargo -aunque no se informara de ello de manera exhaustivaexistía lo que un preocupado periodista ortodoxo había denominado “una cultura de oposición permanente”, la cual se negaba a renunciar a la posibilidad de una sociedad más igualitaria y más humana. Si existía alguna esperanza para el futuro de América, ésta residía en la promesa que contenía ese rechazo. 
Capítulo 23
LA INMINENTE REVUELTA DE LOS GUARDIANES
El título de este capítulo no responde a una predicción sino a una esperanza que explicaré a continuación.
Respecto al título del libro en sí, hay que decir que no es muy exacto; “La otra historia…” promete más de lo que puede aportar una sola persona, siendo además la clase de historia más difícil de plasmar. De todas formas es así como lo he titulado porque, aún con sus limitaciones, se trata de una historia irrespetuosa para con los gobiernos y respetuosa con los movimientos de resistencia del pueblo.
Eso la convierte en un informe parcial, un informe que se inclina en cierta dirección. Pero eso no me preocupa, ya que la montaña de libros de historia bajo la cual nos encontramos se inclina claramente en la otra dirección. Son libros respetuosos -a pies juntillas- con los estados y los hombres de estado y tan irrespetuosos -por su falta de atención- hacia los movimientos populares, que necesitamos alguna clase de fuerza opuesta para no ser aplastados en la sumisión.
Todas esas historias de este país, centradas en los Padres Fundadores y en los Presidentes, pesan de manera opresiva en la capacidad de actuar del ciudadano medio. Sugieren que en tiempos de crisis debemos buscar a alguien que nos salve en la crisis revolucionaria nos encontramos con los Fundadores, en la crisis de los esclavos, con Lincoln; en la Depresión, con Roosevelt; en las crisis de Vietnam y Watergate, con Carter. Sugieren igualmente que entre las crisis ocasionales todo está bien y que nos resulta suficiente con volver a un estado normal. Nos enseñan que el acto supremo de ciudadanía es elegir entre salvadores, acercándonos a una cabina electoral cada cuatro años para elegir entre dos anglosajones blancos y ricos, de sexo masculino, personalidad inofensiva y opiniones ortodoxas.
La idea de los salvadores ha sido incorporada en toda la cultura, más allá del fenómeno político. Hemos aprendido a mirar a las estrellas, a los líderes y expertos en cada campo de manera que renunciamos a nuestra propia fuerza, rebajamos nuestras propias habilidades y nos eliminamos nosotros mismos. Pero de vez en cuando los americanos rechazan esta idea y se rebelan.
Hasta ahora estas rebeliones han sido reprimidas. El sistema americano es el más ingenioso sistema de control de la historia mundial. En un país tan rico en recursos naturales, talento y mano de obra, el sistema puede distribuir la riqueza justa a la cantidad de personas justa para contener el descontento de una minoría molesta. Es un país tan poderoso, tan grande y que tanto agrada a tantos de sus ciudadanos que puede permitirse el lujo de conceder la libertad de la disidencia a una pequeña minoría que no está satisfecha.
No existe ningún otro sistema de control que tenga tantas oportunidades, tantos resquicios, tantos márgenes, tantas flexibilidades, tantas recompensas y tantos billetes ganadores en las loterías. No hay ningún otro sistema que infiltre sus controles con tanta complejidad a través del sistema de votación, de la situación laboral, de la iglesia, de la familia, de la escuela y de los medios de comunicación; ninguno que apacigue con tanto éxito a la oposición con reformas, aislando a unas personas de las otras, creando una lealtad patriótica.
Un 1% de la nación posee una tercera parte de la riqueza. El resto de la riqueza está distribuida de tal manera que crea rivalidades entre el 99% restante: un pequeño propietario se enfrenta a uno que no posee nada; el negro se enfrenta al blanco, los nativos se enfrentan a los nacidos en el extranjero; los intelectuales y profesionales se enfrentan a los incultos y los trabajadores no cualificados. Estos grupos se oponen entre sí y luchan con tanta vehemencia y violencia que su posición común de rivales por conseguir las sobras en un país muy rico queda oculta.
Para hacer frente a la realidad de esa batalla desesperada y amarga por unos recursos que escasean por culpa del control ejercido por la élite, me tomo la libertad de denominar al conjunto de ese 99% restante “el pueblo”. He escrito una historia que intenta representar su sumergido y desviado interés común. El hecho de destacar el terreno que tiene en común ese 99% junto con el de declarar su profunda enemistad con el 1% restante, es hacer exactamente lo que han querido evitar -desde tiempos de los Padres Fundadoreslos gobiernos de Estados Unidos y la acaudalada élite vinculada a ellos. Madison temía una “facción mayoritaria” y esperaba que la nueva Constitución la metería en cintura. Madison y sus colegas comenzaron el Preámbulo a la Constitución con las siguientes palabras “Nosotros, el pueblo…”. Con ello intentaban simular que el nuevo gobierno representaba a todos los americanos. Esperaban que este mito, al ser dado por bueno, aseguraría la “tranquilidad doméstica”.
El engaño continuó generación tras generación, con la ayuda de los símbolos globales, bien fueran de carácter fisico o de carácter verbal: la bandera, el patriotismo, la democracia, el interés nacional, la defensa nacional, la seguridad nacional, etc. Atrincheraron los eslóganes en la tierra de la cultura americana como si se tratara de hacer un círculo de carromatos en las llanuras del oeste. Desde su interior los americanos blancos y ligeramente privilegiados podían disparar a matar contra el enemigo de fuera contra los indios, los negros, los extranjeros u otros blancos que no tuviesen la suerte de verse admitidos dentro del círculo. Los jefes de la caravana observarían desde una distancia prudente, y cuando la batalla hubiese terminado y el campo estuviese cubierto de cadáveres por ambos lados, se apoderarían de la tierra y prepararían otra expedición en otro territorio.
Esta estratagema nunca funcionaba a la perfección. La Revolución y la Constitución, en su intento de lograr la estabilidad mediante el control de la ira de las clases de la época colonial -esclavizando a los negros, aniquilando o desplazando a los indios- no acababa de funcionar a la perfección a juzgar por las rebeliones de los arrendatarios, las revueltas de los esclavos, las agitaciones abolicionistas, la ola feminista y la lucha de las guerrillas indias en los años anteriores a la Guerra Civil. Tras la Guerra Civil, y mientras aparecía en el Sur una nueva coalición de élites sureñas y norteñas, los blancos y negros de las clases humildes estaban ocupados con el conflicto racial, los trabajadores nativos y los trabajadores inmigrantes chocaban en el Norte y los granjeros se dispersaban por un país de grandes dimensiones. Y mientras ocurrían estas cosas, el sistema capitalista se iba consolidando en la industria y en el gobierno. Pero entonces llegó la rebelión de los trabajadores industriales y el gran movimiento de oposición de los granjeros. Al final del siglo, la pacificación violenta de los negros y de los indios y el uso de las elecciones y de la guerra para absorber y desviar a los rebeldes blancos no fueron suficiente -dadas las condiciones de la industria moderna- para evitar la gran ola del socialismo, la lucha masiva de los trabajadores que tuvo lugar antes de la Primera Guerra Mundial. Ni esa guerra, ni la prosperidad relativa de los años veinte, ni la aparente destrucción del movimiento socialista, pudieron evitar que en los años 30, en plena crisis económica, se produjera otro despertar radical y otro resurgir obrerista.
La Segunda Guerra Mundial creó una nueva unidad que fue seguida por un intento aparentemente triunfante -en el contexto de la guerra fría- de aniquilar la conflictividad de los años de guerra. Pero en los años sesenta -para sorpresa de todos- llegó la gran revuelta de sectores de población que se suponía dominados u ocultos a la vista: los negros, las mujeres, los americanos nativos, los presos, los soldados, etc. Apareció un nuevo radicalismo que amenazaba con extenderse por todos los sectores de una población desengañada por la guerra de Vietnam y la política de Watergate.
El exilio de Nixon, la celebración del Bicentenario y la presidencia de Carter fueron episodios cuyo único objetivo era la restauración. Pero la restauración del antiguo orden no era ninguna solución para contrarrestar la incertidumbre y la alienación que se intensificaban en los años de Reagan y Bush. La elección de Clinton -en 1992conllevaba una vaga promesa de cambio. Pero no cumplió las expectativas de los que habían puesto sus esperanzas en él. Ante este estado de continuo malestar, es muy importante para el establishment -ese inquieto club de ejecutivos, generales y políticosmantener las pretensiones históricas de una unidad nacional según la cual el gobierno representa a todo el pueblo y el enemigo está en el extranjero y no en casa; donde los desastres económicos y las guerras son desafortunados errores o trágicos accidentes que deben ser corregidos por los miembros de ese mismo club que trajo los desastres. También es importante para ellos asegurarse de que la unidad artificial de los muy privilegiados y los no tan privilegiados sea la única unidad y que el 99% restante continúe dividido en múltiples facetas y que se vuelvan los unos contra los otros para dar rienda suelta a su ira.
¡Qué habilidad la de pedir impuestos a la clase media para pagar las ayudas a los pobres de tal forma que se cree resentimiento además de humillación! Qué destreza la de desplazar en autobús a los jóvenes negros pobres a vecindarios blancos pobres, en un violento intercambio de escuelas pobres, mientras las escuelas de los ricos permanecen intocables y la riqueza de la nación -que se reparte con cuentagotas allá donde los niños necesitan leche gratis- se agota en portaaviones que valen miles de millones de dólares. Cuán ingenioso es hacer frente a las demandas de igualdad de los negros y de las mujeres, dándoles pequeños beneficios especiales y haciéndoles competir con todos los demás cuando se trata de buscar trabajo, trabajo que es escaso por culpa de un sistema que es irracional y derrochador. Qué sabio es desviar el miedo y la ira de la mayoría hacia una clase de criminales que se reproducen -debido a la injusticia económica- a mayor ritmo que el necesario para despacharlos, haciendo que la gente no se fije en los enormes robos de recursos naturales cometidos dentro de la ley por hombres con cargos ejecutivos.
A pesar de todos los controles del poder, los castigos, las tentaciones, las concesiones, las desviaciones y los señuelos que llevan utilizándose durante todo el transcurso de la historia americana, el establishment no ha podido librarse de las revueltas. Cada vez que parecía haberlo conseguido, las mismas personas a las que creía haber seducido o controlado se despertaban y se rebelaban. Los negros, engatusados por las decisiones del Tribunal Supremo y los estatutos del Congreso, se rebelaron. Las mujeres, que eran cortejadas e ignoradas, y a las que se trataba con romanticismo para luego maltratarlas, se rebelaron. Los indios, tenidos por muertos, reaparecieron desafiantes. Los jóvenes, a pesar de los alicientes de una carrera y la comodidad, disintieron. Los trabajadores, a pesar de verse castrados por las reformas, regulados por la ley y controlados por sus propios sindicatos, se declararon en huelga. Los intelectuales gubernamentales, que habían jurado guardar los secretos de Estado, empezaron a desvelarlos. Los curas cambiaron la piedad por la protesta. Recordar esto equivale a recordar a la gente lo que el establishment quisiera que olvidaran: la enorme capacidad de la gente aparentemente desamparada para resistir, y la de la gente aparentemente satisfecha para exigir cambios. Descubrir esta historia equivale a encontrar un poderoso impulso humano para afirmar la propia humanidad. Significa aferrarse a la posibilidad de una sorpresa incluso en tiempos de profundo pesimismo.
La verdad es que sería engañoso sobreestimar la conciencia de clase o exagerar la rebelión y sus éxitos. No explicaría el hecho de que el mundo -no sólo Estados Unidos, sino todos los demás países- esté aún en manos de las élites, ni tampoco el hecho de que los movimientos populares, a pesar de mostrar una capacidad infinita para reproducirse, hayan sido derrotados o absorbidos o pervertidos. Tampoco explicaría el hecho de que los revolucionarios hayan traicionado al socialismo y que las revoluciones nacionalistas hayan desembocado en nuevas dictaduras.
Pero la mayoría de las historias subestiman la revuelta, destacan el sentido de estado de los gobernantes y así fomentan la impotencia entre los ciudadanos. Cuando observamos de cerca los movimientos de resistencia o incluso algunas modalidades aisladas de rebelión, descubrimos que la conciencia de clase -o cualquier otra forma de conciencia de la injusticia- tiene muchos niveles. Tiene muchas formas de expresión, muchas formas de manifestarse: de manera abierta, sutil, directa o distorsionada. En un sistema de intimidación y control, las personas no revelan sus conocimientos ni la profundidad de sus sentimientos hasta que su sentido práctico les informa de que pueden hacerlo sin ser destruidas.
La historia que mantiene vivos los recuerdos de la resistencia popular sugiere nuevas definiciones del poder. Según las definiciones tradicionales, quien posea fuerza militar y riquezas, quien tenga control de la ideología oficial y de la cultura, tiene el poder. Si utilizamos estos criterios como medida, la rebelión popular nunca parece lo suficientemente fuerte como para sobrevivir.
A pesar de ello las inesperadas victorias -incluso las temporales- de los “insurgentes”, muestran la vulnerabilidad de los supuestamente poderosos. En una sociedad altamente desarrollada, el establishment no puede sobrevivir sin la obediencia y la lealtad de millones de personas a las que se otorgan pequeñas recompensas para que el sistema siga funcionando: los soldados y la policía, los maestros y los ministros, los administradores y trabajadores sociales, los técnicos y los obreros, los médicos, abogados y enfermeras, los transportistas y los trabajadores de los medios de comunicación, los basureros y los bomberos. Estas personas -los que tienen trabajo y de alguna manera son privilegiados- forman una alianza con la élite. Se convierten en los guardianes del sistema, y hacen de amortiguadores entre las clases alta y baja. Si dejan de obedecer, el sistema se derrumba.
Pienso que esto sólo ocurrirá cuando todos los que tenemos pequeños privilegios y seamos un poco inquietos empecemos a ver que somos como los carceleros en el levantamiento de la cárcel de Attica: prescindibles, cuando comprendamos que el establishment, a pesar de las recompensas que pueda darnos, también nos matará si es necesario para mantener el control.
Hoy en día hay ciertos factores nuevos que pueden emerger de forma tan preclara como para conducir a una retirada generalizada de la lealtad hacia el sistema. En la era atómica, las nuevas condiciones de la tecnología, la economía y la guerra hacen cada vez más difícil que los guardianes del sistema -los intelectuales, los propietarios de viviendas, los contribuyentes, los trabajadores especializados, los profesionales y los funcionarios de gobiernopermanezcan inmunes a la violencia (física o psíquica) que se ejerce contra los negros, los pobres, los criminales y el enemigo extranjero. La internacionalización de la economía, el movimiento de los refugiados y de los inmigrantes ilegales por las fronteras hacen que cada vez sea más difícil que las personas de los países industrializados se olviden del hambre y las enfermedades que existen en los países pobres del mundo.
En las nuevas condiciones, todos somos rehenes de la tecnología apocalíptica, de la economía clandestina, de la contaminación terrestre y de las guerras incontrolables. Las armas atómicas, las radiaciones invisibles y la anarquía económica no distinguen a los prisioneros de los guardianes, y los que mandan no tendrán escrúpulos a la hora de hacer distinciones. Ahí está la inolvidable respuesta del alto mando estadounidense a la noticia de que podían quedar prisioneros de guerra americanos cerca de Nagasaki: “Los objetivos previamente asignados para la operación ‘Centerboard’ siguen sin cambios”.
Hay pruebas de una insatisfacción creciente entre los guardianes. Durante algún tiempo hemos sabido que entre los no votantes se encontraban los pobres y los ignorados, marginados de un sistema político que sentían que no se ocupaba de ellos y frente al que poco podían hacer. Ahora esa alienación se ha extendido hacia arriba, hacia las familias que están por encima del umbral de la pobreza. Se trata de los trabajadores blancos, que no son ni pobres ni ricos, pero que muestran su enfado ante la inseguridad económica y no se sienten satisfechos con su trabajo, que se preocupan por sus vecindarios y son hostiles hacia el gobierno, combinando elementos de racismo con elementos de conciencia de clase, el desprecio por las clases bajas con la desconfianza hacia la élite, de manera que están abiertos a las soluciones que se puedan aportar desde cualquier dirección, bien sea desde la derecha o desde la izquierda. En los años veinte se dio una situación similar en las clases medias, que podía haberse encaminado en varias direcciones. Por aquel entonces, el Ku Klux Klan contaba con millones de miembros. Pero en los años treinta la labor de un movimiento izquierdista bien organizado trasladó una gran parte de este sentimiento hacia los sindicatos, los sindicatos de agricultores y los movimientos socialistas. En los próximos años quizás veamos una escalada en la movilización del descontento de la clase media.
Las razones de ese descontento son claras. Las encuestas realizadas desde principios de los años setenta muestran que entre un 70% y un 80% de los americanos no confían en el gobierno, ni en los negocios, ni en el ejército. Esto significa que la desconfianza va más allá de los negros, los pobres y los radicales. Se ha extendido entre los trabajadores especializados, los trabajadores de oficina y los profesionales; quizás por primera vez en la historia de la nación, tanto la clase baja como la media, tanto los prisioneros como los guardianes, estaban desilusionados con el sistema.
También hay otros síntomas: los altos índices de alcoholismo, de divorcios (de 33% se estaba subiendo al 50% de matrimonios que acababan en divorcio), de uso y abuso de las drogas, de crisis nerviosas y de enfermedades mentales. Millones de personas han estado buscando soluciones desesperadamente para esta sensación de impotencia, para su soledad, su frustración, su alejamiento de las demás personas, del mundo, de su trabajo y de sí mismos. Han adoptado nuevas religiones, uniéndose a grupos de auto-ayuda de todo tipo. Parece como si toda la nación estuviera atravesando un punto crítico en su edad mediana, una crisis existencial de dudas y examen de conciencia.
Todo esto está teniendo lugar en un momento en el que la clase media está cada vez más insegura económicamente. En su irracionalidad, el sistema se ha visto forzado -por el beneficio- a construir rascacielos de acero para las compañías de seguros mientras las ciudades se deterioran; a gastar miles de millones de dólares en armas de destrucción, pero casi nada en parques para niños; a pagar enormes sueldos a hombres que construyen cosas peligrosas o inútiles y muy poco dinero a artistas, a músicos, a escritores y a actores. El capitalismo siempre ha sido un desastre para la clase baja. Ahora está empezando a fallar para la clase media.
La amenaza del desempleo, que siempre ha estado presente en las casas de los pobres, se ha extendido a las de los trabajadores de oficina y a los profesionales. La educación universitaria ha dejado de ser una garantía de trabajo. Un sistema que no puede ofrecer un futuro a los jóvenes que dejan la escuela se enfrenta a grandes dificultades. Si esto sólo les ocurre a los hijos de los pobres, el problema es asumible: para eso están las cárceles. Si esto les ocurre a los hijos de la clase media, las cosas puede que se les escapen de las manos. Los pobres están acostumbrados a las estrecheces y siempre andan faltos de dinero. Pero en los últimos años, también la clase media ha empezado a sentir la presión de los altos precios y los impuestos.
En los años setenta, ochenta y principios de los noventa tuvo lugar un dramático y espantoso aumento en el número de crímenes. Esta situación se palpaba muy bien al pasear por cualquier gran ciudad. Saltaban a la vista los contrastes entre la riqueza y la pobreza, la cultura de la posesión y el frenesí publicitario. También existía una feroz competencia económica en la que la violencia legal del estado y el robo legal de las corporaciones se veían acompañados por los crímenes ilegales de los pobres. En la mayoría de casos, los crímenes eran de robo. Un número desproporcionado de los presos en las cárceles americanas eran pobres y no blancos, gente de escasa educación. La mitad de ellos se encontraba sin empleo en el mes anterior a la detención.
Los crímenes más comunes y los que más publicidad han recibido son los crímenes violentos de los jóvenes y de los pobres -un verdadero terror en las grandes ciudades- en los que los desesperados o los drogadictos atacan y roban a la clase media o incluso a pobres como ellos. Una sociedad tan estratificada por la riqueza y la educación se presta de forma natural a las envidias y la ira entre clases.
La cuestión crítica en nuestra época es saber si la clase media -a la que se ha hecho creer durante tanto tiempo que la solución de estos crímenes es la construcción de más cárceles y penas más largasempezará a ver, debido al carácter puramente incontrolable de los crímenes, que la única perspectiva es un interminable círculo de crimen y castigo. Entonces puede que lleguen a la conclusión de que la seguridad física para una persona que trabaja en la ciudad sólo puede conseguirse cuando toda la ciudad esté trabajando. Y eso requeriría una transformación de las prioridades nacionales, un cambio en el sistema.
En las últimas décadas un miedo aún mayor se ha unido al miedo a los ataques criminales. Las muertes por cáncer se han multiplicado y las investigaciones médicas parecen impotentes a la hora de encontrar la causa. Era evidente que una cantidad cada vez mayor de estas muertes tenía su origen en un ambiente contaminado por los experimentos militares y la codicia industrial. El agua que bebía la gente, el aire que respiraba, las partículas de polvo de los edificios donde trabajaba, habían sido contaminados -en silencio y a lo largo de los años- por un sistema tan desesperado por crecer y obtener beneficios que no había tenido en cuenta la seguridad y la salud de los seres humanos. Luego apareció una nueva y mortal plaga, el virus del SIDA, que se extendió con especial rapidez entre los homosexuales y los drogadictos.
A principios de los noventa, el falso socialismo del sistema soviético se derrumbó. Paralelamente, el sistema americano parecía estar fuera de control: le caracterizaba un capitalismo incontrolado, una tecnología incontrolada, un militarismo incontrolado, un divorcio entre el gobierno y la gente que decía representar. El crimen estaba fuera de control, el cáncer y el SIDA estaban fuera de control. Los precios, los impuestos y el desempleo estaban fuera de control. El deterioro de las ciudades y la ruptura de las familias estaban fuera de control. Y la gente parecía percibir esta situación.
Quizás una gran parte de la desconfianza general hacia el gobierno, de la que se había informado en los últimos años, naciera de un creciente reconocimiento de la verdad expresada por el bombardero de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos. Yossarian, en la novela Catch-22, dice a un amigo que acaba de acusarle de dar ayuda y consuelo al enemigo: “El enemigo es cualquiera que intente matarte, sin importar de qué lado esté. Y no te olvides de eso porque cuanto más lo recuerdes, más tiempo vivirás”. La siguiente línea de la novela dice “Pero Clevanger sí lo olvidó, y ahora estaba muerto”.
Imaginémonos la posibilidad -por primera vez en la historia de nuestra nación- de una población unida en favor de un cambio fundamental ¿Volvería la élite, como tantas otras veces, a su arma favorita -la intervención en el extranjero- para unir al pueblo con el establishment en una guerra? Eso se intentó hacer en 1991, con la guerra contra Irak. Pero, como dijo June Jordan, se trataba de “un golpe en el mismo sentido que el crack… y su efecto no dura mucho”.
Debido a la incapacidad del establishment para resolver los graves problemas económicos en casa o de encontrar una válvula de escape del descontento nacional en el extranjero, los americanos podrían estar dispuestos a exigir no ya un retoque más, ni más leyes reformistas, ni cambios para no cambiar nada, ni otro New Deal, sino un cambio auténticamente radical. Seamos utópicos durante un momento para que cuando volvamos a la realidad, no nos encontremos con esa modalidad de “realismo” tan útil para un Estado que quiere desactivar cualquier acción, ese “realismo” tan anclado en cierto tipo de historia despojado de sorpresas.
Imaginémonos lo que requeriría de todos nosotros un cambio radical.
Las palancas del poder de la sociedad tendrían que ser arrebatadas de las manos de aquellos cuyo comportamiento nos ha llevado a nuestro estado actual: las corporaciones gigantes, el ejército y sus colaboradores, y los políticos. Necesitaríamos reconstruir la economía con el esfuerzo coordinado de los grupos locales en todo el país para que sea eficaz y justa, y para que produzca de forma cooperativa todo aquello que sea más necesario para la gente. Empezaríamos por nuestros barrios, nuestras ciudades y nuestros lugares de trabajo. Todo el mundo necesitaría algún tipo de trabajo, incluso las personas ahora marginadas del mundo laboral: los niños, los ancianos, los “discapacitados”. La sociedad podría utilizar la enorme energía que ahora queda desaprovechada, las habilidades y los talentos que no se explotan. Todos podrían participar en los trabajos rutinarios pero necesarios durante unas pocas horas al día, y reservar la mayor parte del tiempo libre para el ocio, la creatividad y los ardores del amor y, aún así, producirían lo suficiente para una distribución equitativa y abundante de los bienes. Algunos efectos básicos serían lo suficientemente abundantes como para sustraerlos del sistema monetario y hacerlos disponibles -gratuitamente- a todo el mundo: la comida, las viviendas, la sanidad, la educación y el transporte.
El mayor problema sería encontrar la forma de posibilitarlo sin una burocracia centralizada. No se utilizarían los incentivos de la cárcel y el castigo, sino los incentivos de la cooperación que se derivan de la voluntad humana natural, incentivos que en el pasado ha utilizado el estado -en tiempos de guerra- como también lo han hecho los movimientos sociales, dando pistas sobre cómo se comportaría la gente en condiciones diferentes. Las decisiones las tomarían pequeños grupos de personas en sus lugares de trabajo, en sus barrios. Habría una red de cooperativas intercomunicadas, un socialismo comunitario que evitaría las jerarquías clasistas del capitalismo y las rudas dictaduras que han adoptado el nombre de “socialistas”.
Puede que con el tiempo la gente que viviese en estas comunidades amistosas creara una nueva cultura diversificada y basada en la no violencia, en la que serían posibles todas las formas de expresión, bien fueran personales o colectivas. Los hombres y las mujeres, negros y blancos, ancianos y jóvenes, podrían entonces vivir sus diferencias como atributos positivos y no como razones para el dominio. Podrían aparecer nuevos valores de cooperación y libertad en las relaciones interpersonales y en la educación de los niños
Para posibilitar todo esto en el contexto de las complejas condiciones de control existentes en los Estados Unidos, haría falta una combinación de la energía de todos los antiguos movimientos de la historia americana -los obreros rebeldes, los activistas negros, los americanos nativos, las mujeres, los jóvenes, etc.- junto con la nueva energía de una clase media enojada. Sería necesario que la gente comenzara a transformar su entorno inmediato -el lugar de trabajo, la familia, la escuela, la comunidad- por medio de una serie de luchas en contra de la autoridad absentista, y que se otorgase el control de estos lugares a las personas que viven y trabajan en ellos.
Estas luchas conllevarían todas las tácticas utilizadas en diferentes épocas del pasado por los movimientos populares: las manifestaciones, las concentraciones, la desobediencia civil, las huelgas, el boicot y las huelgas generales; la acción directa para redistribuir la riqueza, para reconstruir instituciones, para renovar las relaciones; se crearía en la música, la literatura, el teatro, en todas las artes y en todas las áreas laborales y recreativas de la vida cotidiana una nueva cultura basada en el reparto y el respeto, una nueva alegría en la colaboración personal, para ayudarse a sí mismas, y para ayudar al prójimo.
Habría muchas derrotas. Pero cuando semejante movimiento se asentara en cientos de miles de lugares por todo el país sería imposible de contener, ya que los mismos guardianes de los que depende el sistema para aplastar este movimiento se encontrarían entre los rebeldes. Sería una nueva clase de revolución, la única creo yo- que podría ocurrir en un país como Estados Unidos. Haría falta una enorme cantidad de energía, sacrificio, compromiso y paciencia. Pero al tratarse de un proceso a largo plazo, que empezaría sin tardanza, se contaría con la inmediata satisfacción que las personas siempre han encontrado en los lazos afectuosos de los grupos que se esfuerzan juntos por un objetivo común. Todo esto nos lleva lejos de la historia americana, al reino de la imaginación. Pero no se encuentra totalmente aislado de la historia. Por lo menos hay indicios en el pasado de semejantes posibilidades. En los años sesenta y setenta, por primera vez el Estado no logró crear un sentimiento de unidad nacional y fervor patriótico para una guerra. Hubo un gran flujo de influencias y cambios culturales nunca vistos en el país: en el sexo, la familia y las relaciones personales precisamente en las situaciones más difíciles de controlar desde los habituales centros de poder. Jamás había tenido lugar una pérdida de confianza tan importante en tantos elementos del sistema político y económico. En cada período histórico, las personas siempre han encontrado alguna manera de ayudarse las unas a las otras -incluso en medio de una cultura de competividad y violencia y aunque haya sido durante períodos cortos- para encontrar alegría en el trabajo, en la lucha, en el compañerismo y en la naturaleza.
Las perspectivas que se nos abren son de tiempos de confusión y lucha, pero también de inspiración. Cabe la posibilidad de que un movimiento de estas características pudiera tener éxito y conseguir lo que el sistema nunca ha podido hacer: efectuar un gran cambio con poca violencia. Esto será posible a medida que un sector cada vez mayor de ese segmento del 99% de la población vea que comparten las mismas necesidades; y cuanto más vean la similitud de sus intereses guardianes y prisioneros, más aislado e ineficaz se volverá el establishment. Las armas de la élite -el dinero y el control de la información- serían inútiles ante una población resuelta. Los servidores del sistema se negarían a trabajar para que continúe el antiguo y mortal orden, y empezarían a utilizar su tiempo y su espacio -los mismos instrumentos que el sistema les había proporcionado para mantenerles en silencio- para desmantelar ese sistema mientras creaban otro nuevo.
Los prisioneros del sistema seguirán rebelándose, como antes, de maneras imprevisibles, en momentos que no pueden ser pronosticados. La nueva realidad de nuestra era es la posibilidad de que los guardianes se unan a los prisioneros. Los lectores y los escritores casi siempre hemos estado en el lado de los guardianes. Si entendemos eso, y actuamos en consecuencia, la vida no sólo será más satisfactoria ahora mismo, sino que nuestros nietos o nuestros biznietos quizás puedan ver un mundo diferente y maravilloso.
Epílogo
SOBRE LA PRESIDENCIA DE CLINTON
En las elecciones presidenciales de 1992, el demócrata Bill Clinton, el joven y atractivo gobernador de Arkansas, derrotó al republicano George Bush. Las condiciones económicas del país se estaban deteriorando, y Clinton prometió un “cambio”.
No fue un electorado muy entusiasta (el 45% se mantuvo alejado de las urnas) y, de aquellos que votaron, solamente un 43% votó por Clinton. Bush recibió el 38% de los votos, y casi el 20% de los votantes abandonaron a los partidos políticos más importantes y votaron al multimillonario de Texas Ross Perot, que prometía apartarse de la política tradicional.
El Consejo Directivo Demócrata, que quería desplazar al partido Demócrata hacia el centro, había apoyado fuertemente a Clinton. Su plan era prometer lo suficiente a los negros, las mujeres y los trabajadores para conservar su apoyo, pero atraer a los votantes conservadores blancos con un programa de inflexibilidad hacia el crimen y de apoyo a un ejército poderoso.
Consecuentemente, Clinton hizo unos cuantos nombramientos al gabinete que diesen a entender que daba su apoyo a los obreros y a los programas de bienestar social. Pero sus nombramientos clave para los departamentos del Tesoro y Comercio fueron para los ricos abogados de las corporaciones, y el equipo de política exterior -el secretario de Defensa, el director de la CIA y el consejero de Seguridad Nacional- eran abonados fijos al sistema bipartidista que alentaba la guerra fría.
Inmediatamente después de su victoria electoral, Clinton dijo: “Quiero reafirmar la continuidad esencial de la política exterior americana”. Efectivamente, en vísperas de las elecciones, había dejado claro que por mucho que hubiese acabado la guerra fría, sólo pensaba reducir el presupuesto militar de Bush en un 5%. Una vez que asumió la presidencia fue fiel a su palabra, y mantuvo un presupuesto militar de 262 mil millones de dólares.
Clinton estaba aceptando la premisa republicana de que Estados Unidos debía estar preparado para luchar en dos guerras regionales al mismo tiempo. Esto, a pesar de las declaraciones hechas por el general Colin Powell, quien, viendo el colapso de la Unión Soviética, había declarado en la revista Defense News (8 de abril de 1991) “Me estoy quedando sin demonios. Me estoy quedando sin villanos. Sólo me quedan Castro y Kim Il Sung”. El secretario de Defensa de Bush, Dick Cheney -que no era una paloma de la paz que digamos- había dicho en 1992: “Las amenazas se han vuelto remotas, tan remotas que es difícil distinguirlas”.
Cuando llevaba dos años en la presidencia, Clinton propuso que se reservara aún más dinero para el ejército. En un despacho del New York Times de Washington (1 de diciembre de 1994) se daba la siguiente información:
En un intento de aplacar las críticas de falta de financiación para el ejército, el presidente Clinton celebró hoy una ceremonia en el Rose Garden en la que anunció que procuraría incrementar el gasto militar para los próximos seis años en 25 millones.
Clinton llevaba apenas seis meses en la presidencia cuando mandó a las Fuerzas Aéreas bombardear Bagdad, supuestamente como respuesta a la conspiración para asesinar a George Bush en ocasión de la visita del antiguo presidente a Kuwait. No había evidencias claras de que existiera tal conspiración, ya que provenían de la policía de Kuwait, famosa por su corrupción. Tampoco Clinton esperó a los resultados del juicio a los acusados de conspiración que se suponía iba a tener lugar en Kuwait.
Los aviones estadounidenses que -según el gobierno- tenían como blanco el Cuartel General de la Inteligencia iraquí, bombardearon un barrio de las afueras. En el ataque resultaron muertas seis personas, incluyendo a una destacada artista iraquí y a su marido. Luego resultó que no se habían causado daños significativos -si es que hubo alguno- en las instalaciones de la inteligencia iraquí. El New York Times comentó “Las declaraciones categóricas del señor Clinton recordaban las afirmaciones del presidente Bush y del general Norman Schwarzkopf durante la guerra del Golfo Pérsico, que luego resultaron ser falsas”.
La columnista Molly Ivins sugirió que el propósito del bombardeo sobre Bagdad -es decir, el hecho de “enviar un poderoso mensaje”encalaba con la definición del concepto de terrorismo. “Lo que llega a ser exasperante de los terroristas es que sus actos de venganza o sus llamadas de atención -llámense como se llamen- son indiscriminados… Lo que es verdad en los individuos… también lo es para las naciones”.
La política exterior de Clinton mantenía esa típica insistencia demócrata-republicana en la conservación de las buenas relaciones con cualquier gobierno que estuviera en el poder y promover así rentables acuerdos empresariales, sin tener en cuenta su comportamiento a la hora de respetar los derechos humanos. Se continuaba enviando ayuda a Indonesia a pesar del historial que había tenido este país en cuanto a asesinatos en masa (quizás 200.000 personas muertas sobre una población de 700.000) durante la invasión y ocupación de Timor Oriental.
Respecto a los derechos humanos se evidenció un nuevo caso de insensibilidad en la extraña actitud de la administración Clinton hacia dos naciones que se consideraban “comunistas”. China había masacrado a los estudiantes que protestaban en Pekín en 1989 y había enviado a la cárcel a los disidentes. Cuba había encarcelado a los que criticaban al régimen, pero no poseía un historial sangriento de represión como el de la China comunista y otros gobiernos del mundo entero que recibían ayuda norteamericana.
Estados Unidos continuó enviando ayuda económica a China, y le otorgaba ciertos privilegios comerciales (la categoría de “nación de trato preferencial”) en aras de sus intereses comerciales. Pero la administración de Clinton continuó, e incluso extendió, el bloqueo a Cuba, bloqueo que privaba a la población de comida y medicinas. Parecía que lo que preocupaba a la administración Clinton en sus relaciones con Rusia era la “estabilidad” por encima de la moralidad. Insistía en un firme apoyo al régimen de Boris Yeltsin, incluso después de que Rusia invadiera y bombardeara de forma brutal la remota región de Chechenia, la cual quería su independencia. Tanto Clinton como Yeltsin, con ocasión de la muerte de Richard Nixon, expresaron su admiración por el hombre que había continuado la guerra en Vietnam, que había violado el juramento hecho al acceder a la presidencia y que había eludido los cargos criminales sólo porque su propio vicepresidente le perdonó. Yeltsin dijo de Nixon que era “uno de los políticos más grandes del mundo”, y Clinton dijo que Nixon, durante toda su carrera “había sido un gran defensor de la libertad y la democracia en todo el mundo”. La política de economía exterior de Clinton no desentonaba de la habida durante la larga historia de la nación, en la que los dos partidos más importantes se mostraban más preocupados por los intereses de las corporaciones que por los derechos de la gente trabajadora -bien fuera aquí o en el extranjero- y veía la ayuda al extranjero como una herramienta política y económica más que como un acto humanitario.
El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, ambos dominados por los Estados Unidos, adoptaron un enfoque de banquero duro para con los países del Tercer Mundo que estaban llenos de deudas. Insistían en que estas naciones pobres asignaran una buena parte de sus escasos recursos a pagar los préstamos a los países ricos, a costa de recortar los servicios sociales a unas poblaciones que ya estaban desesperadas.
En la economía exterior se daba un gran énfasis a la “economía de mercado” y a la “privatización”. Esto obligaba a las personas del antiguo bloque soviético a defenderse por sus propios medios en una economía supuestamente “libre” y sin tener los beneficios sociales que habían tenido bajo los antiguos y reconocidamente ineficaces regímenes.
El concepto del “comercio libre” se convirtió en un objetivo importante para la administración Clinton. En el Congreso, solicitó el apoyo activo tanto de los republicanos como de los demócratas para que se aceptara el Acuerdo Norteamericano de Libre Comercio con México. Este acuerdo eliminaba los obstáculos para que el capital y las mercancías de las corporaciones pudieran circular a lo largo y ancho de la frontera entre México y Norteamérica sin ningún tipo de restricciones.
Uno de los actos más impresionantes de la política exterior de Clinton fue el de presionar a los líderes militares de Haití -que habían depuesto a Jean-Bertrand Aristide (presidente elegido democráticamente en 1991)- para que volvieran a aceptar a Aristide como presidente y satisfacer a los haitianos. Pero este hecho resultaba algo sospechoso, debido al largo historial político estadounidense de apoyo a los dictadores corruptos en Haití. La política nacional de Clinton -como era tradicional en los candidatos demócratas- armonizaba más con los seguidores negros, con las mujeres y con los trabajadores. Pero incluso sus medidas progresistas se veían seriamente limitadas por su aparente deseo de cortejar a los conservadores, por su miedo a ofender los intereses de las corporaciones y por los límites establecidos por los enormes gastos del presupuesto militar.
El programa económico de Clinton -anunciado en un principio como un programa para la creación de trabajo- cambió pronto de rumbo y se concentró en la reducción del déficit (con Reagan y Bush la deuda nacional se había elevado a cuatro billones de dólares). Y esto significaba que no habría ningún programa intrépido de inversiones ni en la sanidad universal, ni en la educación, ni en las guarderías, ni en la vivienda, en el medio ambiente, en el arte o en la creación de puestos de trabajo.
Los pequeños gestos de Clinton no se acercaban a lo que necesitaba una nación en la que una cuarta parte de los niños vivían en la pobreza, donde la gente sin hogar vivía en la calle en todas las grandes ciudades, donde las mujeres no podían buscar trabajo debido a la inexistencia de guarderías, donde el aire y el agua se estaban deteriorando de forma peligrosa y donde 35 millones de americanos -10 millones de los cuales eran niños- no disponían de cuidados médicos.
Estados Unidos era el país más rico del mundo, con un 5% de la población de la tierra, pero que consumía el 30% de lo que se producía en todo el mundo. La riqueza estaba polarizada, con un 1% de la población propietario del 35% de la riqueza -aproximadamente 5,7 billones. En sus empobrecidas ciudades, los niños morían en un porcentaje más alto que en cualquier otro país industrializado del mundo. En un año, 1988, murieron 40.000 bebés antes de cumplir el año, con una tasa de mortandad entre bebés afroamericanos dos veces mayor que entre los blancos.
Para poder alcanzar -más o menos- una igualdad de oportunidades, se necesitaría una drástica redistribución de la riqueza y enormes inversiones para la creación de empleo, la salud, la educación y el medio ambiente. Había dos posibles fuentes para financiar esto, pero la administración de Clinton no se mostraba inclinada a explotar ninguna de ellas.
Una de las fuentes era el presupuesto militar. Durante la campaña presidencial de 1992, Randall Forsberg, un experto en gastos militares, habla sugerido que un presupuesto militar de 60 mil millones -cifra que se alcanzaría en un número concreto de años”ayudaría a perfilar una política exterior estadounidense desmilitarizada, la cual se adecuaría a las necesidades y a las oportunidades del mundo en los años posteriores a la Guerra Fría”. Así se podrían ahorrar 200 mil millones al año que se podrían utilizar en asuntos sociales.
Pero la presidencia de Clinton, como todas las administraciones republicanas y demócratas anteriores, no estaba dispuesta a renunciar a la guerra como instrumento de política nacional. La insistencia en el predominio militar mostraba claramente que este poder se mantenía -y probablemente siempre se había mantenidono para hacer frente a la Unión Soviética, sino para intervenir en los países del Tercer Mundo, con miras a obtener ventajas económicas y políticas. No se permitiría que ninguna necesidad urgente de la nación se interpusiera a este objetivo.
La otra posible fuente para financiar las necesidades sociales estaba en la riqueza de los multimillonarios. El 1% más rico del país había obtenido más de un billón de dólares en los últimos doce años como resultado de los cambios en el sistema tributario. Un “impuesto sobre la riqueza” podría enmendar eso. Por otro lado, un impuesto sobre la renta verdaderamente progresivo -volviendo a los niveles posteriores a la Segunda Guerra Mundial del 70-90% para los ingresos muy altos- quizás podría reunir cien mil millones de dólares para los programas sociales. De esta manera, podrían conseguirse de cuatro a cinco mil millones de dólares para un sistema sanitario universal, para un programa de trabajo de pleno empleo, para viviendas asequibles, transporte publico, arte y medio ambiente. La alternativa a ese programa tan atrevido era continuar igual, con ayudas insignificantes para los pobres, permitiendo que las ciudades fueran contaminándose, no ofreciendo ningún trabajo útil a los jóvenes y creando una población marginal de personas holgazanas y desesperadas que caen en la droga y el crimen constituyendo una amenaza para la seguridad fisica del resto de la población. Para afrontar esta situation, los demócratas y los republicanos se unieron para aprobar una ley del crimen, para construir más cárceles y para encerrar a más personas desesperadas, muchas de las cuales eran jóvenes, y muchas no blancas. Esto era un gesto dirigido a los americanos que se sentían amenazados por el incremento del crimen violento. De esta manera, en 1994, Estados Unidos tenía en las cárceles a una proporción de la población más alta que ningún otro país del mundo: un millón de personas. Si la administración de Clinton y el Consejo Directivo Demócrata esperaban atraerse a los votantes moderados abandonando los atrevidos programas sociales, reforzando el ejército y usando mano dura contra el crimen, entonces fracasaron. En las elecciones al Congreso de 1994, los republicanos desbancaron a los demócratas tanto en la Cámara como en el Senado y obtuvieron la mayoría en ambas cámaras. Inmediatamente propusieron, con el pretexto de escapar del “gran gobierno”, el desmantelamiento de los programas sociales que se habían creado desde los años del New Deal.
Los victoriosos republicanos pedían un “mandato” de la gente para su programa. Pero tampoco se trataba de eso. Sólo el 37% del electorado fue a las urnas, y poco más de la mitad de ese 37% votó a los republicanos. Si alguien tenía un mandato, era ese 63% de la población que parecía estar al margen de un proceso político dominado por dos partidos políticos mayoritarios muy poco populares. (Un informe de 1988 mostró que dos terceras partes de los votantes querían ver a otros candidatos que no fueran el republicano Bush o el democrata Dukakis).
De hecho, las encuestas de los años ochenta y principios de los noventa indicaban que los americanos estaban a favor de medidas políticas atrevidas que ni los demócratas ni los republicanos estaban dispuestos a proponer. Estas encuestas mostraban un apoyo del 61% en favor de un sistema sanitario como el de Canadá, y un 84% de apoyo a la idea de subir los impuestos a los millonarios.
Mientras ambos partidos se mostraban críticos con el “sistema de beneficio y ayuda social” (como si las corporaciones y los bancos no recibieran enormes beneficios del gobierno), una encuesta del New York Times/CBS News en diciembre de 1994 descubrió que el 65% pensaba que “es responsabilidad del gobierno cuidar de las personas que no pueden hacerlo por sí solas”.
Si la democracia significaba que el gobierno debía reconocer de algún modo la voluntad de las personas, estaba claro que en 1995 ni los republicanos ni los demócratas lo estaban cumpliendo. Una encuesta llevada a cabo por Los Angeles Times, en septiembre de 1994, descubrió que “cada vez hay más americanos que dicen estar más dispuestos a apoyar a un nuevo partido”. Esto confirmaba la encuesta Gordon Black, efectuada dos años antes, en la que el 54% de los encuestador decía que quería “un nuevo partido reformista nacional”.
Si la experiencia histórica nos enseñó algo, fue que una seria crisis nacional como la que existía en los Estados Unidos a mediados de los noventa, una crisis de pobreza, de drogas, de violencia, de crimen, de marginación de la política y de incertidumbre sobre el futuro, no se resolvería sin un gran movimiento social por parte de los ciudadanos. Este movimiento necesitaría conjuntar la inspiración y el compromiso de toda una serie de movimientos -el abolicionista, el obrerista, el pacifista, el de los derechos civiles, el feminista, el homosexual y el medioambiental- para que la nación pudiera coger un nuevo rumbo.
En algún momento de 1992, el partido Republicano celebró una cena para recaudar fondos en la que los individuos y las corporaciones pagaron hasta 400.000 dólares para poder asistir. Un portavoz del presidente Bush, Marlin Fitzwater, dijo a los reporteros: “Sí, se trata de comprarse el acceso al sistema”. Cuando se le preguntó sobre las personas que no tenían tanto dinero, contestó: “Deben exigir el acceso de otras maneras”.
Eso puede haber sido una pista para los americanos que quieren un cambio real. Tendrán que exigir el acceso a su manera.
Noviembre 2000. 
Post Scriptum
LAS ELECCIONES DEL 2000
Y LA “GUERRA CONTRA EL TERRORISMO”
Si la experiencia histórica tiene algún significado, el futuro de la paz y la justicia en los Estados Unidos no dependerá de la buena voluntad del Gobierno. El programa de Bush se hizo inmediatamente claro: se dirigió a incrementar el presupuesto militar.
Mientras Bill Clinton concluía su segundo mandato -la vigésimo segunda Enmienda a la Constitución establece dos términos presidenciales como límite-, resultaba claro que Al Gore, el hombre que le había servido fielmente como vicepresidente, sería el candidato demócrata. El Partido Republicano escogió como su candidato al Gobernador de Texas, George W. Bush, conocido por sus vínculos con los intereses petrolíferos y por su récord de ejecuciones de prisioneros durante su mandato.
Aunque durante la campaña Bush acusó a Gore de apelar a la guerra de clases, la candidatura de Gore y su vicepresidente, el senador Joseph Lieberman, no amenazaba a los super-ricos. En la primera plana del New York Times aparecieron los siguientes titulares: “Como Senador, Joseph Lieberman es un orgulloso hombre pro-negocios”. Y se ofrecían más detalles: le amaban la industria de alta tecnología del Valle de la Silicona, y el complejo militar-industrial de Conneticut le estaba agradecido por sus 7,5 billones de dólares en concepto de contratos para la fabricación del submarino “Lobo de Mar”.
Las diferencias en el apoyo del poder corporativo a ambos candidatos pueden medirse por los 220 millones de dólares recaudados por la campaña de Bush y los 170 por la de Gore. Ninguno de los dos tenía un plan nacional para la salud gratuita, ni para construir casas de bajo presupuesto, ni para cambios dramáticos en los controles medioambientales. Ambos apoyaban la pena de muerte y el aumento del número de cárceles. Ambos favorecían un establishment militar más grande, el empleo extensivo de minas terrestres y las sanciones contra los pueblos de Cuba e Iraq.
Había un candidato de un tercer partido, Ralph Nader, cuya reputación nacional se había originado durante décadas de persistente crítica al control corporativo de la economía. Su programa resultaba ampliamente diferente al de los dos candidatos anteriores, con énfasis en la salud, la educación y el medio ambiente. Pero durante la campaña Nader fue marginado de los debates televisivos nacionales, y sin el apoyo de los grandes hombres de negocios, tuvo que recolectar fondos de pequeñas contribuciones a manos de personas que creían en su programa. Ante la unidad de los dos grandes partidos en torno a temas de clase, y ante las barreras levantadas contra el candidato de un tercer partido, resultaba predecible que la mitad del país, mayormente las personas de más bajos ingresos, ni siquiera votaría. Un periodista habló con una cajera de una gasolinera, esposa de un trabajador de la construcción. La mujer le dijo “No creo que piensen en gente como nosotros… Tal vez si vivieran en un trailer de dos habitaciones, sería distinto”. Una afroamericana, administradora de un McDonald’s, y que gana un poco más del salario mínimo, 5.15 la hora, dijo sobre Bush y Gore “Ni siquiera le presto atención a esos dos, y mis amigos dicen lo mismo. Mi vida no cambiará”.
Resultó ser la elección más extraña en toda la historia de la nación. Al Gore recibió cientos de miles de votos más que Bush, pero la Constitución requería que los electores de cada estado decidieran el vencedor. El voto electoral fue tan ajustado que el resultado lo determinarían los electores del estado de Florida. Esta diferencia entre el voto popular y el voto electoral había ocurrido dos veces antes, en 1876 y 1888.
El candidato con la mayor cantidad de votos en Florida obtendría todos los electores del estado, y ganaría así la presidencia. Pero hubo una enconada disputa acerca de si Bush o Gore habían recibido más votos en Florida. Al parecer, muchos votos no habían sido contados, especialmente en distritos donde vivían muchos afroamericanos, los boletos habían sido descalificadas con argumentos técnicos, y las marcas hechas por las máquinas en las mismas no eran claras.
Bush tenía esta ventaja: su hermano Jeb Bush era el Gobernador de Florida. La Secretaria de Estado de Florida, Katherine Harris, una republicana, tenía el poder de certificar quién había logrado mayor cantidad de votos y, por consiguiente, de decidir quién había ganado las elecciones. Enfrentando acusaciones de boletos dudosos, hizo un rápido recuento parcial que colocó a Bush en la delantera. Una apelación a la Corte Suprema de Florida, dominada por los demócratas, decidió que ésta ordenara a Harris no certificar un ganador, y que continuara el recuento de los votos. Harris estableció un límite para el recuento, y cuando todavía había miles de boletos en disputa, certificó que Bush había sido el ganador con 537 votos. Esta fue, ciertamente, la decisión más cerrada en la historia de las elecciones presidenciales. Con un Al Gore dispuesto a desafiar la certificación, y a solicitar que el recuento continuara, como lo había legislado la Corte Suprema de Florida, el Partido Republicano llevó el caso a la Corte Suprema de los Estados Unidos.
La Corte Suprema se dividió por razones ideológicas. A pesar de la tradicional posición de no interferir en los poderes del Estado, los cinco jueces conservadores (Rehnquist, Scalia, Thomas, Kennedy, O’Connor) denegaron el dictamen de la Corte Suprema de Florida y prohibieron seguir recontando los boletos. Dijeron que el recuento violaba el requerimiento constitucional de “igual protección ante la ley”, porque había diferentes estándares en diferentes condados de la Florida para recontar los boletos.
Los cuatro jueces liberales (Stevens, Ginsburg, Breyer, Souter) legislaron que la Corte no tenía el derecho de intervenir en la interpretación de la ley estadual hecha por la Corte Suprema de Florida. Breyer y Souter argumentaron que si no se podía tener un patrón uniforme en el cómputo, el remedio consistía en convocar unas nuevas elecciones en Florida con un patrón uniforme. El hecho de que la Corte Suprema rehusara permitir cualquier reconsideración de la elección, significaba que estaba decidida a que su candidato preferido, George W. Bush, fuera el Presidente. El juez Stevens subrayó con cierta amargura en su informe de la minoría: “Aunque puede que nunca sepamos con entera certeza la identidad del ganador de las elecciones presidenciales de este año, la identidad del perdedor está perfectamente clara. Es la confianza de la nación en el juez como un guardián imparcial del imperio de la ley”.
Al asumir la presidencia, Bush procedió a implementar su agenda pronegocios con total confianza, como si tuviera el apoyo abrumador de la nación. Y el Partido Demócrata, cuya filosofía fundamental no es muy diferente, le hizo una tímida oposición, alineándose completamente con la política exterior de Bush y difiriendo de él sólo ligeramente en su política doméstica.
El programa de Bush se hizo inmediatamente claro. Impulsó recortes de impuestos a los ricos, se opuso a regulaciones ambientales estrictas que costarían dinero a los intereses del mundo de los negocios y planeó “privatizar” la seguridad social al hacer que los fondos para el retiro dependieran de la bolsa.
Se dirigió a incrementar el presupuesto militar y a continuar el programa de la “Guerra de las Galaxias”, aunque el consenso de la comunidad científica señalaba que los misiles antibalísticos en el espacio no funcionarían, y que incluso si este plan tuviera éxito, desataría una más feroz carrera armamentista en todo el mundo. Nueve meses después de instalado Bush en la presidencia, el 11 de septiembre de 2001 un evento cataclísmico desplazó otros temas al traspatio. Secuestradores a bordo de tres enormes jets, repletos de combustible, los estrellaron contra las Torres Gemelas del World Trade Center, en Nueva York, y contra un ala del Pentágono, en Washington D.C. En todo el país, los norteamericanos observaron, horrorizados, el colapso de las torres en sus pantallas de televisión, un infierno de cemento y metal que enterró a miles de trabajadores y a cientos de bomberos y policías que habían ido a rescatarlos.
Era un asalto sin precedentes contra enormes símbolos de la riqueza y el poder norteamericanos, llevado a cabo por nueve hombres del Medio Oriente, la mayoría de Arabia Saudita. Estaban dispuestos a morir con tal de asestar un golpe mortal contra lo que percibían claramente como el enemigo, una superpotencia que se había pensado a sí misma como invulnerable.
De inmediato el presidente Bush declaró una “guerra contra el terrorismo”, y proclamó “No debemos hacer distinciones entre los terroristas y los países que albergan a terroristas”. Rápidamente, el Congreso aprobó una resolución otorgándole a Bush el poder de proceder con acciones militares sin la declaración de guerra requerida por la Constitución. La resolución fue aprobada de manera unánime por el Senado. En la Cámara de Representantes disintió un solo miembro: Bárbara Lee, una afroamericana de California. Partiendo de la suposición de que el militante islámico Osama Bin Laden era el responsable de los ataques del 11 de septiembre, y de que estaba en algún lugar de Afganistán, Bush ordenó el bombardeo de ese país.
Bush había declarado que su objetivo era capturar (”vivo o muerto”) a Osama Bin Laden, y destruir a la organización integrista islámica Al Qaeda. Pero al cabo de cinco meses de bombardear Afganistán, durante su discurso sobre el estado de la Unión, tuvo que admitir que “decenas de miles de terroristas entrenados estaban sueltos”, y que “docenas de países” estaban acogiendo a terroristas.
Para Bush y sus asesores, debería ser obvio que el terrorismo no puede derrotarse mediante el uso de la fuerza, una evidencia histórica fácilmente disponible. Una y otra vez, los británicos han reaccionado a los actos terroristas del Ejército Republicano Irlandés, sólo para enfrentar más terrorismo. Durante décadas, los israelíes han respondido al terrorismo palestino con golpes militares, lo cual no ha hecho sino redundar en mayores atentados palestinos. Después del ataque a las embajadas norteamericanas en Tanzania y Uganda, en 1998, Bill Clinton había bombardeado Afganistán y Sudán. Claramente, mirando al 11 de septiembre, esto no había logrado detener el terrorismo.
Aún más, los meses de bombardeo habían sido devastadores para un país que había atravesado décadas de guerra civil y destrucción. El Pentágono sostuvo que sólo se estaban bombardeando “objetivos militares”, que las muertes de civiles eran “desafortunadas, un accidente lamentable”. Sin embargo, de acuerdo con grupos de derechos humanos y con reportajes publicados por la prensa norteamericana y europea, al menos mil o quizás cuatro mil personas fueron asesinadas por las bombas norteamericanas.
Parecía que los Estados Unidos estaban reaccionando a los horrores perpetrados por los terroristas contra personas inocentes en Nueva York matando a otras personas inocentes en Afganistán. Diariamente, el New York Times publicaba viñetas de las víctimas de la tragedia de las Torres Gemelas con retratos y descripciones de su trabajo, sus intereses, sus familias.
No había manera de obtener información similar sobre las víctimas afganas, pero hubo testimonios conmovedores recogidos por reporteros que escribían desde hospitales y aldeas sobre los efectos de los bombardeos norteamericanos. Un periodista del Boston Globe escribió desde un hospital en Jalalabad:
En la cama yace Noor Mohammad, de diez años, envuelto en vendajes. Perdió sus ojos y sus manos después de que una bomba alcanzara su casa tras la cena del domingo. El director del Hospital, Guloja Shimwari, se golpeó la cabeza ante las heridas del niño. “Los Estados Unidos deben estar pensando que él es Osama -dijo Shimwari. Si él no es Osama,
¿entonces por qué harían esto?”
El reportaje continuaba:
La morgue del hospital recibió 17 cuerpos durante el último fin de semana, y los funcionarios estiman que por lo menos 89 civiles fueron asesinados en distintas aldeas. Ayer en el hospital, con el daño causado por una bomba podría hacerse la crónica de la vida de una familia. La bomba mató al padre, Faisal Karim. En una cama yacía su esposa, Mustafa Jama, con heridas graves en la cabeza. A su alrededor, seis de sus hijos estaban vendados. Uno de ellos, Zahidullah, de ocho años, estaba en estado de coma.
Desde la calamidad del 11 de septiembre, el público norteamericano apoyaba abrumadoramente la política de Bush de “guerra contra el terrorismo”. El Partido Demócrata se sumó a ella, rivalizando con los republicanos acerca de quién podría emplear un lenguaje más duro contra el terrorismo. El New York Times, que se había opuesto a Bush durante las elecciones, editorializó en diciembre de 2001: “El Sr. Bush ha demostrado ser un líder fuerte en tiempos de guerra, y da a la nación un sentido de seguridad durante un período de crisis”. Pero la catástrofe humana causada por el bombardeo de Afganistán no estaba siendo transmitida a los norteamericanos por la prensa del mainstream y por las grandes cadenas de televisión, que parecían decididas a mostrar su “patriotismo”.
El jefe de la cadena de televisión CNN, Walter Isaacson, envió un memo a su equipo: decía que las imágenes de bajas civiles debían ir acompañadas de una explicación de que eran en represalia por albergar terroristas. “Parece perverso concentrarse demasiado en las bajas de Alganistán”, dijo. El conocido comentarista televisivo Dan Rather, declaró: “George Bush es el presidente. Si quiere que me enrole, sólo tiene que decirme dónde”.
El gobierno de los Estados Unidos hizo grandes esfuerzos por controlar el flujo de información desde Afganistán. Bombardeó el edificio de la mayor estación de televisión en el Medio Oriente, AlJazeera, y compró una estación de satélite que estaba tomando fotos de los resultados de los bombardeos.
Las revistas de circulación masiva auspiciaron una atmósfera de venganza. Uno de los redactores de Time, bajo el titular “La Razón para la Ira y la Retribución” se pronunció por una política “enfocada a la brutalidad”. Un popular comentarista televisivo, Bill O’Reilly, hizo un llamamiento para que los Estados Unidos bombardearan la infraestructura afgana hasta hacerla añicos -el aeropuerto, las termoeléctricas, los acueductos, y las carreteras.
Se generalizó el despliegue de banderas norteamericanas en las ventanas de casas, automóviles y tiendas, y a los ciudadanos se les hizo difícil criticar las políticas gubernamentales en una atmósfera de jingoísmo guerrerista. En California, un trabajador telefónico retirado que hizo un comentario crítico sobre Bush, fue visitado por el FBI e interrogado. Una joven se encontró dos hombres del FBl en su puerta. Le dijeron que tenían informes sobre la existencia de afiches en las paredes de su casa criticando al Presidente.
El Congreso aprobó la “Ley Patriótica”, que otorgó al Departamento de Justicia el poder de detener a residentes simplemente por sospechas, sin acusaciones, sin los derechos de procedimiento provistos en la Constitución. La Ley establecía que el Secretario de Estado podía designar a cualquier grupo como terrorista. Cualquier persona que fuera miembro o hubiera recolectado fondos para esa organización, podía ser arrestada y retenida hasta que fuera deportada.
El presidente Bush advirtió a la nación no reaccionar con hostilidad hacia los árabe-americanos, pero de hecho el gobierno empezó a interrogar personas, casi todas musulmanas, y mantuvo a mil o más detenidas sin acusaciones. Un columnista del New York Times, Anthony Lewis, informó del caso de un hombre arrestado por evidencia secreta, y cuando un juez federal dictaminó que no había razón para concluir que constituyera una amenaza para la seguridad nacional, fue liberado. Sin embargo, después del 11 de septiembre el Departamento de Justicia, ignorando el dictamen del juez, lo llevó a prisión nuevamente. Lo mantuvo en confinamiento solitario 23 horas al día y no permitió que su familia lo visitara.
Hubo voces minoritarias que criticaron la guerra. Tuvieron lugar en todo el país asambleas de estudiantes y profesores, así como manifestaciones. Las consignas típicas eran “Justicia, No Guerra”, y “Nuestro Dolor No Es un Llamamiento a la Venganza”. En Arizona, un lugar no demasiado famoso por sus actividades antiestablishment, seiscientos ciudadanos firmaron un anuncio comercial en un periódico con la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Hicieron un llamamiento a los Estados Unidos y a la comunidad internacional para desviar los recursos para la destrucción de Afganistán y dedicarlos, en cambio, a acabar con los obstáculos que impiden que los necesitados reciban suficientes alimentos.
Algunos familiares de los muertos en las Torres Gemelas o en el Pentágono escribieron al presidente Bush. Le urgían a no retribuir la violencia con la violencia, y a no proceder a bombardear al pueblo de Afganistán. Amber Amundson, cuyo esposo, un piloto del ejército, había muerto en el ataque al Pentágono, dijo: “He escuchado una retórica furiosa por parte de algunos norteamericanos, incluyendo muchos líderes de nuestra nación, que aconsejan una fuerte dosis de venganza y castigo. Me gustaría dejarles claro que ni mi familia ni yo estamos de acuerdo con sus palabras de ira. Si ustedes eligen responder esta incomprensible brutalidad perpetuando la violencia contra otros seres humanos inocentes, no podrán hacerlo en nombre de la justicia para mi esposo”.
En enero de 2002, algunos de los familiares de las víctimas viajaron a Afganistán para reunirse con familias afganas que habían perdido a sus seres queridos durante los bombardeos norteamericanos. Se reunieron con Abdul y Shakila Amin. Su hija de seis años, Nazila, había muerto por una bomba norteamericana. Una de las norteamericanas era Rita Lasar, cuyo hermano fue considerado un héroe por el presidente Bush -había decidido permanecer junto a un amigo parapléjico en uno de los pisos del World Trade Center, en lugar de salvarse él mismo. Lasar dijo que dedicaría el resto de su vida a la causa de la paz.
Los críticos argumentaron que el terrorismo tenía su raíz en profundos agravios contra los Estados Unidos, y que si se quería detenerlo, estas causas tenían que ser abordadas. Esos agravios no eran difíciles de identificar: el estacionamiento de tropas norteamericanas en Arabia Saudita, un sitio sagrado para el Islam, los diez años de sanciones contra Iraq que, de acuerdo con las Naciones Unidas, habían causado la muerte de miles de niños; el continuo apoyo norteamericano a la ocupación de Israel de la tierra palestina, incluyendo el otorgamiento de billones de dólares en ayuda militar a los sionistas.
Sin embargo, estos problemas no pueden ser abordados sin cambios fundamentales en la política exterior norteamericana. Estos cambios no pueden ser aceptados por el complejo militar-industrial que domina en ambos partidos, porque requeriría la retirada de las fuerzas militares alrededor del mundo y renunciar a la dominación política y económica de otros países -en síntesis, al papel de los Estados Unidos como una superpotencia.
Esos cambios fundamentales requerirían un cambio radical en las prioridades: de gastar de 300 a 400 billones de dólares anuales en los militares, a utilizar esta riqueza para mejorar las condiciones de vida de los norteamericanos y de otras personas en el mundo. Por ejemplo, la Organización Mundial de la Salud estima que una pequeña parte del presupuesto militar norteamericano podría salvar millones de vidas si se emplea en el tratamiento de la tuberculosis. Mediante ese cambio radical en sus políticas, los Estados Unidos no serían más una superpotencia militar, sino una superpotencia humanitaria, empleando su riqueza para ayudar a los necesitados.
Tres años antes de los terribles sucesos del 11 de septiembre, un ex teniente coronel de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, Robert Bowman, quien voló en 101 misiones de combate en Viet Nam y más tarde fue ordenado como obispo católico, comentó los atentados terroristas a las embajadas norteamericanas en Kenya y Tanzania. En un artículo publicado por The National Catholic Reporter, escribió acerca de las raíces del terrorismo:
No nos odian porque practicamos la democracia, valoramos la libertad o defendemos los derechos humanos. Nos odian porque nuestro gobierno le niega estas cosas a los pueblos del Tercer Mundo, cuyos recursos son codiciados por nuestras corporaciones multinacionales. El odio que hemos demostrado nos ha sido devuelto en la forma de terrorismo. En vez de enviar a nuestros hijos e hijas a matar árabes para que podamos tener el petróleo que está bajo sus arenas, deberíamos enviarlos a reconstruir su infraestructura, a suministrarles agua limpia y alimentar a sus niños hambrientos. En síntesis, deberíamos hacer el bien en lugar del mal. ¿Quién tratará de detenernos entonces? ¿Quién nos odiaría? ¿Quién querría atacarnos? Esta es la verdad que el pueblo norteamericano necesita escuchar.
Voces como esta fueron mayormente silenciadas en los grandes medios de difusión después de los ataques del 11 de septiembre. Pero era una voz profética, y había al menos la posibilidad de que su poderoso mensaje moral pudiera expandirse en el pueblo norteamericano, una vez que quedara clara la futilidad de combatir la violencia con la violencia. Ciertamente, si la experiencia histórica tiene algún significado, el futuro de la paz y la justicia en los Estados Unidos no dependerá de la buena voluntad del Gobierno.
El principio democrático, enunciado en las palabras de la Declaración de Independencia, declaraba que el gobierno era secundario, que el pueblo que lo había establecido era lo primero. Por consiguiente, el futuro de la democracia depende del pueblo, y de su conciencia creciente acerca de cuál es la manera más decente de relacionarse con los seres humanos de todo el mundo.
Abril 2004.
Bibliografía
Este libro, escrito en pocos años, está basado en veinte años de enseñanza e investigación en torno a la historia americana, y tantos o más años de participación en movimientos sociales. Pero no podría haberse escrito sin el trabajo de varias generaciones de eruditos, y especialmente la presente generación de historiadores, que ha realizado ambiciosos trabajos sobre la historia de los negros, los indios, las mujeres y la gente trabajadora de todas las orientaciones. Tampoco podría haberse escrito sin el trabajo de muchas personas que, aún no siendo historiadores profesionales, se sintieron estimuladas por las luchas sociales que veían a su alrededor y recogieron material acerca de las vidas y las actividades de las personas ordinarias que intentan crear un mundo mejor, o simplemente intentan sobrevivir.
(La relación de libros y artículos empleados por el autor se encuentra en la versión Adobe en imagen de este libro.)