La arqueología del saber (III)

El cambio y las transformaciones



EL CAMBIO Y LAS TRANSFORMACIONES

¿Qué decir ahora de la descripción arqueológica del cambio? Podrán muy bien hacérsele a la historia tradicional de las ideas cuantas críticas teóricas se quiera o se pueda: tiene por lo menos a su favor el tomar como tema esencial los fénómenos de sucesión y de encadenamiento temþorales, analizarlos de acuerdo con los esquemas de la evo y describir así el despliegue histórico de los discursos. La arqueología, en clmbio, no parece tratar la historia sino para congelarla. De una parte, al describir las formaciones discursivas, descuida las series temporales que pueden nanifestarse en -ellas; busca reglas generales que valen uniformemente, y de la misma manera, en todos los puntos del tiempo: no impone entonces, a un desarrollo quizá lento e imperceptible,
la figura apremiante de una sincronía. ‘ En ese “mundo de las ideas” que es por sí mismo tan lábil, elb el que las figuras más estables en apariencia se borran tan rápidamente, en el que, en cambio, se producen tantas irregularidades que habrán de recibir más tarde un estatuto definitivo, en el que el futuro se anticipa siempre a sí mismo, mientras que el pasado no cesa de desplazarse, ¿no pone la arqueología en valor una especie de pensamiento inmóvil? Y por otra parte, cuando recurre a la cronología, es únicamente, parece, para fijar, en los límites de las positividades; dos puntos’ de sutjeción: el momento en que nacen y aquel en que se desvanecen, como si la duración sólo se utilizara para fijar ese calendar io rudimentario, pero estuviera anulada a todo lo largo del propio análisis; como si sólo hubiera tiempo en el instante vacío de la ruptura,

en esa fisura blanca y paradójicamente intemporal en que una formación repentina sustituye a otra. Sincronía de las positividades, instantaneidad de las sustituciones, el tiempo es eludido, y con él la posibilidad de una descripción histórica desaparece. El discurso se arranca de la ley del devenir y se establece ten una intemporalidad discontinua. Se inmoviliza por fragmentos, astillas precarias de eternidad. Pero todo en vano: varias eternidades que se suceden, un juego de imágenes fijas que se eclipsan sucesivamente, es cosa de la cual no se hace ni un movimiento, ni un tiempo, ni una historia.
Es preciso, sin embargo, contemplar las cosas desde más cerca.

Y en primer lugar la aparente sincronía de las formaciones discursivas. Una cosa es cierta: por más que estén en juego las reglas en cada enun ciado, y _por consiguiente vuelvan a ser emplea-

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das con cada uno, no se modifican cada vez; se las puede encontrar en actividad en enunciados o en grupos de enunciados muy dispersos a través del tiempo. Se ha visto, por ejemplo, que los diversos objetos de la Historia natural, durante cerca de un siglo —de Tournefort a Jussieu— obedecían a unas reglas de formación idénticas; se ha visto que la teoría de la atribución es la misma y desempeña el mismo papel en Lancelot, Condillac y Destutt de Tracy. Más todavía, se ha visto que el orden de los enunciados según la derivación arqueológica no reproducía forzosamente el orden de las sucesiones: se pueden encontrar en Beauzée enunciados que son arqueológicamente previos a los que se encuentran en la Gramdtica de Port-Royal. Existe, pues, en tal análisis, una suspensión de las continuidades ternPQr#s, digamos más exactamente del calendario de las formulaciones. Pero esta suspensión tiene precisamente por objeto hacer que aparezcan unas relaciones que caracterizan la temporalidad de las formaciones discursivas y la articulan en series cuyo entrecruzamiento no impide el análisis.
a) La arqueología define las reglas de formación de un conjunto de enunciados. Manifiesta asf cómo una sucesión de acontecimientos puede, y en el mismo orden en que se presenta, convertirse en objeto de discurso, ser registrada, descrita, explicada, recibir t elaboración en conceptos y ofrecer la ocasión de una elección teórica. La arqueología analiza el grado y la forma de permeabilidad de un discurso: da el principio de su articulación sobre una cadena de
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acontecîmientos sucesivos; define los operadores por los cuales los acontecimientos se transcriben en los enunciados. No discute, por ejemplo, la relación entre el análisis de las riquézas y las grandes fluctuaciones monetarias der siglo XVI y del comienzo del XVIII; trata de mostrar lo que, de esas crisis, podia ser dado como objeto del discurso, cómo podfan encontrarse en él conceptualizadas, cómo los intereses que se enfrentaban en el curso de esos procesos podían disponer en ellos su estrategia. O más aún, la arqueología no pretende que el cólera de 1832 no haya sido un acontecimiento para la medicina: muestra cómo el discurso clinico utilizaba unas reglas tales que pudo reorganizarse entonces un dominio entero objetos médicos, que sç pudo utilizar un conjunto entero de métodos de registro y de nota. ción, que se pudo abandonar el concepto de inflamación y liquidar definitivamente el viejo problema teórico de las fiebres. La arqueologia no niega la posibilidad de enunciados nuevos en correlación acontecimientos “exteriores”. Su cometido consiste en mostrar en qué condición puede existir tal co. rrelación entre ellos, y en qué consiste precisamente

(cuáles son sus limites, su forma, su código, su ley de posibilidad). No esquiva esa movilidad de los discursos que los hace moverse al ritmo de los acontecimientos; intenta liberar el nivel en que se pone en marcha, Io que pudiera llamarse el nivel del embrague del acontecimiento. (Embrague que es especffico para cada formación discursiva, y que no tiene las mismas regras, los mismos operadores ni la misma sensibilidad, por ejemplo, en el análisis de las riquezas y en la economía política, en la vieja medicina de las “constituciones”, y en la epidemiología moderna.)
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b) Además, no todas las reglas (Ic formación asignadas por la arqueología a una positividad tienen la misma generalidad: algunas Son más particulares y derivan de las otras. Esta subordinación puede ser únicamente jerárquica, pero puede comportar también un vector temporal. Asf, en la Gramática general, la teoría del verbo-atribución y de la del nornbre-articulación están. ligadas entre sí, y la segunda deriva de la primera, pero sin que se pueda determinar entre ellas un orden de sucesión (que no sea el deductivo o retórico, que se ha elegido para la exposición). En cambio, el análisis del complemento o la investigación de las raíces no podían aparecer (o reaparecer) sino una vez desarrollado el análisis de la frase atributiva o la concepción del nombre como signo analítico de la representación. Otro ejemplo: en la época clåsica, el principio de la continuidad de los seres estå implicado por la clasificación de las especies según los caracteres estrücturales, y en ese sentido son simultáneas; en cambio, es una vez emprendida esa clasificación cuándo las lagunas y las carencias pueden ser interpretadas en las categorías de una historia de la naturaleza, de la tierra y. de las especies. En otros términos, la ramificación arqueológica de las reglas de formación no es una red uniformemente simultánea: existen relaciones, entronques, derivaciones que son temporalmente neutros, y existen otros que implican una dirección temporal determinada. La arqueología no toma, pues, como modelo, ni un esquema puramente lógico de simultaneidades, ni una sucesión lineal de acontecimientos, sino que trata de most-a•ar el entrecruzamiento de . unas relaciones necesariamente sucesivas con otras que no lo son. No hay que creer, por consiguiente, que un sistema de positividad sea
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una figura sincrónica que no se puede percibir sino poniendo entre paréntesis el conjunto de proceso diacrónico. Lejos de ser indiferente a la sucesión, . la arqueologfa localiza los vectores temPorales de derivacidn.
La arqueología no se propone tratar como simultáneo lo que se da como sucesivo; no intenta fijar el tiempo y sustituir su flujo de acontecimientos por correlaciones que dibujen una figura inmóvil. Lo que deja en suspenso es el tema de que la sucesión es un absoluto: un encadenamiento primero e indisociable al cual estaría sometido el discurso por la ley de su finitud; es también el tema de que no hay en el discurso más que una sola forma y un solo nivel de suceSión. Estos temas los sustituye por análisis que hacen aparecer a la vez las diversas formas de sucesión que se superponen en el discurso (y por formas, no hay que entender simplemente los ritmos o las causas, sino las series mismas) , y la manera en que se articulan las sucesiones así especificadas. En lugar de seguir el hilo de un calendario originario, en relación con el cual se estableciese la cronologia de los acontecimientos sucesivos o simultáneos, la de los procesos cortos o durables, la de los fenómenos instantáneos y de las permanencias, se trata de mostrar cómo puede existir la sucesión, y a qué niveles diferentes se encuentran sucesiones distintas. Es preciso, pues, para constituir una historia arqueológica del discurso, liberarse de dos modelos que, durante largo tiempo sin duda, impusieron su imagen; el 284
modelo lineal de la palabra (y por una parte al menos de la escritura) en el que todos los acon- tecimientos se suceden unos a otros, salvo efecto de coincidencia y de superposición; y el modelo del flujo de conciencia cuyo presente se escapa siempre de sf mismo en la apertura del porvenir

y en la retención del pasado. Por paradójico que sea, las formaciones discursivas no tienen el mis- mo modelo de historicidad que el curso de la conciencia o la linearidad del lenguaje. El discurso, tal, al menos, como lo analiza la arqueología, es decir al nivel de su positividad, no es una conciencia que venga a alojar su proyecto en la forma externa del lenguaje; no es una lengua, con un sujeto para hablarla. Es una práctica que

tiene sus formas propias de encadenamiento y de sucesión.
Mucho mås fåcilmente que la historia de las ideas, la arqueología habla de cortes, de fisuras, de brechas, de formas enteramente nuevas de_ positividad„y de redistribuciones repentinas. Hacer la historia de la economía política era, tradicionalmente, buscar todo cuanto había podido preceder a Ricardo, todo cuanto había podido perfilar de antemano sus análisis, sus métodos y sus nociones principales, todo cuanto había podido hacer mås probables sus descubrimientos; hacer la historia de la gramática comparada, era encon-
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trar el rastro —mucho antes de Bopp y Rask— de las investigaciones previas sobre la filiación y el parentesco de las lenguas; era determinar la parte que habia podido tener Anquetii-Duperron en la constitución de un dominio indoeuropeo; era

poner de nuevo al día la primera comparación hechas en 1769 de las conjugaciones sånscrita y
latina; era, de ser preciso, remontarse a Harris o Ramas. En cuanto a la arquplogfa, procede a la inversa: trata más bien de desenredar todos esos hilos tendidos por la paciencia de los historiadores; multiplica las diferencias, embrolla las líneas de comunicación y se esfuerza en hacer más diffciles los accesos; no trata de demostrar que el análisis • fisiocråtico de la producción preparaba el de Ricardo; no considera pertinente, sus propios análisis, decir que Coeurdoux habfa anunciado a Bopp.
¿A qué corresponde esta insistencia en las dis• continuidades? A decir verdad, sólo es paradójica en relación con el hábito ‘de los historiadores. Es éste —con su preocupación por las continuidades, los tránsitos, las anticipaciones, los esbozos previos— el que, con mucha frecuencia, maneja la paradoja. De Daubenton a Cuvier, de Anquetil a Bopp, de Graslin, Turgot o Forbönnais a Ricardo, a pesar de tan reducido espacio cronológico, las diferencias son innumqables y de índole muy diversa: unas están localizadas, otras son generales; unas se refieren a los métodos, otras a los conceptos; ora se trata del dominio de objetos, ora se trata de todo ei instrumento lingüístico. Más patente aún es el ejemplo de la medicina: en un

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cuarto de siglo, de 1790 a 1815, el discurso médico se modificó más profundamente que desde el siglo XVII, que desde la Edad Media sin duda, y quizá incluso desde la medicina griega: modificación que hizo aparecer unos objetos (lesiones orgánicas, focos profundos, alteraciones tisulares, vias y formas de difusión interorgånicas, signos y correlaciones anatómico-clínicos) , técnicas de observaciones de detección del foco patológieo de registro; otro cuadriculado perceptivo y un vocabulario de descripción casi enteramente nuevo. Unos juegos de conceptos y unas distribuciones nosográficas inéditas (categorías a veces centenarias, a veces milenarias, como la de fiebre o de constitución desaparecen, y unas enfermedades tan viejas quizá como el mundo —la tuberculosis— son aisladas y nombradas al fin) . Dejemos, pues, a los que por inadvertencia no han abierto jamás la Nosografía filosófica y el Tratado de las membranas el cuidado de decir que la arqueología inventa arbitrariamente diferencias. Lo que hace únicamente es esforzarse por tomarlas en serio: desenredar su madeja, determinar cómo se reparten, cómo se implican, se denominan y se subordinan las unas a las otras, a qué categorías distintas perteneceh; en suma, se trata de describir esas diferencias, no sin establecer entre ellas el sistema de sus diferencias. Si existe una paradoja de la arqueología, no es la de que multiplicaría las diferencias, sino la de que se niega a reducirlas, invirtiendo así los valores habituales. Para la historia de las ideas, la diferencia, tal como aparece, es error o añagaza; en lugar de dejarse
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detener por ella, la sagacidad del análisis debe intentar desenredarla: encontrar por debajo de ella una diferencia menor, y por ‘debajo de ésta, otra más limitada aún, y esto indefinidamente, hasta el límite ideal, que sería la no diferencia de la absoluta continuidad. La arqueología, en cambio, toma por objeto de su descripción aquello que habitualmente se considera obstáculo: no tiene como proyecto el superar las ëiferèncias, sino analizarlas, decir en qué consisten precisamente, y diferenciarlas. Esta diferenciación, ¿cómo la opera?
l . La arqueología, en lugar de considerar que el discurso no está constituido más que por una serie de acontecimientos homogéneos (las formulaciones individuales), distingue, en el espesor mismo del discurso, varios anos de acontecimientos posibles: plano de los propios enunciados en su emergencia singular; plano de la aparición de los objetos, de los tipos de enunciación, de los conceptos, de las elecciones estratégicas (o de las transformaciones que afectan los ya existentes);’ plano de la derivación de nuevas reglas de formación- a partir de reglas que están ya actuando —pero siempre en el elemento de una sola y única positividad—; en fin, a un cuarto nivel, plano en el que se efectúa la sustitución de una formación discursiva por otra (o de la aparición y de la desaparición pura y simple de una positividad). Estos acontecimientos, que son cori mÙcho los más raros, son, para la arqueología, los más importantes: en todo caso, únicamente ella puede hacerlos apa recer. Pero no son el objeto exclusivo de su descripción, seria erróneo creer que dominan imperativa-
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mente a todos los demás, y que inducen, en los diferentes planos que se han podido distinguir, a rupturas análogas y simultáneas. No todos los acontecimientos que se producen en el espesor del -discurso se hallan a plomo los unos sobre los otros. Indudablemente, la aparición de una formación discursiva es a menudo correlativa de una vasta renovación de objetos, de formas de enunciación, de conceptos y de estrategias (principio que no es, sin embargo, universal: la Gramática general se instauró en el siglo sin muchas modificaciones aparentes en la tradición gramatical); pero no es posible fijar el concepto determinado o el objeto particular que manifiesta de pronto su presencia. No se debe, pues, describir semejante acontecimiento de acuerdo con las categorias que pueden convenir a la emergencia de una formulación, o a la aparición de una palabra nueva. Al darse este acontecimiento, es inútil hacer preguntas como: “¿Quién es el autor? ¿Quién ha hablado? ¿En qué circunstancias y en el interior de qué contexto? Animado de qué intenciones y teniendo qué proyecto?” La aparición de una nueva positividad no estå señalada. por una frase nueva - —inesperada, sorprendente, lógicamente imprevisible, estil{sticamente desviante— que se insertara en un texto y anunciara ora el comienzo de un nuevo capitulo, ora la intervención de un nuevo locutor. Es un acontecimiento de un tipo completamente distinto.
2. Para analizar tales acontecimientos, es insuficiente comprobar unas modificaciones, y referirlas inmediatamente ya sea al modelo, teológico y esté. tico, de la creación (con su trascendencia, con todo el juego de sus originalidades y de sus invenciones), ya sea al modelo psicológico de la toma de conciencia
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(con sus preliminares oscuros, sus anticipaciones, sus circunstancias favorables, sus poderes de reestructuración), ya sea todavía al modelo biológico de la evolución. Hay que definir precisamente en qué con. sisten esas modificaciones: es decir sustituir la referencia indiferenciada al cambio —a la vez. continente gefieral de todos los acontecimientos y principio abstracto de su sucesión— por el análisis de las transformaciones. La desaparición de una positividad y la emergencia de otra implica varios tipo’ de transformaciones. Yendo de las más particulares a las más generales, se puede y se debe describir: cómo se han transformado los diferentes elementos de un sistema de formación (cuáles han sido, por ejemplo, las variaciones del índice de desempleo y de las exigencias del empleo, cuáles han sido las decisiones políticas concernientes a las corporaciones y a la Universidad, cuáles han sido las necesidades nuevas y las nuevas posibilidades de asistencia a fines del siglo xvlll, elementos todos que entran en el sistema de formación de la medicina clínica); cómo se han transformado las relaciones características de un sistema de formación (cómo, por ejemplo, a mediados del siglo XVII, la relación entre campo perceptivo, código lingüístico, mediación instrumental e información, puesta en juego por el discurso sobre los seres vivos, fue modificada, permitiendo asf la de. finición de los objetos propios de la Historia natural); cómo han sido transformadas las relaciones en. tre diferentes reglas de formación (cómo, por ejempro, la biología modifica el orden y la dependencia que la Historia natural había establecido entre la teoría de la caracterización y el análisis de las derivaciones temporales); cómo, en fin, se transforman las relaciones entre diversas positividades (cómo las relaciones entre Filología, Biología y Economía trans- forman las relaciones entre Gramática, Historia natural y Análisis de las riquezas; cómo se descompone la configuración interdiscursiva que dibujaban las relaciones privilegiadas de esas tres disciplinas; cómo se encuentran modificadas sus relaciones respectivas respecto de las matemáticas y de la filosofía; cómo se perfila un lugar para otras formaciones discursivas y singularmente para esa interpositividad que tomará el nombre de ciencias humanas). Más que la fuerza viva del cambio (como si fuèra su propio principio), más también que buscar sus causas (como si no fuera jamás otra cosa que puro y simple efecto), la arqueología, trata de establecer el sistema de las transformaciones en el que consiste el “cambio”; tra-

ta de elaborar esa noción vacía y abstracta, para darle el estatuto analizable de la transformación. Se comprende que ciertos espíritus, apegados a todas esas viejas metáforas por las cuales, durante un siglo y medio, se ha imaginado la historia (movimiento, flujo, evolución) no vean en ello otra cosa que la negación de la historia y la afirmación burda de la discontinuidad; y es porque realmente no pueden admitir que se ponga al desnudo el cambio de todos esos mo(lelos adventicios, que se les arrebate a la vez su primacía de ley universal y su estatuto de efecto general, para sustituirlo por el análisis de transformaciones diversas.
3. Decir que con una formación discursiva se sustituye otra, no es decir que todo un mundo de objetos, de enunciaciones, de conceptos, de elecciones teóricas absolutamente nuevos surja con todas sus armas y totalmente organizado en un texto que lo sitúe en su lugar de una vez para siempre, es decir que se ha producido una transformación general de
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relaciones, pero que no altera forzosamente todos los elementos, es decir que los enunciados obedecen a nuevas reglas de formación, no es decir que todos los objetos o conceptos, todas las enunciaciones o todas las elecciones teóricas desaparecen. Por el con. trario, a partir de esas nuevas reglas, se pueden describir y analizar unos fenómenos de continuidad, de retorno y de repetición: no hay que olvidar, en efecto, que una regla de formación no es ni la determinación de un objeto ni la caracterización de un tipo de enunciación, ni la forma o el contenido de un concepto, sino el principio de su multiplicidad y de su dispersión. Uno de estos elementos —o varios de ellos— pueden permanecer idénticos (conservar el mismo corte, los mismos caracteres, las mismas estructuras), pero pertenecer a sistemas diferentes de dispersión y depender de leyes de formación distintas. Puédese, pues, encontrar fenómenos como éstos: unos elementos que se mantienen a lo largo de varias positividades distintas, conservándose inalterables su forma y su contenido, pero siendo heterogéneas sus formaciones (asf la circulación monetaria como objeto en primer término del Análisis de las riquezas y después de la Economía política; el concepto de carácter , primero en la Historia natural y después en la Biología); unos elementos que se constituyen, se modifican, se organizan en una formación discursiva y que, estabilizados al fin, figuran en otras (asf el concepto de reflejo cuya formación ha demostrado G. Canguilhem en la ciencia clásica de Willis a Prochaska, y luego la entrada en la fisiología moderna); unos elementos que aparecen tarde, como una derivación última en una formación discursiva, y que ocupan un primer lugar en una formación ulterior (así la noción de organismo apare-

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cida a fines del siglo XVIII en la Historia natural, y como resultado de toda la empresa taxonómica de caracterización, y que llega a ser el concepto rpayor de la biología en la época de Cuvier; asf la noción de foco de lesión que Morgagni actualiza y que llega a ser uno de los conceptos principales de la medicina clínica); unos elementos que reaparecen después de un tiempo de desuso, de olvido o incluso de invalidación (así la vuelta a un fijismo de tipo linneano en un biólogo como Cuvier; asi la reactivación en el siglo XVIII de la vieja idea de lengua originaria). El problema para la arqueología no es negar estos fenómenos, ni tratar de disminuir su importancia, sino, por el contrario, encontrar su medida y tratar de explicarlos: ¿cómo pueden existir esas permanencias o esas repeticiones, esos largos encadenamientos o esas curvas que salvan el tiempo? La arqueología no considera el continuo como el dato primero y último que debe dar cuenta del resto; considera, por el contrario, que lo mismo, Io repetitivo y lo ininterrumpido no constituyen un problema menor que las rupturas; para la arqueología, lo idéntico y el con. tinuo no son los que hay que buscar al final del análisis; figuran en el elemento de una práctica discursiva; obedecen ellos también a las reglas de formación de las positividades; lejos de manifestar esa inercia fundamental y tranquilizadora a la cual nos gusta referir el cambio, son ellos mismos activa, regularmente formados. Y a quienes se sintieran tentados de reprochar a la arqueología el análisis privilegiado de lo discontinuo, a todos esos agorafóbicos de la historia y del tiempo,•• a todos esos que confunden ruptura e irracionalidad, yo les contestaría: “Por el uso que hacen ustedes del continuo, Io desvalorizan. Lo tratan ustedes como un elemento-soporte al cual
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debe referirse todo el resto; lo convierten en la ley primera, en la gravedad esencial de toda práctica discursiva; quisieran ustedes que se analizara toda modificación en el campo de esa inercia, del mismo modo que se analiza todo movimiento en el campo de la gravitación. Pero no le dan ustedes ese estatuto sino neutralizándolo y rechazándolo, en el limite exterior del tiempo, hacia una pasividad original. La arqueología se propone invertir tal, disposición, o más (porque no se trata de atribuir a lo dis. ¿ontinfio el papel concedido hasta ahora a la continuidad) hacer jugar el uno contra el otro, lo continuo y lo discontinuo; mostrar cómo lo continuo está formado de acuerdo con las mismas condiciones y según las mismas reglas que la dispersión; y hacer que entre —ni más ni menos que las diferencias, las invenciones,’ las novedades o las desviaciones— en el campo de la práctica discursiva”.
4. La aparición y la desaparición de las positividades, el juego de sostituciones a que dan lugar

no constituyen un proceso homogéneo que se desarrollara en todas partes de la misma manera. No

se debe creer que la ruptura sea una especie de gran deriva general a que estuvieran sometidas, al mismo tiempo, todas las formaciones discursivas: la ruptura

no es un tiempo muerto e indiferenciado que se intercale —siquiera fuese por un instante— entre dos fases manifiestas; no es el lapso sin duración que separase dos épocas y desplegase de una y otra parte de una fisura, dos tiempos heterogéneos; es siempre entre unas positividades definidas una discontinuidad especificada por cierto número de transformaciones distintas. De suerte que el análisis de los cortes arqueológicos se propone establecer entre tantas modificaciones diversas, unas analogías y unas dife-
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rencias, unas jerarquías, unas complementariedades, unas coincidencias y unos desfases: en suma, destri-

bir la dispersión de las propias discontinuidades.
La idea de un solo corte que dividiera de una vez y en un momento dado todas las formaciones discursivas, interrumpiéndolas con un solo movimiento y reconstituyéndolas según las mismas reglas, es una idea inconcebible. La contemporaneidad de varias transformaciones no significa su exacta coinci(lencia cronológica: cada transformación puede tener su Índice particular de “viscosidad” temporal. La historia natural, la gramática general y el aná’lisis de las riquezas se han constituido de manera análoga, y los tres en el transcurso del siglo XVII; pero el sistema de formación del análisis de las ri-
quezas estaba unido a gran número de condiciones
y de prácticas no discursivas (circulación de las

mercancías, manipulaciones monetarias con sus efectos, sistema de protección del comercio y de las manufacturas, oscilaciones en la cantidad de metal amonedado); de ahí la lentitud de un proceso que se ha desarrollado durante más de un siglo (de Grammont a Cantillon), mientras que las transformaciones que habían instaurado la Gramática y la Historia natural apenas se habían extendido a IO largo de más de veinticinco años. Inversamente, unas transformaciones contemporáneas, análogas y vinculadas no remiten a un modelo único, que se reprodujese varias veces en la superficie de los discursos e impusiese a todos una forma estrictamente idéntica de ruptura: cuando se ha descrito el corte arqueológico que ha dado lugar a la filología, a la biología y a la
economía, se trataba de mostrar cómo esas tres positividades se hallaban ligadas (por la desaparición del análisis del signo y de la teorfa de la representa-
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ción), qué efectos simétricos podían producir (la idea de una totalidad y de una adaptación orgánica en
los seres vivos; la idea de una coherencia morfológica y de una evolución regulada en las lenguas; la idea de una forma de producción que tiene sus leyes internas y sus límites de evolución); pero no se trataba menos de mostrar cuáles eran las diferencias específicas de esas transformaciones (cómo, en particular, la historicidad se introduce de un modo particular en esas tres eositividades, cómo, por consiguiente, su relación con la hfstoria no puede ser la misma, aunque todas tengan una relación definida con ella).
En fin, existen entre las diferentes rupturas arqueológicas importantes desfases, y a veces incluso entre formaciones discursivas muy cercanas y unidas por

numerosas relaciones. Asf, en cuanto a las discipli-\

nas del lenguaje el análisis histórico: la gran trans-
formación que dio nacimiento muy a principios del siglo xx a la gramática histórica y comparada precedió en su buen medio siglo a la mutaciÓn del discurso histórico: de suerte que. el sistema de interposi tividad en el que se hallaba la filología se encontró profundamente modificado en la segunda mitad del siglo xx, sin que la positividad de la filología se hallara afectada. De ahi los fenómenos de “desplazamiento en pequeños bloques” de que se puede citar por lo menos otro ejemplo notorio: conceptos comc los de plusvalía o de baja tendencial del tipo de ganancia, tales como se encuentran en Marx, pueden ser descritos a partir del sistema de positividad que se maneja ya en Ricardo; ahora bien, estos conceptos (que son nuevos, pero cuyas reglas de formación no Io son) aparecen —en el propio Marx— como dimanando a la vez de otra práctica discursiva distinta: en ella se forman según unas leyes específicas, y ocu-
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pan en ella otra posición, no figurando en los mismos encadenamientos; esta positividad nueva, no es una transformación de los análisis de Ricardo; no es una nueva economfa polftica; es un discurso cuya instauración ha tenido lugar a propósito de la derivación de ciertos conceptos económicos, pero que en cambio define las condiciones en las que se ejerce el discurso de los economistas, y puede valer, por lo tanto, como teoría y crítica de la economfa politica.
La arqueología desarticula la sincronía de los cortes, del mismo modo que hubiera separado• la unidad abstracta del cambio y del acontecimiento. La época no es ni su unidad de base, ni su horizonte, ni su objeto: si habla de ella, es siempre a propósito de prácticas discursivas determinadas y como resultado de sus análisis. La época clásica, que fue mencionada a menudo en los análisis arqueológicos, no es una figura temporal qüe imponga v su unidad y su forma vacía a todos los discursos; es el nombre que puede darse a un entrecruzamiento de continuidades y de discontinuidades, de modificaciones internas ae las positividades, de formaciones discursivas que aparecen y que desaparecen. Igualmente, la ruPtura no es para la arqueología el tope de sus análisis, el limite que ella misma señala de lejos, sin poder determinarlo ni darle una especificiclad: la ruptura es el nombre dado a las transformaciones que influyen en el régimen general de una o varias formaciones discursivas. Asf, la Revolución francesa —ya que hasta ahora todos los análisis arqueológicos la han tomado como centro— no -desempeña el papel de un acontecimiento exterior a los discursos, cuyo efecto de división en todos éstos se deberfa encontrar, para pensar como se debe; funciona como un conjunto complejo, articulado, des-
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criptible dé transformaciones que han dejado intactas cierto número ade positividades, que han fijado para cierto número de otras unas reglas que son
aún las nuestras, que han establecido igualmente unas positividades que vienen o se siguen deshaciendo aún ante nuestros ojos.

CIENCIA Y SABER
Una delimitación silenciosa se ha impuesto a todos los análisis precedentes, sin que se haya formulado su principio, sin que el designio haya sido siquiera precisado. Todos los ejemplos citados pertenecían sin excepción a un dominio muy restringido. Estamos lejos de haber, no digo inventariado, sino sondeado siquiera el inmenso dominio del discurso: ¿por qué haber pasado, por alto sistemáticamente los textos “literarios”, “filosóficos”, o “políticos”? ¿No tienen lugar en estas regiones, las formaciones discursivas y los sistemas de positividad? Y, para atenernos únicamente al
orden de las ciencias, ¿por qué haber pasado igualmente por alto matemáticas, física o química? ¿Por qué haber apelado a tantas disciplinas dudosas, informes aún y destinadas quizá a permanecer siempre por bajo del umbral de la cientificidad? En una palabra, ¿cuál es la relación entre la arqueología y el análisis de las ciencias?
A. POSITIVIDADES, DISCIPLINAS, CIENCIAS
Primera pregunta: ¿acaso la arqueología, bajo los términos un tanto peregrinos de “formación Y 299
discursiva” y de “positividad”, no describe simplemente unas seudociencias (como la psicopatol ogía) , unas ciencias en estado prehistórico (como la historia natural) o unas ciencias enteramente penetradas por la ideología (como la economía política) ? ¿No es la arqueología el análisis privilegiado de lo que seguirá siendo siempre casi científico? Si se llama “disciplinas” a unos conjuntos de enunciados que copiän su organización de unos modelos científicos que tienden a la coherencia y a la demostratividad, que son admitidos, institucional izados, trasmitidos y a veces enseñados como unas ciencias, ¿np se podría decir que la arqueología describe unas disciplinas que no son efectivamente unai ciencias, en tanto que la epistemología describiría unas ciencias que han podido formarse a partir (o a pesar) de las disciplinas existentes?
A estas preguntas se puede responder por la negativa. La arqueología no describe disciplinas. Todo lo más, éstas, en su despliegue manifiesto, pueden servir de incentivo a la descripción de las positividades; pero no fijan sus límites: no le imponen cortes definitivos; no vuelven a encontrarse invariables al término del análisis; no se puede establecer relación biunívoca entre las disciplinas instituidas y las formaciones discursivas.
He aquí un ejemplo de esta distorsión. El punto de amarre de la Historia de la locura, fue la aparición, a principios del siglo XIX, de una disciplina psiquiátrica. Esta disciplina no tenía ni el mismo contenido, ni la misma organización 300
interna, ni el mismo lugar en la medicina, ni la misma función práctica, ni el mismo modo de utilización que el tradicional capítulo de las “enfermedades de la cabeza” o de las “enfermedades nerviosas”, que se encontraban en los tratados de medicina del siglo XVIII. Ahora bien, al interrogar esta disciplina nueva, se han descubierto dos cosas: lo que la ha hecho posible en la época en que apareció, lo que determinó ese gran cambio en la economía de los conceptos, de los análisis y de las demostraciones, es todo un juego de rela- ciones entre la hospitalización, la internación, las condiciones y los procedimientos de la exclusión social, las reglas de la jurisprudencia, las normas del trabajo industrial y de la moral burguesa, en una palabra todo un conjunto que caracteriza, en cuanto a dicha práctica discursiva, la formación de sus enunciados; pero esta práctica no se manifiesta únicamente en una disciplina con un estatuto y una pretensión cientfficos; se la encuentra igualmente en acción en textos jurídicos, en expresiones literarias, en reflexiones filosóficas, en decisiones de orden político, en frases cotidianas, en opiniones. La formación discursiva, cuya existencia permite localizar la disciplina psiquiátrica, no le es coexistensiva, ni mucho menos: la desborda ampliamente y la rodea por todas partes. Pero hay más: remontándose en el tiempo y buscando lo que había podido preceder en los siglos XVII y a la instauración de la psiquiatría, se ha visto que no existía ninguna disciplina previa: lo que decían de las manías, de los delirios, de las melancolías, de las enfermedades nerviosas los
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médicos de la época clásica no constituía en manera alguna una disciplina autónoma, sino todo lo más una rúbrica en el análisis de las fiebres, de las alteraciones de los humores, o de las afecciones del cerebro. Sin embargo, no obstante la ausencia de toda disciplina instituida, existía y actuaba una práctica discursiva, que tenía su regularidad y su consistencia. Esta práctica discursiva se hallaba incluida ciertamente en la medicina,

pero también en los reglamentos administrativos, en textos literarios o filosóficos en la casuística, en
las teorías o los proyectos de trabajo obligatorio o de asistencia a los pobres. En la época clásica, se tiene, pues, una formación discursiva y una positividad absolutamente accesible a la degcrip. ción, a las cuales no corresponde ninguna disciplina definida que se pueda comparar a la psiquiatrfa.
Pero, si es cierto que las +ositividades no son los simples dobletes de las disciplinas institui das, ¿no son el esbozo de ciencias futuras? Con el nombre de formación discursiva, ¿no se designa la proyección retrospectiva de las ciencias sobre su propio pasado, la sombra que dejan caer sobre lo que las ha precedido y que parece asf haberlas perfilado de antemano? Lo que se I descrito, por ejemplo, como análisis de las riquezas o Gramåtica general, prestándoles una autonomía quizå bastante artificial ¿no era, simplemente, la economía política en el estado incoactivo, o una fase previa a la instauración de una ciencia rigurosa al fin del lenguaje? ¿No trata la arqueología —por un movimiento retrógrado cuya legiti-
302 LA DESCRIPCIÓN ARQUEOLÓGICA
midad sería sin duda difícil de establecer— de reagrupar en una práctica discursiva independiente todos los elementos heterogéneos y dispersos cuya complicidad se probará que es necesaria para la instauración de una ciencia?
Aquí también, la respuesta debe ser negativa. Lo que ha sido analizado bajo el nombre de Historia natural no encierra, en una figura única, todo lo que, en los siglos XVII y XVIII, podría valer como el esbozo de una ciencia de la vida, y figu rar en su genealogía legitima. La positividad pues. ta así al día da cuenta, en efecto, de cierto número de enunciados que conciernen las semejanzas y las diferencias entre los seres, su estructura visible, sus caracteres específicos y genéricos, su clasificación posible, las discontinuidades que los separan, y las transiciones que los ligan; pero deja a un lado no pocos otros análisis, que datan sin embargo de la misma época, y que perfilan también las figuras ancestrales de la biología: análisis del movimiento reflejo (que tanta importancia había de tener para la constitución de una anatomofisiología del sistema nervioso) , teoría de los gérmenes (que parece anticiparse a los problemas de la evolución y de la genética) , explicación del crecimiento animal o vegetal (que habría de ser una de las grandes cuestiones de la
fisiología de los organismos en general) . Mucho más: lejos de anticiparse a una biología futura la Historia natural —discurso taxonómico, vinculado a la teoría de los signos y al proyecto de una ciencia del orden— excluía por su solidez y su autonomía, la constitución de una ciencia unitm-ia
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de la vida. Igualmente, la formación discursiva que se describe como Gramática general no da cuenta, ni mucho menos, de todo cuanto pudo decirse en la época clásica sobre el lenguaje, y cuya herencia o repudiación, desarrollo o crítica habría de encontrarse más tarde, en la filología: deja a un lado los métodos de la exégesis bíblica, y esa filosofía del lenguaje que se formula en Vico o Herder. Las formaciones discursivas no son las ciencias futuras en el momento en que, inconscientes todavía de sí mismas, se constituyen
sigilosamente: no se hallan, de hecho, en un estado de subordinación teleológica en relación con la ortogénesis de las ciencias.
¿Hay que decir, entonces, que no puede existir ciencia allí donde existe positividad, y que las positividades, allí donde pueden descubrirse, son siempre exclusivas de las ciencias? ¿Hay, que suponer que en lugar de hallarse en una relación cronológica con respecto de las ciencias, se encuentran en una situación de alternativa? ¿Que son de alguna manera la figura positiva de cierto defecto epistemológico? Pero se podría, en ese caso también, suministrar un contraejemplo. La medicina clínica no es ciertamente una ciencia; no sólo porque no responde a los criterios formales ni alcanza el nivel de rigor que se puede esperar de la física, de la química y hasta de la fisiología, sino también porque comporta un amontonamiento, apenas organizado, de observaciones empíricas, de pruebas y de resultados brutos, de recetas, de prescripciones terapéuticas, de reglamentos institucionales. Y sin embargo, esta

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no-ciencia no es exclusiva de la ciencia: en el curso del siglo XIX, ha establecido relaciones definidas entre ciencias perfectamente constituidas, como la fisiología, la química o la microbiología; más aún, ha dado lugar a discursos como el de la anatomía patológica al cual sería, sin duda, pre• suntuoso dar el título de falsa ciencia.
No se pueden, pues, identificar las formaciones discursivas a ciencias ni a disciplinas apenas científicas, ni a esas figuras que dibujan de lejos las ciencias por venir, ni en fin a unas formas que excluyen desde los comienzos toda cientificidad. ¿Qué es, entonces, de la relación entre las positividades y las ciencias?
B. EL SABER
Las positividades no caracterizan unas formas de conocimiento, ya sean condiciones a priori y necesarias o unas formas de racionalidad que han podido sucesivamente ser . puestas en acción por la historia. Pero no definen tampoco el estado de los conocimientos en un momento dado del tiempo: no establecen el balance de lo que, desde ese momento, hubiera podido ser demostrado y tomar estatuto de saber definitivo, el balance de lo que, en cambio, se aceptaba sin prueba ni demostración suficiente, o de lo que era admitido de creencia común o requerido por la fuerza de
la imaginación. Analizar positividades, es mostrar de acuerdo con qué reglas una práctica discursiva
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puede formar grupos de objetos, conjuntos de enunciaciones, juegos de conceptos, series de elecciones teóricas. Los elementos así formados no constituyen una ciencia, con una estructura de idealidad definida; su sistema de relaciones es seguramente menos estricto; pero no son tampoco conocimientos amontonados los unos junto a los otros, procedentes de experiencias, de tradiciones o de descubrimientos heterogéneos, y unidos solamente por la identidad del sujeto que los guarda. Son aquello a partir de lo cual se construyen proposiciones coherentes (o no) , se desarrollan descripciones más o menos exactas, se efectúan verificaciones, se despliegan teorías. Forman lo previo de lo que se revelará y funcionará como un conocimiento o una ilusión, una verdad admi• tida o un error denunciado, un saber definitivo o un obstáculo superado. Este “previo”, se ve bien que no puede ser analizado como un dato, una experiencia vivida, todavía inmersa totalmente en lo imaginario o la percepción, que la humanidad en el curso de su historia hubiera tenido que retomar en la forma de la racionalidad, o que cada individuo debería atravesar por su propia cuenta, si quiere volver a encontrar las significaciones reales que en ella están insertas u ocultas. No se trata de un preconocimiento o de un estadio arcaico en el movimiento que va del conocer inmediato a la apodicticidad; se trata de unos elementos que deben haber sido formados por una pråctica discursiva para que eventualmente un dis curso científico se constituya, especificado no sólo por su forma y su rigor, sino también por los ob306
jetos con los que está en relación, los tipos de enunciación que pone en juego, los conceptos que manipula y las estrategias que utiliza. Así, no relacionamos la ciencia con lo que ha debido ser vivido o debe serlo, para que esté fundada la intención de idealidad que le es propia, sino con lo que ha debido ser dicho —o lo que debe serlo—, para que pueda existir un discurso que, llegado el caso, responda a unos criterios experimentales formales de cientificidad.
A este conjunto de elementos formados de manera regular por una práctica discursiva y que son indispensables a la constitución de uña ciencia, aunque no estén necesariamente destinados a darle lugar, se le puede llamar saber. Un saber es aquello de lo que se puede hablar en una práctica discursiva que así se encuentra especificada: el dominio constituido por los diferentes objetos que adquirirán o no un estatuto cientifico (el saber de la psiquiatría, en el siglo XIX, no es la suma de aquello que se ha creído verdadero; es el conjunto de las conductas, de las singularidades, de las desviaciones de que se puede hablar en el discurso psiquiátrico) ; un saber es también el espacio en el que el sujeto puede tomar posición para hablar de los objetos de que trata en su discursQ (en este sentido, el saber de la medicina clínica es el conjunto de las funciones de mirada, de interrogación, de desciframiento, de registro, de decisión, que puede ejercer el sujeto del discurso médico) ; un saber es también el campQ de cordinación y de subordinación de los enunciados en que los conceptos aparecen, se definen’.
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se apl ican y se transforman (a este nivel, el saber de la Historia natural, en el siglo XVIII, no es la suma de lo que ha sido dicho, sino el conjunto de los modos y de los emplazamientos según los cuales se puede integrar a lo ya dicho todo enunciado nuevo) ; en fin, un saber se define por posibilidades de utilización y de apropiación ofre-

cidas por el discurso (así, el saber de la economía

política, en la época clásica, no es la tesis de las diferentes tesis sostenidas, sino el conjunto de sus puntos de articulación sobre otros discursos o sobre otras prácticas que no son discursivas) . Exis ten saberes que son independientes de las ciencias (que no son ni su esbozo histórico ni su reverso vivido) , pero no existe saber sin una práctica dis cursiva definida; y toda práctica discursiva puede < definirse por pl saber que forma.
En lugar de recorrer el eje conciencia-conocimiento-ciencia (que no puede ser liberado del índice de la subjetividad) , la arqueología recorre el eje práctica discursiva-saber-ciencia. Y mientras la historia de las ideas encuentra el punto de equilibrio de su análisis en el elemento del co. nocimiento (hallándose así obligada, aun en contra suya, • a dar con la interrogación trascenden tal) , la arqueología encuentra el punto de equilibrio de su análisis en el saber, es decir en un dominio en que el sujeto está necesariamente situado y es dependiente, sin que pueda figurar en él jamás como titular (ya sea como actividad trascendental, o como conciencia empírica) .
Se comprende en estas condiciones que sea preciso distinguir con cuidado los dominios científi-
308 LA DESCRIPCIÓN ARQUEOLÓGICA
cos y los territorios arqueológicos: su corte y sus principios de organización son completamente distintos. Sólo pertenecen a un dominio de cientificidad las proposiciones que obedecen a ciertas leyes de construcción; unas afirmaciones que tuvieran el mismo sentido, que dijeran la misma cosa, que fuesen tan verdaderas como ellas, pero que no nacieran de la misma sistematicidad, estarian excluidas de ese dominio: lo que Le réve de d’ A lembert [El sueño de d’ Alembert] dice a pro. pósito del devenir de las especies puede muy bien traducir algunos de los conceptos o algunas de las hipótesis científicas de la época; ello puede muy bien incluso ser una anticipación de una verdad futura; ello no entra en el dominio de cientificidad de. la Historia natural, sino que pertenece, en cambio, a su territorio arqueológico, si al menos se puede en él descubrir la intervención de las mismas reglas de formación que en Linneo, en Buffon, en Daubenton o en Jussieu. Los territorios arqueológicos pueden atravesar unos textos “literarios”, o “filosóficos” tan bien como unos textos científicos. El saber no entra tan sólo en las demostraciones; puede intervenir igualmente en ficciones, reflexiones, relatos, reglamentos institucionales y decisiones políticas. El territorio arqueológico de la Historia natural comprende la Palingénésie philosophique o el Telliamed, aunque no respondan en gran parte a las normas científicas admitidas en la época, y todavía menos, seguramente, a las que se exigirán más tarde. El territorio arqueológico de la Gramática general abarca los sueños de Fabre d’Olivet (que jamás 309
han recibido estatuto científico y se inscriben más bien en el registro del pensamiento místico) , no menos que el análisis de las proposiciones atributivas (que se aceptaba entonces con la luz de la evidencia, y en el cual la gramática generativa puede reconocer hoy su verdad prefigurada) .
La práctica discursiva no coincide con la elaboración científica a la cual puede dar lugar; y el saber que forma no es ni el esbozo áspero ni el subproducto cotidiano de una ciencia constituida. Las ciencias —poco importa por el momento la diferencia entre los discursos que tienen una presunción o un estatuto de cientificidad y los que realmente preeentan sus criterios formales—, las ciencias aparecen en el elemento de una formación discursiva y sobre un fondo de saber. Lo cual plantea dos series de problemas: ¿Cuáles pueden ser el lugar y el papel de una región de cientificidad en el terfitorio arqueológico en que ésta se perfila? ¿Según qué orden y qué procesos se lleva a cabo la emergencia de una región de cientificidad en una formación discursiva determinada? Problemas éstos a los cuales no se podría, aquí y ahora, dar respuesta: se trata únicamente de indicar en qué dirección, quizá, se podría analizarlos.
C. SABER E IDEOLOGíA
Una vez constituida, una ciencia no reasume por su cuenta y en los encadenamientos que le son
propios, todo lo que formaba la práctica discursiva en que ella aparece; no disipa tan poco —para devolverlo a la prehistoria de los errores, de los prejuicios o de la imaginación— el saber que la rodea. La anato:nía patológica no ha reducido y hecho volver a las normas de la cientificidad la positividad de la medicina clínica. El saber no es ese almacén de materiales epistemológicos que desaparecería en la ciencia que lo consumara. La ciencia (o lo que se da por tal) se localiza en un campo de saber y desempeña en él un papel. Papel que varía según las diferentes formaciones discursivas y que se rnodifica con sus mutaciones. Lo que en la época clásica se daba como conocimiento médico de las enfermedades del espíritu ocupaba en el saber de la locura un lugar muy limitado: apenas si constituía más que una de sus superficies de afloramiento, entre varias otras (jurisprudencia, casuística, reglamentación policiaca, etc.) ; en cambio, los análisis psicopatológicos del siglo XIX, que también se daban por un conocimiento científico de las enfermedades mentales, desempeñaron un papel muy distinto y mucho más importante en el saber de la locura (papel de modelo y de instancia de decisión) . De la misma manera, el discurso científico (o de presunción científica) no asegura la misma función en el saber económico del siglo XVII y en el del XIX. En toda formación discursiva se encuentra una relación específica entre ciencia y saber; y el análisis arqueológico, en lugar de definir entre ellos una relación de excluSión o de sustracción (al buscar lo que del saber
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se hurta y se resiste todavía a la ciencia, lo que de la ciencia está todavía comprometido por la vecindad y la influencia del saber) , debe mostrar positivamente cómo una ciencia se inscribe y funciona en el elemento del saber.
Sin duda, ahí, en ese espacio de juego, es donde se establecen y se especifican las relaciones de la ideología con las ciencias. El sojuzgar de la ideología sobre el discurso científico y el funcionamiento ideológico de las ciencias no se articulan al nivel de su estructura ideal (incluso si pueden traducirse en él de una manera más o menos visible) , ni al nivel de su utilización técnica en una sociedad (aunque pueda efectuarse) , ni al nivel de la conciencia de los sujetos que la construyen, se articulan allí donde la ciencia se perfila sobre el saber. Si la cuestión de la ideología puede ser planteada a la ciencia es en la medida en que ésta, sin identificarse con el saber, pero sin borrarlo ni excl uirlo, se localiza -en él, estructura algunos de sus objetos, sistematiza algunos de sus enunciados, formaliza tales o cuales de sus conceptos y de sus estrategias; y en la medida en que esta elaboración escande el saber, lo modifica y lo redistribuye por una parte, lo confirma y lo deja valer por otra; en la medida en que la ciencia encuentra su lugar en una regularidad discursiva y en que, por ella, se despliega y funciona en todo un campo de prácticas discursivas o no. En suma, la cuestión de la ideología planteada a la- ciencia no es la cuestión de las situaciones o de las prácticas que refleja de una manera más o menos consciente; no es tan poco la

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cuestión de su utilización eventual o de todos los malos usos que de ella se pueden hacer; es la cuestión de su existencia como práctica discursiva y de su funcionamiento entre otras práctiéas.
Se puede decir muy bien en líneas generales, y pasando por alto toda mediación y toda especificidad, que la economía política desempeña un papel en la sociedad capitalista, que sirve los intereses de la clase burguesa, que ha sido hecha por ella y para ella, que lleva en fin el estigma de sus orígenes hasta en sus conceptos y su arquitectura lógica; pero toda descripción más precisa de las relaciones entre la estructura epistemológica de la economía y su función ideológica deberå pasar por el análisis de la formación discursiva que le ha dado lugar y del conjunto de los objetos, de los conceptos, de las elecciones teóricas que _ ha tenido que elaborar y que sistematizar; y se deberá mostrar entonces cómo la práctica discursiva que ha dado lugar a tal positividad ha funcionado entre otras prácticas que podían ser de orden discursivo pero también de orden político o eco• nómico.
Lo cual permite aventurar cierto número de proposiciones:
l. La ideología no es exclusiva de la cientificidad. Pocos discursos han dado tanto lugar a la ideologia como el discurso clinico o el de la economia política: esto no es una razón suficiente para acusar de error, de contradicción, de ausencia de objetividad, el conjunto de sus enunciados.
2. Las contradicciones, las lagunas, los defectos
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teóricos pueden muy bien señalar el funcionamiento ideológico de una ciencia (o de un discurso con pretensión científica); pueden permitir determinar en qué punto del edificio tiene sus efectos tal funcionamiento. Pero el análisis de ese funcionamiento debe realizarse al nivel de la positividad y de las relaciones entre las reglas de la formación y las es. tructuras de la cientificidad.
3. Corrigiéndose, rectificando sus errores, ciñendo sus formalizaciones, no por ello un discurso desenlaza forzosamente su relación con la ideologfa. El papel de ésta no disminuye a medida que crece el rigor y que se disipa la falsedad.
4. Ocuparse del funcionamiento ideológico de una ciencia para hacerlo aparecer o para modificarlo, no es sacar a la luz los presupuestos filosóficos que pueden habitarla; no es volver a los fundamentos que la han hecho posible y que la legitiman: es volver a ponerla a discusión como formación discursiva; es ocuparse no de las contradicciones formales de sus proposicione¶ sino del sistema de formación de sus objetos, de sus tipos de enunciaciones, de sus conceptos, de sus elecciones teóricas. Es reasumirla como práctica entre otras prácticas.
D. LOS DIFERENTES UMBRALES Y SU CRONOLOGfA
A propósito de una formación discursiva, se pueden describir varias emergencias distintas. Al momento a partir del cual una pråctica discursiva se individualiza y adquiere su autonomía, al mo. mento, por consiguiente, en que se encuentra actuando un único sistema de formación de los 314
enunciados, o también al momento en que ese sistema se transforma, podrá llamársele umbral de positiwidad. Cuando en el juego de una formación discursiva, un conjunto de enunciados se

recorta, pretende hacer valer (incluso sin lograrlo) unas -normas de verificación y de coherencia y ejerce, con respecto del saber, una función dominante (de modelo, de crítica o de verificación) , se dirå que la formación discursiva franquea un ,urnbral de ePistemologizacidn. Cuando la figura epistemológica así dibujada obedece a cierto número de criterios formales, cuando sus enunciados no responden solamente a reglas arqueológicas de formación, sino además a ciertas leyes de construcción de las proposiciones, se dirá que ha franqueado umbral de cientificidad. En fin, cuando ese discurso científico, a su _ vez pueda definir axiomas que le son necesarios, los elementos que utiliza, las estructuras propo-

sicionales que son para él legítimas y las transformaciones que acepta, cuando pueda así desplegar, a partir de si mismo, el edificio formal que constituye, se dirå que ha franqueado el umbral de la formalización.
La repartición en el tiempo de estos diferentes umbrales, su sucesión, su desfase, su eventual coincidencia, la manera en que pueden gobernarse o implicarse los unos a los otros, las condiciones en las que, sucesivamente se instauran, constituyen para la arqueología uno de sus dominios mayores de exploración. Su cronología, en efecto, no es ni regular ni homogénea. No todas las for-
maciones discursivas los franquean con un mismo
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andar y a la vez, escandiendo así la historia de los conocimientos humanos en distintas épocas: por el tiempo en que bastantes positividades fran• quearon el umbral de la formalización, muchas
otras no habían alcanzado aún el de la cientificidad o, ni siquiera, el de la epistemologización. Más aún: cada formación discursiva no pasa sucesivamente por esos diferentes umbrales como por los estadios naturales de una maduración biológica en que la única variable sería el tiempo de latencia o la duración de los intervalos. Se trata, de hecho, de acontecimientos cuya dispersión no es evolutiva: su orden singular es una de las características de cada formación discursiva. He aquí algunos ejemplos de esas diferencias.
En ciertos casos el umbral de positividad se franquea mucho antes que el de la epistemologización: así, la psicopatología, como discurso de pretensión científica, epistemologizó en los comienzos
del siglo XIX, con Pinel, Heinroth y Esquirol, una práctica discursiva que le era ampliamente preexistente, y que desde hacía mucho tiempo había adquirido su autonomía y su sistema de regularidad. Pero puede ocurrir también que esos dos um• brales se confundan en el tiempo, y que la instauración de una positividad sea a la vez la emergencia de una figura epistemológica. En ocasiones, los umbrales de cientificidad están vinculados al paso de una positividad a otra; en ocasiones son distintos de él; asf, el paso de la Historia natural (con la cientificidad que le era propia) a la biología (como ciencia no de la ‘ clasificación

ae los seres, sino de las correlaciones específicas
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de los diferentes organismos) no se efectuó eri la época de Cuvier sin la transformación de una positividad en otra; en cambio, la medicina experimental de Claude Bernard, y después la microbiología de Pasteur modificaron el tipo de cientificidad requerido por la anatomía y la fisiologfa patológicas sin que la formación discursiva de la medicina clfnica, tal como había sido establecida en la época, fuese descartada. Igualmente, la cientificidad nueva instituida, en las disciplinas biológicas, por el evolucionismo, no modificó la positividad biológica que había sido definida en la época de Cuvier. En el caso de la economía, los desgajamientos son particularmente numerosos. Se puede reconocer, en el siglo XVII, un umbral de positividad: coincide casi con la práctica y la teoría del mercantilismo; pero su epistemologización no habrfa de producirse hasta un poco más tarde, en las postrimerías del siglo, o en los comienzos del siguiente, con Locke y Cantillon.
Sin embargo, el siglo XIX, con Ricardo, señala a la vez un nuevo tipo de positividad, una nueva forma de epistemologización, que Cournot y Jevons habrían de modificar a su vez, en la época misma en que Marx, a partir de la economía política, haría aparecer una práctica discursiva enteramente nueva.
Si no se reconoce en la ciencia más que la acumulación lineal de las verdades o la ortogénesis de la razón, si no se reconoce en ella una práctica discursiva que tiene sus niveles, sus umbrales, sus rupturas diversas, no se puede describir 317 Y
más que una sola división histórica cuyo modelo se reconduce sin cesar a lo largo de los tiempos, y para cualquier forma de saber: la división entre lo que no es todavía científico y lo que lo es definitivamente. Todo el espesor de los desgajamientos, toda la dispersión de las rupturas, todo el desfase de sus efectos y el juego de su interdependencia se encuentran reducidos al acto monótono de una fundación que es preciso repetir
constantemente.
No hay, sin duda, más que una ciencia en la cual no se pueden distinguir estos diferentes umbrales ni describir entre ellos semejante conjunto de desfases: las matemáticas, única práctica discursiva que ha franqueado de un golpe el umbral de la positividad, el umbral de la epistemologi• zación, el de la cientificidad y el de la formalización. La misma posibilidad de su existencia implicaba haberle sido dado, desde el comienzo, lo que, en todas las demås ciencias, permanece disperso a lo largo de la historia: su positividad primero debía constituir una práctica discursiva ya formalizada (incluso si otras formalizaciones ha• brfan de operarse después) . De ahi el hecho de que la instauración de las matemáticas sea a la vez tan enigmática (tan poco accesible al anå• lisis, tan comprimida en la forma del comienzo absoluto) y tan valorizada (ya que vale a la vez como origen y como fundamento) ; de ahí el hecho de que en el primer gesto Idel primer .matemático se haya visto la constitución de una idealidad que se ha desplegado a lo largo de la historia y no se ha discutido más que para ser re-

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petida y purificada; de ahí el hecho de que al comienzo de las matemáticas se las interrogue menos como a un acontecimiento histórico que a título de principio de historicidad; de ahí, en fin, el hecho de que, para todas las demás ciencias, se refiera la descripción de su génesis histórica, de sus tanteos y de sus fracasos, de su penetración tardía, al modelo metahistórico de una geometría que emergiese repentinamente y de una vez para siempre de las prácticas triviales de la agrimensura.
Pero, si se toma el establecimiento del discurso matemático como prototipo para el nacimiento y el devenir de todas las demás ciencias, se corre el riesgo de homogeneizar todas las formas singulares de historicidad, de reducir a la instancia de un solo corte todos los umbrales diferentes que puede franquear una práctica discursiva y reproducir indefinidamente en todos los momentos del tiempo, la problemática del origen; así se encontrarían anulados los derechos del análisis histórico-trascendental. Modelo, las matemáticas lo fueron sin duda para la mayoría de los discursos científicos en su esfuerzo hacia el rigor formal y la demostratividad; pero para el historiador que interroga el devenir efectivo de las ciencias, son un mal ejemplo, un ejemplo que no se debería, en todo caso, generalizar.
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E. LOS DIFERENTES TIPOS DE HISTORIA
DE LAS CIENCIAS
Los umbrales múltiples que se han podido localizar permiten formas distintas de análisis histórico. Análisis, en primer lugar, al nivel de la formalización: es esa historia que las matemáticas no cesan de contar sobre ellas mismas en el. proceso de su propia elaboración. Lo que han sido en un momento dado (su dominio, sus métodos, los objetos que definen, el lenguaje que emplean) no se relega jamás al campo exterior de la nocientificidad; pero se encuentra perpetuamente redefinido (siquiera sea a título de región, caída en desuso o afectada provisionalmente de esterilidad) en el edificio formal que ellas constituyen. Ese pasado se revela como caso particular, modelo ingenuo, esbozo parcial e insuficientemente generalizado, de una teoría más abstracta, más poderosa o de un nivel más alto; su recorrido histórico real lo retranscrihen las matemáticas en el vocabulario de las contigüidades, de las dependencias, de las subordinaciones, de las formalizaciones progresivas, de las generalidades que se implican. Para esta historia de las matemáticas (la que ellas constituyen y la que ellas cuentan a propósito de -ellas mismas) , el álgebra de Diofanto no es una experiencia que haya quedado en suspenso; es un caso particular de Álgebra tal como se conoce desde Abel y Galois; el método griego de las exhauciones no ha sido un calle-

jón sin salidq que haya hecho falta abandonar; es un modelo ingenuo del cálculo integral. Cada 320
peripecia histórica tiene su nivel y su localización formales. Es un análisis recurrencial que no puede hacerse más que en el interior de una ciencia constituida y una vez franqueado_ su umbral de formalización. l
Distinto es el análisis histórico que se sitúa en el umbral de la cientificidad y que se interroga sobre la manera en que ha podido ser franqueado a partir de figuras espistemológicas diversas. Se trata de saber, por ejemplo, cómo un concepto —cargado todavía de metåforas o de contenidos imaginarios— se ha purificado y ha podido tomar estatuto y función de concepto científico; de sa. ber cómo una región de experiencia, localizada ya, articulada ya parcialmente, pero cruzada todav{a por utilizaciones prácticas inmediatas o valorizaciones efectivas, ha podido constituirse en un dominio científico; de saber, de una manera más general, cómo una ciencia se ha establecido por encima y contra un nivel precientífico que a la vez la preparaba y la resistía de antemano, cómo ha podido franquear los obståculos y las limitaciones, que seguían oponiéndose a ellas. G. Bachelard y G.” Canguilhem han dado los modelos de esta historia, la cual no necesita, como el análisis recurrencial, situarse en el mismo interior de la ciencia, volver a colocar todos sus episodios en el edificio que ésta constituye, y contar su formalización en el vocabulario formal que es hoy el suyo: ¿cómo podría hacerlo, por otra par-
Cf. sobre este tema Michel Serres: Les Anamnèses mathématiques (en Hermes ou la communication, p. 78) .
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te, ya que muestra de lo que la ciencia se ha liberado y todo lo que ha tenido que arrojar fuera de sí para alcanzar el umbral de la cientificidad? Por este hecho mismo, la descripción toma como norma la ciencia constituida; la historia que cuenta está necesariamente escandida por la oposición de la verdad y del error, de lo racional y de lo irracional, del obstáculo y de la fecundidad, de la pureza y de la impureza, de lo científico y de lo no-cientffico. Se trata en todo esto de una historia ePistemoldgica de las ciencias.
Tercer tipo de anålisis histórico: el que toma como punto de ataque el umbral de epistemologización, el punto de estratificación entre las formaciones discursivas definidas por su positividad y unas figuras epistemológicas que no todas son for*osamente ciencias (y que, por lo demás, jamas llegarán quizá a serlo) . A este nivel, la cientificidad no sirve de norma: lo que se intenta dejar al desnudo en esta historia, arqueológica, son las prácticas discursivas en la medida en que dan lugar a un saber y en que ese saber toma el estatuto y el papel de ciencia. Acometer a ese nivel una historia de las ciencias, no es describir unas formaciones discursivas sin tener cüenta de las estructuras epistemológicas; es mostrar cómo la instauración de una ciencia, y eventualmente su paso a la formalización, puede haber encontrado su posibilidad y su incidencia en una formación discursiva y en las modificaciones de su positividad. Se trata, pues, para semejante análisis, de perfilar la historia de las -ciencias a partir de una descripción de las prácticas discursivas•» de definir cómo, 322
según qué regularidad y gracias a qué modificaciones ha podido dar lugar a los procesos de epistemologización, alcanzar las normas de la cientificidad, y, quizá, llegar hasta el umbral de la formalización. Al buscar, en el espesor histórico de las ciencias, el nivel de la práctica discursiva, no se quiere devolverla a un nivel profundo y originario, no se quiere devolverla al suelo de la experiencia vivida (a esa tierra tlue se da, irregular y despedazada, antes de toda geometría, a ese cielo que centellea a través de la cuadrícula de todas las astronomías) , se quiere hacer aparecer entre positividades, saber, figuras epistemológicas y ciencias, todo el juego de las diferencias, de las relaciones, de las desviaciones, de los desfases, de las independencias, de las autonomías, y la manera en que se articulan las unas sobre las otras sus historicidades propias.
El anál isis de las formaciones discursivas, de las- positividades y del saber en sus relaciones con las figuras epistemológicas y las ciencias, es lo que se ha llamado, para distinguirlo de las demás formas posibles de historia de las ciencias, el análisis de la ePisteme. Quizá se sospeche que esta episteme es algo como una visión del mundo, una tajada de historia común a todos los conocimientos, y que impusiera a cada uno las mismas normas y los mismos postulados, un estadio general de la razón, una determinada estructura de pensamiento de la cual no podrían librarse los hombres de una época, gran legislación escrita de una vez para siempre por una mano anónima. Por episteme se entiende, de hecho, el conjuntp de las relaciones que pueden unir, en una época determinada, las prácticas discursivas que dan lugar a unas figuras epistemológicas, a unas ciencias, eventualmente a unos sistemas formalizados; el modo según el cual en cada una de esas formaciones discursivas se sitúan y se operan los pasos a la Epistemologización, a la cientificidad, a la formalización; la repartición de esos umbrales, que pueden entrar en coincidencia, estar subordinados los unos a los otros, o estar dos en el tiempo; las relaciones laterales- que pueden existir entre unas figuras epistemológicas o unas ciencias en la medida en que dependen en prácticas discursivas contiguas pero distintas. La episteme no es una forma de conocimiento o un tipo de racionalidad que, atravesando las ciencias más diversas, manifestara la unidad soberana de un sujeto de un espíritu o de una época; es el conjunto de las relaciones que se pueden descubrir, para una época dada, entre las ciencias cuando se las analiza al nivel de las reEularidades discursivas.
La descripción de la episteme presenta, pues, varias características esenciales; abre un campo inagotable y no puede jamás ser cerrada; no tiene como fin reconstituir el sistema de postu-
lados al que obedecen todos los conocimientos de una época, sino recorrer un campo indefinido de relaciones. Además, la episteme no es una figura inmóvil que, aparecida un día, estaría destinada a desvanecerse no menos bruscamente: es un conjunto indçfinidamente móvil de escansiones, de desfases, de coincidencias que se estable-
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cen y se deshacen. Además, la episteme, como conjunto de relaciones entre unas ciencias, unas figuras epistemõlógicas, unas positividades- y Uñas prácticas discursivas, permite aprehender el juego

de las compulsiones y de las limitaciones que, en

un momento dado, se imponen al discurso: pero esta limitación no es aquella, negativa, que- opone al conocimiento la ignorancia, al razonamiento la imaginación, a la experiencia armada la fidelidad a las apariencias, y el ensueño. a las inferencias y a las deducciones; la episteme no es aque. 110 que se puede saber en una época, habida cuenta de las insuficiencias técnicas, de los hábitos mentales, o de los límites puestos por la tradición; es lo que, en la positividad de las prácticas discursivas, hace posible la existencia de las figuras epistemológicas y de las ciencias. En fin, se ve que el análisis de la episteme no es una manera de reasumir la cuestión crítica (”dada alguna cosa como una ciencia, ¿cuál es su de• recho o su legitimidad?”) ; es una interrogación que no acoge el dato de la ciencia más que con el fin de preguntarse lo que para esa ciencia es el hecho de ser dado. En el enigma del discurso científico, lo que pone en juego no es su derecho a ser una ciencia, es el hecho de que existe. Y el punto por el que se separa de todas las filosofías del conocimiento, es el de que no refiere ese hecho a la instancia de una donación originaria que fundase, en un sujeto trascendental, el hecho y el derecho, sino a los procesos de una práctica histórica.
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F. OTRAS ARQUEOLOGfAS
Una cuestión permanece en suspenso: ¿se podría concebir un análisis arqueológico que hiciese aparecer la regularidad de un saber, pero que no se propusiera analizarlo en dirección de las figuras epistemológicas y de las ciencias? ¿Es la orientación hacia la epistemología la única que puede abrirse a la arqueología? ¿Y debe ser ésta —y serlo exclusivamente— cierta manera de interrogar la historia de las ciencias? En otros términos, limitándose hasta ahora a la • región de los discursos científicos, ¿ha obedecido la arqueología a una necesidad que no podría franquear, o bien ha esbozado, sobre un ejemplo particular, unas formas de análisis que pueden tener otra extensión completamente distinta?
Me encuentro de momento muy poco adelantado parä responder, definitivamente, a esa pregunta; pero no me cuesta trabajo imaginar —bajo reserva aún de numerosas pruebas .que habría que intentar, y de muchos tanteos— unas arqueolo• gfas que se desarrollasen en direcciones diferen, tesl Sea, por ejemplo, una descripción arqueoló. gica de “la sexualidad”. Veo bien, desde este momento, cómo se la podría orientar hacia la episteme: se mostraría de qué manera se formaron en el siglo XIX unas figuras epistemológicas como la biología o la psicología de la sexualidad, y por qué ruptura se instauró con Freud un discurso de tipo científico. Pero percibo también otra posibilidad de análisis: en lugar de estudiar el comportamiento sexual de los hombres en una 326
época dada (buscando su ley en una estructura social, en un inconsciente colectivo, o en cierta actitud moral) , en lugar de describir lo que los hombres han podido pensar de la sexualidad (qué interpretación religiosa daban de ella, qué valorización o qué reprobación hacían recaer sobre ella, qué conflictos de opiniones o de morales podía ella suscitar) , habría que preguntarse si, tanto en esas conductas como en esas representaciones, no se encuentra involucrada toda una práctica discursiva; si la sexualidad, al margen de toda orientación hacia un discurso científico, no es un conjunto de objetos del que se puede hablar (o del que está vedado hablar) , un campo de enunciaciones posibles (ya se trate de expresiones líricas o de prescripciones jurídicas) un conjunto de conceptos (que pueden presentarse, sin duda, en la forma elemental de nociones o de temas) , un juego de elecciones (que puede aparecer en la coherencia de las conductas o en unos sistemas de prescripción) . Una arqueología tal, de salir adelante en su tarea, mostraría cómo los entredichos, las exclusiones, los límites, las valorizaciones, las libertades, las transgresio nes de la sexualidad, todas sus manifestaciones, verbales o no, están vinculadas a una práctica discursiva determinada. Haría aparecer, no ciertamente como verdad postrera de la sexualidad, sino como una de las dimensiones según las cuales se la puede descubrir, cierta “manera de hablar”; y se mostraría cómo esta manera de hablar está involucrada no en unos discursos científicos, sino en un sistema de entredichos y de va-
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lores. Análisis que se haría así no r en la dirección de la episteme, sino en la de lo que se podría llamar la ética.
Pero he aquí el ejemplo de otra orientación posible. Se puede, para analizar un cuadro, reconstituir el discurso latente del pintor; se puede querer encontrar el murmullo de sus intenciones que no se transcribieron finalmente en palabras, sino en líneas, superficies y colores; se puede intentar aislar esa filosofía implícita que se supone forma su visión del mundo. Es posible igualmente interrogar la ciencia, o al menos las opiniones de la época y tratar de reconocer lo que el pintor ha podido tomar de ella. El análisis arqueológico tendría otro objeto: haría por descubrir si el espacio, la distancia, la profundidad, el color, la luz, las proporciones, los volúmenes, los contornos no fueron, en la época considerada, nombrados, enunciados, conceptualizados en una práctica discursiva; y si el saber a que da lugar esta práctica discursiva no fue invol ucrado en unas. teorías- y en unas especulaciones quizá, en unas formas de enseñanza y en unas recetas, pero también en unos procedimientos, en unas técni-
cas, y casi en el gesto mismo del pintor. No se trataría de mostrar que la pintura es una manera determinada de significar o de “decir”, qué tendría de particular el prescindir de las palabras. Habría que mostrar que, al menos en una de sus dimensiones, es una práctica discursiva que toma cuerpo en unas técnicas y en unos efectos. Descrita así, la pintura no es una pura visión que habría que transcribir después en la materialidad 328
del espacio; no es tampoco un gesto desnudo cuyas significaciones mudas e indefinidamente vacías debieran ser liberadas por interpretaciones ulteriores. Está toda ella atravesada —e independientemente de los conocimientos científicos y de los temas filosóficos— por la positividad de un saber.
Me parece que se podría también hacer un análisis del mismo tipo a propósito del saber político. Se trataría de ver si el comportamiento político de una sociedad, de un grupo o de una clase no está atravesado por una práctica discursiva determinada y descriptible. Esta positividad no coincidiría, evidentemente, ni con las teorías políticas de la época ni con las determinaciones económicas: definiría lo que de la politica puede devenir objeto de enunciación, las formas que esta enunciación puede adoptar, los conceptos que en ella se encuentran empleados, y las elecciones estratégicas que en ella se operan. Este saber, en lugar de analizarlo —lo cual es siempre posible— en la dirección de la episteme a que puede dar lugar, se analizaría en la dirección de los comportamientos, de las luchas, de los conflictos, de las decisiones y de las tácticas. Se haría aparecer así un. saber político que no es del orden de una teorización secundaria de la práctica, y que tampoco es una apl icación de la teoría. Ya que está regularmente formado por una práctica discursiva que se despliega entre otras prácticas y se articula sobre ellas, no es una expresión que “reflejase” de una manera más o menos adecuada un número determinado de “datos objetivos” o 329
de prácticas reales. Se inscribe desde el primer momento en el campo de las diferentes prácticas en las que encuentra a la vez su especificación, sus funciones y la red de sus dependencias. Si tal descripción fuese posible, se ve que no habrfa necesidad de pasar por la instancia de una conciencia individual o colectiva para aprehender el lugar de articulación de una práctica y de una teoría políticas; no habría necesidad de buscar en qué medida puede esa conciencia, por un lado, expresar unas condiciones mudas, y por el otro mostrarse sensible a unas verdades teóricas; no habría que plantear el problema psicológico de una toma de conciencia; habría que analizar la formación y las transformaciones de un saber. La cuestión, por ejemplo, no estaría en determinar a partir de qué momento aparece una conciencia revolucionaria, ni qué papeles respectivos han pŒ dido desempeñar las condiciones económicas y el trabajo de elucidación teórica en la génesis de esa conciencia; no se trataría de rememorar la biografía general y ejemplar del hombre revolu. cionario, o de encontrar el enraizamiento de su proyecto, sino de mostrar cómo se han formado una práctica discursiva y un saber revolucionario que se involucran en comportamientos y estrategias, que dan lugar a una teorfa de la sociedad y que operan la interferencia y la mutua transformación de los unos y de los otros.
A la pregunta hecha hace un momento: ¿no se ocupa la arqueología más que de las ciencias ni es nunca más que un análisis de los discursos científicos? , se puede contestar ahora. Y contestar

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dos veces no. Lo que la arqueología trata de describir, no -es la ciencia en su estructura específica, CONCLUSIóN sino el dominio, muy diferente, del saber. Además, si se ocupa del saber en su relación con las figuras epistemológicas y las ciencias, puede igualmente interrogar el saber en una dirección diferente y describirlo en otro haz de relaciones. IA orientación hacia la episteme ha sido la única explorada hasta ahora. Ello se debe a que, por un gradiente que caracteriza sin duda nuestras culturas, las formaciones discursivas no cesan de epistemologizarse. Si el dominio de las positividades ha podido aparecer, ha sido interrogando las cien cias, su historia, su extraña unidad,. su dispersión y sus rupturas; ha sido en el intersticio de los discursos científicos donde ha podido aprehenderse el juego de las formaciones discursivas. No es extraño en esas condiciones que la región más fecunda, la más abierta a la descripción arqueológica, haya sido esa “época clásica” que, desde el Renacimiento al siglo XIX, desarrolló la epistemologización de tantas positividades; tampoco debe extrañar que las formaciones discursivas y las regularidades específicas del saber se hayan perfilado allí donde los niveles de la cientificidad y de la formalización han sido los más difíciles de alcanzar. Pero ése no es más que el punto preferente del ataque; no es para la arqueología un dominio obligado.
—A lo largo de todo este libro, ha tratado usted, con diversa fortuna, de desprenderse del membrete del “estructuralismo” o de lo que se entiende ordinariamente por esa palabra. Ha alegado usted que no utilizaba ni sus métodos ni sus conceptos; que no hacía referencia a los procedimientos de la descripción lingüística; que no se preocupaba en modo alguno de formalización. Pero esas diferencias, ¿qué significan sino que ha fracasado usted en su empeño de utilizar lo que los análisis estructurales pueden tener de positivo, lo que pueden comportar en cuanto a rigor y eficacia demostrativa, sino• que el dominio que ha probado usted a tratar es rebelde a ese género de empresa y que su riqueza no ha cesado de escapar de los esquemas en los que quería usted encerrarla? Y con no poca desenvoltura, ha dis• frazado usted su. impotencia de método; nos pre senta usted ahora como una diferencia explícitamente deliberada la distancia invencible que lo separa y lo separarå siempre de un verdadero análisis estructural.
Porque no ha conseguido usted engañarnos. Es cierto que, en el vacío dejado por los métodos que no utiliza, ha precipitado usted toda una serie de nociones que parecen ajenas a los conceptos ahora admitidos por los que describen unas lenguas o unos mitos, unas obras literarias o unos

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cuentos; ha hablado usted de formaciones, de positividades, de saber, de prácticas discursivas: toda una panoplia de términos cuya singularidad y poderes maravillosos se sentía usted orgulloso de subrayar a cada paso. Pero, ¿hubiera tenido usted que inventar tantas extravagancias, de no estar em- peñado en avalorar en un dominio que les era irreductible algunos de los temas fundamentales del estructuralismo, y precisamente aquellos que constituyen sus postulados más discutibles, su más dudosa filosofía? Parece como si hubiese aprovechado usted de los métodos contemporáneos de análisis, no el trabajo empírico y serio, sino dos o tres temas que son unas interpolaciones más que unos principios esenciales.
Así es como ha tratado usted de reducir las dimensiones propias del discurso, pasar por alto su irregularidad específica, disimular lo que en él puede haber de iniciativa y de libertad, compensar el desequilibrio que instaura en la lengua: ha querido usted cerrar esa abertura. A la manera de cierta forma de lingüística, ha intentado usted prescindir del sujeto parlante; ha creído usted que se podía limpiar el discurso de todas sus referencias antropológicas, y tratarlo como si jamás hubiese sido formulado por nadie, como si no hubiera nacido en unas circunstancias particulares, como si no estuviera atravesado por unas representaciones, como si no se dirigiera a nadie. En fin, le ha aplicado usted un principio de simultaneidad: se ha negado usted a ver que el discurso, a diferencia quizá de la lengua, es esencialmente histórico, que no estaba constituido por elementos
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disponibles, sino por acontecimientos reales y sucesivos, que no se puede analizar fuera del tiempo en que se manifestó.
—Tiene usted razón. He descohocido la trascendencia del discurso; me he negado al descri-
birlo a referirlo a una subjetividad; no he hecho valer en primer lugar, y como si debiera ser su forma general, su carácter diacrónico. Pero todo eso no estaba destinado a prolongar, más allá del dominio de la lengua, unos conceptos y unos métodos que habían sido en él aprobados. Si he hablado del discurso, no ha sido para mostrar que los mecanismos o los procesos de la lengua se mantenían l en él íntegramente, sino más bien para hacer aparecer, en el espesor de las actuaciones verbales, la diversidad de los niveles posibles de análisis; para mostrar que al lado de los métodos de estructuración lingüística (o de los de la interpretación) , se podía establecer una descripción específica de los enunciados, de su formación y de las regularidades propias del discurso. Si he suspendido las referencias al sujeto parlante, no ha sido para descubrir unas leyes de construcción o unas formas que fueran aplicadas de la misma manera por todos los sujetos parlantes, no ha sido para hacer hablar el gran discurso universal que fuese común a todos los hombres de una época. Se trataba, por el contrario, de

mostrar en qué consistían las diferencias, cómo era posible que unos hombres, en el interior de una misma práctica discursiva, hablen de objetos diferentes, tengan opiniones opuestas, hagan elecciones contradictorias; se trataba también de Inos-

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trar en qué se distinguían las unas de las otras las prácticas discursivas; en suma, he querido no excluir el problema del sujeto, he querido definir las posiciones y las funciones que el sujeto podía ocupar en la diversidad de los discursos. En fin, usted ha podido comprobarlo: no he negado la historia, he tenido en suspenso la categoría general y vacía del cambio para hacer aparecer unas transformaciones de niveles diferentes; rechazo un modelo uniforme de temporalización, para describir, a propósito de cada práctica discursiva, sus reglas de acumulación, de exclusión, de reactivación, sus formas propias de derivación y sus modos específicos de embrague sobre sucesiones diversas.
No he querido, pues, llevar más allá de sus límites legítimos. la empresa estructuralista. Y me concederá usted fácilmente que no he empleado una sola vez el término “estructura” en Las palabras y las cosas. Pero dejemos, si lo tiene usted a bien, las polémicas a propósito del “estructuralismo”, que sobreviven trabajosamente en unas regiones abandonadas ahora por los que trabajan; esa lucha que pudo ser fecunda no la sostienen ya más que los histriones y los feriantes.
—Por más que ha tratado usted de esquivar esas polémicas, no eludirá usted el problema. Porque no es con el estructuralismo con el que estamos resentidos. Reconocemos de buen grado su conveniencia y su eficacia: cuando se trata de analizar una lengua, unas mitologías, unos relatos populares, unos poemas, unos sueños, unas obras literarias, unas películas quizá, la descrip-
CONCLUSIÓN 337
ción estructural pone de manifiesto unas relaciones que sin ella no hubieran podido ser aisladas; permite definir unos elementos recurrentes, con sus formas de oposición y sus criterios de individualización; permite establecer también unas leyes de construcción, unas equivalencias y unas reglas de transformación. Y a pesar de algunas reticencias que han podido señalarse al principio, aceptamos ahora sin dificultad que la lengua, el inconsciente, la imaginación de los hombres obedecen a unas leyes de estructura. Pero lo que rechazamos en absoluto, es lo que hace usted: que se puedan analizar los discursos científicos en su sucesión sin referirlos a alguna cosa como una actividad constituyente, sin reconocer hasta en sus vacilaciones la apertura de un proyecto origina rio o de una teleología fundamental, sin encontrar la profunda continuidad que los une y los conduce hasta el punto en el cual podemos recobrarlos; que se puéda desenlazar así el devenir de la razón, y liberar de todo índice de subjetividad la historia del pensamiento. Ciñámonos más al tema: admitimos que se puede hablar, en términos de elementos y de reglas de construcción, del lenguaje en general, de ese lenguaje de otro lugar y de otro tiempo que es el de los mitos, o también de ese lenguaje, pese a todo un tanto ajeno, que es el de nuestro inconsciente o de nuestras obras; pero el lenguaje de nuestro saber, ese lenguaje que empleamos aquí y ahora, ese discurso estructural mismo que nos permite analizar tantas otras lenguas,. ése, en su espesor histórico, lo tenemos por irreductible. No puede usted olvi-
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338 CONCLUSIÓN

dar, con todo, que ha sido a partir de él, de su lenta génesis, de ese devenir oscuro que lo ha conducido hasta el estado actual, por lo que podemos hablar de los otros discursos en términos de estructuras; ha sido él quien nos ha dado esa posibilidad y ese derecho; forma la mancha ciega a partir de la cual las cosas que nos rodean se disponen como hoy las vemos. Que se juegue con unos elementos, unas relaciones y unas discontinuidades cuando se analizan las leyendas indoeuropeas o las tragedias de Racine, lo admitimos; que se prescinda, en lo posible, de una interrogación sobre los sujetos parlantes, Io aceptamos también; pero negamos que sea posible escudarse en esas tentativas logradas para hacer que el análisis refluya, para remontarse hasta las formas de discurso que las hacen posibles, y para poner a discusión el lugar mismo del que hoy hablamos. La historia de esos análisis en que la subjetividad se esquiva conserva en su poder su propia trascendencia.
—Me parece que ahí está, en efecto (y mucho más que en la cuestión repasada y vuelta a repasar del estructuralismo) , el quid del debate, y de la resistencia de usted. Permítame, por juego, como es natural, ya que, y esto lo sabe usted

bien, no tengo inclinación particular por la interpretación, que le diga cómo he entendido su discurso de hace un momento. “No hay duda, decía usted en sordina, de que estamos de aquí en adelante obligados, a pesar de todos los combates de retaguardia que hemos librado, a aceptar que se formalicen unos discursos deductivos; no hay duda de que debemos soportar que se describa, más que la historia de un alma, más que un proyecto de existencia, la arquitectura de ‘un sistema filosófico; no hay duda, pensemos lo que pensemos, de que tenemos que tolerar esos análisis que remiten las obras literarias, no a la experiencia vivida de un individuo, sino a las estructuras de la lengua. No hay duda de que hemos tenido ( que abandonar todos esos discursos que referíamos en otro tiempo a la soberanía de la conciencia. Pero lo que hemos perdido desde hace más de medio siglo, nos proponemos ahora recuperarlo en el segundo grado, por el análisis de todos esos análisis o al menos por, la interrogación fundamental que les dirigimos. Vamos a preguntarles de dónde vienen, cuál es el destino histórico que los atraviesa sin que se den cuenta, qué ingenuidad los

vuelve ciegos a las condiciones que los vuelven posibles, en qué cercado metafísico se encierra su positivismo rudimentario. Y con ello, carecerá finalmente de importancia que el inconsciente no sea, como hemos creído y afimado, el borde implícito de la conciencia; carecerá de importancia que una mitología no sea ya una visión del mundo, y que una novela sea otra cosa que la vertiente externa de una experiencia vivida; porque la razón que establece todas esas “verdades” nuevas, esa razón la tenemos muy vigilada: ni ella, ni su pasado, ni lo que la vuelve posible, ni lo que la hace nuestra escapa a la asignación trascendental. Es a ella ahora —y estamos completamente decididos a no renunciar jamás a esto— a la que haremos la pregunta acerca del ‘origen, de la cons-
titución primera, del horizonte teleológico, de la continuidad temporal. Es a ella, a ese pensamiento que se actualiza hoy como el nuestro, al que mantendremos en el predominio histórico-trascendental. Por ello, si bien estamos obligados a soportar, querámoslo o no, todos los estructuralismos, no podríamos aceptar que se tocara a esa historia del pensamiento que es historia de nosotros mismos; no podríamos aceptar que se desataran todos esos hilos trascendentales que la han unido desde el siglo XIX a la problemática del origen y de la subjetividad. A quien se acerque a esa fortaleza en la que nos hallamos refugiados, pero que estamos dispuestos a defender sólidamente, repetiremos, con el gesto que inmoviliza la profanación: “Noli tangere”.
Ahora bien, me he obstinado en avanzar. Y no porque esté seguro de la victoria ni confie en mis armas, sino porque me ha parecido que, por el instante, ahí estaba lo esencial: liberar la historia del pensamiento de su sujeción trascendental. El problema no era para mí en absoluto estructuralizarla, aplicando al devenir del saber o a la génesis de las ciencias unas categorías que habían sido probadas en el dominio de la lengua, se trataba de analizar esa historia en una discontinuidad que ninguna teleología reduciría de antemano; localizarla en una dispersión que ningún horizonte previo podría cerrar; dejarla desplegarse en un anonimato al que ninguna constitución trascendental impondría la forma del sujeto; abrirla a una temporalidad que no prometiese la vuelta de ninguna aurora. Se trataba de despo-
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jarla de todo narcisismo trascendental; era preciso liberarla de ese círculo del origen perdido y recobrado en que estaba encerrada; era preciso mostrar que la historia del pensamiento no podía desempeñar ese papel revelador del mundo trascendental que la mecánica racional no tiene ya desde Kant, ni las idealidades matemáticas desde Husserl, ni las significaciones del mundo percibido desde Merleau-Ponty, pese a los esfuerzos que habían hecho para descubrirlo.
Y creo que en el fondo, a pesar del equívoco introducido por el aparente debate del estructurálismo, nos hemos entendido perfectamente; quiero decir: entendíamos perfectamente lo que queríamos hacer los unos y los otros. Era muy natural que usted defendiera los derechos de una historia continua, abierta a la vez al’ trabajo de una teleología y a los procesos indefinidos de la causalidad, pero no era para protegerla de una invasión estructural que hubiese desconocido su movimiento, su espontaneidad y su dinamismo interno; usted quería, realmente, garantizar los poderes de una conciencia constituyente, ya que eran ellos los que se ponían a discusión. Ahora bien, esa defensa debía tener lugar en otra parte, y no en el lugar mismo del debate; porque si usted reconocía a una investigación empírica, a un menudo trabajo de historia el derecho de discutir la dimensión trascendental, cedía usted entonces lo esencial. De ahí una serie de desplazamientos. Tratar la arqueología como una investigación del origen, de los apriori formales, de los actos fundadores, en suma como una especie de fenomeno-
342 CONCLUSIÓN
logía histórica (cuando se trata para ella, por el contrario, de liberar la historia de la empresa fenomenológica) , y objetarle entonces que fracasa en su tarea y que no descubre jamás otra cosa que una serie de hechos empíricos. Después oponer a la descripción arqueológica, a su preocupación por establecer unos umbrales, unas rupturas y unas transformaciones, el verdadero trabajo de los historiadores que sería mostrar las continuidades (cuando desde hace decenas de años no es ya ése el propósito de la historia) , y reprocharle entonces su despreocupación por las empiricidades. Después todavía considerarla como una empresa para describir unas totalidades culturales, para homogeneizar las diferencias más manifiestas y volver a encontrar la universalidad de las formas apremiantes (cuando tiene como propósito definir la especificidad singular de las prácticas discursivas) , y objetarle entonces diferencias, cambios y mutaciones. En fin, designarla como la importación, en el dominio de la historia, del estructuralismo (aunque sus métodos y sus conceptos no puedan en ningún caso inducir a confuSión) y mostrar entonces que no podría funcionar como un verdadero anál isis estructural.
Todo ese juego de desplazamientos y de des conocimientos es absolutamente coherente y necesario. Comportaba su beneficio secundario: poder dirigirse en diagonal a todas esas formas de estructuralismos que no hay más remedio que tolerar y a las cuales ha habido ya que ceder tan. to, y decirles: “Ya ven ustedes a lo que se expondrían si tocaran a esos dominios que son todavía
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los nuestros; sus procedimientos, que acaso ten. gan en otro lugar alguna validez, toparían al puntc con sus límites; dejarían escapar todo el conteni do completo que quisieran ustedes analizar; esta. rían ustedes obligados a renunciar a su empirismo prudente, y caerían ustedes, a pesar suyo, en una extraña ontología de la estructura. Tengan pues, la sensatez de mantenerse en esas tierras que han conquistado, sin duda, pero que en adelante fingiremos haberles concedido, ya que somos nos, otros quienes fijamos sus límites.” En cuanto a] beneficio mayor, consiste, como es natural, en disfrazar la crisis en que nos hallamos desde hace largo tiempo y cuya amplitud va en aumento: crisis en la que interviene esa reflexión trascen dental a la que se ha identificado la filosofía des de Kant; en la que interviene esa temática de] origen, esa promesa del retorno por el que esqui vamos la diferencia de nuestro presente; en læ que interviene un pensamiento antropológico quc ordena todas esas interrogaciones a la cuestión de] ser del hombre y permite evitar el análisis de lî práctica; en la que intervienen todas las ideolo gías humanistas; en la que interviene —en fin sobre todo— el estatuto del sujeto. Ése es el deba te que desea usted disfrazar y del cual espera us ted, me parece, desviar la atención, prosiguien do los juegos agradables de la génesis y del siste ma, de la sincronía y del devenir, de la relación y de la causa, de la estructura y de la historia. ¿Está usted seguro de no practicar una metátesis teórica?
—Supongamos, pues, que el debate esté, en 344 CONCLUSIÓN
efecto, donde dice usted; supongamos que se trate de defender o de atacar el último reducto del pensamiento trascendental, y admitamos que nuestra discusión de hoy ocupe un lugar en la crisis de que habla usted: ¿cuál es entonces el título del discurso de usted? ¿De dónde procede y de dónde podría recibir su derecho a hablar? ¿Cómo podría legitimarse? Si no ha hecho usted nada más que una investigación empírica consagrada a la aparición y a la transformación de los discursos, si ha descrito usted unos conjuntos de enunciados, unas figuras epistemológicas, las formas históricas de un saber, ¿cómo puede usted librarse de la ingenuidad de todos los positivismos? ¿Y cómo podría valer su empresa contra la cuestión del origen y el recurso necesario a un sujeto constituyente? Pero si pretende usted abrir una interrogación radical, si quiere usted situar su discurso al nivel en que nosotros mismos lo situamos, sabe usted muy bien entonces que entrará en nuestro juego y que prolongará a su vez esa dimensión de la que trata, no obstante, de liberarse. O bien no nos afecta, o bien nosotros lo reivindicamos. En todo caso, estå usted obligado a decirnos lo que son esos discursos que desde pronto hará diez años se obstina usted en proseguir, sin haberse tomado jamás la molestia de establecer su estado civil. Con una palabra: ¿qué son: historia o filosofía?
—Más que sus objeciones de hace un momento, confieso que esa pregunta me causa perplejidad. No es que me sorprenda en absoluto; pero me hubiera gustado, durante algún tiempo aún, 345
mantenerla en suspenso. Y es que, de momento, y sin que pueda todavía prever un término, mi dis. curso, lejos de determinar el lugar de donde habla, esquiva el suelo en el que podría apoyarse. Es un discurso sobre unos discursos; pero no pretende encontrar en ellos una ley oculta, un origen recubierto que sólo habría que liberar; no pretende tampoco establecer por sí mismo y a partir de sí mismo la teoría general de la cual esos discursos serían los modelos concretos. Se trata de desplegar una dispersión que no se puede jamás reducir a un sistema único de diferencias, un desparramiento que no responde a • unos ejes absolutos de referencia; se trata de operar un descentramiento que no deja privilegio a ningún centro. Tal discurso no tiene como papel disipar el olvido, hallar, en lo más profundo de las co-
sas dichas y allí donde se callan, el momento de su nacimiento (ya se trate de su creación empírica, o del acto trascendental que les da origen) ; no pretende ser recolección de lo originario o recuerdo de la verdad. Tiene, por el contrario, que hacer las diferencias: constituirlas como objetos, analizarlas y definir su concepto. En lugar de recorrer el campo de los discursos para rehacer por su cuenta las totalizaciones suspendidas, en lugar de buscar en lo que ha sido dicho ese otro discurso oculto, pero que permanece el mismo (en lugar, por consiguiente, de desempeñar sin cesar la alegoría y la tautología) , opera sin cesar las diferenciaciones, es diagnóstico. Si la filosofía es memoria o retorno del origen, lo que yo hago no puede ser considerado, en ningún caso, 346
como filosofía; y si la historia del pensamiento consiste en dar nueva vida a unas figuras casi borradas, lo que yo hago no es tampoco historia.
—De lo que acaba usted de decir, hay que destacar al menos que su arqueología no es una ciencia. La deja usted flotar, con el estatuto inseguro de una descripción. Todavía, sin duda, uno de esos discursos que quisiera hacerse pasar por alguna disciplina en estado de esbozo; lo cual procura a sus autores la doble ventaja de no tener que fundamentar su cientificidad explícita y rigurosa, y abrirla sobre una generalidad futura que la libere de los azares de su nacimiento; uno más de esos proyectos que se justifican de lo que no son remitiendo siempre para más tarde lo esencial de su tarea, el momento de su verificación y la fijación definitiva de su coherencia; una fundación más de aquellas que fueron anunciadas en tan gran número desde el siglo XIX : porque es bien sabido que, en el campo teórico moderno, 1.0 que nos complacemos en inventar, no son unos sistemas demostrables, sino unas disciplinas cuya posibilidad se abre, cuyo programa se perfila y cuyo porvenir y destino se confían a los demás. Ahora bien, apenas terminado el punteado de su plano, he aquí que desaparecen con sus autores. Y el campo que hubiesen debido preparar permanece estéril para siempre.
—Es exacto que yo no he presentado jamás la arqueología como una ciencia, ni siquiera como los primeros cimientos de una ciencia futura. Y menos que el plano de un edificio en proyecto, me he aplicado a hacer la cuenta —a reserva, en
CONCLUSIÓN 347
caso de necesidad, de introducir muchas correcciones— de lo que había emprendido con ocasión de investigaciones concretas. La palabra arqueo. logía no tiene en absoluto valor de anticipación; designa únicamente una de las líneas de ataque para el análisis de las actuaciones verbales: especificación de un nivel, el del enunciado y del archivo; determinación e iluminación de un dominio: las regularidades enunciativas, las positividades; empleo de conceptos como los de reglas de formación, de derivación arqueológica, de apriori histórico. Pero en casi todas sus dimensiones y sobre casi todas sus aristas, la empresa ‘concierne a unas ciencias, a unos análisis de tipo científico o a teorías que responden a unos criterios de rigor. Concierne en primer lugar a unas ciencias que se constituyen y establecen sus normas en el saber arqueológicamente descrito: son para ella otras tantas ciencias-objetos, como han podido serlo ya la anatomía patológica, la filología, la economía política, la biología. Concierne también a unas formas científicas de análisis del que se distingue ya por el nivel, ya por el dominio, ya por los métodos y que acerca según unas líneas de partición características; dirigiéndose, en la masa de las cosas dichas, al enunciado definido como función de realización de la actuación verbal, se desprende de una investigación que tendría como campo privilegiado la competencia lingüística; en tanto que tal descripción constituye, para definir la aceptabilidad de los enunciados, un modelo generador, la arqueología intenta establecer, para definir las condiciones de su rea-
348 CONCLUSIÓN
lización, unas reglas de formación; de ahí, entre esos dos modos de anál isis un número determinado de analogías pero también de diferencias (en particular, por lo que atañe al nivel posible de formalización) ; en todo caso, para la arqueologia, una gramática generativa desempeña el papel de un análisis-conexo. Además, las descripciones arqueológicas, en su desarrollo y los campos que recorren, se articulan sobre otras disciplinas: tratando de definir, fuera de toda referencia a una subjetividad psicológica o constituyente, las diferentes posiciones de sujeto que pueden implicar los enunciados, la arqueología atraviesa una cuestión que actualmente plantea el psicoanálisis; al tratar de hacer aparecer las reglas de formación de los conceptos, los modos de sucesión, de encadenamiento y de coexistencia de los enunciados, se encuentra con el problema de las estructuras epistemológicas; al estudiar la formación de los objetos, los campos en que éstos emergen y se especifican, al estudiar también las condiciones de apropiación de los discursos, se encuentra con el análisis de las formaciones sociales. Son éstos para la arqueología otros tantos espacios correla-

tivos. En fin, en la medida en que es posible constituir una teoría general de las producciones, la arqueología como análisis de las reglas propias a las diferentes prácticas discursivas, encontrará lo que se podría llamar su teoría envolvente.
Si yo sitúo la arqueología entre tantos otros discursos que están ya constituidos, no es para hacerla beneficiar, como por contigüidad y contagio, de un estatuto que no sería capaz de darse a 349
sí misma; no es para darle un -lugar, definitiva• mente dibujado, en una constelación inmóvil, sino para hacer surgir, con el archivo, las formaciones discursivas, las positividades, los enunciados, sus condiciones de formación, un dominio específico. Dominio que no ha sido todavía objeto de ningún análisis (al menos en lo que puede tener de particular y de irreductible a las interpretaciones y a las formalizaciones) ; pero dominio del cual nada hay que garantice de antemano —en el punto de localización todavía rudimentaria en que me encuentro ahora— que se mantendrá estable y autónomo. Después de todo, pudiera ocurrir que la arqueología no haga otra cosa más que desempeñar el papel de un instrumento que permita articular, de una manera menos imprecisa que en el pasado, el análisis de las formaciones sociales y las descripciones epistemológicas; o que permita enlazar un análisis de las posiciones del sujeto con una teoría de la historia de las ciencias; o que permita situar el lugar de entrecruzamiento de una teoría general de la producción y un análisis generativo de los enunciados. Podría descubrirse finalmente que
la arqueología es el nombre dado a determinada parte de la coyuntura teórica que es la actual. Que esta coyuntura dé lugar a una disciplina individualizable, cuyas primeras características y los límites globales se esbozasen aquí, o que suscite un haz de problemas cuya coherencia actual no impida que puedan ser más tarde vueltos a plantear en otro lugar, de manera distinta, a un nivel más elevado o según unos métodos diferentes, 350
todo ello es cosa que yo no podría de momento decidir. Y a decir verdad, no soy yo sin duda quien fijaría la decisión. Acepto que mi discurso se desvanezca como la figura que ha podido llevarlo hasta aquí.
—Hace usted un uso extraño de esa libertad que niega a los demás. Porque se atribuye todo el campo de un espacio libre que se niega incluso a calificar. ¿Pero olvida usted el cuidado que ha puesto en encerrar el discurso de los demás en unos sistemas de reglas? ¿Olvida usted todas esas compulsiones que describía con meticulosidad? ¿No ha retirado usted a los individuos el derecho de intervenir personalmente en las positividades en que se sitúan sus discursos? Ha sujetado usted la menor de sus palabras a unas obligaciones que condenan al conformismo la menor de sus innovaciones. Es usted hombre de revolución fácil cuando se trata de usted mismo, pero difícil cuando se trata de los demás. Sería preferible, sin duda, que tuviese usted una conciencia más clara de las condiciones en las que habla, y en cambio una confianza mayor en la acción real de los hombres y en sus posibilidades.
—Temo que esté usted cometiendo un doble error: a propósito de las prácticas discursivas que he tratado de definir y a propósito de la parte que reserva usted mismo a la libertad humana. Las positividades que yo he intentado establecer no deben ser comprendidas como un conjunto de determinaciones que se impusieran desde el exterior al pensamiento de los individuos, o habitándolo en el interior y como por adelantado; consCONCL USIóN 351
tituyen más bien el conjunto de las condiciones según las cuales se ejerce una práctica, según las cuales esa pråctica da lugar a unos enunciados parcial o totalmente nuevos, según las cuales, en fin, puede ser modificada. Se trata menos de los límites puestos a la iniciativa de los sujetos que del campo en que se articula (sin constituir su centro) , de las reglas que emplea (sin que las haya inventado ni formulado) , de las relaciones que le sirven de soporte (sin que ella sea su resultado último ni su punto de convergencia) . Se trata de hacer aparecer las prácticas discursivas en su complejidad y en su espesor; mostrar que hablar es hacer algo, algo distinto a expresar lo que se piensa, traducir lo que se sabe, distinto a poner en juego las estructuras’ de una lengua; mostrar que agregar un enunciado a una serie preexistente de enunciados, es hacer un gesto complicado y costoso, que impl ica unas condiciones (y no solamente una situación, un contexto, unos motivos) y que comporta unas reglas (diferentes de las reglas lógicas y lingüísticas de conStrucción) ; mostrar que un cambio, en el orden del discurso, no supone unas “ideas nuevas”, un poco de invención y de creatividad, una mentalidad distinta, sino unas transformacionÊs en una práctica, eventualmente en las que la avecinan y en su articulación común. Yo no he negado, lejos de eso, la posibilidad de cambiar el discurso: le he retirado el derecho exclusivo e instantåneo a la soberania del sujeto.
Y a mi vez quisiera, para terminar, hacerle a usted una pregunta: ¿qué idea se hace usted del
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cambio, y digamos de la revolución, al menos en el orden científico y en el campo de los discursos, si la liga usted a los temas del sentido, del proygcto, del origen y del retorno, del sujeto constituyente, en suma, a toda la temática que garantiza a la historia la presencia universal del Logos? ¿Qué posibilidad le concede usted si la analiza según las metáforas dinámicas, biológicas, evolucionistas, en las cuales se disuelve de ordinario el problema difícil y específico de la mutación histórica? Mås precisamente aún: ¿qué estatuto político puede dar usted al discurso si no ve usted en él más que una tenue transparencia que chispea un instante en el límite de las cosas y de los pensamientos? La práctica del discurso revolucionario y del discurso científico en Europa, desde hará pronto doscientos años, ¿no le ha liberado a usted de la idea de que las palabras son viento, un cuchicheo exterior, un rumor de alas que cuesta trabajo escuchar en medio de la seriedad de la historia? ¿O habrá que imaginar que, para rechazar esta lección, se empeña usted en desconocer, en su existencia propia, las prácticas discursivas, y que quisiera usted mantener contra ella una historia del espíritu, de los conocimientos de ‘Ìa razón, de las ideas o de las opiniones? ¿Qué miedo es, pues, ese que le hace responder a usted en términos de conciencia cuando se le hable de una práctica, de sus condiciones, de sus reglas, de sus transformaciones históricas? ¿Qué miedo es, pues, ese que le hace a usted buscar, más allá de todos los limites, las rupturas, las
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sacudidas, las escansiones, el, gran destino histó• rico-trascendental del Occidente?
A esta pregunta, estoy convencido de que la única respuesta que hay es política. Dejémosla, por hoy, en suspenso. Quizå sea preciso volver a ella pronto . y en otra forma.
Este libro no ha sido hecho más que para alejar algunas dificultades preliminares. Sé tan bien como cualquiera lo que pueden tener de “ingrato” —en el sentido estricto del término— las investigaciones de que hablo y que he emprendido hace ya diez años. Sé lo que puede tener de un poco áspero el tratar los discursos no a partir de la dulce, muda e íntima conciencia que en ellos se expresa, sino de un oscuro conjunto de reglas anónimas. Lo que hay de desagradable en hacer aparecer los límites y las necesidades de una práctica, allí donde se tenia la costumbre de ver desplegarse, en una pura transparencia, los juegos del genio y de la libertad. Lo que hay de provocativo en tratar como un haz de transformaciones esta historia de los discursos que se hallaba animada hasta ahora por las metamorfosis tranquilizadoras de la vida o la continuidad intencional de lo vivido. Lo que hay de insoportable en fin, habida cuenta de lo que cada uno quiera poner, piensa poner de “sí mismo” en su propio discurso, cuando comienza a hablar, lo que hay de insoportable en recortar, analizar, combinar, recomponer todos esos textos vueltos ahora al silencio, sin que jamás se dibuje en ellos el rostro transfigurado del autor: ” iCómo! Tantas palabras amontonadas, tantas marcas deposi354
tadas sobre tanto papel y ofrecidas a innumerables miradas, un celo tan grande para mantenerlas más allá del gesto que las articula, una piedad tan profunda puesta en conservarlas e inscribirlas en la memoria de los hombres; ¿todo eso para que no quede nada de esa pobre mano que las ha trazado, de esa inquietud que trataba de apaciguarse en ellas y de esa vida terminada que ya no tiene más que a ellas para sobrevivir? El discurso, en su determinación más profunda, ¿no sería ‘rastro’? Y su murmullo, ¿no sería el lugar de las inmortalidades sin sustancia? ¿Habría que admitir que el tiempo del discurso no es el tiempo de la conciencia llevado a las dimensiones de la historia, o el tiempo de la historia presente en la forma de la conciencia? ¿Y que al hablar no conjuro mi muerte, sino que la establezco, o más bien que anulo toda interioridad en ese exterior que es tan indiferente a mi vida, y tan neutro, que no establece diferencia alguna entre mi vida y mi muerte?”
En cuanto a todõs ésos, comprendo bien su malestar. Les ha costado, sin duda, bastante trabajo reconocer que su historia, su economía, sus prácticas sociales, la lengua que hablan, la mitología de sus antepasados, hasta las fábulas que les contaban en su infancia, obedecen a unas reglas que no han sido dadas todas ellas a su conciencia; no desean en modo alguno que se les desposea, además y por añadidura, de ese discurso en el que quieren poder decir inmediatamente, sin distancia, lo que piensan, creen o imaginan; preferirán negar que el discurso sea una práctica compleja
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y diferenciada, que obedece a unas reglas y a unas transformaciones analizables, antes que verse pri vados de esa tierna certidumbre, tan consoladora de poder cambiar, ya que no el mundo, ya que no la vida, al menos su “sentido” por el solo frescor de una palabra que no procedería sino de ellos mismos, y permanecería lo más cerca del origen, indefinidamente. i Tantas cosas, en su lenguajer les han escapado ya! . . . No quieren que se les escape además, lo que dicen, ese pequeño fragmento de discurso —palabra o escritura, poco im porta— cuya frágil e insegura existencia debe lle var su vida más lejos y por más largo tiempo. No pueden soportar (y se los comprende un poco) oírse decir: “El discurso no es la vida: su tiempo no es el vuestro; en él, no os reconciliaréis con la muerte; puede muy bien ocurrir que hayáis matado a Dios bajo el peso de todo lo que habéis dicho; pero no penséis que podréis hacer, de todo lo que decís, un hombre que viva más que él”.