La Otra Historia de los Estados Unidos. A People´s History of the United States. Desde 1492 hasta el presente (Parte I)

Los hombres y las mujeres arawak, desnudos, morenos y presos de la perplejidad, emergieron de sus poblados hacia las playas de la isla y se adentraron en las aguas para ver más de cerca el extraño barco. Cuando Colón y sus marineros desembarcaron portando espadas y hablando de forma rara, los nativos arawak corrieron a darles la bienvenida, a llevarles alimentos, agua y obsequios. Después Colón escribió en su diario:
Nos trajeron loros y bolas de algodón y lanzas y muchas otras cosas más que cambiaron por cuentas y cascabeles de halcón No tuvieron ningún inconveniente en darnos todo lo que poseían.
Eran de fuerte constitución, con cuerpos bien hechos y hermosos rasgos.
No llevan armas, ni las conocen Al enseñarles una espada, la cogieron por la hoja y se cortaron al no saber lo que era No tienen hierro Sus lanzas son de caña.
Serían unos criados magníficos.



Howard Zinn
La otra Historia de los Estados Unidos Desde 1492 hasta el presente.
Título original:
A People’s History of the United States: 1492 to present

Depósito Legal: NA-2365-2005
ISBN: 84-89753-91-1
Para Georgia, Serena, Naushon, Will -y su generación.

Agradecimientos:
A Akwesasne Notes, Mohawk Nation, por el extracto del poema de Ila Abernathy.
A Dodd, Mead & Company, por el extracto de “We Wear The Mask” de The Complete Poems of Paul Laurence Dunbar.
A Harper & Row, por “Incident” de On These I Stand por Countee Cullen. Copyright 1925 de Harper & Row, Publishers, Inc.; renovado en 1953 por Ida M. Cullen.
A Alfred A. Knopf, Inc., por el extracto de “I, Too” de Selected Poems of Langston Hughes.
A The New Trail, 1953 School Yearbook of the Phoenix Indian School, Phoenix, Arizona, por el poema “It Is Not!”
A Random House, Inc., por el extracto de “Lenox Avenue Mural” de The Panther and the Lash: Poems of Our Time por Langston Hughes.
A Esta Seaton, por su poema “Her Life”, que apareció primero en The Ethnic American Woman por Edith Blicksilver, Kendall/Hunt Publishing Company, 1978.
A Warner Bros., por el extracto de Brother Can You Spare a Dime?, letra de lay Gorney, música de E. Y Harburg. © 1932 Warner Bros. Inc. Copyright Renovado. Todos los derechos reservados. Utilizado con permiso.

Capítulo 1

COLÓN, LOS INDÍGENAS Y EL PROGRESO HUMANO

Los hombres y las mujeres arawak, desnudos, morenos y presos de la perplejidad, emergieron de sus poblados hacia las playas de la isla y se adentraron en las aguas para ver más de cerca el extraño barco. Cuando Colón y sus marineros desembarcaron portando espadas y hablando de forma rara, los nativos arawak corrieron a darles la bienvenida, a llevarles alimentos, agua y obsequios. Después Colón escribió en su diario
Nos trajeron loros y bolas de algodón y lanzas y muchas otras cosas más que cambiaron por cuentas y cascabeles de halcón No tuvieron ningún inconveniente en darnos todo lo que poseían.
Eran de fuerte constitución, con cuerpos bien hechos y hermosos rasgos.
No llevan armas, ni las conocen Al enseñarles una espada, la cogieron por la hola y se cortaron al no saber lo que era No tienen hierro Sus lanzas son de caña.
Serían unos criados magníficos.
Con cincuenta hombres los subyugaríamos a todos y con ellos haríamos lo que quisiéramos.
Estos arawaks de las Islas Antillas se parecían mucho a los indígenas del continente, que eran extraordinarios (así los calificarían repetidamente los observadores europeos) por su hospitalidad, su entrega a la hora de compartir. Estos rasgos no estaban precisamente en auge en la Europa renacentista, dominada como estaba por la religión de los Papas, el gobierno de los reyes y la obsesión por el dinero que caracterizaba la civilización occidental y su primer emisario a las Américas, Cristóbal Colón.
Escribió Colón:
Nada más llegar a las Antillas, en las primeras Antillas, en la primera isla que encontré, atrapé a unos nativos para que aprendieran y me dieran información sobre lo que había en esos lugares.
La cuestión que más acuciaba a Colón era ¿dónde está el oro? Había convencido a los reyes de España a que financiaran su expedición a esas tierras. Esperaba que al otro lado del Atlántico -en las “Indias” y en Asia- habría riquezas, oro y especias. Como otros ilustrados contemporáneos suyos, sabía que el mundo era esférico y que podía navegar hacia el oeste para llegar al Extremo Oriente. España acababa de unificarse formando uno de los nuevos Estadonación modernos, como Francia, Inglaterra y Portugal. Su población, mayormente compuesta por campesinos, trabajaba para la nobleza, que representaba el 2% de la población, siendo éstos los propietarios del 95% de la tierra. España se había comprometido con la Iglesia Católica, había expulsado a todos los judíos y ahuyentado a los musulmanes. Como otros estados del mundo moderno, España buscaba oro, material que se estaba convirtiendo en la nueva medida de la riqueza, con más utilidad que la tierra porque todo lo podía comprar.
Había oro en Asia, o así se pensaba, y ciertamente había seda y especias, porque hacía unos siglos, Marco Polo y otros habían traído cosas maravillosas de sus expediciones por tierra. Al haber conquistado los turcos Constantinopla y el Mediterráneo oriental, y al estar las rutas terrestres a Asia en su poder, hacía falta una ruta marítima. Los marineros portugueses cada día llegaban más lejos en su exploración de la punta meridional de Africa. España decidió jugar la carta de una larga expedición a través de un océano desconocido.
A cambio de la aportación de oro y especias, a Colón le prometieron el 10% de los beneficios, el puesto de gobernador de las tierras descubiertas, además de la fama que conllevaría su nuevo título Almirante del Mar Océano. Era comerciante de la ciudad italiana de Génova, tejedor eventual (hijo de un tejedor muy habilidoso), y navegante experto. Embarcó con tres carabelas, la más grande de las cuales era la Santa María, velero de unos treinta metros de largo, con una tripulación de treinta y nueve personas.
Colón nunca hubiera llegado a Asia, que distaba miles de kilómetros más de lo que él había calculado, imaginándose un mundo más pequeño. Tal extensión de mar hubiera significado su fin. Pero tuvo suerte. Al cubrir la cuarta parte de esa distancia dio con una tierra desconocida que no figuraba en mapa alguno y que estaba entre Europa y Asia: las Américas. Esto ocurrió a principios de octubre de 1492, treinta y tres días después de que él y su tripulación hubieran zarpado de las Islas Canarias, en la costa atlántica de Africa. De repente vieron ramas flotando en el agua, pájaros volando. Señales de tierra. Entonces, el día 12 de octubre, un marinero llamado Rodrigo vio la luna de la madrugada brillando en unas arenas blancas y dio la señal de alarma. Eran las islas Antillas, en el Caribe. Se suponía que el primer hombre que viera tierra tenía que obtener una pensión vitalicia de 10.000 maravedís, pero Rodrigo nunca la recibió. Colón dijo que él había visto una luz la noche anterior y fue él quien recibió la recompensa.
Cuando se acercaron a tierra, los indios arawak les dieron la bienvenida nadando hacia los buques para recibirles. Los arawak vivían en pequeños pueblos comunales, y tenían una agricultura basada en el maíz, las batatas y la yuca. Sabían tejer e hilar, pero no tenían ni caballos ni animales de labranza. No tenían hierro, pero llevaban diminutos ornamentos de oro en las orejas.
Este hecho iba a traer dramáticas consecuencias: Colón apresó a varios de ellos y les hizo embarcar, insistiendo en que le guiaran hasta el origen del oro. Luego navegó a la que hoy conocemos como isla de Cuba, y luego a Hispaniola (la isla que hoy se compone de Haití y la República Dominicana). Allí, los destellos de oro visibles en los ríos y la máscara de oro que un jefe indígena local ofreció a Colón provocaron visiones delirantes de oro sin fin.
En Hispaniola, Colón construyó un fuerte con la madera de la Santa María, que había embarrancado. Fue la primera base militar europea en el hemisferio occidental. Lo llamó Navidad, y allí dejó a treinta y nueve miembros de su tripulación con instrucciones de encontrar y almacenar oro Apresó a más indígenas y los embarcó en las dos naves que le quedaban. En un lugar de la isla se enzarzó en una lucha con unos indígenas que se negaron a suministrarles la cantidad de arcos y flechas que él y sus hombres deseaban. Dos fueron atravesados con las espadas y murieron desangrados. Entonces la Niña y la Pinta embarcaron rumbo a las Azores y a España Cuando el tiempo enfrió, algunos de los prisioneros indígenas murieron.
El informe de Colón a la Corte de Madrid era extravagante. Insistió en el hecho de que había llegado a Asia (se refería a Cuba) y a una isla de la costa china (Hispaniola). Sus descripciones eran parte verdad, parte ficción.
Hispaniola es un milagro. Montañas y colinas, llanuras y pasturas, son tan fértiles como hermosas… los puertos naturales son increíblemente buenos y hay muchos ríos anchos, la mayoría de los cuales contienen oro… Hay muchas especias, y nueve grandes minas de oro y otros metales.
Los indígenas, según el informe de Colón “Son tan ingenuos y generosos con sus posesiones que nadie que no les hubiera visto se lo creería. Cuando se pide algo que tienen, nunca se niegan a darlo. Al contrario, se ofrecen a compartirlo con cualquiera…” Concluyó su informe con una petición de ayuda a Sus Majestades, y ofreció que, a cambio, en su siguiente viaje, les traería “cuanto oro necesitasen… y cuantos esclavos pidiesen”. Se prodigó en expresiones de tipo religioso “Es así que el Dios eterno, Nuestro Señor, da victoria a los que siguen Su camino frente a lo que aparenta ser imposible”
A causa del exagerado informe y las promesas de Colón, le fueron concedidos diecisiete naves y más de mil doscientos hombres para su segunda expedición. El objetivo era claro: obtener esclavos y oro. Fueron por el Caribe, de isla en isla, apresando indígenas. Pero a medida que se iba corriendo la voz acerca de las intenciones europeas, iban encontrando cada vez más poblados vacíos. En Haití vieron que los marineros que habían dejado en Fuerte Navidad habían muerto en una batalla con los indígenas después de merodear por la isla en cuadrillas en busca de oro, atrapando a mujeres y niños para convertirlos en esclavos para el sexo y los trabajos forzados.
Ahora, desde su base en Haití, Colón envió múltiples expediciones hacia el interior. No encontraron oro, pero tenían que llenar las naves que volvían a España con algún tipo de dividendo. En el año 1495 realizaron una gran incursión en busca de esclavos, capturaron a mil quinientos hombres, mujeres y niños arawaks, les retuvieron en corrales vigilados por españoles y perros, para luego escoger los mejores quinientos especímenes y cargarlos en naves. De esos quinientos, doscientos murieron durante el viaje. El resto llegó con vida a España para ser puesto a la venta por el arcediano de la ciudad, que anunció que, aunque los esclavos estuviesen “desnudos como el día que nacieron” mostraban “la misma inocencia que los animales”. Colón escribió más adelante. “En el nombre de la Santa Trinidad, continuemos enviando todos los esclavos que se puedan vender”.
Pero en el cautiverio morían demasiados esclavos. Así que Colón, desesperado por la necesidad de devolver dividendos a los que habían invertido dinero en su viaje, tenía que mantener su promesa de llenar sus naves de oro. En la provincia de Cicao, en Haití, donde él y sus hombres imaginaban la existencia de enormes yacimientos de oro, ordenaron que todos los mayores de catorce años recogieran cierta cantidad de oro cada tres meses. Cuando se la traían, les daban un colgante de cobre para que lo llevaran al cuello. A los indígenas que encontraban sin colgante de cobre, les cortaban las manos y se desangraban hasta la muerte.
Los indígenas tenían una tarea imposible. El único oro que había en la zona era el polvo acumulado en los riachuelos. Así que huyeron, siendo cazados por perros y asesinados.
Los arawaks intentaron reunir un ejército de resistencia, pero se enfrentaban a españoles que tenían armadura, mosquetes, espadas y caballos. Cuando los españoles hacían prisioneros, los ahorcaban o los quemaban en la hoguera. Entre los arawaks empezaron los suicidios en masa con veneno de yuca. Mataban a los niños para que no cayeran en manos de los españoles. En dos años la mitad de los 250.000 indígenas de Haití habían muerto por asesinato, mutilación o suicidio.
Cuando se hizo patente que no quedaba oro, a los indígenas se los llevaban como esclavos a las grandes haciendas que después se conocerían como “encomiendas”. Se les hacía trabajar a un ritmo infernal, y morían a millares. En el año 1515, quizá quedaban cincuenta mil indígenas. En el año 1550, habían quinientos. Un informe del año 1650 revela que en la isla no quedaba ni uno solo de los arawaks autóctonos, ni de sus descendientes.
La principal fuente de información sobre lo que pasó en las islas después de la llegada de Colón -y para muchos temas, la única- es Bartolomé de las Casas. De sacerdote joven había participado en la conquista de Cuba. Durante un tiempo fue el propietario de una hacienda donde trabajaban esclavos indígenas, pero la abandonó y se convirtió en un vehemente crítico de la crueldad española. Las Casas transcribió el diario de Colón y, a los cincuenta años, empezó a escribir una Historia de las Indias en varios volúmenes.
En la sociedad india se trataba tan bien a las mujeres que los españoles quedaron atónitos. Las Casas describe las relaciones sexuales:
No existen las leyes matrimoniales; tanto los hombres como las mujeres escogen sus parejas y las dejan a su placer, sin ofensa, celos ni enfado. Se reproducen a gran ritmo, las mujeres embarazadas trabjban hasta el último minuto y dan a luz casi sin dolor, al día siguiente se levantan, se bañan en el río y quedan tan limpias y sanas como antes de parir. Si se cansan de sus parejas masculinas, abortan con hierbas que causan la muerte del feto. Se cubren las partes vergonzantes con hojas o trapos de algodón, aunque por lo general, los indígenas -hombres y mujeres- ven la desnudez total con la misma naturalidad con la que nosotros miramos la cabeza o las manos de un hombre.
“Los indígenas,” dice Las Casas, “no dan ninguna importancia al oro y a otras cosas de valor. Les falta todo sentido del comercio, ni compran ni venden, y dependen enteramente de su entorno natural para sobrevivir. Son muy generosos con sus posesiones y por la misma razón, si deseaban las posesiones de sus amigos, esperan ser atendidos con el mismo grado de generosidad…”
Las Casas habla del tratamiento de los indígenas a manos de los españoles:
Testimonios interminables… dan fe del temperamento benigno y pacífico de los nativos… Pero fue nuestra labor la de exasperar, asolar, matar, mutilar y destrozar, ¿a quién puede extrañar, pues, si de vez en cuando intentaban matar a alguno de los nuestros? El almirante, es verdad, fue tan ciego como los que le vinieron detrás, y tenía tantas ansias de complacer al Rey que cometió crímenes irreparables contra los indígenas.
El control total conllevó una crueldad igualmente total. Los españoles “no se lo pensaban dos veces antes de apuñalarlos a docenas y cortarles para probar el afilado de sus espadas.” Las Casas explica cómo “dos de estos supuestos cristianos se encontraron un día con dos chicos indígenas, cada uno con un loro, les quitaron los loros y para su mayor disfrute, cortaron las cabezas a los chicos”.
Mientras que los hombres eran enviados muy lejos, a las minas, las mujeres se quedaban para trabajar la tierra. Les obligaban a cavar y a levantar miles de elevaciones para el cultivo de la yuca, un trabajo insoportable:
De esta forma las parejas sólo se unían una vez cada ocho o diez meses y cuando se juntaban, tenían tal cansancio y tal depresión… que dejaban de procrear. Respecto a los bebés, morían al poco rato de nacer porque a sus madres se les hacía trabajar tanto, y estaban tan hambrientas, que no tenían leche para amamantarlos, y por esta razón, mientras estuve en Cuba, murieron 7.000 niños en tres meses. Algunas madres incluso llegaron a ahogar a sus bebés de pura desesperación… De esta forma, los hombres morían en las minas, las mujeres en el trabajo, y los niños de falta de leche… y en un breve espacio de tiempo, esta tierra, que era tan magnífica, poderosa y fértil .. quedó despoblada. Mis ojos han visto estos actos tan extraños a la naturaleza humana, y ahora tiemblo mientras escribo.
Cuando llegó a Hispaniola en 1508, Las Casas dice “Vivían 60.000 personas en las islas, incluyendo a los indígenas, así que entre 1494 y 1508, habían perecido más de tres millones de personas entre la guerra, la esclavitud y las minas. ¿Quién se va a creer esto en futuras generaciones?”
Escribió una biografia en diversos volúmenes, y él mismo se hizo a la mar para reconstruir la ruta de Colón a través del Atlántico. En su popular libro Cristóbal Colón, marinero, escrito en 1954, nos cuenta el tema de la esclavitud y las matanzas “La cruel política iniciada por Colón y continuada por sus sucesores desembocó en un genocidio completo”.
Esta cita aparece en una de las páginas del libro, sepultada en un entorno de gran romanticismo. En el último párrafo del libro, Morison da un resumen de sus impresiones sobre Colón:
Tenía defectos, pero en gran medida eran defectos que nacían de las cualidades que le hicieron grande -su voluntad indomable, su impresionante fe en Dios y en su propia misión como portador de Cristo a las tierras allende los mares, su tozuda persistencia a pesar de la marginación, la pobreza y el desánimo que le acechaban. Pero no tenía mácula ni había fallo alguno en la más esencial y sobresaliente de sus cualidades -su habilidad como marinero.
Se puede mentir como un bellaco sobre el pasado. O se pueden omitir datos que pudieran llevar a conclusiones inaceptables.
Morison no hace ni una cosa ni la otra. Se niega a mentir respecto a
Colón. No se salta el tema de los asesinatos en masa; efectivamente, lo describe con la palabra más desgarradora que se pueda usar genocidio.
Así empezó la historia -hace quinientos años- de la invasión europea de los pueblos indígenas de las Américas, una historia de conquista, esclavitud y muerte. Pero en los libros de historia que se da a generación tras generación de niños en los Estados Unidos, todo empieza con una aventura heroica -no una sangría- y el Día de Colón es un día de celebración. Sólo se han visto ligeros cambios en años recientes. Eso sí, con cuentagotas.
Más allá de las escuelas primarias y secundarias, tan sólo ha habido pinceladas ocasionales de algo distinto. Samuel Eliot Morison, el historiador de Harvard, fue el autor más distinguido sobre temática colombina.
Pero hace otra cosa. No se entretiene en la verdad, y pasa a considerar las cosas que le resultan más importantes. El hecho de mentir demasiado descaradamente o de hacer disimuladas omisiones comporta el riesgo de ser descubierto, lo cual, si ocurre, puede llevar al lector a rebelarse contra el autor. Sin embargo, el hecho de apuntar los datos para seguidamente enterrarlos en una masa de información paralela equivale a decirle al lector con cierta calma afectada: sí, hubo asesinatos en masa, pero eso no es lo verdaderamente importante. Debiera pesar muy poco en nuestros juicios finales, no debería afectar tanto lo que hagamos en el mundo. La verdad es que el historiador no puede evitar enfatizar unos hechos y olvidar otros. Esto le resulta tan natural como al cartógrafo que, con el fin de producir un dibujo eficaz a efectos prácticos, primero debe allanar y distorsionar la forma de la tierra para entonces escoger entre la desconcertante masa de información geográfica las cosas que necesita para los propósitos de tal o cual mapa.
Mis críticas no pueden cebarse en los procesos de selección, simplificación o énfasis, los cuales resultan inevitables tanto para los cartógrafos como para los historiadores. Pero la distorsión del cartógrafo es una necesidad técnica para una finalidad común que comparten todos los que necesitan de los mapas. La distorsión del cartógrafo, más que técnica, es ideológica; se debate en un mundo de intereses contrapuestos, en el que cualquier énfasis presta apoyo (lo quiera o no el historiador) a algún tipo de interés, sea económico, político, racial, nacional o sexual.
Además este interés ideológico no se expresa tan abiertamente ni resulta tan obvio como el interés técnico del cartógrafo (”Esta es una proyección Mercator para navegación de larga distancia, para las distancias cortas deben usar una proyección diferente”). No. Se presenta como si todos los lectores de temas históricos tuvieran un interés común que los historiadores satisfacen con su gran habilidad.
El hecho de enfatizar el heroísmo de Colón y sus sucesores como navegantes y descubridores y de quitar énfasis al genocidio que provocaron no es una necesidad técnica sino una elección ideológica. Sirve -se quiera o no- para justificar lo que pasó. Lo que quiero resaltar aquí no es el hecho de que debamos acusar, juzgar y condenar a Colón in absentia, al contar la historia. Ya pasó el tiempo de hacerlo, sería un inútil ejercicio académico de moralística. Quiero hacer hincapié en que todavía nos acompaña la costumbre de aceptar las atrocidades como el precio deplorable pero necesario que hay que pagar por el progreso (Hiroshima y Vietnam por la salvación de la civilización occidental; Kronstadt y Hungría por la del socialismo, la proliferación nuclear para salvarnos a todos). Una de las razones que explican por qué nos merodean todavía estas atrocidades es que hemos aprendido a enterrarlas en una masa de datos paralelos, de la misma manera que se entierran los residuos nucleares en contenedores de tierra.
El tratamiento de los héroes (Colón) y sus víctimas (los arawaks) -la sumisa aceptación de la conquista y el asesinato en el nombre del progreso- es sólo un aspecto de una postura ante la historia que explica el pasado desde el punto de vista de los gobernadores, los conquistadores, los diplomáticos y los líderes. Es como si ellos -por ejemplo, Colón- merecieran la aceptación universal; como si ellos los Padres Fundadores, Jackson, Lincoln, Wilson, Roosevelt, Kennedy, los principales miembros del Congreso, los famosos jueces del Tribunal Supremo- representaran a toda la nación. La pretensión es que realmente existe una cosa que se llama “Estados Unidos”, que es presa a veces de conflictos y discusiones, pero que fundamentalmente es una comunidad de gente de intereses compartidos. Es como si realmente hubiera un “interés nacional” representado por la Constitución, por la expansión territorial, por las leyes aprobadas por el Congreso, las decisiones de los tribunales, el desarrollo del capitalismo, la cultura de la educación y los medios de comunicación.
“La historia es la memoria de los estados”, escribió Henry Kissinger en su primer libro, A World Restored, en el que se dedicó a contar la historia de la Europa del siglo diecinueve desde el punto de vista de los líderes de Austria e Inglaterra, ignorando a los millones que sufrieron las políticas de sus estadistas. Desde su punto de vista, la “paz” que tenía Europa antes de la Revolución Francesa quedó “restaurada” por la diplomacia de unos pocos líderes nacionales. Pero para los obreros industriales de Inglaterra, para los campesinos de Francia, para la gente de color en Asia y Africa, para las mujeres y los niños de todo el mundo -salvo los de clase acomodada- era un mundo de conquistas, violencia, hambre, explotación -un mundo no restaurado, sino desintegrado.
Mi punto de vista, al contar la historia de los Estados Unidos, es diferente: no debemos aceptar la memoria de los estados como cosa propia. Las naciones no son comunidades y nunca lo fueron. La historia de cualquier país, si se presenta como si fuera la de una familia, disimula terribles conflictos de intereses (algo explosivo, casi siempre reprimido) entre conquistadores y conquistados, amos y esclavos, capitalistas y trabajadores, dominadores y dominados por razones de raza y sexo. Y en un mundo de conflictos, en un mundo de víctimas y verdugos, la tarea de la gente pensante debe ser como sugirió Albert Camus- no situarse en el bando de los verdugos.
Así, en esa inevitable toma de partido que nace de la selección y el subrayado de la historia, prefiero explicar la historia del descubrimiento de América desde el punto de vista de los arawaks, la de la Constitución, desde la posición de los esclavos, la de Andrew Jackson, tal como lo verían los cherokees, la de la Guerra Civil, tal como la vieron los irlandeses de Nueva York, la de la Guerra de México, desde el punto de vista de los desertores del ejército de Scott, la de la eclosión del industrialismo, tal como lo vieron las jóvenes obreras de las fábricas textiles de Lowell, la de la Guerra Hispano-Estadounidense vista por los cubanos, la de la conquista de las Filipinas tal como la verían los soldados negros de Luzón, la de la Edad de Oro, tal como la vieron los agricultores sureños, la de la Primera Guerra Mundial, desde el punto de vista de los socialistas, y la de la Segunda vista por los pacifistas, la del New Deal de Roosevelt, tal como la vieron los negros de Harlem, la del Imperio Americano de posguerra, desde el punto de vista de los peones de Latinoamérica. Y así sucesivamente, dentro de los límites que se le imponen a una sola persona, por mucho que él o ella se esfuercen en “ver” la historia desde otros puntos de vista.
Mi línea no será la de llorar por las víctimas y denunciar a sus verdugos. Esas lágrimas, esa cólera, proyectadas hacia el pasado, hacen mella en nuestra energía moral actual. Y las líneas no siempre son claras. A largo plazo, el opresor también es víctima. A corto plazo (y hasta ahora, la historia humana sólo ha consistido en plazos cortos), las víctimas, desesperadas y marcadas por la cultura que les oprime, se ceban en otras víctimas.
No obstante, teniendo en cuenta estas complejidades, este libro contemplará con escepticismo a los gobiernos y sus intentos, a través de la política y la cultura, de engatusar a la gente ordinaria en la inmensa telaraña nacional, con el camelo del “interés común”. Intentaré no obviar las crueldades que las víctimas se hacen unas a otras mientras las meten apretujadas en los furgones del Sistema. No quiero mitificarlas. Pero sí recuerdo (echando mano de una paráfrasis aproximada) una declaración que una vez leí “El grito de los pobres no siempre es justo, pero si no lo escuchas, nunca sabrás lo que es la justicia”
No quiero inventar victorias para los movimientos populares. Pero el hecho de pensar que los escritos sobre historia tan sólo tienen como finalidad recapitular los fallos que dominaron el pasado es convertir a los historiadores en colaboradores de un ciclo interminable de derrotas. Si la historia tiene que ser creativa -para así anticipar un posible futuro sin negar el pasado- debería, creo yo, centrarse en las nuevas posibilidades basándose en el descubrimiento de esos episodios olvidados del pasado en los que, aunque sólo sea en breves pinceladas, la gente mostró una capacidad para la resistencia, para la unidad y, ocasionalmente, para la victoria. Estoy suponiendo -o quizás tan sólo anhelando- que nuestro futuro se pueda encontrar en los furtivos momentos de compasión que hubo en el pasado antes que en los densos siglos de guerra.
Esta es, expresada de la manera más directa que sé, mi actitud ante la historia de los Estados Unidos. Conviene que el lector lo sepa antes de proseguir.
Lo que hizo Colón con los arawaks de las Islas Antillas, Cortés lo hizo con los aztecas de México, Pizarro con los incas del Perú y los colonos ingleses de Virginia y Massachusetts con los indios powhatanos y pequotes.
Parece ser que en los primitivos estados capitalistas de Europa hubo verdadera locura por encontrar oro, esclavos y productos de la tierra para pagar a los accionistas y obligacionistas de las expediciones, para financiar las emergentes burocracias monárquicas de Europa Occidental, para promocionar el crecimiento de las nuevas economías monetaristas que surgían del feudalismo y para participar en lo que Carlos Marx después llamaría “la acumulación primitiva de capital”. Estos fueron los violentos inicios de un sistema complejo de tecnología, negocios, política y cultura que dominaría el mundo durante cinco siglos.
Jamestown, Virginia, la primera colonia permanente de los ingleses en las Américas, se estableció dentro del territorio de una confederación india liderada por el jefe Powhatan. Powhatan observó la colonización inglesa de sus tierras, pero no atacó, manteniendo una posición de calma. Cuando los ingleses sufrieron la hambruna del invierno de 1610, algunos se acercaron a los indios para poder comer y no morirse. Cuando llego el verano, el gobernador de la colonia envió un mensaje para pedirle a Powhatan que devolviera a los fugitivos. Powhatan, según la versión inglesa, respondió con “respuestas nacidas del orgullo y del desdén”. Así que enviaron soldados para “vengarse”. Atacaron un poblado indio, mataron a quince o dieciséis indios, quemaron sus casas, cortaron el trigo que cultivaban en las inmediaciones del poblado, se llevaron en barcos a la reina de la tribu y a sus hijos, y acabaron por tirar los hijos por la borda, “haciéndoles saltar la tapa de los sesos en el agua”. A la reina se la llevaron para asesinarla a navajazos.
Parece ser que doce años después, los indios, alarmados por el crecimiento de los poblados ingleses, intentaron eliminarlos de una vez por todas. Hicieron una incursión en la que masacraron a 347 hombres, mujeres y niños. Desde entonces se declaró una guerra sin cuartel.
Al no poder esclavizar a los indios, y no pudiendo convivir con ellos, los ingleses decidieron exterminarlos. Según el historiador Edmund Morgan, “en el plazo de dos o tres años desde la masacre, los ingleses habían vengado varias veces todas las muertes de ese día”.
En ese primer año de presencia del hombre blanco en Virginia (1607), Powhatan había dirigido una petición a John Smith. Resultó ser profética. Se puede dudar de su autenticidad, pero se asemeja tanto a tantas declaraciones indias que si no se puede considerar el borrador de esa primera petición, por lo menos sí lleva su mismo espíritu:
He visto morir a dos generaciones de mi gente. Conozco la diferencia entre la paz y la guerra mejor que ningún otro hombre de mi país. ¿Por qué toman Uds por la fuerza lo que pudieran obtener por vía pacífica? ¿Por qué quieren destruir a los que les abastecen de alimentos? ¿Que pueden ganar con la guerra? ¿Por qué nos tienen envidia? Estamos desarmados y dispuestos a darles lo que piden si vienen en son de amistad. No somos tan inocentes como para ignorar que es mucho mejor comer buena carne, dormir tranquilamente, vivir en paz con nuestras esposas y nuestros hijos, reírnos y ser amables con los ingleses, y comerciar para obtener su cobre y sus hachas, que huir de ellos y malvivir en los fríos bosques, comer bellotas, raíces y otras porquerías, y no poder comer ni dormir por la persecución que sufrimos.
Cuando llegaron los primeros colonos a Nueva Inglaterra -los Pilgrim Fathers- también se instalaron en territorio habitado por tribus indias, y no en tierra deshabitada. Los indios pequote habitaban en lo que hoy es Connecticut del Sur y Rhode Island. Los puritanos los querían echar, codiciaban sus tierras.
Así empezó la guerra con los pequotes. Hubo masacres en ambos bandos. Los ingleses desarrollaron una táctica guerrera que antes había usado Cortés y que después reaparecería en el siglo veinte, incluso de forma más sistemática: los ataques deliberados a los nocombatientes para aterrorizar al enemigo.
Así que los ingleses incendiaron los wigwams de los poblados. William Bradford, en su libro contemporáneo, History of The Plymouth Plantation, describe la incursión de John Mason en el poblado Pequote:
Los que escaparon al fuego fueron muertos a espada, algunos murieron a hachazos, y otros fueron atravesados con el espadín, y así se dio buena cuenta de ellos en poco tiempo, y pocos lograron huir. Se piensa que murieron unos 400 esa vez. Verles freír en la sartén resultó un terrible espectáculo.
Un pie de página en el libro de Virgil Vogel, This land was ours (1972), dice lo siguiente “La cantidad oficial de Pequotes que ahora quedan en Connecticut es de veintiuna personas”.
Durante un tiempo, los ingleses lo intentaron con tácticas más suaves. Pero después se decantaron por el exterminio. La población de 10 millones de indios que vivía en el norte de México al llegar Colón se reduciría finalmente a menos de un millón. Enormes cantidades de indios morirían de las enfermedades que introdujo el hombre blanco.
Detrás de la invasión inglesa de Norteamérica, detrás de las masacres de indios que realizaron, detrás de sus engaños y su brutalidad, yacía ese poderoso y especial impulso que nace en las civilizaciones y que se basa en la propiedad privada. Era un impulso moralmente ambiguo, la necesidad de espacio, de tierras, era una auténtica necesidad humana. Pero en condiciones de escasez, en una época bárbara de la historia, marcada por la competencia, esta necesidad humana se veía traducida en la masacre de pueblos enteros.
De Colón a Cortés, de Pizarro a los puritanos, ¿era toda esta sangría y todo este engaño una necesidad para el progreso -desde el estado salvaje hasta la civilización- de la raza humana?
Si efectivamente hay que hacer sacrificios para el progreso de la humanidad, ¿no resulta esencial atenerse al principio de que los mismos sacrificados deben tomar la decisión? Todos podemos decidir sacrificar algo propio, pero ¿tenemos el derecho a echar en la pira mortuoria a los hijos de los demás, o incluso a nuestros propios hijos, en aras de un progreso que no resulta ni la mitad de claro o tangible que la enfermedad o la salud, la vida o la muerte? Más allá de todo ello, ¿cómo podemos estar seguros de que lo que se destruyó fuese inferior? ¿Quiénes eran esas personas que aparecieron en la playa y que llevaron a nado presentes para Colón y su tripulación, que observaban mientras Cortés y Pizarro cabalgaban por su campiña y que asomaban sus cabezas por los bosques para ver los primeros colonos blancos de Virginia y Massachusetts?
Colón les llamó “indios” porque calculó mal el tamaño de la tierra. En este libro les llamamos “indios” con algo de precaución porque demasiadas veces ocurre que a los pueblos les toca apechugar con las etiquetas que les han colgado sus conquistadores.
Cuando llegó Colón había unos 75 millones de personas ampliamente repartidas por la enorme masa terrestre de las Américas, 25 de los cuales estaban en América del Norte. En consonancia con los diferentes entornos de tierras y clima, desarrollaron cientos de diferentes culturas tribales y unas dos mil lenguas distintas. Perfeccionaron el arte de la agricultura, y se las apañaron para cultivar el maíz, que, al no crecer por sí sólo, tiene que ser plantado, cultivado, abonado, cosechado, descascarado y pelado Su ingenio les permitió desarrollar una serie de verduras y frutas diferentes, así como los cacahuetes, el chocolate, el tabaco y el caucho.
Los indígenas de América estaban inmersos en la gran revolución agrícola que estaban experimentando otros pueblos de Asia, Europa y Africa en ese mismo período aproximado.
Mientras que muchas de las tribus retuvieron las costumbres de los cazadores nómadas y de los recolectores de alimentos en comunas errantes e igualitarias, otras empezaron a vivir en comunidades más estables en sitios más provistos de alimentos, con poblaciones mayores, más división del trabajo entre hombres y mujeres, más excedentes para alimentar a los jefes y a los brujos, más tiempo de ocio para las labores artísticas y sociales, y para construir casas. Entre los Adirondacas y los Grandes Lagos, en lo que hoy en día es Pennsylvania y la parte superior de Nueva York, vivía la más poderosa de las tribus del noreste, la Liga de los Iroqueses. En los poblados iroqueses la tierra era de propiedad compartida y se trabajaba en común. Se cazaba en equipo, y se dividían las presas entre los miembros del poblado.
En la sociedad de los iroqueses, las mujeres eran respetadas. Cuidaban los cultivos y se encargaban de las cuestiones del poblado mientras los hombres cazaban y pescaban. Como apunta Gary B. Nash en su fascinante estudio de la América primitiva, Red, White and Black, “así se compartía el poder entre sexos, y brillaba por su ausencia en la sociedad iroquesa la idea europea del predominio masculino y de la sumisión femenina”.
Mientras que a los hijos de la sociedad iroquesa se les enseñaba el patrimonio cultural de su pueblo y la solidaridad para con su tribu, también se les enseñaba a ser independientes y a no someterse a los abusos de la autoridad.
Todo esto contrastaba vivamente con los valores europeos que importaron los primeros colonos, una sociedad de ricos y pobres, controlada por los sacerdotes, por los gobernadores, por las cabezas -masculinas- de familia.
Gary Nash describe así la cultura iroquesa:
Antes de la llegada de los europeos, en los bosques del noreste no había leyes ni ordenanzas, comisarios ni policías, jueces ni jurados, juzgados ni prisiones -nada de la parafernalia autoritaria de las sociedades europeas. Sin embargo, estaban firmemente establecidos los límites del comportamiento aceptable. A pesar de enorgullecerse del individuo autónomo, los iroqueses mantenían un sentido estricto del bien y del mal. Se deshonraba y se trataba con ostracismo al que robaba alimentos ajenos o se comportaba de forma cobarde en la guerra, hasta que hubiera expiado sus malas acciones y demostrado su purificación moral a satisfacción de los demás.
Y no sólo se comportaban así los iroqueses, sino también otras tribus indígenas.
Colón y sus sucesores no aterrizaban en un desierto baldío, sino que lo hacían en un mundo que en algunas zonas estaba tan densamente poblado como la misma Europa, donde la cultura era compleja, donde eran más igualitarias las relaciones humanas que en Europa, y donde las relaciones entre hombres, mujeres, niños y la naturaleza estaban quizás más noblemente concebidas que en ningún otro punto del globo.
Eran gentes sin lenguaje escrito, pero que tenían sus propias leyes, su poesía, su historia retenida en la memoria y transmitida de generación en generación, con un vocabulario oral más complejo que el europeo y acompañado con cantos, bailes y ceremonias dramáticas. Prestaban mucha atención al desarrollo de la personalidad, la fuerza de la voluntad, la independencia y la flexibilidad, la pasión y la potencia, a sus relaciones interpersonales y con la naturaleza.
John Collier, un estudioso americano que convivió con los indios en los años veinte y treinta en el suroeste americano, comentó de su espíritu: “Si pudiéramos adoptarlo nosotros, habría una tierra eternamente inagotable y una paz que duraría por los siglos de los siglos”.
Quizás haya un resquicio de romanticismo mitológico en esa aseveración. Pero aún a expensas de la imperfección que conllevan los mitos, baste para que nos haga cuestionar -en ese período y en el nuestro- la excusa del progreso que respalda el exterminio de las razas, y la costumbre de contarse la historia desde la óptica de los conquistadores y los líderes de la civilización occidental.
Capítulo 2
ESTABLECIENDO LA BARRERA RACIAL
No hay país en la historia mundial en el que el racismo haya tenido un papel tan importante y durante tanto tiempo como en los Estados Unidos. El problema de la “barrera racial” o color line -en palabras de W.E.B. Du Bois- todavía colea. Y el hecho de preguntar ¿Cómo empezó? O, dicho de otra forma ¿Es posible que blancos y negros convivan sin odio? va más allá de una cuestión de interés meramente histórico.
Si la historia puede ayudar a responder a estas preguntas, entonces los inicios de la esclavitud en América del Norte -un continente donde podemos identificar la llegada de los primeros blancos y los primeros negros- puede que nos proporcione algunas pistas. En las colonias inglesas, la esclavitud pasó rápidamente a ser una institución estable, la relación laboral normal entre negros y blancos. Junto a ella se desarrolló ese sentimiento racial especial -sea odio, menosprecio, piedad o paternalismo- que acompañaría la posición inferior de los negros en América durante los 350 años siguientes esa combinación de rango inferior y de pensamiento peyorativo que llamamos “racismo”.
Todas las experiencias que vivieron los primeros colonos blancos empujaron y presionaron para que se produjera la esclavitud de los negros.
Los virginianos de 1619 necesitaban desesperadamente mano de obra para cultivar suficiente comida como para sobrevivir. Entre ellos estaban los supervivientes del invierno de 1609-1610, el “tiempo de hambruna” o starving time, cuando, enloquecidos de hambre, erraban por los bosques en busca de frutos secos y bayas, abrieron las tumbas para comerse los cadáveres, y murieron en masa hasta que, de quinientos colonos, tan sólo quedaron sesenta.
Los virginianos necesitaban mano de obra para cultivar el trigo de la subsistencia y el tabaco para la exportación. Acababan de enterarse de cómo se cultivaba el tabaco, y, en 1617, enviaron a Inglaterra el primer cargamento. Cuando vieron que, al igual que todos los narcóticos asociados con la desaprobación social, se vendía a buen precio, los agricultores, tratándose de algo tan provechoso, no hicieron demasiadas preguntas -a pesar de llenarse la boca de religiosidad.
No podían obligar a los indios a trabajar para ellos como había hecho Colón. Los ingleses eran muchos menos y aunque pudiesen exterminar a los indios con sus sofisticadas armas de fuego, a cambio se verían expuestos a las masacres indias. No podían capturarlos y mantenerlos como esclavos, los indios eran duros, ingeniosos, desafiantes, y estaban tan adaptados a estos bosques como mal adaptados lo estaban los trasplantados ingleses.
Puede que haya habido una especie de rabia frustrada respecto a su propia ineptitud en comparación con la superioridad india para cuidarse y que esto haya predispuesto a los virginianos a ser amos de los esclavos. Edmund Morgan imagina su estado de ánimo mientras escribe en su libro American Slavery, Amettcan Freedom:
Si eras colono, sabías que tu tecnología era superior a la de los indios. Sabías que eras civilizado, y que ellos eran salvajes. Pero tu tecnología superior se había mostrado insuficiente para extraer nada. Los indios, en su aislamiento, se reían de tus metodos superiores y vivian de la tierra con mas abundancia y con menos mano de obra que tú. Y cuando tu propia gente empezó a desertar para vivir con ellos, resultó ser demasiado. Así que mataste a los indios, les torturaste, quemaste sus poblados, sus campos de trigo. Eso probaba tu superioridad a pesar de tus fallos. Y te despachaste igual con cualquiera de los tuyos que haya sucumbido a su salvaje modo de vida. Pero aun así, no cultivaste demasiado trigo.
La respuesta estaba en los esclavos negros. Era natural considerar a los negros importados como esclavos, aunque la institución de la esclavitud no se regularía ni se legalizaría hasta varias décadas después. En el año 1619 ya se había transportado un millón de negros de Africa a América del Sur y el Caribe, a las colonias portuguesas y españolas, para trabajar como esclavos. Cincuenta años antes del viaje de Colón, los portugueses llevaron diez negros africanos a Lisboa, y así empezó el comercio regular de esclavos. Los negros africanos ya llevaban cien años con la etiqueta de esclavos, aunque al principio, con el ansia que había por contar con una fuente regular de mano de obra, se les considerara como a objetos, como a cualquier cosa menos como a esclavos.
Como esclavos, los negros estaban indefensos, y eso hacía más fácil su captura. Los indios estaban en su propias tierras. Los blancos estaban en su entorno cultural europeo. A los negros se les había arrancado de su tierra y de su entorno cultural. Se les obligaba a vivir en una situación en que poco a poco quedaban exterminados sus hábitos linguísticos, su forma de vestir, sus tradiciones y sus relaciones familiares, sólo dejando los desechos que los negros no perderían por su extraordinaria perseverancia.
¿Era inferior su cultura, y resultaba tan asequible a la destrucción?
A su manera, la civilización africana era tan avanzada como la europea. Según cómo, resultaba incluso más admirable, pero también comportaba crueldades, privilegios jerárquicos y una predisposición al sacrificio de vidas humanas en aras de la religión o el beneficio material. Era una civilización de 100 millones de almas que usaba utensilios de hierro y que dominaba la agricultura. Tenía grandes aglomeraciones urbanas y podía alardear de grandes logros en el arte de hacer tejidos, en la cerámica y en la escultura.
Los exploradores europeos del siglo dieciséis quedaron impresionados con los reinos africanos de Tombouctou y Mah, ya estables y organizados en un tiempo en que los estados europeos justo empezaban a convertirse en naciones modernas.
Africa tenía una especie de feudalismo, basado en la agricultura como en Europa, con jerarquías de señores y vasallos. Pero el feudalismo africano no provenía, como en Europa, de las sociedades esclavistas de Grecia y Roma, que habían destruido la antigua vida tribal. En Africa, la vida tribal todavía prosperaba, y algunos de sus mejores rasgos -un espíritu comunitario, más generosidad en las leyes y los castigos- todavía subsistían. Y debido al hecho de que los señores carecían de las armas que tenían los europeos, la obediencia les resultaba más difícil de conquistar.
En Inglaterra, incluso en fechas tan tardías como 1740, a un niño se le podía ahorcar por robar un trapo de algodón. Pero en el Congo persistía la vida comunal, la idea de la propiedad privada les resultaba extraña, y se castigaban los robos con multas o diferentes grados de servitud. Una vez un líder congoleño, al saber de los códigos legales portugueses, preguntó a un portugués en plan burlón “¿Qué castigo hay en Portugal para el que pone los pies en el suelo?”
En los estados africanos existía la esclavitud, y a veces los europeos utilizaban este hecho para justificar su propio comercio de esclavos. Pero, tal como apunta Basil Davidson (The African Slave Trade), los “esclavos” de Africa se asemejaban más a los siervos de Europa -o sea, eran como la mayoría de la población de Europa. Era una dura servitud, pero gozaban de derechos que no tenían los esclavos llevados a América, y eran “del todo diferentes al ganado humano de los barcos negreros y las haciendas americanas”. La esclavitud africana carecía de dos de los elementos que hacían de la esclavitud americana la forma más cruel de esclavitud de la historia: el frenesí de beneficio ilimitado que nace de la agricultura capitalista y la reducción del esclavo a un rango infrahumano con la utilización del odio racial, con esa impenitente claridad basada en el color, donde el blanco era el amo y el negro el esclavo.
De hecho, los negros de África se encontraban especialmente indefensos cuando se les desarraigaba porque provenían de una cultura estable, de costumbres tribales y lazos familiares, de vida comunal y rituales tradicionales. Eran capturados en el interior (frecuentemente sus raptores eran negros que participaban en el comercio de esclavos), vendidos en la costa, y metidos en corrales junto con negros de otras tribus que a menudo hablaban en idiomas diferentes.
Al negro africano, las condiciones de captura y venta le confirmaban de forma abrumadora su indefensión ante una fuerza superior. Las marchas hacia la costa a veces sobrepasaban los 1.500 kilómetros. Las personas iban cargadas con grilletes en el cuello y eran hostigadas por el látigo y el fusil. Eran marchas de la muerte, en las que morían dos de cada cinco negros. En la costa eran recluidos en jaulas hasta su selección y venta.
Entonces los amontonaban en los barcos negreros, en espacios que casi no superaban las dimensiones de un ataúd. Se les encadenaba en los fondos oscuros y asquerosos de los barcos, y se ahogaban en la peste de sus propios excrementos.
En una ocasión, al oír un fuerte ruido que provenía de las bodegas donde yacían encadenados los negros, los marineros abrieron las escotillas y encontraron a los esclavos en diferentes estados de ahogo, muchos de ellos muertos, unos habiendo matado a otros en sus desesperados intentos de respirar. Los esclavos a menudo saltaban por la borda para ahogarse antes que seguir sufriendo. Según un observador, la cubierta de una bodega de un barco negrero estaba “tan cubierta de sangre y mucosa que parecía un matadero”.
En estas condiciones puede que murieran uno de cada tres negros transportados por mar, pero las enormes ganancias (a menudo el doble de la inversión realizada en un viaje) hacía que al negrero le resultase beneficioso. Los negros, pues, eran amontonados en las bodegas como si fueran pescado.
Los primeros en dominar el comercio de esclavos fueron los holandeses, y luego los ingleses. (En 1795, Liverpool ya tenía más de cien barcos negreros y controlaba la mitad de todo el comercio negrero de Europa.) Algunos americanos de Nueva Inglaterra se apuntaron al negocio, y en 1637 el primer barco negrero americano, llamado Desire, zarpó de Marblehead. Sus bodegas estaban divididas en cubículos de sesenta centímetros por ciento ochenta, con grilletes y barras para las piernas de los esclavos.
En 1800 ya se habían transportado entre 10 y 15 millones de negros como esclavos a las Américas, quizás la tercera parte de los capturados inicialmente en Africa. Se estima que en esos siglos que consideramos el inicio de la civilización occidental moderna, Africa perdió aproximadamente 50 millones de seres humanos. Unos morirían y los otros serían convertidos en esclavos de los negreros y de los propietarios de haciendas de Europa Occidental y de América, en los países considerados como los más avanzados del mundo.
Con todos estos factores -la desesperada búsqueda de mano de obra por parte de los colonos de Jameston, la imposibilidad de usar a los indios y las dificultades que comportaba usar a los blancos, la disponibilidad de los negros, ofrecidos en cantidades cada vez mayores por los ávidos comerciantes de carne humana, y con la sumisión de unos negros que habían pasado por un infierno que, si no les había matado, tenía que haberles dejado en un estado de total indefension psíquica y física- ¿puede extrañar a alguien que estos negros estuvieran maduros para ser esclavos?
En estas circunstancias, incluso si a algunos negros se les consideraba como criados, ¿se trataría igual a los criados negros que a los criados blancos?
Las evidencias que emanan de los informes judiciales de la Virginia colonial nos muestran que en 1630 se ordenó que a un hombre blanco llamado Hugh Davis “se le dieran unos buenos latigazos por abusar de si mismo y ensuciar su cuerpo al yacer con un negro”. Diez años después, seis criados y “un negro del Sr. Reynolds” intentaron huir. Mientras que los blancos recibieron penas menores, la pena para Emanuel el Negro fue que “recibiese treinta latigazos y que se le marcase la letra “R” en la mejilla con un hierro, y que trabajase un año o más con grilletes, según mande su amo”.
Esta desigualdad de trato, esta combinación cada vez más desarrollada de menosprecio y opresión, sentimiento y acción que llamamos “racismo”, ¿era el resultado de una antipatía “natural” del blanco hacia el negro? Si no se puede demostrar que el racismo sea natural, entonces será que nace de ciertas condiciones que estamos obligados a eliminar.
Todas las condiciones para negros y blancos en la América del siglo diecisiete estaban claramente dirigidas hacia el antagonismo y los malos tratos. En tales condiciones, la más mínima muestra de humanidad entre razas podría considerarse una prueba de una tendencia humana básica hacia el sentimiento comunitario. A pesar de las ideas preconcebidas sobre lo negro, que en la lengua inglesa sugiere algo así como “sucio” o “siniestro” (Diccionario Inglés de Oxford), a pesar de la especial subordinación de los negros en las Américas del siglo diecisiete, hay evidencias de que ahí donde blancos y negros compartían problemas en común, un trabajo en común, o un amo enemigo común, se trataron entre sí como iguales. El origen del rápido crecimiento de la esclavitud en las haciendas se puede encontrar en algo que no es un rechazo racial natural, sino en que el número de blancos inmigrantes, fuesen libres o criados contratados (con contratos de cuatro a siete años) no era suficiente para satisfacer sus necesidades. En 1700, ya había 6.000 esclavos en Virginia, lo que equivalía al 8,3% de la población. En 1763 había 170.000 esclavos, lo cual equivalía, aproximadamente, a la mitad de la población.
Desde el principio, los negros importados se resistieron a la esclavitud en las condiciones más difíciles, bajo pena de mutilación o muerte. Las insurrecciones organizadas fueron contadas. Su negación a la sumisión se manifestaba más a menudo con la huida. Más frecuentes eran los sabotajes, las huelgas de brazos caídos y otras formas sutiles de resistencia que afirmaban su dignidad como seres humanos aunque sólo fuese ante sí mismos y ante sus hermanos.
Un estatuto virginiano de 1669 se refería a “la terquedad de muchos de ellos” y en 1680 la Asamblea tomó nota de la celebración de reuniones de esclavos “bajo pretexto de fiestas y reyertas” que se consideraba como “una consecuencia peligrosa”. En 1687, en el virginiano Northern Neck, se descubrió un complot en el que los esclavos pretendían matar a todos los blancos de la zona y escapar durante un funeral multitudinario.
Los esclavos que habían llegado más recientemente y que todavía conservaban la herencia de su sociedad comunal tendían a escapar por grupos. Intentaban establecerse en poblados de fugitivos en el desierto o en la frontera. En cambio los esclavos nacidos en América solían escaparse solos. Con las habilidades que habían aprendido en la hacienda, intentaban arreglárselas como hombres libres.
En los periódicos coloniales ingleses, un informe de 1729 del teniente gobernador de Virginia al Comité Británico del Comercio habla de la manera en que “unos negros, cerca de quince… hicieron un plan para escapar de su amo y establecerse en la fortaleza de las montañas circundantes. Habían encontrado los medios con que aprovisionarse de armas y munición, y se llevaron provisiones, ropa, mantas y herramientas de trabajo… Aunque esta intentona ha quedado felizmente desbaratada, debería de despertarnos a la necesidad de tomar medidas efectivas.”
En 1710, el gobernador Alexander Spotswood avisó a la Asamblea de Virginia con las siguientes palabras:
… la libertad lleva un gorro que, sin lengua, puede convocar a todos los que suspiran por liberarse de los grilletes de la esclavitud y como tal, una insurrección seguramente traería las consecuencias más funestas. Por lo tanto creo que debemos prevenirnos contra ellos sin pérdida de tiempo, tanto mejorando nuestros sistemas defensivos como introduciendo una ley que prohiba las reuniones entre negros.
Efectivamente, si tenemos en cuenta la dureza del castigo a los fugitivos, el hecho de que tantos negros se escaparan debe tomarse como señal de un poderoso espíritu rebelde. Durante todo el siglo XVIII, el código virginiano de la esclavitud incluía lo siguiente:
Si se atrapa al esclavo, el juzgado del condado tendrá competencias para imponer castigos al esclavo en cuestión, bien sea por desmembramiento o cualquier otra forma de castigo, que a su discreción considerase adecuado, para la reforma de tal incorregible esclavo, y para aterrorizar a los demás de tales prácticas.
El miedo a las revueltas de esclavos parece haber sido un factor permanente en la vida de las haciendas. William Byrd, un rico negrero virginiano, escribió en 1736:
Ya contamos con por lo menos con 10.000 de estos hombres descendientes de Ham, listos para portar armas, y su cantidad crece de día en día, tanto por nacimientos como por importación. Y en el caso de que apareciese un hombre de fortuna desesperada, pudiera ser que engendrase una guerra de esclavos con más suerte que Catalin… para teñir de sangre nuestros anchos ríos.
Los amos de los esclavos desarrollaron un sistema complejo y poderoso de control para mantener el abastecimiento de mano de obra y su estilo de vida, un sistema tan sutil como rudo. Empleaban todas las artimañas que usan las clases poderosas para mantener el poder y la riqueza en su sitio.
El sistema era psicológico y físico a la vez. A los esclavos se les enseñaba lo que era la disciplina, y se les recordaba contínuamente el concepto de su propia inferioridad, de que habían de “conocer su lugar”, de ver lo negro como señal de subordinación, de tener miedo al poder del amo, de aunar sus intereses con los de él, destruyendo así sus necesidades individuales. Para lograr esto se contaba con la disciplina del duro trabajo, la ruptura de la familia esclava, los efectos anestesiantes de la religión (que a veces llevaba a lo que un negrero denominó “las grandes travesuras”), el fomento de la desunión entre esclavos catalogándolos o bien como esclavos de campo o bien como esclavos domésticos -algo más privilegiados éstos- y finalmente, la fuerza de la ley y el poder inmediato del capataz para recurrir a los latigazos, quema, mutilación o muerte de los esclavos.
A pesar de todo, había rebeliones -no muchas, pero sí las suficientes como para crear un miedo persistente entre los colonos blancos.
Una carta enviada a Londres desde Carolina del Sur en 1720 contiene la siguiente información:
Acto seguido os he de informar que últimamente se ha sabido de un complot demoníaco y salvaje de los negros que pretendían asesinar a toda la gente blanca del país para entonces tomar Charles Town por la fuerza. Pero Dios quiso que se descubriera y muchos fueron capturados, algunos quemados en la hoguera, otros ahorcados y los demás expulsados del territorio.
Herbert Aptheker, que realizó un estudio en profundidad sobre la resistencia de los esclavos en América del Norte para su libro American Negro Slave Revolts, encontró unos 250 casos en que habían intervenido un mínimo de diez esclavos en casos de revuelta o conspiración.
De vez en cuando estaban involucrados blancos en los movimientos de resistencia de los esclavos. En 1663, una fecha muy temprana, criados blancos contratados y esclavos negros del condado de Gloucester en Virginia conspiraron para rebelarse y ganar su libertad. Hubo un chivatazo, y el episodio acabó en ejecuciones. En Nueva York, en 1741, había diez mil blancos en la ciudad y dos mil esclavos negros. El invierno había sido duro y los pobres esclavos y hombres libres- habían sufrido mucho. Cuando se declararon una serie de incendios, se acusó a blancos y negros de conspirar conjuntamente. Se produjo una reacción de histeria colectiva en contra de los acusados. Después de un juicio lleno de confesiones forzadas y las terribles acusaciones de los chivatos, ejecutaron a dos hombres blancos y a dos mujeres del mismo color, ahorcaron a dieciocho esclavos y quemaron a trece más en la hoguera.
Sólo había un temor más profundo que el temor a la rebelión negra en las nuevas colonias americanas. El temor a que los blancos descontentos se unieran a los esclavos negros para derrocar el orden existente. En los primeros tiempos de la esclavitud y antes de que el racismo se hubiera atrincherado como actitud mental, mientras a los criados blancos contratados se les trataba igual de mal que a los esclavos negros, existía la posibilidad de esa cooperación.
Por lo tanto se tomaron medidas en ese sentido. En aproximadamente el mismo período que la Asamblea de Virginia aprobaba los códigos para la esclavitud, con su disciplina y sus castigos, Edmund Morgan escribía:
Habiendo proclamado la clase dirigente virginiana que todos los hombres blancos eran superiores a los negros, acto seguido ofreció a sus inferiores sociales (pero blancos) ciertos beneficios que antes se les habían negado. En 1705 se aprobó una ley que obligaba a los amos a dar 350 kilos de maíz, treinta chelines y un fusil a los criados blancos cuando vencían sus contratos, mientras que las mujeres recibían 500 kilos de maíz y cuarenta chelines. A los citados recién liberados se les daba, además, 50 acres de terreno.
Morgan concluye “Una vez que el pequeño colono se sintió menos presionado por los impuestos y empezó a prosperar un poco, se volvió menos inestable, menos peligroso, más respetable. Empezó a ver a su vecino mayor no como un extorsionista sino como un protector poderoso de sus intereses comunes”.
Ahora se nos aparece una compleja telaraña de hilos históricos para enredar a los negros en el mundo de la esclavitud en América: la desesperación de los colonos hambrientos, la especial indefensión del africano desarraigado, el poderoso incentivo del beneficio para el negrero y el colono, la tentación del rango superior para los blancos pobres, los controles complejos contra la huida y la rebelión, el castigo legal y social del colaboracionismo entre negro y blanco.
Hay que insistir en que los elementos de esta telaraña son históricos, no “naturales”. Esto no significa que se puedan desenmarañar ni desmantelar con facilidad. Sólo quiere decir que existe la posibilidad de algo diferente, en condiciones históricas que todavía no se han dado Y una de estas condiciones sería la eliminación de esa explotación de clase que ha hecho que el blanco pobre aspire a pequeñas subidas de rango social, cosa que ha impedido la necesaria unidad entre negro y blanco para la rebelión conjunta y la reconstrucción.
En el año 1700, aproximadamente, la Casa de Diputados de Virginia declaraba:
Los criados cristianos de este país son en gran parte gente de la peor calaña de Europa. Y como se han importado tales cantidades de oriundos de Irlanda y otras naciones, de los cuales muchos han servido como soldados en las últimas guerras, en nuestras actuales circunstancias apenas podemos gobernarlos, y si se les armara y tuvieran la ocasión de unirse a través de un llamamiento, tenemos fundadas razones para pensar que pudieran rebelarse.
Era una especie de conciencia de clase, de miedo de clase. En la primitiva Virginia, y en las demás colonias, estaban pasando cosas que así lo atestiguaban.
Capítulo 3
GENTE DE LA PEOR CALAÑA
En 1676, setenta años después de la fundación de Virginia y cien años antes de que liderara la Revolución Americana, la colonia se enfrentaba a una rebelión en la que se habían unido colonos fronterizos blancos, esclavos y criados, era rebelión tan amenazante que el gobernador tuvo que huir de una Jamestown -la capitalenvuelta en llamas. Inglaterra decidió enviar mil soldados del otro extremo del Atlántico con la esperanza de restablecer la paz entre los cuarenta mil colonos. Esta fue la rebelión de Bacon. Después de la represión del levantamiento, la muerte de su líder -Nathaniel Bacon- y el ahorcamiento de sus colaboradores, un informe de la Comisión Real describió a Bacon de esta forma:
Sedujo a la gente mas vulgar e ignorante para que le creyera (dos terceras partes de la gente del condado son de ese pelaje), y así todos sus corazones y sus esperanzas estaban puestos en Bacon. Acto seguido acusó al Gobernador de negligencia y maldad, de traición e incapacidad, tildó de injustas y opresivas las leyes y los impuestos e hizo un llamamiento sobre la necesidad que había de cambio.
La Rebelión de Bacon empezó con un conflicto sobre la manera en que se había de tratar a los indios, que estaban cerca, en la frontera occidental, siempre en actitud amenazante. Los blancos que no habían sido tomados en cuenta en el momento del reparto oficial de enormes porciones de tierra en las proximidades de Jamestown, se habían desplazado hacia el oeste para encontrar nuevas tierras, pero ahí habían topado con los indios. ¿Estaban resentidos esos virginianos de la zona fronteriza con el hecho de que los politicastros y la aristocracia terrateniente que controlaban el gobierno colonial en Jamestown les hubieran empujado hacia el oeste y el territorio indio, para luego mostrarse remisos a la hora de luchar contra esos indios? Eso podría explicar la naturaleza de su rebelión, que no se puede clasificar a la ligera ni de anti-aristocrática, ni de anti-india, porque era ambas cosas a la vez.
¿Se mostraban más conciliadores el gobernador William Berkeley y su cuadrilla de Jamestown con los indios (sedujeron a varios para que hicieran de espías y aliados) ahora que habían monopolizado los ya desarrollados territorios del este virginiano? El frenesí del gobierno para suprimir la rebelión parecía tener un doble motivo: el desarrollo de una política respecto a los indios que les dividiera para su mejor control, y el hecho de enseñar a los blancos pobres de Virginia que la rebelión no llevaba a ninguna parte. Esto lo consiguió con un alarde de fuerzas superiores, con la petición de tropas de la mismísima Inglaterra, y con los ahorcamientos en masa.
Corrían tiempos difíciles en 1676 “Había auténtica angustia social, pobreza de verdad. Todas las fuentes contemporaneas hablan del hecho de que la gran masa vivía en condiciones económicas muy difíciles”, escribió Wilcomb Washburn, un estudioso que ha hecho un trabajo exhaustivo sobre la Rebelión de Bacon basándose en el estudio de la documentación colonial británica.
Bacon tenía un buen pedazo de tierra, y probablemente sentía más entusiasmo por la matanza de indios que por el alivio de las necesidades de los pobres. Pero se convirtió en un símbolo del resentimiento masivo contra el establishment virginiano, y fue elegido para la Casa de Diputados en la primavera de 1676. Cuando insistió en la organización de destacamentos armados para luchar contra los indios, fuera del control oficial, Berkeley le acusó de rebeldía y lo hizo apresar, con lo cual dos mil virginianos entraron en Jamestown para prestarle su apoyo. Berkeley soltó a Bacon a cambio de pedir perdón, pero Bacon marchó, junto a sus milicianos, y empezó a atacar a los indios.
“La Declaración del Pueblo”, redactada por Bacon en julio de 1676, muestra una mezcla de resentimiento populista contra los ricos y de odio fronterizo hacia los indios. Acusaba a la administración de Berkeley de infligir impuestos injustos, de nombrar “a dedo” a los altos cargos, de monopolizar el comercio de castores y de no proteger a los agricultores occidentales de los indios.
Pero en otoño, Bacon -que entonces tenía veintinueve añosenfermó y murió, porque -en palabras de un contemporáneo suyo”montones de malos bichos habitaban su cuerpo”.
Después de aquello la rebelión no duró mucho. Una nave provista de treinta cañones empezó a recorrer el río York, convirtiéndose así en el garante del orden. Su capitán, Thomas Grantham, usó la fuerza y el engaño para desarmar a las últimas huestes rebeldes. Al llegar a la principal guarnición de los rebeldes, se encontró con cuatrocientos ingleses y negros armados, una mezcla de hombres libres, criados y esclavos. Prometió el perdón para todos y la concesión de libertad a los esclavos y criados, pero cuando embarcaron en la nave, los apuntó con sus grandes cañones, los desarmó y, finalmente, entregó a los esclavos y a los criados a sus amos. Las restantes guarniciones fueron vencidas de una en una. Veintitrés líderes rebeldes fueron ahorcados.
En Virginia había una compleja cadena de opresión. Los poblados indios eran saqueados por los blancos de la frontera, que a su vez padecían los impuestos y el control de la élite de Jamestown. Y toda la colonia era explotada por Inglaterra, que compraba el tabaco de los colonos al precio que ella dictaba y que para el rey suponían 100.000 libras anuales.
Según el testimonio del propio gobernador, la rebelión contra él contaba con el abrumador apoyo de la población virginiana. Un miembro de su Consejo informó de que la deserción era “casi general”, y la atribuyó a las “perversas disposiciones de algunas personas de actitud temeraria” que tenían “la vana esperanza de sustraer el país al control de Su Majestad y de apoderarse de él”. Otro miembro del Consejo del Gobernador, Richard Lee, apuntó que la Rebelión de Bacon se había producido por el tema de la política india. Pero las “arduas inclinaciones de la multitud” en favor de Bacon se debían, decía, a las esperanzas que tenían de
“equipararse”.
“Equipararse” quería decir, simplemente, redistribuir la riqueza equitativamente. El espíritu de la “equiparación” era el trasfondo de numerosísimas acciones protagonizadas por los blancos pobres contra los ricos en todas las colonias inglesas durante el siglo y medio que precede a la Revolución.
Los criados que se unieron a la Rebelión de Bacon formaban parte de una extensa subclase de blancos muy pobres que llegaban a las colonias norteamericanas desde las ciudades europeas y cuyos gobiernos anhelaban su marcha. En Inglaterra, el desarrollo del comercio y del capitalismo en los siglos XVI y XVII, más el cercado de las tierras para la producción de lana, llenaron las ciudades de vagabundos. A partir del reinado de Isabel, se introdujeron leyes para castigarlos, encerrarlos en talleres de trabajos forzados o deportarlos.
En los siglos XVII y XVIII, a causa del exilio forzado, los engaños, las promesas, las mentiras y secuestros, unido a la necesidad urgente de escapar de las condiciones de vida en su país natal, los pobres que buscaban un pasaje a América se convirtieron en fuente de ingresos para negociantes, comerciantes, capitanes de navío, y, finalmente, para sus amos de América.
Después de firmar contratos en los que los inmigrantes aceptaban el pago de su pasaje a cambio de trabajar cinco o siete años para el amo, a menudo se les llevaba a la prisión hasta que zarpase el barco. Así no se escapaban. En el año 1619, la Casa de los Diputados de Virginia, nacida ese año como primera asamblea representativa de América (también fue el año de las primeras importaciones de esclavos negros), se encargó de estipular el registro y el cumplimiento de los contratos entre criados y amos. Como en todo contrato entre poderes desiguales, aunque en la documentación las partes aparecieran como iguales, el cumplimiento resultaba mucho más fácil para el amo que para el criado.
El viaje a América duraba ocho, diez o doce semanas, y los criados eran amontonados en los barcos con el mismo afán por conseguir beneficios que regía a los barcos negreros. Si el tiempo era malo, y el viaje duraba demasiado, se quedaban sin comida. Gotlieb Mittelberger, un músico que viajó de Alemania a América en 1750, escribió acerca del viaje:
Durante el viaje el barco se ve asediado por terribles señales de aflicción -pestes humos, horrores, vómitos, diferentes modalidades de mareo, fiebres, disentería, dolores de cabeza, calor, estreñimiento, furunculos, escorbuto, cáncer, podredumbre bucal, y otras penalidades- todas ellas causadas por estar la comida pasada y demasiado salada, especialmente la carne, así como por el estado malo y sucio del agua. Añadan a esto la escasez de comida, el hambre, la sed, la escarcha, el calor, la humedad, el miedo, la miseria, la vejación, los lamentos y otros problemas. A bordo de nuestro barco, un día que tuvimos una gran tormenta, había una mujer que debía dar a luz, pero que en esas condiciones no podía. Pues la echaron al mar por una de las escotillas.
A los criados contratados se les compraba y vendía como a los esclavos. Un anuncio aparecido en el Virginia Gazette, el 28 de marzo de 1771, rezaba así:
Acaba de llegar en Leedstown el barco Justitia, con cerca de cien criados sanos, hombres, mujeres y niños. La venta empezará el martes 2 de Abril.
En contraste con las descripciones optimistas de las condiciones de vida -supuestamente mejores en América- hay que referirse a muchas otras, como la contenida en una carta de un inmigrante en América “El que esté bien en Europa hará bien en quedarse allí. Aquí hay miseria y aflicción, como en todas partes, y para ciertas personas y condiciones, incomparablemente más que en Europa”.
Los azotes y los latigazos eran frecuentes. Las criadas sufrían violaciones.
En Virginia, en la década de 1660 a 1670, un amo fue acusado de violar a dos criadas. También se sabía que azotaba a su propia mujer y a sus hijos, había dado latigazos a otro criado, y lo había encadenado hasta que murió. El tribunal regañó al amo, pero fue absuelto de los cargos de violación a pesar de lo evidente de las pruebas.
El amo intentaba controlar por completo la vida sexual de los criados. Le interesaba impedir que las criadas se casaran o tuvieran relaciones sexuales porque los embarazos interferían con el trabajo. Benlamin Franklin, que firmaba con el seudónimo Poor Richard (pobre Ricardo), dio su consejo a los lectores en 1736 “Que su criada sea fiel, fuerte y domesticada”.
A veces los criados organizaban rebeliones, pero no se produjeron en el continente las conspiraciones a gran escala que existieron, por ejemplo, en la isla de Barbados en las Antillas.
A pesar de la escasez de las rebeliones de criados, siempre existía la amenaza, y los amos tenían miedo. Después de la Rebelión de Bacon, permanecieron en Virginia dos compañías para prevenir futuros problemas. Su presencia fue justificada en un informe dirigido a la Diputación del Comercio y de las Colonias (Lords of Commerce and Plantation). Decía “Hoy en día Virginia es pobre y está más poblada que nunca. Hay mucho miedo a un levantamiento de los criados, debido a sus severas carencias y su falta de ropa, puede que saqueen los almacenes y los navíos”.
La huída resultaba más fácil que la rebelión. Richard Morris ha realizado una inspección de la prensa colonial del siglo XVIII e informa en su libro Government and Labor in Early América: “Los citados blancos protagonizaron múltiples casos de huida en masa en las colonias sureñas… El ambiente de la Virginia del siglo XVII estaba cargado de conspiraciones y rumores de intentos de huida por parte de los criados”.
El mecanismo de control era muy elaborado. Los extraños tenían que mostrar pasaportes o certificados para demostrar que eran hombres libres. Había acuerdos entre colonias para la extradición de criados fugitivos. Estos llegaron a ser la base de la cláusula de la Constitución estadounidense que estipula que las personas “empleadas en el servicio o en el trabajo en un Estado… y que escaparan a otro… serán devueltas…”
A veces los criados se declaraban en huelga. En 1663, un amo de Maryland se quejó al Tribunal Provincial diciendo que sus criados “se habían negado de forma premeditada y firme, a hacer sus labores ordinarias”. Los criados respondieron que sólo se les alimentaba con “alubias y pan” y que estaban “tan endebles que no podemos realizar el trabajo que nos manda”. El juez les condenó a recibir treinta latigazos.
Más de la mitad de los colonos que llegaron a las costas norteamericanas en el período colonial lo hicieron en condición de criados. En el siglo XVII fueron mayoritariamente ingleses, irlandeses y alemanes en el XVIII. Con el tiempo, al huir en busca de la libertad o al acabar sus contratos, fueron reemplazados cada vez más por esclavos. No obstante, en 1755, los criados blancos todavía representaban el 10% de la población de Maryland.
¿Qué ocurría con estos criados cuando ganaban su libertad? Hay versiones optimistas que hablan de su ascensión a la prosperidad, llegando a ser terratenientes y figuras destacadas. Pero Abbott Smith, después de un minucioso estudio (Colonists in Bondage), llega a la conclusión de que la sociedad colonial “no era democrática y nada igualitaria, estaba dominada por hombres que tenían suficiente dinero como para conseguir que otros hombres trabajaran para ellos”. Además, “pocos de estos hombres eran descendientes de criados contratados, y casi ninguno había pertenecido él mismo a esta clase”.
Parece claro que las barreras de clase se fueron endureciendo durante el período colonial, la distinción entre rico y pobre se agudizó. En 1700 ya había cincuenta familias ricas en Virginia, con una riqueza equivalente a 50.000 libras (una suma inmensa en ese tiempo). Vivían del trabajo de los esclavos negros y de los criados blancos, tenían la propiedad de las haciendas, figuraban en el
Consejo del Gobernador, y ejercían de magistrados en el juzgado local. En Maryland, los colonos eran gobernados por un propietario al cual el rey inglés había concedido el control total de la colonia. Entre 1650 y 1689 hubo cinco conatos de revuelta contra el propietario.
El estudio de Carl Bridenbaugh sobre las ciudades coloniales, Cities to The Wilderness, revela un sistema de clase absolutamente patente. Encontró que:
Los líderes del Boston primitivo eran caballeros de grandes fortunas quienes, en asociación con la iglesia, buscaban la reproducción en América de las relaciones sociales de la Madre Patria.
En 1630, en los albores de la colonia de la bahía de Massachusetts, el gobernador, John Winthrop, había definido así la filosofía de los gobernantes “en todas las épocas, algunos deben ser ricos, otros pobres, algunos elevados y eminentes en poder y dignidad, otros de condición baja y sumisa”.
Los comerciantes ricos construyeron mansiones, la gente “distinguida” viajaba en carruajes o en sillas de mano, se hacía pintar en retrato, llevaban pelucas y se saciaban de buena comida y vino de Madeira. En 1678 llegó una petición de la ciudad de Deerfield al Tribunal General de Massachusetts: “Quizá les complacerá saber que lo más selecto del territorio, la mejor tierra, el mejor emplazamiento al tratarse del mismo centro de la población, y en lo referente a la cantidad, casi la mitad pertenece a ocho o nueve propietarios…”.
Nueva York era en el período colonial como un reino feudal. Los holandeses habían establecido un sistema de alquileres a lo largo del río Hudson, con enormes fincas, donde los barones controlaban por completo la vida de los arrendatarios. En 1689, muchas de las quejas de los pobres estuvieron presentes en la revuelta campesina de Jacob Leisler y su grupo. Pero Leisler fue ahorcado, y la parcelación de las enormes fincas continuó. Bajo el mandato del Gobernador Benjamin Fletcher, se concedió el 75% del territorio de Nueva York a unas treinta personas, y el gobernador regaló medio millón de acres a un amigo a cambio de un alquiler simbólico de 30 chelines.
En 1700 los mayordomos eclesiásticos de la ciudad de Nueva York pidieron fondos del consejo común porque “los gritos de los pobres y desvalidos por su falta de alimentos son muy hirientes”. En la década de 1730 a 1740 empezó a aumentar la demanda de instituciones para recluir a los “muchos mendigos que se permite vagar a diario por las calles”.
En 1737, una carta aparecida en el Journal neoyorquino de Peter Zenger, describía al pobre muchacho callejero de Nueva York como “un objeto de forma humana, medio muerto de hambre y frío, con ropa gastada en los codos y las rodillas, pelos de punta… De cuatro a catorce años, aproximadamente, pasan sus días en la calle… entonces les cogen de aprendices durante cuatro, cinco o seis años…”
En el siglo XVIII las colonias crecieron deprisa. A los colonos ingleses se les unieron escoceses, irlandeses y alemanes. Los esclavos negros llegaban en tromba; en 1690 equivalían al 8% de la población, y al 21% en 1770. En 1700 la población de las colonias ascendía a 250.000 habitantes, y en 1760 a 1.600.000. La agricultura estaba en expansión. También la industria a pequeña escala, el cabotaje y el comercio. Las grandes ciudades -Boston, Nueva York, Filadelfia, Charleston- doblaban y triplicaban sus poblaciones.
A pesar de todo este crecimiento, era la clase dirigente la que recibía la mayor parte de los beneficios y la que monopolizaba el poder político. En el Boston de 1770, una élite compuesta por el 1% de los terratenientes acumulaba el 44% de la riqueza.
En todas partes los pobres tenían que luchar por sobrevivir y por evitar la congelación en invierno. En la década de 1730 a 1740 todas las ciudades construyeron asilos, y no sólo para ancianos, viudas, discapacitados y huérfanos, sino para desempleados, veteranos de guerra y nuevos inmigrantes. A mediados de siglo, el asilo municipal de Nueva York, que tenía una capacidad para cien pobres, albergaba ya a cuatrocientos. Un ciudadano de Filadelfia escribió en 1748. “Resulta sorprendente el aumento que ha habido en la cantidad de mendigos en la ciudad este invierno”. En 1757, las autoridades de Boston hablaban de “una gran cantidad de pobres… que a duras penas pueden conseguir un poco de pan diario para ellos y sus familias”.
Las colonias, según parece, eran sociedades compuestas por clases en conflicto -un hecho que oculta el énfasis que ponen las historias tradicionales en la pugna externa contra Inglaterra y la unidad de los colonos en la Revolución. Por lo tanto, el país no “nació libre”, sino que nació esclavo y libre, criado y amo, arrendatario y terrateniente, pobre y rico. En consecuencia, las autoridades políticas tenían que actuar a menudo “de forma ruidosa y, a veces, violenta”, según Gary Nash “Los brotes de disturbios marcaron el último cuarto del siglo diecisiete, derrocando los gobiernos establecidos de Massachusetts, Nueva York, Maryland, Virginia y Carolina del Norte”.
Los trabajadores blancos libres tenían una situación mejor que los esclavos y los criados, pero todavía les escocía el trato injusto que recibían de las clases dirigentes.
En 1713, una falta severa de alimentos en Boston provocó la alarma de la gente influyente de la ciudad en la Asamblea General de Massachusetts. Decían que la “amenazadora escasez de alimentos” había desembocado en unos precios tan extravagantes, “que las necesidades de los pobres en el invierno que se avecina serán acuciantes”. Andrew Belcher, un comerciante rico, exportaba grano al Caribe porque el beneficio que sacaba allí era mayor. El 19 de mayo doscientas personas se manifestaron en el parque de Boston. Atacaron los navíos de Belcher, irrumpieron en sus almacenes en busca de grano, y mataron a tiros al teniente gobernador cuando intentó intervenir.
Entre 1730 y 1740, la gente de Boston protestó por los altos precios impuestos por los comerciantes y destrozó el mercado público de Dock Square. Al mismo tiempo -y tal como lo reflejó un crítico autor conservador- “murmuraban contra el Gobierno y la gente rica”. No se arrestó a nadie, después de que los manifestantes avisaran de que cualquier arresto provocaría “la respuesta de quinientos hombres conjurados” que destrozarían cualquier mercado creado para el beneficio de los comerciantes ricos.
Los ciudadanos de Boston también se manifestaron contra el reclutamiento forzoso que se llevaba a los hombres para el servicio naval. Rodearon la casa del gobernador, golpearon al sheriff, encerraron a su ayudante y tomaron por la fuerza la casa donde se reunía el Tribunal General. Cuando se ordenó a la milicia que redujera a los manifestantes, ésta no salió, y el gobernador tuvo que huir. La multitud fue condenada por un grupo de comerciantes, que la tildó de “asamblea violenta y tumultuosa de marineros extranjeros, criados, negros y otra gente de la peor calaña”.
Entre 1740 y 1750, los campesinos de Nueva Jersey que ocupaban y se disputaban terrenos con los terratenientes se rebelaron cuando se les exigió el pago de alquileres. En 1745 Samuel Baldwin, que llevaba años viviendo en un terreno cuyo título indio le confería la propiedad del mismo, fue arrestado, acusado de impago de alquiler al propietario y encarcelado en la prisión de Newark. Un contemporáneo describió lo que pasó entonces “La gente de a pie, pensando que los propietarios pretendían arruinarlos… fue a la prisión, abrió las puertas y sacó a Baldwin”.
Durante este período, Inglaterra estaba luchando en varias guerras (la Guerra de la Reina Ana en los primeros años del siglo XVIII, la Guerra del Rey Jorge en la década de 1730 a 1740). Algunos comerciantes acumularon grandes fortunas en estas guerras, pero para la mayoría de la gente conllevaban impuestos más altos, desempleo, pobreza. Un panfletista anónimo de Massachusetts describió con ira la situación tras la Guerra del Rey Jorge “La pobreza y el descontento se hacen patentes en todas las caras (excepto las finas caras de los ricos) y en todas las lenguas”. Habló de unos pocos hombres, alimentados por “la codicia del poder, la codicia de la fama” y “la codicia del dinero”, que se enriquecieron durante la guerra. “¿A quién puede extrañar que tales hombres puedan construir navíos y casas, comprar haciendas, arreglar sus carruajes y sus carros, vivir con todos los lujos, comprarse la fama, los puestos de honor?” Los tildó de “aves de presa, enemigos de toda comunidad dondequiera que vivan”.
En 1747 hubo una revuelta contra el reclutamiento forzoso de marineros en Boston. La muchedumbre arremetió contra Thomas Hutchison, un comerciante rico y oficial colonial que había prestado su apoyo al gobernador para sofocar los disturbios, y que también diseñó un plan financiero para Massachusetts que parecía discriminar a los pobres. La casa de Hutchison ardió misteriosamente y se juntó una multitud en la calle que le insultaba y gritaba “¡Que se queme!”.
En los años de la crisis revolucionaria, en la década de 1760 a 1770, la élite rica que controlaba las colonias británicas del continente americano ya tenía 150 años de experiencia. Había aprendido los principios del mando. Tenía varios temores, pero la verdad es que había desarrollado tácticas para confrontarse con aquellos a quienes temían.
Además del problema de la hostilidad india y el peligro de las revueltas de esclavos, la élite colonial tenía que vérselas con la ira clasista de los blancos pobres -los criados, los arrendatarios, los pobres de las ciudades, los sintierra, los pagadores de impuestos, los soldados y los marineros. Al cumplir las colonias los cien años y al acercarse el ecuador del siglo XVIII, a medida que se abría la brecha entre ricos y pobres, al aumentar la violencia y la amenaza de violencia, el problema del control se hacía cada vez más grave. ¿Qué iba a pasar si se unían diferentes grupos odiados -los indios, los esclavos, los blancos pobres? Incluso antes de que hubiera tantos negros, en el siglo XVII había -en palabras de Abbott Smith”un temor real de que los criados se unieran a los negros o a los indios para imponerse al reducido grupo de los amos”.
La Rebelión de Bacon resultó instructiva, era muy peligroso conciliar una población india en decadencia a expensas de causar las iras de una coalición de colonos fronterizos. Era mejor declarar la guerra a los indios, ganar el apoyo de los blancos y desbaratar cualquier posibilidad de enfrentamiento de clase a base de enfrentar a los blancos pobres con los indios. Así se aseguraba una mayor seguridad para la élite.
¿Podían confabularse negros e indios para enfrentarse al enemigo blanco?
En las Carolinas había más esclavos negros e indios -en las tribus cercanas- que blancos, en la década de 1750 a 1760, 25.000 blancos se enfrentaban en la zona a 40.000 esclavos negros y a 60.000 indios creek, cherokee, choctaw y chickasaw.
Los dirigentes blancos de las Carolinas parecían ser conscientes de la necesidad de una política que, en palabras de uno de ellos, “hiciera marcarse mutuamente a los indios y los negros, para evitar que seamos masacrados por unos u otros debido a su población infinitamente mayor”. Así que se aprobaron leyes que prohibían a los negros libres viajar en territorio indio. Los tratados con las tribus indias contenían cláusulas que exigían la devolución de los esclavos fugitivos. El gobernador Lyttletown de Carolina del Sur escribía en 1738 “Este gobierno siempre ha tenido la política de crear animadversión en ellos (los indios) hacia los negros”.
Los negros huían hacia los poblados indios, y los creeks y los cherokees albergaban a centenares de esclavos evadidos. Muchos de ellos fueron asimilados en las tribus indias, se casaban y tenían hijos. Pero el control lo mantenía la combinación de duros códigos de esclavitud y los sobornos a los indios para que ayudaran a capturar a los negros rebeldes.
Era la combinación potencial de blancos pobres y negros que causaba más miedo entre los colonos blancos ricos. Si hubiera existido la repugnancia racial natural que algunos analistas han dado por hecho, el control hubiera resultado más fácil. Pero la atracción sexual era fuerte entre razas. En 1743 el gran jurado de Charleston, Carolina del Sur, denunció “la practica harto común de las relaciones criminales con las esclavas y otras mujerzuelas esclavas en esta provincia”.
Lo que aterraba a la casta dirigente virginiana de la Rebelión de Bacon era que los esclavos negros y los criados blancos se unieran. A lo largo de esos primeros años, los esclavos blancos y negros y los criados huían juntos, como así lo demuestran las leyes aprobadas para impedirlo y los anales de los juzgados. Una carta escrita en las colonias sureñas en 1682 se quejaba del hecho de que no había “hombres blancos para vigilar a los negros, ni para reprimir una revuelta de negros”. Un informe de 1721 al gobierno inglés decía que “últimamente los esclavos negros han intentado -y casi consiguen- llevar a cabo una nueva revuelta… y, por lo tanto, quizá sea necesario… proponer alguna nueva ley para animar la contratación de más criados blancos en el futuro”.
Este temor puede ayudar a explicar la razón por la cual en 1717, el Parlamento institucionalizó la deportación al Nuevo Mundo como castigo legal para los crímenes cometidos. Después de esa fecha, se enviaron decenas de miles de reos a Virginia, Maryland y las otras colonias.
El racismo se estaba convirtiendo en algo cada vez más práctico. Edmund Morgan, basándose en su profundo estudio de la esclavitud en Virginia, no ve el racismo como algo “natural” en la diferenciación blanco-negro, sino algo que nace del desprecio de clase, un artefacto realista para el control. “Si los hombres libres desesperados hicieran causa común con los esclavos más temerarios, los resultados podrían ser peores que lo ocurrido con Bacon. La respuesta al problema… era el racismo, para separar, con una pantalla de menosprecio racial, a los blancos libres más peligrosos de los esclavos negros peligrosos”.
También hubo otra forma de control que adquirió importancia a medida que crecieron las colonias, y que tuvo consecuencias cruciales para el predominio continuado de la élite a lo largo de la historia americana. Al lado de los muy ricos y los muy pobres, se desarrolló una clase media blanca de pequeños colonos, agricultores independientes y artesanos urbanos que, a cambio de pequeñas recompensas por unirse con los comerciantes y los colonos potentes, se convertirían en un sólido antídoto contra la amenaza de los esclavos negros, los indios de la frontera y los blancos muy pobres.
Mientras los ricos dominaban Boston, también había tareas políticas disponibles para los moderadamente ricos, como “cortadores de duelas”, “medidor de cestas carboneras”, “vigilante de cercas” etc. Aubrey Land encontró que en Maryland había una clase de pequeños colonos que no eran “beneficiarios” de la sociedad agrícola, como lo eran los ricos, pero que gozaban del honor de llamarse “colonos”, y que eran “ciudadanos respetables”.
En el Pennsylvama Journal de 1756 se puede leer “La gente de esta provincia normalmente son de clase media, y actualmente de un mismo nivel social. Por lo general son agricultores emprendedores, artesanos o comerciantes…” El hecho de llamarles “la gente” equivalía a omitir a los esclavos negros, a los criados blancos y a los indios desplazados. Además, el término “clase media” ocultaba algo que durante largo tiempo ha sido verdad en este país. Como ya apuntara Richard Hofstadter, “era una sociedad de clase media gobernada en gran medida por las castas dominantes”
Para gobernar, dichas castas dirigentes necesitaban hacer concesiones a la clase media sin comprometer su propia riqueza ni su propio poder. Esto se conseguía a costa de los esclavos, los indios y los blancos pobres. La estrategia era comprar su lealtad. Y para fijar esa lealtad con algo todavía más poderoso que el beneficio material, entre 1760 y 1780 la casta dirigente encontró una artimaña tremendamente útil. Esa artimaña era el lenguaje de la libertad y de la igualdad: así podía reunir a los blancos suficientes como para afrontar una Revolución contra Inglaterra sin acabar ni con la esclavitud ni con la desigualdad.
Capítulo 4
LA TIRANÍA ES LA TIRANÍA
Hacia el año 1776, algunas personas importantes de las colonias inglesas descubrieron algo que resultaría enormemente útil durante los doscientos próximos años. El hallazgo fue el pensar que si creaban una nación, un símbolo, una entidad legal llamada Estados Unidos, podrían arrebatarles las tierras, los beneficios y el poder político a los favoritos del Imperio Británico. Y que además, en este proceso, podrían desactivar una serie de rebeliones potenciales y crear un consenso de apoyo popular para la andadura de un nuevo y privilegiado liderazgo.
Vista así, la Revolución Americana fue una operación genial y los Padres de la Patria se merecen el respetuoso tributo que han recibido a lo largo de los siglos. Crearon el sistema más efectivo de control nacional diseñado en la edad moderna y demostraron a las futuras generaciones de líderes las ventajas que surgen de la combinación del paternalismo y del autoritarismo.
Después de la virginiana Rebelión de Bacon, en 1760, se produjeron dieciocho nuevos intentos de derrocar a los gobiernos coloniales. También hubo ocho revueltas de negros en Carolina del Sur y Nueva York, y cuarenta algaradas de diferente naturaleza.
Entonces también surgieron, según Jack Greene, “élites políticas y sociales locales de carácter estable, coherente, efectivo y respetado”. En 1760, este liderazgo local vio la posibilidad de dirigir a una gran parte de las energías rebeldes contra Inglaterra y sus representantes oficiales locales. No fue un complot conspicuo, sino un cúmulo de respuestas tácticas.
Después de 1763, con la victoria de Inglaterra sobre Francia en la
Guerra de los Siete Años (que en América se conoce como la Guerra de los Franceses y los Indios) -la cual conllevó la expulsión de los franceses- los ambiciosos líderes coloniales ya no sentían la amenaza francesa. Ahora sólo les quedaban dos rivales: los ingleses y los indios. Los británicos, con el afán de ganarse a los indios, habían declarado zona prohibida las tierras indias más allá de los montes Apalaches (Proclamación de 1763). Una vez despachados los ingleses, quizás podrían ir a por los indios. De nuevo no estamos hablando de una estrategia premeditada de la élite colonial, sino de un proceso de concienciación a medida que se producían los acontecimientos.
Tras la derrota de los franceses, el gobierno británico pudo dedicarse a apretar las tuercas a las colonias. Necesitaba dinero para pagar la guerra, y para ello contaba con las colonias. Además el comercio colonial tenía cada vez más importancia y era más provechoso para la economía británica: en 1700 equivalía a unas 500.000 libras, y en 1770 ya ascendía a 2 800.000 libras
Por lo tanto, mientras que los ingleses necesitaban cada vez más la riqueza colonial, los líderes americanos estaban cada vez más desencantados con el mando inglés. Estaban sembradas las semillas del conflicto.
La guerra con Francia había traído gloria para los generales, muerte a los soldados rasos, riqueza para los comerciantes y desempleo para los pobres. Al acabar la guerra, vivían 25.000 personas en Nueva York (en 1720 había 7.000). Un director de diario escribió acerca de la cifra cada vez mayor de “mendigos y pobres vagabundos” en las calles de la ciudad.
Salían cartas en la prensa que cuestionaban la distribución de la riqueza: “¿Cuándo habíamos visto nuestras calles tan repletas de miles de barriles de harina para el comercio mientras nuestros más inmediatos vecinos a duras penas pueden ganarse un pastelito para satisfacer su hambre?”.
El estudio de Gary Nash sobre los listados de impuestos municipales demuestra que al inicio de la década de 1770, el 5% más potente de los contribuyentes bostonianos controlaba el 49% de los bienes imponibles de la ciudad. En Filadelfia y Nueva York, la riqueza estaba cada día más concentrada. Los testamentos documentados en los juzgados demuestran que en 1750 los habitantes más ricos de las ciudades ya legaban 20.000 libras (el equivalente a 2,5 millones de dólares actuales).
En Boston las clases populares empezaban a usar las reuniones municipales para dar salida a sus quejas El gobernador de Massachusetts había escrito que en estas reuniones, “los habitantes más viles… debido a su constante presencia, normalmente están en mayoría y sus votos cuentan más que los de los caballeros, los comerciantes, los negociantes y la parte más noble de la ciudadanía».
Lo que parece haber pasado en Boston es que ciertos abogados, directores de prensa y comerciantes de las clases privilegiadas, pero excluidos de los círculos dirigentes cercanos a Inglaterra -hombres como James Otis y Samuel Adams- organizaron un “caucus político en Boston” y a través de su oratoria y sus escritos “moldearon la opinión de la clase trabajadora, llamaron a las turbas a la acción, e influyeron en su comportamiento”. Esta es la descripción que hizo Gary Nash de Otis, quien, según dice, “reflejaba y también formaba la opinión popular, consciente de la pérdida de las fortunas y del resentimiento de los ciudadanos de a pie”.
Aquí queda trazado el talante de la larga historia de la política americana: la dinamización de la energía de las clases populares por parte de los políticos de la casta dirigente- para su propio beneficio. No se trataba de pura y simple decepción. En parte se trataba de un reconocimiento genuino de las quejas de la clases populares. Esto ayuda a explicar su efectividad como táctica a lo largo de los siglos.
En 1762, hablando en contra de los dirigentes conservadores de la colonia de Massachusetts -representados por Thomas HutchisonOtis dio un ejemplo de la clase de retórica que podía usar un abogado a la hora de movilizar a los trabajadores artesanales de la ciudad:
Como la mayoría de vosotros, me veo obligado a ganarme la vida con el trabajo de mis manos y el sudor de mi frente. Me veo obligado a pasar por malos tragos para ganarme el amargo pan bajo las miradas de desprecio de gente que no tiene derechos naturales ni divinos para considerarse superiores a mí, y que deben toda su grandeza y honor al hecho de haber machacado a los pobres.
En ese tiempo parece que Boston estuvo lleno de conflictos de clase. En el Gazette de Boston, alguien escribió en 1763 que “unas personas que están en el poder” estaban promocionando proyectos políticos “para mantener pobre a la gente para que fuera humilde”. Este sentimiento acumulado de protesta contra los ricos de Boston puede que explique la pasión de las acciones de la turba en contra del Stamp Act, una ley de 1765 que creaba nuevos impuestos. Con esta ley los británicos pretendían que los colonos pagaran la guerra francesa con sus impuestos, cuando esa guerra había servido para extender los límites del Imperio Británico. Ese verano, un zapatero llamado Ebenezer MacIntosh encabezó la multitud en la destrucción de la casa de un rico comerciante bostoniano llamado Andrew
Oliver. Al cabo de dos semanas, la turba se abalanzó sobre la casa de Thomas Hutchison, símbolo de la élite de ricos que mandaban en las colonias en nombre de Inglaterra. Destrozaron su casa a hachazos, se bebieron el vino de su bodega, y saquearon las dependencias, llevándose muebles y otros objetos. Un informe realizado por las autoridades y enviado a Inglaterra apuntaba que esto formaba parte de un plan más extenso en el que se debían destrozar las casas de quince ricos como parte de “una guerra de saqueo, pillaje generalizado e intentos de eliminar la distinción entre ricos y pobres”.
Fue uno de esos momentos en que la furia contra los ricos sobrepasaba la voluntad de líderes como Otis. ¿Se podría concentrar el odio de clase en la élite pro-británica, y dejar intacta a la élite nacionalista? En Nueva York, el mismo año de los ataques a casas en Boston, alguien escribió en la Gazette de Nueva York “¿Es justo que 99, y no 999, sufran por las extravagancias y la grandeza de uno, sobre todo cuando se considera que los hombres a menudo deben su riqueza al empobrecimiento de sus vecrnos?” Los líderes de la Revolución se ocuparían de mantener tales sentimientos bajo control.
Los trabajadores artesanales exigían democracia política en las ciudades coloniales, querían reuniones abiertas de las asambleas representativas, galerías públicas en las cámaras legislativas y la publicación de los resultados de las votaciones nominales para que los electores pudieran controlar a sus representantes. Querían mítines al aire libre, donde la población pudiera participar en la elaboración de las políticas, impuestos más equitativos, control de los precios y la elección de trabajadores artesanales y otra gente normal a los puestos de gobierno.
Durante las elecciones para la convención de 1776, en que se había de preparar una constitución para Pennsylvania, un comité de particulares (Privates Committee) animaba a los electores a oponerse a “los ricos y a los ricachones… que siempre están marcando diferencias en la sociedad”. El Comité de particulares elaboró un manifiesto de derechos para la convención que contenía la siguiente declaración “Una proporción enorme de la propiedad en manos de unos pocos individuos es un peligro para los derechos, y destructivo para la común felicidad de los hombres, por lo tanto cada estado libre tiene el derecho a limitar la posesión de tales propiedades con su legislación”.
En las zonas rurales, donde vivía la mayor parte de la gente, había un conflicto similar de los pobres contra los ricos. Esta circunstancia fue utilizada por los líderes políticos para movilizar a la población en contra de Inglaterra. Otorgaban algunos beneficios a los rebeldes pobres, y se quedaban ellos mismos con la parte mayor. Las revueltas protagonizadas por los arrendatarios de Nueva Jersey en la década de 1740-1750, las ocurridas en el valle del Hudson neoyorquino en el período 1750-1770 y la rebelión que estalló en el noreste de Nueva York y que desembocó en la separación de Vermont del Estado de Nueva York eran algo más que esporádicas protestas. Eran movimientos sociales de largo alcance, bien organizados, que contemplaban la creación de gobiernos paralelos. Entre 1766 y 1771 se organizó en Carolina del Norte un “Movimiento Regulador” de agricultores blancos para oponerse a las autoridades ricas y corruptas. Coincidía perfectamente en el tiempo con los años en que crecía la agitación anti-británica en las ciudades del noreste y se marginaban los asuntos de clase. Los reguladores se referían a sí mismos como “campesinos pobres y trabajadores”, o como “campesinos”, “pobres miserables”, “oprimidos” por los “ricos y poderosos… los monstruos mal intencionados”.
Se oponían al sistema impositivo, que resultaba especialmente duro para los pobres, y a la combinación de comerciantes y abogados que trabajaban en los juzgados para recaudar las deudas de los acosados agricultores. Los reguladores no representaban ni a los criados ni a los esclavos, pero sí tenían en cuenta a los pequeños propietarios, a los “ocupas” y a los arrendatarios.
En la década 1760-1770, los reguladores de Orange County se organizaron para impedir la recaudación de impuestos y la confiscación de las propiedades de los que infringían el pago de los mismos. Las autoridades dijeron “Se ha declarado una insurrección de tendencias peligrosas en Orange County”, e hicieron planes para reprimirla. En uno de los episodios, setecientos campesinos armados liberaron por la fuerza a dos líderes reguladores. En otro condado, Anson, un coronel de la milicia local se quejó de “los tumultos sin igual, las insurrecciones y los disturbios que están afectando a nuestro condado” En otro episodio, cien hombres interrumpieron una vista en el juzgado del condado.
El resultado de esto fue que la asamblea introdujo algunas reformas legislativas suaves, pero también una ley para “impedir las revueltas y los tumultos”, y que el gobernador se preparara para aplastarlos por la vía militar. En mayo de 1771, hubo una batalla decisiva en la que un ejército disciplinado derrotó a cañonazos a varios miles de campesinos. Fueron ahorcados seis reguladores.
Una consecuencia de este amargo conflicto es que tan sólo parecía haber participado en la Guerra Revolucionaria una minoría de los habitantes de los condados con implantación reguladora. La mayoría, probablemente, se mantuvo en la neutralidad.
Afortunadamente para el movimiento revolucionario, las principales batallas se estaban librando en el norte, en cuyas ciudades los líderes coloniales habían dividido a la población blanca, podían ganarse a los trabajadores artesanales -una especie de clase media-, que, al tener que competir con los industriales ingleses, tenían intereses creados en la lucha contra Inglaterra. El problema principal era el control de la gente sin propiedades que estaba sin empleo y sufría del hambre que nacía de la crisis posterior a la guerra francesa.
En Boston las quejas económicas de las clases más marginadas se mezclaron con el enfado que había contra los británicos Esto hizo estallar la violencia de las turbas. Los líderes del movimiento independentista querían usar la energía callejera contra Inglaterra, pero también querían contenerla para que no se les exigiera demasiado a ellos mismos.
Un grupo político bostoniano llamado Loyal Nine (Nueve Leales) compuesto por mercaderes, destiladores, armadores y maestros artesanos opuestos al Stamp Act- organizaron, en agosto de 1765, una procesión de protesta. Colocaron a cincuenta maestros artesanos en la cabecera, pero necesitaron movilizar a los trabajadores portuarios del norte y a los trabajadores artesanales y aprendices del sur de la ciudad. En la procesión hubo dos o tres mil personas (excluyeron a los negros). Desfilaron hasta la casa del jefe del servicio de impuestos y quemaron su efigie. Pero cuando se fueron los gentlemen -los caballeros- que habían organizado la manifestación, la multitud prosiguó la protesta destruyendo una parte de las propiedades del alto funcionario.
Entonces se convocó una reunión del pueblo y los mismos líderes que habían planeado la manifestación denunciaron la violencia desatada y desautorizaron las acciones de la multitud. Cuando se retiró el Stamp Act debido al aplastante rechazo que suscitaba, los líderes conservadores cortaron su relación con los alborotadores. Y cada año en que celebraban el aniversario de la primera manifestación contra el Stamp Act, no invitaron a los alborotadores, sino -según Dirk Hoerder- “mayoritariamente a los bostonianos de clase alta y media, que viajaban en carruajes y coches a Roxbury o Dorchester para celebrar opulentos festejos”.
Cuando el Parlamento Británico hizo un nuevo intento para recaudar fondos en las colonias con una serie de impuestos -diseñados esta vez para no levantar tanta oposición-, los líderes coloniales organizaron actos de boicot. Pero insistían en que no hubiera “ni multitudes ni tumultos para que no peligren las personas y las propiedades de vuestros enemigos más irreconciliables”. Samuel Adams dio los siguientes consejos “Nada de multitudes - Nada de alborotos - Nada de tumultos”. Y James Otis dijo que “ninguna circunstancia, por muy opresiva que fuera, podía considerarse suficientemente seria como para justificar los alborotos y desórdenes de tipo privado.. ”
El acuartelamiento de tropas por parte de los británicos resultaba especialmente negativo para los marineros y demás gente trabajadora. Después de 1768 se acuartelaron dos mil soldados en Boston y la tensión entre las multitudes y los soldados creció. Los soldados empezaron a arrebatarles los empleos -que ya eran escasos- a la gente trabajadora. El 5 de marzo de 1770 las quejas de los cordeleros contra el hecho de que los soldados británicos les arrebatasen los empleos desembocó en una lucha.
Delante de la casa de las aduanas se reunió una muchedumbre profiriendo insultos contra los soldados. Estos dispararon, y en un primer momento mataron a Crispus Attucks, un trabajador mulato, y después a otros. Este incidente pasó a conocerse como la “Masacre de Boston”. Los sentimientos anti-británicos crecieron rápidamente cuando absolvieron a seis de los soldados británicos (a dos les marcaron los pulgares con un hierro candente y les expulsaron del ejército). John Adams, abogado defensor de los soldados británicos, describió a la muchedumbre presente en la Masacre como “una banda de indeseables, negros y mulatos, vagabundos irlandeses y gamberros marineruchos”. Del total de dieciséis mil habitantes que tenía Boston, quizá fueron unas diez mil las que se juntaron en el cortejo fúnebre por las víctimas de la Masacre. Esto hizo que los ingleses retirasen las tropas de Boston e intentasen apaciguar la situación.
En el trasfondo de la Masacre estaba el reclutamiento forzoso de los colonos para el servicio militar (conocido como Impressment) Se habían producido alborotos por este tema a lo largo de la década 1760-70 en Nueva York y en Newport, Rhode Island. En este último lugar se manifestaron quinientas personas, entre marineros, chicos y negros. Seis semanas antes de la Masacre de Boston, en Nueva York había habido una batalla campal entre marineros y soldados británicos que les quitaban los puestos de trabajo, con el resultado de un marinero muerto.
En el Tea Party de Boston de 1773, se cogió el té de los navíos para echarlo a las aguas del puerto. Según Dirk Hoerder, el Comité de Correspondencia de Boston -formado hacía un año para organizar acciones antibritánicas- “controló desde un inicio las acciones multitudinarias contra el té”. El Tea Party provocó las Leyes Coercitivas del Parlamento, las cuales establecían virtualmente la ley marcial en Massachusetts, con la disolución del gobierno colonial, la clausura del puerto de Boston y el envío de tropas. A pesar de ello, se hicieron mítines multitudinarios de oposición.
Pauline Maier, que estudió el desarrollo del movimiento de oposición a Gran Bretaña en la década anterior a 1776 en su libro From Resistance to Revolution, subraya la moderación de los líderes y cómo, a pesar de su deseo de resistir, tenían una “predisposición al orden y a la contención”. Maier apunta “Los dirigentes y los miembros del comité de los Hijos de la Libertad se nutrían casi exclusivamente de las clases medias y altas de la sociedad colonial”. Sin embargo, su objetivo era extender la organización y ampliarla con una gran base de asalariados.
En Virginia, los terratenientes educados veían con claridad que tenían que hacer algo para persuadir a las clases bajas a unirse a la causa revolucionaria para así reorientar su furia y dirigirla contra Inglaterra.
Era un tema para el cual las habilidades retóricas de Patrick Henry estaban estupendamente adaptadas. Encontró un lenguaje que inspiraba a todas las clases. Era lo suficientemente específico en su enumeración de quejas como para enardecer las iras populares contra los británicos, pero lo suficientemente impreciso como para evitar el conflicto de clase entre los rebeldes y lo suficientemente apasionante como para tocar la fibra patriótica y aumentar así el movimiento de resistencia.
Este efecto es el que iba a conseguir el panfleto Common Sense, de Tom Paine. Aparecido en 1776, llegaría a ser el más popular en las colonias americanas. Planteó el primer argumento audaz en favor de la independencia en palabras que cualquier persona mínimamente educada pudiera entender “La sociedad es una bendición en todo estado, pero el Gobierno, en el mejor de los casos, no es más que un mal necesario…”
Paine descartó la idea del derecho divino de los reyes con una historia mordaz de la monarquía británica remontándose a la conquista normanda de 1066, cuando Guillermo el Conquistador vino de Francia para establecerse en el trono británico: “Para expresarlo en términos claros, un bastardo francés que desembarcó con un ejército de bandidos y se estableció como rey de Inglaterra contra la volundad de sus nativos es un origen muy poco noble; lo seguro es que de divino no tiene nada”.
Paine contrastó las ventajas prácticas de mantenerse unidos a Inglaterra con las de separarse de ella:
Reto al partidario más apasionado de la reconciliación que muestre una sola ventaja que este continente pueda derivar de su vinculación a Gran Bretaña. Repito el reto, no se deriva ni una sola ventaja. Nuestro trigo encontrará su precio en cualquier mercado europeo, y nuestras importaciones deben ser pagadas por ellos allá donde llegue.
Respecto a los efectos negativos de la vinculación con Inglaterra, Paine apeló a la memoria de los colonos respecto a las guerras en que Inglaterra les había involucrado, guerras caras en vidas y dinero. Poco a poco iba subiendo el tono emocional:
Todo lo que sea correcto o razonable pide la separación. La sangre de los muertos, la voz llorosa de la naturaleza llama ES HORA DE LA SEPARACIÓN.
En 1776 se hicieron veinticinco ediciones de Common Sense y se vendieron cientos de miles de copias. Es probable que casi todo colono alfabetizado lo leyera o conociera su contenido. En esta época el arte del panfleto se había convertido en el principal foro de debate sobre las relaciones con Inglaterra. Entre 1750 y 1776 aparecieron cuatrocientos panfletos con argumentos a favor y en contra de las partes implicadas en el Stamp Act, la Masacre de Boston, el Tea Party de 1773 o las cuestiones generales de la desobediencia a la ley, la lealtad hacia el gobierno, los derechos y las obligaciones.
El panfleto de Paine agradó a un amplio espectro de la opinión colonial molesta con Inglaterra. Pero causó cierta preocupación en los aristócratas como John Adams, que a pesar de estar con la causa patriota, querían asegurarse de que no habría excesos democráticos. Había que controlar las asambleas populares, pensaba Adams, porque “producían resultados precipitados y juicios absurdos”.
El mismo Paine era un inglés de extracto “inferior”, un pasante, inspector de hacienda, maestro, o sea, un emigrante pobre en América. Pero una vez en marcha la Revolución, Paine dejó cada vez más claro que no estaba a favor de las acciones de la turba que protagonizaban las clases subalternas -como esos milicianos que en 1779 atacaron la casa de James Wilson, un líder revolucionario opuesto a los controles de los precios que quería un gobierno más conservador que el que había establecido la Constitución de Pennsylvania en 1776. Paine llegó a ser el socio de uno de los hombres más ricos de Pennsylvania, Robert Morris, prestándole su apoyo cuando éste creó el Banco de Norte América.
Después, durante la polémica suscitada en torno a la adopción de la Constitución, Paine representó de nuevo a los artesanos urbanos que estaban a favor de un gobierno central poderoso. Parecía creer que un gobierno así podía ser de un gran interés común. En este sentido, él mismo se prestó a la perfección al mito de la Revolución que se llevaba a cabo para unir al pueblo.
La Declaración de Independencia hizo que ese mito llegara al más alto grado de la elocuencia. Al aumentar la dureza de cada medida de control británico -la Proclamación de 1763, que prohibía la colonización más allá de los montes Apalaches, el Stamp Act, los impuestos de Townshend, incluido el del té, el acuartelamiento de tropas y la Masacre de Boston, la clausura del puerto de Boston y la disolución del parlamento de Massachusetts- hizo que la rebelión colonial creciera hasta desembocar en la Revolución. Los colonos habían respondido mediante el Congreso del Stamp Act, los Hijos de la Libertad, los Comités de Correspondencia, el Tea Party de Boston, y, finalmente, en 1774, estableciendo un Congreso Continental -una entidad clandestina, precursora de un gobierno independiente.
Fue tras la escaramuza de Lexington y Concord de abril de 1775, entre los Minutemen coloniales y las tropas británicas, cuando el Congreso Continental se decidió por la separación. Organizaron un pequeño comité para redactar la Declaración de Independencia, que escribió Thomas Jefferson y que finalmente fue adoptada por el Congreso el 2 de julio y proclamada con carácter solemne el día 4 de julio de 1776.
Para entonces ya existía un importante sentimiento en favor de la independencia. Las resoluciones adoptadas en Carolina del Norte en mayo de 1776 -y después enviadas al Congreso Continentaldeclaraban la independencia con respecto a Inglaterra, establecían la nulidad de toda ley británica, y abogaban por los preparativos militares. Por aquel entonces, se habían reunido los habitantes de la ciudad de Malden, Massachusetts (en respuesta a la petición hecha por la Casa de Representantes de Massachusetts en el sentido de que todos los pueblos del estado expresaran su postura respecto a la independencia), y se habían posicionado a favor de ella: “…por lo tanto renunciamos con desdén a nuestra asociación con un reino de esclavos, lanzamos nuestro adiós final a Gran Bretaña”.
“Cuando en el curso de los acontecimientos humanos se hace necesario que un pueblo disuelva los vínculos políticos… deben declararse las causas.” Así empezaba la Declaración de Independencia. Entonces, en el párrafo segundo, llegaba la poderosa declaración filosófica:
Consideramos patentes estas verdades, que todos los hombres son creados iguales, que su Creador les da ciertos derechos inalienables, entre otros el de la Vida, el de la Libertad y el de la Felicidad. Que para asegurar estos derechos, se instauran gobiernos entre los hombres, derivando sus justos poderes del consentimiento de los gobernados, que cuando cualquier forma de gobierno sea destructiva respecto a estos fines, el pueblo tenga derecho a alterar o abolirla, y a constituir un nuevo gobierno.
Acto seguido enumeraba las quejas contra el rey, “una historia de repetidos pejuicios y usurpaciones, todos ellos con el objeto de establecer una Tiranía absoluta en estos Estados”. La lista acusaba al rey de disolver los gobiernos coloniales, de controlar a los jueces, de enviar “un montón de funcionarios para hostigar a nuestra gente”, de enviar ejércitos de ocupación, de interrumpir el comercio colonial con otras zonas del mundo, de recaudar impuestos entre los colonos sin su consentimiento, y de declararles la guerra, “transportando grandes ejércitos de mercenarios extranjeros para llevar a cabo actos de muerte, desolación y tiranía”.
Todo esto -el lenguaje del control popular sobre los gobiernos, el derecho a la rebelión y a la revolución, la indignación ante la tiranía política, las cargas económicas, los ataques militares- era una jerga que se utilizaba para unir a un gran número de colonos, y persuadir incluso a los que tenían conflictos entre sí para que se unieran en la causa común contra Inglaterra.
Algunos americanos fueron claramente excluidos de este círculo de intereses que significaba la Declaración de Independencia, como fue el caso de los indios, de los esclavos negros y de las mujeres. De hecho, un párrafo de la Declaración acusaba al rey de incitar las rebeliones de los esclavos y los ataques indios:
Ha provocado insurrecciones domésticas entre nosotros, y ha pretendido echarnos encima los habitantes de nuestras fronteras, los indios salvajes inmisericordes, cuyo dominio del arte de la guerra consiste en la destrucción indiscriminada de toda persona, no importando su edad, sexo o condición.
Veinte años antes de la Declaración, una proclamación del parlamento de Massachusetts, del 3 de noviembre de 1755, declaraba a los indios Penobscot “rebeldes, enemigos y traidores” y ofrecía una recompensa “por cada cabellera de indio macho traído… de cuarenta libras. Por cada cabellera de cada mujer india o joven macho de menos de doce años que se matase… veinte libras…” Thomas Jefferson había escrito un párrafo de la Declaración acusando al rey de transportar esclavos de Africa a las colonias y de “suprimir todo intento legislativo de prohibir o restringir este comercio execrable”. Esto parecía expresar una reprobación indignada contra la esclavitud y el comercio de esclavos (la actitud de Jefferson hacia la esclavitud hay que contrastarla con el hecho de que tuvo centenares de esclavos hasta el día de su muerte). Pero tras esta actitud existía el temor cada vez más agudo entre los virginianos y algunos otros sureños por la creciente cantidad de esclavos negros que había en las colonias (el 20% de la población total) y la amenaza de las revueltas de esclavos a medida que crecía su número.
El Congreso Continental eliminó el párrafo de Jefferson porque los propietarios de esclavos no querían acabar con el comercio de esclavos. En el gran manifiesto libertador de la Revolución Americana no se incluyó ni ese mínimo gesto hacia el esclavo negro.
El uso de la frase “todos los hombres son creados iguales” seguramente no pretendía referirse a las mujeres. Su inclusión no era ni remotamente posible. Eran políticamente invisibles. Y aunque las necesidades prácticas conferían a las mujeres cierta autoridad en el hogar, ni siquiera se las tomaba en cuenta a la hora de otorgar derechos políticos y nociones de igualdad cívica.
El hecho de decir que la Declaración de Independencia, incluso en su propio enunciado, estaba limitada al concepto de “vida, libertad y felicidad para los machos blancos” no significa denunciar a los creadores y firmantes de la Declaración, que tomaron las ideas de los machos privilegiados del siglo dieciocho. Muchas veces se acusa a reformistas y radicales, con su observación descontenta de la historia, de esperar demasiado de un período político pretérito, cosa que a veces hacen. Pero el hecho de citar a los marginados de los derechos humanos, tal como los contempló la Declaración, no significa -siglos más tarde y sin objeto- denunciar las limitaciones morales de esa época. Sirve para intentar entender la manera en que funcionó la Declaración en el sentido de movilizar a ciertos grupos de americanos e ignorar a otros. Seguramente, el lenguaje que la inspiró para crear un consenso seguro todavía se utiliza hoy, en nuestros días, para encubrir importantes conflictos de intereses, y también para disimular la omisión de grandes sectores de la raza humana.
La realidad que yacía en las palabras de la Declaración de Independencia era que una clase emergente de gente importante necesitaba alistar en su bando a los suficientes americanos como para vencer a Inglaterra, sin perturbar demasiado las relaciones entre riqueza y poder que se habían desarrollado durante 150 años de historia colonial. De hecho, el 69% de los signatarios de la Declaración de Independencia habían ocupado puestos en la administración colonial inglesa.
Cuando se proclamó la Declaración de Independencia -con toda su jerga incendiaria y radical- desde el balcón del Ayuntamiento de Boston, fue leída por Thomas Crafts, miembro del grupo Loyal Nine (Los Nueve Leales), conservadores que se habían opuesto a la acción militante contra los británicos. Cuatro días después de esa lectura, el Comité de Correspondencia de Boston ordenó a los ciudadanos que se presentaran en el Common (espacio abierto central) de la ciudad para incorporarse a filas. Pero lo cierto es que los ricos podían evitar el servicio militar si pagaban a unos sustitutos, mientras que los pobres tenían que apechugar. Esto provocó disturbios y el grito de “la tiranía es la tiranía, venga de donde venga”. 
Capítulo 5
CASI UNA REVOLUCIÓN
La victoria americana sobre el ejército británico se debe a la existencia previa de un pueblo armado. Casi todos los hombres blancos tenían armas y podían disparar. Y aunque el liderazgo revolucionario no se fiaba de la turba, sabían que la revolución no resultaba atractiva ni para los esclavos ni para los indios. Así que tendrían que seducir a la población armada blanca.
Esto no era fácil. Sí, los trabajadores artesanales, los marineros y algunos más, estaban enfadados con los británicos. Pero en general no había un gran entusiasmo por la guerra. John Shy, en su estudio sobre el ejército revolucionario (A People Numerous and Armed), calcula que aproximadamente una quinta parte de la población se mostraba activamente “traidora”. John Adams había calculado que una tercera parte se oponía a la secesión, otra tercera parte estaba a favor, y una tercera parte era neutral.
Los primeros hombres en alistarse en la milicia colonial normalmente eran “lo mejor de la sociedad respetable y, cuando menos, paladines del espíritu cívico” de sus comunidades, dice Shy. Quedaron excluidos de la milicia los indios amistosos, los negros libres, los criados blancos, y los blancos libres que no tuvieran un hogar fijo. Pero la desesperación llevó al reclutamiento de los blancos menos respetables. Massachusetts y Virginia hicieron provisiones para el alistamiento de vagabundos (strollers) en la milicia.
De hecho, el ejército se convirtió en una salida prometedora para los pobres, que podían ascender de rango, adquirir dinero y cambiar su status social.
Este era el método tradicional de los líderes de cualquier orden social para movilizar y disciplinar a una población alborotada: ofrecer a los pobres las aventuras y las recompensas del servicio militar para conseguir que luchen por una causa que quizás no acaben de sentir como propia. John Scott, un teniente americano herido en Bunker Hill, explicó cómo se había unido a las fuerzas rebeldes:
Era zapatero, y me ganaba la vida con mi trabajo. Cuando se presento esta Rebelión, vi a algunos de mis vecinos apuntarse en el ejercito, y no estaban mejor que yo. Era muy ambicioso, y no me gustaba verme superado por esos hombres. Me pidieron que me alistara como soldado raso. Ofrecí mis servicios a cambio del cargo de teniente y lo aceptaron. Ya me veía en el camino del ascenso.
John Scott era uno de los muchos luchadores revolucionarios normalmente de los rangos militares más bajos- que tenían un origen pobre y oscuro. El estudio de Shy sobre el contingente de Peterborough muestra que los ciudadanos más distinguidos y bien situados de la ciudad estuvieron poco tiempo en filas en la guerra. Otras ciudades americanas presentan el mismo esquema. Como dice Shy “La América revolucionaria puede que haya sido una sociedad de clase media, más alegre y próspera que cualquier otra de su tiempo, pero contenía una cantidad cada vez mayor de gente bastante pobre, y muchos de ellos son los que de verdad lucharon y sufrieron entre 1775 y 1783 una muy vieja historia”.
Mientras duró el conflicto militar, al dominarlo todo, perjudicó a los demás temas, e hizo que la gente tomara partido en el único conflicto que tenía importancia pública, forzándole a posicionarse del lado de la Revolución, aunque su interés por la independencia no estuviera claro. La guerra era, para la élite dominante, una garantía contra los problemas de orden interno.
Aquí, en plena guerra por la libertad, estaba el servicio militar obligatorio, discriminador, como siempre, con la riqueza. Con las revueltas contra el reclutamiento forzoso todavía frescas en la memoria, en 1779 ya existía el mismo fenómeno en la marina americana. Una autoridad de Pennsylvania dijo al respecto “No podemos obviar la similitud de esta conducta con la de los oficiales británicos durante nuestro dominio por Gran Bretaña y estamos seguros que tendrá las mismas nefastas consecuencias por lo que hace al divorcio afectivo entre el pueblo y la autoridad que fácilmente puede desembocar en una oposición frontal y una sangría”.
Los americanos perdieron las primeras batallas de la guerra: Bunker Hill, Brooklyn Heights, Harlem Heights, y el Deep South (extremo sur), ganaron pequeñas batallas en Trenton y Princeton, y el rumbo de la guerra cambió con la gran batalla de Saratoga, Nueva York, en 1777. El ejército congelado de Washington resistió en Valley Forge, Pennsylvania, mientras que Benjamin Franklin negociaba una alianza con la monarquía francesa, que tenía sed de venganza contra los ingleses. La guerra se desplazó hacia el sur, donde los británicos ganaron una serie de victorias, hasta que los americanos, ayudados por un potente ejército francés y la flota francesa (que con su bloqueo impedía la llegada de provisiones y refuerzos), ganó la victoria final en Yorktown, Virginia, en 1781.
Los conflictos suprimidos entre ricos y pobres americanos seguían manifestándose en plena guerra, la cual fue, según Eric Foner, “un período de grandes beneficios para algunos colonos y de terribles penurias para otros”.
En mayo de 1779, la Primera Compañía de Artillería de Filadelfia hizo una petición oficial a la Asamblea relacionada con “los de escasa fortuna y los pobres” y amenazaron con acciones violentas contra “los que con avaricia intentan amasar riquezas con la destruccion de la parte más virtuosa de la comunidad”.
En octubre llegó la “revuelta de Fort Wilson”, cuando un grupo de milicianos irrumpió en la ciudad hasta la casa de James Wilson, un abogado rico y líder revolucionario que se había opuesto a los controles de los precios y a la constitución democrática adoptada en Pennsylvania en 1776. Los milicianos fueron ahuyentados por la “brigada de los calcetines de seda”, compuesta por ciudadanos ricos de Filadelfia.
El Congreso Continental, que gobernó las colonias durante la guerra, estaba dominado por ricos, asociados entre sí en facciones y grupos por vínculos empresariales o familiares. Por ejemplo, Richard Henry Lee de Virginia estaba asociado con los Adams de Massachusetts y los Shippens de Pennsylvania.
El Congreso votó otorgar medio sueldo vitalicio a los oficiales que habían seguido hasta el final. Esta medida no tomaba en cuenta al soldado raso, que no recibía sueldo alguno, sufría los rigores de la climatología y moría de enfermedades mientras veía enriquecerse a algunos civiles. El día de año nuevo de 1781, las tropas de Pennsylvania, quizá envalentonadas por el ron, dispersaron a sus oficiales, mataron a un capitán e hirieron a otros cerca de Morristown, Nueva Jersey. Entonces marcharon, con todo su armamento -incluyendo cañones- hacia el Congreso Continental de
Filadelfia.
George Washington trató el caso con cautela. Se negoció una paz en que se licenció a la mitad de los hombres y se les concedió un permiso a los demás.
Poco después hubo un motín más modesto en la línea de Nueva Jersey. Involucró a doscientos hombres que, desafiando a los oficiales, salieron en dirección a la capital estatal de Trenton. Esta vez Washington estaba prevenido. Seiscientos hombres, pertrechados con alimentos y ropa, marcharon hacia los amotinados, los rodearon y los desarmaron. Inmediatamente fueron juzgados in situ tres de los responsables. A uno le perdonaron, y a los otros dos los fusilaron pelotones compuestos por sus compañeros, que lloraban al apretar los gatillos. Fue, en palabras de Washington, “un ejemplo”.
Dos años más tarde, hubo otro motín en la línea de Pennsylvania. Se había acabado la guerra y el ejército se había disuelto. Pero ochenta soldados invadieron la sede central del Congreso Continental en Filadelfia exigiendo su paga, y obligaron a sus miembros a huir a Princetown por el río: “ignominiosamente echados a la calle”, se lamentó un historiador (John Fiske, The Critical Period) “por un puñado de amotinados borrachos”.
Lo que los soldados de la Revolución sólo pudieron hacer muy de tarde en tarde -rebelarse contra sus superiores- los civiles pudieron realizarlo mucho más a menudo. Apuntó Ronald Hoffman que “la Revolución hundió a los estados de Delaware, Maryland, Carolina del Norte, Carolina del Sur, Georgia y, en menor grado, Virginia, en conflictos civiles que persistieron durante todo el período de la guerra”. Las clases subalternas del sur se resistieron a verse movilizados por la Revolución. Se veían dominados por una élite política, se ganase o se perdiese contra los británicos.
Crecía el miedo a las revueltas de esclavos porque los esclavos negros equivalían al 20% de la población (y en algunos condados, al 50%). George Washington había desatendido las peticiones de los negros que querían luchar en su ejército para conseguir la libertad. Por consiguiente, cuando el comandante militar británico en Virginia, Lord Dunmore, ofreció la libertad a los esclavos virginianos que se unían a sus fuerzas, creó cierta consternación.
Más inquietantes aún fueron las revueltas de blancos en Maryland contra algunas de las principales familias que apoyaban la Revolución, de las cuales se sospechaba que acumulaban comodidades innecesarias. A pesar de esto, las autoridades de Maryland no perdieron el control. Hicieron concesiones, subieron los impuestos inmobiliarios y los que correspondían por tener esclavos, y dejaron pagar en metálico a los deudores. Era un sacrificio que hacía la clase privilegiada para mantener el poder. Y resultó. Sin embargo, en el sur profundo, la sensación generalizada era que no se debía tomar parte en una guerra que no parecía aportarles nada de provecho. El comandante militar de Washington en esas tierras, Nathanael Greene, trataba el problema de la deslealtad con una política de concesiones para algunos, y brutalidad hacia los demás. En una carta a Thomas Jefferson, describió un ataque de sus tropas contra los leales a la corona. “Hicieron una matanza temible, matando a más de cien y machacando a la mayoría de los demás. Ha tenido un efecto muy afortunado en aquellas personas desafectas que tanto abundaban en este país”. En general, tanto en un estado como en otro, se hacía un mínimo de concesiones. Las nuevas constituciones que se promulgaron en todos los estados entre 1776 y 1780 no se diferenciaban en mucho de las antiguas. Sólo Pennsylvania abolió el requisito previo de ser propietario para votar y ocupar cargos electos.
Al examinar el efecto de la Revolución en las relaciones de clase, hay que ver qué pasó con las tierras confiscadas a los lealistas que huían. Se distribuían de tal forma que daba una oportunidad doble a los líderes revolucionarios: les permitía enriquecerse a ellos y a sus amigos, y les permitía parcelar terrenos para alquilárselos a pequeños agricultores para así crear una base de apoyo para el nuevo gobierno. De hecho, esto llegó a ser una característica de la nueva nación: al encontrarse en posesión de grandes riquezas, podía crear la casta dirigente más rica de la historia, y le sobraba para crear una clase media que hiciera de muro de contención entre ricos y desposeídos.
Edmund Morgan resume la tipología clasista de la Revolución con estas palabras: “El hecho de que las clases bajas estuvieran involucradas en el conflicto no debería de oscurecer el hecho de que el mismo conflicto era, por lo general, una lucha por los puestos de mando y el poder entre los miembros de la clase privilegiada, los nuevos contra los ya establecidos”.
Carl Degler dice en Out of Our Past “No se hizo con el poder ninguna clase social nueva a través de la puerta que abría la revolución americana. Los hombres que diseñaron la revuelta eran, por lo general, miembros de la clase dirigente colonial”. George Washington era el hombre más rico de América. John Hancock era un comerciante rico de Boston. Benjamin Franklin era un impresor pudiente. Y podríamos continuar…
Por otra parte, los trabajadores artesanales de la ciudad, los trabajadores y los marineros, así como muchos pequeños agricultores, fueron convertidos en “pueblo” por la retórica de la Revolución, por la camaradería del servicio militar, por el reparto de las tierras. Así se creó un cuerpo de apoyo substancial, un consenso nacional, algo que, incluso con la exclusión de la gente ignorada y oprimida, podría llamarse “América”.
El pormenorizado estudio de Staughton Lynd sobre Dutchess County (Nueva York) durante el período revolucionario lo corrobora. Hubo revueltas de arrendatarios en 1766 contra los enormes latifundios feudales en Nueva York. La finca Rensselaerwyck comprendía un millón de acres. Los arrendatarios reclamaban la propiedad de una parte de estos terrenos, pero no pudieron resolver el asunto en los juzgados. Entonces optaron por la violencia. En Poughkeepsie, 1.700 arrendatarios armados cerraron los juzgados y destruyeron las cárceles. Pero la revuelta fue sofocada.
Los arrendatarios llegaron a ser una fuerza amenazante en plena guerra. Muchos dejaron de pagar las rentas. El parlamento, con gran preocupación, introdujo una ley para confiscar las tierras de los leales a la corona y añadir cuatrocientos nuevos pequeños propietarios a los 1.800 que ya existían en el país. Los nuevos propietarios vieron que habían dejado de ser arrendatarios, pero ahora debían pagar hipotecas. En vez de pagar rentas a los terratenientes, ahora tenían que devolver créditos a los bancos. Parece que la rebelión contra el dominio británico permitió que cierto grupo de la élite colonial reemplazara a los leales a Inglaterra, dar algunos beneficios a los pequeños propietarios y dejar a los pobres trabajadores blancos y a los agricultores arrendatarios en una situación muy parecida a la anterior.
¿Qué significó la Revolución para los nativos de América, los indios? Las solemnes palabras de la Declaración los había ignorado. No se les había considerado como iguales, sobre todo a la hora de escoger a los que iban a gobernar en los territorios donde vivían y respecto a la posibilidad de vivir felizmente, como antes de la llegada de los europeos blancos. Con la expulsión de los británicos, los americanos podían empezar el proceso inexorable de desplazar a los indios de sus tierras, matándolos si mostraban resistencia. En resumidas cuentas, como lo expresó Francis Jennings, los blancos americanos luchaban contra el control imperial británico del Este, y por su propio imperialismo en el Oeste.
En Nueva York, a través de un sutil sistema de engaño, se tomaron 800.000 acres de territorio mohawk, dando así por concluido el período de amistad entre mohawks y la ciudad de Nueva York. Ha quedado constancia de las amargas palabras del jefe Hendrick de los mohawks al hablar al gobernador George Clinton y al concejo provincial de Nueva York en 1753:
Hermano, cuando vinimos aquí para relatar nuestras quejas sobre las tierras, esperábamos que se nos atendiera, y te hemos dicho que era probable que se rompiera el Gran Acuerdo (Covenant Chain) de nuestros antepasados, y Hermano, ahora nos dices que se nos reagrupará en Albany, pero los conocemos demasiado bien, no nos fiaremos de ellos, porque ellos (los comerciantes de Albany) no son personas sino diablos y… en cuanto lleguemos a casa enviaremos un Cinturón de Wampum a nuestros Hermanos de las otras 5 Naciones para informarles que el Gran Acuerdo entre nosotros está roto. Así que, Hermano, no esperes oír más noticias de mí, y Hermano, nosotros tampoco queremos saber nada de ti.
Cuando los británicos lucharon contra los franceses por conquistar el Norte de América en la Guerra de los Siete Años, los indios lucharon con los franceses. Los franceses eran comerciantes y no ocupantes de los territorios indios, mientras que quedaba claro que los británicos deseaban poseer sus territorios de caza y su espacio vital.
Cuando acabó esa guerra en 1763, los franceses, ignorando a sus viejos aliados, cedieron a los británicos los territorios al oeste de los montes Apalaches. Los indios se unieron para luchar contra los fuertes británicos en el oeste, a este fenómeno los británicos lo llamaron la “Conspiración de Pontiac”, pero en palabras de Francis Jennings fue “guerra de liberación para la independencia”. A las órdenes del general británico Jeffrey Amherst, el comandante de Fort Pitts dio mantas del hospital contaminadas con viruela a los indios atacantes con que estaba negociando. Fue un episodio pionero en lo que hoy llamamos la guerra biológica. Pronto se declaró una epidemia entre los indios.
A pesar de quemar los poblados, los británicos no pudieron romper la voluntad de los indios que continuaban con la guerra de guerrillas. Luego se firmó una paz en la que los británicos acordaron establecer una línea en los montes Apalaches, más allá de la cual no establecerían colonias en territorio indio. Esta fue la Proclamación Real de 1763, y enfureció a los americanos (la Carta original de Virginia decía que su territorio se extendía hacia el oeste hasta el océano). Ello ayuda a explicar la razón por la cual la mayoría de los indios lucharon en el bando inglés durante la Revolución. Con la marcha, primero de sus aliados franceses y luego de sus aliados ingleses, los indios ahora se veían enfrentados en solitario a una nación que codiciaba sus tierras.
Con la élite oriental controlando las tierras de la costa, los pobres se vieron obligados a buscar tierras en el Oeste. Llegaron a ser un arriete muy útil para los ricos, porque eran los colonos de las zonas fronterizas los primeros blancos de los indios.
La situación de los esclavos negros al inicio de la Revolución Americana era más compleja. Miles de negros lucharon con los británicos. Con los revolucionarios había cinco mil.
En los estados del Norte, la combinación de la necesidad de esclavos, por un lado, y la retórica de la Revolución por el otro, llevó al fin de la esclavitud, pero a paso muy lento. Incluso en 1810 seguían siendo esclavos unos treinta mil negros, una cuarta parte de la población negra del Norte. En 1840 todavía había mil esclavos en el norte. En la parte superior del Sur, había más negros libres que antes, lo que llevó a una legislación para controlar la situación. En la parte inferior del Sur, la esclavitud se disparó con la expansión de las plantaciones de arroz y algodón.
Lo que hizo la Revolución fue crear espacios y oportunidades para que los negros hicieran exigencias a la sociedad blanca. A veces estas exigencias provenían de las nuevas y pequeñas élites de negros en Baltimore, Filadelfia, Richmond y Savannah; a veces de los esclavos más expresivos y atrevidos. Con alusiones a la Declaración de Independencia, los negros hicieron una petición al Congreso y a los parlamentos estatales para que abolieran la esclavitud, y dieran los mismos derechos a los negros. En 1780, siete negros de Dartmouth, Massachusetts, hicieron una petición al parlamento para adquirir el derecho al voto, vinculando la idea de los impuestos a la representación:
nos vemos agraviados porque no se nos permite el privilegio de los hombres libres del Estado al no tener ni voto ni influencia en la elección de los que nos piden impuestos, aunque muchos de nuestro color (como bien se sabe) entraron alegremente en el campo de batalla en defensa de nuestra causa común.
Un negro, Benjamin Banneker, autodidacta en matemáticas y astronomía, que predijo con acierto un eclipse solar y fue nombrado diseñador de la nueva ciudad de Washington, escribió a Thomas Jefferson:
Supongo que es una verdad demasiado clara como para que se requiera aquí ninguna prueba de ello que somos una raza de seres que durante mucho tiempo hemos trabajado en un ambiente de abusos y censuras por parte del mundo, que se nos ha mirado con menosprecio durante mucho tiempo, y que durante mucho tiempo se nos ha considerado más cercano a lo animal que a lo humano, y a duras penas capaces de facultades mentales. Espero que no despreciaréis ninguna oportunidad para erradicar esa tendencia a las ideas y opiniones falsas y absurdas que tan extensamente prevalece respecto a nosotros, y que vuestros sentimientos sean similares a los míos, en el sentaido que un solo Dios universal nos ha dado vida a todos, y que no sólo nos ha hecho de una sola carne, sino que también nos ha dado a todos, sin parcialidad, las mismas sensaciones y nos ha obsequiado con las mismas facultades.
Banneker pidió a Jefferson que se despojara “de esos estrechos prejuicios que habéis mamado”.
Jefferson hizo cuanto pudo, como bien podía esperarse de un individuo iluminado y reflexivo. Pero la estructura de la sociedad americana, el poder de los cultivadores de algodón, el comercio de esclavos, la política de unidad entre élites norteñas y sureñas y la larga historia de prejuicios raciales en las colonias, así como sus propias debilidades -esa combinación de necesidades prácticas y fijación ideológica- hicieron que Jefferson siguiera siendo un propietario de esclavos durante toda su vida.
La posición inferior de los negros, la exclusión de los indios de la nueva sociedad, el establecimiento de la supremacía para los ricos y los poderosos en la nueva nación, todo esto había quedado ya establecido en las colonias antes incluso de la Revolución.
Con la expulsión de los ingleses, ahora podía quedar recogido en los documentos, solidificado, regularizado y legitimado en la Constitución de los Estados Unidos redactada en una convención de líderes revolucionarios en Filadelfia.
A muchos americanos, a lo largo del tiempo, la Constitución redactada en 1787 les ha parecido una obra genial diseñada por hombres sabios y humanitarios que crearon un marco legal para la democracia y la igualdad.
El historiador Charles Beard propuso, a principios de este siglo, otra visión de la Constitución (levantando olas de ira e indignación e incluso un editorial crítico del New York Times). En su libro An Economic Interpretation of the Constitution, Beard estudió el trasfondo económico y las ideas políticas de los cincuenta y cinco hombres que se reunieron en Filadelfia en 1787 para redactarla. Encontró que la mayoría de ellos eran abogados de profesión, que la mayoría eran ricos en cuanto a tierras, esclavos, fábricas y comercio marítimo, que la mitad de ellos había prestado dinero a cambio de intereses, y que cuarenta de los cincuenta y cinco tenían bonos del gobierno, según los archivos del departamento de la Tesorería.
Beard encontró que la mayoría de los redactores de la Constitución tenían algún interés económico directo para el establecimiento de un gobierno federal pujante: los fabricantes querían tarifas protectoras, los prestamistas querían acabar con el uso del dinero en metálico para la devolución de las deudas, los especuladores inmobiliarios querían protección para invadir los territorios indios, los propietarios de esclavos necesitaban seguridad federal contra las revueltas de esclavos y los fugitivos, los obligacionistas querían un gobierno capaz de recaudar dinero en base a un sistema impositivo nacional, para así pagar los bonos.
Beard apuntó que había cuatro grupos que no estaban representados en la Convención Constitucional: los esclavos, los criados contratados, las mujeres y los no propietarios de tierras. La Constitución no recogía los intereses de estos grupos.
Quería dejar claro que no pensaba que la Constitución hubiera sido redactada solo para el beneficio personal de los Padres Fundadores de la patria americana, sino para beneficiar a los grupos que representaban, los “intereses económicos que entendían y sentían de una forma concreta y definida a través de su experiencia personal”.
En 1787, no sólo existía la necesidad positiva de un gobierno central fuerte para proteger los considerables intereses económicos existentes, sino un miedo inmediato de rebelión a cargo de los agricultores descontentos. La principal razón que alimentaba este miedo fue una revuelta que estalló en el verano de 1786 en el oeste de Massachusetts. Fue conocida como la Rebelión de Shays.
En las ciudades occidentales de Massachusetts el gobierno de Boston era visto con reservas. La nueva Constitución de 1780 había endurecido las dificultades que tenían los propietarios para votar. Nadie podía ejercer un cargo estatal sin ser bastante rico. Además, el gobierno se había negado a distribuir divisas en papel, como se había hecho en algunos estados más como Rhode Island, para facilitar que los agricultores endeudados pudieran pagar a sus creditores.
Empezaron a juntarse convenciones clandestinas en algunos de los condados occidentales para organizar la oposición al gobierno. Así de libremente se expresó en una de estas convenciones un hombre llamado Plough Jogger:
He recibido abusos de todo tipo, me han obligado a hacer un papel desproporcionado en la guerra, me han cargado de impuestos de clase municipales y provinciales, continentales y de toda clase, me han maltratado los sheriffs, los guardias y los recaudadores, y he tenido que vender mi ganado por menos de lo que vale… los hombres importantes se van a quedar con todo lo que tenemos y creo que va siendo hora de que nos levantemos y paremos esto, y no tengamos más sheriffs, ni recaudadores, ni abogados.
Tenían que realizarse juicios en el condado de Hampshire, en las ciudades de Northampton y Spingfield, para expropiar el ganado de los agricultores que no habían pagado sus impuestos y para quitarles las tierras que ahora estaban repletas de grano listo para la cosecha. Y así, los veteranos del ejército continental, ya agraviados por el mal trato que habían recibido al licenciarse (recibieron certificados de futura amortización en vez de pagos en efectivo) empezaron a organizar a los agricultores en batallones y compañías. Uno de estos veteranos fue Luke Day, que la mañana del juicio llegó al juzgado con un cuerpo de pífanos y redobles, todavía enojado por el recuerdo de su encierro en la cárcel de los deudores durante el calor del verano anterior.
El sheriff recurrió a la milicia local para defender el juzgado contra estos agricultores armados, pero la mayoría de ellos estaba con Luke Day. El sheriff acabó reuniendo unos quinientos hombres, y los jueces se pusieron sus túnicas de seda negra, esperando que el sheriff protegiese su llegada al tribunal. Pero en las escaleras del mismo se encontraron con Luke Day, que les esperaba con una petición. Aseguraba que el pueblo tenía el derecho constitucional de protestar contra los actos anticonstitucionales del Tribunal General. Pidió a los jueces que aplazaran el juicio hasta que pudiera actuar el Tribunal General en nombre de los agricultores. Acompañaban a Luke Day unos mil quinientos agricultores armados. Los jueces, efectivamente, lo aplazaron.
Poco después, en los juzgados de Worcester y Athol, grupos de agricultores armados impidieron que los tribunales se reunieran para embargar terrenos. La milicia simpatizaba demasiado con los agricultores, o eran demasiado pocos, como para intervenir. En Concord, un veterano de dos guerras de cincuenta años, Job Shattuek, dirigió una caravana de carros, caballos y bueyes hacia el descampado municipal. Paralelamente enviaron un mensaje al juez:
La voz del Pueblo de este condado es soberana y los jueces no entrarán en este juzgado hasta que el Pueblo no haya tenido ocasión de airear los problemas que lo aquejan actualmente.
El gobernador y los líderes políticos de Massachusetts se alarmaron. Samuel Adams, en otros tiempos considerado líder radical en Boston, ahora insistió en que la gente actuara dentro de la legalidad. Dijo que “emisarios británicos” estaban incitando a los agricultores. La gente del pueblo de Greenwich respondió “Vosotros los de Boston tenéis el dinero, y nosotros no. ¿Y no actuasteis ilegalmente vosotros mismos en la Revolución?”. A los insurgentes ahora se les llamaba “reguladores”. Su emblema era una ramita de cicuta. El problema iba más allá de Massachusetts. En Rhode Island los deudores se habían adueñado del gobierno y estaban emitiendo billetes de banco. En Nueva Hampshire, en septiembre de 1786, varios miles de hombres rodearon el gobierno en Exeter, exigiendo que se les devolviera el dinero de los impuestos y que se emitieran billetes de banco. Sólo se dispersaron cuando se les amenazó con una intervención militar.
Daniel Shays entró en escena en Massachusetts occidental. Al estallar la Revolución, era un pobre trabajador agrícola. Se alistó en el ejército continental, luchó en Lexington, Bunker Hill y Saratoga, y fue herido en acción. En 1780, al no haber recibido su pago, se licenció del ejército, volvió a casa, y pronto se encontró en los tribunales por deudor. También vio lo que les pasaba a otros, a una mujer enferma que no podía pagar, le quitaron la cama donde estaba echada.
Lo que acabó de lanzar a Shays a la acción fue que el 19 de septiembre el Tribunal Judicial Supremo de Massachusetts había acusado a once líderes de la revuelta, incluidos tres amigos suyos, de ser “personas alborotadoras, rebeldes y sediciosas”.
Shays reunió a setecientos agricultores armados, la mayoría veteranos de la guerra, y los llevó a Springfield. A medida que se iban acercando, su cifra fue en aumento. Se les juntó una parte de la milicia, y empezaron a llegar refuerzos de las zonas rurales. Los jueces aplazaron las audiencias del día, y luego disolvieron el tribunal.
A continuación se reunió el Tribunal General en Boston y recibió órdenes del gobernador James Bowdoin de “vindicar la maltrecha dignidad del gobierno”. Los que acababan de rebelarse contra Inglaterra, desde la poltrona del poder, ahora llamaban al orden e imponían la legalidad. Sam Adams ayudó a redactar una Ley contra los Alborotos, y una resolución que suspendía el Habeas corpus, para permitir que las autoridades retuvieran a la gente en la cárcel sin juicio previo. Paralelamente, el gobierno se movilizó para hacer concesiones a los agricultores enfurecidos, diciendo que algunos de los antiguos impuestos se podían pagar en bienes en vez de metálico.
Esto no desbloqueó la situación. Se multiplicaron las confrontaciones entre los agricultores y la milicia. Pero el invierno empezó a dificultar los desplazamientos de los agricultores hacía los juzgados. Cuando Shays empezó una marcha de mil hombres hacía Boston, una tormenta de nieve les hizo retroceder, y uno de sus hombres murió congelado.
Se preparó un ejército al mando del general Benjamin Lincoln financiado con dinero recaudado por los comerciantes de Boston. Los rebeldes estaban en minoría y en plena retirada. Shays se refugió en Vermont, y sus seguidores empezaron a rendirse. Hubo unas cuantas muertes más en combate, y luego actos de violencia esporádicos, desorganizados y desesperados contra las autoridades, quemaron pajares y mataron a los caballos de un general. Murió un soldado gubernamental en una extraña colision nocturna de dos trineos.
A los rebeldes que capturaban se les juzgaba en Northampton y seis fueron condenados a muerte. Alguien colgó una nota en la puerta del sheriff principal de Pittsfield:
Tengo entendido que hay un grupo de mis compatriotas condenados a morir por luchar por la justicia. Prepare sin demora la muerte porque su vida o la mía será corta.
Se llevaron a juicio a treinta y tres rebeldes y seis más fueron condenados a muerte. El general Lincoln pidió piedad a una Comisión de Clemencia, pero Samuel Adams dijo “En la monarquía puede admitirse que el crimen de la traición sea perdonado o castigado con levedad, pero el hombre que se atreve a rebelarse contra las leyes de una república debe morir”. Hubo diversos ahorcamientos, se perdonó a algunos de los condenados. En 1788 Shays fue perdonado en Vermont, y devuelto a Massachusetts, donde murió pobre y en el anonimato en 1825.
Fue Thomas Jefferson quien, en calidad de embajador en Francia en tiempos de la Rebelión de Shays, habló de estas revueltas como de algo sano para la sociedad. En una carta a un amigo escribió: “Considero que alguna revueltilla de vez en cuando, es algo positivo. Es una medicina necesaria para la buena salud del gobierno. De vez en cuando hay que regar el árbol de la libertad con la sangre de patriotas y tiranos. Es su abono natural”.
Pero Jefferson estaba lejos de la escena. La élite política y económica del país distaba de ser tan tolerante. Temían que el ejemplo pudiera cuajar. Un veterano del ejército de Washington, el general Henry Knox, fundó una organización de veteranos, “La Orden del Cincinnati Knox escribió a Washington acerca de la Rebelión de Shays a finales de 1786, y al hacerlo expresaba el pensamiento de muchos de los líderes ricos y poderosos del país:
La gente que son rebeldes inmediatamente comparan su propia pobreza con la situacion de los ricos. Su credo es que la propiedad de los Estados Unidos ha sido protegida de las confiscaciones de Gran Bretaña con el esfuerzo conjunto de todos, y por lo tanto debe ser propiedad común de todos.
Alexander Hamilton, ayudante de campo de Washington durante la guerra, era uno de los más influyentes y astutos líderes de la nueva aristocracia. Expresó así su filosofía política:
Todas las comunidades se dividen entre los pocos y los muchos. Los primeros son los ricos y bien nacidos, los demás la masa del pueblo. La gente es alborotadora y cambiante, rara vez juzgan o determinan el bien. Hay que dar a la primera clase, pues, una participación importante y permanente en el gobierno. Sólo un cuerpo permanente puede controlar la imprudencia de la democracia.
En la Convención Constitucional, Hamilton sugirió que el Presidente y los senadores fueran cargos vitalicios.
La Convención no recogió su sugerencia. Pero tampoco dio opción a las elecciones populares, excepto en el caso de la Cámara de los Representantes, donde los requisitos los establecían las ejecutivas estatales (que exigían la tenencia de tierras para poder votar en casi todos los estados), y excluían a las mujeres, los indios y los esclavos. La Constitución hizo la provisión de que los senadores fuesen elegidos por los legisladores estatales, para que el Presidente fuera elegido por electores elegidos por los legisladores estatales, y que el Tribunal Supremo lo nombrara el Presidente. Sin embargo, el problema de la democracia en la sociedad postrevolucionaria no eran las limitaciones constitucionales. Era algo más profundo, más allá de la Constitución, era la división de la sociedad en ricos y pobres. Si algunas personas tenían mucha riqueza e influencia, si tenían las tierras, el dinero, los periódicos, la iglesia, el sistema educativo, ¿cómo podrían las votaciones, por muy amplias que fueran, incidir en este poder?
Todavía quedaba otro problema: ¿no era natural que un gobierno representativo, incluso teniendo la más amplia base posible, fuera conservador, para prevenir el cambio tumultuoso?
Era hora de ratificar la Constitución, de someterla al voto en las convenciones estatales, y conseguir la aprobación de nueve de los trece estados. En Nueva York, donde el debate acerca de la ratificación fue intenso, aparecieron una serie de artículos de prensa anónimos que nos explican muchas cosas sobre la Constitución. Estos artículos, que favorecían la adopción de la Constitución, fueron escritos por James Madison, Alexander Hamilton y John Jay, y se llegaron a conocer con el nombre de Federalist Papers (a los opositores de la Constitución se les conocería como los “antifederalistas”).
En el Federalist Papers n°10, James Madison argumentaba que era necesario el gobierno representativo para mantener la paz en una sociedad plagada de disputas faccionales. Estas disputas provenían de “la distribución desequilibrada y desigual de la propiedad. Los que tienen y los que carecen de propiedades siempre han formado intereses distintos en la sociedad”. El problema, dijo, era cómo controlar las luchas faccionales que nacían de las desigualdades de la riqueza de unos y otros. A las facciones minoritarias se las podía controlar, dijo, gracias al principio de que las decisiones se tomarían en base al voto de la mayoría.
El verdadero problema, según Madison, era una facción mayoritaria, y aquí la solución la ofrecía la Constitución, con la creación de una “extensa república”, es decir, una gran nación que se extendiera por trece estados, porque entonces “será más difícil que los que sientan esta desigualdad descubran su propia fuerza, y que actúen en consonancia los unos con los otros”.
Como parte integrante de su argumento a favor de una república grande para mantener la paz, James Madison explica muy claramente, en Federalist Papers n°10, a quién beneficiaría la paz: “Una manía por los billetes de banco, por la abolición de las deudas por una división equitativa de la propiedad, o por cualquier otro proyecto impropio o diabólico, tendrá menos posibilidades de cuajar en toda la Unión que en un miembro particular de la misma”. Cuando se entrevé el interés económico que yace en las cláusulas políticas de la Constitución, el documento se convierte no ya en el trabajo de hombres sabios que intentan establecer una sociedad decente y ordenada, sino en el trabajo de ciertos grupos que intentan mantener sus privilegios, a la vez que conceden un mínimo de derechos y libertades a una cantidad suficiente de gente como para asegurarse el apoyo popular.
En el nuevo gobierno, Madison sería de un partido (los DemocrataRepublicanos) junto con Jefferson y Monroe Hamilton pertenecería al partido rival (los Federalistas) junto con Washington y Adams. Pero ambos acordaron -uno negrero de Virginia, el otro comerciante de Nueva York- los objetivos del nuevo gobierno que estaban estableciendo. Estaban anticipando el largo y fundamental acuerdo de los dos partidos políticos del sistema americano.
Hamilton escribió en otro número de Federalist Papers que la nueva Unión sería capaz de “reprimir la facción doméstica y la insurrección”. Se refirió directamente a la Rebelión de Shays “La situación alborotada de la que apenas ha emergido Massachusetts nos da muestras de que los peligros de este tipo no son meramente teóricos”.
Fue Madison o quizás Hamilton (no siempre se sabe la autoría de los papeles individuales) quien, en Federalist Paper n°63, argumentó que era necesario un “Senado bien construido” que a veces sería necesario “como defensa para la gente contra sus propios errores y engaños temporales” y “En estos momentos críticos, ¡qué saludable resultará la intervención de un cuerpo sensato y respetable de ciudadanos para parar los pies a la carrera desorientada, y para parar el golpe mediado por el pueblo en contra de sí mismo, hasta que la razón, la justicia y la verdad puedan recuperar su autoridad por encima de la mentalidad pública!”
La Constitución era un acuerdo entre los intereses negreros del Sur y los intereses económicos del Norte. Para unificar los trece estados en un gran mercado para el comercio, los delegados norteños querían leyes que regulasen el comercio interestatal, e insistían en que estas leyes sólo requerían, para su aplicación, una mayoría en el Congreso. Los sureños se avinieron, a cambio de que les dejaran continuar con el comercio de esclavos durante veinte años, antes de su abolición.
Charles Beard nos avisó de que los gobiernos -incluido el gobierno de los Estados Unidos- no son neutrales, de que representan los intereses económicos predominantes, y de que sus constituciones se hacen para servir a estos intereses.
Efectivamente, había muchos terratenientes. Pero unos tenían muchas más propiedades que otros. Algunos tenían grandes terrenos, muchos (aproximadamente una tercera parte) tenían unos pocos, y otros no tenían nada.
No obstante, una tercera parte, que representaba a una cantidad considerable de personas, sentía que la estabilidad del nuevo gobierno iba a beneficiarles. Esto era un apoyo para el gobierno más amplio del que tuviera ningún otro gobierno en cualquier parte del mundo a finales del siglo dieciocho. Además, los trabajadores artesanales urbanos tenían mucho interés en un gobierno que protegiera su trabajo de la competencia extranjera.
Esto era especialmente aplicable en el caso de Nueva York. Cuando el noveno y décimo de los estados hubieron ratificado la Constitución, cuatro mil trabajadores artesanales de la ciudad de Nueva York lo celebraron con un desfile con carrozas y pancartas. Los panaderos, cerrajeros, cerveceros, constructores de barcos, toneleros, carreteros y sastres, todos desfilaron. Necesitaban un gobierno que les protegiera de los sombreros, de los zapatos británicos y de otros productos que entraban en grandes cantidades en las colonias después de la Revolución. En consecuencia, los trabajadores artesanales a menudo daban su apoyo electoral a los potentados conservadores.
La Constitución, pues, ilustra la complejidad del sistema americano sirve a los intereses de una élite rica, pero también deja medianamente satisfechos a los pequeños terratenientes, a los trabajadores y agricultores de salario medio, y así se construye un apoyo de amplia base. La gente con cierta posición que conformaban esta base de apoyo eran un freno contra los negros, los indios y los blancos muy pobres. Permitían que la élite mantuviera el control con un mínimo de coerción, un máximo de fuerza legal y un barnizado general de patriotismo y unidad.
La Constitución se hizo todavía más aceptable al gran público después del primer Congreso, que, en respuesta a las críticas, aprobó una serie de enmiendas conocidas con el nombre de Bill of Rights (Ley de Derechos). Estas enmiendas parecían convertir al nuevo gobierno en guardián de las libertades populares para hablar, publicar, rezar, hacer peticiones, reunirse, para recibir un juicio justo, para estar seguros en casa ante las intrusiones oficiales. Era, pues, un proyecto perfectamente diseñado para conseguir el apoyo popular para el nuevo gobierno. Lo que aún no se percibía con claridad (en un tiempo en el que el lenguaje de la libertad era nuevo y su aplicación improbada) era la inconsistencia de las libertades personales cuando éstas quedaban en manos de los ricos y poderosos.
Existía el mismo problema en las otras disposiciones de la Constitución, como la cláusula que prohibía a los estados el “perjuicio a la obligación del contrato” o la que daba al Congreso competencias para recaudar impuestos de la gente y de apropiarse de ese dinero. Todos estos poderes parecen benignos y neutrales hasta que uno se pregunta: ¿Recaudar impuestos a quién? ¿Para qué?
¿Apropiarse de qué, para quién?
Proteger los contratos de todo el mundo parece un acto de justicia, de trato igualitario, hasta que se considera que los contratos que se hacen entre ricos y pobres, entre empresario y empleado, terrateniente y arrendatario, acreedor y deudor, generalmente favorecen a la más poderosa de las dos partes. Así, el hecho de proteger estos contratos equivale a colocar el gran poder del gobierno -sus leyes, tribunales, sheriffs, policía- al lado de los privilegiados, y no hacerlo, como en los tiempos premodernos, como un ejercicio de fuerza bruta contra los débiles, sino como un tema de legalidad.
La Primera Enmienda a la Ley de Derechos muestra el interés que se escondía tras la inocencia. Aprobada en 1791 por el Congreso, estipulaba que “el Congreso no hará ninguna ley que recorte la libertad de expresión, ni de prensa”. No obstante, siete años después de que la Primera Enmienda se incluyera en la Constitución, el Congreso aprobó una ley que recortaba severamente la ley de expresión.
Fue la Ley de Sedición de 1798, aprobada por la administración de John Adams en un tiempo en el que los irlandeses y los franceses eran vistos en Estados Unidos como peligrosos revolucionarios, debido a la reciente Revolución Francesa y a las rebeliones irlandesas. La Ley de Sedición criminalizaba el hecho de decir o escribir algo “falso, escandaloso o malicioso” contra el gobierno, el Congreso o el Presidente, con intento de difamarlos, desprestigiarlos o excitar el odio del pueblo contra ellos.
Esta ley parecía violar directamente la primera Enmienda. Sin embargo, fue aprobada. Se encarceló a diez americanos por pronunciarse contra el gobierno, y cada miembro del Tribunal Supremo del período 1798-1800, ejerciendo como jueces de apelación, lo consideró constitucional.
A pesar de la Primera Enmienda, la ley común británica de “libelo sedicioso” todavía se mantenía en América. Esto significaba que mientras que el gobierno no podía ejercer “la censura previa” -eso es, impedir con antelación que se produzca un pronunciamiento o una publicación- con posterioridad podía legalmente castigar al autor o escritor en cuestión. De esta forma, el Congreso ha tenido una base legal conveniente para justificar las leyes que ha sancionado desde esa época, criminalizando ciertas modalidades de expresión Y al ser el castigo posterior a los hechos un poderoso factor disuasivo respecto al ejercicio de la libertad de expresión, la idea de la “falta de censura previa” queda invalidada. Este paso quitaba a la Primera Enmienda el blindaje que a primera vista parecía tener. ¿Se aplicaron las disposiciones económicas de la Constitución de forma tan igualmente débil? Tendremos un ejemplo ilustrativo casi de inmediato, en la primera administración de Washington, cuando el secretario del Tesoro, Alexander Hamilton, ejerció los poderes del Congreso para imponer impuestos y apropiarse del dinero. Hamilton, creyendo que el gobierno debía aliarse con los elementos más ricos de la sociedad para hacerse más fuerte, propuso una serie de leyes al Congreso que expresaban esta filosofía -y que fueron aprobadas. Se fundó un Banco de los Estados Unidos como una asociación entre el gobierno y ciertos intereses bancarios. Se introdujo una tarifa para ayudar a los industriales. Se acordó pagar a los obligacionistas (la mayoría de las obligaciones de la guerra estaban ahora concentradas en manos de un pequeño grupo de ricos) el valor integral de los bonos. Se introdujeron leyes impositivas para recaudar fondos para pagar estos bonos.
Una de estas leyes era la del Impuesto del Whiskey , que dañó especialmente a los pequeños agricultores que cultivaban grano para convertirlo en whiskey y venderlo. En 1794, los agricultores del oeste de Pennsylvania se levantaron en armas y se rebelaron contra la recaudación de este impuesto. Hamilton, el secretario del Tesoro, movilizó a las tropas para reprimirlos. Por lo tanto veremos cómo, en los primeros años de vigencia de la Constitución, algunas de sus disposiciones, incluidas las más ostentosamente coreadas (como la Primera Enmienda), podrían ser tratadas con ligereza. Otras (como la competencia para recaudar impuestos) serían impuestas enérgicamente.
Sin embargo, todavía persiste la mitología respecto a los Padres Fundadores ¿Eran hombres sabios y justos que intentaban conseguir el equilibrio del poder? De hecho, no querían ese tipo de equilibrio, sino uno que mantuviese las cosas en su sitio, un equilibrio entre las fuerzas dominantes de la época. Lo seguro es que no querían un equilibrio igualitario entre esclavos y amos, entre los desprovistos de tierra y los terratenientes, entre indios y blancos. Los Padres Fundadores no tomaron ni siquiera en cuenta a la mitad de la población. A ese segmento no se le mencionaba en la Declaración de Independencia, estaba ausente de la Constitución, y era invisible en la nueva política democrática. Se trata de las mujeres de la joven América.
Capítulo 6
LOS ÍNTIMAMENTE OPRIMIDOS
Si leemos los libros de historia más ortodoxos, es posible que nos olvidemos de la mitad de la población del país. Los exploradores fueron hombres, los terratenientes y comerciantes fueron hombres, los líderes políticos eran hombres, y también lo eran las figuras militares. La propia invisibilidad de las mujeres y el olvido a que eran sometidas, señalan su condición sumergida.
En su invisibilidad, eran algo así como los esclavos negros (lo que otorgaba una doble opresión a la mujer esclava). La unicidad biológica de la mujer, como el color de la piel y los rasgos faciales de los negros, llegó a ser una razón para que se las tratara como a seres inferiores, aunque por sus características físicas resultaban convenientes para los hombres, que podían usar, explotar y desear a alguien que era, a la vez, su sirviente, compañera sexual, amiga y parturienta-profesora-guardiana de sus hijos.
Debido a esta relación de intimidad y a su larga conexión con los niños, había un paternalismo especial que ocasionalmente, en especial ante una demostración de fuerza, podía convertirse en un trato de igual a igual. Pero una opresión tan privada iba a ser muy difícil de desterrar.
En las sociedades más primitivas -en América y en otros sitios-, donde la propiedad era común y las familias eran extensas y complicadas, con tíos y tías y abuelas y abuelos conviviendo juntos, parece que las mujeres eran tratadas con más igualdad que en las sociedades blancas que luego Ias conquistaron y les llevaron la “civilización” y la propiedad privada.
En las tribus zuñi del Suroeste, por ejemplo, las extensas familias grandes clanes- estaban basadas en la mujer, cuyo marido venía a vivir con su familia. Se daba por hecho que las mujeres eran propietarias de Ias casas, y que los campos eran de los clanes, y que las mujeres tenían derechos iguales sobre lo que se producía. Una mujer gozaba de más seguridad porque estaba con su propia familia, y se podía divorciar del hombre cuando quisiera, manteniendo su propiedad. Sería una exageración decir que a las mujeres se las trataba igual que a los hombres; pero eran tratadas con respeto, y la naturaleza comunal de la sociedad les daba una categoría superior.
Los ritos iniciáticos de los sioux llenaban de orgullo a las jóvenes sioux:
Anda por el buen camino, hija mía, y te seguirán las manadas de búfalos, anchas y oscuras, desplazándose como sombras de nubes sobre los páramos… Haz tu deber con respeto, gentileza y modestia, hija mía. Y anda con orgullo. Si pierden el orgullo y la virtud las mujeres, vendrá la primavera pero las cañadas de los búfalos se llenarán de hierba. Sé fuerte, con el corazón fuerte y cálido de la tierra. Ningún pueblo sucumbe hasta que sus mujeres se quedan débiles y sin honor…
Las condiciones en que vinieron los colonos a América crearon diferentes situaciones para las mujeres. En los sitios en que las colonias se formaban casi exclusivamente de hombres, se importaba a las mujeres como esclavas del sexo, productoras de hijos o compañeras. En 1619, el año en que llegaron los primeros esclavos negros a Virginia, desembarcaron en Jamestown noventa mujeres: “Personas agradables, jóvenes e incorruptas… vendidas como esposas a los colonos con su propio consentimiento, siendo su precio el coste de su propio transporte”.
Muchas mujeres llegaron en esos primeros años como criadas contratadas -muchas de ellas menores de edad- y vivieron vidas no muy diferentes a las de los esclavos, salvo que el período de servicio tenía fecha de caducidad. Tenían que ser obedientes a sus amos y señoras. Según los autores de America’s Working Women (Baxandall, Gordon, y Reverby):
Se las pagaba mal y a menudo se las trataba mal y con severidad, sin comida nutritiva ni privacidad.
Lógicamente, esas terribles condiciones provocaban resistencia. Por ejemplo, en 1645, el Tribunal General de Connecticut ordenó que una tal “Susan C., sea enviada a la casa de corrección y sea sometida a trabajos forzados y a una dieta de comida tosca…” El abuso sexual de las criadas por parte de los amos se hizo muy frecuente. En 1756, Elizabeth Sprigs escribió a su padre acerca de su servitud:
Lo que sufrimos aquí las inglesas está más alla de lo que podáis concebir los que estáis en Inglaterra. Baste con decir que yo, una de las infelices, sufro día y noche… con el único consuelo de que tú, perra, no lo haces lo suficiente.
Los horrores que se puedan imaginar en el transporte de esclavos negros a América deben multiplicarse para las esclavas negras, que a menudo formaban una tercera parte del cargamento. Un negrero informó que:
Vi a esclavas parir mientras permanecían encadenadas a cadáveres que nuestros guardianes borrachos no habían retirado… empaquetadas como sardinas, a menudo parían entre el sudor pestilente del cargamento humano… A bordo había una joven negra encadenada a la cubierta que había perdido el conocimiento poco después de ser comprada y traída a bordo.
Una mujer llamada Linda Brent, que escapó de la esclavitud, habló de otro horror:
Pero ahora que había cumplido los quince años, entré en una época triste en la vida de una esclava. Mi amo empezó a susurrar palabras malsonantes en mi oído. Por joven que fuera, no podía permanecer al margen de su significado. Mi amo me esperaba en todas las esquinas, me recordaba que le pertenecía, jurando por el cielo y la tierra que me obligaría a someterme a él. Si salía a tomar un poco de aire fresco después de un día de duro trabajo, me perseguían sus pasos. Incluso si me arrodillaba en la tumba de mi madre, se cernía sobre mí su siniestra sombra. El ligero corazón que me había dado la naturaleza se hizo pesado con tristes presagios.
Incluso las mujeres libres blancas, no compradas como criadas o esclavas, sino las esposas de los primeros colonos, se enfrentaban a situaciones de apuro. En el Mayflower viajaron dieciocho mujeres casadas. Tres estaban embarazadas, y una dio a luz a un bebé muerto antes de desembarcar. Los partos y las enfermedades diezmaban a las mujeres; en la primavera sólo cuatro de las dieciocho permanecían con vida.
Todas las mujeres cargaban con las ideas importadas de Inglaterra. La ley inglesa se resumía en un documento del año 1632 denominado “Las Leyes y Resoluciones de los Derechos de las Mujeres”:
En esta consolidación que llamamos el matrimonio hay un lazo permanente. Es cierto que un hombre y su esposa son una persona, pero hay que entender de qué forma. El nuevo ser de la mujer es su superior, su compañero, su amo.
Julia Spruill describe la situación legal de la mujer en el período colonial. “El control del esposo sobre la persona de la esposa también incluía el derecho a pegarla… Pero no tenía derecho a infligir heridas permanentes en ella, ni podía matar a su esposa…” Por lo que se refiere a la propiedad “Además de la posesión absoluta de la propiedad personal de su esposa y derechos vitalicios sobre sus tierras, el esposo se adueñaba de cualquier otra renta que pudiera ser suya. Recibía las retribuciones que ella ganaba con su trabajo. Era lógico, pues, que lo ganado conjuntamente por esposo y esposa perteneciera al esposo”.
Se consideraba un crimen que una mujer tuviera un hijo fuera del matrimonio, y los archivos de los tribunales coloniales rebosan de casos de mujeres acusadas de “bastardía”, mientras que el padre del niño no tenía problemas con la ley y quedaba en libertad. Un periódico colonial de 1747 reprodujo el discurso de “la señorita Polly Baker ante el Juzgado en Connecticut, cerca de Boston en Nueva Inglaterra, donde fue procesada por quinta vez por tener hijos bastardos”:
Me tomo la libertad de decir que pienso que esta ley, por la cual se me castiga, es poco razonable en sí, y especialmente severa conmigo. Haciendo abstraccion de la ley, no puedo concebir cual es la naturaleza de mi delito. A riesgo de mi vida, he traído al mundo cinco maravillosos niños, los he mantenido bien con mi propio trabajo, sin depender de mis conciudadanos, y lo hubiera hecho mejor si no fuera por las duras cargas y las multas que he pagado… ni tiene nadie la más menor queja contra mí excepto quizás, los ministros de la justicia, porque he tenido hijos sin estar casada, con lo cual se perdieron una tasa de matrimonio. Pero ¿puede ser esto mi culpa?
The Spectator, un periódico de gran influencia en América e Inglaterra, expresaba la posición del padre de familia “No hay nada más gratificante para la mente del hombre que el poder y el dominio. Yo veo a mi familia como una soberanía patriarcal en la que yo soy rey y oficiante”.
En las colonias americanas del siglo XVIII se leyó mucho un libro de bolsillo best-seller publicado en Londres llamado Advice to a Daughter (Consejos a una hija): “Primero debe establecerse como un concepto básico general que hay desigualdad entre los sexos, y para la mejor economía del mundo, a los hombres, que iban a ser los creadores de la Ley, se les iba a conferir una mayor porción de racionalidad.”
Resulta extraordinario que, a pesar de toda esta poderosa educación, las mujeres se rebelasen. Las mujeres rebeldes siempre se han tenido que enfrentar a obstáculos especiales, pues viven bajo el escrutinio diario de su amo y están aisladas las unas de las otras en sus domicilios, viéndose así desprovistas de esa camaradería diaria que ha animado los corazones de los rebeldes de otros grupos oprimidos.
Anne Hutchinson era una mujer religiosa, madre de trece hijos, y conocedora de los remedios con hierbas. Desafió a los padres de la iglesia en los primeros años de la Colonia de la bahía de Massachusetts con la insistencia de que ella, y otra gente normal, podían interpretar la Biblia por sí mismos.
La llevaron a juicio en dos ocasiones. La iglesia la procesó por herejía, y el gobierno por desafiar su autoridad. Durante el juicio civil estaba embarazada y enferma, pero no la dejaron sentarse hasta que casi se desmayó. En el juicio religioso la interrogaron durante semanas. De nuevo estaba enferma, pero desafiaba a sus interlocutores con un conocimiento experto de la Biblia y con una elocuencia increíble. Cuando finalmente pidió perdón por escrito, no se mostraron satisfechos. Dijeron “El arrepentimiento no se refleja en su semblante”.
Fue expulsada de la colonia, y cuando en 1638 se marchó a Rhode Island, fue seguida por treinta y cinco familias. Entonces se fue a la costa de Long Island, donde unos indios -a los cuales se les había dejado sin tierras y que, equivocadamente, veían en ella a un enemiga- la mataron junto con su familia. Veinte años después la única persona que había hablado en su favor durante el juicio -Mary Dyer- fue ahorcada por el gobierno de la colonia, junto con dos Quákeros más, por “rebelión, sedición y realizar manifestaciones presuntuosas”
La participación abierta de las mujeres en la vida pública seguía siendo excepcional, aunque en las zonas fronterizas del sur y del oeste las condiciones a veces lo hacían posible.
Durante la Revolución, las necesidades de la guerra favorecieron el que las mujeres se involucraran en los temas públicos. Formaron grupos patrióticos, realizaron acciones anti-británicas y escribieron artículos a favor de la independencia. En 1777 hubo una contrapartida femenina del Tea Party de Boston -una Coffee Party (Fiesta del Café), descrita por Abigail Adams en una carta a su marido John:
Un comerciante eminente, rico y miserable (es soltero) tenía unas 500 libras de café en su almacén que se negaba a vender al comité por seis chelines la libra. Unas mujeres unos dicen cien, otros más-se juntaron con un carro y baúles, marcharon hacia el almacén, y exigieron las llaves. Él se negó a dárselas. Con esto una mujer lo cogió del cuello y lo echó en el carro. Al ver que no tenia salida, les dio las llaves cuando volcaron el carro, abrieron el almacén, sacaron el cafe ellas mismas, lo colocaron en los baúles y se alejaron. Una multitud de hombres lo observaron todo atónitos, espectadores silenciosos de toda la transacción.
Diversas historiadoras han señalado recientemente que no se ha tomado en cuenta la contribución de las mujeres de clase trabajadora en la Revolución americana, todo lo contrario que las gentiles esposas de los líderes (Dolly Madison, Martha Washington, Abigail Adams). Margaret Corbin -llamada Dirty Kate (Catalina la Sucia)-, Deborah Sampson Garnet y Molly Pitcher eran mujeres bastas de clase proletaria que los historiadores nos han presentado, maquilladitas, como “señoritas”. Así que mientras las mujeres pobres que se acercaron a los campamentos para ayudar y luchar durante los últimos años de guerra serían presentadas como prostitutas, Martha Washington ocupó un lugar especial en los libros de historia por el hecho de haber visitado a su esposo en Valley Forge.
Cuando se da fe de los impulsos feministas, es casi siempre a partir de los escritos de las mujeres privilegiadas, con un rango que les permitía expresarse más libremente y gozar de más oportunidades para escribir y lograr que sus escritos tuvieran incidencia. Abigail Adams escribió a su esposo en marzo de 1776 -incluso antes de la Declaración de Independencia:
en el nuevo código de leyes que supongo será necesario que redactéis no hay que poner un poder sin límite en manos de los esposos. Recordad que todos los hombres serían tiranos si pudieran. Si no se presta un cuidado y una atención especial a las damas, estamos dispuestas a fomentar una rebelion, y no nos consideraremos obligadas a obedecer las leyes en que no tengamos representada nuestra voz.
Sin embargo, Jefferson subrayó su frase “todos los hombres son iguales” cuando declaró que las mujeres americanas serían “demasiado sabias como para arrugarse la frente con la política”. Después de la Revolución, ninguna de las nuevas constituciones estatales dio a las mujeres el derecho al voto salvo la de Nueva Jersey, y abolió ese derecho en 1807. La constitución de Nueva York excluyó a las mujeres de ese derecho al voto utilizando específicamente la palabra “masculino”.
Las mujeres de clase obrera no tenían manera alguna de hacer constar los sentimientos de rebeldía que probablemente sentían ante la subordinación. No sólo parían grandes cantidades de hijos y con dificultades de todo tipo, sino que trabajaban en el hogar. En los tiempos de la Declaración de Independencia, cuatro mil mujeres y niños de Filadelfia tejían en casa para las fábricas locales bajo el sistema de producción doméstico. Las mujeres también trabajaban como tenderas y camareras, y en muchos otros empleos.
Las ideas sobre la igualdad de la mujer flotaban en el aire durante y después de la Revolución. Tom Paine habló en favor de la igualdad de derechos para las mujeres. El libro pionero de Mary
Wollstonecraft, de Inglaterra, A Vindication of the Rights of Women, que se imprimió en Estados Unidos justo después de la Guerra Revolucionaria decía:
Quiero convencer a las mujeres de que intenten adquirir fuerzas tanto mentales como corporales.
Entre la Revolución americana y la Guerra Civil, estaban cambiando tantos elementos de la sociedad americana que era lógico que se produjesen cambios en la situación de la mujer. En la América preindustrial, la necesidad práctica de mujeres en la sociedad fronteriza había dado como resultado alguna medida igualitaria, las mujeres trabajaban en puestos importantes -publicando periódicos, dirigiendo curtidurías, regentando tabernas y en trabajos cualificados. Una abuela, Martha Moore Ballard, residente en una granja de Maine en 1795, ayudó a nacer a más de mil bebés como comadrona a lo largo de veinticinco años.
Ahora las mujeres eran sacadas de casa para realizar el trabajo industrial, pero al mismo tiempo se las presionaba para que se quedaran en casa, donde podían ser controladas con más facilidad. La idea del “lugar de la mujer”, promulgada por los hombres, fue aceptada por muchas mujeres.
Urgía desarrollar una serie de ideas, enseñadas en la iglesia, en la escuela y en la familia, que mantuviesen a las mujeres en su sitio, incluso si ese sitio era cada vez más inestable. De la mujer se esperaba que fuera pía. Una escritora dijo “La religión es justo lo que necesita la mujer. Sin ella, siempre está desasosegada e infeliz”.
La pureza sexual iba a ser una virtud especial de la mujer. El papel empezaba en edad precoz, con la adolescencia. La obediencia preparaba a la niña para la sumisión al primer compañero serio. Barbara Welter describe este fenómeno:
Se les supone dos cosas: primero la hembra americana tenia que ser tan infinitamente deseable y provocativa que un macho sano apenas pudiera controlarse de encontrarse en la misma habitación, y la misma chica, cuando “sale” del capullo protector de la familia, está tan palpitante de sentimientos no dirigidos [que] se le exige que ejerza el control interior de la obediencia. Esta combinación forma una especie de cinturón de castidad social que no se abre hasta que ha llegado el esposo, y se acaba formalmente la adolescencia.
Cuando en 1851 Amelia Bloomer sugirió en su publicación feminista que las mujeres llevaran una especie de falda corta y pantalones para liberarse del estorbo del vestido tradicional, la literatura popular para mujeres atacó su ocurrencia. En una historia hay una chica que admira los bombachos, pero su profesor la censura, diciéndole que sólo son “una de las múltiples manifestaciones de ese espíritu alocado de socialismo y radicalismo agrario que actualmente azota nuestro país”.
El trabajo de la mujer era el de mantener la casa alegre, conservar la religión, ser enfermera, cocinera, limpiadora, costurera, florista.
Una mujer no debía leer demasiado, y tenía que evitar ciertos libros. Un sermón de 1808, pronunciado en Nueva York, decía:
Qué interesantes e importantes son los deberes contraídos por las mujeres cuando se casan… el consejero y amigo del marido, ella se debe dedicar diariamente a aligerar sus preocupaciones, aliviar su tristeza y aumentar su alegría.
A las mujeres también se les exigía -por su papel de educadoras de los niños- ser patrióticas. Una revista femenina ofrecía un premio a la mujer que escribiera el mejor ensayo sobre el tema “Cómo puede una mujer americana manifestar mejor su patriotismo”.
El culto a la domesticidad de la mujer era una forma de apaciguarla con una doctrina que se consideraba “separada pero igual”, dándole trabajos tan importantes como los del hombre, pero por separado y de forma diferente. Dentro de esa “igualdad” estaba el hecho de que la mujer no escogía su compañero, y una vez que su boda había tenido lugar, se determinaba su vida. El matrimonio encadenaba, y los niños reforzaban ese encadenamiento.
El “culto a la verdadera feminidad” no podía borrar del todo lo que visiblemente atestiguaba el estado subordinado de la mujer: no podía votar, no podía tener propiedades; cuando trabajaba, su remuneración era la cuarta parte o la mitad de lo que ganaba un hombre haciendo el mismo trabajo. Las mujeres eran excluídas de las profesiones asociadas con la jurisprudencia y la medicina, de las universidades, del ministerio.
Al colocar a todas las mujeres en la misma categoría -dándoles a todas la misma esfera doméstica que cultivar- se creaba una clasificación (por sexos) que desdibujaba las líneas de clase. Sin embargo, había fuerzas en acción que constantemente ponían la cuestión de clase sobre el tapete. Samuel Slater introdujo la maquinaria industrial de hilado en Nueva Inglaterra en 1789, y ahora había una demanda de chicas jóvenes en las fábricas para operar con esa maquinaria hilandera . En 1814, se introdujo el telar en Waltham, Massachusetts, y todas las operaciones necesarias para convertir la fibra de algodón en tela se unificaron bajo un mismo techo. Las nuevas fábricas textiles se multiplicaron, con un 80 a 90% de operarias femeninas, la mayoría de ellas mujeres entre los quince y los treinta años.
Algunas de las primeras huelgas industriales tuvieron lugar en estas fábricas textiles en la década de 1830 a 1840. Las ganancias diarias de las mujeres en 1836 equivalían a menos de 37 céntimos, y miles de mujeres ganaban 25 céntimos al día, trabajando entre doce y dieciséis horas. En Pawtucket, Rhode Island, en 1824, hubo la primera huelga conocida de trabajadoras de fábrica, 202 mujeres se unieron a los hombres en una protesta provocada por un recorte de sueldos y un horario excesivo de trabajo. Pero hombres y mujeres se reunieron por separado. Cuatro años más tarde hubo una huelga de mujeres -solas- en Dover, Nueva Hampshire.
En 1834, al ver cómo despedían a una joven de su trabajo en Lowell, Massachusetts, las chicas abandonaron sus telares. Una de ellas se subió al surtidor del pueblo e hizo, según el periódico, “un discurso encendido tipo Mary Wollstonecraft, sobre los derechos de las mujeres y las iniquidades de la “aristocracia adinerada”, produciendo un gran efecto en el público que determinó salirse con la suya, aunque fuera a costa de morir”.
En varias ocasiones, durante esas huelgas, mujeres armadas con palos y piedras irrumpían por las puertas de madera de la fábrica textil y paraban los telares.
Catharine Beecher, una reformista de la época, escribió acerca del sistema industrial:
Estuve allí en pleno invierno, y cada mañana me despertaban a las cinco las campanas que llamaban a la labor… Sólo nos dejaban media hora para la comida, de la cual restaban el tiempo de ir y volver del trabajo. Entonces volvíamos a los telares para trabajar hasta las siete… hay que recordar que todas las horas de labor se pasan en habitaciones en las que las lámparas de aceite, junto con un grupo de entre 40 y 80 personas, están dejando el aire sin oxígeno… y donde el aire está cargado de partículas de algodón que sueltan las cardas, los husos y los telares.
¿Y la vida de las mujeres de clase privilegiadas? Frances Trollope, una inglesa, en su libro Domestic Manners of the Americans, escribió lo siguiente:
Permítanme relatar el día de una dama de la clase alta en Filadelfia. Se levanta y su primera hora se pasa en arreglar con escrupulosidad su vestido, baja al salón, de forma ordenada, tiesa y silenciosa, su criado negro le trae el desayuno. Veinte minutos antes de la aparición de su carruaje, se retira a sus “aposentos”, como los llama ella, sacude y pliega su delantal todavía blanco como la nieve, alisa su rico vestido, y… se pone un elegante sombrero… entonces baja al primer piso en el mismo momento en que su cochero negro anuncia a su criado que el carruaje está listo. Se sube en él, y da la orden “Vaya a la Sociedad Dorcas”.
En Lowell, una Asociación para la Reforma Laboral Femenina publicó una serie de “Textos de Fábrica”. El primero llevaba por título “La vida de fábrica vista por una operaria” y hablaba de las mujeres de la fábrica textil como “nada más ni nada menos que esclavas ¡en todo el sentido de la palabra! Esclavas de un sistema de labor que exige que trabajen de cinco a siete, con sólo una hora para atender a las necesidades de la naturaleza, esclavas de la voluntad y las exigencias de los “poderes que hay”…
Aproximadamente en esa época, el Herald de Nueva York hablaba de una historia sobre “700 mujeres, normalmente del estado y aspecto más interesante” que se reunían “en su empeño de remediar la situación de males y opresión en que han de trabajar”. El Herald, en su editorial, sentenciaba “…dudamos mucho que desemboque en nada positivo para la mujer trabajadora… Todas las combinaciones acaban en nada”.
Las mujeres de clase media, sin acceso a la educación superior, empezaron a monopolizar la profesión de maestra de escuela primaria. Como maestras, leían más, se comunicaban más, y la misma educación llegó a ser un elemento subversivo respecto al pensamiento antiguo. Empezaron a escribir para revistas y periódicos, y fundaron algunas revistas femeninas. Entre 1780 y 1840 la cantidad de mujeres que sabía leer se dobló. Hubo mujeres que se convirtieron en reformistas de la salud. Formaron movimientos contra la doble moralidad en el comportamiento sexual y contra la victimización de las prostitutas. Se apuntaron en organizaciones religiosas. Algunas de las más poderosas se unieron al movimiento abolicionista. Así, cuando surgió un claro movimiento feminista en la década de 1840-50, había mujeres que se habían convertido en experimentadas organizadoras, agitadoras y oradoras.
Cuando Emma Willard se dirigió al parlamento de Nueva York en 1819, dijo que la educación de las mujeres “ha estado exclusivamente dirigida hacia una mejor exhibición de sus encantos de juventud y belleza”. El problema, dijo, era que “el gusto de los hombres, sea cual sea, se ha convertido en un estándar para la formación del carácter femenino”. La razón y la religión nos enseñan, dijo, que “nosotras también somos seres de primera… no satélites del hombre”.
En 1821, Willard fundó el Seminario Femenino Troy, la primera institución reconocida para la educación de chicas. Más tarde escribió sobre cómo contrariaba a la gente con sus enseñanzas del cuerpo humano a sus alumnas:
Algunas madres que visitaron una clase en el semanario en los primeros años 30 resultaron muy extrañadas. Para preservar la modestia de las chicas, y para ahorrarles demasiadas agitaciones, se encolaba papel grueso en las páginas de sus libros donde figuraban imágenes del cuerpo humano.
Las mujeres luchaban para entrar en los colegios profesionales que dominaban los hombres. Por ejemplo, Elizabeth Blackwell obtuvo su licenciatura en medicina en 1849 después de superar múltiples rechazos antes de su admisión en el Colegio Geneva. Luego fundó el Dispensario para Mujeres y Niños Pobres de Nueva York “para dar una oportunidad a las mujeres pobres que querían consultar con médicos de su propio sexo”. En su primer Informe Anual, escribió:
Mi primera consulta médica fue una experiencia curiosa. En un caso severo de pulmonía de una mujer mayor llamé a la consulta a un prestigioso médico de buen corazón… Este señor, después de ver a la paciente, salió conmigo a la sala. Allí empezó a andar por la habitación en un estado de agitación, gritando “¡Un caso extraordinario¡ Nunca había visto un caso parecido. ¡Realmente no sé qué hacer!” Escuché sorprendida en estado de gran perplejidad ya que se trataba de un caso claro de pulmonía y no revestía un grado excepcional de gravedad, hasta que al final descubrí que su perplejidad tenía que ver conmigo, no con la paciente, y con la conveniencia de consultar con una mujer médico.
El Colegio Oberlin fue pionero en la admisión de mujeres. Pero la primera chica que admitieron en su escuela de teología, Antonette Brown -graduada en 1850- encontró que su nombre no figuraba en la lista de la clase. En el caso de Lucy Stone, Oberlin encontró una formidable resistente. Era activista en la sociedad pacifista y en la lucha abolicionista, dio clases a estudiantes de color, y organizó un club de debates para chicas. La escogieron para escribir el discurso inicial, pero luego se le informó que tendría que leerlo un hombre. Se negó a escribirlo.
En 1847 Lucy Stone empezó a dar conferencias sobre los derechos de la mujer en una iglesia en Gardner, Massachusetts, donde su hermano hacía de ministro. Era minúscula, pesaba unos cuarenta y cinco kilos, y era una oradora espléndida. Como conferenciante de la Sociedad Abolicionista de América, fue rociada con agua fría en diferentes ocasiones, agredida con libros, y atacada por las turbas. Cuando se casó con Henry Blackwell, se cogieron de la mano en su boda y leyeron esta declaración:
…consideramos un deber declarar que, para nosotros, este acto no implica una sanción de -ni promesa de obediencia voluntaria a- ninguna de las leyes actuales del matrimonio que nieguen el reconocimiento de la esposa como ser independiente y racional, mientras confieren al esposo una superioridad perjudicial y antinatural.
Fue una de las primeras mujeres que se negó a perder su apellido después de casarse. Era “la señora Stone”. Cuando se negó a pagar impuestos por no estar representada en el gobierno, las autoridades confiscaron, en forma de pago, todos sus efectos domésticos, incluida la cuna del bebé.
Después de que Amelia Bloomer -una encargada de correos en un pequeño pueblo del estado de Nueva York- hubiera inventado los bombachos, las activistas los adoptaron en lugar del viejo corpiño de barba de ballena, los corsés y las enaguas.
Las mujeres, después de verse involucradas en otros movimientos de reforma -por el abolicionismo, contra la abstinencia, los estilos de vestir y las condiciones de las cárceles- se centraron, envalentonadas y experimentadas, en su propia situación. Angelina Grimké, una mujer blanca del Sur que se convirtió en una vehemente oradora y organizadora abolicionista, vio que ese movimiento podía hacer grandes progresos:
En primer lugar, todos debemos despertar a la nación para levantar del polvo a millones de esclavos de ambos sexos, para convertirlos en hombres y después… será una cuestión fácil hacer levantar de su actual postración a millones de mujeres o, lo que es lo mismo, transformarlas de bebés en mujeres.
El reverendo John Todd (uno de sus muchos libros best-seller daba consejos a los jóvenes sobre el resultado de la masturbación -”la mente se ve enormemente deteriorada”), hizo los siguientes comentarios sobre la nueva manera de vestir de las feministas:
Algunas han intentado convertirse en semi-hombres poniéndose bombachos. Dejadme decir por qué nunca se debe hacer esto. La mujer, vestida y envuelta en su largo vestido, es hermosa. Anda con gracia; si intenta correr, pierde el encanto… Si se quita esta ropa, y se pone pantalones, mostrando sus extremidades, la gracia y el misterio se evaporan.
Sarah Grimké, la hermana de Angelina, escribió:
En la primera parte de mi vida, mi destino me llevó entre las mariposas del mundo de la moda, y respecto a esta clase de mujeres, me duele decir que -por lo que me ha enseñado tanto la experiencia como la observación- su educación es terriblemente deficiente, y se les enseña a ver el matrimonio como una cosa necesaria, el único camino hacia la distinción.
Ella dijo: “Lo único que pido de mis hermanos es que nos dejen de pisar el cuello, y que permitan que nos pongamos de pie en el suelo que Dios ha designado que ocupemos… Para mí está perfectamente claro que cualquier cosa que esté moralmente bien de lo que haga el hombre, ha de ser moralmente correcta, también, para la mujer”.
Sarah sabía escribir con fuerza, Angelina era una oradora apasionada. En una ocasión habló seis noches seguidas en la Casa de la Opera de Boston. Fue la primera mujer (en 1838) que se dirigió a un comité del gobierno estatal de Massachusetts con peticiones abolicionistas. Su intervención congregó a una gran multitud, y un representante de Salem propuso que “se nombre un Comité para examinar los cimientos de la Casa del Estado de Massachusetts ¡para ver si soportará otra conferencia de la señorita Grimké!” El hecho de hablar sobre otros temas abrió el camino para hablar de la situación de las mujeres: en 1843, Dorothea Dix se dirigió al Parlamento de Massachusetts para hablar de lo que veía en las cárceles y en la casa de la caridad de la zona de Boston:
Digo lo que he visto, por muy penosos y sorprendentes que resulten los detalles. Brevemente procedo, señores, a llamar su atención sobre la situación actual de los alienados confinados en este laberinto de jaulas, armarios, sótanos, rediles y pocilgas, encadenados, apaleados, y azotados hasta la obediencia.
Frances Wright fue una escritora -fundadora de una comunidad utópica-, que había inmigrado de Escocia en el año 1824 y que luchó por la emancipación de los esclavos, por el control de la natalidad y por la libertad sexual. Quería un sistema educativo público y gratuito para todos los niños de más de dos años de edad, en internados apoyados por el estado. Ella expresó en América lo que el socialista utópico Charles Fourier había dicho en Francia: que el progreso de la civilización dependía del progreso de las mujeres:
Me atrevo a afirmar que hasta que las mujeres no asuman el puesto en la sociedad que el sentido común y la buena voluntad, por igual, le asignan, la mejora de la raza humana sólo se producirá despacio… hasta que esto no pase, y se suprima igualmente el miedo y la obediencia, ambos sexos no recuperarán su igualdad original.
Las mujeres se volcaron en las sociedades abolicionistas de todo el país, reuniendo millares de peticiones en el Congreso. En el transcurso de este trabajo, se desencadenaron acontecimientos que desembocaron en el movimiento de las mujeres por su propia igualdad, en paralelo al movimiento abolicionista. En 1840, una Convención Mundial de la Sociedad Abolicionista se reunió en Londres. Después de una dura discusión, se votó por la exclusión de las mujeres, pero hubo un acuerdo para que pudieran asistir a las reuniones en un espacio separado con cortinas. Las mujeres se sentaron en actitud de protesta silenciosa en la galería, y William Lloyd Garrison, un abortista que había luchado por los derechos de la mujer, se sentó junto a ellas.
Fue en este período cuando Elizabeth Cady Stanton conoció a Lucretia Mott y a otras, y empezó a desarrollar los planes que desembocarían en la primera Convención de Derechos de la Mujer de la historia. Se celebró en Seneca Falls, Nueva York, donde vivía Elizabeth Cady Stanton, madre y ama de casa, llena de resentimiento por su condición. Ella declaró lo siguiente. “Una mujer no es nadie. Una esposa lo es todo”. Más tarde escribió:
Se apoderaron de mi alma mis experiencias en la Convención Mundial abolicionista, mis lecturas sobre el estado legal de las mujeres, y la opresión que veía en todas partes. No veía qué podía hacer, por dónde empezar. Mi único pensamiento era la realización de un mítin público en favor de la protesta y el debate.
Se colocó un anuncio en el Seneca County Courier que convocaba a un mítin para debatir los “derechos de la mujer” los días 19 y 20 de julio. Fueron trescientas mujeres y algunos hombres. Al final del mítin sesenta y ocho mujeres y treinta y dos hombres firmaron una Declaración de Principios inspirada en el Lenguaje y el ritmo de la Declaración de Independencia:
Cuando en el transcurso de los acontecimientos humanos se hace necesario que una porción de la familia del hombre asuma una posición diferente a la que hasta ese momento han ocupado entre la gente de la tierra…
Consideramos evidentes estas verdades: que todos los hombres y todas la mujeres se crean iguales, que el Todopoderoso les otorga ciertos derechos inalienables, que entre estos derechos está la vida, la libertad y la felicidad…
La historia del hombre es una historia de repetidos perjuicios y usurpaciones por parte del hombre hacia la mujer, teniendo como objetivo el establecimiento de una tiranía absoluta sobre ella. Para probarlo, sólo hay que enseñarle los hechos a un mundo inocente.
A continuación se incluía la lista de quejas. Y luego una serie de resoluciones.
Después de la convención de Seneca Falls hubo convenciones femeninas en diferentes puntos del país. En una de ellas, celebrada en 1851, una mujer negra de cierta edad, nacida esclava en Nueva York, alta, esbelta, llevando un vestido gris y un turbante blanco, escuchó a algunos ministros que habían estado dominando la sesión. Era Sojourner Truth. Se levantó y juntó la indignación de su raza con la indignación de su sexo:
Ese hombre dice que la mujer necesita ayuda para subir a los carruajes y para pasar los charcos… A mí no me ayuda nadie a subir a los carruajes, ni a pasar los charcos de barro ni me cede el mejor sitio ¿Y no soy mujer?
Mirad mi brazo. He trabajado la tierra, he sembrado, y he recogido la siembra en el granero, y ningún hombre me podía ganar ¿Y no soy mujer?
Trabajaba y comía tanto como un hombre -cuando podía conseguir comida- y soportaba el azote también. ¿Y no soy mujer?
He parido trece hijos y he visto cómo a la mayoría los vendían como esclavos, y cuando lloré con la pena de una madre, nadie me escuchó salvo Jesús. ¿Y no soy mujer?
Así, en el período entre 1830 y 1860, las mujeres empezaron a resistirse a los intentos de mantenerlas en un “entorno femenino”. Tomaban parte en toda clase de movimientos, a favor de los presos, en ayuda de los desequilibrados mentales, los esclavos negros, y, también, para las mismas mujeres.
En medio de estos movimientos, explotó -con la fuerza del gobierno y la autoridad del dinero-, la búsqueda de más tierras y la obsesión por la expansión nacional.
Capítulo 7
MIENTRAS CREZCA LA HIERBA Y CORRA EL AGUA
Si las mujeres, entre todos los grupos subordinados de una sociedad dominada por blancos ricos, eran las que más cerca estaban de casa (de hecho, estaban en la misma casa) -las más “interiores”, pues- los indios serían los más extraños, los más “exteriores”. Las mujeres, al estar tan cerca y ser tan necesarias, eran tratadas con más paternalismo que fuerza. Al indio, que era innecesario -incluso era un obstáculo- se le podía tratar con fuerza bruta, aunque a veces la quema de los poblados estuviera precedida de un lenguaje paternalista.
Y así, la “mudanza de los indios”, como amablemente la han llamado, despejó el territorio entre los montes Apalaches y el Mississippi para que fuera ocupado por los blancos. Se despejó para sembrar algodón en el Sur y grano en el Norte, para la expansión, la inmigración, los canales, los ferrocarriles, las nuevas ciudades y para la construcción de un inmenso imperio continental que se extendería hasta el Océano Pacífico. El coste en vidas humanas no puede calcularse con exactitud, y en sufrimientos, ni siquiera de forma aproximada. La mayoría de los libros de historia que se dan a los niños pasan de puntillas sobre esta época.
En la Guerra Revolucionaria, casi todas las naciones indias importantes lucharon del lado de los británicos. Sabían que si los británicos -que eran quienes habían establecido un límite a la expansión occidental de los colonos- perdían la guerra, no habría manera de contener a los americanos. Efectivamente, cuando Jefferson llegó a la presidencia en 1800, había 700.000 colonos blancos al oeste de las montañas. Jefferson entonces emplazó al gobierno a promocionar la futura “mudanza” de los creeks y los cherokees de Georgia. La actividad agresiva contra los indios fue en aumento en el territorio de Indiana durante el mandato del gobernador William Henry Harrison.
Cuando, con la compra a Francia del territorio de Luisiana en 1803, se dobló el tamaño de la nación -extendiendo de esta forma la frontera occidental desde los montes Apalaches, a través del Mississippi, hasta las montañas Rocosas- Jefferson propuso al
Congreso que a los indios se les debería de animar a establecerse en territorios más reducidos y dedicarse a la agricultura. “Se consideraron dos medidas urgentes. La primera era la de animarlos a que abandonaran la caza… En segundo lugar, se promocionaron las casas de comercio entre ellos, llevándoles de esta forma hacia la agricultura, la industria y la civilización…”
El vocabulario de Jefferson resulta revelador “agricultura… industria… civilización”. La “mudanza” de los indios era necesaria para abrir el vasto territorio americano a la agricultura, al comercio, a los mercados, al dinero, al desarrollo de la economía capitalista moderna. Para todo esto, la tierra resultaba indispensable, así que después de la Revolución, los especuladores ricos, incluidos George Washington y Patrick Henry, compraron enormes áreas del territorio. John Donelson, un cartógrafo de Carolina del Norte, se hizo con 20.000 acres de tierra cerca de donde hoy se encuentra Chattanooga. Su yerno hizo veintidós viajes desde Nashville en el año 1795 para comprar tierras. Se llamaba Andrew Jackson. Jackson era un especulador inmobiliario, comerciante, negrero y el más agresivo enemigo de los indios de la primitiva historia americana. Llegó a ser héroe de la Guerra de 1812, que no fue (como a menudo nos dan a entender los libros de texto americanos) simplemente una guerra por la supervivencia contra Inglaterra, sino una guerra para la expansión de la nueva nación hacia tierras de Florida, Canadá y el territorio indio.
Tecumseh, un jefe Shawnee y famoso orador, intentó unir a los indios contra la invasión blanca. “La tierra”, dijo, “pertenece a todos, para el uso de cada uno…”
Enfurecido cuando sus colegas indios se vieron obligados a ceder una gran porción de su territorio al gobierno de los Estados Unidos, Tecumseh organizó un gran encuentro indio en 1811. Reunió a cinco mil indios en la ribera del río Tallapoosa en Alabama, y les dijo: “¡Que perezca la raza blanca. Ellos nos toman las tierras, corrompen a nuestras mujeres, pisotean las cenizas de nuestros muertos! Hay que enviarles por un rastro de sangre al sitio de donde vinieron”.
Los indios creek ocupaban la mayor parte de Georgia, Alabama y Mississippi. En 1813 algunos de sus guerreros mataron a 250 personas en Fort Mims y seguidamente las tropas de Jackson quemaron un poblado creek, matando a hombres, mujeres y niños. Jackson estableció la táctica de prometer recompensas en tierras y botín.
Pero entre los hombres de Jackson hubo motines. Estaban cansados de la lucha y querían volver a casa. Jackson escribió a su mujer, hablando de “los antaño valientes y patrióticos voluntarios.. reducidos… a la condición de meros quejicas, sediciosos y amotinados y llorones”. Cuando un tribunal militar condenó a muerte a un soldado de diecisiete años por haberse negado a limpiar su comida y por encañonar a un oficial, Jackson desoyó la petición de clemencia y ordenó que se llevara a cabo la ejecución. Pero se alejó para no oír los tiros.
Jackson se convirtió en un héroe nacional en 1814, cuando luchó en la batalla de Horseshoe Bend contra mil creeks, de los cuales mató a ochocientos, con pocas bajas entre los suyos. Sus tropas blancas habían fallado en el intento de atacar frontalmente a los creeks, pero los cherokees, a quienes había prometido la amistad del gobierno si se aliaban en la guerra, nadaron a través del río, atacaron a los creeks por la espalda, y ganaron la batalla para Jackson.
Cuando acabó la guerra, Jackson y sus amigos empezaron a comprar las tierras confiscadas a los creeks y Jackson se hizo nombrar comisario del tratado dictado en 1814, por el cual se dejaba a la nación creek sin la mitad de su territorio.
El tratado dio pie a algo nuevo e importante. Concedía a los indios la propiedad individual de la tierra, consiguiendo así abrir fisuras entre ellos, rompiendo la costumbre de la tenencia comunal de la tierra, sobornando a unos con tierras, dejando a otros sin ella, introduciendo entre ellos la competividad y la confabulación que marcaría el espíritu del capitalismo occidental. Se asociaba bien con la vieja idea jeffersoniana respecto a la manera en que se debía tratar a los indios, en base a su incorporación a la “civilización”. Entre 1814 a 1824, en una serie de tratados con los indios del Sur, los blancos se apoderaron de las tres cuartas partes de Alabama y Florida, una tercera parte de Tennessee, una quinta parte de Georgia y Mississippi, y partes de Kentucky y Carolina del Norte. Jackson jugó un papel clave en estos tratados, con el uso del soborno, el engaño y la fuerza para apoderarse de más tierras, y además dio empleo a sus amigos y parientes.
Estos tratados y estas violaciones del territorio indio permitieron la implantación del reino del algodón y el establecimiento de las fincas negreras.
Jackson había extendido las colonias blancas hasta la zona fronteriza de Florida, que era propiedad de España. Aquí yacían los poblados de los indios seminolas, y se refugiaban algunos esclavos negros. Con el pretexto de que era un santuario de esclavos fugitivos e indios saqueadores, Jackson empezó a realizar incursiones en Florida. Florida, según dijo, era esencial para la defensa de los Estados Unidos. Era el prólogo clásico a una guerra de conquista.
Así empezó la Guerra Seminola de 1818, que acabó con la adquisición americana de Florida. Aparece en los mapas escolares con el lema discreto de “Compra de Florida, 1819″, pero en realidad nació de la expedición militar de Andrew Jackson más allá de las fronteras de Florida, quemando poblados seminolas y capturando fuertes españoles, hasta que España se vio “persuadida” de la necesidad de vender. Actuó, dijo, según las “inmutables leyes de la autodefensa”.
Así llegó Jackson a ser gobernador del territorio de Florida. Ahora podía dar buenos consejos comerciales a sus amigos y parientes. A un sobrino le aconsejó que se apoderara de propiedades en Pensacola y a un amigo, cirujano general del ejército, le aconsejó que comprara todos los esclavos que pudiera, porque el precio estaba a punto de subir.
Cuando dejó el ejército, también dio consejos a los oficiales sobre cómo tratar el tema de la alta incidencia de la deserción (Los blancos pobres -incluso si inicialmente estaban dispuestos a dar sus vidas- puede que ya hubieran descubierto que las recompensas de la batalla eran para los ricos). Jackson recomendaba los azotes para los dos primeros intentos, y la ejecución para la tercera vez. Si repasamos los libros de texto de la historia americana en los institutos y en las escuelas primarias, encontraremos al Jackson soldado fronterizo, demócrata y hombre del pueblo -no al Jackson negrero, especulador inmobiliario, ejecutor de soldados disidentes y exterminador de indios.
Después de la elección de Jackson como presidente en 1828 (después de John Quincy Adams, que siguió a Monroe, que había seguido a Madison, que había seguido a Jefferson), los dos partidos políticos eran los Demócratas y los Whigs, que no se ponían de acuerdo sobre el tema bancario y las tarifas, pero sí en los temas cruciales referidos a los blancos pobres, los negros, y los indios aunque algunos trabajadores blancos veían a Jefferson como su héroe, porque se opuso al Banco del hombre rico.
Durante el mandato de Jackson y el del hombre que él mismo eligió para sucederle, Martin Van Buren, se obligó a setenta mil indios a desplazarse desde sus tierras al este del Mississippi, hacia el oeste.
En Nueva York quedó la Confederación Iroquesa. Pero expulsaron a los indios sac y fox de Illinois, después de la Guerra del Black Hawk (Halcón Negro). Cuando el jefe Black Hawk fue derrotado y capturado en 1832, pronunció un discurso:
Black Hawk es ahora prisionero del hombre blanco. No ha hecho nada que tuviera que avergonzar a un indio. Ha luchado por sus compatriotas, las indias y los hijos, contra el hombre blanco, que venía año tras año a engañarlos y quedarse con sus tierras. Los blancos son malos maestros de escuela, llevan libros falsos, y hacen acciones falsas, sonríen en la cara del pobre indio para engañarlo, les dan la mano para ganar su confianza, para emborracharlo, para engañarlo, y deshonrar sus mujeres.
Los hombres blancos no cortan la cabellera, hacen algo peor: envenenan el corazon ¡Adios, mi nación! ¡Adiós Black Hawk!
El secretario de la Guerra, gobernador del territorio de Michigan, ministro de Francia y candidato a la presidencia, Lewis Cass, explicó así la “mudanza” de los indios:
El principio del avance progresivo parece sea un elemento casi inherente de la naturaleza humana. Todos estamos esforzándonos en la carrera de la vida para adquirir las riquezas del honor, o del poder o de algún objeto más, la posesión del cual equivale a realizar los sueños de nuestras imaginaciones y la suma de estos esfuerzos constituye el progreso de la sociedad. Pero hay poco de esto en la constitución de nuestros salvajes.
Cass, pomposo, pretencioso y cargado de honores (Harvard le concedió un doctorado honorario en Derecho en el año 1836, en plena época de la “mudanza” de indios), robó millones de acres a los indios en base a los tratados desde su puesto de gobernador del territorio de Michigan: “A menudo debemos promocionar sus intereses en contra de su voluntad. Es un pueblo bárbaro y su subsistencia depende de los escasos y precarios abastecimientos que les da la caza, no pueden vivir en contacto con la comunidad civilizada”.
En un tratado realizado en 1825 con indios shawnees y cherokees,
Cass se comprometía -siempre que los indios se limitaran a trasladarse a las nuevas tierras del otro lado del Mississippi- a que “los Estados Unidos nunca os pedirán vuestras tierras ahí. Esto os lo prometo en nombre de vuestro gran padre, el Presidente. Ese territorio lo concede a sus pieles rojas, para que lo tengan, y para que lo tengan los hijos de sus hijos para siempre”.
Todo el legado espiritual indio hablaba en contra de marcharse de sus tierras. Un viejo jefe choctaw había dicho, años atrás, en respuesta a las propuestas de marcha hechas por el presidente Monroe “Lamento no poder cumplir con el deseo de mi padre. Queremos quedarnos aquí, en la tierra donde hemos crecido como las hierbas del bosque, no queremos que nos trasplanten en otra tierra”. Un jefe seminola dijo a John Quincy Adams “Aquí cortaron nuestros cordones umbilicales y aquí nuestra sangre se hundió en la tierra, haciendo que este país nos sea tan querido”.
No todos los indios aceptaban la designación común de los funcionarios blancos como “niños” del “padre” Presidente. Se supo que cuando Tecumseh se encontró con William Henry Harrison, luchador contra los indios y futuro presidente, el intérprete dijo “Tu padre quiere que cojas una silla” ante lo cual Tecumseh respondió “¡Mi padre! El sol es mi padre, y la tierra es mi madre, yo descansaré en su pecho”.
Cuando Jackson llegó a la presidencia, Georgia, Alabama y Mississippi empezaron a introducir leyes para extender la autoridad de los estados sobre los indios en su territorio. Se dividió el territorio indio para su distribución a través de la lotería estatal.
Los tratados y las leyes federales daban al Congreso -y no a los estados- la autoridad sobre las tribus. Jackson los ignoró, y dio su apoyo a la acción de los estados.
Ahora había encontrado la táctica más correcta. No se podía “obligar” a los indios a ir hacia el Oeste. Pero si decidían quedarse, tendrían que acomodarse a las leyes estatales, que destruían sus derechos tribales y personales, y los exponía a vejaciones interminables y a la invasión de colonos blancos que deseaban sus tierras. Sin embargo, si se marchaban, el gobierno federal les daba apoyo económico y les prometía tierras más allá del Mis sissippi. Las instrucciones de Jackson a un mayor del ejército enviado para hablar con los choctaws y los cherokees, lo contemplaba así:
Decid a los jefes y a los guerreros que soy su amigo, pero deben confiar en mí y marchar de los límites de los estados de Mississippi y Alabama y establecerse en tierras que les ofrezco ahí, más allá de los límites de ningún estado, en posesión de tierra suya, que poseerán mientras crezca la hierba y corra el agua. Seré su amigo y su padre y les protegeré.
La frase “mientras crezca la hierba y corra el agua” sería recordada con amargura por generaciones de indios (Un Gl indio, veterano de la guerra de Vietnam, testificando en público en 1970 no sólo sobre el horror de la guerra, sino sobre los malos tratos recibidos como indio, repitió esa frase y empezó a llorar)
Cuando Jackson ocupó el cargo en 1829, se descubrió oro en el territorio cherokee, en Georgia. Hubo una invasión de miles de blancos que destruyeron las propiedades indias y reclamaron la tierra para sí. Jackson ordenó a las tropas federales que les expulsaran, pero también exigió que, además de los blancos, también los indios dejaran de buscar el oro. Cuando retiró a las tropas, los blancos volvieron, y Jackson dijo que no tenía competencias para interferir en la autoridad de Georgia. Los invasores blancos se apropiaron de tierras y ganado, obligaron a los indios a firmar cesiones de sus tierras, apalearon a los que se negaban, vendieron alcohol para debilitar su resistencia y mataron la caza que los indios necesitaban para subsistir.
Unos tratados firmados bajo presión y por engaño dividieron en minifundios las tierras tribales de creeks, choctaws y chickasaws, convirtiendo a cada individuo en presa fácil de contratantes, especuladores y políticos. Los creeks y los choctaws permanecieron en sus terrenos individuales, pero muchos de ellos fueron engañados por las compañías inmobiliarias. Según un presidente de banco de Georgia, accionista de una de estas compañías “El robo está a la orden del día”.
Los creeks, desprovistos de su tierra, faltos de dinero y comida, se negaron a ir al oeste. Unos creeks hambrientos empezaron a atacar las granjas blancas, mientras que la milicia de Georgia y los colonos atacaban los poblados indios. Así empezó la Segunda Guerra Creek. Un diario de Alabama, solidario con los indios, publicó lo siguiente: “La guerra con los creeks es una hipocresía. Es un plan miserable y diabólico, confeccionado por hombres con intereses, que pretenden despojar a una raza de gente ignorante de sus justos derechos, y robar las migajas que han quedado bajo su control”.
Un creek de más de cien años, llamado Serpiente Moteada, reaccionó de esta forma a la política de “mudanza” introducida por Andrew Jackson:
¡Hermanos! He escuchado muchas intervenciones de nuestro gran padre blanco. Cuando atravesó por primera vez las anchas aguas, no era más que un hombrecito muy pequeñito. Sus piernas estaban encogidas por haber estado largo tiempo sentado en su gran bote, y nos suplicó un trocito de tierra donde pudiera encender un fuego… Pero cuando el hombre blanco se hubo calentado ante el fuego de los indios y hubo llenado la tripa de su maíz molido, se hizo muy grande. Con un solo paso salvó las montañas, y sus pies cubrieron las llanuras y los valles. Su mano alcanzó el mar oriental y el occidental, y su cabeza descansó en la luna. Entonces se convirtió en nuestro Gran Padre. Quería a sus niños pieles rojas, y dijo “Apártate un poco más por si te piso”.
Dale Van Every, en su libro The Disinherited (Los desheredados), resumió lo que significaba la “mudanza” para el indio:
El indio era especialmente sensible a cada atributo sensorial de cada rasgo natural de su entorno. Vivía al aire libre. Conocía cada marisma, claro de bosque, paso de montaña, roca, manantial, cañón, como sólo los conoce el cazador. Nunca había acabado de comprender el principio que guiaba la propiedad privada de la tierra, ni veía que fuera más racional que la propiedad del aire. Pero quería la tierra con una emoción más honda que ningún propietario. Se sentía tan parte de ella como las rocas o los árboles, los animales y los pájaros. Su patria era tierra sagrada, bendecida como la morada de los huesos de sus antepasados y el santuario natural de su religión.
Justo antes de que Jackson llegara a la presidencia, en la década de 1820-30, después del trauma de la Guerra de 1812 y de la Guerra Creek, los indios sureños y los blancos se instalaron a menudo muy cerca el uno del otro, viviendo en paz en un ambiente natural que parecía satisfacer a todos. A los hombres blancos se les permitió visitar las comunidades indias y con frecuencia los indios eran huéspedes de los hogares blancos. Personales de las zonas fronterizas como David Crockett y Sam Houston nacieron en estos ambientes, y ambos -al contrario que Jackson- se hicieron amigos del indio de por vida.
Las fuerzas que llevaron a la “mudanza” de los indios no nacían de los habitantes pobres de la zona fronteriza que cohabitaban con los indios. Nacían de la industrialización y del comercio, del crecimiento de las poblaciones, de los ferrocarriles y las ciudades, de la subida del precio del suelo, y de la codicia de los hombres de negocios. Los indios iban a acabar muertos o exilados, los especuladores inmobiliarios más ricos, y los políticos más poderosos. En lo que respecta al fronterizo pobre, jugaba el papel de peón, empujado hacia los primeros encuentros violentos, y era un elemento del que se podía prescindir fácilmente.
Los 17.000 cherokees rodeados por 900.000 blancos en Georgia, Alabama y Tennessee, decidieron que la supervivencia exigía una adaptación al mundo del hombre blanco. Se hicieron agricultores, herreros, carpinteros, albañiles y propietarios.
La lengua cherokee -cargada de poesía, metáforas y una expresividad sublime complementada con el baile, el teatro y el ritual- siempre había sido una lengua de voz y gesto. Ahora su jefe, Sequoyah, inventó un lenguaje escrito, que muchos aprendieron. El Consejo Legislativo de los Cherokees, poco después de su constitución, otorgó fondos para una imprenta que, el 21 de febrero de 1828, empezó a publicar un periódico en inglés y en el cherokee de Sequoyah -el Cherokee Phoenix.
Antes de esto, los cherokees, como las tribus indias en general, se las habían arreglado sin un gobierno formal. En palabras de Van Every:
El principio fundamental del gobierno indio siempre había sido el rechazo del gobierno. En opinión de prácticamente todos los indios al norte de México, la libertad del individuo era una norma mucho más valiosa que el deber del individuo a su comunidad o nación. Esta actitud anárquica afectaba todo comportamiento a partir de la unidad social más pequeña, la familia. El padre indio siempre era reacio a la hora de disciplinar a sus hijos. Todas sus muestras de voluntad propia se aceptaban como indicios favorables del desarrollo de un carácter en vías de emancipación.
A veces se reunía la asamblea, que tenía una composición muy flexible y cambiante. Sus decisiones no eran vinculantes a menos que así lo decidiera la influencia de la opinión pública.
Ahora, rodeados por la sociedad blanca, todo esto empezó a cambiar. Los cherokees empezaron incluso a emular a la sociedad esclavista de su entorno. Tenían más de mil esclavos. Empezaban a parecerse a esa “civilización” de la que hablaban los blancos. Incluso dieron la bienvenida a los misioneros y a la fe cristiana. Pero nada de esto les hizo tan deseables como la propia tierra en donde vivían.
El mensaje de Jackson al Congreso en 1829 clarificaba su posición “Informé a los indios que habitan zonas de Georgia y Alabama que sus intentos de establecer un gobierno independiente no sería contemplado por el Ejecutivo de los Estados Unidos, y les aconsejé que emigraran más allá del Mississippi o que se sometieran a las leyes de esos Estados”. El Congreso actuó rápidamente para aprobar una ley de “mudanza”. No mencionaba la fuerza, pero estipulaba unas disposiciones para ayudar a los indios a que emigraran. Lo que daba a entender era que si no la cumplían, se encontrarían sin protección, sin fondos, y a la merced de los estados.
Los indios tenían sus defensores. Quizás el más elocuente fue el senador Theodore Frelinghuysen de Nueva Jersey, que se dirigió al Senado en un debate sobre la “mudanza”:
Hemos acumulado las tribus en unos pocos acres miserables de tierra en nuestra frontera del Sur; es lo único que les queda de su antaño inacabable bosque y aun así, como una sanguijuela caballar, nuestra codicia insaciable grita ¡queremos más!… Señor… ¿Cambian las obligaciones de la justicia con el color de la piel?
Entonces empezaron a presionar a las tribus, una por una. Los choctaws no querían marcharse, pero se ofrecieron sobornos secretos de dinero y tierra a cincuenta de sus delegados, y se firmó el Tratado del Cañón de Rabbit Creek. Se cedía la tierra choctaw al este del Mississippi a los Estados Unidos a cambio de ayuda económica para pagar la “mudanza”. Una multitud de blancos, entre los cuales había vendedores de alcohol y estafadores, penetró en sus tierras.
A finales de 1831, trece mil choctaws empezaron la larga odisea hacia el oeste a una tierra y un clima totalmente diferentes a los que conocían. Marcharon en carros tirados por bueyes, a caballo, a pie, y les ayudaron a cruzar el Mississippi en transbordadores. En teoría, el ejército les tenía que haber ayudado a organizar su viaje, pero se produjo el caos. No había comida y llegó el hambre.
La primera migración coincidió con el invierno más frío que se había conocido, y la gente empezo a morir de pulmonía. En el verano, se declaró una gran epidemia de cólera en Mississippi y murieron centenares de choctaws. Los siete mil choctaws que se habían quedado se negaron a desplazarse, eligiendo la sumisión antes que la muerte. Muchos de sus descendientes todavía viven en
Mississippi.
Por lo que hace a los cherokees, se enfrentaron a una serie de leyes aprobadas por el estado de Georgia, confiscaron sus tierras, su gobierno fue abolido, y se prohibieron los mítines. Se encarcelaba a los cherokees que aconsejaban a otros que no emigraran. Los cherokees no podían testificar contra un blanco en los tribunales. Tampoco podían buscar el oro que se acababa de encontrar en su tierra.
La nación cherokee dirigió un memorial a la nación, una petición pública de justicia:
Somos conscientes de que algunas personas suponen que hay ventajas en nuestra emigracion más allá del Mississippi. Pensamos todo lo contrario. Toda nuestra gente piensa lo contrario. Queremos quedarnos en la tierra de nuestros padres… los tratados que han hecho con nosotros, y las leyes estadounidenses que complementan esos tratados, garantizan nuestra residencia y nuestros privilegios, y nos dan seguridades contra los intrusos. Nuestra única petición es que se cumplan esos tratados, y que se ejecuten esas leyes.
Ahora iban más allá de la historia, más allá de la ley:
Emplazamos a aquellos a quienes van dirigidos los párrafos anteriores a que recuerden la gran ley del amor “Haz a los demás lo que quisieras que los demás te hicieran”. Les rogamos que recuerden que, en honor al principio, sus antepasados se vieron obligados a marchar, expulsados del viejo mundo, y que los vientos de la persecucion les impulsaron a través de las grandes aguas y les llevaron a las costas del nuevo mundo, cuando el indio era el único señor y propietario de estos grandes dominios, que recuerden la forma en que fueron recibidos por el salvaje de América, cuando el poder estaba en su mano. Que traigan a la memoria todos estos hechos, y estamos seguros que se solidarizarán con nosotros en nuestras tribulaciones y sufrimientos.
La respuesta de Jackson a este memorial llegó en su segundo Mensaje Anual al Congreso, en el mes de diciembre de 1830. Señaló el hecho de que los choctaws y los chickasaws ya habían mostrado su conformidad con el éxodo, y que una “rápida mudanza” de los demás supondría ventajas para todos. Reiteró un tema familiar “Nadie puede atribuirse una disposición más amistosa hacia los indios que yo”. Sin embargo “Las olas de población y civilización avanzan hacia el Oeste, y ahora nos proponemos adquirir los territorios ocupados por los pieles rojas del Sur y del Oeste con intercambios justos ”
Georgia aprobó una ley que criminalizaba la estancia de personas blancas en territorio indio sin haber hecho antes un juramento al estado de Georgia. Cuando los misioneros blancos en territorio cherokee manifestaron abiertamente su solidaridad con la permanencia de los cherokees, la milicia de Georgia entró en el territorio y en la primavera de 1831 arrestó a tres de los misioneros, entre los cuales se encontraba Samuel Worcester. Al negarse a jurar fidelidad a las leyes de Georgia, Worcester y Elizar Butler fueron condenados a cuatro años de trabajos forzados. El “Tribunal Supremo ordenó la libertad de Worcester, pero el presidente Jackson se negó a sancionar la orden del tribunal.
Jackson fue reelegido en 1832, y se dispuso a acelerar la “mudanza” india. La mayoría de los choctaws y algunos de los cherokees habían marchado, pero todavía quedaban 22.000 creeks en Alabama, 18.000 cherokees en Georgia y 5.000 seminolas en
Florida.
Los creeks habían luchado por su tierra desde los tiempos de Colón: contra los españoles, los ingleses, los franceses y los americanos. En 1832 sólo les quedaba un pequeño territorio en Alabama, mientras que la población de este estado alcanzaba ya los 30.000 habitantes, y aumentaba a gran ritmo. En base a extravagantes promesas hechas por el gobierno federal, los delegados creek desplazados a Washington firmaron el Tratado de Washington, dando su conformidad a la “mudanza” más allá del Mississippi. Abandonaron 5 millones de acres con la contrapartida de que 2 millones de esos acres serían para particulares de raza creek, que bien podían venderlos o quedarse en Alabama bajo protección federal.
Casi de inmediato se rompieron las promesas incluidas en el tratado y empezó una invasión blanca de las tierras creek -saqueadores, buscadores de nuevas tierras, estafadores, vendedores de whiskey y matones-, lo cual ahuyentó a miles de creeks de sus casas hacia las marismas y la selva. El gobierno federal no intervino para nada. Al contrario, negoció un nuevo tratado que contemplaba la rápida emigración de los creeks hacia el oeste, bajo su propia iniciativa, con la financiación del gobierno nacional. Un coronel del ejército que dudaba respecto a las posibilidades de que este plan funcionara, escribió lo siguiente:
Temen morirse de hambre en el camino, y no podría ser de otra manera, porque muchos de ellos ya están cerca del hambre… No pueden ustedes hacerse una idea del deterioro que han sufrido estos indios en los últimos dos o tres años, desde un estado general de relativa abundancia a uno de desdicha general y necesidad. Están cabizbajos, aterrorizados, sumisos y deprimidos, con la sensación de que no tienen protección adecuada en los Estados Unidos, ni capacidad para autoprotegerse.
A pesar de sus dificultades, los creeks se negaron a emigrar, pero en 1836, tanto las autoridades estatales como las federales decidieron que debían marcharse. Bajo el pretexto de unos ataques de creeks desesperados contra colonos blancos, se declaró que la nación creek, al haber hecho la “guerra”, había perdido los derechos adquiridos en el tratado.
El ejército impuso el éxodo de los creeks hacia el oeste. Se envió un ejército de once mil hombres tras ellos. Los creeks no se resistieron, ni hubo disparo alguno. Se rindieron. El ejército reunió a los creeks que suponían rebeldes o desafectos y esposó y encadenó a los hombres para su marcha hacia el oeste bajo vigilancia militar. Las mujeres y los niños les siguieron en la retaguardia. Los destacamentos militares invadieron las comunidades creek y condujeron a sus moradores a diferentes puntos de reunión. De ahí les llevaron hacia el oeste en grupos de dos o tres mil. Nadie mencionó la posibilidad de que se les compensara por los territorios y las propiedades que dejaban atrás.
Para la marcha se redactaron contratos privados del mismo estilo de los que habían fallado en el caso de los choctaws. De nuevo hubo demoras y falta de comida, de refugios, de ropa, de mantas, de cuidados médicos. De nuevo viejos vapores y transbordadores medio podridos, llenos hasta la bandera, para llevarlos a la otra ribera del Mississippi. El hambre y las enfermedades empezaron a hacer estragos.
Ochocientos creeks se habían ofrecido voluntarios para ayudar al ejército estadounidense para luchar contra los seminolas en Florida, a cambio de que sus familias se pudieran quedar en Alabama hasta su vuelta con la protección del gobierno federal. La promesa no se cumplió. Las familias creek fueron atacadas por saqueadores blancos y hambrientos de tierras que les robaron, les expulsaron de sus casas y violaron a sus mujeres. Entonces el ejército se las llevó del territorio creek a un campo de concentración en Mobile Bay, aduciendo que era por su propia seguridad. Ahí murieron a millares de hambre y enfermedades.
Cuando los guerreros de la Guerra Seminola regresaron, fueron obligados a emigrar hacia el oeste junto con sus familias. Al pasar por Nueva Orleans, se encontraron con una epidemia de fiebre amarilla. Cruzaron el Mississippi 611 indios, metidos como sardinas en el viejo vapor Monmouth, que se hundió en el río Mississippi, muriendo 311 personas, cuatro de ellas hijos del comandante de los voluntarios creek en Florida.
Los choctaws y los chickasaws habían mostrado sin reparos su conformidad con la “mudanza”. Los creeks eran testarudos y tenían que ser empujados. Los cherokees practicaban una resistencia pasiva. Pero una tribu, los seminolas, decidió luchar.
Ahora que Florida pertenecía a los Estados Unidos, el territorio seminola se abrió a los saqueadores americanos. En 1834 se reunieron los jefes seminolas con el agente de asuntos indios de los Estados Unidos, que les dijo que debían emigrar hacia el oeste. Los seminolas respondieron así:
A todos nos creó el Gran Padre, y todos somos sus hijos por igual. Todos nacimos de la misma Madre, y nos amamantó el mismo pecho. Por lo tanto somos hermanos, y como hermanos, debemos tratarnos de forma amistosa… Si de repente arrancamos nuestros corazones de las casas donde estaban atados, las cuerdas de nuestros corazones se romperán.
En diciembre de 1835, la fecha en que se había ordenado a los seminolas reunirse para emprender el viaje, no apareció nadie. Por el contrario, los seminolas iniciaron una serie de ataques de guerrillas contra los poblados blancos de la costa, en todo el perímetro de Florida, golpeando por sorpresa y en ataques sucesivos desde el interior. Mataron familias blancas, capturaron esclavos y destruyeron propiedades.
El 28 de diciembre de 1835, los seminolas atacaron una columna de 110 soldados y, salvo tres, todos murieron. Luego, uno de los supervivientes contó el episodio:
Eran las 8. De repente oí un disparo de rifle… seguido de un tiro de mosquetón… No tuve tiempo de pensar en el significado de estos disparos porque una descarga, como de mil rifles, nos llovió de la parte del frente y en nuestro flanco izquierdo… sólo podía verles la cabeza y los brazos entre la larga hierba, cerca y lejos, y detrás de los pinos…
Era la clásica táctica india contra un enemigo con superiores armas de fuego. Una vez, el general George Washington había dado este consejo a uno de sus oficiales antes de partir: “General St. Clair, en tres palabras, cuídese de sorpresas… una y otra vez, general, cuídese de sorpresas”.
El Congreso asignó una partida de dinero para emprender la guerra contra los seminolas. Se puso al mando el general Winfield Scott. Pero cuando sus tropas -formadas en columnas- entraron -de forma majestuosa- en territorio seminola, no encontraron a nadie. Se cansaron del barro, de las marismas, del calor, de las enfermedades, del hambre -dando señales de la clásica fatiga de un ejército civilizado que lucha contra un pueblo en su propio territorio. En 1836, presentaron la dimisión del ejército regular 103 oficiales, quedando sólo cuarenta y seis.
La guerra duró ocho años. Costó 20 millones de dólares y 1.500 vidas americanas. Al final, a mediados de la década de 1840, los seminolas empezaron a cansarse. Era un grupo minúsculo enfrentado a una enorme nación de recursos inmensos. Pidieron repetidamente el alto el fuego. Pero cada vez que avanzaban bajo la bandera de tregua, eran arrestados, una y otra vez. En 1837 arrestaron a su jefe -Osceola-, que iba bajo la bandera de la paz. Lo encadenaron y murió, enfermo, en la prisión. La guerra se había agotado.
Mientras tanto, los cherokees no habían respondido con las armas, pero habían resistido a su manera. Entonces el gobierno reinició el viejo juego de enfrentar entre sí a sus oponentes, en este caso, a los cherokees. En la comunidad cherokee la presión iba en aumento: su periódico fue suprimido, su gobierno disuelto, los misioneros encarcelados y su tierra dividida en parcelas y repartida entre los blancos por un sistema de lotería. En 1834 setecientos cherokees, cansados de la lucha, acordaron mudarse al oeste, ochenta y uno murieron durante el viaje, entre ellos cuarenta y cinco niños -la mayoría de sarampión y cólera. Los que sobrevivieron llegaron a su destino allende el Mississippi en plena epidemia de cólera, y la mitad murió en un año.
Fue en este momento cuando los blancos de Georgia redoblaron sus ataques contra los indios para acelerar la “mudanza”.
En abril de 1838, Ralph Waldo Emerson dirigió una carta abierta al presidente Van Buren en la que se refería, con indignación, al tratado de “mudanza” de los cherokees (firmado a espaldas de la gran mayoría de esa nación). Preguntaba qué se había hecho con el sentido de la justicia en América.
Usted, Señor mío, hará que ese digno cargo que ocupa caiga en el descrédito más profundo si marca con su sello ese instrumento de la perfidia, y el nombre de esta nación, hasta ahora tenido como sinónimo de religiosidad y libertad, será la peste del mundo.
Trece días antes de que Emerson enviara su carta, Martin Van Buren había ordenado la entrada del teniente general Winfield Scott en territorio cherokee, invitándole a utilizar cualquier tipo de fuerza militar necesaria para desplazar a los cherokees hacia el oeste. Cinco regimientos de tropas regulares y cuatro mil milicianos y voluntarios iniciaron una ocupación masiva del país cherokee.
Al parecer, algunos cherokees habían abandonado su posición de no-violencia. Encontraron sin vida los cadáveres de tres jefes que habían firmado el Tratado de Mudanza. Pero pronto juntaron a los diecisiete mil cherokees y los amontonaron en empalizadas. El 1 de octubre de 1838 salió el primer destacamento, en lo que se conocería como el Camino de las Lágrimas. Al desplazarse hacia el oeste, empezaron a morir de enfermedades, sed, calor, y frío. Había 645 carros, y gente que marchaba a su lado. Los supervivientes explicaron, años después, cómo habían parado al lado del Mississippi en pleno invierno, con las aguas llenas de hielo: “Había centenares de enfermos y moribundos metidos en los carros o tumbados en el suelo”. Durante su confinamiento en la empalizada y durante la marcha murieron cuatro mil cherokees.
En diciembre de 1838, el presidente Van Buren dijo al Congreso:
Me produce un placer muy sincero informar al Congreso de la completa “mudanza” de la Nación de los indios cherokee a sus nuevos hogares al oeste del Mississippi. Las medidas autorizadas por el Congreso en la última sesión han tenido un éxito completo.