“La Francia popular impone su diagnóstico”.
15/12/2018
Christophe Guilluy
Sin Permiso
Entrevista
Para el inventor de la categoría de la “Francia periférica”, el sociólogo Christophe Guilluy, el movimiento de los “chalecos amarillos” constituye para los perdedores de la mundialización una forma de hacerse oír por los ganadores. En su opinión, estos últimos acabarán por tomar en consideración su necesidad de integración económica y cultural. Le entrevistan para el semanario francés L´Express los periodistas Gérald Andrieu y Anne Rosencher.
¿Cómo resumir en algunas frases el movimiento de los “chalecos amarillos”?
Puede que uno intente tranquilizarse no viendo en ello más que un fenómeno microscópico. A elegir: la revuelta de algunos exaltados del medio rural o un simple hartazgo fiscal ligado al aumento del precio del combustible. La verdad es que va bastante más allá. El movimiento de los “chalecos amarillos” es la traducción de treinta años de recomposición económica que han conducido a una gran fragilización social y a un nuevo reparto geográfico de los ciudadanos en el territorio. Para resumir, la mundialización ha entrañado el declive de las industrias de los países desarrollados, que ya no son competitivas en relación a las de los países “de bajo coste”. Nuestras economías siguen produciendo riqueza –esa no es la cuestión-, pero esto ya no beneficia más que a los territorios que concentran la creación de empleo, que son en general las metrópolis. En esta organización de la desigualdad, la clase media se encuentra en los territorios de una Francia periférica que se caracteriza por un débil dinamismo económico, incluso por una desertificación del empleo, sobre todo industrial. En otras palabras, por primera vez en la Historia, las categorías, mayoritarias sin embargo, no viven allí donde se crea empleo. Y aunque este modelo produce crecimiento y riqueza, ya no crea sociedad. Hace veinte años que estudio eso. Veinte años que digo: “Hay un elefante enfermo en la tienda de porcelana”, ¡y que muchos responden que no, que en absoluto! “Todo lo más” dicen ellos, “hay una o dos tazas desportilladas y algún problema de decoración” [ríe]. Quizás era difícil ver este elefante porque no se movía demasiado, si no era en el momento de las elecciones. Pero ahora se ha puesto un chaleco fluorescente.
En las barricadas ha habido tomas de partido racistas, incluso agresiones, lo cual ha planteado lógicamente interrogantes sobre la naturaleza política de los “chalecos amarillos”…
En sólo unas horas los “chalecos amarillos” se convirtieron en los medios en un movimiento racista, homófobo, etc. Desde luego que ha sucedido lo que usted dice: cuando se tiene este género de movimiento heterogéneo, hay de todo. Por el contrario, deducir de esos incidentes que toda la gente que se manifiesta se compone esencialmente de unos cabrones que querrían la guerra civil es idiota.
Por lo demás, la Francia de abajo no tiene el monopolio del racismo, éste puede expresarse en cualquier medio, incluido el del mundo de arriba, salvo que quienes provienen de él toman precauciones con el lenguaje…Lo que resulta por otro lado interesante en la mirada que se posa sobre los “chalecos amarillos” es lo que nos dice sobre la desconexión de algunos, dentro de la élite, con el mundo de abajo. Para ellos es una terra incognita. Hablar de “chalecos amarillos” es hacer etnología, como si hubiera un salvajismo intrínseco en las clases populares. Antes se decía “clases laboriosas, clases peligrosas”. Por lo que se les escucha a algunos, estamos nuevamente en eso, salvo que no se entiende ni siquiera su lenguaje.
¿Por qué habría, en su opinión, esa insistencia en concentrarse en ese aspecto del movimiento?
Al presentarlo esencialmente como el de los “blanquitos” racistas del medio rural, se le deslegitima. Se ha resaltado mucho el perfil de Jacline Mouraud [uno de los rostros más visibles del movimiento]. Se habría podido insistir en el hecho de que el movimiento lo lanzó una joven de la Martinica [Priscillia Ludosky]. Detrás de esta focalización, lo que está en juego es el ostracismo de las categorías populares mediante la semántica. Describir esta movilización como radical y violenta consigue impedir que se perciba la racionalidad del diagnóstico de la gente que toma parte en ella. Todos los que antes constituían la base de la clase media –es decir, los obreros, empleados, pequeños autónomos, incluso los campesinos – llevan hoy a cabo la misma comprobación: el modelo económico que se les ha vendido, en el que han creído –puesto que han jugado al juego de la mundialización sin ningún a priori ideológico- para ellos no funciona.
¿Hay, por tanto, para usted una batalla cultural que se esté librando con el movimiento de los “chalecos amarillos”?
Hay una guerra de representaciones. Cuando se habla de “jacqueries” [”motines”], se describe en resumidas cuentas a pueblerinos, un poco imbéciles, un poco racistas, que no tendrían otra ambición que la de emponzoñar. Salvo que cerca del 70% de los franceses apoya a los “chalecos amarillos” y el 70% de los franceses no es racista. Lo que este movimiento nos dice es: “Vuestro modelo no funciona, en él no encuentro mi lugar”. Y esta palabra es la que se trata de descalificar. Sin embargo, el diagnóstico de la gente de abajo no es exclusivamente el de los “blanquitos” sino también el de los “negritos”, el de los “arabecitos”, los “judeicitos”, etc.
Por el contrario, hay un discurso que está apareciendo, que apunta a describir, por un lado, a un pueblo virtuoso por principio y, por el otro, a una élite necesariamente lamentable. Esta tendencia ¿no es ella misma caricaturesca?
Pues claro que sí. Es de una estupidez incalificable. Evidentemente no tenemos por un lado al pueblo, que tendría todas las virtudes y, por otro, al mundo de arriba, que no tendría ninguna. Que haya, en la “Francia de arriba” algunos verdaderos cínicos egoístas es algo de lo que no tengo duda. Pero la mayoría de las personas que la constituyen están sometidas, también en su caso, a lógicas individuales: se benefician de un modelo y quieren hacer todo lo necesario para que perdure. ¿Quién puede culparles de ello? Por eso es por lo que no tenemos elección: va a hacer falta que empecemos de nuevo a vivir juntos, arriba y abajo. No es una lectura ingenua de las cosas, es una necesidad. Una necesidad es un arriba que sirva a los intereses de los de abajo. No se trata, pues, de reeducar, sino de tomarse en serio su diagnóstico y sus demandas: del trabajo y de la preservación de un capital social y cultural.
Esta es la razón por la que preconizo una revolución intelectual del mundo de arriba, que pasa por un aggiornamento del modelo dominante y un respeto de los más modestos. Hace no tanto tiempo, durante los Treinte Gloriosos, la pequeña clase media occidental era un referente respetado por la intelligentsia y los políticos, su modo de vida era envidiable. Pero ese estatus se agotó hace mucho tiempo. Y a partir del momento en que se describe a esta gente como “los deplorables”, así los denominó Hillary Clinton durante la campaña electoral durante la campaña presidencial norteamericana, se añade la fractura cultural a la fractura económica y social. Sin contar con que eso plantea un verdadera problema en los mecanismos de integración.
¿En qué?
Los últimos en llegar al territorio se preguntan siempre: “¿quiero parecerme a mi vecino?”. Si es un “loser” económico, un “cassos”, como dicen en los barrios periféricos, empezamos mal. Nadie o casi nadie llega a Francia diciéndose de partida: “¡Guau! El modelo asimilacionista republicano, la Ilustración, Diderot…Voy a adherirme a esos valores”. Eso funciona por porosidad. Miras a tu vecino y te dices: “Tiene una situación envidiable, es persona respetada”. O no. Por eso es por lo que no creo en los discursos consistentes en hacer creer que habría un botón “on-off” en el modelo asimilacionista. Que bastaría, por ejemplo, con obligar a llamar a sus niños de acuerdo con los nombres del santoral, o qué sé yo qué más. Todo eso es inútil si la gente no está integrada ni económica ni culturalmente. Hay que considerar el problema en su conjunto: el de una clase media derrotada, que ya no se beneficia del crecimiento y a la que se ha humillado culturalmente desde hace décadas.
Su discurso encuentra, sin embargo, un eco cada vez mayor en la Francia de arriba. ¿Es eso el soft power del que habla usted en su libro?
Quedan algunos bastiones de la “izquierda cultural”, como lo denomina el sociólogo Jacques Le Goff, pero se reducen de modo mecánico, puesto que su representación no está pegada a la realidad. Y en efecto, la Francia periférica se hace oír, influye, incluido “arriba”. El Premio Goncourt 2018, Nicolas Mathieu, nacido en Epinal, habla de esos territorios. Ese soft power, del que la movilización forma igualmente parte, impone temáticas. Obliga a hablar de “modelo económico, “reindustrialización”, “relocalización”, etc. Hoy en día, la mayor parte de los países occidentales disponen de una oferta política que no va de acuerdo con las demandas de los pueblos. Pero este desfase es coyuntural. Los más rápidos en adaptarse han sido los populistas. Contrariamente a lo que se dice a veces, estos últimos no son demiurgos que influyen en el pueblo y le conducen a “votar mal” engatusándole con discursos engañosos. Tomemos a Matteo Salvini. No hace tanto tiempo era un reaganiano liberal secesionista con un tufo racista contra los italianos del sur. Luego ha entendido que para ganar necesitaba al Movimiento Cinco estrellas, le hacía falta un discurso social y estatista. Y hoy en día, olvidado Reagan, ¡va de soberanista! Se puede decir que es mercadotecnia, incluso cinismo. Pero así es. Los populismos se han adaptado banalmente a la demanda. Los demás partidos de izquierda y derecha, franceses y europeos, acabarán también ellos por adaptarse, con sus propias palabras, sus propios métodos. O, si no, desaparecerán.
Tras haber criticado la “lepra populista”, Emmanuel Macron se ha reivindicado la semana pasada como “verdadero populista” (verdadero representante del pueblo, ha precisado). ¿Hay que ver en ello un “cambio de rumbo”?
Hagamos notar que este viraje semántico constituye también un signo de soft power de las clases populares. Pero el “cambio de rumbo” no me parece de actualidad. Esa es la paradoja: Macron se presentó como un personaje subversivo. Como es evidente, no ha ido hasta el final de la subversión. La pregunta es: ¿quiere o no volver a presentarse ]a las elecciones presidenciales]? De momento, no se mueve ideológicamente. Sin embargo, sería interesante que hubiera alguien como él que escuchara a las clases populares.
¿Por qué?
¡Porque no se podrá acusar a Emmanuel Macron de populismo o de racismo! No olvidemos que en la Historia son a menudo los halcones los que hacen la paz y las palomas las que se revelan más belicosas. Tomemos el caso de Trump. En principio, no se trata de white trash [clase marginal blanca]. Por el contrario, es un representante de la hiperélite norteamericana neoyorquina, y a base de presentarlo como un pueblerino, algunos se imaginan que habrá nacido en los confines del Midwest. Es interesante que este tipo - un ultraliberal – produzca un discurso y una política económica dirigida a gente que pide barreras aduaneras para la industria. Imaginemos que Donald Trump tuviera éxito económicamente: ¿qué íbamos a decir? ¿Qué no tomamos nada de sus métodos, pues ideológicamente es sospechoso? Eso es aislarse intelectualmente.
Por volver sobre el soft power de las clases populares y sobre la recepción que le brindan a usted los medios, podríamos preguntarnos si no es usted un seguidor del nuevo pensamiento único, una suerte de Alain Minc de la Francia de abajo….
[Risas] No, porque no olvido en mi representación que hay un mundo de arriba. Una sociedad sólo es viable si existe una combinación de ambos. Democracia significa proporcionar los medios para integrar cultural y políticamente a la mayoría de los ciudadanos. El círculo virtuoso no significa enviar al mundo de arriba al campo a trabajar, ¡no soy maoísta! La mundialización está ahí, lo mismo que el multiculturalismo. No se trata de estar a favor o en contra. La cuestión es: ¿cómo se gestiona para que tomar a todo el mundo en consideración? ¿Cómo gestionar al mismo tiempo –al final resulta muy macroniano- la Francia periférica y la Francia de las metrópolis? No hay más pregunta que esa. Sencillamente, el mundo de arriba no tiene derecho a la radicalización. Precisamente porque es el mundo de arriba. No se tiene derecho, cuando se vive bien, a vomitarle al mundo de abajo. Hay que reflexionar. Pero para eso hace falta un poco de empatía, y es difícil sentirla por gente a la que se toma por salvajes.
Christophe Guilluy geógrafo de campo, hurga desde hace veinte años en las fracturas sociales francesas, a las que consagró un atlas en el año 2000, ‘Atlas des fractures françaises’ [Éditions L´Harmattan, 2000] seguido del ‘Atlas des nouvelles fractures sociales’ [Autrement, 2004] — coescrito con Christophe Noyé — y, en 2010, de ‘Fractures françaises’ [Bourin Éditeur]. Creador del concepto de “inseguridad cultural”, su libros más conocidos y discutidos son ‘La France périphérique. Comment on a sacrifiè les clases populaires’ [Flammarion, 2014] y ‘Le Crépuscule de la France d’en haut’ [Flammarion, 2016]. Acaba de publicar ‘No society. La fin de la clase moyenne occidentale’ (Flammarion, octubre de 2018)
Fuente:
L´Express, nº 3517, 28 de noviembre-4 de diciembre de 2018
Traducción: Lucas Antón