6. Tercer ensayo: la democracia representativa
De las tres grandes formas de regulación de la crisis revolucionaria que abrió 1917, solo dos sobrevivieron a la guerra. El fascismo logró expurgar el riesgo de guerra civil, liquidar al adversario interno con una fórmula política que combinaba Estado total y movilización permanente. Pero al precio de dirigir las energías políticas hacia el belicismo exterior. Su derrota en la Segunda Guerra Mundial dio lugar al reparto del mundo entre la emergente órbita soviética y el Occidente liberal, nuevamente fortalecido.
A la altura de 1945, la democracia de Kelsen parecía asegurada. Kelsen había argumentado en favor de una definición procedimental: lo que él llamaba el método de mayoría-minoría, es decir, el gobierno de la mayoría, sobre la base de un sólido garantismo de los derechos de las minorías. El sistema se fundaba en la promesa de un gobierno reversible, en el que los partidos se podían suceder pacíficamente en la gestión de la sala de máquinas del Estado. Menos recorrido tuvo su teoría pura del derecho, su concepción del Estado como ordenación jurídica. La destilación de la teoría pura del derecho, la purga de todo elemento metajurídico —y por ende propiamente político— implícita en la identidad Estado-derecho, apenas era una
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sublimación sofisticada de uno de los elementos centrales de la ideología liberal, el Estado de derecho. No obstante, la crisis revolucionaria había dejado al pensamiento burgués demasiado escarmentado acerca de la insuficiencia de la norma a la hora de resolver el conflicto político. El decisionismo de Schmitt mostró, a ojos de muchos, los límites de la teoría de Kelsen, aunque no obviamente hasta el punto de asegurar la victoria en la Segunda Guerra Mundial con alguna forma de dictadura atemperada.
La democracia liberal salida de postguerra, conjugada con el socialismo integrador del Estado, tenía que recrear, en condiciones distintas, los mismos efectos de «despolitización» general que le resultan consustanciales. La idea general de «Estado de derecho», de una política reducida a la legalidad y a la producción de derecho, siguió siendo por tanto la clave de la bóveda ideológica de la arquitectura estatal. Pero esta resultaba del todo inadecuada caso de no considerar lo que constituía el presupuesto elemental de la democracia liberal: una homogeneidad social suficiente, una interiorización efectiva de la norma, una cierta subjetividad adecuada a la igualdad formal del Estado, el consenso social respecto a esta forma de Estado. La sublimación del Estado de derecho resultaba factible, pero solo después de un ambicioso trabajo de ingeniería y violencia social.
En los términos de la tradición jurídica alemana sistematizada por Jellinek, de la que Kelsen fue siempre deudor, la incógnita de los tres elementos constitutivos del Estado —territorio, poder y pueblo— estaba en el tercer término. El poder de Estado no podía reducirse como pretendió Kelsen en los años veinte «a la vigencia en sí del orden jurídico, y los campos espacial y personal de esta», y esto aún si tal poder estuviera reducido, en condiciones normales, a la forma atenuada del Estado de derecho. Lo que obviamente no se podía seguir admitiendo es que «la unidad del pueblo» no fuese más que «una realidad jurídica».
El pueblo del Estado —«pueblo» ante todo— era una premisa apenas reconocida de la teoría del Estado de derecho, pero también un límite práctico que debía ser resuelto por medio de una acción política consciente y probablemente continua. En términos schmittianos, el problema podía resumirse en una pregunta: ¿qué funda y qué constituye el pueblo del Estado de derecho? O en términos negativos: ¿cómo se puede reintegrar la política de parte que marcó a fuego la experiencia de los Estados occidentales de los años diez, veinte y treinta? En la respuesta a estas preguntas reside el significado político de aquello que resumimos con el concepto de «clase media».
El propio Kelsen había aportado una solución activa a la crisis revolucionaria. La consigna de la «vuelta a Lasalle» suponía la acción de un Estado intervencionista y, por ende, una particular forma de decisionismo que encajaba mal con su procedimentalismo normativo. Pero la defensa de Lasalle era solo un síntoma del movimiento general del campo socialista hacia el Estado, que terminó por confirmarse en la inmediata postguerra.
Incluso el laborismo británico, fuertemente impregnado de prevenciones liberales y antiestatistas, formó parte de este movimiento. Desde los años treinta, su luminaria teórica, Harold Laski, empujó en una dirección similar. La evolución de Laski es todavía más sorprendente, en tanto su posición en los años diez se había articulado sobre la crítica a la idea de soberanía y en la defensa del pluralismo jurídico. Bajo la inspiración de G. D. H. Cole, Laski formó parte de la Liga Socialista y del llamado guild socialism. Esta particular corriente del socialismo evocaba, al tiempo que actualizaba, las pretensiones de autogobierno y suficiencia de los gremios medievales en el marco de los grandes sindicatos industriales de la época. El pluralismo jurídico de Laski constituía una defensa de la autonomía del derecho generado por el movimiento obrero, de sus particulares instituciones, frente a la idea absoluta y total del Estado soberano. En sus términos, el Estado era solo una «asociación entre otras», el movimiento del Labour debía promover sus propios sistemas de negociación y de producción jurídica, sin subordinarse al régimen parlamentario. En línea con estas ideas, en muchas democracias europeas se discutía entonces la creación de una cámara específicamente compuesta por representantes del trabajo.
La crisis política de los años treinta y el avance del fascismo dirigió el trabajo de Laski en una dirección completamente distinta. La incorporación de la idea corporativista al Estado fascista, que en otra versión formaba parte del proyecto político del guild socialism, empujó a Laski a la renuncia de lo que acabó por definir como un «pluralismo ingenuo». Desde finales de los años veinte, más próximo al marxismo que a sus primitivas raíces fabianas, elaboró una versión propia de la teoría del Estado cada vez más próxima a la de sus homólogos continentales. Al tiempo, empezó a defender que los sindicatos emplearan más activamente su poder político contra la autocracia industrial y a favor de la reforma social. Este recobrado pragmatismo respecto del Estado no le impidió, en ningún caso, oponerse al gobierno de concentración nacional de 1931 promovido por el viejo líder socialista Ramsay MacDonald, y a defender en todo momento una visión radicalmente procedimental de la democracia que limitara cualquier interpretación libre de la soberanía del Estado.
La culminación de la evolución de Laski, que es también la de buena parte del laborismo, se alcanzó en su particular propuesta de Estado de bienestar, un proyecto que iba bastante más allá de los conocidos Informes Beveridge de 1942 y 1944 a partir de los cuales se establecieron las bases del Welfare británico.
Desde antes del fin de la guerra, por tanto, los partidos socialistas —de hecho, también los partidos comunistas de Francia e Italia— estuvieron comprometidos en la construcción del nuevo Estado social, cuyo presupuesto implícito descansaba en la integración del movimiento obrero en la política de Estado. La integración política de la clase correspondía también con la integración económica. En los llamados treinta gloriosos, el movimiento obrero quedó eficazmente incorporado al mecanismo de acumulación capitalista. El keynesianismo, combinado con los aumentos sostenidos de la productividad asociados a la cadena de montaje y a las empresas integradas, permitieron convertir los aumentos salariales en demanda y estos en consumo. Regulación del ciclo de acumulación y regulación social coincidieron en lo que seguramente haya sido el ciclo europeo más coherente y sostenido de crecimiento económico desde la Revolución Industrial.7
¿Qué quedaba todavía de la vieja idea de democracia en esta forma de Estado y de economía? En los regímenes políticos que salieron de la Segunda Guerra Mundial estaba inscrita, sin duda, la herencia antifascista. Constituciones garantistas, libertades civiles y políticas, y Estados intervencionistas, al menos en el sentido de que proporcionaban amplios derechos sociales a las clases trabajadoras, todavía tentadas por la experiencia revolucionaria. Sin embargo, el material político con el que se cimentaron
De hecho si se puede hablar de un periodo en el que existía algo parecido a un sistema institucional integrado y eficaz, tal y como lo comprende la escuela de la regulación (Aglietta y demás), es solo en estos años. Tanto en las décadas previas como en las posteriores la desarticulación entre los mercados, los sistemas institucionales integrados en el Estado y las dinámicas complejas que llamamos socie dad han operado con grados de fricción mucho mayores.
estos regímenes no era ya realmente de la misma composición química que el de las democracias liberales.
A pesar de la derrota del fascismo, la revolución conservadora supo sobrevivir a la que fue el más visible y monstruoso de sus resultados. Las élites conservadoras, a medias derrotadas, a medias asimiladas al antifascismo de 1945, dejaron filtrar algunos elementos sociales del programa socialdemócrata, pero siempre sobre la base de una matriz política eminentemente conservadora. Ninguno de los elementos radical-democráticos tendentes al autogobierno, y característicos de las revoluciones democráticas del siglo xix, salvaron la prueba de las dos guerras mundiales. La racionalización política de las élites europeas, acerca de la necesidad de mantener las disposiciones del gobierno en sus manos, sobrevivió a la carnicería. Paradójicamente, la forma de Estado de los nuevos regímenes «antifascistas» fue inequívocamente elitista, inequívocamente autoritaria, al menos en el sentido de reforzar progresivamente las posiciones del ejecutivo frente al legislativo, del gobierno frente al parlamento.
En 1942, un Schumpeter sin idealismo sentenciaba que la democracia es un régimen de «competencia por el caudillaje político» a través del voto. Todavía hoy la definición de democracia (de lo que entendemos por democracia) sigue siendo la de este desengaño. Es lo que llamamos democracia competitiva. Para sorpresa de lo que cabría esperar de un economista de formación neoclásica, la democracia no se articula a partir de la decisión racional del pueblo, o más precisamente del elector. Según Schumpeter —y como saben todos los políticos prácticos de antes y después— en política el ciudadano desciende a un nivel inferior de prestación normal, se infantiliza de una forma que no podría aceptar en la esfera de sus intereses efectivos.
El punto de origen de la democracia no es por tanto el ciudadano, sino la institución, en este caso la representación. La democracia es el sistema que permite a las élites partidarias competir por el voto del pueblo. Lo que se pone primero no es la elección de representantes, sino la captación de votos por parte de minorías. La democracia queda así definida a partir de un modus procedendi, que permite una validación apropiada del «caudillaje». Lo que distingue esta definición procedimental de aquella de la generación anterior (como Kelsen ) es que la función primaria del voto no reside en la representación: el voto del electorado está dirigido a formar o crear un gobierno, lo que ocurre directamente en eeuu e indirectamente en Europa a través del parlamento. Lo fundamental, en cualquier caso, es elegir o formar gobierno, no un «parlamento de representantes». Schumpeter no esconde que la democracia moderna es una oligarquía competitiva, cuando no un cesarismo temporal, como resulta patente en los regímenes presidencialistas.
Curiosamente, la democracia competitiva con primacía del ejecutivo se ajusta a una forma atenuada de decisionismo, sometido ahora a un mecanismo regulado de «circulación de élites». El siglo xx dejó atrás el ideal de democracia del siglo xix, hecha de gobiernos de asamblea, gobiernos estrictamente sometidos al control parlamentario y sin autonomía real respecto a la cámara de representantes; también la generalidad e impersonalidad de la ley y la de un poder sin cabeza, puramente normativo. Las élites occidentales, que habían aprendido a gestionar la política de masas, produjeron un nuevo estilo de go-
bierno dirigido a manejar y manipular esta nueva fuerza social. Por eso, sus viejos teóricos —como Gabriel Tarde o Gustave Le Bon— nunca resultaron del todo inactuales, sobre todo cuando sus enseñanzas se empezaron a aplicar a la producción guiada de opinión pública a través de los nuevos medios de masas, como la radio y luego la televisión. Su lenguaje claramente elitista y demófobo todavía resulta revelador de la sustancia real que anima las democracias modernas.
Tampoco los teóricos de la moderna democracia tal cual es, como Giovanni Sartori o Robert Dahl, han avanzado gran cosa a partir de la definición de Schumpeter. Quizás su definición más reveladora, en tanto es a un tiempo ideológica y sustantiva del «pluralismo» moderno, es la de la democracia como poliarquía, poliarquía electiva. Para los más consecuentes, como Sartori, la democracia consistía en poco más que establecer los procedimientos para sostener de la mejor forma posible una «meritocracia selectiva». Esta estrecha definición de democracia está concebida para combatir los dos polos extremos, y al final antagónicos, de aquello que identifican bajo la palabra socialismo: el autogobierno y el Estado proletario. Contra el primero, y sobre todo contra su reactivación en los años sesenta y setenta —en la forma de democracia directa—, la democracia tal cual es se ha defendido de forma negativa y con una vieja condena: la democracia directa resulta imposible en Estados grandes y complejos. Y dando un paso más allá, la democracia directa resulta peligrosa a causa de su carácter anti-estatal, y por ende tumultuoso, frágil, inestable.
Todavía más atención requiere la argumentación contra las posibilidades de una versión socialista de la soberanía de Estado. Es aquí donde seguramente se encuentre la contradicción principal de la teoría de la democracia competitiva. El propio término «poliarquía» nos ofrece la pista. El residuo liberal, la desconfianza respecto a los poderes del Estado intervencionista, se refleja en la defensa en última instancia del pluralismo. Poliarquía quiere decir, ante todo, un régimen hecho de múltiples poderes manifiesto en la pluralidad de partidos, pero también en la opinión pública y en la presencia de lobbies empresariales y sindicales, además de agrupaciones de interés de todo tipo. La democracia reivindica su pluralismo contra el totalitarismo de los Estados socialistas, y lo hace sobre la base de la separación del dominio privado respecto del Estado, de la distancia y autonomía del Estado respecto del dominio de la propiedad privada en los principales aspectos económicos. El argumento, en última instancia, consiste en hacer coincidir pluralismo y civilización capitalista. No obstante, ¿cuánto de pluralismo efectivo fue capaz de aceptar la democracia de postguerra?
En el orden de las relaciones industriales observamos de nuevo otra supervivencia fascista, que en principio resulta extraña al régimen pluralista. La democracia industrial es principalmente regulación, intervención, paz y concierto social. Se funda sobre un corte histórico que se quería radical respecto de la anarquía de las relaciones productivas y de la lucha de clases. Seguramente menos en Estados Unidos que en los viejos Estados imperiales en decadencia (Japón, Alemania, Francia). Hasta la década de 1980, la teoría y la práctica que dominó las relaciones capital / trabajo coincidía con una forma de corporativismo negociado entre Estado, patronal y sindicatos. La paz social se servía de un pluralismo amortiguado —lo que luego ha recibido el nombre de gobernanza— en pro de un único objetivo: el crecimiento económico y el reparto de rentas según patrones bien establecidos.
La integración de la política de parte —del viejo movimien to obrero— exigía la sindicalización, el encuadramiento obrero en torno a los objetivos de producción. La promesa era la de desproletarización, al menos parcial, al menos simbólica, la mayoría trabajadora por medio del acceso a una gran cantidad de bienes de consumo que ahora constituían la norma de consumo de masas; o de una forma más clara, la incorporación de la clase al ideal incluyente de las cada vez más amplias «clases medias». Este modelo se fundaba en la integración social, en la aceptación consensuada del Estado como proveedor de salarios indirectos. El pluralismo inscrito en la democracia competitiva exigía así despolitización, la renuncia al antagonismo, en definitiva, la liquidación de la política de parte.
Todo ello resultaba concomitante con un marco de pluralismo atenuado en las relaciones políticas. El Estado intervencionista heredó algunos de los elementos de la revolución conservadora, el corporativismo y el decisionismo, pero también un primo no muy lejano de aquellos, la tecnocracia, que constituye la forma moderna de gobierno por excelencia. La tecnocracia, el gobierno del conocimiento experto siempre hambriento de nuevos ámbitos de competencia, sustituyó a la burocracia en los esquemas de los Estado de postguerra. Aspectos cada vez más relevantes de la intervención del Estado fueron sustraídos a las formas convenidas de la política democrática. Lo que podía ser resuelto por medio de sistemas expertos era retirado del ámbito político y devuelto a un terreno híbrido técnico-estatal o técnico-empresarial. La tecnocracia constituye la realización contemporánea del ideal utópico decimonónico del gobierno de la ciencia: el gobierno como mera «administración de las cosas» de Saint-Simon. Su promesa era (es) la de un gobierno eficaz, científico, sin intervención de intereses políticos. Un gobierno con apariencia de neutralidad. La ficción realizada de la neutralidad política contenida en la combinación de Estado y ciencia.
La superación del parlamentarismo, de la mano de un ejecutivo cada vez más fuerte, encontró en la tecnocracia una justificación suficiente, un fundamento de su autoritarismo encubierto. Este podía resurgir en la forma de un decisionismo sin adjetivos en los momentos de crisis política, esto es, en los momentos en los que el crecimiento y la tecnocracia griparan por impacto de la lucha de clases o de una nueva crisis capitalista. En esos casos, el gobierno fuerte podía presentarse como restaurador de unas condiciones neutrales, ahora definidas como tecnocráticas. Con razón, algunos de los críticos de los años setenta, señalaron que la ampliación de competencias del Estado no significaba, en absoluto, el acrecentamiento de su control sobre la economía, sino lo contrario: una mayor dependencia de esta última, que correspondía con una sumisión del conjunto de los dominios económico-sociales al proceso de acumulación del capital. Esta función entrañaba la aparición de nuevos aparatos especializados, pero también el predominio del aparato económico-tecnocrático sobre las instancias propiamente políticas: el parlamento, los representantes, el gobierno.
Dominio de la tecnocracia, dominio de la administración y reforzamiento del ejecutivo crecieron en paralelo al creciente intervencionismo del Estado. Su consecuencia fue un retroceso de la ley, de su carácter general y universal, en beneficio de una reglamentación particularista —en determinados sectores, en ámbitos particulares—. La paradoja de este proceso es que tendía a reducir todavía más el pluralismo amortiguado sobre el que se trató de fundar la democracia tal cual es.
El método de integración política de la democracia moderna requería de una sofisticación mayor que la del parlamentarismo de principios del siglo xx golpeado por la política de masas. Los partidos estaban dejando de ser agrupaciones de interés como en las fases censitarias de la democracia liberal o de clase. Los partidos, según expresión ajustada de Poulantzas, tendían a convertirse en «partidos de poder», prolongaciones de la administra ción. En otras palabras, en el espacio creado por el horizonte de la clase media mayoritaria, los nexos entre partido y clase se disolvían, pero todavía más los nexos entre partido y representación, en tanto la propia representación quedaba cada vez más asimilada a la mera administración. El principio de publicidad se descartaba igualmente en favor del secreto. La democracia se configuraba cada vez más según un patrón de creciente concentración y centralización del poder. De otra parte, la ósmosis entre el partido dominante —que normalmente tenía la condición bifronte del turnismo— y el aparato del Estado convertía la corrupción en un hecho sistémico. Paradójicamente, los desajustes tampoco podían ser evitados.
La democracia tal cual es había conseguido, en definitiva, generar un sistema complejo, híbrido, hecho como toda forma histórica de elementos heterogéneos. Por eso la teoría de la democracia moderna está todavía por hacer. O si se prefiere, por esta razón la teoría de la democracia moderna no es más que una racionalización ideológica: un cuento hecho de retazos a veces heroicos —heredados de la viejas revoluciones democráticas— y a veces puramente funcionales a esa particular forma de gobierno oligárquico. En cualquier caso, se trata las más de las veces de una teoría situada a años luz de la forma material y operativa de la democracia actual.
Sea como sea, el mayor éxito de esta forma de democra cia ha sido la integración de la principal fuente de heterogeneidad política heredada del siglo xix; la «ruda raza pagana» de los pobres y los explotados convertidos, a través de su particular proceso de autodeterminación, en proletariado revolucionario, en sujeto político. El Estado social de postguerra consiguió absorber la política de clase, inscribir sus demandas en la notable expansión de los aparatos de Estado: Seguridad Social, educación pública y los propios sindicatos, integrados en los mecanismos corporativos. La clase fue, por así decir, institucionalizada y pronto empezó a dar síntomas de crisis política y también cultural. Los años sesenta y setenta pueden ser considerados, a la luz de lo que faltaba del siglo, como el último gran movimiento de clase antes de su desaparición en los países del occidente capitalista.
Por medio de la democracia competitiva y la tecnocracia, las élites conservadoras consiguieron crear resortes efectivos de poder. La cuestión de la «clase política» o de la «clase dirigente», a la que tantas vueltas se le dio a principios de siglo, quedó finalmente a salvo con la integración de la parte maldita, de la heterogeneidad proletaria. Entre 1945 y 1968 comunistas y socialistas fueron incorporados parcial o totalmente a las clases políticas de sus respectivos países. La integración de la clase, la transformación de la política parlamentaria en un teatro impotente y el reforzamiento de las clases políticas nacionales desactivaron el antagonismo en una suerte de consenso primordial sobre la forma del Estado.
En la misma línea, el desarrollo del Estado intervencionista, empujado por la crisis revolucionaria, acabó también por perder todo perfil peligroso. La vieja idea de soberanía popular, transmitida por las palancas del Estado, fue arrancada de raíz. El predominio de la administración y del poder ejecutivo sobre el legislativo respondieron cada vez menos al movimiento de un Estado soberano —aun cuando pudiera ser autoritario—, que al desplazamiento del poder efectivo hacia un ámbito opaco e impolítico. La tecnocracia apenas fue el primer momento de las nuevas formas de administración experta, el primer momento en la elevación de determinados axiomas eco nómicos —primero el empleo y el crecimiento, luego la inflación y la deuda— a la condición de guía de la actividad política. Sobre este fondo oscuro, la soberanía del Estado apenas destacaba como una figura recortada por focos de luz artificial, un simulacro impotente a la hora de modificar la naturaleza material de las nuevas formas de poder. La crisis del Estado —fundamentalmente la crisis del Estado social— a partir de los años setenta y ochenta resultó en la crisis de soberanía, de su soberanía, en las siguientes décadas.
7. Una conclusión provisoria: la clase media como pueblo del Estado
a) La clase media es el Estado. Lo es tanto como un efecto de Estado que como condición sine qua non del Estado moderno. En la forma acabada de la democracia representativa, la nación política empieza y acaba en la clase media. Y en la crisis de la clase media se trasluce la crisis del Estado moderno.
b) La clase media es la negación de la clase, y con ella de la política de clase: asunción colectiva de que en la sociedad no hay fractura, de que el conflicto ha sido integrado en una síntesis tranquilizadora. La clase media es, por eso, el espejo invertido del comunismo: la realización deformada de la sociedad sin clases.
c) La expansión de la clase media no ha sido ni resultado ni efecto de la evolución histórica de la acumulación de capital. La clase media no es un «efecto del mercado». No se determina en relación con la posesión de los medios de producción. No hay nada inscrito en la evolución del capital que pueda reconocerse como una tendencia a la expansión de la clase media. Y esta tampoco se puede asimilar a la definición clásica de la pequeña burguesía como «pequeña propiedad / pequeña producción».
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d) La clase media es un efecto de Estado. Exige la constante intervención del Estado en la «subjetividad de clase». De forma paradójica, en el predominio de la clase media se desdibuja la frontera entre sociedad civil y sociedad política, de modo que el Estado es a la vez ambas cosas, y lo es en la plena materialidad de las dos.
e) El triunfo de la clase media (de la sociedad de clases medias) constituye la realización del Estado burgués. A un lado, el Estado, en su plena soberanía. Al otro, una masa de ciudadanos, de individuos aislados únicamente reunidos por el Estado. La clase media es un Estado sin sociedad, sin ningún órgano interpuesto: ni tribus, ni comunidades, ni corporaciones, ni por supuesto clases. Y aun cuando alguna de estas instancias lograran todavía existir, acabarían siendo integradas en el Estado, neutralizadas como sujetos políticos propiamente dichos.
f) Para el marxismo, en tanto ideología (igual da en su factura de la Segunda Internacional o de la Tercera), la repetición de la separación hegeliana entre sociedad política y sociedad civil ha sido el supuesto de toda su política. Al aceptar en el Estado su particular versión de la razón en la historia —instrumento privilegiado de la emancipación— entendió la sociedad civil como el terreno único y salvaje de la división entre clases. El marxismo ideológico ha sido, por eso, lasalliano antes que marxiano.
g) En la larga batalla política entre proletariado y burguesía fue el Estado quien finalmente impuso su arbitrio. El Estado acabó por engullir y asimilar el conflicto como un mero mecanismo interno. A este mecanismo se le llamó clase media. La clase media fue el gran proyecto político del siglo xx: la construcción de un pueblo, el «pueblo del Estado», un pueblo nocturno, dormido, desarmado. Un pueblo alimentado y vestido, y a su vez despolitizado.
Respuestas ii. La autonomía de lo político
8. Los años setenta o los nuevos soviets
La gran oportunidad política de los consejos pasó tras la derrota de su última forma histórica: las colectividades de la Revolución española de 1936-1937. El consejismo, no obstante, tuvo una última coda en la Revolución húngara de 1956, y también en el capítulo de las huelgas salvajes de los años sesenta y setenta, ese conjunto histórico al que damos el nombre de ‘68. El movimiento obrero que siguió al desarrolló de la industria fordista, y que culminó en los conflictos de la década de 1970, fue prolijo en la formación de organismos de base. La política de clase se expresó, entonces, como construcción de autonomía obrera: rechazo del sindicalismo dirigido por los partidos socialistas y comunistas, formas de lucha inscritas en las realidades de fábrica y organismos apenas separados de la asamblea obrera.
La llamada revuelta de los salarios nos deja, por tanto, un rosario de experiencias singulares: los comités de base y la autonomía obrera en Italia, las primeras comisiones obreras y un movimiento nítidamente asambleario en España, los cordones obreros de 1970-1973 en Chile, las ocupaciones de fábricas tras la Revolución de los Claveles en Portugal. Incluso en los países de vieja industrialización, como Inglaterra, eeuu o Alemania, la época —que allí se inicia a mediados de los años cincuenta— viene azotada por una nueva intransigencia obrera, empeñada en quebrar el pacto social fordista y desbordar el control
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político y sindical sobre las fábricas. Nacía así un nuevo movimiento que crecía rápido gracias a la incorporación de millones de migrantes descualificados: negros sureños en las fábricas del cinturón del acero estadounidense; europeos meridionales en las fábricas alemanas, suizas y belgas; magrebíes y senegaleses en Francia; napolitanos y sicilianos en el norte de Italia; indígenas y mestizos del vasto interior argentino en el conurbano bonaerense.
La masividad del desplazamiento colmata las ciudades y pronto reinventa los viejos problemas de vivienda y urbanismo. De la fábrica el conflicto se desplaza progresivamente sobre toda la superficie de la sociedad. Estalla en una nueva generación de luchas urbanas, luchas sobre el terreno áspero y complejo de la reproducción social. Desde el ‘68 las costuras del Estado social que se consolida tras la Segunda Guerra Mundial revientan una tras otra. El fenómeno de la inflación, dirigido a contrarrestar la ventaja obrera en la fábrica —la explosión salarial—, se replica en la dimensión institucional como crisis fiscal del Estado. En la década de 1970 el Estado social es arrojado contra las cuerdas. Las demandas sociales crecen de forma geométrica frente a la progresión lineal de los salarios indirectos anudados al crecimiento general de la economía o, lo que es lo mismo, subordinados —como los salarios directos— a los incrementos generales de la productividad, de la plusvalía relativa asociada a la incorporación de la tecnología fordista y la cadena de montaje.
Periodo por tanto convulso, en el que la politización general rebasa los recipientes tradicionales del trabajo que produce valor en la fábrica. La movilización impacta en los márgenes sociales, en territorios que apenas antes merecían consideración por parte de los gestores de la acumulación capitalista. Así, la nueva ola feminista plantea la cuestión ineludible de la división sexual del trabajo como soporte de la acumulación, de la familia como fábrica —en la que se produce la fuerza de trabajo— y del trabajo doméstico femenino como trabajo no reconocido, no pagado. En el ápice de la sociedad fordista, entre los técnicos, entre los profesionales y entre la clase intelectual se observan también síntomas de malestar. La universidad se convierte en el otro gran centro de la rebelión de la época. La crítica cualitativa a una vida considerada sin sentido —aburrida y estúpida— se sigue de la emergencia de una contracultura hecha de experimentación con nuevas formas de vida. Incluso, desde mediados de la década de 1970, la ideología del progreso, el optimismo tecnológico, que había servido de promesa de integración social universal, se ve desafiado por una nueva «ideología de la catástrofe». El ecologismo emergente renueva la crítica, bien provista de material «científico» contra un capital insaciable e incapaz de dar solución a los desequilibrios producidos por la explotación irrefrenable de los ecosistemas naturales. Todo ocurre, además, con el trasfondo de la rebelión de los países del Tercer Mundo, revuelta contra la división internacional del trabajo y contra las formas de dependencia inscritas en un subdesarrollo inducido.
Para los revolucionarios la crisis que abre el ‘68, convertido en símbolo de una generación, representa una nueva oportunidad histórica. Una coyuntura que tendrá, no obstante, perfiles completamente diferentes a los que tuvo la Europa revolucionaria de 1905-1939. Las fuerzas sociales en juego no son comparables. Tampoco los elementos culturales. Ante todo, 1917 perdura: se presenta como el acontecimiento decisivo e irrenunciable de la corta historia de la revolución. Los procesos de descolonización y el proyecto de «Tercer Mundo» tienen en 1917 su primer precedente moderno y exitoso. Al fin y al cabo, Rusia no fue solo la primera revolución proletaria, sino también y ante todo la primera revolución «oriental», en el contexto de un país al que Lenin daba el rango de «semicolonia». Para los revolucionarios de todo el mundo, 1917 constituía el alfa y omega de su propia experiencia.
La generación de los revolucionarios del ‘68 fue, por eso, unánimemente —casi unánimemente— leninista. Pero a la vez fue una generación a la contra de los aparatos de administración de la izquierda: aquella liberal y socialdemócrata, pero también comunista. No en vano, el leninismo que buscaba aquella generación era el marxismo «auténtico», revelado en su verdad revolucionaria, ya por las revoluciones de los «países oscuros» —como hizo el maoísmo o el guevarismo—, ya en la revolución auténtica frente a la traición estalinista (trotskismo). Este leninismo rescatado constituye, por tanto, la lengua franca de la política de la época.
Pero ¿qué fue ese leninismo? Ante todo una concepción de la revolución que se distingue radicalmente del marxismo de la Segunda Internacional. El determinismo de la rígida secuencia de fases —revolución burguesa, maduración de condiciones y revolución socialista— es sustituido por un confiado voluntarismo revolucionario, que permite algunas improvisaciones en el guión. La revolución puede ser acelerada, si el partido conquista el Estado en crisis y desde allí se empeña en un programa de aceleración histórica: colectivización agraria, industrialización y finalmente socialismo. El acratismo de inspiración marxiana del Bujarin de 1914 o del Lenin de 1917 también se ve definitivamente desplazado por una política realista y pragmática, que tiene su tarea inmediata en la toma del Estado y posteriormente en la puesta en marcha de un programa de independencia nacional y desarrollo industrial propio. ¡Qué otra cosa enseñaba si no la experiencia rusa y el rápido desarrollo de la urss, capaz de vencer a la poderosa Alemania nazi!
Casi lo mismo se podría decir del sovietismo de 1917 y principios de 1918, los órganos revolucionarios populares aparecen ahora como el trampolín de la conquista del Estado, no ya como la forma del nuevo Estado. La revolución es un asunto de partido, de partido-Estado. La tradición comunista echa su suerte sobre esta forma de la revolución del partido vanguardia; como escribiera el boliviano René Zavaleta: «Sin partido puede haber consejos obreros, pero no una revolución». Consecuentemente, la clase obrera siegue siendo la vanguardia de la revolución, pero ya no está sola en su tarea. Como ocurrió en China, en Vietnam o en Cuba, la clase obrera, a veces demasiado minoritaria, es llamada a tener un papel director sobre un conglomerado social mucho más amplio, que incluye, en primera instancia, a los campesinos, inmensa mayoría demográfica de estos países, pero también a una parte de la pequeña burguesía radicalizada y sometida a los poderes imperialistas.
En la década de 1960 y 1970 el leninismo es ante todo una teoría de la revolución popular. En muchas de sus versiones y de la mano de los procesos de liberación nacional, de las revoluciones del Tercer Mundo, la contradicción principal se ha desplazado de la oposición burguesía / proletariado, a aquella entre el pueblo y la oligarquía imperialista que de forma arquetípica define Mao para los países semicoloniales. No se trata así tanto de hacer explotar las «contradicciones internas» al pueblo (entre proletarios y campesinos, campo y ciudad, proletarios y pequeña burguesía) cuanto de emplearse en la contradicción principal del pueblo frente a los poderes imperialistas. Pueblo significa obviamente unificación y liderazgo del mismo por parte, primero, del partido comunista, y luego del Estado socialista.
El leninismo constituye también una teoría de la organización y una teoría de las élites de la revolución. La organización es el partido, partido de cuadros o partido de masas, pero separado de la clase. La separación reside en última instancia en el núcleo del partido, en la posición de los dirigentes, elevados a la condición de intérpretes de la coyuntura. Los dirigentes tienen el importante encargo de ser los depositarios de la teoría marxista-leninista. Responsables de su aplicación, responsables de la estrategia. El fuerte intelectualismo y el elitismo consustancial al partido otorgaron al leninismo un poderoso atractivo para los intelectuales, para la pequeña burguesía intelectualizada. En tanto teoría de las élites, el leninismo se ajustaba como un guante a las pretensiones de una intelligentsia emergente en el Tercer Mundo, masificada en Occidente.
Por tanto, un esquema suficiente de la revolución, de la historia, de la organización, del liderazgo. Esto son los elementos de seguridad de la nueva ideología del revolucionario. Esquemas también que estrechan el pensamiento a los bordes de la táctica y la organización. Entre las preguntas propias de una buena dirección no está la de interrogarse por la novedad —por ejemplo, la emergencia de un nuevo sujeto de lucha, una huelga masiva e imprevista— sino por cómo esta se ajusta o indica el momento preciso del proceso revolucionario; si sirve o no a la estrategia del partido; en qué modo puede incrementar los cuadros, sindicatos y organizaciones de masas.
La rigidez del esquema político era tal que, cuando se producía una discusión política sobre un asunto considerado fundamental, el grupo podía escindirse. La división se resolvía entonces con la postulación de otra versión del «leninismo», que se diferenciaba de la anterior en algunos matices, principalmente en el referente internacional que servía de guía teórica. Así, frente a la urss estalinista, surgieron los maos o prochinos, los foquistas procubanos, los autogestionarios que miraban al modelo yugoslavo, de nuevo los estalinistas frente al eurocomunismo y siempre los trotskistas contra la revolución traicionada. Las diferencias entre los distintos «leninismos» eran, de todos modos, mínimas, apenas un nuevo estilo militante que normalmente no suponía modificación en las ideas sustanciales respecto a la forma partido, la centralidad de la teoría y el modelo de revolución-partido.
A causa de esta rigidez doctrinaria, casi toda la reflexión sobre las relaciones entre clase y revolución, entre los movimientos de lucha concretos y el poder de Estado, se produjo en esta época o bien contra la ideología leninista, o bien de una forma creativa, desde dentro de la misma, pero hasta el punto de forzarla a ser otra cosa. El laboratorio europeo, que todavía pasa por ser uno de los centros del pensamiento revolucionario de la época, ofrece algunos ejemplos notorios. Aparentemente, el leninismo no constituye la lengua política más adecuada para lo que entonces sucedía. Poco adaptada a los sujetos juveniles, cuando estos empezaron a experimentar con el material complejo de sus propias existencias rompieron en su mayoría con el esquema leninista; su lengua propia, recién inventada, fue la de la contracultura. Poco adaptada también a la rebelión feminista capaz de crear sus propios motivos y su propia crítica; el feminismo acabó por horadar su propio camino. Incluso a ras de fábrica, en la organización de las nuevas luchas que muchas veces se enfrentaban a los partidos comunistas, herederos todavía legítimos del marxismo-leninismo, se observan crecientes desajustes, una indómita tendencia de masas a no respetar los esquemas de partido. Y sin embargo —esta es la gran paradoja—, durante casi todo el periodo, el leninismo fue el único lenguaje disponible para hablar de revolución y Estado, las viejas materias fundamentales de la gran política.
La reflexión anduvo, por eso, trastabillada. Y en un punto, el mismo que monopolizó el leninismo como teoría y práctica de la revolución, quedó sencillamente congelada. Los grupos que se reclamaban herederos de la tradición revolucionaria, que trataron de militar a partir de las potencias de las luchas de la época, se encontraron inermes ante el problema del poder. Su objetivo primero consistía en construir la oposición, y solo después una vía propia y alternativa al leninismo.
Es el caso, por ejemplo, de Socialismo o Barbarie (sob). sob se formó a partir de una de las múltiples escisiones del trotskismo francés. Sus informes sobre las huelgas de los años cincuenta y sesenta siguen siendo la mejor fuente de información del movimiento obrero de la época. En estos conflictos descubrieron una revuelta masiva contra la gestión sindical, un continuo desbordamiento de las directrices burocráticas de los partidos socialistas y comunistas, en sentido estricto, un nuevo movimiento obrero hecho de comités de taller y asambleas de fábrica. Y sin embargo la potencia política del grupo se agotó en el registro de las nuevas formas de lucha, la nueva militancia obrera y la crítica a su oponente: el socialismo burocrático, identificado con el marxismo, respecto al cual acabaron por conminar a su abandono. La crítica de la burocracia — del capitalismo administrado— fue el gran legado de los herederos del grupo, y posteriormente también un interesante trabajo teórico sobre los conceptos de autonomía y democracia. Pero el legado de sob no alcanzó a probar formas nuevas de organización, de federación de las luchas, y menos aún a proponer un horizonte estratégico para las mismas.
Tanto Socialismo o Barbarie, como desde otras perspectiva los situacionistas en los años sesenta o, mucho más tempranamente, la Tendencia Johnson-Forest en la que militaron figuras tan destacadas como C. L. R. James y Raya Dunayevskaya, plantearon problemas parecidos. Desde perspectivas completamente distintas, aquellas experiencias tuvieron capacidad para vislumbrar las nuevas formas de politización —sob, las nuevas luchas de fábrica; los situacionistas, los nuevos componentes subjetivos que estallaron en 1968; la Tendencia Johnson-Forest, la nueva militancia negra—, dotarlas de un nuevo lenguaje y elaborar la crítica del «marxismo burocrático» señalando sus vacíos y su miopía. Pero, en ningún caso, pudieron avanzar una superación completa de la dupla leninista partido / revolución. Su labor, en este terreno, quedó encallada en la crítica negativa al partido de vanguardia y al socialismo burocrático.
Una experiencia práctica y teórica también original fue la del operaismo italiano y la serie de transfiguraciones posteriores que desembocaron en la autonomía obrera a mediados de la década de 1970. El embrión del operaismo es similar al de los grupos antes mencionados: un puñado de intelectuales militantes —los principales entonces Raniero Panzieri y Mario Tronti—; una revista, los Quaderni Rossi; y un estrecho contacto con las nuevas formas de lucha obrera. Compartían también un mismo espíritu anarquizante y creativo renuente a la domesticación por los aparatos burocráticos de partido.
Los Quaderni propugnan una serie de inversiones del leninismo de época, y en su caso del Gramsci redescubierto por la izquierda italiana. La premisa fundante reside en la centralidad de la luchas obreras, motor activo del desarrollo capitalista. En su diagnóstico «el desarrollo del capitalismo se halla subordinado a las luchas obreras, viene tras ellas y a ellas se debe». Consecuentemente, el operaismo no desprende ningún interés por lo que llaman «tercermundismo». De acuerdo con el conocido artículo de Tronti, «Lenin en Inglaterra», el marxismo que redescubre el operaismo es el del Marx occidental, el de la clase obrera de los países desarrollados, aquel de la «centralidad obrera». La base de la nueva teoría son los componentes subjetivos de las luchas en la Italia de los años sesenta: el rechazo al trabajo alienante en la cadena, el desprecio a los sindicatos, la caducidad de las viejas categorías leninistas y sus jerarquías implícitas (partido / sindicato, lucha política / lucha económica). En esta línea, Tronti describe la forma contemporánea de la autodeterminación de clase:
La clase obrera no tiene necesidad de una «ideología» propia. Porque su existencia como clase, es decir, su presencia como realidad antagonista a la totalidad del sistema del capitalismo, su organización en clase revolucionaria, no la liga al mecanismo de este desarrollo, la hace independiente y contrapuesta al mismo. En este sentido, cuanto más avanza el desarrollo del capitalismo, tanto más la clase obrera puede hacerse autónoma del capitalismo.
El lenguaje marxista no debe confundir respecto a la innovación del operaismo. La clase sola. La clase en su afirmación concreta propende a su autonomía política respecto al capital, pero también respecto a cualquier otra «ideología». En términos prácticos, el viejo reparto de tareas leniniano, de la estrategia como elaboración del partido y la táctica como mera secuencia de orientaciones adecuadas a la coyuntura y subordinadas al plan estratégico, se invierte. Con un lenguaje similar, Negri escribe años después:
Solo los organismos de poder obrero representan el plano de la estrategia y del programa, la organización de partido es, en cambio, el sujeto de la táctica […] La selección de las tareas, de los tiempos y de los objetivos corresponde a la clase, al partido la fuerza de quebrar el poder de mando. Con esto se consuma el proceso de subordinación de todas las formas institucionales del poder a la clase obrera: el partido abandona su función de representación, deja este último residuo de necesidad capitalista.
El operaismo entra en simbiosis con la revuelta obrera de las aglomeraciones industriales: celebra y sigue sus expresiones concretas, le ofrece un lenguaje y todos los recursos de una nueva generación intelectual y militante. Cuando a partir del Autunno caldo del ‘69 estallan las luchas de fábrica, el operaismo ha arraigado en un particular estilo militante volcado en seguir y estirar la insurgencia obrera. Su método —aquel de la tendencia— servirá también a la extensión de las luchas metropolitanas de la larga década de 1970.
La formación de los «grupos» en torno al ‘68, al fin y al cabo las escuelas de la militancia revolucionaria del periodo, tomó en Italia una forma distinta a la de otros países. Como en Francia o en España, en Italia se establecieron todas las sucursales del leninismo —maoístas, trotstkistas, estalinistas—, pero la matriz operaista mayoritaria prefiguró trayectorias distintas. Entre 1969 y 1973, Potere Operaio y Lotta Continua, ambos herederos del operaismo, se convirtieron en la plataforma para la agrupación de los emergentes comités obreros y metropolitanos de base, pero apenas durante un tiempo. Las premisas del operaismo terminaron por reventar el corsé del partido de vanguardia. A partir de 1973 los grupos empezaron a disolverse para dar lugar a la multiplicación de las experiencias de lucha, de las formas de organización, de las modalidades de relación entre movimiento y conflicto. Los centros sociales y las radios libres, que marcaron la experiencia europea de las décadas siguientes, nacieron entonces. El movimiento se organizó como área, como «Autonomia Operaia»: el partido, disuelto en las formas de organización concreta, se había vuelto, en expresión de Negri, «correa de transmisión, órgano ejecutivo de la organización del poder obrero», «anti-Estado hasta el fondo».
Durante una década larga, la experiencia italiana ofreció una experiencia de acumulación política continua: crecimiento de las luchas, de los organismos de poder obrero, extensión del conflicto a nuevos sujetos, expansión de las formas de politización sobre toda la superficie social. El operaismo sirvió de rudimento teórico en las ondulaciones ascendentes de esta progresión. La consigna de la «actualidad del comunismo» hizo de la afirmación de los nuevos poderes y de las nuevas formas de vida un ejercicio inmediato y actual. Los incrementos «irresponsables» del salario, el sabotaje masivo, la autorreducción —de los alquileres, los suministros, la cultura, la comida— constituyeron una práctica de masas y la forma de vida del movimiento; la sustancia de lo que entonces se llamó «autovalorización proletaria» frente a la valorización capitalista del trabajo.
En esta extensión de las prácticas autónomas se produjo un desplazamiento de la geometría del antagonismo, que resultó correlativa a la extensión del conflicto sobre toda la superficie social, pero también a la propia reconfiguración de los poderes. La crisis de acumulación empujaba la concentración del mando. A medida que el antagonismo escalaba, el Estado gestor de la crisis se descubría como el enemigo principal. La fórmula de la autonomía se dibujaba, así, sobre el perfil de una nítida confrontación entre movimiento y Estado, lo que incluía a sus gestores, también al pci. El comunismo se prefiguraba como la destrucción actual y sostenida del Estado, no postergada a un largo proceso tras la toma de sus aparatos.
En 1977, punto culminante del ciclo italiano, el proyecto de la autonomía se cifró en la extensión generalizada de las prácticas de «sabotaje» y «autovalorización» obrera, en el fortalecimiento y prolongación de los órganos del poder obrero frente al Estado; en definitiva, en la profundización de la crisis, no en su solución. La prueba decisiva se planteó como una pura disolución del poder de Estado. En palabras de Negri de ese mismo año: «El poder ha de ser disuelto en una red de poderes, la independencia de clase ha de construirse a través de las autonomías de cada uno de los movimiento revolucionarios. Solo una
red de poderes difusa puede organizar la democracia revolucionaria».
Ciertamente, la autonomía italiana contenía en sus premisas una cierta minusvaloración del poder de Estado, que a la postre resultó concomitante con la vieja idea de la posibilidad de su derrota militar. Idea casi obsesiva en la época, y que también en Italia alimentó no solo la hipótesis insurreccional, sino la deriva armada del movimiento cuando comenzó el reflujo de las luchas. A partir en efecto de la gran prueba del ‘77, desbordante en huelgas, manifestaciones y conflictos armados con la policía, el movimiento fue sometido a un fuerte acoso, empujado por la declaración de un cuasi estado de excepción que duraría prácticamente cinco años. El saldo de la represión se cifró en cien mil detenidos, siete mil encarcelados, varios miles de exiliados. Pero lo que es más importante, en el curso de esta ofensiva por parte del Estado, el movimiento quedó aislado de sus territorios existenciales. Desplazado a la lucha armada que protagonizaron decenas de grupos, salió finalmente derrotado ante una sociedad que poco a poco le dio la espalda. La reestructuración capitalista, iniciada a mediados de la década, puso final de este modo a la revuelta difusa de la autovalorización proletaria.
9. La izquierda: aparato de Estado
Década de 1970. A un lado, la ruptura de los consensos de postguerra, la nueva dinámica de masas, las luchas de fábrica, la generación de organismos autónomos y la creación de nuevas formas de vida sobre el extenso campo de la contracultura y la experimentación creativa. Y ¿al otro?
Los años setenta son el último episodio que, por convención, podemos llamar «revolucionario» en Europa occidental, interrupción o discontinuidad de una secuencia protagonizada por la consolidación de la democracia liberal de la mano del Estado social de postguerra. Disrupción que constituye también el último momento en el que el problema del Estado se plantea con toda la crudeza inscrita en la idea de la «toma del poder» —cualquier cosa que esto sea—.
Merece la pena detenerse en lo que constituye la reacción «política» a la crisis de los años setenta. No tanto la del llamado izquierdismo, que hemos visto ya. De hecho, aquí importan menos los grupos (maos, trotskos, guevaristas) que las grandes líneas que enfrentaron al movimiento con los viejos partidos comunistas. Si algo caracterizó a estos partidos fue una práctica: lo que entonces se llamó «autonomía de lo político». A caballo de la ola de luchas, a veces también contra ella, los comunistas explotaron la vía electoral al poder, «la democracia en socialismo» o la promesa de un cambio a través de las instituciones del Estado.
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Es 1972. El pcf presenta el programa común con los socialistas y el Movimiento Radical de Izquierda. Nacionalizaciones, «vivir mejor, cambiar la vida» (básicamente reducción del tiempo de trabajo), política pacifista, educación nacional… La aspiración consiste en llegar al gobierno por vía electoral y pacífica, de la mano de una candidatura unitaria de la izquierda.
Es 1976. Se celebra el XXII Congreso del Partido Comunista francés. Preside la discusión un único punto: la retirada del término «dictadura del proletariado» de los estatutos del partido. La ponencia del secretario Georges Marchais es resolutiva: existe una oposición entre «dictadura» y democracia. El partido debe estar con la segunda.
Es junio de 1976. La conferencia paneuropea de partidos comunistas se resuelve en un amago de escisión. A un lado y al otro del telón de acero, las declaraciones de los respectivos dirigentes —Marchais, Berlinguer y Carrillo por los occidentales, Súslov y Zhivkov por los orientales— llevan al movimiento comunista al borde del cisma. Previamente, con motivo de la Primavera de Praga, el marxismo eclesiástico de los soviéticos había sido contestado, si bien tibiamente, por italianos y españoles. En 1976 lo que se dibuja, no obstante, es otra cosa. El descrédito de la urss se manifiesta como un lastre para las oportunidades de los principales partidos comunistas de Europa Occidental. En Francia e Italia, los pc parecen rozar el gobierno. En España, los comunistas de Carrillo y La Pasionaria se encaminan, también con expectativas, a enfrentar la vía electoral en la crisis terminal de la dictadura franquista.
Es marzo de 1977. Los secretarios del pcf, Georges Marchais, y del pci, Enrico Berlinguer, aterrizan en Madrid. Vienen a participar en una conferencia internacional junto a Santiago Carrillo. Desde ese momento, su posición es bautizada por el periodismo de la época con el rótulo de «eurocomunismo». Sucintamente se trata de definir «teóricamente» la vía electoral al poder. Al tiempo, se afirma la clara separación entre el modelo soviético autoritario y el socialismo democrático al que aspiran estos partidos. Se acepta el pluralismo democrático. El programa eurocomunista queda resumido como un «momento socialista» en el capitalismo democrático: control público de los medios de producción, democratización del Estado y democracia de empresa.
Y sin embargo el vertiginoso auge del eurocomunismo solo consigue ser un poco más rápido que su fracaso. En Francia, el pcf ganó las municipales de 1977 con las candidaturas comunes con los socialistas. En el amago de ruptura del año siguiente fue, sin embargo, superado por los viejos reformistas. Por primera vez desde 1945, en las legislativas de 1978, el electorado se inclinó antes por los socialdemócratas (22 %) que por los comunistas (20 %). En 1981, la candidatura de unidad de François Mitterrand obtuvo una mayoría suficiente. Su programa de nacionalizaciones y reformas sociales fue detenido y luego invertido. El giro «realista» de Mitterrand impuso la política de rentas, la austeridad y la primera ronda de desregulación financiera.
En España, las primeras elecciones bajo auspicio de los reformadores franquistas dieron una clara mayoría de los socialistas sobre los comunistas (30 contra 10 % de los votos). El pce colaboró en la elaboración de la nueva Constitución, texto de transición entre las constituciones de postguerra inspiradas en el antifascismo (Francia, Italia) y un constitucionalismo nuevo, moderado, liberal. El pce se convirtió además en guardián de los pactos sociales de la nueva democracia —los Acuerdos de la Moncloa tienen fecha de octubre de 1977—; y aquí también, política de rentas, contención salarial, austeridad. En las elecciones generales de 1982, y tras asistir a una interminable secuencia de disputas internas, expulsiones y escisiones, el pce se hundió electoralmente, apenas se detuvo en el borde del extraparlamentarismo. Los socialistas locales obtuvieron una mayoría tan amplia como para obtener casi la mitad de los votos emitidos.
Quedaba el pci, el más solido e implantado de los partidos comunistas de Occidente. En 1972 su secretario Enrico Berlinguer impulsó un nuevo proyecto, el llamado «compromiso histórico». Su propuesta: una «nueva etapa de la revolución democrática», realización de una democracia completa a partir de la promesa constitucional antifascista de la inmediata postguerra. El socio, el interlocutor, era nada menos que la Democracia Cristiana. De acuerdo con una conocida metáfora de Togliatti, el pci se proponía desgajar el «alma popular» de los democristianos enfrentándola a su «alma reaccionaria».3 El compromesso quedó definido en 1973-1974, a caballo del golpe en Chile, esto es, a caballo del pánico que produjo el trágico final de la fórmula socialista democrática de Allende.4 La propuesta consistía en promover un nuevo y gran «bloque histórico» que incluyera a las clases medias y a lo mejor de la dc. El propósito se cifraba en empujar un segundo movimiento de democratización del Estado, realización de las promesas insatisfechas en la Constitución antifascista de 1947.
y agonía del pce (1939-1985), Madrid, Akal, 2015; también el más académico de Juan Andrade, El pce y el psoe en (la) transición, Madrid, Siglo xxi, 2015. De igual forma para toda esta época y para un desarrollo de la tesis que aquí se defiende me remito a mi propio trabajo, Emmanuel Rodríguez, ¿Por qué fracasó la democracia en España? La Transición y el régimen del 78, Madrid, Traficantes de Sueños, 2015.
3 El motor teórico del momento comunista en el sur de Europa fue efectivamente el pci de Togliatti. En 1956, quedó definida la «vía italiana al socialismo» que pasaba por el reconocimiento de la Constitución del ‘47 como marco democrático y por una amplia alianza interclasista: «Un nuevo poder, basado en la clase obrera, los campesinos y las capas intermedias asalariadas, que destruya el monopolio de la gran propiedad agraria, dirija sus golpes contra los monopolios». Casi veinte años antes del «compromiso», Togliatti promovió el acuerdo con los católicos sobre aspectos tan amplios como el modelo de Estado o la lucha contra el peligro nuclear. Véase en castellano, Palmiro Togliatti, Escritos políticos, México df, Era, 1971 [1964].
4 Los conocidos artículos de Berlinguer sobre Chile se pueden leer en Maximo Loizu (comp.), ¿Qué es el compromiso histórico?, Barcelona, Avance, 1976, pp. 61-85. Sobre la historia del pci nos podemos remitir a la monumental obra de Giorgio Galli, Storia del pci. Il Partito Comu nista Italiano: Livorno 1921, Rimini 1991, Milán, Kaos, 1993.
En las elecciones de 1976 los comunistas obtuvieron el 34 % de los sufragios, casi los mismos que la dc. Pero si bien no se alcanzó a formar gobierno, se estableció una colaboración completa con la dc en materia de excepción, esto es, contra los «terroristas». Por tanto, contra los movimientos. El pci de Berlinguer colaboró activamente en la pacificación social y en la aplicación de las políticas anticrisis. En las elecciones de 1979 perdió cuatro puntos. En ningún caso, llegó a cumplir la promesa de gobierno. Su resistencia electoral durante la década de 1980 no le salvó de exponerse a su propio final como proyecto histórico.
A contraluz de la historia, la experiencia eurocomunista difícilmente se deja ver bajo otro prisma que el del fracaso. Los dilemas de la «autonomía de lo político» fueron devueltos en el agitado contexto de los años setenta con una nueva y contundente derrota. Ciertamente, desde la inmediata postguerra, la política descarnada se había instalado ya entre los partidos comunistas de Occidente. Los pc de Italia y Francia celebraron el antifascismo en sus constituciones, al tiempo que, sometidos a la lógica política del reparto bipolar, confirmaron su colaboración —no en todo, pero sí en casi todo— con la restauración de los poderes de sus respectivas élites capitalistas. Mucho antes, por tanto, de los años setenta, los pc no eran la fuerza de choque de la nueva aurora proletaria, sino los estabilizadores, a veces molestos, pero siempre necesarios del reparto imperial del continente europeo. La izquierda se había convertido en la izquierda gestora del Estado del bienestar, de los modos keynesianos de gobierno sobre la fuerza de trabajo.
Durante casi 25 años la pregunta de los intelectuales comunistas fue, por eso, de un onanismo cínico y atroz: ¿qué puede hacer un «partido revolucionario» condenado a una situación no revolucionaria? La pregunta se enquistó a fuerza de no encontrar solución. Cuando la ola del ‘68 y sobre todo la secuencia de huelgas y movimientos que la acompañaron arrasaron media Europa, los partidos comunistas no pudieron decir nada. Sencillamente no estaban en aquellos lugares en los que los movimientos fermentaban y crecían. Y cuando estuvieron, las más de las veces desempeñaron un papel inequívocamente reaccionario.
Recordemos la estampa del sindaco de Bolonia, Renato Zangheri, heredero del mito del comunismo comunale italiano, Giuseppe Dozza, promoviendo algunas de las políticas más avanzadas del Estado de bienestar europeo en los barrios de la città rossa. Recordemos también las palabras de Pasolini cuando hablaba en nombre de su Bolonia comunista y consumista, en la que la administración roja y del compromiso histórico había extinguido cualquier alternativa. Y casi al mismo tiempo, aquellas escenas protagonizadas por miles de jóvenes, que ondeaban tomahawks y lanzaban gritos ululantes. Ciertamente, el comunismo municipal podía seducir poco a los indios metropolitanos que tanto asqueaban a Pasolini: que asaltaban supermercados, okupaban edificios y promovían la reducción unilateral del precio de alquileres y suministros. La crisis que habían desencadenado las luchas obreras, el salario como variable independiente estaba produciendo otras
figuras, otras sujetos, al margen del movimiento obrero y de las izquierdas tradicionales. Dos naciones, si se emplea la metáfora que Margaret Thatcher probó a finales de la década, o «dos sociedades», la de los integrados y la de los «marginales», si se prefiere aquella que se empleó en la crisis italiana, habían entrado en un irreductible conflicto. La deriva suicida del pci se inició tras su decisión de estar con aquella sociedad en la que indudablemente se había ganado un puesto, la «nación del orden».
En esta conjunción histórica poco puede sorprender que el eurocomunismo fracasara de forma irremediable. La cuestión que cabe resolver no es si su fracaso fue por incomprensión y mezquindad frente al movimiento, al que se enfrentó de forma clara en España y en Italia. No hay duda a este respecto. La cuestión es si a pesar de todo hubo un terreno material para su apuesta por el «socialismo en democracia», para aquella hipótesis de «autonomía de lo político» que contrastaba con la potencia de un movimiento demasiado atado a la inmanencia de su propia fuerza.
El sentido de la oportunidad de los partidos comunistas se concentró en un único objetivo, la llegada al gobierno; o si se prefiere en el lenguaje gramsciano, entonces elevado al rango de «ideología comunista», la hegemonía de la izquierda en el país, y la hegemonía de los comunistas en la izquierda nacional. Su análisis presentaba los ropajes del realismo político y de un teoricismo al que contribuyeron algunas de las mejores cabezas de la izquierda del momento. La argumentación se desarrolló en
dos pasos: el análisis de la economía política y el análisis de esta en relación con su impacto en el poder de Estado. Desde 1910-1920, la tradición marxista, ahora encarnada en una izquierda mayoritariamente marxista, no había atravesado por una discusión verdaderamente práctica sobre el Estado y el viejo «problema del poder».
El primer momento, seguramente el punto en el que se comete el primer «error teórico» —dejémonos seducir, por un momento, por las categorías jurídicas de la dogmática comunista—, está en la definición del capitalismo en crisis de los años setenta: la llamada teoría del «capitalismo monopolista de Estado». La figura del Estado, que sale de los años treinta, la figura que definió la revolución conservadora es la figura del Estado total, el Estado intervencionista, el Estado regulador de la economía. Y en sus particulares versiones fascista y estalinista, el Estado que moviliza y reunifica una sociedad fracturada, para lo que requiere el concierto de la guerra externa y del campo de concentración contra el enemigo interno.
Pero la reflexión marxista de los años setenta apenas retoma los viejos motivos de la crisis de los años treinta. El salto es hacia atrás, hacia su propia tradición, en la que se topa con una particular iluminación: los escasos párrafos en los que Lenin habla de «capitalismo monopolista de Estado», siempre inspirado en Hilferding y algunos otros teóricos de la Segunda Internacional. El capital monopolista es la teoría que se ofrece para abordar aquello que sucede al capitalismo competitivo familiar del siglo xix; para entender la economía corporativa y el Estado-plan que sale de la postguerra europea.
La figura del capitalismo monopolista de Estado (cme, por sus siglas) se convirtió, por tanto, en «la fórmula» del «diagnóstico comunista» a las sociedades de su tiempo. Los elementos compartidos de un análisis, que en ocasiones logró cierta altura —sobre todo en Baran y Sweezy —, son los de un capitalismo dominado por la gran empresa industrial, la producción a gran escala y la corporación integrada verticalmente. Un capitalismo de éxito, de «exceso de beneficios», para el cual el problema principal es la reabsorción de este exceso. Tangencialmente, la teoría del capitalismo monopolista de Estado es un análisis de la sociedad fordista, de la expansión del consumo de masas y de la integración del salario obrero en el ciclo de acumulación. No obstante, el mecanismo que ligaba salario y productividad y que está en la base de la paz social de postguerra, nudo sobre el cual atacaba la ofensiva del «otro» movimiento obrero, apenas aparece en el análisis, y si lo hace se figura más bien como un familiar ausente y poco problemático. Al fin y al cabo, pc y sindicatos comunistas eran los gestores del pacto.
El punto central del diagnóstico eurocomunista es, así, desde el principio, el Estado: el Estado como regulador capitalista, capitalista colectivo. El Estado de postguerra reabsorbe, en efecto, los excedentes y lo hace a una escala gigantesca a partir de la ampliación ininterrumpida del gasto. ¿Qué gasto? Gasto social, por supuesto. Pero para los teóricos del capitalismo monopolista, gasto sobre todo improductivo, gasto político, o en otras palabras, gasto militar. El análisis del cme es el análisis del imperialismo de la gran corporación que necesita del Estado para sostener la posición neocolonial de las grandes empresas del automóvil, el petróleo, la electricidad y la alimentación. Pero es también algo más: es el medio para reabsorber una ingente cantidad de excedente en producción e investigación militar pagada por el Estado. Los críticos norteamericanos lo cifran sin tapujos en un 10 % del pib estadounidense, casi la mitad del presupuesto público.
Aquí reside la contradicción mayor que descubre la teoría del capitalismo monopolista de Estado: una sociedad de abundancia, quizás por primera vez en la historia, que no se regula por medio de una planificación justa y racional, sino que convierte el exceso, la abundancia (el capital superfluo) en un problema para la acumulación. La crisis apenas se logra posponer de una forma monstruosa y aberrante por medio del gasto militar y la amenaza bélica.
Esta crítica al cme reproduce la vieja matriz socialista — heredada de la Segunda Internacional— de la relación entre fuerzas productivas y relaciones de producción. Según esta, el Estado monopolista comprime el desarrollo de las fuerzas productivas, ahora subordinadas a las estructuras monopolistas. Constriñe así el desarrollo económico, el curso «normal» del desarrollo capitalista. El progresismo congénito de la Segunda Internacional se devuelve en los estertores de la Tercera en la forma, otra vez, de un socialismo que empuja en la dirección de las tareas pendientes que el propio capitalismo ya no es capaz de realizar. Y sin embargo estamos en plena época nuclear. Tal y como se preguntaban los primeros ecologistas, ¿no es acaso también el terror nuclear parte del progreso científico-técnico de las fuerzas productivas?
Las contradicciones del capitalismo monopolista de Estado residen también en sus rasgos socialmente contradictorios. La concentración de la propiedad empuja al Estado en una dirección cada vez más rígida y unilateral. La llamada «fracción monopolista» de la burguesía se impone a las otras fracciones del bloque de poder, en el lenguaje marxista: a la pequeña burguesía rural (ganaderos, campesinos), a la pequeña burguesía urbana (rentistas urbanos, profesionales liberales), a la burguesía media (empresarios subordinados al capital monopolista o marginados por la lógica competitiva impuesta por este) y también al estrato de los técnicos y los intelectuales (la clases medias emergentes de los sectores profesionales) que se ven desplazados por la preponderancia del capital monopolista. La obsesiva discusión sobre las clases sociales en este periodo tiene que ver principalmente con las posibles alianzas de clase que debían conformar el nuevo bloque histórico liderado por los comunistas.
A través del análisis de las clases sociales, los pc teorizan en estos años lo que es una práctica política consolidada. Certifican, en realidad, que sus sociedades son sociedades de clases medias. He ahí su realismo. Pero no sacan las consecuencias correspondientes. Apenas entienden la función del Estado como estabilizador de esta realidad de clase: el Estado aparece únicamente como Estado-instrumento de los monopolios. Tampoco entienden lo que podríamos considerar como la primera crisis de esta sociedad de clases medias, cuando la dinámica de proletarización amenazó con empujar estas formaciones sociales de la mano de las luchas de fábrica, y sobre todo de la ampliación del conflicto sobre la compleja superficie de la producción metropolitana —que nunca es exactamente la de los monopolios, sino la de la extensión del terciario—.
En tanto racionalización de una práctica política conservadora, la teoría del cme sirvió al eurocomunismo, le otorgó un marchamo teórico. En el desplazamiento social hacia los «sectores intermedios» el eurocomunismo ancló su oportunidad, consistente en promover el liderazgo comunista de una amplia base interclasista. Lo que de forma rimbombante dieron el nombre de nuevo proyecto histórico recogía en todas sus acepciones esta nueva condición interclasista de la política comunista: la «alianza de las fuerzas del trabajo y la cultura» del pce, la «segunda revolución democrática» del pci o la «democracia avanzada» del pcf. Y ciertamente el fundamento de su propuesta se reducía a la alianza con la «burguesía reformista», las clases medias desplazadas por el capital monopolista.
A fin de dotar de mayor fundamento teórico a este proyecto, el Gramsci redescubierto por los «intelectuales orgánicos» ofreció una «teoría adecuada», esto es, un léxico prestigioso. Publicados en Italia a partir de los años cuarenta, los Cuadernos de la cárcel fueron traducidos posteriormente a casi todas las lenguas europeas en cómodos volúmenes temáticos. Los Cuadernos afianzaron las bases del marco ideológico de la operación. El «gramscismo» se convirtió así en la lengua oficial de los eurocomunistas y todos sus «post». Hegemonía y bloque de poder, guerra de maniobras y guerra de trincheras, sociedad política y sociedad civil, partido e intelectual orgánico. Las parejas conceptuales gramscianas, apenas esbozadas en la derrota de los años treinta, sirvieron para figurar con metáforas sencillas el problema de la «revolución en Occidente». Estados sólidos y bien armados, en los que la sociedad civil ensancha más allá del Estado las condiciones de dominio social y cultural de la burguesía. Sociedades con hábitos democráticos consolidados, fundados en el consenso antes que en formas de dominación brutales e ilegítimas.
Gramsci valía para descartar la solución putschista, pero también toda forma de movimiento extralegal, revolucionario, todo aquello que no discurría por el protagonismo del partido. El «bloque de poder» alternativo, liderado por la clase obrera y los pc, debía penetrar —infiltrar sería la palabra más adecuada— las filas de los segmentos intermedios, generar su propio consenso. También en los conflictivos años setenta los tiempos ya no podían ser los de la aceleración histórica sino los de la guerra de trincheras.
A pesar del marco teórico del capitalismo monopolista de Estado, el Estado se volvía a concebir como un instrumento que la inteligencia del partido podía emplear en función de su nuevo proyecto histórico. Ya no resultaba preciso destruir al Estado. Antes al contrario, en la medida en que este respondía al capitalismo monopolista —con todas las capacidades técnicas y de planificación propias de una propiedad concentrada—, el Estado se consideraba listo para ser ocupado por una fuerza preparada. Al fin y al cabo, la inmensa mayoría, excepto una élite burguesa, estaba interesada —objetivamente— en la supresión de los monopolios privados,
notas de Manuel Sacristán, Madrid, Siglo xxi, 2010 [1970]. No obstante las ediciones de los volúmenes que salieron de los cuadernos son interminables. Se cuenta también con la traducción de Era de la edición de los cuadernos realizada de acuerdo con el orden de numeración de los mismos.
que pasarían a ser los monopolios públicos de la banca, el petróleo, la electricidad.
De una forma más precisa, la temperatura tibia, casi fría, del proyecto eurocomunista se manifestó, con toda su molicie, en su concepción de la vía democrática del socialismo. Esta se proponía como una «transición a la transición». En un marco concebido casi en términos puramente electorales, las preocupaciones de la dirección comunista apenas se despegaban de la mirada institucional. La estrechez de miras se manifestó, cada vez más, en ideas simplificadas como la del «tope» electoral que se situaba en un 20 %, y que se debía llevar al 25 %. ¿Hay alguna diferencia con respecto del proyecto socialdemócrata de los años veinte y treinta? Seguramente su menor seriedad.
La polémica en torno al eurocomunismo tuvo, de todos modos, altas pretensiones teóricas. El proyecto recibió el aval de muchos invitados no previstos. Al mismo tiempo, fue criticado por los grupos de la izquierda comunista, en ocasiones con bastante acierto, y acabó siendo explícitamente rechazado por el grueso de las nuevas formas del movimiento. En Francia, una figura como Althusser se opuso a la simplificación ideológica eurocomunista, de un partido, el francés, «que carece de teoría y que solo dispone de ideología». También Balibar, el compañero de Althusser, se opuso desde el principio al viraje «eurocomunista» del pcf, al que sin ambages acusó de oportunismo. De forma dogmática, Balibar escribía en 1976:
El oportunismo consiste en el hecho de creer y hacer creer que el aparato de Estado es un instrumento plegable a voluntad a las intenciones, a las decisiones de una clase. Consiste en el hecho de creer que el gobierno es el dueño del aparato de Estado […] El oportunismo actúa en función de su concepción idealista de la «conquista del poder».
El eurocomunismo fue, en realidad, la conclusión adaptada a la coyuntura de una práctica política heredada. Cierto, las direcciones comunistas no podían ya entender que, en esa época agitada de luchas sociales, de luchas que empujaban la crisis económica y se convertían en un factor bloqueante de la acumulación, el Estado había quedado reducido también en su capacidad de asumir la reforma. Su naturaleza dura como capitalista colectivo volvía a resaltarse de nuevo. Tal y como señalaron muchos entre 1974 y 1976, la consigna del «pci en el gobierno» solo podía ser la del pci en el Estado reprimiendo. Así fue también en España con los Acuerdos de la Moncloa de 1977, de la mano de un pce perfectamente alineado en las posturas más moderadas del pacto político y social. De forma concluyente, quien entre otros hacía entonces de teórico de la autonomía obrera, escribía en 1975:
La autonomía de lo político es ahora ya imposible: en tanto se atribuye al Estado la realización del beneficio, la sociedad civil desaparece. La autonomía de lo político es así aplastada como mera cuestión técnica. Y por ende, el Estado contemporáneo no conoce lucha de la clase obrera que no sea lucha contra el Estado.
Mucho más que la recuperación de Gramsci o del empleo de la teoría del cme, la discusión que interesa se organizó en torno a la tensa relación entre Estado y clase o, en términos más modernos, entre Estado y movimiento. En juego estaban dos importantes cuestiones: si existe un campo de «autonomía» real de lo político y si el movimiento podía sujetar o subordinar a las instituciones de Estado.
10. Sobre la autonomía relativa del Estado
La potencia de los movimientos animó la producción teórica en Italia, en Alemania y también en Francia. Allí sin embargo la hegemonía de leninismo durante la década de 1960 empujó líneas de reflexión política que, durante la década siguiente, se construyeron bien al margen, bien a la contra de sus premisas. En buena medida, la «revolución teórica» francesa de los años setenta pasó por encima del problema de la revolución y el Estado, para volverlo a concebir de una forma creativa. Efectivamente, los trabajos de Deleuze, Guattari, Foucault, Bourdieu o Clastres desplazaron esta cuestión, para la que realmente no dieron solución y para la que, dicho sea de paso, su propia separación de cierta perspectiva militante tampoco les preparaba. Sin embargo, sus reflexiones ayudaron a componer y a inspirar las prácticas del proceso de politización general de su tiempo, es decir, contribuyeron a la emergencia de los nuevos sujetos y las luchas que crecieron en los márgenes de aquello definido como político o politizable.
Incluso en el tronco central de la nueva ortodoxia leninista se produjo una evolución interesante. Una evolución que tras un camino largo y tortuoso resultó finalmente innovadora respecto del viejo problema de la revolución y el Estado. El mal llamado marxismo estructuralista, aquel que representaron paradigmáticamente Althusser y Poulantzas, fue capaz de elaborar su propia respuesta, pero solo a costa
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de dejar atrás sus posiciones iniciales. Recordemos el punto de partida de Althusser poco después de 1968: «Una revolución social consiste, pues, en desposeer a la clase dominante del poder de Estado […] para implantar nuevas relaciones de producción cuya producción esté asegurada por la destrucción de los antiguos aparatos de Estado y por la edificación (larga y difícil) de nuevos aparatos de Estado». A lo que añadía que, solo posteriormente, tras el penoso trabajo de la dictadura del proletariado, se podía emprender el proceso de extinción del Estado.
Este universo de las categorías leninistas no dejaba de ser equívoco. A un lado, se apuntaba al poder de Estado, al otro a las instituciones de Estado, sus «aparatos». En términos de 1917, quedaba establecida una tajante separación entre los aparatos de Estado zarista y el nuevo poder de los soviets, organizado para sustituir al viejo Estado. El poder de Estado se convertía en la finalidad de la acción política obrera. Los aparatos de Estado constituían, en cambio, el objetivo a destruir por la revolución proletaria. La cuestión era que el primer concepto —el llamado poder de Estado— no resulta fácil de definir, y la asociación entre poder de Estado y soviets se mostró del todo tramposa.
¿Qué es poder de Estado? Sencillo, no se sabe. Apenas se puede decir —lo cual es mucho— que sea la propia sustancia de la soberanía: la condensación de todos los poderes sociales, el concentrado del poder social o, si se prefiere en lenguaje leninista, «lo económico resumido». Pero esto no supone gran cosa. Se trata de una de esas discusiones conceptuales que entretuvo a los teóricos de la renovación marxista de los años setenta, y en la que quizás se escondía todo el problema del Estado.
En términos más precisos, la dicotomía a la que se enfrentaba la revolución leninista se puede simplificar como sigue. O bien la institución llamada Estado queda reducida a los aparatos y estos, una vez las potencias de la revolución les han impuesto un dominio (externo), son destruidos. Esto supone que el poder de Estado no está en el Estado, sino en la fuerza social capaz de destruirlo; y a su vez exigiría que se dedicara algún esfuerzo a saber cómo sería ese poder y ese tipo de sociedad moderna sin Estado. O bien el poder de Estado no es más que la condición del Estado como poder separado, lo que necesariamente tiende a reproducir en los nuevos aparatos de Estado los mismos vicios que el viejo poder de Estado. En esta bifurcación reside el drama de la revolución bolchevique y de todas aquellas que siguieron su modelo.
Bourdieu señalaba, con algo de distancia, que la renovación del marxismo había sido incapaz de dar cuenta del Estado como institución. Y esto en las dos formas —o por ser más precisos en la relación entre ambas— de toda institución social: como institución material y como representación institucional, esto es, como «ficción ideológica». La crítica del sociólogo al marxismo residía en su pretensión de definir el Estado a partir de su función «conservadora de un orden social». En la definición de Bourdieu, inspirada en Weber pero llevada más allá, el Estado quedaba establecido como el «monopolio de la violencia física y simbólica». El Estado responde al nombre que damos a los principios ocultos del orden social: un Dios que juega al escondite. Es difícil, decía Bourdieu, salir de la teología cuando se habla de Estado.
Estirando los términos de Bourdieu, en el Estado reside una atribución particular, el monopolio de lo político. Y es este monopolio el que aceptó a pies juntillas el tronco principal de la tradición marxista. Lo aceptó sin rechistar. Y lo hizo a veces con una sofisticación sorprendentemente neurótica: el Estado como campo de la lucha de clases, como lugar en el que se dirime el poder supremo en una sociedad. El marxismo terminó por tomarse completamente en serio la «ficción bien fundada del Estado». Aunque no aceptase la autonomía última de lo político, aunque esta se hiciese asentar en última instancia en una relación de fuerzas que se desarrolla también fuera, sobre todo fuera del Estado, consideró la instancia estatal como el terreno principal de la lucha política.
La reflexión de Althusser y Poulantzas fue un continuo giro sobre esta cuestión, hasta que finalmente la lograron desbordar. Ese fue su mérito. El problema inicial residía en el límite del marxismo respecto a lo político y el Estado. La reflexión, que roza la obsesión en el joven Poulantzas, está completamente concentrada en la construcción de una teoría de lo político a partir de los presupuestos del marxismo. Tal y como él mismo reconocía, en las obras de los clásicos del marxismo, lo político, y por ende el Estado, solo aparece ya como un «hueco» —como ocurre en las obras económicas del Marx maduro—, ya en estado práctico, tal y como se puede ver en los panfletos y los textos de intervención de Marx, Lenin o Gramsci. Poulantzas compartió con otros marxistas franceses del periodo (Althusser, Balibar, etc.) que el adversario a abatir estaba en los residuos idealistas que impregnaban las teorías marxistas y todas sus simplificaciones: el historicismo hegeliano que hacía de la lucha de clases el motor de la historia, el supuesto economicismo de Pashukanis que derivaba el derecho de las relaciones mercantiles, el voluntarismo de la vulgata leninista que convertía al Estado en un instrumento disponible para la transformación socialista. Obviamente también desechó su espejo socialdemócrata que apostaba, sobre las mismas claves, por una vía reformista a través de una concepción similar del Estado-instrumento.
En línea con lo que llegó a ser una posición de época, el propósito de Poulantzas residía en establecer una teoría del Estado fundada en las estructuras que conforman y definen el modo de producción capitalista, así como la relación interna de sus elementos. En este terreno, el esfuerzo teórico debía perimetrar una región específica para la teoría política marxista, que correspondía con lo que definió como «autonomía relativa del Estado». En su primer tratado teórico con vocación de sistematicidad, escrito a caballo del ‘68, dibujó la arquitectura de este proyecto teórico. La política quedaba aquí referida al «poder del Estado». Y esto era así porque «el Estado posee la función particular de constituir el factor de cohesión de los niveles de una formación social». En el Estado se descifraban la unidad y la articulación de las estructuras de una formación social. Aún más, la «autonomía [del Estado] es precisamente la base de la especificidad de lo político, al determinar la función particular del Estado como factor de cohesión de los niveles autonomizados». Viene aquí al caso la definición clásica de Engels del Estado como «resumen oficial de la sociedad».
El elemento definitorio del Estado residía en su constitución como un poder por encima de la sociedad, organizado precisamente a fin de amortiguar el conflicto y mantenerlo en los límites del orden. Pero a partir de este marco conceptual daba paso el delirio estructuralista: esta política supuestamente protagonizada por las clases no era una política de «sujetos». Las clases, aclara Poulantzas, no son el origen genético de las estructuras en Marx: las clases son siempre portadoras de estructura. Ningún «antropologismo del sujeto», ningún economicismo debe reducir las clases a sujetos. Las clases, que se conforman en las relaciones sociales de producción pero también en las relaciones políticas e ideológicas, son «efectos de la estructura global en el dominio de las relaciones sociales». De una lectura inicial, se podría deducir que la política ha quedado encajonada como un mero efecto de rozamiento de las estructuras y sus componentes, que se dirime finalmente dentro del Estado como concentrado del poder social.
de una sociedad civil no-unificada, molecularizada y atomizada, y representa el factor de unidad de las clases o fracciones dominantes no unificadas, cuyas relaciones están regidas por su fraccionamiento característico en el modo de producción capitalista». N. Poulantzas, «Introducción al estudio de la hegemonía en el Estado» en Sobre el Estado capitalista, Barcelona, Laia, 1974, p. 112.
Seguramente si hubiera sido completamente fiel a este es quema, Poulantzas no hubiera pasado de representar una versión radical del determinismo funcionalista. Pero estaba demasiado interesado en la política como para desconocer sus efectos dinámicos. El concepto que le permitió flexibilizar su marco fue la idea leninista de «coyuntura». La coyuntura constituye el objeto específico de la práctica política y tiene como objeto al Estado. La cuestión reside en cómo una práctica política de clase o fracción de clase se consolida más allá de los «efectos pertinentes» —algo así como sus efectos pasivos en lo político y en lo ideológico— para convertirse en fracción o clase autónoma. La tesis fundamental de Poulantzas es que la autonomía del Estado se efectúa en relación con el campo de la lucha de clases y respecto a las propias clases o fracciones del bloque en el poder. La autonomía del Estado resulta posible precisamente por su unidad como nivel específico (político) del modo de producción. Así quedaba aparentemente eliminada cualquier concepción del Estado sujeto o del Estado neutro como utensilio inerte al servicio de quien lo gobierna.
Una perspectiva tan teoricista estaba llamada a levantar una polvareda de críticas y adhesiones. Entre los muchos intercambios, el más productivo fue seguramente el que mantuvo con el marxista británico Ralph Milliband. Este había publicado un libro que, desde posiciones bastante distintas a las del griego, se planteaba un problema parecido. Su propósito era combatir la teoría pluralista de las élites competitivas, el nuevo liberalismo que académicos del tipo Dahl o Lipset habían impuesto como corpus canónico en la politología anglosajona. Su punto de partida resultaba también anacrónico: pretendía mostrar empíricamente la veracidad de la fórmula de Kautsky de que «la clase capitalista domina, pero no gobierna […] se contenta con regir el gobierno». Según esta hipótesis, el gobierno debía representarse como un escenario, cuyos actores, distintos de los capitanes de la industria y las finanzas, al final resultaban ser sus empleados.
Los resultados de Milliband no fueron especialmente inno vadores. Básicamente venía a decir que el Estado no era más que un sistema de instituciones, gobernado por una específica capa social, la «élite de Estado». La élite no correspondía exactamente con la clase capitalista, pero estaba ligada a ella a través de conexiones de clase, familiares y escolares, pero sobre todo ideológicas. Tales lazos determinaban la inercia preservadora del sistema capitalista. Y esto a pesar de que esta élite de Estado se presentara siempre «por encima de las batallas de la sociedad civil» y como garante del «interés nacional» o del bien común.
Mas allá de sus límites, la crítica de Milliband, jalonada con toda clase de ingeniosos «epítetos», mostraba las debilidades del razonamiento de Poulantzas. Concretamente, su incapacidad para resolver el problema entre un «poder de Estado» que se considera siempre delegado de un «poder de clase», al tiempo que se defiende el concepto de «autonomía relativa del Estado». Según Milliband, Poulantzas acababa por deslizar su argumentación hacia aquel punto que justamente quería evitar: la vieja idea del marxismo de la Segunda y la Tercera Internacional acerca del «Estado instrumento».
Importan menos las respuestas de Poulantzas a estas crí ticas que su impacto en la evolución de su pensamiento. Desde principios de la década de 1970, a caballo de la posibilidad de que el pc francés se convirtiera en primera fuerza electoral, el proyecto teórico de Poulantzas comenzó a avanzar en una dirección que se separaba del rígido teoricismo anterior. Casi en paralelo a sus trabajos sobre el fascismo y la dictadura, en 1974 publicó un nuevo libro: Las clases sociales en el capitalismo actual. Sin desprenderse completamente del teoreticismo de sus anteriores publicaciones, elaboró aquí su primera aproximación a la hipótesis relacional del Estado. Escribe: «Los aparatos [de Estado] no son jamás otra cosa que la materialización y la condensación de relaciones de clase». El Estado es «una relación, más exactamente la condensación de una relación de fuerzas». Una relación que se plantea en términos de representación y de organización política de clase.
Curiosamente, el desarrollo de esta posición situó a Poulantzas en las antípodas del «estructuralismo» con el que recurrentemente se le asocia. En sus propios términos, «mediante la comprensión de las relaciones de poder como relaciones de clase, he intentado romper definitivamente con el estructuralismo, forma moderna del idealismo burgués». La autonomía relativa del Estado capitalista aparecía ahora como el resultado de las contradictorias relaciones de poder entre las diferentes
clases sociales. En última instancia, el Estado se articula como «una “resultante” de las relaciones de poder entre las clases en el seno de la formación capitalista».
Apenas con ligero retraso respecto de Poulantzas, Althusser experimentó una evolución parecida, que le llevó de la invención de la más radical y ortodoxa lectura de Marx a denunciar públicamente a la dirección del pcf de Marchais, tras el viraje eurocomunista y la derrota de 1978. El disparador de esta trayectoria fue sin duda Mayo del ’68. El grupo de estudios de Para leer El capital se vio entonces atravesado por la división política. Althusser decidió permanecer en el pc, mientras que los más jóvenes viraron hacia a la militancia en los «grupos», que de la mano del maoísmo conectaba con la orientación neorrevolucionaria de su generación. Sea como sea, todavía unidos, el grupo se planteó encarar el difícil problema de la revolución y el derecho o, en otras palabras, de «lo político».
Entre 1969 y 1970 Althusser trabajó en un manual de formación para militantes. El texto no pasó de la fase de borrador. El cuerpo central del libro, dedicado a la ideología, fue no obstante objeto de una intensa polémica en la que el marxismo se presentaba renovado por una radical perspectiva teórica «antihumanista». En 1970 apareció en la revista La Pensée su célebre artículo «Ideología y aparatos ideológicos de Estado». En medio centenar de páginas, Althusser ensayaba su concentrado conceptual acerca de la ideología. El ejemplo de la interpelación policial —el «¡eh, usted!» dirigido contra cualquiera— le servía para señalar el único terreno que le quedaba al sujeto: el individuo que se gira, reconociéndose en el requerimiento del policía. En línea con la extirpación del sujeto como actor volitivo de la historia, la ideología fue elevada a la condición de fábrica del sujeto. Escribe: «No hay ideología más que por el sujeto y para sujetos». «La categoría de sujeto es constitutiva de la ideología, la cual no existe más que constituyendo los sujetos concretos (usted y yo)». La ideología «recluta sujetos», «transforma a los individuos en sujetos».
No obstante, el problema que trata de responder Althusser es mucho más complejo. La pregunta que abre la exposición de su trabajo —el libro tenía el título provisional Sobre la reproducción— es tan amplia como ambiciosa: ¿qué es una sociedad? O más bien: ¿cómo se reproduce una sociedad? La respuesta no parece desviarse mucho de su particular lectura de Marx: una sociedad se efectúa en la reproducción de las condiciones de producción, esto es, los medios de producción y la fuerza de trabajo. Pero después Althusser añade: también la reproducción de la sumisión a esas reglas, la sumisión a la ideología dominante. A partir de ahí recupera la mala metáfora topográfica de la base y la superestructura, en la que la primera es determinante en última instancia, aun cuando la superestructura —y con ello el Estado— guarda una autonomía relativa.
El centro de gravedad de su reflexión se concentra en la naturaleza del derecho y sobre todo del Estado, la fuerza coactiva que imprimen estas dos instancias, pero que para ser efectivas requieren de un plus de moralidad, de consenso. En esta misma línea, el desarrollo de Althusser desdobla al Estado en dos tipos de «aparatos». El Estado está obviamente constituido por el «aparato represivo», que garantiza la dominación de las clases dominantes. Canónicamente, el Estado es el «aparato de Estado»: la policía, el ejército, el gobierno, la administración. Pero a este núcleo duro del Estado, Althusser agrega otro elemento: lo que llama «aparatos ideológicos de Estado», tales como el aparato escolar, el familiar, el político, el religioso, el sindical, el de información, la edición-difusión, el cultural. Cada uno de estos aparatos cristaliza en diferentes instituciones y organizaciones que conforman un sistema propio. La ideología está pues anclada en instituciones y en prácticas materiales que no son reductibles a la ideología, en tanto simple mistificación de las condiciones de vida. La importancia de estos aparatos es crucial; y de hecho cuando dejan de ser operativos se producen acontecimientos como Mayo del ‘68.
Su separación del pcf, al tiempo que su tardía evolución política, se debe situar a partir de ese momento. En un artículo posterior, Althusser comienza a reelaborar las consecuencias políticas de su teoría sobre los aparatos ideológicos. Al mismo tiempo, se defiende de la acusación de funcionalismo, que ciertamente se puede desprender de la lectura de su trabajo y que comprende al Estado como mero encargado de la reproducción social en las sociedades capitalistas. Consciente de la debilidad de su argumento, afirma por contra que su propósito residía en determinar la primacía de la lucha de clases sobre el funcionamiento de los aparatos de Estado. Además introduce mayor dinamismo en su concepción del Estado-reproducción: la reproducción no es automática, esta se comprende como un combate inacabado por la unificación y la renovación de elementos ideológicos anteriores. En términos directamente políticos, deja caer una advertencia: un partido revolucionario no debería entrar a un gobierno de izquierdas «para gestionar los asuntos de un Estado burgués. En este caso entra en él para dar más amplitud a la lucha de clase y preparar la caída del Estado burgués».
No es, sin embargo, hasta su separación del partido, y en paralelo a la crítica pública, cuando su reflexión sobre el Estado se consolida en otro terreno. En 1978 Althusser trabaja en otro libro que no se publicará hasta después de su muerte, Marx dentro de sus límites. En este trabajo analiza lo que llama los «límites absolutos» de Marx y que identifica con los minerales duros de la política: el Estado, el partido, la ideología.
La argumentación inicial no parece muy distinta de la de los textos clásicos de Marx y Engels: el Estado está separado de la base, es distinto de esta. Está separado porque es un instrumento de la clase dominante. Sin embargo, Marx no alcanza a elaborar una teoría del Estado. A partir de aquí —sigue Althusser— la cuestión está en explicar por qué el Estado está separado de la lucha de clases. La respuesta es casi tautológica: «porque está hecho para eso», porque así puede intervenir no solo contra el avance de las luchas populares sino en las contradicciones internas de la propia burguesía.
La metáfora de Althusser es termodinámica. El Estado se comprende como una máquina, una máquina de «transformación de la energía». En tanto máquina, lo que produce es la transformación de un tipo de energía en otro. Su producción es sobre todo «poder legal». El Estado transforma la fuerza y violencia de la clase dominante en poder legal: una transformación de la energía-fuerza en energía-poder. Aquí reside la fuerza del «fetichismo de Estado»: en tanto está por encima de las clases y no «tiene ninguna relación con la lucha de clases», el Estado aparece como una institución neutra, como un árbitro por encima de las clases, como servicio público, como totalidad social o como garante de la totalidad.
La consecuencia política sigue todavía dentro de la idea leninista de la destrucción del viejo aparato de Estado, pero la formulación es más clara y sus implicaciones más extensas. Althusser escribe: «Si no se toca el cuerpo del Estado, si no se cambia su metal, por más que se le quiera imponer otra política y otro personal, el sistema de la reproducción del Estado por sí mismo (su personal y sus criterios de “competencia” para mandar y obedecer) y la separación de los poderes y de los aparatos y de los servicios harán que esta política sea finalmente dirigida por el cuerpo del Estado». Es significativo que esta cita se pueda poner casi en paralelo a lo que escribe en Lo que no puede durar en el Partido Comunista, organización que define como una «máquina para dominar», un «calco del aparato de Estado» y cuyo Comité Central «es una especie de asamblea general de gobernadores civiles que la dirección envía y utiliza en toda Francia para supervisar y controlar de cerca a las federaciones, para designar a los secretarios de federación y para resolver cuestiones delicadas».
Resulta también significativo que las últimas páginas de Marx dentro de sus límites concentren una crítica feroz a Gramsci, especialmente dirigida contra su concepto de hegemonía y por ende contra el eurocomunismo. Concepto para Althusser demasiado «gelatinoso», con una genealogía que rezuma todavía un exceso de idealismo procedente de Croce y Gentile y su idea del Estado educador: el «proceso de sublimación del Estado en Hegemonía», el Estado que en tanto «cultura» realiza la superación de toda fuerza. Según el francés, la hegemonía tiende a presentarse como causa sui, como englobando todo, no teniendo afuera. Siendo todo política, la hegemonía es el summun de la política. La consecuencia no es otra que la caída en la «autonomía de lo político»; una forma de fetichismo de la política que corresponde con la autonomía del partido frente a la lucha de masas. Althusser concluye al fin en lo que considera el «límite absoluto» de Marx: el descubridor del «continente historia» no ofrece «una teoría de lo que puede ser la política».
También en 1978, el último Poulantzas elabora lo que seguramente se deba considerar como su mejor aportación a este debate. Sobre los conceptos desarrollados en los años previos —la definición relacional de Estado, el Estado como lugar estratégico de ejercicio del poder pero sin poder propio— añade sin embargo una buena dosis de observación empírica. Los años finales de la década de 1970 son la certificación de que la coda revolucionaria estaba dando paso a una nueva forma de reacción. Poulantzas analiza este movimiento en su inscripción estatal. Analiza las tendencias que acompañan la crisis larga de la democracia contemporánea en sus últimas décadas: el autoritarismo como respuesta a la pérdida de legitimidad; el creciente dominio de la administración y el reforzamiento del ejecutivo en paralelo al intervencionismo del Estado; la ósmosis entre administración y negocios, que convierte la corrupción en problema estructural; y lo que en una fórmula propia llamó «la mutación de la administración en partido político real del conjunto de la burguesía». Las democracias de finales de la década, que habían acudido a formas de excepción en su particular guerra contra los movimientos, estaban adquiriendo modalidades de gobierno plebiscitarias: un ejecutivo validado electoralmente y con poderes extraordinarios.
No obstante Poulantzas, todavía pendiente de la suerte del comunismo francés en su alianza con los socialistas de Mitterrand, rompe definitivamente con el esquema leninista. Su particular vía al socialismo no consiste ya —ni siquiera de una forma atenuada— en la conquista del Estado burgués y su sustitución por otra forma de Estado.
En su crítica histórica a la noción de doble poder y a la concepción del Estado-instrumento de los bolcheviques, que finalmente destruyó la vida política del país durante la revolución —recuerdo último de la crítica de Luxemburg—, terminó por proponer otro marco. Si el Estado no es ni un instrumento, ni una fortaleza a tomar, sino el centro del ejercicio del poder político, la tarea consiste en modificar la relación de fuerzas interna a los aparatos del Estado y, al tiempo, generar centros efectivos de poder real por parte del movimiento, lo que llama «enjambre de focos autogestionarios». Su propuesta se explica así como un doble proceso: 1) de transformación del Estado y 2) de articulación de contrapoderes efectivos.
La paradoja del tortuoso camino del marxismo francés hacia la autonomía relativa del Estado reside en la afirmación última de la autonomía de la lucha de clases respecto a sus propios determinantes estructurales. En otras palabras, el mal llamado estructuralismo marxista labró en realidad un complicado curso que desembocó en la afirmación de la lucha de clases, la autodeterminación proletaria y la política frente a la sobredeterminación económica. Pero lo que es mucho más sorprendente, en el final de este trayecto Poulantzas acabó postulando la importancia de los contrapoderes sociales y la democratización / disolución del Estado, como vía a una nueva forma de socialismo. Este desarrollo teórico —no cabía esperar otra cosa— tuvo un impacto marginal en el partido comunista. La evolución de la izquierda francesa se mostró más fiel a una versión tardía de las formas ideológicas de la Segunda y la Tercera Internacional, que sensible a las críticas de Poulantzas y Althusser. Los «focos autogestionarios» no estaban llamados a cumplir ningún papel.
Las conclusiones del último Poulantzas resultan curiosamente similares a las de otro de los intentos de superar la estrechez del marxismo leninismo con respecto del Estado. La crítica se produjo esta vez de la mano de la izquierda extraparlamentaria alemana (la apo por sus siglas en alemán) que surgió al calor del ‘68. No obstante, ni las premisas, ni la trayectoria de esta reflexión, que terminó por tomar el nombre de teoría de la derivación del Estado, discurrieron por la misma senda que los franceses. La hegemonía de la socialdemocracia en la República Federal, la prohibición del kpd (el Partido Comunista alemán) durante buena parte de la vida de la república y la asimilación de la práctica totalidad de lo que quedó del movimiento obrero habían generado un contexto político completamente distinto al francés o al italiano. Su crítica estaba concentrada en atacar la «ilusión del Estado social», y todas las formas teóricas de legitimación del mismo, especialmente aquellos escritos por la mano de Jürgen Habermas. La crítica de la derivación del Estado se presentó como una suerte de desvelamiento de los límites de la intervención estatal y de su «autonomía», incluso relativa: «La suposición básica […] de un aparato político “autónomo” que, aunque limitado por ciertas constricciones sociales externas, está sujeto a los dictados del proceso político de toma de decisiones».
Como señalaban estos jóvenes de la izquierda extraparlamentaria, los elementos regulatorios del Estado no tienen una exterioridad respecto del capital, sino que forman parte de su funcionamiento. El Estado no es una entidad de dominación política separada de la economía: por eso puede intervenir en la economía. La genealogía del Estado intervencionista estaba para Joachim Hirsch —seguramente el mejor exponente teórico de la corriente— en la tendencia a la sobreacumulación de capital (crisis) y en la caída de las tasas de beneficio, que en última instancia derivaba de la lucha de clases. El Estado intervencionista jugaba un papel primordial en el sostenimiento de las «contratendencias»: la expansión de los mercados, el sostenimiento del consumo y la innovación científico-técnica. Al menos temporalmente, la intervención del Estado desplazaba la «contradicción entre la creciente socialización de la producción y la apropiación privada». Pero solo temporalmente, de ahí la ilusión del Estado social y la tendencia subyacente a la crisis, tal y como empezaba a demostrar la incipiente crisis económica que siguió al ‘68.
Las consecuencias políticas del grupo eran radicales. Como expuso el propio Hirsch: «Si el Estado es un componente integral del modo de producción capitalista, entonces todos los intentos de abolir este sistema con su ayuda fallarán, lo que implica también que todas las intenciones de revolucionar la sociedad capitalista mediante una “conquista” del poder del Estado están destinadas al fracaso y que la política a través del Estado y de los partidos tiene sus límites. Para pensar la revolución en el sentido de una superación del capitalismo deberán revisarse las concepciones del marxismo-leninismo y también las del reformismo socialdemócrata». La oposición extraparlamentaria resumió su posición como un estar «dentro y contra el Estado», a través de prácticas alternativas de autorganización y socialización en los más variados aspectos. Llamaron a su proyecto reformismo radical, y en cierta forma fue la fuente de inspiración de los movimientos autónomos y ecologistas de la década de 1970. De todos modos, la teoría de la «derivación del Estado» se disipó sin encontrar espacio suficiente para germinar políticamente en un país en el que la clase obrera industrial nativa se mostraban poco propensa a experimentos radicales.
El problema. Segunda aproximación
11. Un debate boliviano
¿Puede el país más pobre de toda Sudamérica, el más imprevisto, servir de inspiración principal al debate acerca del Estado y su relación conflictiva con la «política de parte»? La Bolivia contemporánea ha sido un laboratorio excepcional, pieza clave en la rica y prolija historia de la América Latina del siglo xx. Quizás por eso, Bolivia se ha convertido en sede de un debate clásico. Un debate que en algunos modos se asemeja a aquel de la República de Weimar en los años veinte y en el que vuelven a tomar relevancia las cuestiones fundamentales acerca de la relación entre Estado y sociedad, clase y nación o, en definitiva, el problema de la comunidad política.
La marginalidad de la región en los circuitos globales de la cultura y el mercado intelectual no han permitido una proyección internacional a la reflexión política boliviana: un despilfarro intelectual que a la postre encaja bien con el particular provincialismo de las metrópolis globales. Por eso conviene empezar por considerar el sustrato material de la discusión. Si en Bolivia todavía tienen un lugar las preguntas fuertes de la política moderna —la pregunta por el Estado, por la comunidad, por el antagonismo radical inscrito en la política— es debido a que las formas convencionales de respuesta no han sido convertidas en institución, esto es, en la forma material e ideológica sobre la que pivotan las prácticas de lo que llamamos
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«política». En el país andino, y en general en toda América Latina, viejas categorías fundamentales como Estado y nación bailan sobre un terreno demasiado inestable. Llevan bailando desde la formación de las repúblicas. La ventaja teórica boliviana reside precisamente en esa inestabilidad de lo fundamental, que a su vez se pone en juego en una historia política sumamente original.
La Bolivia-Estado ha participado en casi todas las grandes guerras de fronteras del continente, de las que salió —salvo en una ocasión— mermada, y limitada a su corazón andino. En el ‘52 el país atravesó también una de las escasas revoluciones nacionales exitosas en América Latina. Desde principios de siglo xx cuenta además con una clase obrera industrial, un proletariado minero amplio y decisivo, aplicado a la extracción del mineral de estaño, que ha constituido históricamente la principal exportación boliviana. Como buena parte de América Latina, en Bolivia la burguesía y el Estado han resultado hechos incompletos. Al menos comparados con su patrón europeo, ambas instancias han venido marcadas por su «subdesarrollo» y dependencia externa. No obstante, lo que hace a Bolivia distinta, incluso respecto de los países de su entorno, es la persistencia insidiosa de otra vieja cuestión: el llamado «problema del indio».
El indígena, en la historia moderna, es la antítesis del ciudadano. El indio se debe antes a una comunidad, a su comunidad, que al Estado. El indígena, paria del Estado, es aquel que no ha sido del todo despojado de su comunidad. El indio se conserva en su comunidad y por eso aparece como un residuo frente al Estado. La historia de las repúblicas latinoamericanas nos muestra esta persistencia del indígena como exterioridad al Estado. Y en cierto modo la historia profunda de las repúblicas es poco más que la historia del problema indígena.
Frente al indio, los Estados latinoamericanos probaron distintas estrategias. La más expeditiva —la exterminación—, como en Estados Unidos, fue adoptada por aquellos países con pretensión de «avanzados», dispuestos a una europeización completa. Es el caso de Chile y de Argentina, que arrasaron la mitad sur de sus respectivos países en las décadas de 1870 y 1880 en las llamadas «Campaña del desierto» y de la «Pacificación de la Araucanía».
Con todo, en la mayor parte de la región el indio es un fenómeno físicamente inerradicable, aunque solo sea porque en países como Bolivia, México o Guatemala constituye la inmensa mayoría de la población. El indio aparece así como un paradójico residuo colonial: un inmenso océano de «no ciudadanos» y también una gigantesca potencia demográfica. Para los grandes fundadores de Estados del siglo xix —los liberales— la integración política del indio resultaba coincidente con la culminación del proceso de construcción nacional. De acuerdo con el esquema nacional liberal, se requería que el indígena fuera arrancado de sus usos y costumbres, ante todo de la tierra comunal.
Incluso en las síntesis que se producen a partir de la Revolución mexicana de 1910, el proyecto sigue siendo la conversión del indígena en ciudadano. En el mejor de los casos, un ciudadano consciente de unas raíces singulares que constituyen la particularidad nacional, pero un propietario, al fin y al cabo, que se levanta sobre el cadáver de la comunidad. Por eso, el proyecto progresista liberal nunca dejó de insistir en la destrucción del ejido, de los comunes, en la parcelación de la tierra de los pueblos, a fin de que el indígena poco a poco se convirtiera en campesino propietario; y en tanto propietario de su tierra y de su familia se elevara a la condición de ciudadano, pagador de impuestos, elector, etc. Pero conviene recordar que la utopía liberal no fue en América más allá de la confirmación de un colonialismo interno todavía más feroz que el del Imperio español del siglo xviii. En última instancia, a efectos del núcleo de este proyecto de desposesión importaba poco que la integración fuera por la vía de convertir al indio en propietario campesino —atado a su propiedad y a su familia como propiedad— o de degradarlo a la condición del paria, harapiento saco de músculos y huesos condenado a vagabundear de hacienda en hacienda o entre los trabajos informales de la ciudad.
La diferencia con Europa, que sirvió de modelo a la clase política latinoamericana, resulta en este punto radical. En Europa la desindigenización cubre toda su historia.
Empieza con las potencias imperiales de la Iglesia católica y de las formas de Estado heredadas del Imperio romano y sigue desde el siglo xiv con la formación de los primeros Estados modernos, cuando la emancipación de los siervos está en proceso de verse cumplida en la mitad occidental del continente. Se trata de la misma historia, pero extendida en el tiempo, de la formación de la economía capitalista y de su forma política, de la acumulación originaria —los cercamientos, la destrucción de los comunes— y de la consolidación del Estado, procesos ambos que cabalgan de la mano en la destrucción de la cultura campesina «indígena». La diferencia entre Europa y América Latina es, por eso, una diferencia de cualidad, de tiempo y espacio. Poco tiene que ver un proceso que se extiende durante casi un milenio con otro que se quiere realizar en unas pocas décadas; un proceso que se realiza a partir de un complejo sistema de fuerzas endógenas, con otro que se efectúa sobre la base de la dependencia y la tutela colonial.
La persistencia del indio, de la comunidad al fin y al cabo, tiene importantes efectos políticos más allá del Estado. Es, sin duda, un hecho de resistencia, exitoso a la luz de su propia supervivencia. Pero es también el rasgo sustancial de la originalidad del pensamiento político de América Latina. Así, por ejemplo, en el magonismo, la forma de anarquismo mexicano trasplantado a la idiosincrasia indígena y criolla del sur de California, pero también en el incipiente marxismo andino. De hecho, la referencia obligada a Mariátegui reverbera demasiado con los naródniki rusos del siglo xix y su proyecto socialista fundado en la comunidad campesina, el mir. Tan fuerte es la reverberación entre el populismo ruso y el pensamiento del primer socialismo «indigenista» que necesariamente tiene que responder a algo más que a una concomitancia histórica.
Mariátegui reelaboró la historia de la región andina en una clave política contemporánea. En su lectura, el imperio «Inka», a pesar de su teocratismo, se articuló a partir de una economía de base comunitaria, incluso comunista, el ayllu. La conquista española destruyó el imperio Inka sin sustituirlo por ningún sistema realmente organizado. Estableció un sistema de expolio brutal y simple, pero aprovechando formas políticas previas. La comunidad indígena sobrevivió así a la conquista como fuente de tributos y mano de obra, esto es, gracias a la protección de la Corona, la labor de dominicos y jesuitas y a su propia capacidad de resistencia. Y aunque la república empujó una nueva oleada de expropiación sobre la comunidad indígena, tampoco consiguió extirparla del todo. De forma explícita, el naródnik peruano quería ver en las formas de organización comunitaria de la tierra la posibilidad de un salto directo al comunismo.
A partir de Flores Magón, de Mariátegui y de tantos otros surge una tradición socialista e indigenista, que impregna la mejor parte de la izquierda teórica del continente. El indio, la comunidad, también el mestizaje, se transforman en fuente de una política radical, fundada en una antropología original y suficiente de la emancipación.
Los conocidos tópicos de la «forma comunidad» frente a la forma valor, o del valor de uso frente al valor cambio, presiden este paisaje.
Bolivia ocupa en esta discusión la función de teatro principal. El país andino ha sido un gigantesco condensador del problema del indio, es decir, del problema nacional y del problema histórico del Estado en relación con lo no integrado e incluso con lo no integrable. Todavía a la vuelta de la independencia en la década de 1820 la mitad de la tierra era de propiedad comunal indígena. A partir de este sustrato y de la gigantesca mayoría demográfica indígena se entiende que el avance de las haciendas y el gamonal (los latifundios) no lograran imponerse nunca como una realidad única, por abrumadora que fuese su violencia. El ayllu, la tierra comunal, al igual que multitud de prácticas comunitarias, han persistido en buena parte del altiplano andino y también del Oriente amazónico. La historia de Bolivia aparece trabada en este conflicto continuo entre un Estado «aparente» y una realidad indígena y campesina mayoritarias, entre un Estado que no acaba de serlo frente a una sociedad que sencillamente se le escapa.
Quien seguramente fuera el mejor intérprete de este movimiento contradictorio de la modernidad boliviana, el sociólogo René Zavaleta Mercado, nos presenta la historia de su país como el ejemplo paradigmático de la forma de un Estado incompleto. En Bolivia, dice, el Estado se constituye con la república, pero apenas adquiere los atributos formales del Estado. De hecho, hasta fecha tan tardía como la revolución de 1952, el Estado opera como una prolongación burocrático-militar de los intereses mineros y del gamonal. Y como en buena parte de América Latina, pero de una forma todavía más acusada, el déficit ideológico se suple con violencia. El país despliega, de hecho, una historia particularmente abroncada.
Este déficit de Estado corresponde también con el de quien debería ser su sujeto racional y consciente, la burguesía. De acuerdo con las elaboraciones de la teoría de la dependencia y especialmente de Gunder Frank, la condición «lumpen» de la burguesía se corresponde con el lumpendesarrollo de la región. Ahora bien, en la medida en que el desarrollo del capitalismo en Bolivia no se completa en su forma europea, el Estado nacional, para la izquierda latinoamericana —como para el propio Zavaleta en los años sesenta y setenta—, el proyecto político va a consistir en cumplir las tareas democráticas y de construcción nacional que la burguesía no es capaz de realizar.
La corriente principal de la izquierda latinoamericana se desarrolló enredada en torno a un proyecto político «nacional popular» —según la fórmula Gramsci— particularmente frustrante por inconcluso. Zavaleta describe ajustadamente la premisa de este proyecto: «En Bolivia el socialismo no es una elección sino un fatum; no es un ideal de iniciados y ni siquiera una postulación, sino un requisito existencial». La razón del «socialismo como destino» está en un debate parecido al de los bolcheviques rusos. En Bolivia, y en general en América Latina, la burguesía no puede ser la clase nacional, la clase que articula la sociedad en el Estado, porque esta depende totalmente del capital exterior. La tarea de unificación nacional y de construcción del Estado corresponde, por tanto, a aquellas clases que ya constituyen la inmensa mayoría del país, y que en su propio proceso de lucha han adquirido «conciencia nacional», y al mismo tiempo la capacidad y la vocación de hacerse Estado. Por eso se da la paradoja de que, para la mayor parte de la izquierda latinoamericana, el socialismo se naturaliza como la única vía de modernización; al tiempo que la revolución se realiza, de alguna manera, como un «Estado burgués sin burguesía».
Tal proyecto parece adquirir, en Bolivia, su primera culminación con la Revolución Nacional de 1952. En ese año la vieja república es derrocada. La hace caer no la fuerza de una burguesía emergente, sino el proletariado minero y sus organizaciones sindicales. El proyecto nacional popular se postula entonces como nacionalización de los recursos fundamentales del país, también como la integración política y ciudadana de los proletarios, de los campesinos y los indígenas en el Estado. El compromiso de la izquierda nacionalista de América Latina, de la propia obra de Zavaleta, descansa en la realización de este proyecto. Un proyecto que una y otra vez quedará inconcluso. Así ocurrirá en todos los capítulos siguientes de las revoluciones latinoamericanas. En Bolivia, como en muchos otros países de la región, las continuas «degeneraciones» militares y dictatoriales o las recaídas en la dependencia imperialista dieron lugar a sucesivos renacimientos de la actividad y de los contenidos del proyecto revolucionario.
Los años dos mil fueron el último gran capítulo de esta historia política. Esta década se puede leer sin duda en los términos de la izquierda revolucionaria, pero también como algo que empieza a ir en otra dirección. El cambio de siglo dio paso a un nuevo ciclo político. Este vino inaugurado en las «guerras del agua y el gas», los movimientos contra la privatización neoliberal de los recursos de la región. La historia que sigue fue una secuencia de situaciones insurreccionales, caídas de gobiernos y triunfo finalmente de una opción ligada al ciclo de protestas. Es un guión que se puede reconocer en otros muchos países: en Venezuela, en Ecuador y, con menos intensidad, en Argentina y en Brasil.
La lectura convencional del proceso boliviano, lectura que alcanza también a Europa, es la de un vasto movimiento popular que finalmente encuentra una forma institucional en el gobierno del mas y de Evo Morales. Las elecciones de diciembre de 2005 llevaron al indígena cocalero a la presidencia, y posteriormente a la redacción y aprobación de una nueva Constitución, síntesis a su modo de la nueva correlación de fuerzas interna a esa sociedad. El predicamento de intelectuales políticos, como el que fuera vicepresidente del gobierno, Álvaro García Linera, ha estampado un sello de prestigio internacional en esta interpretación de éxito y victoria de la nueva «opción progresista», al menos para la izquierda occidental.
Linera presenta una visión particular del ciclo boliviano, que apenas se separa de la hipótesis nacional popular que ha constituido la clave de bóveda del proyecto de la izquierda revolucionaria latinoamericana. Impregnado también de lenguaje gramsciano, Linera recupera el estilo rotundo de los bolcheviques acerca de las lecciones de la Revolución rusa para la revolución en occidente. Las lecciones de la revolución boliviana también responden a un modelo de fases, que se puede resumir en esta secuencia: crisis orgánica o de Estado, conflicto entre el bloque histórico dominante y el nuevo bloque popular emergente, sustitución de élites al frente del Estado, consolidación revolucionaria y apertura de un nuevo ciclo político a partir de las contradicciones internas al nuevo bloque dominante.
El esquema de fases de Linera, siempre demasiado rígido, no es tan relevante como el propio determinismo que imprime a la acción política, condenada siempre a resolverse en una síntesis estatal. Para Linera, el Estado aparece como un horizonte irreductible de las oleadas de protesta. El Estado no es solo la ficción de la totalidad, sino el «monopolio de lo común», y el campo principal, por no decir único, de determinación de lo universal. En línea con un argumento típicamente liberal contra la «política de parte», la «izquierda abdicante», en palabras de Linera, niega o desecha este terreno de lucha por lo universal —por la totalidad— frente a las luchas parciales —por lo particular—.12
Hay en Linera, sin duda, una justificación política post facto, que comprende su propio compromiso y posición en el gobierno del mas. Su argumento se construye también como una racionalización de la «política progresista», seguramente la más acabada del ciclo político latinoamericano. De hecho, la elaboración de Linera se debe comprender en la trayectoria política de su generación, y una vez más, en la relación conflictiva y particular de la izquierda latinomericana a la hora de integrar «su» indigenismo en el problema del Estado.13
Pongamos a Linera contra Linera a fin de descubrir esa otra línea posible de la revolución boliviana. En los años noventa, todavía en la cárcel por su participación en
de la exposición de Linera es el libro de Luis Tapia, La coyuntura de la autonomía relativa del Estado, La Paz, Muela del Diablo / Clacso, 2009.
12 La lectura de Linera, que se quiere inspirada en Poulantzas y en su concepción del Estado como relación de fuerzas, no deja sin embargo de reconocer la contradicción de la forma estatal «como representación de todos, pero que solo puede constituirse como tal si lo hace como monopolio de unos pocos». Una aportación original a la superación del Estado en Linera, pero tampoco exenta de cinismo (escrita en 2010, concluido el proceso constituyente), se resume en lo que llamaba «Estado integral»: «El lugar donde el Estado (centro de decisiones) comienza a disolverse en un proceso largo en la propia sociedad y donde esta última empieza a apropiarse, cada vez más, de los procesos de decisión del Estado». Linera, Democracia, Estado… p. 218
13 Una interesante biografía, marcadamente crítica, de la generación de Linera se puede leer en el trabajo de su compañera entonces, Raquel Gutiérrez Aguilar, Desandar el laberinto, Buenos Aires, Tinta Limón, 2015.
la guerrilla katarista y de la mano de Raquel Gutiérrez, Linera escribe su mejor aportación teórica; un libro organizado en torno a la pregunta acerca del horizonte político del indigenismo político, y que él entonces hacía coincidir con el proyecto de lo que llamaba una «totalidad autodeterminada», el ayllu universal (o la comunidad universal de Marx). De acuerdo con su particular formulación:
¿Cómo construir la autodeterminación general de la sociedad de hombres y mujeres concretos siendo que, por un lado, está visto que los ámbitos de acción autónoma de los individuos hasta ahora solo alcanzan una dimensión local, grupal, restringida, sin llegar a conformar una estructura de orden realmente social, mientras que, por otro lado, el espacio social de la no autodeterminación no solo es monstruosamente poderoso por los recursos que posee, sino ante todo porque se halla definido (y por tanto es el único que en el fondo nos define en relación con los demás) como social, como social-universal, que es la forma contemporánea de la existencia de lo social?
Ya en el gobierno del mas Linera terminó por responder a esta pregunta soslayando el problema. La política de parte, la política de autodeterminación, solo encuentra, como en tantos viejos revolucionarios que acaban protagonizando la dirección del «Estado revolucionario», el lugar de medio o instrumento, motor o motivo de la nueva totalización estatal. No obstante, la propia tradición y experiencia de Linera constituía un lugar privilegiado para una «bifurcación» que no necesariamente conducía a esa síntesis estatal.
Desde finales de los años setenta, el katarismo, en el que Linera militó como guerrillero, constituyó un potente revulsivo en la política boliviana. Empujó a los sindicatos campesinos a la defensa del indigenismo y estimuló un nuevo programa de autodeterminación política indígena. En contraste con la larga historia política boliviana —y en paralelo a lo que ocurre en el resto de la región andina y en México—, la declinación contemporánea del «problema del indio» no consistía ya únicamente en la inclusión del indígena en el Estado, sino en la relación de la institución estatal con la autodeterminación del indio, convertido en comunidad política con aspiraciones de autogobierno.
Desde una perspectiva distinta a la de Linera, pero que entronca con su pregunta inicial, la consigna secular «tierra y autogobierno», repetida insistentemente en fechas recientes y practicada también por el katarismo, sirve para construir otra línea histórica y política,16 en la que la síntesis estatal se convierte en un problema derivado y secundario respecto de la capacidad de autodeterminación de los sujetos en lucha. El ciclo boliviano, pero también el ecuatoriano y el movimiento zapatista mexicano, aparecen así bajo otra luz. Se comprenden como procesos complejos de construcción de sujetos —por tanto procesos de autodeterminación— que aspiran menos a su integración en el Estado que a una nueva forma de «síntesis social» de base comunitaria.
traído de Buenos Aires. Como si se tratase de la profecía autocumplida de Túpac Katari, quien antes de morir se dice que anunció «A mí solo me matan, pero mañana volveré y seré millones», la insurrección anticolonial sirvió de evocación e imagen para las protestas de las organizaciones campesinas de 1979 y para las marchas sobre La Paz desde El Alto de 2003. Véase Sinclair Thomson, Cuando solo reinasen los indios. La política aymara en la era de la insurgencia, México, Libertad bajo palabra / socee, 2017; y también Silvia Rivera Cusicanqui, Ch’Ixinakak Utxiwa. Una reflexión sobre prácticas y discursos descolonizadores, Buenos Aires, Tinta Limón, 2014. De la misma autora, y en una perspectiva también de largo recorrido, se puede leer Oprimidos pero no vencidos. Luchas del campesinado aymara y qhechwa 1900-1980, La Paz, thoa, 1986.
16 Una lectura imprescindible del ciclo político boliviano es Huáscar Salazar Lohman, Se han adueñado del proceso de lucha. Horizontes comunitario-populares en tensión y la reconstitución de la dominación en la Bolivia del mas, Cochabamaba, socee /Autodeterminación, 2015. Este libro se presenta con la hipótesis original de «pensar el Estado desde la lucha social y no pensar la lucha social desde, por y para el Estado». Ibídem, p. 24.
Así, por ejemplo, la historia de la constituyente boliviana de 2009, que había sido una demanda popular de los movimientos indígenas y campesinos, se coloca sobre una línea radicalmente distinta a las presunciones liberales de las constituciones europeas. En el marco de las revoluciones burguesas, la Constitución, la norma fundamental, se comprende como la culminación, por un lado, del derecho, esto es, del reconocimiento de los derechos individuales; pero también y sobre todo de la forma del Estado en tanto verdaderamente universal, democrática e incluyente de toda la ciudadanía. Democracia en el Estado es, desde Rousseau, participación del cuerpo activo de la nación en la construcción de la voluntad nacional.
En las constituyentes de América Latina de los dos mil se percibe también este movimiento, del que la tradición local de la izquierda nacional popular no constituye sino una variante. Pero también interviene otra línea que tiene su particular genealogía en la autodeterminación indígena. Fórmulas constitucionales como «plurinacionalidad», «pluriculturalidad», «democracia directa y comunal» o reconocimiento de distintos regímenes jurisdiccionales, que se deslizan en los nuevos textos constitucionales, por atenuada que resulte su eficacia jurídica, constituyen, se admita o no, elementos contradictorios con la condición unitaria y soberana del Estado. El principio de pluralidad constitucional (jurídica, nacional, comunal) tiende a quebrar los monopolios fundamentales del Estado, aun cuando las distintas entidades reconocidas se traten de reintegrar, y por tanto de neutralizar, en la forma constitucional unitaria de la instancia estatal.
Lejos de cualquier lectura superficial, este movimiento de autodeterminación social, que tiende a estirar la democracia más allá del Estado, al tiempo que empuja la reapropiación de los recursos fundamentales más allá de la «estatización», se nos presenta como la verdadera «lección» de la revolución boliviana. Y, al mismo tiempo, constituye el motor y el gran adversario de la vía institucional —el gobierno del mas y la racionalización de Linera— del ciclo político boliviano. Antes incluso que la constituyente, merece la pena analizar lo que fue la primera gran ley del gobierno del mas, y seguramente la más importante de toda su acción legislativa: la Ley de Reconducción Comunitaria de la Reforma Agraria. La ley de reforma agraria reforzó una figura legal ya existente, las llamadas Tierras Comunitarias de Origen (tco). Por esta vía, los comunales indígenas quedaron reconocidos y blindados en una cantidad cercana al 20 % de la superficie del país. Si bien la ley no limitó la extensión de los latifundios, y aun cuando devolvió de nuevo al Estado la función de arbitraje sobre la propiedad, en realidad la legislación apenas logró ir a remolque de las ocupaciones de tierras y de las organizaciones campesinas que consideraban la tierra como una prerrogativa propia y no del Estado.
En plena discusión sobre la constituyente, quien acabó por ser la némesis política e intelectual de Linera, Luis Tapia planteó el problema político de la revolución boliviana en un terreno original y en línea con el reconocimiento de la autodeterminación social frente a la soberanía estatal. El objetivo de Tapia consistía en tratar de comprender, y a la vez articular teóricamente, el movimiento de estiramiento que la política de autodeterminación impone al núcleo normativo del Estado. Su punto de partida estaba en la propia constitución material de Bolivia, a saber, en su heterogeneidad social constitutiva. Zavaleta Mercado, de quien Tapia reconoce una poderosa herencia, específicamente en relación con el contexto boliviano, propuso el concepto de sociedades «abigarradas». Sociedades en las que la formación de la unidad nacional se retrasa, en las que hay «resabios o resacas» por debajo del modo de producción dominante, yuxtaposición y coexistencia de distintos modos e incluso de distintas formas civilizatorias. Sociedades, y esta es la conclusión política, en las que siempre existe una cierta dualidad de poderes, aun cuando el efecto de dominación de uno de ellos se efectúe de modo aparentemente natural y se imponga como forma hegemónica.
Esta condición «abigarrada» de Bolivia, que Tapia llama «multisocietal», la coexistencia de civilizaciones —no solo de lenguas y culturas, sino de modos de producción, de formas sustanciales de relación social— abría en canal el problema de la democracia, discutida en la constituyente de 2006; planteaba el problema de la constitución del Estado como una realidad participada por la heterogeneidad constitutiva de la realidad boliviana. Volvamos sobre los límites de la Revolución Nacional del ‘52: la constitución de la nación a partir de la inclusión de todos en tanto ciudadanos, en tanto individuos y sujetos productivos (obreros, campesinos, trabajadores) en el marco dicotómico del Estado liberal, pero en absoluto en tanto comunidades o sujetos sociales autodeterminados. El problema de la democracia en las sociedades abigarradas es, pues, el de la coexistencia en plano de igualdad y por ende, añade Tapia, de «cogobierno», de estas realidades sociales heterogéneas.
Tapia articula esta propuesta en torno al concepto de «núcleo común». Del viejo proyecto de revolución nacional conserva, sin duda, la idea de la reapropiación (y por tanto de redistribución) de los recursos naturales, principalmente la tierra y las minas. Pero más allá de la «nacionalización», la cuestión del «núcleo común» reside en la reapropiación popular del Estado. La literalidad del concepto destila la superación del Estado como instancia separada de la sociedad. La problemática del núcleo común se propone, de hecho, como un modo de absorción de esta separación.
La democracia del «núcleo común» parece constituirse en múltiples procesos de autodeterminación, por así decir, federados y yuxtapuestos. Más allá, la idea de autogobierno deja incluso de estar relegada a las realidades comunitarias existentes —típicamente los pueblos originarios—, para ser resuelta en el marco de relación de estas comunidades con el Estado. Como tendencia, el Estado se disuelve en distintas formas de cogobierno, que acaban por comprender incluso los espacios urbanos complejos, o sea, aquel territorio que viene marcado por el «mestizaje». Con una sorprendente clarividencia, lo presuntamente arcaico —los pueblos originarios, tachados siempre de «premodernos»— se convierte en la forma actual del problema de la democracia, y que sirve incluso en su forma menos prevista —lo mestizo, lo híbrido—.
La forma constitucional de la democracia que proponía Tapia, basada en buena medida en las reivindicaciones de las comunidades indígenas y que iba mucho más allá del texto constitucional finalmente aprobado en 2009, estaba dirigida, por tanto, a estirar al Estado más allá de sus límites. Esta tensión debía desdibujar el monopolio político, al tiempo que otorgaba un nuevo protagonismo a las formas de democracia local, comunitaria y directa. Los viejos monopolios políticos —la jurisdicción unitaria, los canales institucionales de participación y sobre todo los partidos políticos— estaban llamados a tener un papel cada vez menos sustancial.
Obviamente pocas de estas propuestas, entendidas como la racionalización normativa de las demandas populares, fueron recogidas en el texto constitucional. Y todavía menos si se considera la eficacia práctica de las mismas frente a un gobierno cada vez más hostil. Durante el largo gobierno del mas se consolidó una típica forma gubernamental fundada en la absorción clientelar de una parte de los movimientos y de las organizaciones campesinas en los aparatos del Estado, el refuerzo del monopolio partidista de los canales institucionales y el pacto con un importante sector de la vieja oligarquía. Quedó así establecido un nuevo «bloque de poder», articulado en torno al partido de gobierno y su control de los aparatos de Estado. Este bloque venía participado por una parte de la vieja oligarquía latifundista, las nuevas élites provenientes de sectores populares —principalmente de los cocaleros y el cooperativismo minero— y algunos segmentos de capital extranjero que fueron reincorporados tras la nueva ronda de nacionalizaciones. Como en otros países de América Latina, durante la década de los dos mil Bolivia experimentó una fase de crecimiento económico que permitió una redistribución social relativa. La política desarrollista y extractivista tuvo su oportunidad gracias al crecimiento de la demanda de materias primas e hidrocarburos provenientes de las economías del sur y oriente de Asia.
El alejamiento, no obstante, de los elementos más activos de los movimientos respecto de los gobiernos progresistas y la sensación de «fraude» experimentada por muchos en relación con la experiencia institucional latinoamericana han empujado la reflexión hacia una superación decisiva del marco de la izquierda nacionalista latinoamericana y del correlativo horizonte nacional popular. La pregunta que orienta este esfuerzo teórico se concentra ahora sobre la forma de una nueva política, fundada en una estrategia general —y por tanto relativa a la cuestión del poder—, capaz de desbordar la centralidad del Estado, al tiempo que apuesta por las potencias de la autodeterminación social. Aparte del laboratorio boliviano y de los trabajos de Luis Tapia o de otras activistas teóricas como Silvia Rivera Cusicanqui, merecen destacarse las contribuciones del grupo de Raquel Gutiérrez, también exguerrillera katarista, pero que ha hecho un recorrido distinto al de Linera.
El trabajo del grupo de Gutiérrez parte de los límites de la estrategia nacional popular, de los límites y, a la postre, de la contradicción de la política de Estado, en tanto forma de la disputa primordial de lo universal, defendida por Linera. La política que piensa Gutiérrez se funda en las dinámicas sociales efectivas, inmanentes a la producción de la comunidad y de lo común en la vida social. Esta política, que define como «horizonte comunitario popular», se representa como una apuesta por la construcción y prolongación de la autonomía social. Autodefinida como una política no estadocéntrica —lo que no implica directamente antiestatal—, tiene su base en la potencia de la autodeterminación comunitaria. Lo «comunitario popular» se opone, así, a la integración (neutralización) de la autodeterminación en el marco estatal-nacional o, en otras palabras, en la política de Estado que «razona en la perspectiva de la estabilización del sistema de fuerzas y tensiones antagónicas».
El horizonte comunitario popular no gira, por tanto, alrededor de la «toma» del Estado o del partido como «otra figura» del Estado. Antes bien la «intervención institucional» —caso de requerirse— se concibe como un medio más de la propia autonomía social. Lo comunitario popular no trata de buscar así algún tipo de reconciliación con el monopolio político del Estado, sino que tiende a «producir-construir órganos o entidades políticas de regulación de la vida colectiva, a renovar y regenerar instancias políticas de autogobierno». La formulación del horizonte comunitario popular constituye una aproximación interesante a la figura del contrapoder, y seguramente una de las conclusiones más relevantes del largo ciclo revolucionario latinoamericano.