México: Bastón de mando y neoindigenismo

Obviamente, quienes dieron al nuevo Presidente el bastón de mando no representan al conjunto de los indígenas de México. Se representan a sí mismos y, en algunos casos, a sus comunidades y ­organizaciones. No hablan por el con­junto del movimiento, sino de una corriente de éste que busca un espacio en el seno del INPI. Sin ir más lejos, el Congreso Nacional Indígena, la articulación más importante del mundo indio, no participó en esta ceremonia.



Bastón de mando y neoindigenismo
Luis Hernández Navarro
La Jornada

La toma de posesión de Andrés Manuel López Obrador como Presidente fue, a un tiempo, ritual republicano y espectáculo en muchos actos. Las puestas en escena fueron múltiples y prolongadas. Enumero algunas: rendición de protesta en San Lázaro; recepción de un bastón de mando indígena; ocupación ciudadana de Los Pinos; comida con mandatarios; traslado en un modesto Jetta blanco; conversación con un ciclista, y espectáculo musical.

Miles de personas participaron en las distintas ceremonias y galas. Con ánimo festivo se convirtieron en actores de una fecha histórica: el arranque de lo que se ha bautizado como Cuarta Transformación. Tomaron calles y plazas públicas de Ciudad de México no para protestar, sino para festejar.

De entre la multitud de actos, destaca uno: la entrega al nuevo Presidente por parte de dirigentes indígenas de un bastón de mando, en una ceremonia sui generis (inventada para la ocasión), con invocaciones a los cuatro puntos cardinales, amuletos, rezos y copal.

Andrés Manuel López Obrador no es el primer presidente al que se da un bastón de mando. Como lo recordó Harim B. Gutiérrez, el uso político de éste es una costumbre de las campañas electorales de la segunda mitad del siglo XX. El candidato del PRI a la presidencia Adolfo López Mateos lo recibió en 1957 en Guelatao, Oaxaca. También de los presidentes en funciones. A José López Portillo se le otorgó en Temoaya, en 1978. Se trata de un intercambio de favores políticos: los candidatos y mandatarios obtienen legitimidad y las co­munidades la posibilidad de obtener obras y recursos. Desde entonces, el pacto se ha repetido con los candidatos y jefes del Ejecutivo en turno.

Sin embargo, en esta ocasión, la entrega del bastón tuvo otro escenario y otra trama: el Zócalo capitalino, en nombre de una representación de los 68 pueblos indígenas de México, coordinada por el Instituto Nacional de Pueblos Indígenas (INPI).

El virus está en el aire y es contagioso. Así como Claudio X. González y su red de ONG pretenden hablar en nombre de la sociedad civil, algunos líderes indígenas ligados al nuevo gobierno se presentan como los representantes de todos los pueblos originarios.

Obviamente, quienes dieron al nuevo Presidente el bastón de mando no representan al conjunto de los indígenas de México. Se representan a sí mismos y, en algunos casos, a sus comunidades y ­organizaciones. No hablan por el con­junto del movimiento, sino de una corriente de éste que busca un espacio en el seno del INPI. Sin ir más lejos, el Congreso Nacional Indígena, la articulación más importante del mundo indio, no participó en esta ceremonia.

La misma idea de un solo bastón de mando que represente al conjunto de los pueblos indígenas del país ha sido cuestionada por múltiples intelectuales indios y autoridades comunitarias. Es una invención. Los bastones son símbolos de autoridad de cada comunidad, tribu o nación.

Jaime Martínez Luna, uno de los más brillantes intelectuales zapotecos, creador junto a otros del concepto de comunalidad, escribió sobre la ceremonia (a la que calificó de performance) de investidura del Zócalo: Quien se lo otorga al nuevo Presidente de la nación en esta ocasión no representa nadie. Él lo sabe, y lo sabe el Presidente. Lo sabemos quienes veremos un ritual inexistente en términos reales, para una nación inexistente.

Entre quienes participaron en el rito de ocasión hay destacados luchadores sociales. El trabajo de Carmen Santiago y su organización Flor y Canto en Oaxaca son ejemplares. Pero muchos otros de los participantes son parte de un estamento de profesionales de la representación indígena en las instituciones gubernamentales que, desde 2000, están a la caza de puestos y recursos. Y junto a luchas emergentes, como la de Oxchuc, en Chiapas, o Ayutla, en Guerrero, apuestan a convertirse en los interlocutores de los pueblos originarios en la Cuarta Transformación.

La ceremonia de investidura en el Zócalo puso al mundo indio en el centro de la atención pública. Eso, que debió ser un gran acontecimiento, terminó desvirtúandose, porque se hizo de una manera folclórica. Se trivializó la cultura y espiritualidad de los pueblos originarios, unciéndola al poder. No la necesitaba el nuevo presidente, que tiene desde sus primeros pasos en la política indigenista en la Chontalpa, un conocimiento profundo desde la dinámica estatal de la situación en que viven las comunidades. ¿Por qué entonces ponerla en escena?

El acto sólo puede entenderse desde la lógica del neoindigenismo que acompaña y justifica el emprendimiento de grandes megaproyectos en territorios de los pueblos originarios. Aunque no se reconozca, para la nueva administración, los indígenas son objeto de ­polí­ticas de combate a la pobreza, no sujetos de derechos, especialmente el de la libre determinación. Basta para constatarlo, ver la forma en que se constituyó y quedó instituido el INPI, la iniciativa de ley Monreal para el desarrollo agrario o el silencio sobre el cumplimiento de los acuerdos de San Andrés.

Twitter: @lhan55