La política contra el Estado. Sobre la política de parte
Autor: Emmanuel Rodríguez López
Maquetación y diseño de cubierta: Traficantes de Sueños [taller@traficantes.net] Edición: Traficantes de Sueños
C/ Duque de Alba 13. C.P. 28012. Madrid. Tlf: 915320928. [e-mail:editorial@traficantes.net] ISBN: 978-84-948068-9-6 Depósito Legal: M-28639-2018
Índice
Agradecimientos 11
Prólogo 13
El problema. Primera aproximación 15
1. Autodeterminación 17
2. La autodeterminación y su prueba, la revolución 25
3. Soviets, räte, consejos 29
Respuestas i. El pueblo del Estado 47
4. Primer ensayo: Konservative Revolution 49
5. Segundo ensayo: el socialismo vuelve a Lasalle 65
6. Tercer ensayo: la democracia representativa 83
7. Una conclusión provisoria: la clase media como pueblo del Estado 97
Respuestas ii. La autonomía de lo político 99
8. Los años setenta o los nuevos soviets 101
9. La izquierda: aparato de Estado 115
10. Sobre la autonomía relativa del Estado 131
El problema. Segunda aproximación 149
11. Un debate boliviano 151
12. ¿Qué es una institución popular? 171
13. La figura del contrapoder 187
A modo de epílogo. Por una política de parte 201
Bibliografía 233
Agradecimientos
La idea de este libro surgió a partir de algunas discusiones sostenidas alrededor de Traficantes de Sueños y de la Fundación de los Comunes, en el tramo final del ciclo político iniciado en mayo de 2011. Su redacción vino motivada por el dinamismo de estos espacios y el infatigable trabajo de un área política poco o nada propensa a conformarse con los bloqueos de la actual coyuntura. La versión publicada fue ampliamente mejorada gracias a las aportaciones de Fernán Chalmeta Alonso, Mario Espinosa Pino, Brais Fernández, Paco Gaitán Pérez, Irene García Rubio, David Gámez Hernández, Beatriz García Dorado, Roberto Herreros Suárez, Isidro López Hernández, Ramón Montero Lange, Almudena Sánchez Moya y Nuria Vila Alabao.
Prólogo
Este libro se puede resumir en apenas cuatro tesis presentadas de momento como las líneas axiales de un cuerpo. Así, se propone:
1. Que vivimos en sociedades divididas o, si se prefiere en vieja lengua, sociedades de clases.
2. Que «política de clase» es aquella que se construye «de parte», en el polo (o polos) marginal(es) de esa división.
3. Que la política de clase, en tanto política «de parte», que aspira a existir y crecer, rechaza explícitamente la reconciliación (o integración) en la ficción unitaria, que en las sociedades divididas viene representada y está garantizada por el Estado.
4. Que la constitución de la política de parte, en tanto autoconstitución de nuevos sujetos políticos, tiende a confundirse con el proceso de creación histórica que antes llamábamos revolución, pero sin la promesa de un gran final que ponga a cero la historia. La historia es, antes bien, el tiempo infinito de este conflicto.
La política contra el Estado
Los dos centenares de páginas que siguen apenas son un desarrollo histórico —y a la vez teórico— de estas cuatro tesis. También constituyen una exploración de su oportunidad en los tiempos de un capitalismo en crisis o, lo que es lo mismo, de una sociedad que lleva demasiado tiempo encallada en sus propias contradicciones.
El problema. Primera aproximación
1. Autodeterminación
«La emancipación de los trabajadores debe ser obra de ellos mismos…». Con esta afirmación comenzaban los brevísimos estatutos de 1866 de la Primera Internacional. Seguramente ninguna otra idea ha resultado más evocadora y también más controvertida para los revolucionarios de distintas generaciones. La emancipación como trabajo de los propios aspirantes a emanciparse. Ninguna delegación en instancias salvadoras. Ninguna esperanza en otros poderes, en la inteligencia de ciertos sabios, políticos biempensantes u hombres de Estado. Nosotr*s por nuestros propios medios, con nuestra propia inteligencia, con la organización que sepamos construir, con el poder que fundemos a partir de nuestra alianza.
La autodeterminación es una respuesta inmediata que se desarrolla en cualquier conflicto. Cuando existe cercanía de cuerpo y de palabra; cuando es preciso tensar los músculos y el juicio, cuando fuerza e inteligencia se vuelven comunes; cuando las posiciones de los primeros aliados se desvelan, y los filántropos y reformistas muestran los límites de sus propuestas; cuando lo fundamental se carga nuevamente a espaldas de los que deberían capitalizar los logros de su lucha. Frente al paternalismo, frente a la delegación política, frente a la confianza en el Estado, la autodeterminación se realiza en una afirmación sencilla: «Primero nosotr*s sol*s», los obreros, las mujeres,
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los negros, los colonizados. Ningún movimiento ha conseguido labrarse buenos cimientos sin construir esa posición fundada en determinar separadamente qué nos pasa, qué queremos, cómo organizarnos.
La historia, sin embargo, tiende a confundir las intuiciones que acompañan los procesos de afirmación más radical. Los movimientos crecen, crean organizaciones, se enfrentan a sus adversarios, producen instituciones, acaban dotándose de instrumentos de representación, generan sus propias ideologías. Se vuelve fácil tomar la palabra —socialismo, feminismo, comunismo— por su contenido y representarla como si todavía latiese con su primer impulso. La historia de la política de parte es la historia compleja de la autodeterminación, pero también de su continua negación.
El significado de la autodeterminación se muestra en su práctica histórica. Es probable que ninguna de las corrientes que atravesaron el movimiento obrero fuera más fiel al enunciado de los estatutos de la Primera Internacional que el sindicalismo revolucionario. Desentendido de la construcción de los partidos socialistas dirigidos, la mayor parte de las veces, por ideólogos y políticos de profesión, el sindicalismo revolucionario se constituyó como la forma de organización de los obreros y las obreras de la época. En explícito rechazo a la subordinación del sindicato al partido, teorizada e impuesta en la Segunda Internacional, el sindicato se convertía en el modo de organización de la clase, pero también en el instrumento político de construcción de un específico poder de clase. Un poder que venía impreso en la fuerza sindical (la huelga) y en la ilustración obrera (la labor cultural e ideológica de los obreros organizados).
Alrededor de la «idea» del sindicalismo revolucionario se desarrollaron una docena de experiencias interesantes. Al menos tres de ellas llegaron a agrupar la parte más radical, y a menudo mayor, de sus respectivos países: la International Workers of the World (iww) en Estados Unidos, la primera cgt francesa y el anarcosindicalismo español que se consolidó en la fundación de la cnt de 1910. La iww fue derrotada en el auge económico de los años veinte, masacrada por el poder del Estado y la patronal más fuerte del planeta; sus restos (solo en parte) acabaron por dar cuerpo al efímero u.s. Communist Party. La cgt acabó absorbida hacia 1910 por el ala parlamentaria del socialismo. La cnt prolongó su vida hasta desembocar en la revolución que se inició a caballo de la Guerra civil. Con independencia de la suerte de cada una, merece la pena considerar, sea brevemente, las bases políticas del sindicalismo revolucionario.
La experiencia francesa, la menos conocida, fue sin embargo pionera a la hora de labrar una estrategia agresivamente antiparlamentaria y dogmáticamente obrera. Sus orígenes son modestos. La Tercera República Francesa, la «república de los profesores», de Zola y el affaire Dreyfus, se inauguró con el baño de sangre que segó la vida de 30.000 comuneros. Destruida la Primera Internacional y prohibida toda actividad a sus secciones, la organización proletaria sobrevivió en un estado de semiclandestinidad gracias a las precarias cámaras sindicales. Entre 1876 y 1879 tres congresos obreros se sucedieron animados por el cooperativismo y el mutualismo, lo poco que persistía de la vieja organización obrera. En 1879 una parte del movimiento promovió la construcción de un partido. Durante los diez años siguientes acabaría por consumarse la cesura del socialismo francés entre su dos ramas: la «política» y la «sindical».
De una parte, el «socialismo político» inició su particular vía de acceso al Estado. En aquel evocador lenguaje, todavía no demasiado retorcido, propugnaron «moralizar al Estado», esto es, promover la legislación laboral, los derechos sindicales y apuntalar el reformismo político republicano puesto a prueba en el affaire Dreyfus. La fragmentación del joven socialismo francés organizado en torno a media docena de líderes políticos representaba también la vitalidad del debate. La divergencia de posiciones, desde las más reformistas hasta las más revolucionarias, impidió en todo caso que se constituyera nada parecido a la socialdemocracia alemana. Mientras el socialismo francés —y por socialismo se debe reconocer principalmente la actividad de este grupo de profesores y periodistas— se encontraba con los límites de la acción parlamentaria y los problemas de su unificación política, que no se alcanzó hasta 1905 bajo el liderazgo de Jaurès, el sindicalismo en ciernes se articuló a partir de una vía completamente original.
Empujados a una acción errática, en el marco de un régimen político claramente dominado por la patronal y la aristocracia de Estado, los obreros organizados encontraron un recurso de organización en los márgenes de la arquitectura institucional francesa. En 1887, la municipalidad de París cedió un par de grandes locales como espacios de reunión obrera. Se constituía así la primera «bolsa del trabajo». Fue rápido su éxito. En 1892 existían 14 bolsas de trabajo. En 1900 había instituciones de este tipo en casi todos los departamentos de Francia. En ese año las bolsas agrupaban al 60 % de los sindicatos franceses y organizaban en torno a 350.000 obreros.
Las bolsas del trabajo eran instituciones anómalas. Su centro era un local alquilado o cedido por la municipalidad que formalmente servía de lugar de reuniones. Pero en realidad eran mucho más. Pretendieron organizar el mercado de trabajo desde el lado obrero. Cada bolsa trataba directamente con los patrones de la localidad: ofrecía trabajadores a tarifas y salarios convenidos por los sindicatos, desplazando a las agencias patronales y municipales de colocación. Para ello, las bolsas crearon su propia oficina estadística que contabilizaba las vacantes de cada población y en cada ramo de la industria. También trataron de organizar la movilidad obrera a través de ayudas al viaje y crearon fondos de socorro obrero para los parados, las viudas y los huérfanos. Además las bolsas se convirtieron en centros tanto de formación profesional —muchas de ellas se transformaron en una suerte de universidades laborales— como de formación política. Cada bolsa disponía de su propia biblioteca y ofertaba un programa de seminarios sobre economía política, sociología y socialismo. En las bolsas se podía acceder a la prensa sindical. En ocasiones la propia bolsa se encargaba de elaborar el periódico obrero local.
Entre 1890 y los primeros años del siglo xx las bolsas de trabajo fueron la principal herramienta del sindicalismo francés, muy por encima de la confederación sindical (cgt) fundada en 1895. Hasta 1900, año en el que las bolsas de trabajo se integraron formalmente en el sindicato, la cgt apenas vivió una vida errática y de escasa energía. Para sorpresa de quien acostumbra a considerar la historia y los movimientos a partir de siglas, direcciones políticas y grandes organizaciones, la fuerza de las bolsas de trabajo residió en su carácter local y federal, en su articulación como experiencia concreta, que producía resultados concretos en términos de poder e ilustración obrera.
Pero las bolsas no fueron simples instituciones de defensa obrera. Crecieron en el contexto de las grandes polémicas del socialismo de la época, la mayor parte de las veces en oposición a los socialistas parlamentarios. Fueron creadas explícitamente como instrumento para la afirmación de la llamada «vía económica»: la autorganización de los productores como única y verdadera fuerza de la clase obrera. En la base, estaba la idea de la huelga general, método revolucionario «inventado» en aquellos años. Y método que hasta 1905-1917 fue rechazado por ingenuo por los socialistas de partido. Conviene explicar bien este punto. La idea de la huelga general fue tomada por Sorel a fin de culminar la mitificación del espontaneísmo violento de masas. Gracias a Sorel la huelga general se convirtió en el muñeco de trapo que entre las élites intelectuales representaba la irracionalidad del sindicalismo revolucionario. Pero Sorel fue siempre un «intelectual», marginal también, por no decir principalmente, para los sindicalistas franceses.
La idea de la huelga general, que bullía en la cabeza de estos obreros y que estos discutían por sus propios medios en asambleas y libelos, distaba de ser una ingenuidad. Para los militantes sindicales la huelga general revolucionaria era el paso último de una larga preparación, de un lento proceso de acumulación de fuerzas. De acuerdo con Fernand Pelloutier, sindicalista y promotor de la Federación de Bolsas de trabajo, estas instituciones tenían un propósito revolucionario: «La ambición de constituir en el interior del Estado burgués un auténtico Estado socialista (económico y anárquico), de eliminar progresivamente las formas de asociación, de producción y de consumo capitalistas por medio de las correspondientes formas comunistas».
En tanto experiencia histórica, las bolsas de trabajo fueron un ejemplo singular de ilustración obrera, autonomía y replicación, de la primacía del logro concreto e inmediato sobre la abstracción de la representación política, de la potencia empírica de la lucha y de la intuición de un comunismo actual frente a la representación utópica e intelectual de la sociedad futura. No en vano, las bolsas tuvieron una notable capacidad de organizar y determinar la producción de parte de la clase obrera.
A comienzos de siglo, en el órgano de prensa de la cgt, La Voix de Peuple, Émile Pouget explicaba la razón y la potencia del sindicalismo revolucionario basado en la sola fuerza de la organización obrera y en su capacidad para modificar la ley, y a la postre derrocar al poder burgués. La vía económica del poder obrero frente a la «vía política» del socialismo parlamentario se imponía a través del sindicalismo y la huelga, y estos se podían comprender a partir también de otro concepto particular, la acción directa.
Pouget escribe: «La acción directa es el emblema del sindicalismo activo […] Significa que, frente a la sociedad actual que solo conoce al ciudadano, se alza ahora el productor […] la acción directa implica que la clase obrera apela a las nociones de libertad y autonomía en vez de someterse al principio de autoridad». «La acción directa, por lo tanto, es simple y llanamente acción sindical, libre de mezclas, limpia de impurezas, sin ninguno de esos topes que amortiguan los choques entre los beligerantes, sin ninguna de las desviaciones que alteran el sentido y el alcance de la lucha; es la acción sindical sin compromisos capitalistas».
Apenas hay aquí espacio para analizar la suerte del sindicalismo revolucionario francés: su increíble avance en la primera década del siglo xx, el amplio proyecto de reforma laboral y social que el Estado se vio obligado a poner en marcha, la derrota interna de los sindicalistas por los «parlamentarios» dentro de la cgt y su definitivo aniquilamiento en la Primera Guerra Mundial. No obstante, el sindicalismo revolucionario sirve aquí solo como primera aproximación. En su práctica concreta constituye uno de los ejemplos mejor documentados de la afirmación temprana de la política de parte: organización y medios de acción que constituyen la única superficie del poder de clase, sin mediaciones externas. Ciertamente, la política de autodeterminación obrera de principios del siglo xx, y con ella todas sus fórmulas —sindicalismo, acción directa, huelga revolucionaria—, se agotó en la prueba revolucionaria del primer tercio del siglo xx. Intuiciones parecidas o similares han brotado, no obstante, en cada experiencia nueva de los distintos movimientos de la segunda mitad del siglo xx: en las luchas de fábrica de los años sesenta y setenta, en distintos segmentos del feminismo, en la parte más radical del movimiento negro en eeuu, en el indigenismo político de América Latina… La afirmación de la determinación propia, el logro de una constitución autónoma, han sido para todos estos movimientos tanto el medio como el objetivo de su acción política.
2. La autodeterminación y su prueba, la revolución
La política se articula en un complejo juego de planos. La política de parte no opera nunca en el espacio vacío de su propia afirmación. Es «de clase» en tanto colisiona con la política del capital y se conjuga con la política de Estado. En tanto «de parte» se enfrenta a su adversario —la política del capital— al tiempo que no deja de combatir la ficción de Estado, la ficción de la totalidad. La política de Estado se esconde como bien común, «la política de lo universal» encarnada en el sentido último de lo estatal.
En la tradición revolucionaria de clase —en cualquiera de sus múltiples versiones—, la clase estaba llamada a imponerse a su adversario a través de un proceso de lucha más o menos largo. Este debía conducir a un desplazamiento final de la forma del universal político, esto es, del Estado. Así, por ejemplo, en la primera división del movimiento obrero —entre anarquistas y marxistas— en los tiempos de la Primera Internacional la discusión se cebó sobre las formas de organización, pero sobre todo en la posición que se debía tener frente al Estado tras el derrocamiento del poder burgués. Se trataba de una discusión anclada en la experiencia histórica.
La Comuna de París despertó en los socialistas europeos la primera reflexión práctica sobre la forma que podría tener un organismo político revolucionario. Fue también la primera prefiguración política del socialismo. En el informe-manifiesto al Consejo General de la Internacional, Marx descubre en la Comuna la imagen de la destrucción de los aparatos del Estado burgués, la recuperación de «todas las fuerzas que hasta entonces venía absorbiendo el Estado parásito». Pero si entre las grandes corrientes que arrancan de la Primera Internacional hay solo diferencias tácticas, estas acabaron por resolverse en la gran escisión del movimiento socialista.
Sea como sea, anarquismo y marxismo compartían la idea de que el comunismo era equivalente a la liquidación del Estado, en tanto institución separada de la sociedad, y a la instauración de la «comunidad universal» del libre acuerdo entre productores. Que el Estado fuera destruido en el propio acto de la revolución (anarquismo) o fuera destruido en un largo proceso de lucha dentro de la sociedad y del propio Estado (comunismo) no resultaba esencial. En ambos casos, la clase estaba destinada a ocupar el lugar de la totalidad. A este proceso se lo llamó revolución.
¿Podemos, no obstante, seguir fundando la política de clase —en los tiempos no progresivos de la crisis actual— sobre las viejas bases de la tradición revolucionaria? ¿Puede y debe el movimiento de autodeterminación ocupar el lugar de la totalidad, en el que se asienta la idea de Estado, aun cuando como realidad material siempre sea un conjunto institucional complejo y contradictorio? ¿Estamos condenados a intervenir en el marco real de un proceso inacabado de una totalidad nunca reunida, nunca completa?
La autodeterminación y su prueba, la revolución 27
En la respuesta a estas preguntas se debe considerar algo que la tradición revolucionaria ha tenido pocas veces en cuenta: entre la autodeterminación del sujeto múltiple de la clase y la revolución existe una discontinuidad. Este hiato tiene que ver con la posición de partida del sujeto —que es siempre «de parte»— y el lugar de la revolución —que es el lugar de la totalidad, de lo universal—. Tal intervalo se manifiesta en una serie de tensiones o problemas que afectan a todos los órdenes de la relación:
– En lo que respecta a la prefiguración del orden «revolucionario», y que se dibuja como un movimiento que va de la imposición «de parte» a la forma de una nueva totalidad. Esta cuestión ha sido tradicionalmente conocida como el «problema de la transición».
– En lo que se refiere a los medios de la revolución o, lo que es lo mismo, a la política de clase en la crisis revolucionaria. La revolución comprende, en efecto, toda una serie de retos complejos: quizás el principal sea el llamado «problema de la organización» del sujeto revolucionario, pero también resultan decisivas sus alianzas y sus modos de acción.
– En los «tiempos» de la revolución, que requieren tomar decisiones cruciales: cambios de rumbo que implican lecturas ágiles de la coyuntura y que suponen un movimiento no solo de la parte en tanto parte, sino de la parte como aspiración a una nueva totalidad social. Esta es la cuestión que en términos clásicos se conocía como el «problema de la dirección revolucionaria».
Ninguno de estos problemas parece haber encontrado una solución adecuada en la historia del siglo xx. Por eso seguramente la mejor la manera de volver a pensarlos es a través de su particular curso histórico, especialmente en la coyuntura que se despliega entre 1905 y 1939 y en la que, al menos en Europa, se bordea la posibilidad de una revolución socialista.
Pero antes conviene avanzar una cuestión que podemos resumir con una afirmación obvia y a la vez controvertida. En los tiempos del capitalismo en crisis, de la desvalorización del trabajo, y por ende de la pérdida de toda centralidad del trabajo, tanto la forma de la revolución como su relación con los procesos de autodeterminación de clase cambian completamente de sentido. Quizás, por esta razón, haya que verificar la pérdida de actualidad de la idea de revolución, aun cuando su caducidad no sea total. Todavía, efectivamente, se puede aprender de algunos de viejos problemas —como el de la «transición» hacia posibles configuraciones postcapitalistas—. Pero tras el largo siglo xx la forma política de la revolución ya no es concebible como una prueba definitiva, incluso como una serie de pruebas definitivas. Antes bien, la forma de la política actual parece condenada a una suerte de guerra civil permanente. Una guerra que conviene civilizar (democratizar) pero que nunca acaba con el conflicto entre partes. La autodeterminación —la creación de la «parte»— parece pues condenada a convertirse en un momento político inerradicable, un fuego que no se extingue. Volvamos al curso de esta historia.
3. Soviets, räte, consejos
El objetivo: la revolución. Su forma no está todavía determinada. En los tiempos de la Segunda Internacional el progresismo del capital se ha infiltrado hasta el tuétano del movimiento obrero. Ha generado una nueva ideología progresiva, el marxismo. El desarrollo de esta ideología se incrusta en la rápida expansión industrial de Europa occidental; expansión que coincide con el desarrollo de la gran industria y las primeras formas de integración de la clase en el Estado. De forma resumida, el marxismo certifica con «sello de ciencia» que el desarrollo del capital genera las condiciones de su superación. El golpe final vendrá con un simple empujón al árbol podrido y demasiado astillado de la sociedad capitalista. No hay razón para lamentarse. A su lado crece ya un retoño fuerte y sano: el socialismo. La discusión sobre el revisionismo no es más que la discusión sobre la forma de esta evolución: o el gradualismo progresivo (a lo Berstein) o la acumulación de contradicciones que terminará con un golpe obrero, quizás solo por medio de una victoria electoral (a lo Kautsky).
Contra ambas posiciones se reconoce una nueva izquierda. Esta reinventa y reinterpreta el marxismo heredado. Esa izquierda es impaciente, voluntarista, revolucionaria.
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Sus nombres jalonan el marxismo comunista del siglo xx: Luxemburg, Lenin, Gramsci, Pannekoek. El primer síntoma de que el «movimiento real» puede no ser tan paciente como desearían los viejos teóricos marxistas viene de las huelgas de masas de 1905. De Gibraltar a los Urales se desata una actividad frenética: huelgas en Cataluña, repetidos paros de la cgt francesa, huelga general en Bélgica, importantes agitaciones en buena parte de Centroeuropa, la primera Revolución rusa. Salvo excepciones, los líderes de la Segunda Internacional, sus partidos de masas, permanecen impasibles, casi al margen del movimiento. El protagonismo está en formas de acción desprestigiadas por los «marxistas» (el sindicalismo revolucionario en España y Francia) o tan rápidamente organizadas (los soviets y comités en Rusia) que parecen improvisadas.
El efecto, sin embargo, resulta impresionante. Rosa Luxemburg escribe, entusiasta, sobre las huelgas en Rusia y contra las pesadas inercias de la Segunda Internacional:
Si el elemento espontáneo desempeñó un papel tan importante en las huelgas de masas en Rusia no es porque el proletariado ruso carezca de la «suficiente preparación», sino porque las revoluciones no se aprenden en la escuela. Por otra parte, vemos cómo en Rusia esta revolución que le hace tan difícil a la socialdemocracia conquistar la dirección de la huelga, poniéndole la mano o quitándole la batuta, cómo esta misma revolución resuelve por sí misma todas las dificultades que el esquema teórico de la discusión en Alemania considera como la preparación principal de la «dirección»: la cuestión del «aprovisionamiento», de los «costes», de los «sacrificios».
Y también:
La concepción mecánica, burocrática y estereotipada solo quiere ver en la lucha el producto de la organización a un cierto nivel de fuerza. Por el contrario, el vivo desarrollo dialéctico ve en la organización un producto de la lucha.
Luxemburg fija una posición que llegará a ser clásica, y que será discutida por casi todos en la Segunda Internacional: celebra el «espontaneísmo» obrero, el movimiento de masas en su libre autodeterminación. Sus tesis no tardan en ser contestadas por otro izquierdista, Vladimir Ilich Lenin, que apenas tres años atrás había escrito un libelo célebre y dogmático, una suerte de antiluxemburguismo antes de Luxemburg, ¿Qué hacer?
Con independencia de los cambios de orientación de ciertas cuestiones tácticas y teóricas, Lenin había perfilado una idea particular de partido: separado de la clase, formado por sus «mejores elementos», vanguardia y motor político de la revolución. El Lenin de la crítica a Luxemburg es también el mismo Lenin que observa desde el exilio la experiencia del soviet de Petrogrado, y que deja que a su propia organización se le escape aquella experiencia. La dogmática política de los bolcheviques en 1905 pretendió plegar el programa y la dirección del soviet —de ese gigantesco órgano de masas— a la pequeña estructura de su partido. Ese «error» no volvería a repetirse, no al menos de ese modo.
Y sin embargo, el debate entre Lenin y Luxemburg, y en general de la izquierda de la Segunda Internacional, es un debate mal planteado. Entre el espontaneísmo de clase y la afirmación del partido se pierde el entendimiento concreto, práctico, de la experiencia de 1905. Caso de mirar a España o a Francia, los socialdemócratas apenas podían entender la tradición de la huelga general revolucionaria, que venía de la mano del sindicalismo revolucionario. Caso de considerar la experiencia rusa, apenas podían entender aquel movimiento, presuntamente primitivo pero que contaba ya con 20 años de experiencia y organización por medio de cajas de resistencia, comités y comisiones. La forma del soviet era la forma extendida de aquellos comités en una situación de huelga general.
A Lenin le costó corregir, pero lo hizo. De 1905 extrajo una importante enseñanza: la revolución se cabalga, no se dirige. Aquello a lo que el partido tenía que atender era a la explosión caótica de las luchas y de las nuevas instituciones revolucionarias. La enseñanza de Lenin se convirtió en receta: primero había que «estar», y solo luego orientar y controlar los órganos de masas que horadaban el curso vivo de la revolución. El partido debía empujar, consolidar y solo finalmente dirigir estos órganos de masas. Así fue en 1917, cuando en la explosión de los soviets y de los comités de empresa los bolcheviques jugaron un papel primero minoritario, luego creciente y finalmente dominante en la mayoría de los consejos. Lenin tenía razón: su intimidad con el proceso revolucionario dotó al partido de la capacidad de leer cada fase, de testar los ánimos y finalmente de escoger el momento decisivo de la toma del poder del Estado, octubre de 1917.
En toda Europa, a partir de 1905, pero sobre todo de 1917, la cuestión para todo revolucionario consiste en determinar qué son y qué pueden esos órganos de la revolución obrera: los soviets, los räte, los consigli operai, los consejos de fábrica. La experiencia rusa del ‘17 contagia Europa como una nueva forma de peste. Entre 1918 y 1921 los amagos revolucionarios se multiplican. En todos ellos juega un papel decisivo el control obrero de las fábricas y el territorio, la expropiación y autogestión proletaria de las fortalezas industriales. Hay sin duda discontinuidades entre las experiencias occidentales y los soviets rusos, entre el proletariado urbano de sociedades con más de 100 años de tradición industrial y el proletariado eslavo recluido en unas pocas islas urbanas en el vasto océano campesino del mayor imperio de la Tierra. Pero a pesar de las distintas modalidades del consejismo europeo, la tendencia parece similar: los obreros toman las fábricas, deciden directamente sobre la producción y tratan de imponer órganos de decisión autónomos sobre el territorio, principalmente en los municipios.
Los soviets se articulan como una resultante propiamente política de la autorganización obrera; una extensión del autogobierno de la producción al pueblo, el barrio o la ciudad. Así fue en Petrogrado, en Moscú, en Turín e incluso de forma más atenuada en Hungría y Baviera. La pregunta de los revolucionarios es, por tanto, parecida: ¿qué son los soviets, qué son los consejos, en su aspecto más decididamente revolucionario? ¿Órganos de lucha, instrumentos de gestión obrera o algo más grave e importante: la prefiguración de un nuevo orden político y social?
El espacio político de la vieja socialdemocracia, dividido por la guerra, se vuelve a escindir frente a la experiencia consejista. Los bolcheviques lo entienden a su modo: los soviets son el «embrión del Estado obrero». La Revolución rusa es en 1917 la revolución soviética, la revolución de los soviets, de los órganos de masas emanados de la autodeterminación obrera. Veremos luego lo que esto significa cuando el autogobierno de los soviets se contrasta con la «dirección» del partido comunista.
Las opiniones de los revolucionarios europeos se dividen. Los viejos socialdemócratas apenas consideran los consejos como una forma transitoria en la instauración de las instituciones republicanas. El trágico episodio de la represión de los espartaquistas por los Freikorps, las milicias prefascistas nutridas por los excombatientes nacionalistas y liberadas por Noske, es significativo de dónde quedó establecido el límite a la acción de los consejos. Pero incluso la izquierda socialista se ve atrapada ante una institución que apenas comprende. Como casi siempre, entre un haz de luz y una zona de sombra, Luxemburg critica a los bolcheviques por empujar a los soviets por encima de las instituciones democráticas y, al mismo tiempo, en un salto vertiginoso, previene acerca de la «degeneración burocrática» de la experiencia rusa.7 Adler, el austriaco, reconoce en los soviets la forma de una nueva democracia, capaz de integrar a la clase. Apresuradamente, sin embargo, considera el interregno consejista como una forma transitoria en la civilizada Centroeuropa, una suerte de transición de la democracia a la democracia.8 ¡Qué lejos quedaban en su imaginación las aberraciones nacionalsocialistas! El joven Korsch, todavía enrolado en las filas de la socialdemocracia, apenas es capaz de pergeñar un «programa de socialización» consistente en un régimen de cogestión entre el Estado y los órganos obreros de sus propias fábricas.9
Incluso entre sus mejores elementos la socialdemocracia alemana parece perdida ante los hechos rusos, chapoteando
de Defensa de la República de Weimar, por ende, responsable de la represión. Pero en realidad, Noske fue solo el último eslabón en la evolución de la socialdemocracia alemana y del marxismo ideológico de la Segunda Internacional, aquel que atendía única y exclusivamente a las condiciones objetivas y que plegaba toda acción voluntarista a esa particular ley de la determinación histórica.
7 He aquí la cita más conocida: «Lenin y Trotsky han sustituido las instituciones representativas, surgidas del sufragio universal y popular, por los soviets, como única representación auténtica de las masas trabajadoras. Pero al sofocarse la vida política en todo el país, también la vida de los soviets tiene que resultar paralizada. Sin sufragio universal, libertad ilimitada de prensa y de reunión y sin contraste libre de opiniones, se extingue la vida de toda institución pública, y se convierte en una vida aparente, en la que la burocracia queda como único elemento activo». Rosa Luxemburg, La revolución rusa en Obras escogidas ii, Madrid, Ayuso, 1978 [1918], pp. 143-144.
8 Véase especialmente Max Adler, Consejos obreros y revolución, México df, Grijalbo, 1972 [1919, Die Neue Zeit] y la serie de conferencias reunidas en Democracia política y democracia social, México df, Ediciones Roca, 1975 [1926].
9 K. Korsch, ¿Qué es la socialización?, Barcelona, Ariel, 1975.
en su particular incapacidad de traducir el espíritu de la revolución de los soviets a la agitación de los obreros alemanes, que trataban de empujar la experiencia consejista más allá del dominio del ala moderada de la socialdemocracia. La inteligencia revolucionaria alemana acudió a la crisis de 1918 particularmente mal preparada. Y solo cuando el curso de los acontecimientos siguió radicalizando la situación (entre 1919 y 1921) logró imaginar, de nuevo a caballo de la insurrección obrera y de la ayuda de los holandeses (Gorter, Pannekoek), otra forma de abordar el problema.
De entre la izquierda marxista europea, quizás solo el grupo de Gramsci, organizado alrededor de la revista L’Ordine Nuovo, supo vislumbrar la ruptura contenida en los consejos respecto a la papilla ideológica —marcadamente cientifista y determinista— con la que se alimentaba la Segunda Internacional. La comprensión gramsciana tiene una razón empírica poderosa. Esta reside en el lugar político de la reflexión: Turín, la gran ciudad fábrica del norte de Italia, la ciudad de los consejos. Allí Gramsci se pregunta: «¿Hay en Italia, como institución de la clase obrera, algo que pueda compararse con el soviet, que tenga algo de su naturaleza? ¿Algo que nos autorice a afirmar: el soviet es una forma universal, no es una institución rusa, exclusivamente rusa; el soviet es la forma en la cual, en cualquier lugar en que haya proletarios en lucha por conquistar la autonomía industrial, la clase obrera manifiesta esa voluntad de emanciparse, el soviet es la forma de autogobierno de las masas obreras; existe un germen, una veleidad, una tímida incoación de gobierno de los soviets en Italia, en Turín?».
En la pregunta está contenida la innovación gramsciana pero también los límites de su respuesta. Para el grupo de L’Ordine Nuovo el consejo es la forma del autogobierno de clase, su expresión política más acabada. No hay entre los italianos ninguna concesión a la democracia burguesa: la clase obrera sola, en su propia autodeterminación. El consejo obrero «representa el esfuerzo perenne de liberación que la clase obrera realiza por sí misma, con sus propios medios y sistemas, para fines que no pueden ser sino los suyos específicos, sin intermediarios, sin delegaciones de poder a funcionarios ni a politicastros de carrera». Prefiguración acabada del Estado obrero.
Y sin embargo, en el país de los soviets, donde los consejos no se limitaron a una región, donde hasta en la última fábrica del país se constituyó un comité de fábrica y en donde en buena parte de las aldeas todavía persistía la vitalidad de la comuna agraria —la asamblea del mir, el sjov—, la nueva institucionalidad revolucionaria se topó con la creciente competencia de un Leviatán glotón y sobrealimentado. A la contra de las primeras intenciones bolcheviques, el Estado obrero no se construyó a partir de los soviets, sino que los engulló. La trampa de la soberanía llevó una y otra vez a su único depositario —el Estado, refundado como socialista— a imponerse sobre toda competencia. Los soviets y las organizaciones directas de control obrero eran efectivamente sus competidores. El Estado socialista fue muy pronto reconocido como el hijo o el nieto crecido del Estado zarista.
La razón del desastre estaba ya en la consigna de 1917: «Todo el poder para los soviets», pero solo hasta que el partido se hubiera hecho con los órganos del Estado, hasta que el partido se hubiera hecho con el control de los instrumentos de coordinación de los propios soviets. Entonces, finalmente, el poder de los soviets y el poder del partido coincidirían; y entonces los primeros se volverían completamente prescindibles. La transición se produjo muy rápido. Tras la progresiva eliminación de los otros partidos de la democracia soviética (mencheviques, social-revolucionarios, anarquistas), los soviets, dominados exclusivamente por los bolcheviques, quedaron como organismos inanes frente a la rápida expansión de los órganos políticos del Estado.
En el curso de unos meses, el proceso de centralización exterminó hasta la raíz la autonomía proletaria. Apenas unos días después del golpe de octubre, los comités de fábrica, que en algunos casos tomaron directamente las fábricas y en otros impusieron sus condiciones a lo que quedaba de la vieja dirección, se vieron obligados a un nuevo forcejeo con el Estado. El decreto de nacionalizaciones de 14 de noviembre de 1917 era taxativo: «Nacionalización es control estatal». Por ley, por la nueva ley «soviética», los comités quedaban relegados a ser meros órganos de fábrica, sometidos a los sindicatos. Al mismo tiempo, el nuevo Consejo Supremo de Economía Nacional (vsjn), el Vesenja, incrementaba rápidamente sus funciones. Para los obreros de los comités, que todavía se defendieron durante unos meses, la sindicalización suponía convertirse en simples órganos de disciplina obrera. Sin autonomía, la democracia proletaria estaba condenada.
El argumento de la política de estatización, eufemísticamente llamada de «control obrero» —de qué modo resuena todavía hoy este argumento—, recalcaba la necesidad de disciplinar a los trabajadores influidos, de cuando en cuando, por el mal «pequeño burgués» de la pereza y la anarquía. Había —se decía— que centralizar la producción industrial en las duras condiciones de una revolución incipiente. (Ojo a los pretextos y a la velocidad del proceso: estamos en los primeros meses de 1918, todavía no ha estallado la guerra civil.) Pero el remedio resultó peor que la enfermedad. La organización centralizada de la economía dejó a las empresas sin suministros y a los obreros
Oskar Anweiler, Los soviets en Rusia… op. cit. También el célebre libro de
Charles Bettelheim, Las luchas de clases en la urss. Primer periodo (19171923), Madrid, Siglo xxi, 1976. La obra de Bettelheim resulta especialmente sugerente en la medida en que la crítica se desenvuelve dentro del marco del leninismo, esto es, dentro de la primacía de la inteligencia y la dirección política del partido. Bettelheim interioriza el análisis político y de clase del propio Lenin, a fin de realizar una suerte de crítica leninista de la Revolución rusa. Una crítica a la postre incapaz de desentrañar las contradicciones del leninismo en su lectura práctica de la revolución, y por eso mismo verdaderamente interesante.
sin iniciativa. La mayor parte de las industrias cerraron. Durante el periodo del comunismo de guerra iniciado en la primavera de 1918, las cosas todavía fueron peor.
La única crítica posible, el único espacio de libertad revolucionaria, queda reducido al estrecho perímetro del partido. Pero ni esto dura mucho. La discusión de 19201921 tiene un carácter especular y residual respecto a la vitalidad revolucionaria de 1917. Valga aquí la célebre polémica respecto a los sindicatos encabezada por la Oposición Obrera en el X Congreso del Partido Comunista Ruso de 1921. Los argumentos de la Oposición, de Kolontái en primer lugar, se resuelven con un buen diagnóstico: burocratización, verticalización, pérdida de pie en la clase obrera, asfixia de la iniciativa y la creatividad obreras. Del otro lado, la respuesta de los líderes bolcheviques a la Oposición refleja hasta qué punto el camino emprendido por el partido-Estado es irreversible. Trotsky, demente, propugna todavía la estatización de los sindicatos: sigue coqueteando con la idea de la militarización. Lenin, en uno de sus ramalazos salomónicos, concede a la Oposición cierto grado de verdad en sus argumentos, pero los considera inconvenientes. Acusa a Kolontái y a Shliápnikov de no entender el problema del poder —de la conservación del poder—. Los sindicatos no deben ser los gestores de la producción, sino «meras escuelas de comunismo», cualquier cosa que esto sea.
Obsérvese, además, la debilidad de las propuestas de la Oposición Obrera: «proletarizar el partido», otorgar un nuevo protagonismo a los sindicatos como organismos de control de la producción. Incluso los críticos constatan que ya no hay nada fuera del partido y sus sindicatos. La propuesta de la Oposición, en tanto representante de «las masas obreras organizadas en sindicatos y que no se ha dispersado a través de las administraciones del Estado», solo podía sustituir una burocracia por otra; todo lo más, otorgar ciertos poderes especiales a una suerte de nueva élite sindical. Las consecuencias del Congreso de 1921 fueron definitivas. La «disciplina autoimpuesta» liquidó la libertad de discusión interna y suprimió las facciones dentro del partido. Nunca más habría oportunidad para la oposición interna. Un partido unificado y disciplinado, un Estado centralizado e incontestable. Así quedaba cancelada la libertad política.
1921 fue el último año de la revolución. Esta se clausuró dentro del partido bolchevique, pero sobre todo fuera. A finales del invierno fueron masacrados los marinos de Kronstadt, la base militar que abre Rusia al Báltico. Se trataba de los mismos marinos y obreros que en 1917 conquistaron y expresaron el sentido más alto de la revolución, y que durante los años siguientes fueron celebrados como «la aurora» de la combatividad revolucionaria. Los mismos marinos que entendieron hasta la raíz el significado político de su propio soviet y que a mediados de 1917 declararon en asamblea solemne: «El único poder en la ciudad Kronstadt es el soviet de diputados obreros y soldados […] El gobierno central no tiene el mínimo derecho a inmiscuirse en la vida de una determinada unidad territorial ni tampoco el derecho de tomar decisiones que afecten a células aisladas y no al Estado como totalidad». En 1921, los marinos y obreros de Kronstadt pedían el restablecimiento de la democracia de los soviets, la libertad de propaganda y prensa, la liberación de los presos políticos y el cese de las requisas de grano, que habían traído un hambre exterminadora a las poblaciones urbanas.
Con la represión de Kronstadt, con la de la majnóvschina un poco después, la Revolución rusa perdió su última oportunidad. La esperada «tercera revolución», que debía empujar a los jacobinos con nombre de bolcheviques más allá del comunismo de Estado —hacia la verdadera «comunidad universal»—, quedó frustrada en las urgencias de la política ferozmente realista del nuevo Estado socialista.
Poco antes de morir, Lenin deja en testamento un puñado de artículos y manuscritos. Allí avisa del carácter de Stalin. En diciembre de 1922 escribe su famosa adenda a su última carta pública, la misma que luego se decidió no leer en el XIII Congreso del partido con consecuencias políticas dramáticas. Las siguientes líneas no dan lugar a equívocos: «Stalin es demasiado brusco […] Por eso propongo a los camaradas que piensen la forma de pasar a Stalin a otro puesto y de nombrar para este cargo a otro hombre que se diferencie del camarada Stalin en todos los demás aspectos solo por una ventaja, a saber: que sea más tolerante, más leal, más correcto y más atento con los camaradas, menos caprichoso, etc.».
La lucidez del líder bolchevique se agudiza en estos últimos escritos. Critica también la tendencia a la burocratización del partido-Estado, acusa la falta de experiencia y la improvisación, la necesidad de aprender y formar a los cuadros revolucionarios, ahora encargados de la gestión estatal. En el que seguramente fue su último artículo fundamental, aparece además una reivindicación imprevista: el cooperativismo de Robert Owen. «Tenemos derecho a afirmar —escribe— que, para nosotros, el simple desarrollo de las cooperativas es idéntico […] al desarrollo
noviembre del año anterior, cuando los rojos asesinaron a más de mil majnovistas después de seis meses de lucha conjunta contra el ejército blanco de Wrangler. No obstante, el final del Territorio Libre de Ucrania solo se produjo en agosto de 1921, tras una espectacular ofensiva de los anarquistas. La persistencia de esta experiencia durante tres años y su continua alimentación con unidades del ejército rojo, que desertaban del mando de Trotsky, da prueba también de las trágicas contradicciones de la Revolución rusa.
del socialismo». Si Owen y tantos otros en el siglo xix habían resultado antes de 1917 tan irrisorios y anacrónicos era porque no habían antepuesto la lucha política a la forma ideal del socialismo; porque habían sido demasiado utópicos y nada realistas. Pero la urgencia del tiempo de la lucha política, de la conquista del Estado, se había cumplido en la urss. Ahora, por fin, era el tiempo del cooperativismo y de Owen. Cumplida la revolución política, señala Lenin, se requería una revolución cultural, la misma revolución antropológica que debía empujar a obreros y campesinos a un régimen de autoadministración y autogestión. Demasiado tarde. En 1923 el partido había extinguido las fuerzas creativas de la revolución. En torno a él no quedaba nada capaz de reemprender el camino.
Pero el capítulo revolucionario del primer tercio del siglo xx apenas quedaría resuelto caso de no atender a la suerte de la revolución en Europa. Esta se pierde también demasiado rápido, en 1921 ya no quedaban sino rescoldos, como en Rusia. Poco antes, no obstante, en medio de la esperanza de un gran contagio, se produce la última gran polémica comunista. Los pc todavía recogían entonces las fuerzas revolucionarias de medio mundo, hechizadas por el resplandor de 1917.
A mediados de año, la Tercera Internacional impone las draconianas 21 condiciones para la adhesión al nuevo partido comunista mundial. En la sala de máquinas de la aurora comunista, un pequeño grupo de bolcheviques con centro en la urss decide sobre la política que deben llevar a cabo las delegaciones de cada país. El punto decisivo es Alemania: allí el desánimo es grande tras el doble fracaso de 1918 y la República de Baviera. En el viejo país de la socialdemocracia, los comunistas discuten, piensan sobre las oportunidades de la revolución alemana, sobre las tácticas y sobre la forma del partido. La polémica iniciada por Luxemburg acerca de los «jefes» y la «dictadura de partido», que sustituye a la libre iniciativa de la clase, genera malestar contra la disciplina rusa. Los comunistas alemanes tienden a la división entre los de fidelidad estricta a los soviéticos y los que deciden apostar por una modalidad propia, sin centralismo democrático y sin concesiones a la república burguesa —sobre la base de la crítica al parlamentarismo y a la participación electoral—. Los primeros se quedan en el kpd, el Partido Comunista de Alemania. Los segundos crean el Partido Comunista Obrero de Alemania (kapd) y la Unión Obrera (auu), también participada por anarcosindicalistas. Ambas organizaciones agrupan en principio a más cuadros, más inteligencia y más adhesiones que los filobolcheviques. Las cartas de un nuevo comunismo (consejista) parecen echadas.
Ante el riesgo de la formación de un competidor, Lenin desplaza todo su peso en la polémica. En abril de 1920, mes de la escisión alemana, escribe La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo. Con el estilo cáustico y burlón del polemista, afirma una y otra vez la autoridad de la Revolución rusa, convertida en modelo universal: «La experiencia ha demostrado que, en algunas cuestiones esenciales de la revolución proletaria, todos los países pasarán inevitablemente por lo mismo que ha pasado Rusia». Azota a los revolucionarios europeos para que se dejen de «palabrerías», opten por aprovechar la vía parlamentaria, intervengan en los sindicatos socialistas, confirmen la superioridad del partido sobre el sindicato y sobre todo dejen de insistir en la crítica a «los jefes» y a la burocracia, convertidas en «palabrejas de moda».
Uno de los holandeses que entonces animaba el nuevo comunismo de consejos, Herman Gorter, contesta amablemente al panfleto de Lenin. Le conmina a pensar realmente las condiciones de la revolución en Occidente y a dejar de traslapar el modelo ruso a un país industrial como Alemania. Allí los obreros están solos, no tienen aliados potenciales en otras clases (no hay campesinos pobres), las «otras» clases (campesinos propietarios, pequeña burguesía, funcionarios) están plegadas al capital financiero, condenadas por ende a ser aliadas del mismo hasta el final. Por eso, la cuestión alemana se dirime dentro de la clase proletaria. Su potencial descansa ante todo en una cuestión de calidad, la formación de organizaciones revolucionarias capaces y homogéneas. Los obreros alemanes no pueden contar con los sindicatos, completamente burocratizados. Deben probar a crear nuevas organizaciones de fábrica que, como en Inglaterra (shop stewards, comités de taller), se organicen a partir de los obreros de cada fábrica, a la contra de la estructura corporativa y de oficio de los sindicatos. Gorter exige a Lenin que respete y sobre todo apoye el proceso de autodeterminación de la clase obrera alemana, sin imponerle condiciones ajenas, sin la «política de jefes» que aplica por sistema la Tercera Internacional.
La polémica quedó zanjada en la división de los comunistas alemanes y en la última acción revolucionaria de 1921. Empujada por los probolcheviques, esta acabó en desastre. Gorter, sin éxito, se encargó de recordarle a Lenin, en una nueva carta, el error de imprimir la experiencia rusa sobre la realidad alemana. Pocas divisiones resultaron tan nefastas. A la postre, los juicios negativos de Lenin y Gorter resultaron ciertos. La izquierda de los consejos acabó reducida a la marginalidad en la Alemania de Weimar. Los partidos comunistas oficiales terminaron subordinados a Moscú. Sumidos en la obediencia y en el oportunismo, practicaron la errática política de la Tercera Internacional incapaz, a la postre, de detener el avance del fascismo.
A excepción del capítulo español de 1936-1939, la revolución europea concluyó en fracaso en 1921. La gran experiencia de los consejos, que dio forma a la imaginación revolucionaria, fue objeto de una revisión que todavía no ha sido analizada por completo. La intuición bolchevique, de inspiración libertaria, que observó en los soviets el Estado embrionario del futuro, fue desechada. En la práctica, los bolcheviques lo apostaron todo a reconstruir la maquinaria del Estado zarista, incrementando todavía más su vieja propensión a los controles centralizados y a la burocratización de los procedimientos.
En Europa occidental, los «consejistas» de primera hora se dividieron. Los bolchevizantes, como Gramsci, revisaron la experiencia consejista a partir de su fracaso. El Gramsci que siguió a la derrota de los consejos fue el mismo que, de acuerdo con la célebre expresión de Lenin, «torció el palo», esta vez en la dirección de «bolchevizar» al nuevo Partido Comunista Italiano. A partir de 19221923 marginó a los bordiguistas y trató de centralizar la dirección. En sus reflexiones posteriores sobre el periodo consejista se encuentra una y otra vez la cuestión del partido «ausente», la pasividad de los socialistas, la inmadurez de los comunistas. También la debilidad e insuficiencia, a posteriori, de los consejos como embrión del Estado obrero. En los años veinte la nueva estrategia gramsciana se fue elaborando menos a partir de la autodeterminación de clase, que del papel asignado a los obreros industriales como polo hegemónico de un bloque social complejo. Gramsci empezaba a proponer una vasta alianza que debía incorporar a los campesinos del sur y a una parte de las clase medias empobrecidas. La veleidad consejista apenas volvió a aparecer en su pensamiento. El nuevo proyecto consistía también en «hacer Estado», pero no a partir de los consejos, sino de empujar las aspiraciones de las clases populares hacia formas estatales por medio del partido y sus intelectuales orgánicos. Sin duda el pensamiento de Gramsci fue la mejor traducción de la experiencia bolchevique a Europa occidental.
De otra parte, y como ocurre tantas veces en la resaca de una revolución, aquellos que se mantuvieron fieles a la experiencia de los consejos dedicaron lo mejor de sus energías a formalizar un proyecto que había perdido su tiempo. En Holanda, bajo la ocupación nazi y con la esperanza de que, como en 1917, la guerra volvería a desatar el movimiento revolucionario, el ya viejo Anton Pannekoek escribió un prolijo volumen titulado Los consejos obreros. Con afán de sistematicidad, Pannekoek describe aquí el «sistema consejista» que serviría de base para la construcción de una sociedad emancipada y postcapitalista. Antes que un programa, el libro se debería catalogar dentro de la tradición utopista, en el mejor sentido de la palabra.
Otro de los consejistas, Paul Mattick, con menos esperanzas, y por las mismas fechas que Pannekeok, ofrecía un juicio mucho más severo:
El siglo de lucha de la clase que dejamos detrás de nosotros desarrolló un conocimiento teórico inestimable; encontró galantes palabras revolucionarias en desafío de la demanda capitalista de ser el sistema social final; despertó a los obreros de la desesperación de la miseria. Pero su lucha efectiva estaba dentro de los límites del capitalismo; era la acción a través de la mediación de los dirigentes y solo buscaba poner amos blandos en el lugar de los duros.
[…]
Lo que todavía existe allí en la forma de partidos, sindicatos de oficio e industriales, frentes obreros y otras organizaciones, está tan completamente integrado en la forma de sociedad existente que es incapaz de funcionar de otro modo que como un instrumento de esa sociedad. Un renacimiento del movimiento obrero es concebible solo como una rebelión de las masas contra «sus» organizaciones.
Respuestas i. El pueblo del Estado
4. Primer ensayo: Konservative Revolution
Los años que siguieron a 1905 fueron los del gran miedo. Como un animal asustado que busca refugio frente a la tormenta, el debate burgués siguió al debate obrero. Atrás quedaban los buenos tiempos del Estado liberal, del parlamentarismo bien establecido de las distintas fracciones de la burguesía. La tumultuosa política de masas había llevado sucesivamente a la ampliación del sufragio, la creación de gigantescos partidos de masas, el ensayo de las nuevas retóricas populares. El viejo Estado liberal se empezaba a probar como democracia de masas. La irrupción de la muchedumbre, glorificada por algunos, fue temida por la mayoría burguesa como el mensajero de una gran catástrofe.
La Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra que dejó en los frentes veinte millones de jóvenes cadáveres, fue el espejo invertido de la política de masas: la guerra total. Resultó ser una prueba decisiva. Aquellos encargados de organizar y promover las emergentes culturas nacionales, elemento apenas disimulado de las clases propietarias, perdían la confianza en los viejos mecanismos de gobierno. La larga marcha de la burguesía hacia el conservadurismo político culminó en 1917. Apenas se recordaba ya la época heroica de las revoluciones liberales. En el futuro, se observaría con temor la nueva aurora de la revolución proletaria. El fantasma que recorría Europa desde 1848 se
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había materializado, al fin, en el reino de los soviets que amenazaban desde Oriente.
¿Cómo seguir apegados al parlamentarismo, se preguntaban esos buenos burgueses, cuando este se ha vuelto un instrumento de la «política de parte», de la parte mugrienta y bárbara, de los proletarios y de los pobres? Los intelectuales, «invento» liberal, al menos la mayoría no alineada con el movimiento obrero, reaccionaron con visceralidad ante el desafío de la irrupción del populacho convertido «en parte». Nunca antes en la historia moderna afirmaron con tal unanimidad su rechazo de la «masa», y lo que concebían como su inalterable consecuencia: la promesa mesiánica de una comuna universal de libres e iguales.
Desde los trabajos de Le Bon y Tarde a finales del siglo xix, hasta la mirada, a medias asqueada, a medias curiosa, de Ortega y Gasset, la mayoría intelectual certificó la emergencia del nuevo problema social, la «masa», que ocuparía a las disciplinas de la naciente ciencia social. Así, la emergente psicología social registró los apetitos irracionales, pasionales y gregarios de esas masas. La sociología constató la importancia de los nuevos medios de comunicación (la prensa diaria, las revistas, la radio), de los espectáculos masivos, de la publicidad y la propaganda. En el pensamiento político, la revuelta oligárquica se expresó primero como una afirmación conservadora y obvia: las élites son el sujeto único y la sustancia de la política de Estado. Se certificaba así que ninguna promesa democrática podría desplazar el hecho fundamental de la clase política (G. Mosca) y que la política es, sobre todo, un asunto de circulación de élites (V. Pareto). Desde entonces, lo que hoy llamamos ciencia política se constituye, principalmente, como una teoría de las élites.
En este caldo, hecho de prejuicios y nuevas ciencias, de pánico social y cientifismo, se elabora la revolución conservadora. Su origen está en la reacción política mencionada. El socialismo y sus aspiraciones igualitarias eran el adversario obvio. La célebre ley de hierro de las oligarquías de Robert Michels fue, por ejemplo, explícitamente diseñada como un alegato contra la posibilidad de la autodeterminación obrera. Michels trató de explicar que a pesar de los esfuerzos, loables, de organización de la clase obrera, estos conducían inexorablemente a la formación de una clase de dirigentes de hábitos pequeño burgueses, más preocupados por su autoconservación que por representar a los obreros. Nada nuevo respecto a la crítica que ya hicieran los sindicalistas revolucionarios. Nada salvo su rango de ley social: la democracia —y también la aspiración de democracia obrera— degeneraba inevitablemente en oligarquía. La tendencia elitista de lo político era simplemente insuperable. La experiencia de los partidos socialdemócratas de antes de la Gran Guerra, que le sirvió de campo empírico, parecía confirmar las predicciones de Michels.
La reacción intelectual venía a constatar, no obstante, poco más que el dominio del hecho elitista en la esfera de lo político, en la esfera del Estado. Los neoelitistas no fueron capaces de escribir el vademécum de la política de masas. Si quería ser eficaz, la reacción conservadora debía partir de la política moderna, esto es, de la democratización de la vida social y política, de la irrupción del populacho. La contrapolítica elitista tenía, necesariamente, que ser política de masas. La Gran Guerra y sobre todo 1917 abrieron esta posibilidad.
La inspiración para la nueva teoría provino de la práctica, aquella de los grupos ultranacionalistas nutridos por universitarios ardientes y por las agrupaciones paramilitares formadas por excombatientes sonados y resentidos. Völkisch, románticos, modernistas irracionales, antisemitas, organizados a partir de una particular reapropiación de las formas del movimiento obrero, compusieron los primeros elementos de una fuerza política nueva, que alcanzó su primera síntesis en el fascismo italiano. Las pruebas a su poder, a su presunta eficacia social, se presentaron muy pronto. Los nazis, en sentido amplio, nacieron en el terror blanco de las bandas de excombatientes frente a la efímera República de Baviera, en la represión de los espartaquistas de 1918 y en el desalojo de las huelgas de la siderurgia y la química alemana de 1919. Los fascios, por su parte, recibieron su bautizo de fuego en la masacre de los consejos obreros de Turín en 1921 y contra la huelga general de 1922. La toma del Estado italiano por Mussolini a finales de 1922 consolidó la posibilidad de una «tercera vía», ni socialista, ni liberal. Visceralmente nacionalista y violento, el tercerismo se declaró abiertamente intransigente frente a cualquier forma de humanismo burgués, anticapitalista en términos retóricos, pero sobre todo antimarxista, antisocialista.
«Plenamente conservadora, plenamente revolucionaria», en estos términos fue mutando la reacción de principios de siglo para dar lugar al fenómeno de la revolución conservadora. Más que el conservadurismo reaccionario francés, más incluso que la nueva Italia fascista, la Alemania de entreguerras fue el gran laboratorio teórico y práctico de esta agresiva forma de la contrarrevolución. La gran potencia truncada en sus aspiraciones y humillada en Versalles, el más joven y moderno de entre los grandes Estados europeos, la mayor potencia industrial del continente, vivió 15 largos años bajo el gobierno inestable de una república apenas sostenida por fuerzas menguantes, golpeada a uno y otro lado por los nuevos radicales nacionalistas y por los rescoldos de la revolución de los consejos.
En esa Alemania de los años veinte, las grandes preguntas sobre el Estado, y su forma social, eran todavía un movimiento que no había cristalizado en una imagen clara. Casi de forma inevitable, Carl Schmitt sirve de guía por este recorrido. Estudioso católico, reaccionario antes que conservador, demasiado para formar parte stricto sensu del nazismo, fue sin embargo el gran teórico de la revolución conservadora, el polemista lúcido de la coyuntura de su propio país. El problema para Schmitt no residía en la pregunta por el Estado, como quieren muchos de sus lectores, tampoco obviamente en la pregunta por la sociedad, como hacen habitualmente las ciencias sociales, o siquiera en su relación como entidades diferenciadas. El problema de Schmitt era el de su constitución recíproca: la crisis de la sociedad alemana transmutada en crisis política, en crisis de Estado. A Schmitt su tiempo se le presentaba bajo el perfil hobbesiano de la guerra civil.
En la revolución conservadora se recoge y se pone en juego la tradición «germanista» del derecho y del Estado de los tiempos guillerminos, aquella era gloriosa anterior a 1914. Para los intelectuales de aquella Alemania, el problema fundamental se refería a la búsqueda de un específico modo de vida político acorde con las pretensiones de la emergente potencia europea. Nótese bien, en el marco de un Estado dominado por fuerzas conservadoras —los propietarios rurales (los junkers), la burocracia, el ejército y el aparato imperial—, y para una intelligentsia también conservadora, los modelos liberales británico y francés apenas eran una imposición extranjera. La burguesía nacional alemana, demasiado débil, demasiado penetrada por el Estado, nunca estuvo realmente interesada en cumplir la promesa de la revolución democrática. La tradición germanista buscó, por eso, en su pasado: inventó otras modalidades de integración política. Lo hizo a través del recurso a su historia y a tradiciones jurídicas truncadas.
A finales del siglo xix, Von Gierke, padre de germanistas, reinventa la tradición alemana del vínculo político. Recupera una figura pasada, la «corporación», esto es, los «cuerpos intermedios» flexiblemente jerarquizados e integrados que ofrecieron consistencia y dinamismo a la protonación alemana durante la Baja Edad Media. Se prueba aquí una crítica conservadora al liberalismo político, articulado entre dos entidades únicas, contrapuestas e igualmente soberanas: el Estado y el individuo. En una línea que entronca con la de Gierke, el teólogo Rudolf Smend comprende el Estado y concretamente el Estado alemán como una realidad espiritual cuya base es la «integración», se entiende que de la comunidad alemana.
El corazón de la teoría alemana del Estado viene animado, desde las ensoñaciones de Hegel, por la búsqueda de una reconciliación entre Estado y pueblo, una forma de fusión que se reconoce en un ideal corporativo-organicista. A pesar de la interesante recuperación de las imágenes medievales de la comunidad y la corporación, Alemania es para los teóricos burgueses —o por ser más precisos, para sus intelectuales nacionales— su Estado. Y este requiere de un trabajo sobre su forma: la indagación de un modelo político propio, que reúna e integre al pueblo alemán. La humillación de la Gran Guerra y la república liberal de Weimar reforzaron la fuerza del argumento conservador.
Schmitt siguió la senda de la tradición germanista, pero escribía ya en otro tiempo. Un tiempo en el que la ficción de la separación entre Estado y sociedad había cedido para
siempre. La guerra del ‘14 y la revolución del ‘17 multipli caron las atribuciones del Estado más allá de lo imaginable en el liberal siglo xix. La electricidad del enfrentamiento político alcanzaba hasta el último rincón de la sociedad.
Schmitt certifica que el liberalismo es, por eso, un cadáver o, lo que es peor, un crimen. En esta nueva era de lucha de clases y revoluciones, la «clase discutidora» — que Schmitt hacía coincidir con la burguesía— no puede mantener la ficción del gobierno por consenso. Los partidos no son ya fracciones de la burguesía, que enfrentan opiniones y que emplean la prensa para dar publicidad a sus argumentos. Si no hay margen para el gobierno por consenso es porque los partidos son poderosos grupos de interés, que aprovechan todos los medios a su alcance para imponer su criterio. Son sociedades dentro de la sociedad, Estados dentro del Estado. La concepción de lo político en Schmitt está motivada por el desgarramiento radical de la sociedad alemana, que se extiende a todas las sociedades europeas. Su conocida definición de lo político de acuerdo con el modelo amigo-enemigo desvela una
guerra civil larvada que solo espera a hacerse explícita. Según una de sus conocidas fórmulas: «la política interior» se ha convertido en guerra civil.
¿Cómo salvar, entonces, la guerra civil? ¿Cómo reunir al pueblo en su unidad? ¿Cómo erradicar la «política de parte»? Estos son los problemas de Schmitt. Y ante este desafío se expresa con una radicalidad típicamente alemana. En 1932, en los estertores de la república, escribe:
Toda democracia descansa en el requisito de un pueblo indivisible, homogéneo, total y uniforme, entonces en realidad no hay en cuestión, y en lo fundamental, ninguna minoría y mucho menos una mayoría de minorías estables y constantes.
Y en otra parte:
Es propio de la democracia, en primer lugar, la homogeneidad, y en segundo lugar —y en caso de ser necesaria— la eliminación o destrucción de lo heterogéneo.
La propia idea de democracia transmuta en una particular forma de orden, exige poner término a «las partes», a la guerra civil. En su combate con los liberales, y con Kelsen específicamente, no se cansará de repetir los mismos argumentos: el Estado no puede ser reducido a un artificio procedimental, el juego de mayorías de la democracia liberal es solo el instrumento para la imposición de una nueva forma de tiranía, la igualdad solo es posible entre iguales.
Schmitt observa —entre aterrado y curioso— cómo la República de Weimar acaba engullida en sus propias contradicciones; observa a los liberales impotentes, incapaces de dar una solución viable al Estado alemán. El decisio nismo de Schmitt es simplemente la política ajustada a la crisis, la necesidad de tomar medidas excepcionales para un tiempo excepcional. De ahí su célebre afirmación de que todo orden descansa sobre una decisión. O según la sentencia con la que da comienzo su Teología política, «soberano es quien decide sobre el estado de excepción». El katechon, la contención del mal, es entonces la dictadura.
Schmitt se inspira en otro católico, Donoso Cortés, que también vivió un tiempo decisivo. Cortés se enfrentó al desorden de 1848, al «mal absoluto» que para el diplomático español estaba personificado en los disolventes proudhonianos: el federalismo y el socialismo. Cortés se imaginaba una nueva legitimidad, pero esta no podía consistir ya en el retorno a un ideal monárquico ya vencido. La dictadura de Cortés suponía asumir el vértigo: un salto en la historia, esto es, una decisión restauradora de la unidad social y de la unidad pueblo-Estado. A la conclusión de esta apuesta restauradora le dio el nombre de «dictadura».
Siempre paradójicamente fiel a su tiempo, Schmitt estudia, y a su modo invierte, el concepto de dictadura del proletariado, la dictadura ilustrada y racional, la dictadura pedagógica que reconoce en los escasos textos de Marx dedicados a la excepción comisarial que debía seguir a la revolución proletaria. La dictadura se emplea entonces en términos a la vez de restauración y fundación. Y Schmitt llega a una solución tan radical como antiliberal: dictadura no se opone a democracia. Democracia es identidad entre gobernantes y gobernados, justamente la simultaneidad que se ve impedida por la «política de parte», la verdadera unidad del pueblo. La legitimidad, a la que Schmitt apela, es de nuevo tipo. Se trata de una legitimidad no parlamentaria, sino plebiscitaria, se trata de elegir a un comisario, a un tirano, a un dictador. De acuerdo con una fórmula que retoma del abate Sieyès, «la autoridad desde arriba, la confianza desde abajo».
Sin duda hay otras versiones de la revolución conservadora, no tan graves como la de Schmitt, más vitalistas, menos conservadoras, como la del célebre Oswald Spengler o la del todavía joven Ernst Jünger. Spengler, seguramente el representante más cultivado del racismo alemán, en 1933 —poco después de la toma del Reichstag— dio comienzo a uno de sus libros más conocidos con esta declaración: «Nadie podía anhelar más que yo la subversión nacional de este año. Odié, desde el primer día, la sucia revolución de 1918, como traición infligida por la parte inferior de nuestro pueblo a la parte vigorosa e intacta que se alzó en 1914».
En la obra de Spengler se repite la crítica alemana al liberalismo como «ataque al Estado». El racismo y el nacionalismo se conjugan con el vitalismo y la exuberancia wagneriana, también con la lectura architípica de Nietzsche sobre la afirmación de la voluntad de poder y de los instintos sanos frente a las armas de los débiles, así como la crítica a la burguesía y la clase media sumida en la mezquindad de una vida volcada sobre los asuntos más vulgares. La lucha de clases viene superpuesta a su particular geopolítica de la lucha entre razas: el Occidente alemán contra el Oriente ruso y asiático. Spengler celebró el cesarismo mussoliniano —mucho más que el nazismo, con el que finalmente rompió—. El fascismo fue, para él, el primer síntoma del despertar de Occidente. Y por supuesto, afirmó la superioridad de la nación sobre cualquiera de sus partes. Del socialismo, dijo, no «es más que el capitalismo de la clase inferior»: una combinación de burocracia marxista y egoísmo obrero, una estratagema para impo ner un abusivo «salario político» al resto de la sociedad.
Todavía más influyente, Jünger electrificó a la juventud alemana de la inmediata postguerra con su narrativa vitalista y exuberante. Voluntario en la Gran Guerra, varias veces condecorado, Jünger personificaba los anhelos de la joven Alemania völkisch. Su conocida novela Tempestades de acero fue una elegía cantada a la glorificación mística y autobiográfica de la guerra y la muerte en combate.
En 1932 Jünger escribió otro libro, que se puede considerar la «versión bolchevique» de la Konservative Revolution. Anunciaba aquí una nueva era marcada por el dominio de la técnica, pero sobre todo por lo que llama la «figura del trabajador». El trabajador no como clase, ni como estamento, sino como «figura», un hecho propiamente político, una nueva «voluntad de dominio». En estas claves de reapropiación de una ultramodernidad proletaria, Jünger reproduce, sin embargo, el mismo ataque contra las instituciones clásicas del liberalismo y de la democracia: el binarismo burgués del individuo y la masa, la política de partidos, los derechos y libertades.
En su visión nacional-bolchevique, el trabajador se impone no como una forma democrática, una esperanza de un mundo universal y más humano, sino como movimiento moderno, o mejor como movilización total. Jünger se sirve de metáforas agudas para expresar lo que propone. Como la «máscara», que le vale para caracterizar la nueva forma de homogeneidad social: caras afiladas, bien rasuradas, cuerpos disciplinados por una gimnasia regular. Signos externos de lo que llamaba una revolución sans phrase. Al burgués, a su muerte, le sucede el lenguaje nuevo de inspiración militar, sin concesiones a la individualidad.
Jünger proclamaba también un proyecto político radicalmente antiliberal. «El trabajador —escribe— no conoce la dictadura, para él son idénticas la libertad y la obediencia». La democracia liberal debía ser relevada por el «Estado de trabajo». La nueva democracia del trabajo se sustraía a las reglas de la política liberal —libre comercio, decisión por mayorías, argumentación humanitaria—, al igual que al derecho de los contratos y obligaciones. La democracia liberal era, sin duda, el «plan de trabajo». Y así trabajo y técnica coincidían como el sujeto y el medio para la formación del mundo nuevo. Jünger recalca que «la técnica es el modo y manera en que la figura del trabajador moviliza el mundo». En ese mundo radicalmente moderno, industrial y secularizado, «la técnica, esto es, la movilización del mundo por la figura del trabajador, es la destructora de toda fe en general y, por tanto, el poder anticristiano más resuelto que ha surgido hasta ahora».
Quizás demasiado elitistas, demasiado conscientes del salto entre su evidente aristocratismo intelectual y la realidad del movimiento histórico concreto, ni Schmitt, ni Jünger, ni Spengler llegaron a congeniar del todo con el nazismo. Si bien la contribución histórica de la Konservative Revolution al fascismo no requiere más que leer y considerar la admiración que Hitler y Goebbels cultivaron hacia Jünger y Spengler, ambos intelectuales consideraron a los nazis excesivamente vulgares. Como tantas veces sucede, la alta cultura se midió mal con la banda de matones que al final interpretó su movimiento.
Merece no obstante recorrer, aunque sea brevemente, la síntesis política que Schmitt, en esa parte de su obra conocida como los «libros del nazismo», elaboró a favor del iii Reich. Al lado de los trabajos de su discípulo Ernst Forsthoff y del gran teórico del fascismo, Gio vanni Gentile, la propuesta de Schmitt constituye seguramente el esfuerzo más sofisticado por dotar de una teoría al nuevo Estado fascista. Esfuerzo motivado también por el oportunismo y el miedo a quedar desplazado —Schmitt era considerado excesivamente reaccionario y conservador— en las nuevas condiciones de la profesión impuestas bajo el nazismo.
Apenas caída la República en un librito de 1933, Schmitt propone una teoría del Estado ajustada a los propósitos del Reich. La fórmula se establece de acuerdo con una estructura triádica del poder. Frente al binarismo liberal (Estado-ciudadano), Schmitt propone esta específica terna conceptual: Estado, Movimiento y Pueblo. El Estado se establece como la parte políticamente estática, formada por el aparato de Estado y sus funcionarios. El movimiento constituye el elemento dinámico, su forma es el partido. Y el pueblo se presenta como la esfera de la autoadministración, que comprende la economía y el orden social, según la fórmula de Sombart, el «orden social popular». El movimiento constituye la mediación que aniquila las viejas oposiciones entre ley y fuerza, Estado y sociedad. La bóveda que unifica el Estado —también la sociedad con el Estado— está coronada por la figura del Führer. El liderazgo, personificación del movimiento, cierra la unidad política del pueblo alemán, por encima de su separación en «tribus, clases, estratos y grupos de interés».
La dirección política del Führer opera también como per sonificación de una nueva forma de homogeneidad social, la «identidad étnica».
El éxito de la propuesta de Schmitt fue solo relativo. Sus elecciones lexicales, principalmente la idea de «movimiento», resultaron chirriantes para la élite nazi. Pero a pesar de su eventual marginación, el esfuerzo de su reflexión siguió siendo congruente con el nazismo hasta bien avanzada la guerra.
Considerada en su gran época, la revolución conservadora planteó con radicalidad el problema del Estado frente a la «política de parte». Ofreció una solución innovadora ante la amenaza revolucionaria: esta consistió en cabalgar las fuerzas sociales de la revolución obrera, desviarlas hacia una forma estatal opuesta al Estado liberal capaz de imponer un nuevo orden, también fundado en la movilización de masas. Su éxito se hizo descansar en la refundación de la unidad Estado-sociedad a través de una organización de base propiamente popular, a través de una movilización-adhesión popular. La unificación del Estado debía así radicar en una verdadera refunda ción del pueblo sobre bases nacionalistas y racistas. Su proyecto consistía en un programa de relegitimación del imperialismo y el nacionalismo de preguerra sobre bases genuinamente populares. La palanca política de la revolución conservadora estaba paradójicamente en la democratización de la vida política, pero de una forma que debía exacerbar los miedos y resentimientos sociales, ahora dirigidos contra el enemigo interno —el comunista, el judío—.
El mérito de estos intelectuales, a un tiempo reaccionarios y revolucionarios, consistió en dar una respuesta a la pregunta de qué hacer con aquella parte de la sociedad que se ha escindido y ya no se puede integrar. Por eso, cada vez que recordamos los momentos críticos del siglo xx, en los que la crisis política empujada por la política de clase ha amenazado con una ruptura del Estado, se nos aparece el arsenal de la Konservative Revolution. Su aportación a la compresión burguesa del Estado y de lo político no ha sido igualada por ninguna otra de las corrientes políticas burguesas.
—el proceso de fascistización que terminaba en la toma del Estado y la consolidación en el poder— similar en su complejidad a los llamados procesos «revolucionarios». Véase N. Poulantzas, Fascismo y dictadura.
La Tercera Internacional frente al fascismo, Madrid, Siglo xxi, 1973 [1970].
5. Segundo ensayo: el socialismo vuelve a Lasalle
Los soviets (los consejos) fueron seguramente el mayor reto de la teoría política del siglo xx. La política de clase encontró en ellos una prefiguración de su propia forma de democracia, capaz de servir de alternativa al Estado liberal. Los agitados años veinte que siguieron al embate de 1917 aceleraron el debate burgués sobre el Estado y el derecho. Pero también el debate socialista sobre las mismas cuestiones.
En agria discusión con los teóricos de la revolución conservadora, existió una posición «democrática», que en los países de habla alemana quedó prefigurada por los teóricos cercanos a la socialdemocracia, Kelsen en primer lugar. Pero también se produjo una discusión interna al campo socialista; un debate que reproducía la escisión entre socialismo y comunismo, y que se planteaba el problema de cómo pensar la vieja promesa de extinción del Estado a la luz de la experiencia soviética y de la formación del Estado socialista. En este complejo juego de posiciones contrapuestas, la división entre los juristas socialdemócratas y los juristas bolcheviques desembocó en una conclusión paradójicamente similar. La teoría socialista del derecho, tanto como la teoría del derecho socialista, acabaron por coincidir en la reintegración de la clase en el Estado.
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Un hecho político preside la discusión. Entre 1917 y aproximadamente 1923-1926, el mundo asiste, atónito, a la formación del Estado soviético, un tipo de Estado que se pretende radicalmente nuevo. La lectura del Lenin que dirige a los bolcheviques, entre octubre de 1917 y 1922, muestra los caminos sin salida de la revolución: la renuncia a veces demasiado enérgica a la promesa libertaria de El Estado y la revolución. Efectivamente, lejos de reforzar los poderes atomizados y prácticamente autónomos de la institucionalidad revolucionaria (soviets y similares), el Estado soviético acabó por convertirse en el Moloch que engulló y finalmente destruyó todas las formas de institucionalidad capaces de practicar cierto grado de autogobierno.
Hans Kelsen, el gran jurista austriaco que permaneció fiel hasta el final a las constituciones alemana y austriaca salidas de la crisis de postguerra, perfiló una crítica aguda a esa inquietante contradicción entre las promesas del comunismo leninista y el emergente autoritarismo soviético. Para Kelsen, el marxismo constituye, en su extremo, una forma más de anarquismo, apenas enriquecido con una lectura económica y cientifista de la cual este carecía. Pero su resultado en la práctica —la autocracia soviética— resulta solo aparentemente paradójico. La crítica al marxismo en Kelsen es de principio, y por lo tanto valorativa, aun cuando se presente como una diferencia sustancialmente teórica.
Para Kelsen la pretensión de cientificidad de Marx y de casi todos sus epígonos es poco más que una treta. El fin de la teoría política del marxismo es la «justificación de un movimiento político». Desde el propio Marx persiste en el socialismo una corrosiva confusión entre el ámbito del ser y del deber ser —justamente la división que funda su propia teoría del derecho— o, en los propios términos del marxismo, una contaminación ideológica, contradictoria con su pretensión científica.
La fascinación de Kelsen por el marxismo se entiende a partir de su propia posición política. Su lectura del marxismo es, de hecho, obsesiva —estudió a todos los teóricos significativos, publicó cinco libros que recorren toda su carrera como teórico del derecho — y constitutiva de su propia «teoría pura del derecho». La polémica con el marxismo, y luego con los soviéticos, es más relevante, o al menos más persistente, para Kelsen que aquella que mantiene con los juristas conservadores como Schmitt o Smend.
A la contra del marxismo, la teoría pura de Kelsen se construye contra cualquier intromisión de lo político en la ciencia del orden jurídico. La elaboración del derecho se realiza de acuerdo con una coherencia y unicidad progresivas, y este es el «correlato de la unidad del conocimiento normativo». En el marco de la rigidez de su positivismo jurídico, se descarta toda posición política sobre el conocimiento jurídico y, más allá aún, todo elemento sociológico. Esta premisa corresponde con otra de enorme importancia en la teoría de Kelsen, y es que el Estado se identifica, sin ambages, con el derecho. Escribe: «El Estado como orden es idéntico a la ordenación jurídica —ya total, ya parcial— y el Estado como sujeto jurídico o persona no es más que la personificación del orden jurídico».
De forma congruente, los «elementos del Estado: poder, territorio y pueblo son solo la vigencia en sí del orden jurídico, y los campos espacial y personal de esta». La forma del Estado se reduce a los «métodos de producción del orden jurídico, al cual se llama en sentido figurado, “voluntad de Estado”». En este punto, se puede simpatizar con el jurista y su batalla contra las concepciones orgánicas, de inspiración hegeliana y conservadora, aun cuando es probable que él mismo tampoco escapase a esta tradición. En términos formales, que son los únicos que le importan, el Estado en Kelsen no es la encarnación de la razón de los pueblos, ni del Espíritu en la historia, sino nada más que un asunto técnico-jurídico, una construcción artificial y contingente; un medio de organización jurídica de lo social.
Quizás se comprenda mejor la crítica de Kelsen al marxismo a partir de su propia posición política. Kelsen era lo que a la postre se podría llamar un socialista liberal, próximo al ala derecha de la socialdemocracia austriaca. Fue nombrado consejero de justicia en 1918 por el gobierno socialista de Karl Renner. Y fue encargado de dotar de coherencia y sistematicidad a los acuerdos con los socialcristianos, que constituyeron el núcleo de la Constitución de la nueva república austriaca. Protagonista activo en las polémicas del austromarxismo de los años diez y veinte, combatió a la izquierda consejista de Max Adler y Otto Bauer. De acuerdo con la conocida moneda de «la victoria de la razón política sobre el utopismo doctrinario», defendió el legado de Lasalle y el socialismo reformista. En su primera discusión con el «marxismo», que tomó como contrincante a Max Adler, define lo que fue una constante de todo su trabajo: «Mi trabajo no se resuelve contra el socialismo. Yo me enfrento críticamente solo con el marxismo y, también con respecto a éste, solo con su teoría política».
En esta «teoría política del marxismo», siempre fragmentaria e incompleta, Kelsen encuentra un rechazo idealista al Estado, concebido como una instancia coactiva. Un rechazo que el marxismo parece compartir con los liberales. Kelsen lee al Marx juvenil influido por el hegelianismo de izquierda, al Marx revolucionario de 1848-1851, sus textos sobre la Comuna, al Engels de El origen de la familia, la propiedad y el Estado. Lee también a Lenin, especialmente El Estado y la revolución. Y a partir de estas lecturas, llega a una conclusión tajante: el marxismo revolucionario es anti-estatista; su única diferencia con el anarquismo es puramente táctica. La diferencia descansa en el llamado «problema de la transición»: la necesidad de conquistar el poder de Estado para iniciar el penoso y largo proceso político que termina necesariamente con su «extinción». El objeto de la dictadura del proletariado, como poder de clase —el mismo poder que siempre justifica el Estado en los marxistas de Kelsen— y que se requiere para destruir el poder burgués sobre la economía y la sociedad apenas es otra cosa que un «purgatorio», un intervalo más o menos largo que debería culminar en el comunismo sin Estado. Kelsen no se equivoca. En los textos clásicos de Marx y Engels el comunismo es el no-Estado, la asociación libre entre hombres y mujeres, en ningún caso el Estado socialista que administra y concentra los medios de producción, y que correspondía con la imagen dominante en la socialdemocracia alemana.
A partir de estas conclusiones, Kelsen realiza una crítica que se podría considerar imprevista, al menos a partir de lo que cabría esperar de su teoría pura. El austriaco reconoce, sin esfuerzo pero con agudeza, el sant-simonismo antiestatal de Engels, y luego de Lenin y Bujarin. En el tránsito del capitalismo al comunismo, estos teóricos propenden la transformación del Estado, de aparato burocrático militar a mera instancia técnica y administrativa. ¡Cómo si la política no estuviera ya inscrita en la administración! Respecto de la célebre cocinera de Lenin dice: «No hay casi profesión que con la extraordinaria extensión de las competencias del Estado moderno y la extensión aún más fuerte de las competencias del Estado proletario no se plantee como función estatal». El nuevo Estado intervencionista —como el Estado soviético, o el nacionalsocialista o el Estado socialdemócrata al que aspiraba Kelsen— requiere de un vigoroso aparato administrativo; requiere autoridad, especialistas y división del trabajo. Pero aunque la vindicación es clara (sistemas expertos, autoridad, Estado), también se deja deslizar algo que constituye el tuétano de la crítica de Schmitt al propio Kelsen. La política, en efecto, es irreductible a la mera administración. Es conflicto, o como admite el austriaco: «El problema de toda forma estatal es el de unificar voluntades contrapuestas». Y estas, lejos de desaparecer en la arcadia comunista de la sociedad sin clases, volverán bajo la forma de diferencias religiosas, culturales y de formas de vida.
A partir de estas premisas, el comunismo bolchevique, entendido por Kelsen como una suerte de neobakuninismo, debía conducir necesariamente a las soluciones más aberrantes y contradictorias. Al fin y al cabo, ¿qué tipo de (auto)gobierno es posible en una sociedad compleja? La oposición que Kelsen reconoce en el marxismo, entre la civitas dei de las potencias sociales de la solidaridad y la comunidad humana y la civitas diaboli del Estado, se resuelve paradójicamente a favor de la segunda. La dictadura del proletariado termina en una forma de autocracia, y esta tiende a convertirse en permanente.
Kelsen corrobora su afirmación en la práctica soviética. Tan temprano como en 1920, analiza la primera Constitución de la urss como un nuevo tipo de ensayo oligárquico.
Escribe: «La constitución consejista es la negación de la democracia no por el hecho de que su parlamento se elige por medio de elecciones indirectas en las empresas, sino porque su fundamento, el derecho político de los ciudadanos, es esencialmente limitado y desigual». Se refiere obviamente a los excluidos del régimen político, del voto y de la participación en los soviets: los burgueses, los empleados, los contrarrevolucionarios, pero también a los campesinos severamente infrarrepresentados frente a los proletarios urbanos. En tanto la Constitución soviética garantiza únicamente el derecho convertido en privilegio político de unos pocos, esta solo puede ser calificada de aristocrática. Todavía más, en la reducción del pluralismo de los partidos obreros al partido único bolchevique, la democracia soviética adquiere el perfil de una renacida autocracia.
La experiencia soviética se le presenta además como un ensayo anacrónico. El presunto «gobierno de clase» se convierte en una vuelta a una constitución corporativa, gremial o por estamentos, en la que el principio de universalidad e igualdad se diluye en el «gobierno de clase». El bolchevismo acaba por ser una forma de absolutismo político. Una forma autoritaria que se contrapone al relativismo político inscrito en la idea de democracia de Kelsen.
Conviene recordar que para Kelsen la experiencia de los soviets, en tanto institución de autogobierno proletario, es opaca también en términos teóricos. En el marco del pragmatismo liberal del austriaco, los ideales democráticos son implacablemente sometidos a la prueba de su efectividad histórica. La argumentación es conocida: el ideal libertario y anárquico de la libertad política resulta inviable, el Estado es necesario siempre como forma del vínculo social. En la misma línea, la democracia directa resulta impracticable, al igual que el mandato imperativo. Al final, la democracia posible es la democracia representativa y de partidos, perfectible pero no superable como horizonte político democrático. La democracia queda por tanto reducida a una cuestión técnico-metodológica —lo que Kelsen reconoce como el «principio de mayoría-minoría»— que se organiza a partir de una particular arquitectura jurídica del Estado: elecciones, sistema de partidos y derechos de las minorías como embriones o promesas de mayoría en el futuro.
La experiencia y las preocupaciones de Kelsen se sitúan en la ruptura del campo socialista entre el comunismo soviético y la socialdemocracia, esta última progresivamente asimilada a un proyecto de reforma social y democratización de los Estados capitalistas. En esta disputa, Kelsen se convirtió seguramente en el mejor jurista socialista: su extremo formalismo de inspiración kantiana y su inequívoco compromiso democrático así lo avalaban. No obstante, el experimento de construcción revolucionaria del Estado soviético produjo, también en el ámbito de la «ciencia del derecho», un campo antagónico al del «socialismo jurídico».
Al igual que ocurría dentro del ámbito del reformismo burgués, lo que recibe el nombre de teoría bolchevique del Estado y el derecho distó de ser uniforme. El «derecho soviético» se definió como un particular laboratorio, no exento de contradicciones y finalmente incapaz de escapar a la «degeneración» del Estado socialista, pero en cualquier caso rico en propuestas y experimentos audaces. Más allá de las indicaciones de Lenin, autores hoy prácticamente olvidados, como Stuchka, Krylenko, Pashukanis o Vyshinski elaboraron posiciones y soluciones radicalmente distintas dentro del marco del sovietismo jurídico.
Quien constituye seguramente su figura más original, el lituano Evgeny Pashukanis, llevó al extremo la argumentación del comunismo como «extinción del derecho» y, por ende, de la liquidación del Estado. Su pequeño libro, Teoría general del derecho y marxismo, fascinó tanto a Kelsen como para convertirle en el gran «adversario» de su obra. Pashukanis se situó en las antípodas de la teoría de Kelsen y su presunción de fundar una ciencia jurídica pura, exenta de toda contaminación «sociológica» y «valorativa».
Pashukanis formula así la pregunta sobre la que descansa todo su proyecto: «¿Es posible un análisis de las definiciones fundamentales de la forma jurídica, lo mismo que en la economía política nos encontramos con una análisis de las definiciones fundamentales de la forma mercancía o de valor?». La respuesta no entra dentro de lo previsible, al menos en el marco de las metáforas clásicas del marxismo, como aquella relativa a la determinación «económica» de la «superestructura» jurídica y política. He aquí su respuesta concentrada: «Es posible entender el derecho como relación social, en el mismo sentido en el que Marx calificaba al capital como una relación social».
El análisis de Pashukanis no se sitúa, por tanto, sobre el plano de «la ideología jurídica», en tanto deformación de una realidad material, sino sobre la misma relación social que reproduce el derecho: «El Estado no es solo una forma ideológica sino al mismo tiempo una forma del ser social. El carácter ideológico del concepto no anula la realidad y la materialidad de las relaciones que expresa». El derecho, como la mercancía o el capital, constituye una relación social, una forma del ser social, al mismo tiempo material e «ideológica». El derecho tiene así un origen histórico preciso en el intercambio de mercancías, en la regulación y ordenación de las relaciones entre propietarios. La lectura de Pashukanis remonta los conceptos de relación jurídica, sujeto y personalidad jurídica a la generalización del intercambio mercantil. La norma (o ley), al igual que el Estado, derivan de las relaciones mercantiles. Derecho y arbitrio están siempre estrechamente unidos, pero la ordenación es una tendencia y un objetivo de la relación jurídica: es el punto de llegada, no de partida. La interpretación racional (normativa) del fenómeno de la autoridad (Estado) solo resulta posible cuando el desarrollo del intercambio monetario y el comercio han adquirido cierto nivel de desarrollo y predominio social. Del mismo modo, el derecho objetivo (propio del poder público) aparece como derivado del derecho subjetivo, al tiempo que se difumina la tajante distinción entre burgués y ciudadano. Las relaciones de intercambio son correlativas y constitutivas de las primeras formas de la relación jurídica; estas acabaron por fundar el derecho público del Estado y el ciudadano.
Las consecuencias políticas de la teoría de Pashukanis son radicales, y le llevan a afirmar el antiestatismo implícito en el marxismo: «El pasaje al comunismo [se realiza] no como pasaje a nuevas formas de derecho, sino como extinción de la forma jurídica en general». Explícitamente, el lituano razona a partir de una negación radical de toda autonomía de lo político. El proceso de transformación impuesto por el movimiento revolucionario consiste precisamente en la destrucción del intercambio de equivalentes, en la superación de la forma de la mercancía. La revolución proletaria, al tiempo que destruye la economía burguesa, apunta en su mismo movimiento a la abolición del derecho y del Estado. Las sobrias fórmulas literarias del bolchevique resultan de nuevo inequívocas: «La desaparición de las categorías del derecho burgués significa la extinción del derecho en general, esto es, la gradual desaparición del momento jurídico en las relaciones humanas». En el momento en el que se supera la
los sujetos no es más que el reverso de la relación entre los productos del trabajo convertidos en mercancías». Ibídem, p. 73.
forma de la relación de equivalentes —presentes también en el socialismo— el derecho se vuelve innecesario, y con él también el Estado.
El libro de Pashukanis publicado en 1923, todavía no agotadas las esperanzas de reiniciar las tareas de la revolución mundial, fue acogido con admiración y recelo por parte de la emergente escuela jurídica de la Unión Soviética. Piotr Stuchka, primer comisario del pueblo para la Justicia y autor de buena parte del articulado de la Constitución de 1918, se expresó sobre la obra con una mezcla de reconocimiento e incomodidad. Si bien incorporó la mayor parte de sus afirmaciones, no dejó de criticar aspectos particulares, que o bien se derivan de una mala lectura —como la supuesta propensión de Pashukanis al economicismo — o bien son apuntes marginales a su argumento central, como el escaso protagonismo otorgado a la lucha de clases en la derivación del derecho de las relaciones mercantiles.
Lo que se apunta como matizaciones representa, sin embargo, una posición política sustancialmente distinta de lo que acabará por ser la corriente principal del derecho soviético. La obra principal de Stuchka lleva un título significativo y a la vez contradictorio, La función revolucionaria del Estado y el derecho. La primera edición del texto es de 1921, cuando la joven república está todavía inmersa en la guerra civil y cuando la libertad de discusión interna en el partido bolchevique sigue siendo amplia. Stuchka, no obstante, muestra una propensión a un determinismo tan mecanicista que difícilmente se puede conciliar con Pashukanis.
El prócer del sovietismo jurídico ofrece la siguiente definición de derecho, la misma que se encuentra en el primer código penal de la urss, y del que también fue su principal redactor: «El derecho es un sistema (u ordenamiento) de las relaciones sociales correspondiente a los intereses de la clase dominante y tutelado por la fuerza organizada de esta clase». A lo que posteriormente añade, a fin de explicar de forma más clara lo que quiere decir «sistema»: una «forma de organización de las relaciones sociales, esto es, de las relaciones de organización y cambio». Su libro es realmente una larga glosa explicativa de esta definición.
El derecho aparece en Stuchka como un reflejo, una representación abstracta de las relaciones sociales. Sin duda, una forma histórica, y por tanto contingente, que sirve a la clase dominante y que corresponde a cada modo de producción. Característica fundamental del derecho es que requiere la tutela «de un poder organizado», de un poder de clase, cuya figura paradigmática corresponde al Estado. El principal propósito de Stuchka es atacar la noción de derecho como acto volitivo, acto de voluntad, a fin de representarlo como un sistema normativo determinado por unas relaciones sociales particulares. El determinismo queda establecido en una doble relación: sistema de relaciones sociales / derecho; clase dominante / Estado. Basta invertir los términos para descubrir la dirección que siguió la Revolución rusa.
El interés principal de la obra de Stuchka reside en el modo en que refleja la formación y consolidación del Estado soviético. Incluso en una fecha tan temprana como 1921, cuando se ve obligado a justificar su interés por «un objeto tan “contrarrevolucionario” como el derecho», este y el Estado pueden tener una «función revolucionaria». Naturalmente la «forma derecho» es antagónica a la revolución, en tanto subversión del orden social y político garantizado en la vieja norma. Pero una vez el Estado está en manos de la nueva clase dominante, la revolución se vuelve proceso generador de derecho. Obviamente, en 1921 se trata de una producción jurídica que no puede ser conciliadora, sino conflictiva, revolucionaria. Stuchka habla por eso de un derecho-revolución.
La oscilación conceptual y política sigue siendo todavía dominante en los años finales de la revolución. En otro momento de La función revolucionaria del Estado y el derecho, Stuchka opone Marx a Lasalle. Este último escribió una voluminosa obra en dos tomos sobre derecho y socialismo. Precedente del «socialismo jurídico» en el que se reconocía Kelsen, Lasalle apostó por la transformación progresiva del derecho, método calificado como reformista e inviable dentro de las estructuras capitalistas. Como no podía ser de otro modo, Stuchka se pone aparentemente del lado de Marx, que frente a la reforma del derecho simplemente habla de «expropiación». Influye aquí todavía (recuérdese que es 1921) la primera experiencia de la Revolución rusa, cuando el emergente «derecho soviético», del que Stuchka fue uno de sus principales demiurgos, iba por detrás de los acontecimientos, limitándose a certificar legalmente la toma de tierras por parte de los campesinos y de las fábricas por los obreros. De hecho, bastante después de la publicación de su obra principal, en un texto de 1927 dirigido a hacer un balance de la obra jurídica de la revolución, Stuchka llega a escribir: «El periodo de la “falta de leyes” dejó claro que el elemento fundamental del derecho no es la ley, sino la relación jurídica, o sea, el sistema de relaciones sociales».
A medida que pasaban los años, sin embargo, la cuestión de la legalidad revolucionaria, y posteriormente la justificación legal del Estado soviético, fueron imponiéndose como el único horizonte realista para los juristas soviéticos, Stuchka incluido. En 1921-1922 se produjo un revelador debate sobre la llamada «conciencia jurídica revolucionaria». En términos algo menos abstractos, lo que se discutía era el marco legal que debía seguirse tras el final del periodo del comunismo de guerra y de la guerra civil. A caballo de la Nueva Política Económica (nep), se había recuperado solapadamente una parte importante del viejo marco jurídico burgués. Para Stuchka, y desde luego para Pashukanis, se trataba de una concesión temporal en el largo periodo de transición de la dictadura del proletariado. No obstante, tal concesión acabaría por convertirse en la norma del nuevo Estado.
El punto de inflexión definitivo se produjo en 1927, en paralelo al XV Congreso del partido y al triunfo de la tesis de la «revolución en un solo país». La «construcción del socialismo» se impuso, desde ese momento, como tarea fundamental del Estado «proletario». De forma correlativa, el Estado sustituía, formal y explícitamente, al proletariado en la «lucha de clases». El «derecho soviético» quedaba justificado de forma plena. Lejos ya de las «ensoñaciones» de Pashukanis, e incluso de Stuchka, acerca de «la extinción del derecho en general, esto es, la gradual desaparición del momento jurídico en las relaciones humanas», el Estado y el derecho soviéticos debían ser empleados como motor principal de la construcción socialista. En las claras palabras de Stuchka, «el problema para los juristas es que no resulta posible pensar todavía en un trabajo sin coacción, sin norma jurídica». Por eso, lo que se daba por liquidado era el derecho contractual privado pero no el derecho soviético de planificación económica que venía a constituir el núcleo del derecho soviético. En 1930, tras la estatalización de la propiedad agraria en koljoses y la declaración de guerra a los kulaks, el propio Stuchka empezó a hablar contra aquella «izquierda» que apostaba por la liquidación de la legalidad revolucionaria. Sin ambages, defendió el fortalecimiento de la ley y el Estado, la apuesta por una «ley auténtica, obligatoria».
La imposición estalinista ahogó definitivamente los rescoldos del laboratorio jurídico bolchevique. La consolidación del nuevo Estado se resolvió contra sus propios teóricos. En 1931, en el Congreso de Constitucionalistas Soviéticos, Pashukanis se convirtió en objeto de graves acusaciones, y junto con Stuchka fue invitado a hacer su propia autocrítica. Stuchka se ahorró ver lo peor de los excesos del estalinismo, murió meses después. Pashukanis, en cambio, fue detenido en enero de 1937 para ser torturado y luego asesinado. Al frente del Instituto para la Construcción Soviética, fue sustituido por Andréi Vyshinski, principal teórico de la «legalidad soviética» desde los primeros años veinte y quien, en 1930, encabezó la acusación contra Pashukanis por traición y espionaje. Vyshinski, antiguo comisario de policía tras la revolución de febrero de 1917, afiliado al partido bolchevique en 1920, fue nombrado fiscal general en 1935. Al frente de esa responsabilidad, se ocupó de dirigir los célebres procesos de Moscú, en medio de los cuales desapareció Pashukanis. Su conocido «principio de la culpabilidad» acabaría con la mayor parte de la vieja guardia bolchevique, y también con su mejor teórico del derecho.
Puede que ambos caminos de teorización del Estado y el derecho, aquel del socialismo jurídico y el de las distintas ramificaciones de la teoría bolchevique, guarden una distancia insalvable, situado el primero en el terreno de la democracia liberal y el segundo en el del «totalitarismo de Estado». Sin embargo, es probable que entre Kelsen y Stuchka se encuentren más semejanzas que diferencias. Ambos, al fin y al cabo, encontraron en las instituciones de Estado el único paraguas para un proyecto de transformación social. Y ambos compartieron la tragedia de observar cómo sus teorías fueron desplazadas, cuando no destruidas, por la rápida marcha de los acontecimientos de la década de 1930.
Es una obviedad, pero conviene recordarla: el proyecto de la mayor parte de los juristas soviéticos no tenía en el estalinismo un final necesario. Vyshinski, el fiscal general, estaba en el extremo opuesto a las ideas de los principales teóricos soviéticos. No obstante, la crítica de Kelsen a la dictadura del proletariado ilumina algunas de las contradicciones del bolchevismo jurídico. El austriaco mostró cómo el concepto de dictadura del proletariado era contradictorio con toda la doctrina marxista previa. Si el derecho y lo político constituyen una derivación de la economía —en términos más exactos de las fuerzas sociales y materiales subyacentes—, la dictadura del proletariado no puede presentarse, sin violentar la teoría, como el motor de transformación en la transición al socialismo. En la dictadura del proletariado se esconde justamente una particular ilusión de autonomía de lo político: la concesión del poder de destruir y modificar dichas relaciones sociales. Con, y a veces contra, esta contradicción bregaron la mayor parte de los juristas bolcheviques, hasta que el derecho soviético acabó por consolidarse sobre la base de unos principios jurídicos formales capaces de servir de cimiento institucional a un Estado fuerte y durable, el de Stalin.
De otra parte, la democracia que Kelsen defendió fue liquidada por el decisionismo práctico de los conservadores alemanes que apostaron por la solución fascista, pero también por un pueblo que dio la espalda a Weimar. Como descripción teórica de la situación alemana, la cruda definición schmittina de «lo político», sobre la base de la irreductible enemistad de los nuevos partidos totales, parecía mucho más adecuada empíricamente que el método democrático de mayoría-minoría. La paradoja de Kelsen es que al lado, y a pesar, de su «teoría pura», aspiró como buena parte de la socialdemocracia de su tiempo (Renner, Hilferding o el propio Kautsky) a convertir el Estado en palanca del cambio social. Su célebre consigna de la «vuelta a Lasalle» invertía la decisión de Stuchka, anunciando curiosamente lo que también acabó por ser el núcleo ideológico del derecho soviético.
Para Kelsen, como también para el tardobolchevismo (aquel en el poder), el único camino para los obreros, y por ende para el socialismo, pasaba por el Estado. Según el austriaco, al igual que el liberalismo burgués había abandonado su primitivo antiestatismo al aceptar el intervencionismo del gobierno, el socialismo debía abandonar su ideal libertario para apurar la responsabilidad del poder de Estado. Esto era lo que correspondía con la cultura y la tradición de la clase obrera alemana que representaba Lasalle. Pero, a diferencia de los soviéticos, esta posibilidad podía efectuarse no gracias al gobierno de clase (la dictadura del proletariado), sino justamente por la propia autonomía del Estado. Kelsen sostuvo que el Estado tendía a autonomizarse de las clases convirtiéndose en un fin en sí mismo. La ampliación del Estado (el Estado intervencionista) podía reducir las oposiciones de clase en favor de los oprimidos. En este sentido, tanto la teoría jurídica de la clase convertida en clase dominante en el Estado, como la de la clase convertida en gobierno del Estado burgués, parecieron compartir la respuesta a aquella vieja pregunta de Lasalle: «¿Qué es el Estado? […] vuestra gran asociación, la asociación de las clases pobres; eso es el Estado».