DEFINIR EL ENUNCIADO
Doy por sentado ahora que se ha aceptado el riesgo; que se ha accedido a suponer, para articular la gran superficie de los discursos, esas figuras un poco extrañas, un poco lejanas, que he llamado formaciones discursivas; que se han dejado al margen, no de manera definitiva, sino por un tiempo y por un deseo de método, las unidades tradicio nales del libro y de la obra; que se ha cesado de tomar como principio de unidad las leyes de construcción del discurso (con la organización formal que resulta) , o la situación del sujeto parlante (con el contexto y el núcleo psicológico que la caracterizan) ; que ya no se refiere el discurso al suelo primero de una experiencia ni a la instancia a priori de un conocimiento, sino que se le interroga a él mismo sobre las reglas de su formación. Doy por sentado que se acepta acometer esas largas investigaciones sobre el sistema de emergencia de los objetos, de aparición y de distribución de los modos enunciativos, de colocación y de dispersión de los conceptos, de despliegue de las elecciones estratégicas. Doy por sentado que se quiere construir unidades tan abstractas y tan problemáticas en lugar de acoger aquellas que se daban, ya que no a una evidencia indudable, al menos a una familiaridad casi perceptiva.
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Pero, en realidad, ¿de qué he hablado hasta aquí? ¿Cuál ha sido el objeto de mi investigación? Y, ¿qué era lo que me proponía describir? Unos “enunciados”, a la vez en esa discontinuidad que los libera de todas las formas en que, tan fácil mente, se aceptaba que fuesen tomados, y en el campo general, ilimitado, aparentemente sin forma, del discurso. Ahora bien, en cuanto a dar definición preliminar alguna del enunciado me he abstenido. No he tratado de construir una a medida que avanzaba, para justificar la ingenuidad ie
mi punto de partida. Más aún —y ésta es, sin duda, la sanción de tanta indiferencia—, me pregunto si en el curso de mi estudio no he cambiado de orien. tación, si no he sustituido por otra búsqueda el horizonte primero; si, al analizar “objetos” o “conceptos”, y con mayor razón “estrategias”, segufa hablando de los enunciados; si los cuatro conjuntos de reglas por los que yo caracterizaba una formación discursiva definen bien unos grupos de enunciados. En fin, en lugar de concretar poco a poco la significación tan vaga de la palabra “discurso” , creo haber multiplicado sus sentidos: unas veces dominio general de todos los enunciados, otras, grupo individualizable de enunciados, otras, en fin, pråctica regulada que da cuenta de cierto número de enunciados; y esta misma palabra de “discurso” que hubiese debido servir de limite y como de envoltura al término de enunciado, ¿no la he hecho variar a medida que desplazaba mi análisis o su punto de aplicación, a • medida que perdía de vista el propio enunciado?
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a tomar en su raíz la definición del enunciado, sea para hablar (como si se tratara de individuos o de acontecimientos singulares) de una “población de enunciados”, sea para oponerlo (como la parte se distingue del todo) a esos conjuntos que serian los “discursos”. A primera vista, aparece el enunciado como un elemento Último, que no se puede descomponer, susceptible de ser aislado por sf mismo y capaz de entrar en un juego de relaciones con otros elementos semejantes a él. No sin superficie, pero que puede ser localizado en unos planos de repartición y en unas formas específicas de agrupamientos. Grano que aparece en la superficie de un tejido del cual es el elemento constituyente. Átomo del discurso.
Y al punto se plantea el problema: si el enunciado es en efecto la unidad elemental del discurso, ¿en qué consiste? ¿Cuáles son sus rasgos distintivos? ¿Qué límites se le deben reconocer? Esta unidad, ¿es o no idéntica a aquella que los lógicos han designado con el término de proposición, a la que los gramáticos caracterizan como frase, o a aquella también que los “analistas” tratan de señalar con el título de speech act? ¿Qué lugar ocupa entre todas esas unidades que la investigación del lenguaje ha sacado ya a la luz, pero cuya teoría se halla con mucha frecuencia lejos de estar terminada, que hasta tal punto son difíciles los problemas que aquellas plantean y arduo en muchos casos delimitarlas de una manera rigurosa?
He aquí, pues, la tarea que se presenta: volver
No creo que la condición necesaria y suficiente para que exista enunciado sea la presencia de una estructura proposicional definida, y que se pueda 134
hablar de enunciado siempre que exista proposición y sólo en ese caso. Se puede, en efecto, tener dos enunciados perfectamente distintos, que dependan de agrupamientos discursivos muy diferentes, allf donde no se encuentra más que una proposición susceptible de un único y mismo valor, obedeciendo a un único y mismo conjunto de leyes de construcción, y comportando las mismas posibilidades de utilización. “Nadie ha oído” y “Es cierto que nadie ha oído”, son indiscernibles desde el punto de vista lógico y no pueden ser consideradas como dos proposiciones diferentes. Ahora bien, en tanto que enunciados, esas dos formulaciones no son equivalentes ni intercambiables. No pueden encontrarse en el mismo lugar en el plano del discurso, ni pertenecer exactamente al mismo grupo de enunciados. Si se encuentra la fórmula “Nadie ha oído” en la primera línea de una novela, se sabe, hasta nueva orden, que se trata de la certificación de un hecho, bien por parte del autor, o por un personaje (en voz alta o en forma de un monólogo interior) ; si se en cuentra la segunda: “Es cierto que nadie ha oído”, no puede ser entonces sino en un juego de enunciados que constituyen un monólogo interior, una discusión muda, una controversia consigo mismo, o un fragmento de diálogo, un conjunto de preguntas y de respuestas. Aquí y allá, la misma estructura proposicional, pero características enunciativas muy distintas. Puede haber, en cambio, formas proposicionales complejas y redöbladas, o por el contrario proposiciones fragmentarias e incompletas, cuando manifiestamente se trata de
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un enunciado simple, completo y autónomo (in• cluso si forma parte de todo un conjunto de otros enunciados) : se conoce el ejemplo: “El actual rey de Francia es calvo” (que no puede anali• zarse desde el punto de vista lógico más que si se reconocen, bajo las especies de un enunciado único, dos proposiciones distintas, capaces cada una de ser verdadera o falsa por su propia cuenta) , o el ejemplo también de una proposición como “Yo miento”, que no puede contener verdad sino en su relación con una aserción de nivel inferior. Los criterios que permiten definir la identidad de una proposición, de distinguir varias bajo la unidad de una formulación, de caracterizar su autonomía o su calidad de completas, no sirven para describir la unidad singular de un enunciado.
¿Y la frase? ¿No habrá que admitir una equivalencia entre frase y enunciado? Dondequiera que haya una frase gramaticalmente aislable, se puede reconocer la existencia de un enunciado independiente; pero, por el contrario, no se puede ya hablar de enunciado cuando por debajo de la frase misma se llega al nivel de sus constituyentes. No serviría de nada objetar, contra esa equivalencia, que ciertos enunciados pueden estar compuestos, al margen de la forma canónica sujeto-cópula-predicado, de un simple sintagma nominal iQué hombre!”) , o de un adverbio (”Perfectamente”) , o de un pronombre personal (”1 Usted!” ) . Porque los propios gramáticos reconocen en semejantes formulaciones, frases independientes, incluso si han sido obtenidas por 136
una serie de transformaciones a partir del esquema sujeto-predicado. Más todavía: conceden el estatuto de frases “aceptables” a conjuntos de elementos lingüísticos que no han sido construidos correctamente, con tal de que sean interpretables; conceden, en cambio, el estatuto de frases gramaticales a conjuntos interpretables, a condición, sin embargo, de que hayan sido correctamente formados. Con una definición tan amplia —y, en un sentido, tan laxa— de la frase, se ve mal la manera de reconocer frases que no fuesen enunciados, o enunciados que no fuesen frases.
Sin embargo, la equivalencia dista mucho de ser total, y es relativamente fácil citar enunciados que no corresponden a la estructura lingüística de las frases. Cuando se encuentra en una gramática latina una serie de palabras dispuestas en columna: amo, amas, amat, no se trata de una frase, sino del enunciado de las diferentes flexiones personales del presente de indicativo del verbo amare. Quizá parezca discutible el ejemplo; quizå se diga que se trata de un simple artificio de presentación, que ese enunciado es una frase eliptica, abreviada, dispuesta de un modo relativamente desacostumbrado, y que habría que leerla como la frase: “El presente de indicativo del verbo amare es amo para la primera persona” , etc. Otros ejemplos, en todo caso, son menos ambiguos: un cuadro de clasificación de las especies botánicas está constituido por enunciados, no estå hecho de frases (los Genera Plantarum, de Linneo, son un libro entero de enunciados, en el que no se puede reconocer más que un número res137
tringido de frases) ; un árbol genealógico, un libro de contabilidad, las estimaciones de una balanza comercial son enunciados: ¿dónde están las frases? Puede irse más lejos: una ecuación de enésimo grado, o la fórmula algebraica de la ley de la refracción deben considerarse como enunciados, y si bien poseen una gramaticalidad muy rigurosa (ya que están compuestas de símbolos cuyo sentido está determinado por reglas de uso y su sucesión regida por leyes de construcción) no se trata de los mismos criterios que permiten definir, en una lengua natural, una frase aceptable o interpretable. En fin, un gráfico, una curva de crecimiento, una pirámide de edades, una “nube de repartición”, forman enunciados: en cuanto a las frases de que pueden ir acompañados son su interpretación o su comentario; no son su equivalente, y la prueba está en que en no pocos casos, sólo un número infinito de frases podría equivaler a todos los elementos que están explícitamente formulados en esta clase de enunciados. No parece posible, pues, en suma, definir un enunciado por los caracteres gramaticales de la frase.
Queda una última posibilidad: a primera vista, la más verosímil de todas. ¿No podría decirse que existe enunciado siempre que se puede reconocer y aislar un acto de formulación, algo así como ese speech act, ese acto de que hablan los analistas ingleses? Se entiende que con esto no se alude al acto material que consiste en hablar (en voz alta o baja) y en escribir (a mano o a máquina) ; tampoco se alude a la intención del
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individuo que está hablando (al hecho de que quiere convencer, de que desea ser obedecido, de que trata de descubrir la solución de un problema, ‘o de que desea dar noticias suyas) ; no se designa tampoco con ello el resultado eventual de lo que ha dicho (si ha convencido o suscitado la desconfianza; si ha sido oído y se han cumplido sus órdenes; si su ruego ha sido escuchado) ; se describe la operación que ha sido efectuada por la fórmula misma, en su emergencia: promesa, orden, decreto, contrato, compromiso, comprobación. El acto elocutorio no es lo que se ha desarrollado antes del momento mismo del enunciado (en el pensamiento del autor o en el juego de sus intenciones) ; no es lo que ha podido producirse, después del propio enunciado, en la estela que ha dejado tras él, y las consecuencias que ha provocado, sino lo que ha producido por el hecho mismo de que ha habido enunciado y este enunciado precisamente (ningún otro) en unas circunstancias bien determinadas. Puédese, pues, suponer que la individualización de los enunciados depende de los mismos criterios que el señalamiento de los actos de formulación: cada acto tomaría cuerpo en un enunciado y cada enunciado sería, desde el interior, habitado por uno de esos actos. Existirían el uno por el otro y en una exacta reciprocidad.
Tal correlación, sin embargo, no resiste al examen. Hace falta, con frecuencia, más de un enunciado para efectuar un speech act: juramento, plegaria, contrato, promesa, demostración, exigen casi siempre cierto número de fórmulas dis-
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tintas o de frases separadas: sería difícil discutir a cada una de ellas el estatuto de enunciado con el pretexto de que todas están cruzadas por un único acto elocutorio. Se dirá, quizá, que en este caso el propio acto no sigue siendo único a lo largo de la serie de los enunciados; que hay en una plegaria tantos actos de plegaria limitados, sucesivos y yuxtapuestos como de peticiones formuladas por enunciados distintos, y que hay en una promesa tantos compromisos como secuencias individual izables en enunciados separados; esta respuesta, sin embargo, no puede satisfacer: en primer lugar porque el acto de formulación no serviría ya para definir el enunciado, sino que debería ser, por el contrario, definido por éste, el cual, precisamente, constituye problema y exige criterios de individualización. Además, ciertos actos elocutorios no pueden ser considerados como cabales en su unidad singular más que en el caso de que varios enunciados hayan sido articulados, cada cual en el lugar que le conviene. Estos actos están, pues, constituidos por la serie o la suma de esos enunciados, por su necesaria yuxtaposición; no se puede considerar que están presentes por entero en el menor de ellos, y que con cada uno se renuevan. Aquí tampoco se podría establecer una relación bi-unívoca entre el conjunto de los enunciados y el de los actos elocutorios.
Cuando se quieren individualizar los enunciados no se puede, pues, admitir sin reserva ninguno de los modelos tomados de la gramática, de la lógica, o del “Análisis”. En los tres casos, se advierte que los criterios propuestos son demasia140
do numerosos y demasiado densos, que no dejan al enunciado toda su extensión, y que si a veces el enunciado adopta las formas descritas y se ajusta exactamente a ellas, ocurre también que no las obedezca: se encuentran enunciados sin que se pueda reconocer frase alguna; se encuentran más enunciados que los speechs acts que pueden aislarse. Como si el enunciado fuera más tenue, menos cargado de determinaciones, menos fuertemente estructurado, más omnipresente también que todas esas figuras; como si el número de sus caracteres fuese menor, y éstos menos difíciles de reunir; pero como si, por eso mismo, recusara toda posibilidad de descripción. Y esto tanto más cuanto que es difícil saber a qué nivel situarlo, ni con qué método abordarlo. Para todos los análisis de que he hablado, no es nunca otra cosa que el soporte o la sustancia accidental: en el análisis lógico, es lo que “queda”, cuando se ha extraído y definido la estructura de proposición; para el análisis gramatical, es la serie de elementos lingüísticos en la que se puede reconocer o no la forma de una frase; para el análisis de los actos del lenguaje, aparece como el cuerpo visible en que éstos se manifiestan. Respecto a todos esos acercamientos descriptivos, desempeña el papel de un elemento residual, de hecho puro y simple, de material no pertinente.
¿Habrá que admitir finalmente que el enunciado no puede tener carácter propio y que no es susceptible de definición adecuada, en la medida en que, para todos los análisis del lenguaje, es la materia extrínseca a partir de la cual 141
aquéllos determinaban el objeto que les es proPio? ¿Habrå que admitir que cualquier serie de signos, de figuras, de grafismos o de trazos —independientemente de cuál sea su organización o su probabilidad— basta para constituir un enunciado, y que a la gramática corresponde decir si se trata o no de una frase, a la lógica definir si comporta o no una forma proposicional, al Análisis precisar cuál es el acto del lenguaje que puede cruzarla? En ese caso, habria que admitir que existe enunciado en cuanto existen varios signos yuxtapuestos —¿y por qué no, quizå?—, en cuanto existe uno, y uno solo. El umbral del enunciado sería el umbral de la existencia de los signos. Sin embargo, ‘tampoco aqui son las cosas tan sencillas, y el sentido que hay que dar a una expresión como “la existencia de los signos” exige ser elucidado. ¿Qué quiere decirse cuando se dice que existen signos, y que basta que existan signos. para que exista enunciado? ¿Qué estatuto singular puede darse a ese “existe”?
Porque es evidente que los enunciados no existen en el sentido en que una lengua existe y, con ella, un conjunto de signos definidos por sus rasgos oposicionales y sus reglas de utilización; la lengua, en efecto, no se da jamás en sí misma y en su totalidad; no podría serlo más que de una manera secundaria y por el rodeo de una descripción que la tomara por objeto; los signos que constituyen sus elementos son formas que se imponen a los enunciados y que los rigen desde el interior. Si no hubiese enunciados, no existiría la lengua; pero ningún enunciado es indipensa142 Y EL
ble para que la lengua exista (y se puede siempre suponer, en el lugar de cualquier enunciado, otro enunciado que no modificaría por ello la lengua) . La lengua no existe más que a título de
sistema de construcción pera enunciados posibles; pero, por otra parte, no existe más que a título de descripción (más o menos exhaustiva) obtenida sobre un conjunto de enunciados reales. Lengua y enunciado no están al mismo nivel de existencia, y no se puede decir que hay enunciados, como se dice que hay lenguas. ¿Pero basta entonces que los signos de una lengua constituyan un enunciado, si han sido producidos (articulados, dibujados, fabricados, trazados) de una manera o de otra, si han aparecido en un momento del tiempo y en un punto del espacio, si la voz que los ha pronunciado o el gesto que les ha dado forma les han conferido las dimensiones de una existencia material? ¿Acaso las letras del alfabeto escritas por mí al azar sobre una hoja de papel como ejemplo de lo que no es un enunciado, acaso los caracteres de plomo que se utilizan para imprimir los libros —y no se puede negar su materialidad que tiene espacio y volumen—, acaso esos signos, ostensibles, visibles, manipulables, pueden ser considerados razonablemente como enunciados?
Si consideramos, sin embargo, con un poco mås de detenimiento esos dos ejemplos (los caracteres de plomo y los signos trazados por mí) , no son del todo superponibles. Este puñado de caracteres de imprenta que puedo tener en la mano, o las letras que figuran en el teclado de
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una máquina de escribir, no constituyen enunciados: son todo lo más instrumentos con los que se podrán escribir enunciados. En cambio, estas letras que trazo. al azar sobre una hoja de papel,
tal como me vienen a la imaginación y para demostrar que no pueden, en su desorden, constituir un enunciado, ¿qué son, qué figura forman, como no sea un cuadro de letras elegidas de manera contingente, el enunciado de una serie alfabética sin más leyes que la casualidad? De la misma manera, el cuadro de los números al azar que utilizan a veces los estadísticos, es una serie de símbolos numéricos que no están unidos entre sí por ninguna estructura de sintaxis. Sin embargo, es un enunciado: el de un conjunto de cifras obtenidas por procedimientos que eliminan todo cuanto podría hacer que aumentara la probabilidad de los resultados sucesivos. Reduzcamos más el ejemplo: el teclado de una máquina de escribir no es un enunciado; pero esa misma serie de letras, Q, W, E, R, T, enumeradas en un manual de mecanografía, es el enunciado del orden alfabético adoptado en las máquinas. Henos aquí, pues, en presencia de cierto número de consecuencias negativas: no se requiere una cons• trucción lingüística regular para formar un enunciado (éste puede estar constituido por una serie de probabilidad mínima) ; pero no basta tampoco cualquier efectuación material de elementos lin. güísticos, no basta cualquier emergencia de sig nos en el tiempo y el espacio para que un enun. ciado aparezca y comience a existir. El enunciado no existe, pues, ni del mismo modo que la len,
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gua (aunque esté compuesto de signos que no son definibles, en su individualidad, más que en el interior de un sistema lingüístico natural o artificial) , ni del mismo modo que unos objetos cualesquiera dados a la percepción (aunque esté siempre dotado de cierta materialidad y se pueda siempre situarlo según unas coordenadas espaciotemporales) .
No es tiempo todavía de responder a la pregunta general del enunciado, pero se puede ya ir estrechando el cerco del problema: el enunciado no es una unidad del mismo género que la frase, la proposición o el acto de lenguaje; no nace, pues, de los mismos criterios, pero tampoco es ya una unidad como podría serlo un objeto mate• rial que tuviera sus limites y su independencia. Es, en su modo de ser singular (ni del todo lingüfstico, ni exclusivamente material) , indispensable para que se pueda decir si hay o no frase, proposición, acto de lenguaje; y para que se pueda decir si la frase es correcta (o aceptable, o interpretable) , si la proposición es legítima y está bien formada, si el acto se ajusta a los requisitas y si ha sido efectuado por completo. No se debe buscar en el enunciado una unidad larga o breve, fuerte o débilmente estructurada, sino tomada como las demás en un nexo lógico, gramatical o elocutorio. Más que un elemento entre otros, más que un corte localizable a cierto nivel de anåli• sis, se trata más bien de una función que se ejerce verticalmente con relación a esas diversas unidades, y que permite decir, a propósito de una
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DEFINIR
El enunciado no es, pues, una estructura ( es decir un conjunto de relaciones entre elementos variables, que autorice así un número quizå infinito de modelos concretos) ; es una función de existencia que pertenece en propiedad a los sig• nos y a partir de la cual se puede decidir, a continuación, por el análisis o la intuición, si “casan” o no, según qué reglas se suceden o se yuxtaponen, de qué son signo, y qué especie de acto se encuentra efectuado por su formulación (oral o escrita) . No hay que asombrarse si no se han podido encontrar para el enunciado criterios estructurales de unidad; porque no es en sf mismo una unidad, sino una función que cruza un dominio de estructuras y de posibles y que las hace aparecer, con contenidos concretos, en el tiempo y en el espacio.
serie de signos, si están presentes en ella o_ no. .
Esta función es la que hay que describir ahora como tal, es decir en su ejercicio, en sus condiciones, en las reglas que la controlan y el campo en que se efectúa.
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LA FUNCIóN ENUNCIATIVA
El enunciado es, pues, inútil buscarlo del lado de los agrupamientos unitarios de signos. Ni sintagma, ni regla de construcción, ni forma canónica de sucesión y de permutación, el enunciado es lo que hace existir a tales conjuntos de signos, y permite a esas reglas o a esas formas actualizarse. Pero si las hace existir, es en un modo singular que no puede confundirse con la existencia de los signos en tanto que elementos de una lengua, ni tampoco con la existencia material de esas marcas que ocupan un fragmento y duran un tiempo más o menos largo. Se trata ahora de interrogar a ese modo singular de existencia, característico de toda serie de signos, con tal de que ésta sea enunciada.
a) Sea de nuevo el ejemplo de esos signos formados o dibujados en una materialidad definida y agrupados de un modo, arbitrario o no, pero que, de todos modos, no es gramatical. Así, el teclado de una máquina de escribir; así, un puñado de caracteres de imprenta. Basta que copie en una hoja de papel (y en el orden mismo en que sc suceden sin producir ninguna palabra) los signos asf dados, para que constituyan un enunciado: enunciado de las letras del alfabeto en un orden que facilita el tecleo, enunciado de un grupo 147
aleatorio de letras. ¿Qué ha ocurrido para que haya enunciado? ¿Qué puede tener de nuevo ese segundo conjunto respecto del primero? ¿La re duplicación, el hecho de que sea una copia? Sin duda, no, puesto que los teclados de las máquinas de escribir se ajustan todos a cierto modelo y no son por ello enunciados. ¿La intervención de un sujeto? Explicación que seria doblemente defi ciente: porque no basta que la reiteración de una serie se deba a la iniciativa de un individuo para que se transforme por el hecho mismo, en un enunciado; y porque, de todos modos, el pro blema no reside en la causa o el origen de la re duplicación, sino en la relación singular entre esas dos series idénticas. La segunda serie, en efecto, no es un enunciado por el solo hecho de que se puede establecer una relación bi-unívoca entre cada uno de sus elementos de la primera serie (esta relación caracteriza bien sea el hecho de la duplicación si se trata de una copia pura y simple, o la exactitud del enunciado si se ha fran queado precisamente el umbral de la enunciación pero no permite definir ese umbral y el hecho mismo del enunciado) . Una serie de signos pa sará a ser enunciado a condición de que tenga con ‘ ‘otra cosa” (que puede serle extrañamente semejante, y casi idéntica como en el ejemplo elegido) una relación especifica que la concierna a ena rmsma, y no a su causa, no a sus elementos Se dirá, sin duda, que no hay nada de enig mático en esta relación; que es, por el contrario muy familiar, que no ha cesado de ser analizada que se trata de la relación del significante con e
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significado, y del nombre con lo que designa; de la relación de la frase con su sentido; o de la relación de la proposición con su referente. Ahora bien, yo creo que se puede demostrar que la relación del enunciado con lo que se enuncia no es superponible a ninguna de esas relaciones.
El enunciado, aun en el caso de que se reduzca a un sintagma nominal (”IEI barcol”) , aun en el caso de que se reduzca a un nombre propio (’Pedro!” ) , no tiene la misma relación con lo que enuncia que el nombre con lo que designa o lo que significa. El nombre es un elemento lin• güistico que puede ocupar diferentes lugares en los conjuntos gramaticales: su sentido está defi nido por sus reglas de utilización (ya se trate de los individuos que pueøen ser válidamente designados por él, o de estructuras sintácticas en las que puede correctamente entrar) ; un nombre se define por su posibilidad de recurrencia. Un enunciado existe al margen de toda posibilidad de reaparecer; y la relaciÓn que mantiene con Io que enuncia no es idéntica a un conjunto de reglas de utilización. Se trata de una relación singular: y si en esas condiciones reaparece una formulación idéntica, son precisamente las mismas palabras las utilizadas, son sustancialmente los mismos nombres, es en total la misma frase; pero no es forzosamente el mismo enunciado.
Tampoco hay que confundir la relación entre un enunciado y lo que enuncia, con la relación entre una proposición y su referente. Los lógicos dicen, como sabemos, que una Proposición como “La montaña de oro está en California”, no pue149
de ser verificada porque. no tiene referente: su negación no es, así, ni más verdadera ni menos verdadera que su afirmación. ¿Habrá que decir del mismo modo que un enunciado no se refiere a nada si la proposición a la que da existencia carece de referente? Habría rnås bien que afirmar lo contrario, y decir, no que la ausencia de referente lleva consigo la ausencia de correlato para el enunciado, sino que es el correlato del enunciado —aquello a lo que se refiere, aquello que ha puesto en juego, no sólo lo dicho, sino aque110 de que habla, su “tema’ ‘— lo que permite decir si la proposición tiene o no un referente: es él quien permite decidirlo de manera definitiva. Suponiendo, en efecto, que la formulación ‘ ‘La montaña de oro está en California” no se encuentra en un manual de geografía ni en un relato de viaje, sino en una novela, o en una ficción cualquiera, se le podrá reconocer un valor de verdad o de error (según que el mundo imaginario al que se refiere autorice o no semejante fantasía geológica y geográfica) . Hay que saber a qué se refiere el enunciado, cuál es su espacio de correlaciones, para poder decir si una proposición tiene o no un referente. “El actual rey de Francia es calvo” no carece de referente sino en la medida en que se supone que el enunciado se refiere al mundo de la información histórica de hoy. La relación de la proposición con el referente no puede servir de modelo y de ley a la relación del enunciado con lo que enuncia. Este último no sólo no es del mismo nivel que ella, sino que aparece como anterior a ella.
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En fin, no es tampoco superponible a la relación que puede existir entre una frase y su sen. tido. El desfase entre estas dos formas de relación aparece claramente a propósito de esas famosas frases que no tienen sentido, pese a su estructura gramatical perfectamente correcta (como en el ejemplo: “Incoloras ideas verdes duermen furiosamente”) . De hecho, decir que una frase como ésta no tiene sentido, supone que se ha excluido ya cierto número de posibilidades: se admite que no se trata del relato de un sueño, que no se trata de un texto poético, que no se trata de un mensaje cifrado, o de la palabra de un drogado, sino de cierto tipo de enunciado que, de un modo definido, debe estar en relación con una realidad visible. La relación de una frase con su sentido puede asignarse en el interior de una relación enunciativa determinada y bien estabilizada. Además, esas frases, aun en el caso de tomarlas en el nivel enunciativo, en el cual no tienen sentido, no están, en tanto que enunciados, privadas de correlaciones: en primer lugar, las que permiten decir que, por ejemplo, unas ideas no son nunca ni de color ni incoloras, y que por lo tanto la frase no tiene sentido (y esas correlaciones conciernen a un plano de realidad en el que las ideas son invisibles, en el que los colores aparecen a la mirada, etc.) ; por otra parte, las que presentan la frase en cuestión como mención de un tipo de organización sintáctica correcta, pero desprovista de sentido (y esas correlaciones conciernen al plano de la lengua, de sus leyes y de sus propiedades) . Aunque una frase no 151
sea significante, se refiere a algo, desde el momento en que es un enunciado.
En cuanto a esa relación que caracterizaría propiamente al enunciado —relación que parece implfcitamente supuesta por la frase o la proposición, y que les aparece como previa—, ¿cómo definirla? ¿Cómo separarla, en cuanto a sf misma, de esas relaciones de sentido o de esos valores de verdad, con los que de ordinario se la confunde? Un enunciado cualquiera que sea, y tan simple como se pueda imaginar, no tiene por correlato un individuo o un objeto singular que sería designado por tal o cual palabra de la frase. En el caso de un enunciado como “La montaña de oro está en California”, el correlato no es esa formación real o imaginaria, posible o absurda designada por el sintagma nominal que desempeña la función de sujeto. Pero el correlato del enunciado no es tampoco un estado de cosas o una relación susceptible de verificar la proposición (en el ejemplo sería la inclusión espacial de cierta mon• taña en una región determinada) . En cambio, lo que puede definirse como el correlato del enunciado es un conjunto de dominios en los que tales objetos pueden aparecer y en los que tales relaciones pueden ser asignadas: será por ejemplo un dominio de objetos materiales que posean cierto número de propiedades físicas comprobables, relaciones de magnitud perceptible —o, por el contrario, sería un dominio de objetos ficticios, dotados de propiedades arbitrarias (incluso si tienen éstas cierta constancia y cierta coherencia) , sin instancia de verificaciones experimentales o per152 EL
ceptivas; será un dominio de localizaciones espaciales y geogTåficas, con coordenadas, distancias, relaciones de vecindad y de inclusión o, por el contrario, un dominio de dependencias simbólicas y de parentescos secretos; serå un dominio de Objetos que existen en ese mismo instante y en la misma escala del tiempo en que se formula el enunciado, o bien será un dominio de objetos que pertenecen a un presente totalmente distinto: el que está indicado y constituido por el enunciado mis• mo, y no aquel al cual pertenece el enunciado también. Un enunciado no tiene frente a él (y en una especie de téte-à-tête) un correlato, o una ausencia de correlato, como una proposición tiene un referente (o no lo tiene) , como un nombre propio designa a un individuo (o a nadie) . Estå ligado más bien a un “referencial” que no estå constituido por “cosas”, por “hechos”, por “realidades”, o por “seres”, sino por leyes de posibilidad, reglas de existencia para los objetos que en él se encuentran nombrados, designados o descritos, para las relaciones que en él se encuentran afirmadas o negadas. El referencial del enunciado forma d lugar, la condición, el campo de emergencia, la instancia de diferenciación de los individuos o de los objetos, de los estados de cosas y de las relaciones puestas en juego por el enunciado mismo; define las posibilidades de aparición y de deli• mitación de lo que da a la frase su sentido, a la proposición su valor de verdad. Este conjunto es lo que caracteriza el nivel enunciativo de la formulación, por oposición a su nivel gramatical y a su nivel lógico. Por la relación con esos diver153
sos dominios de posibilidad, el enunciado hace de un sintagma, o de una serie de simbolos, una frase a la que se puede, o no, asignar un sentido, una proposición que puede recibir, o no, un valor de verdad.
Se ve en todo caso que la descripción de ese nivel enunciativo no puede hacerse ni por un análisis formal ni por una investigación semåntica, ni por una verificación, sino por el análisis de las relaciones entre el enunciado y los espacios de diferenciación, en los que hace él mismo aparecer las diferencias.
b) Un enunciado, además, se distingue de una serie cualquiera de elementos lingüísticos por el hecho de mantener con un sujeto una relación de• terminada. Relación cuya naturaleza hay que precisar y a la que hay que desprender sobre todo de las relaciones con las que se la podría confundir.
No se debe, en efecto, reducir el sujeto del enunciado a esos elementos gramaticales en primera persona que están presentes en el interior de esa frase. En primer lugar, porque el sujeto del enunciado no es interior al sintagma lingüístico; después, porque un enunciado que no comporta primera persona, tiene, con todo, un sujeto; finalmente, y sobre todo, todos los enunciados que tienen una forma gramatical fija (ya sea en primera o en segunda persona) no tienen un único tipo de relación con el sujeto del enunciado. Se concibe fácilmente que esta relación no es la misma en un enunciado del tipo “La tarde estå cayendo”, y “Todo efecto tiene una causa”; en cuanto a un enunciado del tipo “Durante mucho
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tiempo me he acostado temprano”, la relación con el sujeto que enuncia no es la misma, si se oye articulado en el curso de una conversación que si se lee en la primera línea de un libro que se llama En busca del tiempo perdido.
Ese sujeto exterior a la frase, ¿no es sencillamente ese individuo real que la ha articulado o escrito? No existen signos, sabido es, sin alguien que los profiera, en todo caso sin algo como elemento emisor. Para que una serie de signos exista, es preciso —según ek sistema de las causalidades— un “autor” o una instancia productora. Pero ese “autor” no es idéntico al sujeto del enunciado; y la relación de producción que mantiene con la formulación no es superponible a la relación que une el sujeto enunciante y lo que enuncia. No tomemos, porque sería demasiado sencillo, el caso de un conjunto de signos materialmente formados o trazados: su producción implica un autor, y no existe, por lo tanto, ni enunciado ni sujeto del enunciado. Se podría evocar también, para mostrar la disociación entre el que emite los signos y el sujeto dé un enunciado, el caso de un texto leído por una tercera pesona, o el del actor recitando su papel. Pero éstos son casos límites. De manera general parece, a la primera mirada, al menos, que el sujeto del enunciado es precisamente aquel que ha producido sus diferentes elementos en una intención de significación. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. En una novela, se sabe que el autor de la formulación es ese individuo real cuyo nombre figura en la portada del libro (aun así, se plantea el problema de 155
los elementos dialogados y de las frases referidas al pensamiento de un personaje; aun asf se plantea el problema de los textos publicados con un seudónimo: y conocidas son todas las dificultades que esos desdoblamientos suscitan en los que acometen el análisis interpretativo cuando quieren referir, por entero, esas formulaciones al autor del texto, a lo que quería decir, a lo que pensaba, en una palabra, a ese gran discurso mudo, inaparente y uniforme al que reducen toda esa pirámide de niveles diferentes) ; pero, al margen incluso de esas instancias de formulación que no son idénticas al individuo-autor, los enunciados de la novela no tienen el mismo sujeto según sea que den, como del exterior, los puntos de referencia históricos y espaciales de lo narrado, o bien describan las cosas como las vería un individuo anónimo, invisible y neutro, mezclado por arte mágica con las figuras de la ficción, o bien que den, como por un desciframiento interior e inmediato, la versión verbal de lo que, silenciosamente, siente un personaje. Esos enunciados, aunque su autor sea el mismo, aunque no los atribuya a nadie más que a sí mismo, aunque no invente relevo suplementario entre lo que él mismo es y el texto que lee, no suponen, para el sujeto que enuncia, los mismos caracteres; no implican la misma relación entre ese sujeto y lo que está enunciando.
Se dirá quizá que el ejemplo, con tanta frecuencia citado, del texto novelesco no tiene valor de prueba; o más bien que pone a discusión la esencia misma de la literatura, y no el estatuto del suJ:eto de los enunciados en general. Sería propio
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de la literatura que el autor se ausentara de su obra, se escondiera, delegara o se dividiera; y de esta disociación no se debería sacar en consecuencia de manera universal que el sujeto del enunciado sea distinto en todo —carácter estatuto, función, identidad— del autor de la formulación. Sin embargo, este desfase no se limita a la literatura. Es absolutamente general en la medida en que el sujeto del enunciado es una función determinada, pero no forzosamente la misma de un enunciado a otro; en la medida en que es una función vacía, que puede ser desempeñada por individuos, hasta cierto punto indiferentes, cuando vienen a formular el enunciado; en la medida aun en que un único individuo puede ocupar sucesivamente en una serie de enunciados, diferentes posiciones y tomar el papel de diferentes sujetos. Tomemos el ejemplo de un tratado de matemáticas. En la frase del prefacio en que se explica por qué se ha escrito ese tratado y en qué circunstancias, para responder a qué problema no resuelto, o a qué preocupación pedagógica, utilizando qué métodos, después de qué tanteos y de qué fracasos, la posición de sujeto enunciativo no puede ser ocupada sino por el autor o los autores de la formulación: las condiciones de individualización del sujeto son, en efecto, muy estrictas, muy numerosas y no autorizan en ese caso más que un sólo sujeto posible. En cambio si, en el cuerpo mismo del tratado, se encuentra una proposición como “Dos cantidades iguales a una tercera son iguales entre sí”, el sujeto del enunciado es la posición absolutamente neutra, indiferente al 157
tiempo, al espacio, a las circunstancias, idénticas en cualquier sistema lingüístico y en cualquier código de escritura o de simbolización, que puede ocupar todo individuo para afirmar tal proposición. Por otra parte, frases del tipo “Se ha de- mostrado ya que . comportan para poder ser enunciadas condiciones contextuales precisas que no implicaba la formulación precedente: la posición se fija entonces en el interior de un do• minio constituido por un conjunto finito de enunciados; está localizada en una serie de acontecimientos enunciativos que deben haberse producido ya; está establecida en un tiempo demostrativo cuyos momentos anteriores no se pierden jamás, y que no tienen, por ello, necesidad de ser recomenzados y repetidos idénticamente para hacerlos presentes (una mención basta para reactivarlos en su validez de origen) ; está determinada por la existencia previa de cierto número de operaciones efectivas que quizá no han sido realizadas por un solo individuo (el que habla actualmente) , pero que pertenecen por derecho al sujeto enunciante, que están a su disposición y que él puede volver a poner en juego cuando lo necesite. Se definirá el sujeto de tal enunciado por el conjunto de esos requisitos y de esas posibilidades, y no se le describirá como individuo que habría efectuado realmente unas operaciones, que viviría en un tiempo sin olvido ni ruptura, que habría interiorizado, en el horizonte de su conciencia, todo un conjunto de propensiones verdaderas, y que conservaría, en el presente vivo de su pensamiento, su reaparición virtual (esto no es, 158
en los individuos, otra cosa que el aspecto psicológico y “vivido” de su posición en tanto que sujetos enunciantes) .
De la misma manera, se podría describir cuál es la posición específica del sujeto enunciante en frases como “Llamo recta a todo conjunto de puntos que , o como “Sea un conjunto finito de elementos cualesquiera”; aquí y allí la posición del sujeto está ligada a la existencia de una operación a la vez determinada y actual; aqui y allí, el sujeto del enunciado es también el sujeto de la operación (aquél que establece la definición es también el que la enuncia; aquél que plantea la existencia es también, y al mismo tiempo, el que plantea el enunciado) ; aquí y allí, en fin, el sujeto vincula, por esa operación y el enunciado en el que toma cuerpo, sus enunciados y sus operaciones futuras (en tanto que sujeto enunciante, acepta ese enunciado como su propia ley) . Existe, sin embargo, una diferencia: en el primer caso, lo que se enuncia es una convención de lenguaje, de ese lenguaje que tiene que utilizar el sujeto enunciante y en el interior del cual se define: el sujeto enunciante y lo enunciado se hallan, pues, al mismo nivel (mientras que para un análisis formal un enunciado como éste implica la desnivelación propia del meta-lenguaje) ; en el segundo caso, por el contrario, el sujeto enunciante hace existir fuera de él un objeto que pertenece a un dominio ya definido, cuyas leyes de
posibilidad han sido articuladas ya y cuyas características son anteriores a la enunciación que lo crea. Acabamos de ver que la posición del sujeto 159
enunciante no es siempre idéntica, cuando se trata de afirmar una proposición verdadera, y ahora vemos que tampoco es la misma cuando se trata de efectuar, en el enunciado mismo, una operación.
No hay, pues, que concebir el sujeto del enunciado como idéntico al autor de la formulación. Ni sustancialmente, ni funcionalmente. No es, en efecto, causa, origen o punto de partida de ese fenómeno que es la articulación escrita u oral de una frase; no es tampoco esa intención significativa que, anticipándose silenciosamente a las palabras, las ordena como el cuerpo visible de su intuición; no es el foco constante, inmóvil e idéntico a sí mismo de una serie de operaciones que los enunciados vendrían a manifestar, por turno, en la superficie del discurso. Hay un lugar determinado y vacío que puede ser efectivamente ocupado por individuos diferentes; pero este lugar, en vez de ser definido de una vez para siempre y de mantenerse invariable a lo largo de un texto, de un libro o de una obra, varía, o más bien es lo bastante variable para poder, o bien mantenerse idéntico a sí rmsmo, a través de varias frases, o bien modificarse con cada una. Constituye una dimensión que caracteriza toda formulación en tanto que enunciado. Es uno de los rasgos propios de la función enunciativa y que permiten describirla. Si una proposición, una frase, un conjunto de signos pueden ser llamados “enunciados”, no es en la medida en yue ha habido, un día, alguien que los profiriera o que dejara en alguna parte su rastro provisorio; es en la medida en que puede ser asignada la posición del sujeto. 160
Describir una formulación en tanto que enun-
ciado no consiste en analizar las relaciones entre el autor y lo que ha dicho (o querido decir, o dicho sin quererlo) , sino en determinar cuál es la posición que puede y debe ocupar todo individuo para ser su sujeto.
c) Tercer carácter de la función enunciativa: no puede ejercerse sin la existencia de un dominio’ asociado. Esto hace del enunciado otra cosa y más que un puro agregado de signos que no necesitarían para existir más que de un soporte material: superficie de inscripción, sustancia sonora, materia susceptible de recibir una forma, incisión en hueco de unos trazos. Pero esto lo distingue, también y sobre todo de la frase y de la proposición.
Sea un conjunto de palabras o de símbolos. Para decidir si constituyen una unidad gyamatical corno la frase o una unidad lógica como la proposición, es necesario y suficiente determinar se gún qué reglas ha sido construido. “Pedro ha lle gado ayer” forma una frase, pero no “Ayer ha Pedro llegado”; A -k B = C D constituye una proposición, pero no ABC + = D. El solo examen
de los elementos y de su distribución, con refe rencia al sistema —natural o artificial— de la
lengua permite establecer la entre lo
que es proposición y lo que no lo es, entre lo que
es frase y Io que es simple acumulación de palabras. Mucho más, este examen basta para deter-
minar a qué tipo de estructura gramatical pertenece la frase en cuestión (frase afirmativa, en pretérito, comportando un sujeto nominal, etc.), 161
o a qué tipo de proposición responde la serie de
signos dada (una equivalencia entre dos sumas) . En el límite, se puede concebir una frase o una proposición que se determine “por sí sola”, sin ninguna Otra que le sirva de contexto, sin ningún conjunto de frases o de proposiciones asocia• das: que, en estas condiciones, sean inútiles e i utilizables, no impide que se las pudiera recon cer, incluso así, en su singularidad.
Sin duda, se puede hacer cierto número de objeciones. Decir, por ejemplo, que una proposición no puede ser establecida e individualizada como tal sino a condición de conocer el sistema de axiomas a que obedece: esas definiciones, esas reglas, esas convenciones de la escritura, ¿no forman un campo asociado que no se puede separar de la proposición (del mismo modo, las reglas de la gramática, actuando implícitamente en la competencia del sujeto, son necesarias para que se pueda reconocer una frase, y una frase de cierto tipo) ? Sin embargo, hay que observar que ese conjunto —actual o virtual— no es del mismo ni vel que la proposición o la frase, sino que descan sa sobre sus elementos, su encadenamiento y su
distribución posibles. No les está asociado: está supuesto por la frase. Se podrå objetar también
que muchas proposiciones (no tautológicas) no pueden ser verificadas a partir de sus solas reglas
de construcción, y que el curso al referente es necesario para decidir si son verdaderas o falsas
pero verdadera o falsa, una proposición sigue sien do una proposición, y no es el recurso al refe rente lo que decide si es o no una proposición 162
Lo mismo ocurre con las frases: en no pocos casos, no pueden declarar su sentido sino en relación con el contexto (ya sea que comporten elementos “deícticos” que remitan a una situación concreta; ya sea que utilice pronombres de primera o de segunda persona que designen el sujeto parlante y sus interlocutores; ya sea que se sirvan de elementos pronominales o de partículas de enlace que se refieran a frases anteriores o futuras) ; pero que su sentido no pueda ser completado no impide que la frase sea gramaticalmente completa y autónoma. Ciertamente, no se sabe muy bien lo que “quiere decir” un conjunto de palabras como “Esto, se lo diré mañana”; en todo caso, no se puede ni fechar ese día siguiente, ni nombrar a los interlocutores, ni adivinar -lo que debe ser dicho. No por ello deja de ser una frase perfectamente delimitada, conforme con las reglas de construcción del idioma. Se podrá, finalmente, objetar que, sin contexto, es a veces dificil decidir la estructura de una frase (”Si ha muerto, no lo sabré jamás”, puede construirse así: “En el caso de que haya muerto, ignoraré siempre tal o cual cosa”, o bien “Jamás sabré si ha muerto”) . Pero aquí se trata de una ambigüedad que es perfectamente definible, cuyas posibilidades simultáneas se pueden enumerar, y que forma parte de la estructura propia de la frase. De una manera general, se puede decir que una frase o una proposición —incluso aislada, incluso separada del contexto natural que la aclara, incluso liberada o amputada de todos los elementos a los que, implícitamente o no, puede remitir— sigue sien163
do siempre una frase o una proposición y es siempre posible reconocerla como tal.
En cambio, la función enunciativa —mostrando con ello que no es una pura y simple construcción de elementos previos— no puede ejercerse sobre una frase o una proposición en su estado libre. No basta decir una frase, no basta siquiera decirla en una relación determinada con un campo de objetos o en una relación determinada con un sujeto, para que haya enunciado, para que se trate de un enunciado: es preciso ponerla en relación con todo un campo adyacente. O más bien, porque no se trata aquí de una relación suplementaria que venga a estamparse sobre las otras, no puede decirse una frase, no se la puede hacer que adquiera una existencia de enunciado sin que actúe un espacio colateral. Estos mårgenes se distinguen de lo que se entiende generalmente por “contexto” —real o verbal—, es decir del conjunto de los elementos de situación o de lenguaje que motivan una formulación y determinan su sentido. Y se distinguen en la medida misma en que lo hacen posible: la relación contextual entre una frase y las que la rodean no es la misma en una novela que en un tratado de física; no será la misma entre una formulación y el medio objetivo en una conversación que en el informe sobre un experimento. El efecto de contexto puede determinarse sobre el fondo de una relación más general entre las formulaciones sobre el fondo de toda una red verbal. Estos már genes no son idénticos tampoco a los diferentes textos, a las diferentes frases que el sujeto puede
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tener presentes en la imaginación cuando habla; aquí también son más extensivos que ese contorno psicológico, y hasta cierto punto lo determinan, porque según la posición, el estatuto y el papel de una formulación entre todas las demás —según sea que se inscriba en el campo de la literatura o que deba disiparse como una frase indiferente, según sea que forme parte de un relato o que presida una demostración—, el modo de presencia de los demás enunciados en la conciencia del sujeto no será el mismo: no es ni el mismo nivel, ni la misma forma de experiencia lingüfstica, de memoria verbal, de evocación de lo ya dicho los que obran acå y allá. El halo psicológico de una formulación está impuesto de lejos por la disposición del campo enunciativo.
El campo asociado que hace de una frase o de una serie de signos un enunciado, y que les permite tener un contexto determinado, un contenido representativo especificado, forma una trama compleja. Estå constituido en primer lugar por la serie de las demás formulaciones en el interior de las cuales el enunciado se inscribe y forma un elemento (un juego de réplicas que formen una conversación, la arquitectura de una demostración, limitada por sus premisas de una parte y su conclusión de otra, la serie de afirmaciones que constituyen un relato) . Está constituido también por el conjunto de formulaciones a que el enunciado se refiere (implícitamente o no) , ya sea para repetirlas, ya sea para modificarlas o adaptarlas, ya sea para oponerse a ellas, ya sea para hablar de ellas a su vez; no- hay enunciado 165
que, de una manera o de otra, deje de reactualizar otros (elementos rituales en un relato; proposiciones ya admitidas en una demostración; frases convencionales en una conversación) . Está constituido además por el conjunto de formulaciones cuyo enunciado prepara la posibilidad ulterior, y que pueden seguirlo como su consecuencia, o su continuación natural, o su réplica (un orden no abre las mismas posibilidades enunciativas que las proposiciones de una axiomática o el comienzo de un relato) . Está constituido, en fin, por el conjunto de formulaciones cuyo estatuto comparte el enunciado en cuestión, entre las cuales toma lu. gar sin consideración de orden lineal, con las cuales se eclipsará, o con las cuales, por el contrario, se valorizará, se conservará, se sacralizará y se ofrecerá, como objeto posible, a un discurso fu, turo (un enunciado no es disociable del estatuto que puede recibir como “literatura”, o como fra. se no esencial, buena tan sólQ para ser olvidada, o como verdad científica adquirida para siempre,
o como palabra profética, etc.) . De manera gene ral, puede decirse que una secuencia de elementos lingüísticos no es un enunciado más que en el caso de que esté inmersa en un campo enuncia tivo en el que aparece entonces como elemento sigular.
El enunciado no es la proyección directa sobre el plano del lenguaje de una situación determi nada o de un conjunto de representaciones. No es simplemente la utilización por un sujeto par lante de cierto número de elementos y de reglas lingüísticas. Para comenzar, desde su raíz, se des 166
taca en un campo enunciativo en el que tiene un lugar y un estatuto, que dispone para él unas relaciones posibles con el pasado y que le abre un porvenir eventual. Todo enunciado se encuentra así especificado: no hay enunciado en general, enunciado libre, neutro e independiente, sino siempre un enunciado que forma parte de una serie o de un conjunto, que desempeña un papel en medio de los demás, que se apoya en ellos y se distingue de ellos: se incorpora siempre a un juego enunciativo, en el que tiene su parte, por ligera e ínfima que sea. Mientras que la construcción gramatical, para efectuarse, no necesita más que elementos y reglas; mientras que se podría concebir en un caso límite una lengua (artificial, claro es) que no sirviese para construir sino una sola frase y nada más; mientras que, dados el alfabeto, las reglas de construcción y de transformación de un sistema formal, se puede definir perfectamente la primera proposición de ese lenguaje, no ocurre lo mismo en cuanto al enunciado. No existe enunciado que no suponga otros; no hay uno solo que no tenga en torno suyo un campo de coexistencias, unos efectos de serie y de sucesión, una distribución de funciones y de papeles. Si se puede hablar de un enunciado, es en la medida en que una frase (una proposición) figura en un punto definido, con una posición determinada, en un juego enunciativo que la rebasa.
Sobre este fondo de la coexistencia enunciativa se destacan, a un nivel autónomo y descriptible, las relaciones gramaticales entre frases, las relacio-
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nes lógicas entre proposiciones, las relaciones metalingüísticas entre un lenguaje objeto y aquel que define las reglas, las relaciones retóricas entre grupos (o elementos) de frases. Es lícito, ciertamente, analizar todas estas relaciones sin tomar como tema el campo enunciativo mismo, es decir el dominio de coexistencia en el que se ejerce la función enunciativa. Pero no pueden existir y no son susceptibles de un análisis sino en la medida en que esas frases han sido “enunciadas”; en otros términos, en la medida en que se desplie gan en un campo enunciativo que les permite sucederse, ordenarse, coexistir y desempeñar un papel las unas con relación a las otras. El enunciado, lejos de ser el principio de individualiza• ción de los conjuntos significantes (el “átomo” significativo, el mínimum a partir del cual existe sentido) , es lo que sitúa esas unidades significa tivas en un espacio en el que se multiplican y se acumulan.
d) En fin, para que una secuencia de elemen tos lingüísticos pueda ser considerada y analizada como un enunciado, es preciso que llene una cuarta condición: la de tener una existencia ma terial. ¿Podría hablarse de enunciado si no lo hu biese articulado una voz, si en una superficie no se inscribiesen sus signos, si no hubiese tomado cuerpc» en un elemento sensible y si no hubiese dejado rastro —siquiera por unos instantes— en una memoria o en un espacio? ¿Podría hablarse de un enunciado como de una figura ideal y si lenciosa? El enunciado se da siempre a través de un espesor material, inciuso disimulado, incluso 168
si, apenas aparecido, está condenado a desvanecerse. Y no sólo el enunciado tiene necesidad de esta materialidad, sino que no se le da como suplemento, una vez bien fijadas todas sus determinaciones: por una parte, ella misma lo constituye. Compuesta de las mismas palabras, cargada exactamente del mismo sentido, mantenida en su identidad sintáctica y semántica, una frase no constituye el mismo enunciado, articulada por alguien en el curso de una conversación, o impresa en una novela; si ha sido escrita un día, hace siglos, o si reaparece ahora en una formulación oral. Las coordenadas y el estatuto material del enunciado forman parte de sus caracteres intrínsecos. Es una evidencia. O casi. Porque, en cuanto se le presta un poco de atención, las cosas se embrollan y los problemas se multiplican.
Indudablemente, se está tentado a decir que si el enunciado se halla, al menos en parte, caracterizado por su estatuto material, y si su identidad es sensible a una modificación de ese estatuto, ocurre lo mismo en cuanto a las frases o las proposiciones: la materialidad de los signos, en efecto, no es del todo indiferente a la gramática o incluso a la lógica. Conocidos son los problemas teóricos que plantea a ésta la constancia material de los símbolos utilizados (¿cómo definir la identidad de un símbolo a través de las diferentes sustancias en que puede tomar cuerpo y las variaciones de forma que tolera? ¿Cómo reconocerlo y asegurar que es el mismo, si hay que definirlo como “un cuerpo físico concreto”?) ; conocidos son también los problemas que le plantea la noción 169
misma de una serie de símbolos (¿Qué quiere decir preceder y seguir? ¿Venir “antes” y “después”? ¿En qué espacio se sitúa semejante ordenación?) . Mucho mejor conocidas aún son las relaciones entre la materialidad y la lengua: el papel de la escritura y del alfabeto, el • hecho de que no son ni la misma sintaxis ni el mismo vocabulario los utilizados en un texto escrito y en una conversación, en un periódico y en un libro, en una carta y en un cartel; más aún, hay series de palabras que forman frases bien individualizadas y perfectamente aceptables, si figuran en los titulares de un periódico, y que sin embargo, al hilo de una conversación, no podrían jamás valer por una frase con un sentido. Sin embargo, la materialidad desempeña en el enunciado un papel mucho más importante: no es simplemente principio de variación, modificación de los criterios de reconocimiento, o determinación de subconjuntos lingüísticos. Constituye el enunciado mismo: es preciso que un enunciado tenga una sustancia, un soporte, un lugar y una fecha. Y cuando estos requisitos se modifican, él mismo cambia de identidad. Al punto, surge una multitud de preguntas: Una misma frase repetida en voz alta y en voz baja, ¿forma un solo enunciado o varios? Cuando se aprende un texto de memoria, ¿da ca• da recitación lugar a un enunciado, o hay que considerar que es el mismo que se repite? Una frase fielmente traducida a otra lengua, ¿son dos enunciados distintos o uno solo? Y en una recitación colectiva —oración o lección—, ¿cuántos enunciados hay? ¿C,ótno establecer la identidad del 170
enunciado a través de estas ocurrencias múltiples, de estas repeticiones, de estas transcripciones?
El problema se halla oscurecido sin duda por el hecho de que se confunden con frecuencia niveles diferentes. Hay que poner aparte, en primer lugar, la multiplicidad de las enunciaciones. Se dirá que existe enunciación cada vez que se emite un conjunto de signos. Cada una de esas articulaciones posee su individualidad espaciotemporal. Dos personas pueden decir a la vez la misma cosa, y como son dos habrá dos enunciaciones distintas. Un único sujeto puede repetir varias veces fa misma frase, y habrá otras tantas enunciaciones distintas en el tiempo. La enuncia- ción es un acontecimiento que no se repite; posee una singularidad situada y fechada que no se puede reducir. Esta singularidad, sin embargo, deja pasar cierto número de constantes: gramaticales, semánticas, lógicas, por las cuales, neutralizando el momento de la enunciación y las coordenadas que la individualizan, se puede reconocer la forma general de una frase, de una significación, de una proposición. El tiempo y el lugar de la enunciación, el soporte material que utiliza se vuelven entonces indiferentes, al menos en una gran parte, y lo que se destaca es urra forma indefinidamente repetible y que puede dar lugar a las enunciaciones más dispersas. Ahora bien, el enunciado mismo no puede estar reducido al pu ro acontecimiento de la enunciación; porque, a pesar de su materialidad, puede ser repetido: no será fácil decir que una misma frase pronunciada por dos personas, aunque en circunstancias un
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tanto diferentes, no constituye más que un enunciado. Y sin embargo, no se reduce a una forma gramatical o lógica en la medida en que, más que ella y de un modo diferente, es sensible a diferencias de materia, de sustancia, de tiempo y de lugar. ¿Cuál es, pues, esa materialidad propia del enunciado y que autoriza ciertos tipos singulares de repetición? ¿Cómo se puede hablar del mismo enunciado, tratándose de varias enunciaciones distintas, cuando se debe hablar de varios enunciados allí donde se pueden reconocer formas, estructuras, reglas de construcción, intenciones idénticas? ¿Cuál es, pues, ese régimen de materialidad rePetible que caracteriza el enunciado?
Sin duda, no es una materialidad sensible, cualitativa, dada bajo la forma del color, del sonido o de la solidez y cuadriculada por el mismo sistema de puntos de referencia espacio-temporal que el espacio perceptivo. Un ejemplo muy sen. cillo: un texto reproducido varias veces, las edi: ciones sucesivas de un libro, mejor aún, los dife rentes ejemplares de una misma tirada, no dan lugar a otros tantos enunciados distintos. En to das las ediciones de Las flores del mal (dejandc aparte las variantes y los textos condenados) st encuentra el mismo juego de enunciados; sin em bargo, ni los caracteres, ni la tinta, ni el papel ni de todos modos, la disposición del texto y e emplazamiento de los signos son los mismos. todo el grano de la materialidad ha cambiado Pero aquf, estas “pequeñas” diferencias no tiener la suficiente eficacia para alterar la identidad de enunciado y para hacer surgir de él otro: estål 172
todas neutralizadas en el elemento general —material, sin duda, pero igualmente institucional y económico— del “libro”: un libro, cualquiera que sea el número de ejemplares o de ediciones, cualesquiera que sean las sustancias diversas que puede emplear, es un lugar de equivalencia exacta para los enunciados, es para ellos una instancia de repetición sin cambio de identidad. Vemos en este primer ejemplo que la materialidad del enunciado no está definida por el espacio ocupado o la fecha de formulación, sino más bien por un estatuto de cosas o de objeto. Estatuto que no es jamás definitivo, sino modificable, relativo y siempre susceptible de revisión: bien sabido es, por ejemplo, que para los historiadores de la literatura, la edición de un libro publicado bajo el cuidado y la vigilancia del autor no tiene el mismo estatuto que las ediciones póstumas, que los enunciados tienen allí un valor singular, que no son una de las manifestaciones de un único conjunto, que son eso con relación a lo cual hay y debe haber repetición. De la misma manera, entre el texto de una Constitución, o de un testamento, o de una revelación religiosa, y todos los manuscritos o impresos que los reproducen exactamente con la misma escritura, con los mismos caracteres y sobre sustancias análogas, no se puede decir que exista equivalencia: de una parte están los enunciados mismos, y de otra su reproducción. El enunciado no se identifica a un fragmento de materia; pero su identidad varía con un régimen complejo de instituciones materiales.
Porque un enunciado puede ser el mismo, ma173
nuscrito en una hoja de papel o publicado en un libro; puede ser el mismo pronunciado oralmente, impreso en un cartel, reproducido por un magnetófono. En cambio, cuando un novelista pronuncia una frase cualquiera en la vida diaria, y luego la hace figurar tal cual en el manuscrito que redacta, atribuyéndola a un personaje, o incluso dejándola pronunciar por esa voz anónima que pasa por ser la del autor, no se puede decir que en los dos casos se trate del mismo enunciado. El régimen de materialidad al que obedecen necesariamente los enunciados es, pues, del orden de la institución más que de la localización espacio-temporal: define posibilidades de reinscriPcidn y de transcriPcidn (pero también de umbrales y de límites) más que individualidades limitadas y perecederas.
La identidad de un enunciado estå sometida a un segundo conjunto de condiciones y de límites: los que le son impuestos por el conjunto de los demás enunciados en medio de los cuales figura, por el dominio en que se le puede utilizar o apli• car, por el papel o las funciones que ha de desempeñar. La afirmación de que la tierra es redonda o de que las especies evolucionan, no constituye el mismo enunciado antes y después de Copérnico, antes y después de Darwin; no es, para formulaciones tan simples, que haya cambiado el sen-
tido de las palabras; lo que se ha modificado es la relación de esas afirmaciones con otras proposiciones, son sus condiciones de utilización y de reinserción, es el campo de experiencia, de verificaciones posibles, de problemas por resolver al
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que pueden referirse. La frase “los sueños son la realización de los deseos” puede ser repetida a través de los siglos, y no será el mismo enunciado en Platón que en Freud. Los esquemas de utilización, las reglas de empleo, las constelaciones en que pueden desempeñar un papel, sus virtualidades estratégicas, constituyen para los enunciados un campo de estabilización que permite, a pesar de todas las diferencias de enunciación, repetirlos en su identidad; pero este mismo campo puede igualmente, bajo las identidades semánticas, gramaticales o formales más manifiestas, definir un umbral a partir del cual ya no hay equivalencia y hay que reconocer la aparición de un nuevo enunciado. Pero es posible, sin duda, ir más lejos: se puede considerar que no existe más que un único enunciado donde, sin embargo, ni las palabras, ni la sintaxis y ni la lengua misma son idénticas. Sea un discurso y su traducción simulLánea; sea un texto científico en inglés y su verSión española; sea un aviso a tres columnas en tres lenguas diferentes: no hay tantos enunciados como idiomas empleados, sino un solo conjunto de enunciados en formas lingüísticas diferentes. Más aún: una información dada puede ser retransmitida con otras palabras, con una sintaxis simplificada, o en un código convenido; si el contenido informativo y las posibilidades de utilización son las mismas, podrá decirse que es en un lugar y en otro el mismo enunciado.
De nuevo, no se trata aquí de un criterio de individualización del enunciado, sino más bien de su principio de variación: es tan pronto más 175
diverso que la estructura de la frase (y su identidad es entonces más fina, más frágil, más fácilmente modificable que la de un conjunto semántico o gramatical) , tan pronto más consistente que esa estructura (y su identidad es entonces más amplia, más estable, menos accesible a las variaciones) . Más todavía: no sólo esa identidad del enunciado no puede, de una vez para siempre, situarse en relación con la de la frase, sino que ella misma es relativa y oscila según el uso que se hace del enunciado y la manera en que se manipula. Cuando se utiliza un enunciado para poner de relieve la estructura gramatical, la configuración retórica o las connotaciones que lleva en sí, es evidente que no se puede considerarlo como idéntico en su lengua original y en su traducción. En cambio, si se quiere hacerle entrar en un procedimiento de verificación experimental, entonces texto y traducción constituyen el mismo conjunto enunciativo. O también, en determinada escala de la macrohistoria, se puede considerar que -una afirmación como “Las especies evolucionan” forma el mismo enunciado en Darwin y en Simpson; a un nivel más fino y considerando campos de utilización más limitados (el “neodarwinismo” por oposición al sistema darwinista propiamente dicho) , se trata de dos enunciados diferentes. La constancia del enunciado, la conservación de su identidad a través de los acontecimientos singulares de las enunciaciones, sus desdoblamientos a través de la identidad de las formas, todo esto es función del camPo de utilización en que se encuentra inserto.
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Se ve que el enunciado no debe ser tratado como un acontecimiento que se hubiese producido en un tiempo y en un lugar determinados, y que fuese apenas posible recordar —y celebrar de lejos— en un acto de memoria. Pero se ve que tampoco es una forma ideal que se puede siempre actualizar en un cuerpo cualquiera, en un conjunto indiferente y en condiciones materiales que no importan. Demasiado repetible para ser enteramente solidario de las coordenadas espaciotemporales de su nacimiento (es otra cosa que la fecha y el lugar de su aparición, demasiado ligado a Io que lo rodea y lo soporta para ser tan libre como una pura forma (es otra cosa que una ley de construcción aplicada a un conjunto de elementos) , está dotado de una cierta gravidez modificable, de un peso relativo al campo en el cual está colocado, de una constancia que permite utilizaciones diversas, de una permanencia temporal que no tiene la inercia de un simple rastro, y que no dormita sobre su propio pasado. Mientras que una enunciación puede ser recomenzada o re•evocada, mientras que una forma (lingüística o lógica) puede ser reactualizada, el enunciado tiene la propiedad de poder ser repetido pero siempre en condiciones estrictas.
Esta materialidad repetible que caracteriza la función enunciativa hace aparecer el enunciado como un objeto específico y paradójico, pero como un objeto, a pesar de todo, entre todos los que los hombres producen, manipulan, utilizan, transforman, cambian, combinan, descomponen y recomponen, y eventualmente destruyen. En lugar 177
de ser una cosa dicha de una vez para siempre —y perdida en el pasado como la decisión de una batalla, una catástrofe geológica o la muerte de un rey—, el enunciado, a la vez que surge en su materialidad, aparece con un estatuto, entra en unas tramas, se sitúa en campos de utilización, se ofrece a traspasos y a modificaciones posibles, se integra en operaciones y en estrategias donde su identidad se mantiene o se pierde. Así, el enunciado circula, sirve, se sustrae, permite o impide realizar un deseo, es dócil o rebelde a unos intereses, entra en el orden de las contiendas y de las luchas, se convierte en tema de apropiación o de rivalidad.
LA DESCRIPCION DE
LOS ENUNCIADOS
El frente del análisis se encuentra considerablemente desplazado; quise volver a la definición del enunciado que, al comienzo, había quedado en suspenso. Todo pasó y todo se dijo como si el enunciado fuera una unidad fácil de establecer y cuyas posibilidades y leyes de agrupamiento se trataba de describir. Ahora bien, al volver sobre mis pasos, me he dado cuenta de que no podía definir el enunciado como una unidad de tipo lingüístico (superior al fenómeno y a la palabra, inferior al texto) ; sino que se trataba más bien de una funcion enunciativa, que ponía en juego unidades diversas (éstas pueden coincidir a veces con frases, a veces con proposiciones; pero están hechas a veces de fragmentos de frases, de series o de cuadros de signos, de un juego de proposiciones (j de formulaciones equivalentes) ; y esta función, en lugar de dar un “sentido” a esas unidades, las pone en relación con un campo de objetos; en lugar de conferirles un sujeto, les abre un conjunto de posiciones subjetivas posibles; en lugar de fijar sus límites, las coloca -’n un dominio de cordinación y de coexistencia; en lugar de determinar su identidad, las aloja en un espacio en el que son aprehendidas, utilizadas y repeti179
das. En una palabra, lo que se ha descubierto, no es el enunciado atómico —con su efecto de sentido, su origen, sus límites y su individualidad—, sino el campo de ejercicio de la función enunciativa y las condiciones según las cuales hace ésta aparecer unidades diversas (que pueden ser, pero no de una manera necesaria, de orden gramatical o lógico) . Pero me encuentro ahora ante la obligación de responder a dos preguntas: ¿Qué hay que entender en adelante por la tarea, inicialmente propuesta, de describir unos enunciados? ¿Cómo puede esta teoría del enunciado ajustarse al análisis de las formaciones discursivas que había sido esbozado sin ella?
l . Lo primero que hay que hacer es fijar el vocabulario. Si se acepta llamar actuación verbal, o quizá mejor actuación lingüística, a todo conjunto de signos efectivamente producidos a partir de una lengua natural (o artificial) se podrá llamar formulación el acto individual (o en rigor colectivo) que hace aparecer, sobre una materia cualquiera y de acuerdo con una forma determinada, ese grupo de signos: la formulación es un aconte• cimiento que, al menos en derecho, es siempre localizable según unas coordenadas espacio-tem. porales, que puede siempre ser referido a un autor, y que eventualmente puede constituir sí mismo un acto específico (un acto “Performa
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tive”, dicen los analistas ingleses) ; se llamará frase o proposición las unidades que la gramática o la lógica pueden reconocer en un conjunto de signos: estas unidades pueden estar siempre caracterizadas por los elementos que figuran en ellas, y por las reglas de construcción que las unen; en relación con la frase y con la proposición, las cuestiones de origen, de tiempo y de lugar, y de contexto, no son más que subsidiarias; la cuestión decisiva es la de su corrección (aunque no fuese más que bajo la forma de la “aceptabilidad”) . Se llamará enunciado la modalidad de existencia propia de este conjunto de signos: modalidad que le permite ser algo más que una serie de trazos, algo más que una sucesión de marcas sobre una sustancia, algo más que un objeto cualquiera fabricado por un ser humano; modalidad que le permite estar en relación con un dominio de objetos, prescribir una posición defi-
nida a todo sujeto posible, estar situado entre otras actuaciones verbales, estar dotado en fin de una material idad repetible. En cuanto al término discurso, del que se ha usado y abusado aquí en sentidos muy diferentes, se puede comprender ahora la razón de su equívoco: de la manera más general y más indecisa designaba un conjunto de actuaciones verbales; y por discurso. se entendía emonces lo que había sido producido (eventualmente, todo lo que había sido producido) en cuanto a conjuntos de signos. Pero se entendía también un conjunto de actos de formulación, una serie de frases o de proposiciones. En fin —y es este sentido el que al fin prevaleció (con el pri181
mero que le sirve de horizonte) —, el discurso está constituido por un conjunto de secuencias de signos, en tanto que éstas son enunciados, es decir en tanto que se les puede asignar modalidades particulares de existencia. Y si consigo demostrar, cosa que trataré de hacer inmediatamente, que la ley de semejante serie es precisamente lo que hasta aquí he llamado una formación discursiva, si consigo demostrar que ésta es el principio de dispersión y de repartición, no de las formulaciones, no de las frases, no de las proposiciones, sino de los enunciados (en el sentido que he dado a esta palabra) , el término de discurso podrå que dar fijado asf: conjunto de los enunciados que dependen de un mismo sistema de formación, y asf podré hablar del discurso clínico, del discurso económico, del discurso de la historia natural, del discurso psiquiátrico.
Sé muy bien que estas definiciones no están en
su mayoría de acuerdo con el uso corriente: los lingüistas tienen el hábito de dar a la palabra discurso un sentido totalmente distinto; lógicos y analistas utilizan de otra manera el término de enunciado. Pero yo no pretendo aquf transferir a un dominio, que sólo espera esta aclaración, un juego de conceptos, una forma de análisis, una teoría, formados en otro lugar; no pretendo utilizar un modeló aplicándolo, con la eficacia que le es propia, a contenidos nuevos. Y no es que quiera discutir el valor de semejante modelo, ni que quiera aun antes de haberlo experimentado, limitar su alcance e indicar imperiosamente el umbral que no debería franquear. Pero sí quisie182 EL
ra hacer aparecer una posibilidad descriptiva, esbozar el dominio de que es susceptible, definir sus límites y su autonomía. Esta posibilidad descriptiva se articula sobre otras, pero no deriva de ellas.
Se ve en particular que el análisis de los enunciados no pretende ser una descripción total, exhaustiva del “lenguaje”, o de “lo que ha sido dicho”. En todo el espesor implicado por las actuaciones verbales, se sitúa a un nivel particular que debe estar separado de los demás, caracterizado frente a ellos, y ser abstracto. En particular, no ocupa el lugar de un análisis lógico de las propocisiones, de un análisis gramatical de las frases, de un análisis psicológico o contextual de las for- mulaciones: constituye otra manera de atacar las actuaciones verbales, de disociar su complejidad, de aislar los términos que en ellas se entrecruzan y localizar las diversas regularidades a las que obedecen. Poniendo en juego el enunciado frente a la frase o la proposición, no se intenta recobrar una totalidad perdida, ni resucitar, como a ello invitan tantas nostalgias que no quieren callar, la plenitud de la palabra viva, la riqueza del verbo, la unidad profunda del logos. El análisis de los enunciados corresponde a un nivel especificado de descripción.
2. El enunciado no es, pues, una unidad elemental que viniera a añadirse o a mezclarse con las unidades descritas por la gramática o la lógica. No puede aislarse lo mismo que una frase, una proposición o un acto de formulación. Describir un enunciado no equivale a aislar y a caracteri183
zar un segmento horizontal, sino a definir las condiciones en que se ha ejercido la función que ha dado una serie de signos (no siempre ésta forzosamente gramatical ni lógicamente estructurada) una existehcia, y una existencia específica. Existencia que la hace aparecer como otra cosa que un puro rastro, sino más bien como relación con un dominio de objetos; como otra cosa que el resultado de una acción o de una operación individual, sino más bien como un juego de posiciones posibles para un sujeto; como otra cosa que el resultado de una acción o de una operación individual, sino más bien como un juego de posiciones posibles para un sujeto; como otra cosa que una totalidad orgánica, autónoma, cerrada sobre sí misma y susceptible por sí sola de formar sentido, sino más bien como un elemento en un campo de coexistencia; como otra cosa que un acontecimiento pasajero o un objeto inerte, sino más bien como una materialidad repetible. La descripción de los enunciados se dirige, de acuerdo con una dimensión en cierto modo vertical, a las condiciones de existencia de los diferentes conjuntos significantes. De ahí una paradoja: esa descripción no trata de rodear las actuaciones verbales para descubrir detrás de ellas o por debajo de su superficie aparente un elemento oculto, un sentido secreto que se encava en ellas o se manifiesta a través de ellas sin decirlo; y sin embargo, el enunciado no es inmediatamente visible; no se da de una manera tan patente como una estructura gramatical o lógica (incluso si ésta no es enteramente clara, incluso si es muy difícil de 184 EL
elucidar) . El enunciado es a la vez no visible y no oculto.
No oculto, por definición, ya que caracteriza las modalidades de existencia propias de un conjunto de signos efectivamente producidos. El anålisis enunciativo no puede jamás ejercerse sino sobre cosas dichas, sobre frases que han sido realmente pronunciadas o escritas, sobre elementos significantes que han sido trazados o articulados, y más precisamente sobre esa singularidad que los hace existir, los ofrece a la mirada, a la lectura, a una reactivación eventual, a mil usos o transformaciones posibles, entre otras cosas, pero no como las otras cosas. No puede concernir sino a actuaciones verbales realizadas, ya que las analiza al nivel de su existencia: descripción de las cosas dichas, en tanto precisamente que han sido »dichas. El análisis enunciativo es, pues, un análisis histórico, pero que se desarrolla fuera de toda interpretación: a las cosas dichas, no les pregunta lo que ocultan, lo que se había dicho en ellas y a pesar de ellas, lo no dicho que cubren, el bullir de pensamientos, de imágenes o de faqtasmas que las habitan, sino, por el contrario, sobre qué modo existen, lo que es para ellas haber sido manifestadas, haber dejado rastros y quizá permanecer ahí, para una reutilización eventual; lo que es para ellas haber aparecido, y ninguna otra en su lugar. Desde este punto de vista, no se reconoce enunciado latente; porque aquello a que nos dirigimos es a lo manifiesto del lenguaje efectivo.
Tesis difícil de sostener. Bien sabido es —y qui-
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zå desde que los hombres hablan— que, con fre• cuencia, se dicen unas cosas por otras; que una misma frase puede tener simultáneamente dos significados distintos; que un sentido manifiesto, admitido sin dificultad por todo el mundo, puede celar otro, esotérico o profético, que un desciframiento más sutil o la sola erosión del tiempo acabarán por descubrir; que bajo una formulación visible, puede reinar otra que la dirija, la empuje, la perturbe, le imponga una articulación que sólo a ella pertenece; en una palabra, que de una manera o de otra, las cosas dichas digan mucho más de lo que en sí son. Pero, de hecho, estos efectos de reduplicación o de desdoblamien• to, ese no dicho que se encuentra dicho a pesar de todo, no afectan al enunciado, al menos como ha sido definido aquí. La polisemia —que autoriza la hermenéutica y la descubre en otro sentido— concierne a la frase y a los campos semánticos que hace actuar: un solo conjunto de palabras puede dar lugar a varios sentidos y a varias construcciones posibles; puede, pues, haber en él, entrelåzados o alternando, significados diversos, pero sobre un zócalo enunciativo que se mantiene idéntico. Igualmente la represión de una actuación verbal por otra, su sustitución o su interferencia, son fenómenos que pertenecen al nivel de la formulación (incluso si inciden sobre las estructuras lingüfsticas o lógicas) ; pero el enunciado mismo es independiente en absoluto de este desdoblamiento o esta represión, ya que es la modalidad de existencia de la actuación verbal tal como ha sido efectuada. El enunciado no puede considerarse 186 EL
como el resultado acumulativo o la cristalización de varios enunciados flotantes, apenas articulados que se rechazan los unos a los otros. El enunciado no estå habitado por la presencia secreta de lo no dicho, de las significaciones ocultas, de las represiones; por el contrario, la manera en que esos elementos ocultos funcionan y en que pueden ser restituidos, depende de la modalidad enunciativa misma: sabido es que lo “no dicho” lo “reprimido”, no es lo mismo —ni en su estructura ni en su efecto— cuando se trata de un enunciado matemático y de un enunciado económico, que cuando se trata de una autobiografía o del relato de un sueño.
Sin embargo, a todas esas modalidades diversas de lo no dicho que pueden localizarse sobre el fondo del campo enunciativo, hay que añadir sin duda una carencia, que en lugar de ser interna sería correlativa a ese campo y desempeñaría un papel en la determinación de su existencia misma. Puede haber, en efecto, y hay siempre sin duda, en las condiciones de emergencia de los enunciados, exclusiones, límites o lagunas que recortan su referencial, dan validez a una sola serie de modalidades, rodean y encierran grupos de coexistencia, e impiden ciertas formas de utilización. Pero no hay que confundir, ni en su estatuto ni en su efecto, la carencia característica de una regularidad enunciativa y las significaciones que se esconden en lo que en ellas se encuentra formulado.
3. Ahora bien, no porque el enunciado no esté escondido ha de ser visible; no se ofrece a la percepción, como portador manifiesto de sus If187
mites y de sus caracteres. Es preciso cierta converSión de la mirada y de la actitud para poder reconocerlo y considerarlo en sí mismo. Quizá es ese demasiado conocido que se esquiva sin cesar; quizá es como esas transparencias familiares que no por no ocultar nada en su espesor, se dan en toda claridad. El nivel enunciativo se esboza en su misma proximidad.
Hay para ello varias razones. La primera se ha expuesto ya: el enunciado no es una unidad marginal —encima o debajo— de las frases o de las proposiciones; estå siempre involucrado en unidades de ese género, o incluso en secuencias de signos que no obedecen a sus leyes (y que pueden ser listas, series al azar, cuadros) • caracteriza no lo que se da en ellas, o la manera en que están delimitadas, sino el hecho mismo de que están dadas, y la manera en que lo están. Posee esa cuasi invisibilidad del “hay”, que se desvanece en aque110 mismo de lo que se puede decir: “hay tal o cual cosa”.
Otra razón es la de que la estructura significante del lenguaje remite siempre a otra cosa; los objetos se encuentran designados en ella; el sentido se apunta en ella; el sujeto está referido en ella por cierto número de signos, aun en el caso de que no se halle presente por sí mismo. El lenguaje parece poblado siempre por lo otro, lo de otro lugar, lo distante, lo lejano; está vaciado por la ausencia. ¿No es el lugar de aparición de otra cosa sino de sí mismo, y en esta función no parece disiparse su propia existencia? Ahora bien, si se quiere describir el nivel enunciativo, hay que
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tomar en consideración esa misma existencia: interrogar al lenguaje, no en la dirección a la cual remite, sino en la dimensión que le da; no hacer caso del poder que tiene de designar, de nombrar, de mostrar, de hacer aparecer, de ser el lugar del sentido o de la verdad, y demorarse, en cambio, sobre el momento —al punto solidificado, al punto prendido en el juego del significante y del significado— que determina su existencia singular y limitada. Se trata de suspender, en el examen del lenguaje, no sólo el punto de vista del significado (ya se ha adquirido la costumbre) sino el del significante, para hacer aparecer el hecho de que, aquí y allá —en relación con dominios de objetos y sujetos posibles, en relación con otras formulaciones y reutilizaciones posibles—, hay lenguaje.
Finalmente, la última razón de esta cuasi invisibilidad del enunciado es la de que está supuesto por todos los demás análisis del lenguaje sin que tengan nunca que ponerlo en evidencia. Para que el lenguaje pueda ser tomado como objeto, descompuesto en niveles distintos, descrito y analizado, es preciso que exista un “dato enunciativo”, que será siempre determinado y no infinito: el análisis de una lengua se efectúa siempre sobre un corpus de palabras y de textos; la interpretación y la actualización de las significaciones implícitas reposan siempre sobre un grupo delimitado de frases; el análisis lógico de un sistema implica en la reescritura, en un lenguaje formal, un conjunto dado de proposiciones. En cuanto al nivel enunciativo, se encuentra cada vez neutralizado, ya se defina únicamente como una muestra representativa que permite liberar estructuras in definidamente aplicables, ya se esquive en unz pura apariencia tras de la cual debe revelarse la verdad de otra palabra, ya valga como una sus tancia indiferente que sirve de soporte a unas re laciones formales. El hecho de ser cada vez indis pensable para que el anål isis pueda realizarse, Ic arrebata toda pertinencia para el análisis mis, mo. Si a ello se agrega que todas estas descripcio nes sólo pueden efectuarse constituyendo ellas mismas conjuntos finitos de enunciados, se com. prenderá a la vez por qué el campo enunciativo las rodea por todas partes, por qué no pueden liberarse de él y por qué no pueden tomarlo directamente como tema. Considerar los enunciados en sí .mismos no será buscar, más allá de todos esos análisis y a un nivel más profundo, cierto secreto o cierta raíz del lenguaje que éstos habrían omitido. Es tratar de hacer visible, y analizable, esa tan próxima transparencia que constituye el elemento de su posibilidad.
Ni ocultò, ni visible, el nivel enunciativo estå en el límite del lenguaje: no hay, en él, un conjunto de caracteres que se darían, incluso de una manera no sistemática, a la experiencia inmediata; pero tampoco hay, detrás de él, el resto enigmático y silencioso que no manifiesta. Define la modalidad de su aparición: su periferia más que su organización interna, su superficie más que su contenido. Pero que se pueda describir esa superficie enunciativa prueba que el “dato” del lenguaje no es el simple desgarramiento de un mutismo fundamental; que las palabras, las frases, las sig-
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nificaciones, las afirmaciones, los encadenamientos de proposiciones, no se adosan directamente a la noche primera de un silencio, sino que la repentina aparición de una frase, el relámpago del sentido, el brusco índice de la designación, surgen siempre en el dominio de ejercicio de una función enunciativa; que entre el lenguaje tal como se lo lee y se lo entiende, pero también ya tal como se lo habla, y la ausencia de toda formulación, no existe el bullir de todas las cosas apenas dichas, de todas las frases en suspenso, de todos los pensamientos a medio verbalizar, de ese monólogo infinito del que sólo emergen algunos fragmentos; pero ante todo —o en todo caso antes que él (porque él depende de ellas) — las condiciones según las cuales se efectúa la función enunciativa. Esto prueba también que es inútil buscar, más allá de los análisis estructurales, formales o interpretativos del lenguaje, un dominio liberado al fin de toda positividad en el que podrían desplegarse la libertad del sujeto, la labor del ser humano o la apertura de un destino trascendental. No hay que objetar, contra los métodos lingüísticos o los análisis lógicos: “¿Y qué hace usted —después de haber dicho tanto sobre sus reglas de construcción— del lenguaje mismo, en la plenitud de su cuerpo vivo? ¿Qué hace usted de esa libertad, o de ese sentido previo a toda significación,’ sin los cuales no habría individuos que se entendiesen unos con otros en el trabajo siempre reasumido del lenguaje? ¿Ignora usted que, no bien franquedados los sistemas finitos que hacen posible el infinito del discurso, pero que son incapaces de
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formularlo y de dar cuenta de él, lo que se encuentra es la señal de una trascendencia, o es la obra del ser humano? ¿Sabe usted que ha descrito únicamente algunos caracteres de un lenguaje cuya emergencia y modo de ser son, para los análisis de usted enteramente irreductibles?” Objeciones que hay que dejar a un lado; porque si bien es cierto que existe en todo ello una dimensión que no pertenece ni a la lógica ni a la lingüística, ésta no significa la trascendencia restaurada, ni el camino abierto de nuevo en dirección al origen inaccesible, ni la constitución por el ser humano de sus propias significaciones. El lenguaje, en la instancia de su aparición y de su modo de ser, es el enunciado; como tal, deriva de una descripción que no es ni trascendental ni antropológica. El análisis enunciativo no prescribe a los análisis lingüístico o lógicos el límite a partir del cual la intensidad de su aparición y de su modo de ser, deberían renunciar y reconocer su impotencia; no marca la línea que cierra su dominio: se despliega en otra dirección que los cruza. La posibilidad de un análisis enunciativo debe permitir, de estar establecida, levantar el tipo trascendental que cierta forma de discurso filosófico opone a todos los análisis del lenguaje, en nombre del ser de ese lenguaje y del fundamento en el que deberían originarse.
Debo ahora volver mi atención al segundo grupo de preguntas: ¿Cómo puede ajustarse la descripción 192
de los enunciados, así definida, al análisis de las formaciones discursivas, cuyos principios he apuntado más arriba? E inversamente: ¿en qué medida se puede decir que el análisis de las formaciones discursivas es realmente una descripción de los enunciados, en el sentido que acabo de dar a esta palabra? Es importante dar respuesta a esta interrogación, porque es en este punto donde debe cerrar su círculo la empresa a la que me encuentro ligado desde hace tantos años, que desarrollé de una manera medianamente ciega, pero cuyo perfil de conjunto trato de volver a captar ahora, a reserva de reajustarla, a reserva de rectificar no pocos errores o no pocas imprudencias. Ya se ha podido verlo: no trato de decir aquí lo que he querido hacer en otro tiempo en tal o cual análisis concreto, el proyecto que tenía formado, los obstáculos con que he topado, los abandonos a que me he visto obligado, los resultados más o menos satisfactorins que haya podido obtener; no describo una trayectoria efectiva para indicar lo que ésta hubiera debido ser y lo que será a partir
de hoy: trato de elucidar en si misma —a fin de adoptar sus medidas y establecer sus exigencias—
una posibilidad de descripción que he utilizado sin conocer bien sus compulsiones y sus recursos; más que investigar lo que he dicho, y lo que hubiese podido decir, me esfuerzo en hacer que aparezca, en la regularidad que le es propia y que yo dominaba mal, lo que hacía que fuese posible aquello que yo decía. Pero se ve también que yo no desarrollo aqui una teoría en el sentido estricto y riguroso del término: la deducción, a partir
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de cierto número de axiomas, de un modelo abs tracto aplicable a un número indefinido de des cripciones empíricas. De tal edificio, si es que al guna vez sea posible, no ha llegado ciertamente el tiempo. Yo no infiero el análisis de las formas ciones discursivas de una definición de los enun ciados que valdría como fundamento; no infiero tampoco la naturaleza de los enunciados de lo que son las formaciones discursivas, tales como han podido abstraerse de tal o cual descripción; pero trato de mostrar cómo puede organizarse, sin fa lla, sin contradicción, sin arbitrariedad interna un dominio del cual se encuentran sometidos a discusión los enunciados, su principio de agrupa mientos, ‘las grandes unidades históricas que pue den constituir, y los. métodos que permiten des
cribitlas. Yo no procedo por deducción lineal, sino más bien por círculos concéntricos, y voy tan pron. to hacia los más exteriores, tan pronto hacia los riiås• interioreS: habiendo partido del problema de la discontinuidad en el discurso y de la singu•
latidad del enunciado (tema central) , he tratado de analizar, en la periferia, ciertas formas de agru pamientos enigmáticos; pero los principios de uni ficación que se me ocurrieron entonces, y que no son ni gramaticales, ni lógicos, ni psicológicos, y que por consiguiente no pueden apoyarse ni so-
bre frases, ni sobre proposiciones, ni sobre repre• sentaciones, me han exigido volver, hacia el centro, a este problema del enunciado, y que trate de elucidar lo que por enunciado hay que entender. Y consideraré, no que haya construido un modelo teórico riguroso, sino que he liberado un dominio
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coherente de descripción, que, si no he establecido el modelo, al menos he abierto y dispuesto la posibilidad, si he podido “cerrar el círculo” y mostrar que el análisis de las formaciones discursivas se centra realmente sobre una descripción del enunciado en su especificidad; en suma, si he podido mostrar que son realmente las dimensiones propias del enunciado las que entran en juego en la localización de las formaciones discursivas. Más que fundar en derecho una teoría —y antes de poder hacerlo eventualmente (no niego que lamento no haberlo conseguido aún) —, se trata, de momento, de establecer una posibilidad.
Al examinar el enunciado, lo que se ha descubierto es una función que se apoya sobre conjuntos de signos, que no se identifica ni con la “aceptabilidad” gramatical ni con la corrección lógica, y que requiere, para ejercerse: un referencial (que no es exactamente un hecho, un estado de cosas, ni aun siquiera un objeto, sino un principio de diferenciación) ; un sujeto (no la conciencia parlante, no el autor de la formulación, sino una posición que puede ser ocupada, en ciertas condiciones, por individuos diferentes) ; un campo asociado (que no es el contexto real de la formulación, la situación en que ha sido articulada, sino un dominio de coexistencia para otros enunciados) ; una materialidad (que no es únicamente la sustancia o el soporte de la articulación sino un estatuto, unas reglas de transcripción, unas posibilidades de uso o de reutilización) . Ahora bien, lo que se ha descrito con el nombre de formación discursiva son en sentido
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estricto grupos de enunciados. Es decir, conjuntos de actuaciones verbales que no están ligadas entre sí al nivel de las frases por lazos gramaticales (sintácticos o semánticos) ; que no están ligadas en, tre sí, al nivel de las proposiciones por lazos lógi cos (de coherencia formal o de encadenamient(l conceptuales) ; que no están ligadas tampoco al ni vel de las formulaciones por lazos psicológicos (yz sea la identidad de las formas de conciencia, lz constancia de las mentalidades, o la repetición dc un proyecto) ; pero que están ligadas al nivel d’ los enunciados. Lo cual implica que se pueda de finir el régimen general al que obedecen sus ob jetos, la forma de dispersión a que se ajusta regu larmente aquello de que hablan, el sistema de su: referenciales; lo cual implica que se defina el ré gimen general al que obedecen los diferentes mo dos de enunciación, la distribución posible de las situaciones subjetivas y el sistema que las define y las prescribe; lo cual implica todavía que se defina el régimen común a todos sus dominios asociados las formas de sucesión, de simultaneidad, de repeti ción de que son todos susceptibles, y el sistema que liga entre ellos todos esos campos de coexis tencia; lo cual implica, en fin, que se pueda de finir el régimen general al que está sometido e estatuto de esos enunciados, la manera en que es tán institucionalizados, recibidos, empleados, reu tilizados, combinados entre sí, el modo según el cual se convierten en objetos de apropiación, en instrumentos para el deseo o el interés, en ele mentos para una estrategia. Describir unos enut: 196
ciados, describir la función enunciativa de que son portadores, analizar las condiciones en que se ejerce esta función, recorrer los diferentes dominios que supone y la manera en que se articulan es acometer la tarea de sacar a la luz lo que podrá individualizarse como formación discursiva. O también, lo cual viene a ser lo mismo, pero en la dirección inversa: la formación discursiva es el sistema enunciativo general al que obedece un grupo de actuaciones verbales, sistema que no es el único que lo rige, ya que obedece además, y según sus otras dimensiones, a unos sistemas lógico, lingüístico, psicológico. Lo que ha sido de- finido como “formación discursiva” escande el plan general de las cosas dichas al nivel específico de los enunciados. Las cuatro direcciones en las cuales se le analiza (formación de los objetos, for. mación de las posiciones subjetivas, formación de los conceptos, formación de las elecciones estraté- gicas) corresponden a los cuatro dominios en que se ejerce la función enunciativa. Y si las formaciones discursivas son libres en relación con las grandes unidades retóricas del texto o del libro, si no tienen por ley el rigor de una arquitectura deductiva, si no se identifican con la obra de un autor, es porque ponen en juego el nivel enunciativo con las regularidades que lo caracterizan, y no el nivel gramatical de las frases, o el lógico de las proposiciones, o el psicológico de la formulación.
A partir de ahí, es posible adelantar cierto número de proposiciones que están en el corazón de todos esos análisis.
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l . Se puede decir que la localización de las formaciones discursivas, independientemente de los demás principios de unificación posible, saca a la luz el nivel específico del enunciado; pero se pue. de decir igualmente que la descripción de los enunciados y de la manera en que se organiza el nivel enunciativo conduce a la individualización de las formaciones discursivas. Las dos operaciones son igualmente justificables y reversibles. El análisis del enunciado y el de la formación se hallan establecidos correlativamente. Cuando al fin llegue el día de fundar la teoría, será preciso definir un orden deductivo.
2. Un enunciado pertenece a una formación discursiva, como una frase pertenece a un texto, y una proposición a un conjunto deductivo. Pero mientras la regularidad de una frase está definida por las leyes de una lengua, y la de una proposición por las leyes de una lógica, la regularidad de los enunciados está definida por la misma formación discursiva. Su dependencia y su ley no son más que una sola cosa; lo cual no es paradójico, ya que la formación discursiva se caracteriza, no por unos principios de construcción, sino por una dispersión de hecho, ya que es para los enunciados, no una condición de posibilidad, sino una ley de coexistencia, . y ya que los enunciados, en cambio, no son elementos intercambiables, sino conjuntos caracterizados por su modalidad de existencia.
3. Se puede, pues, ahora dar un sentido pleno a la definición del “discurso” que se sugirió más
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arriba. Se llamará discurso un conjunto de enunciados en tanto que dependan de la misma formación discursiva; no forma una unidad retórica o formal, indefinidamente repetible y cuya aparición o utilización en la historia podría señalarse (y explicarse llegado el caso) ; está constituido por un número limitado de enunciados para los cuales puede definirse un conjunto de condiciones de existencia. El discurso entendido así no es una for- ma ideal e intemporal que tuviese además una historia; el problema no consiste, pues, en preguntarse, cómo y por qué ha podido emerger y tomar cuerpo en este punto del tiempo; es, de parte a parte, histórico: fragmento de historia, unidad y discontinuidad en la historia misma, planteando el problema de sus propios límites, de sus cortes, de sus transformaciones, de los modos específicos de su temporalidad, más que de su surgir repentino en medio de las complicidades del tiempo.
4. En fin, lo que se llama “práctica discursiva” puede ser precisado ahora. No se la puede confundir con la operación expresiva por la cual un individuo formula una idea, un deseo, una imagen; ni con la actividad racional que puede ser puesta en obra en un sistema de inferencia; ni con la “competencia” de un sujeto parlante cuando construye frases gramaticales; es un conjunto de reglas anónimas, históricas, siempre determinadas en el tiempo y el espacio que han definido en una época dada, y para un área social, económica, geográfica o lingüística dada, las condiciones de ejercicio de la función enunciativa.
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Cúmpleme ahora voltear el análisis y, después de haber referido las formaciones discursivas a los enunciados que describen, buscar en otra direc ción, hacia el exterior esta vez, el uso legítimo de esas nociones; lo que se puede descubrir a través de ellas, cómo pueden situarse entre otros métodos de descripción, en qué medida pueden modificar y redistribuir el dominio de la historia de las ideas. Pero antes de efectuar esta inversión y para realizarla con más seguridad, me demoraré
todavía un poco en la dimensión que acabo de explorar, y trataré de precisar lo que exige y lo que excluye el análisis del campo enunciativo y de las formaciones que lo escanden.
RAREZA, EXTERIORIDAD,
ACUMULACIóN
El análisis enunciativo toma en consideración un efecto de la rareza.
La mayoría del tiempo, el análisis del discurso está colocado bajo el doble signo de la totalidad y de la plétora. Muéstrase cómo los diferentes textos con que se trabaja remiten los unos a los otros, se organizan en una figura única, entran en convergencia con instituciones y prácticas, y entrañan significaciones que pueden ser comunes a toda una época. Cada elemento tomado en consideración se admite como la expresión de una totalidad a la que pertenece y lo rebasa. Y así se sustituye la di- versidad de las cosas dichas por una especie de gran texto uniforme, jamás articulado hasta entonces y que saca por primera vez a la luz lo que los hombres habían “querido decir”, no sólo en sus palabras y sus textos, en sus discursos y sus escritos, sino en las instituciones, las prácti• cas, las técnicas y los objetos que producen. En relación con ese “sentido” implícito, soberano y solidario, los enunciados, en su proliferación, aparecen en superabundancia, ya que es a él solo al que se refieren todos, siendo el que cons-
tituye la verdad de todos: plétora de los elementos significantes en relación con ese significado
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único. Pero, ya que ese sentido primero y último brota a través de las formulaciones manifiestas, ya que se esconde bajo lo que aparece y que secretamente lo desdobla, es, pues, que cada discurso ocultaba el poder de decir otra cosa de lo que decía y de envolver así una pluralidad de sentidos: plétora del significado en relación con un significante único. Estudiado así, el discurso es a la vez plenitud y riqueŽa indefinida.
El análisis de los enunciados y de las formaciones discursivas abre una dirección por completo opuesta: quiere determinar el principio según el cual han podido aparecer los únicos con• juntos significantes que han sido enunciados. Trata de establecer una ley de rareza, tarea ésta que comporta varios aspectos:
—Reposa sobre el principio de que jamás se ha dicho todo; en relación con Io que hubiera podido
ser enunciado en una lengua natural, en relación con la combinación ilimitada de los elementos lingüisticos, los enunciados (por numerosos que sean) se hallan siempre en déficit; a partir de la gramática y del acervo de vocabulario de que se dispone en una época determinada, no son en total, sino relativamente pocas cosas, las dichas. Se va, pues, a buscar el principio de rarefacción o al menos de no renovación de elementos del campo de las formulaciones posibles tal como lo presenta y abre el lenguaje. La formación discursiva aparece a la vez como principio de escansión en el entrecruzamiento de los discursos y principio de vacuidad en el campo del lenguaje.
—Se estudian los enunciados en el limite que los
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separa de Io que no se ha dicho, en la instoncia que lo hace surgir con exclusión de todos los demás. No se trata de hacer que hable el mutismo que los rodea, ni de recobrar todo lo que, en ellos y al lado de ellos, había callado o había sido reducido al silencio. Tampoco se trata de estudiar los obstáculos que impidieron tal descubrimiento, que retuvieron tal formulación, que reprimieron tal forma de enunciación, tal significación inconsciente o tal racionalidad, o tal racionalidad en proceso de devenir; sino de definir un sistema limitado de presencias. La formación discursiva no es, pues, una totalidad en des. arrollo, con su dinamismo propio o su inercia particular, que arrastre consigo en un discurso no formulado lo que ya no dice, lo que no dice aún o lo que la contradice en el instante; no es una rica y dificil germinación, es una repartición de lenguas, de vacios, de ausencias, de limites, de recortes.
—Sin embargo, no se vinculan esas “exclusiones” a una represión; no se supone que por debajo de los enunciados manifiestos permanezca algo oculto y se mantenga subyacente. Se analizan los enunciados, no como si estuvieran en el lugar de otros enunciados caídos por bajo de la Ifnea de emergencia posible, sino como ocupando siempre su lugar propio. Se los reinstala en un espacio que se supone desplegado por entero y que no comporta ninguna reduplicación. No hay texto debajo. Por lo tanto, ninguna plétora. El dominio enunciativo está todo entero en su propia superficie. Cada enunciado ocupa en ella un lugar que sólo a él pertenece. Asf, la descripción no consiste, a propósito de un enunciado, en encontrar de qué no-dicho ocupa el lugar, ni cómo puede reducfrsele a un texto silencioso y común, sino, por el contrario, qué asiento singular ocu-
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pa, qué empalmes en el sistema de las formaciones permiten localizarlo y cómo se aísla en la dispersión general de los enunciados.
—Esta rareza de los enunciados, la forma llena de lagunas y de mellas del campo enunciativo, el hecho de que pocas cosas, en total, pueden ser di. chas, explican que los enunciados no sean, como el aire que respiramos, una transparencia infinita, cosas que se trasmiten y se conservan, que tienen un valor y que tratamos de apropiarnos; cosas para las cuales se disponen circuitos preestablecidos y a las que se confiere estatuto en la institución; cosas que desdoblamos, no sólo por medio de la copia o la traducción, sino por la exégesis, el comentario y la proliferación interna del sentido. Porque los enunciados son raros, se los recoge en totalidades que los unifican, y se multiplican los sentidos que ha. bitan cada uno de ellos.
A diferencia de todas estas interpretaciones, cuya existencia misma es sólo posible por la ra, reza efectiva de los enunciados, pero que la desconocen, sin embargo, y toman, por el contrario, como tema la compacta riqueza de lo que está dicho, el análisis de las formaciones discursivas se vuelve hacia esa misma rareza, a la que toma por objeto explícito y trata de determinar su sistema singular, y a la vez, da cuenta de que ha podido haber en ella interpretación. Interpretar, es una manera de reaccionar a la pobreza enunciativa y de compensarla por la multiplicación del sentido; una manera de hablar a partir de ella y a pesar de ella. Pero analizar una formación discursiva es buscar la ley de esa pobreza, 204
es tomar su medida y determinar su forma específica. Es, pues, en un sentido, pesar el “valor” de los enunciados. Valor que no está definido por su verdad, que no está aforado por la presencia de un contenido secreto, sino que caracteriza el
lugar de los enunciados, la capacidad de circu lación y de intercambio de éstos, asf como su posibilidad de transformación, no sólo en la economía de los discursos, sino en la administración, en general, de los recursos raros. Concebido así, el discurso deja de ser lo que es para la actitud exegética: tesoro inagotable de donde siempre se pueden sacar nuevas riquezas, y cada vez imprevisibles; providencia que ha hablado siem• pre por adelantado, y que deja oír, cuando se sabe escuchar, oráculos retrospectivos: aparece como un bien —finito, limitado, deseable, útil— que tiene sus reglas de aparición, pero también sus condiciones de apropiación y de empleo; un bien que plantea, por consiguiente, desde su existencia (y no simplemente en sus “aplicaciones prácticas”) la cuestión del poder; un bien que es, por naturaleza, el objeto de una lucha, y de una lucha política.
Otro rasgo característico: el análisis de los enunciados los trata en la forma sistemåtica de la exterioridad. Habitualmente, la descripción histórica de las cosas dichas está por entero atravesada por la oposición del interior y del exterior, y por entero ajustada al imperativo de vol. ver de esa exterioridad —que no sería otra cosa que contingencia o pura necesidad material, cuerpo visible o traducción incierta— hacia el nú-
cleo esencial de la interioridad. Emprender la historia de lo que ha sido dicho es entonces re hacer en otro sentido el trabajo de la expresión: remontarse desde los enunciados conservados al hilo del tiempo y dispersados a través del espa
cio, hacia ese secreto interior de que los ha pre cedido, que se ha depositado en ellos y que en ellos se encuentra (en todos los sentidos del término) traicionado. Así se encuentra liberado el núcleo de la subjetividad fundadora. Subje tividad que permanece siempre en segundo tér mino en relación con la historia manifiesta, y que encuentra, por debajo de los acontecimien tos, otra historia, más seria, más secreta, más fundamental, más próxima al origen, mejor li gada con su horizonte último (y por consiguien te, más dueña de todas sus determinaciones) . A esa otra historia, que corre por debajo de la historia, que se adelanta sin cesar a ella y recogo indefinidamente el pasado, se la puede describir muy bien —de un modo sociológico y psicológi co— como la evolución de las mentalidades; se le puede conceder muy bien un estatuto filosó fico en la recolección del Logos o la teleología de la razón; se puede muy bien, en fin, empren der la tarea de purificarla en la problemática de un rastro que sería, antes de toda palabra, aper tura de la inscripción y desviación del tiempo diferido. Es siempre el tema histórico-trascenden tal que vuelve a ponerse en juego.
Tema cuyo análisis enunciativo trata de li berarse. Para restituir los enunciados a su pura dispersión. Para analizarlos en una exterioridad 206 Y EL
sin duda paradójica, ya que no remite a ninguna forma adversa de interioridad. Para considerarlos en su discontinuidad, sin tener que referirlos —por medio de uno de esos desplazamientos que los ponen fuera de circuito y los vuelven inesenciales—, a una abertura o a una diferencia más fundamental. Para volver a captar su misma irrupción, en el lugar y en el momento en que se ha producido. Para volver a encontrar su incidencia de acontecimiento. Sin duda, más que de exterioridad sería mejor hablar de “neutralidad”; pero esta misma palabra remite demasiado fácilmente a un suspenso de creencia, a un desvanecimiento o a una colocación entre paréntesis de toda posición de existencia, cuando de lo que se trata es de volver a encontrar ese exterior en el que se reparten, en su relativa rareza, en su vecindad llena de lagunas, en su espacio desplegado, los acontecimientos enunciativos.
—Esta tarea supone que el campo de los enunciados no se describa como una “traducción” de operaciones o de procesos que se desarrollen en otro Iugar (en el pensamiento de los hombres, en su con. ciencia o en su inconsciente, en la esfera de las constituciones trascendentales), sino que se acepte, en su modestia empírica, como el lugar de acontecimientos, de regularidades, de entradas en relación, de modificaciones determinadas, de transformaciones sistemáticas; en suma, que se le trate no como resultado o rastro de otra cosa, sino como un dominio práctico que es autónomo (aunque dependiente) y 207
que se puede describir a su propio nivel (aunque haya que articularlo sobre otra cosa fuera de él).
—Supone también que ese dominio enunciativo no esté referido ni a un sujeto individual, ni a algo asf como una conciencia colectiva, ni a una subjeti. vidad trascendental, sino que se le describa como un campo anónimo cuya configuración define el lugaz posible de los sujetos parlantes. No se deben situal ya los enunciados en relación con una subjetividad soberana, sino reconocer en las diferentes formas la subjetividad parlante efectos propios del campo enunciativo.
—Supone, por consiguiente, que en sus transfor. maciones, en sus series sucesivas, en sus derivaciones el campo de los enunciados no obedece a la tempora. lidad de la conciencia como a su modelo necesario No hay que esperar —al menos a ese nivel y en esa forma de descripción— poder escribir una historia de las cosas dichas que fuese, con pleno derecho, a la vez en su forma, en su regularidad, y en su natura leza, la historia de una conciencia individual o anó nima, de un proyecto, de un sistema de intenciones de un conjunto de propósitos. El tiempo de los dis cursos no es la traducción, en una cronología visi ble, del tiempo oscuro del pensamiento.
El análisis de los enunciados se efectúa, pues sin referencia a un cogito. No plantea la cuestiól del que habla, bien se manifieste o se oculte e: lo que dice, bien ejerza, al tomar la palabra, su libertad soberana, o bien se someta sin saberlo a compulsiones que percibe mal. Se sitúa este análisis, de hecho, al nivel del “se dice”, y por ello no se debe entender una especie de opinión 208
común, de representación colectiva que se impusiera a todo individuo; no se debe entender una gran voz anónima que hablase necesariamente a través de los discursos de cada cual, sino el conjunto de las cosas dichas, las relaciones, las regularidades y las transformaciones que pueden observarse en ellos, el dominio del que ciertas figuras, del que ciertos entrecruzamientos indican el lugar singular de un sujeto parlante y pueden recibir el nombre de un autor. “No im. porta quién habla”, sino que, lo que dice, no lo dice de no importa dónde. Está enredado necesariamente en el juego de una exterioridad.
Tercer rasgo del análisis enunciativo: el de dirigirse a formas específicas de acumulación que no pueden identificarse ni con una interiorización en la forma del recuerdo ni con una totalización indiferente de los documentos. De ordinario, cuando se analizan discursos ya efectuados, se los considera como adolecientes de una inercia esencial: el azar los ha conservado, o el cuidado de los hombres y las ilusiones que han podido hacerse en cuanto al valor y la inmortal dignidad de sus palabras; pero no son en adelante otra cosa que grafismos amontonados bajo el polvo de las bibliotecas, y que duermen un sueño hacia el cual no han cesado de deslizarse desde que fueron pronunciados, desde que fueron olvidados y su efecto visible se perdió en el tiempo. Todo lo más, son susceptibles de volver a ser afortunadamente considerados en los hallazgos de la lectura; todo lo más puede encontrarse que son portadores de las marcas que remiten a la 209
instancia de su enunciación; todo lo más esas marcas, una vez descifradas, pueden liberar, por medio de una especie de memoria que atraviesa los tiempos, significaciones, pensamientos, deseos, fantasmas sepultados. Estos cuatro términos: lectura — rastro — desciframiento — memoria (sea cualquiera el privilegio que se atribuya a tal o cual, y sea cualquiera la eitensión metafórica que se le conceda y que le permita volver a tomar en cuenta a los otros tres) definen el sistema que permite, con el hábito, arrancar el discurso pa• sado a su inercia y volver a encontrar, por un instante, algo de su vivacidad perdida.
Ahora bien, lo que corresponde al análisis enunciativo no es despertar a los textos de su sueño actual para volver a encontrar, por encantamiento, las marcas todavía legibles en su superficie, el relámpago de su nacimiento; de lo que se trata, por el contrario, es de seguirlos a lo largo de su sueño, o más bien de recoger los temas anejos del sueño, del olvido, del origen perdido, y buscar qué modo de existencia puede caracterizar a los enunciados independientemente de su enunciación, en el espesor del tiempo en que subsisten, en que están conservados, en que están reactivados y utilizados, en que son también, pero no por un destino originario, olvidados, y hasta eventualmente destruidos.
—Este análisis supone que los enunciados sean considerados en la remanencia que les es propia y que no es la de la remisión siempre actualizable al acontecimiento pasado de la formulación. Decir que los
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enunciados son remanentes, no es decir que permanezcan en el campo de la memoria o que se pueda volver a encontrar Io que querfan decir; lo que quie re decir es que están conservados gracias a cierto número de soportes y de técnicas materiales (de los que el libro no es, se entiende, más que un ejemplo), según ciertos tipos de instituciones (entre muchas otras, la biblioteca), y con ciertas modalidades, estatutarias (que no son las mismas si se trata de un texto religioso, de un reglamento de derecho o de una verdad científica). Esto quiere decir también que figuran en técnicas que los aplican, en prácticas que derivan de ellas, en relaciones sociales que se han constituido, o modificado a través de ellas. Esto quiere decir, en fin; que las cosas no tienen ya del todo el mismo modo de existencia, el mismo sistema de relaciones con lo que las rodea, los mismos esquemas de uso, las mismas posibilidades de transformación después que han sido dichas. Lejos de que ese mantenimiento a través del tiempo sea la prolongación accidental o afortunada de una existencia hecha para pasar con cl instante, la remanencia pertenece con pleno derecho al enunciado; el olvido y la destrucción, no son, en cierto modo, sino el grado cero de esta remanencia. Y sobre el fondo que constituye pueden desplegarse los juegos de la memoria y del recuerdo.
—Este análisis supone igualmente que se traten los enunciados en la forma de aditividad que les es especifica. En efecto, los tipos de agrupamiento entre enunciados sucesivos no son en todas partes los mismos y no proceden jamás por simple amontonamiento o yuxtaposición de elementos sucesivos. Los enunciados matemáticos no se adicionan entre sí como los textos religiosos o las actas de jurisprudencia (tienen unos y otros una manera especifica de
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componerse, de anularse, de excluirse, de complementarse, de formar grupos más o menos indisociables y dotados de propiedades singulares). Además, estas formas de aditividad no son dadas de una vez para siempre, y para una categoría determinada de enunciados: las observaciones médicas de hoy forman un corpus que no obedece a las mismas leyes de com. posición que la recopilación de los casos en el siglo XVIII; las matemáticas modernas no acumulan sus enunciados según el mismo modelo que la geometría de Euclides.
—El análisis enunciativo supone en fin que se tomen en consideración los fenómenos de recurrencia. Todo enunciado comporta un campo de elementos antecedentes con relación a los cuales se sitúa, pero que tiene el poder de reorganizar y de redistribuir según relaciones nuevas. Se constituye su pasado, define, en Io que le precede, su propia afiliación, redibuja lo que Io hace posible o necesario, excluye lo que no puede ser compatible con él. Y este pasado enunciativo lo establece como verdad adquirida, como un acontecimiento que se ha producido, como una forma que se puede modificar, como una materia que hay que transformar, o aun como un objeto del que se puede hablar, etc. En relación con todas estas posibilidades de recurrencia, la memoria y el olvido, el redescubrimiento del sentido o su represión, lejos de ser leyes fundamentales, no son más que figuras singulares.
La descripción de los enunciados y de las formaciones discursivas debe, pues, liberarse de la imagen tan frecuente y tan obstinada del retorno. No pretende volver, por encima de un tiempo que no sería sino caída, latencia, olvido, re212
cuperación o vagabundeo, al momento fundador en que la palabra no estaba todavía comprometida en ninguna materialidad, no estaba destinada a ninguna persistencia, y en que se retenía en la dimensión no determinada de la apertura. No trata de constituir para lo ya dicho el instante paradójico del segundo nacimiento; no invoca una aurora a punto de tornar. Por el contrario, trata los enunciados en el espesor de acumulación en que son tomados y que no cesan, sin embargo, de modificar, de inquietar, de trastornar y a veces de arruinar.
Describir un conjunto de enunciados no como la totalidad cerrada y pletórica de una significación, sino como una figura llena de lagunas y de recortes; describir un conjunto de enunciados no en referencia a la interioridad de una intención, de un pensamiento o de un sujeto, sino según la dispersión de una exterioridad; describir un conjunto de enunciados, no para volver a encontrar en ellos el momento o el rastro del origen, sino las formas específicas de una acumulación, no es ciertamente poner al día una interpretación, descubrir un fundamento, liberar actos constituyentes; tampoco es decidir en cuanto a una racionalidad o recorrer una teleología. Es establecer lo que yo me siento inclinado a llamar una positividad. Analizar una formación discursiva, es, pues, tratar un conjunto de actuaciones verbales al nivel de los enunciados y de la forma de positividad que los caracteriza; o, más brevemente, es definir el tipo de positividad de un discurso. Si, sustituyendo por el análisis de la rareza 213
la búsqueda de las totalidades, por la descripción de las relaciones de exterioridad el tema del fundamento trascendental, por el análisis de la acumulaciones la búsqueda del origen, se es positivista, yo soy un positivista afortunado, no me cuesta trabajo concederlo. Y, con ello, no me arrepiento de haber empleado, varias veces (aunque de una manera todavía un poco a ciegas) , el término de positividad para designar de lejos la madeja que trataba de desenredar.
EL APRIORI HISTóRICO Y
EL ARCHIVO
La positividad de un discurso —como el de la historia natural, de la economía política, o de la medicina clínica— caracteriza su unidad a través del tiempo, y mucho más allá de las obras individuales, de los libros y de los textos. Esta unidad no permite -ciertamente decidir quién ha dicho la verdad, quién ha razonado rigurosamente, quién se ha conformado mejor con sus propios postulados, entre Linneo o Buffon, Quesnay o Turgot, Broussais o Bichat; no permite tampoco decir cuál de esas obras estaba más próxima a un destino primero, o último, cuál formularía más radicalmente el proyecto general de una ciencia. Pero lo que permite poner en claro es la medida en que Buffon y Linneo (o Turgot y Quesnay, Broussais y Bichat) hablaban de “la misma cosa”, colocándose al “mismo nivel” o a “la misma distancia”, desplegando “el mismo campo conceptual”, oponiéndose sobre “el mismo campo de batalla”; y pone de manifiesto, en cambio, por qué no se puede decir que Darwin hable de la misma cosa que Diderot, que Laennec sea el continuador de Van Swieten, o que Jevons responda a los fisiócratas. Define un espacio limitado de comunicación. Espacio relativamente restringido ya que 215
está lejos de tener la amplitud de una ciencia considerada en todo su devenir histórico, desde su más remoto origen hasta su punto actual de realización; pero espacio más extendido, sin em• bargo, que el juego de las influencias que ha podido ejercerse de un autor a otro, o que el dominio de las polémicas explícitas. Las obras diferentes, los libros dispersos, toda esa masa de textos que pertenecen a una misma formación discursiva —y tantos autores que se conocen y se ignoran, se critican, se invalidan los unos a los otros, se despojan, coinciden, sin saberlo y entrecruzan• do obstinadamente sus discursos singulares en una trama de la que no son dueños, cuya totalidad no perciben y cuya amplitud miden mal—, todas esas figuras y esas individualidades diversas no comunican únicamente por el encadenamiento lógico de las proposiciones que aventuran, ni por la recurrencia de los temas, ni por la terquedad de una significación trasmitida, olvidada, redescubierta; comunican por la forma de positividad de su discurso. O más exactamente, esta forma de positividad (y las condiciones de ejercicio de la función enunciativa) define un campo en el que pueden eventualmente desplegarse identidades formales, continuidades temáticas, traslaciones de conceptos, juegos polémicos. Así, la positividad desempeña el papel de lo que podría llamarse un apriori histórico.
Yuxtapuestos esos dos términos hacen un efecto un tanto detonante; entiendo designar con ello un aPriori que sería no condición de validez para unos juicios, sino condición de realidad para unos
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enunciados. No se trata de descubrir lo que podría legitimar una aserción, sino de liberar las condiciones de emergencia de los enunciados, la ley de su coexistencia con otros, la forma específica de su modo de ser, los principios según los cuales subsisten, se transforman y desaparecen. Un apriori, no de verdades que podrían no ser jamás dichas, ni realmente dadas a la experiencia, sino de una historia que está dada, ya que es la de las cosas efectivamente dichas. La razón de utilizar este término un poco bárbaro, es que este apriori debe dar cuenta de los enunciados en su dispersión, en todas las grietas abiertas por su no coherencia, en su encaballamiento y su remplazamiento recíproco, en su simultaneidad que no es unificable y en su sucesión que no es deductible; en suma, ha de dar cienta del hecho de que el discurso no tiene únicamente un sentido o una verdad, sino una historia, y una historia específica que no lo lleva a depender de las leyes de un devenir ajeno. Debe mostrar, por ejemplo, que la historia de la gramática no es la proyección en el campo del lenguaje y de sus problemas de una historia que fuese, en general, la de la razón o de una mentalidad, de una historia, en todo caso, que compartiría con la medicina, la mecánica o la teología; pero que comporta un tipo de historia —una forma de dispersión en el tiempo, un modo de sucesión, de estabilidad y de reactivación, una velocidad de desarrollo o de rotación. que le es propia, aun si no carece de relación con otros tipos de historia. Además, este apriori no escapa a la historicidad: no constituye, por encima 217
de los acontecimientos, y en un cielo que estuvie• se inmóvil, una estructura intemporal; se define como el conjunto de las reglas que caracterizan una práctica discursiva: ahora bien, estas reglas no se imponen desde el exterior a los elementos que relacionan; están comprometidas en aquello mismo que ligan; y si no se modifican con el menor de ellos, los modifican, y se transforman con ellos en ciertos umbrales decisivos. El apriori de las positividades no es solamente el sistema de una dispersión temporal; él mismo es un conjunto transformable.
Frente a unos apriori formales cuya jurisdicción se extiende sin contingencia, es una figura puramente empírica; pero, por otra parte, ya que permite captar los discursos en la ley de su devenir efectivo, debe poder dar cuenta del hecho de que tal discurso, en un momento dado, pueda acoger y utilizar, o por el contrario excluir, olvidar o desconocer, tal o cual estructura formal. No puede dar cuenta (por algo así como una génesis psicológica o cultural) de unos apriori formales; pero permite comprender cómo los apriori formales pueden tener en la historia puntos de enganche, lugares de inserción, de irrupción o de emergencia, dominios u ocasiones de empleo, y comprender cómo esta historia puede ser no contingencia absolutamente extrínseca, no necesidad de la forma que despliega su dialéctica propia, sino regularidad específica. Nada, pues, seria más grato, pero más inexacto, que concebir este apriori histórico como un apriori formal que estuviese, además, dotado de una historia: gran figura in-
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móvil y vacía que surgiese un día en la superficie del tiempo, que hiciese valer sobre el pensamiento de los hombres una tiranía a la que nadie podría escapar, y que luego desapareciese de golpe en un eclipse al que ningún acontecimiento hubiese precedido: trascendental sincopado, juego de formas parpadeantes. El apriori formal y al apriori histórico no son ni del mismo nivel ni de la misma naturaleza: si se cruzan, es porque ocupan dos dimensiones diferentes.
El dominio de los enunciados articulados asf según apriori históricos, caracterizado así por diferentes tipos de positividad, y escandido por formaciones discursivas, no tiene ya ese aspecto de llanura monótona e indefinidamente prolongada que yo le atribuía al principio cuando hablaba de “la superficie de los discursos”; igualmente deja de aparecer como el elemento inerte, liso y neutro adonde vienen a aflorar, cada uno según su propio impulso, o empujados por alguna dinámica oscura, temas, ideas, conceptos, conocimientos. Se trata ahora de un volumen complejo, en el que se diferencian regiones heterogéneas, y en el que se despliegan, según unas reglas específicas, unas prácticas que no pueden superponerse. En lugar de ver alinearse, sobre el gran libro mítico de la historia, palabras que traducen en caracteres visibles pensamientos constituidos antes y en otra parte, se tiene, en el espesor de las prácticas discursivas, sistemas que instauran los enunciados como acontecimientos (con sus condiciones y su dominio de aparición) y cosas (comportando su posibilidad y su campo de utilización) . Son to219
dos esos sistemas de enunciados (acontecimientos por una parte, y cosas por otra) los que propongo llamar archivo.
Por este término, no entiendo la suma de todos los textos que una cultura ha guardado en su poder como documentos de su propio pasado, o como testimonio de su identidad mantenida; no entiendo tampoco por él las instituciones que, en una sociedad determinada, permiten registrar y conservar los discursos cuya memoria se quiere guardar y cuya libre disposición se quiere mantener. Más bien, es por el contrario lo que hace que tantas cosas dichas, por tantos hombres desde hace tantos milenios, no hayan surgido solamente según las leyes del pensamiento, o por el solo juego de las circunstancias, por lo que no son simplemente el señalamiento, al nivel de las actuaciones verbales, de lo que ha podido desarrollarse en el orden del espíritu o en el orden de las cosas; pero que han aparecido gracias a todo un juego de relaciones que caracterizan propiamente el nivel discursivo; que en lugar de ser figuras adventicias y como injertadas un tanto al azar sobre procesos mudos, nacen según regularidades específicas: en suma, que si hay cosas dichas —y éstas solamente—, no se debe preguntar su razón inmediata a las cosas que se encuentran dichas o a los hombres que las han dicho, sino al sistema de la discursividad, a las posibilidades y a las imposibilidades enunciativas que éste dispone. El archivo es en primer lugar la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que rige la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares. Pe-
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ro el archivo es también Io que hace que todas esas cosas dichas no se amontonen indefinidamente en una multitud amorfa, ni se inscriban tampoco en una linealidad sin ruptura, y no desaparezcan al azar sólo de accidentes externos; sino que se agrupen en figuras distintas, se compongan las unas con las otras según relaciones múltiples, se mantengan o se esfumen según regularidades específicas; lo cual hace que no retrocedan al mismo paso que el tiempo, sino que unas que brillan con gran intensidad como estrellas cercanas, nos vienen de hecho de muy lejos, en tanto que otras, contemporáneas, son ya de una extremada palidez. El archivo no es lo que salvaguarda, a pesar de su huida inmediata, el acontecimiento del enunciado y conserva, para las memorias futuras, su estado civil de evadido; es lo que en la raíz misma del enunciado-acontecimiento, y en el cuerpo en que se da, define desde el comienzo el sistema de su enunciabilidad. El archivo no es tampoco lo que recoge el polvo de los enunciados que han vuelto a ser inertes y permite el milagro eventual de su resurrección; es lo que define el modo de actualidad del enunciado-cosa; es el sistema de su funcionamiento. Lejos de ser lo que unifica todo cuanto ha sido dicho en ese gran murmullo confuso de un discurso, lejos de ser solamente lo que nos asegura existir en medio del discurso mantenido, es lo que diferenciæ los discursos en su existencia múltiple y los especifica en su duración propia.
Entre la lengua que define el sistema de construcción de las frases posibles, y el corpus que 221
recoge pasivamente las palabras pronunciadas, el archivo define un nivel particular: el de una práctica que hace surgir una multiplicidad de enunciados como otros tantos acontecimientos regulares, como otras tantas cosas ofrecidas al tratamiento o la manipulación. No tiene el peso de la tradición, ni constituye la biblioteca sin tiempo ni lugar de todas las bibliotecas; pero tampoco es el olvido acogedor que abre a toda palabra nueva el campo de ejercicio de su libertad; entre la tradición y el olvido, hace aparecer las reglas de una práctica que permite a la vez a los enunciados subsistir y modificarse regularmente. Es el sistema general de la formación y de la trans• formación de los enunciados.
Es evidente que no puede describirse exhaus. tivamente el archivo de una sociedad, de una cul• tura o de una civilización; ni aun sin duda el archivo de toda una época. Por otra parte, no nos es posible describir nuestro pzopio archivo, ya que es en el interior de sus reglas donde habla, mos, ya que es él quien da a lo que podemos decil —y a sí mismo, objeto de nuestro discurso— sus modos de aparición, sus formas de existencia y dc coexistencia, su sistema de acumulación de histo ricidad y de desaparición. En su totalidad, el ar. chivo no es descriptible, y es incontorneable en su actualidad. Se da por fragmentos, regiones niveles, tanto mejor sin duda y con tanta mayol claridad cuanto que el tiempo nos separa de él: en el límite, de no ser por la rareza de los docu mentos, seria necesario para analizarlo el mayo’ alejamiento cronológico. Y sin embargo, ¿cómc
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podría esta descripción del archivo justificarse, elucidar lo que la hace posible, localizar el lugar desde el que habla, controlar sus deberes y sus derechos, poner a prueba y elaborar sus conceptos —al menos en esa fase de la investigación en que no puede definir sus posibilidades más que en el momento de su ejercicio—, si se obstinara en no describir nunca sino los horizontes más lejanos? ¿No le es preciso acercarse lo más posible a esa positividad a la cual obedece ella misma y a ese sistema de archivo que permite hablar hoy del archivo en general? ¿No le es preciso iluminar, aunque no sea más que oblicuamente, ese campo enunciativo del cual forma parte ella misma? El análisis del archivo comporta, pues, una región privilegiada: a la vez próxima a nosotros, pero diferente de nuestra actualidad, es la orla del tiempo que rodea nuestro presente, que se cierne sobre él y que lo indica en su alteridad; es lo que, fuera de nosotros, nos delimita. La descripción del archivo despliega sus posibilidades (y el dominio de sus posibilidades) a partir de los discursos que acaban de cesar precisamente de ser los nuestros; su umbral de existencia se halla instaurado por el corte que nos separa de lo que no podemos ya decir, y de lo que cae fuera de nuestra práctica discursiva; comienza con el exterior de nuestro priopo lenguaje; su lugar es el margen de nuestras propias prácticas discursivas. En tal sentido vale para nuestro diagnóstico. No porque nos permita hacer el cuadro de nuestros rasgos distintivos y esbozar de antemano la figura que tendremos en el futuro. Pero nos desune de nues-
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tras continuidades: disipa esa identidad temporal en que nos gusta contemplarnos a nosotros mismos para conjurar las rupturas de la historia; rompe el hilo de las teleologías trascendentales, y allí donde el pensamiento antropológico interrogaba el ser del hombre o su subjetividad, hace que se manifieste el otro, y el exterior. El diagnóstico así entendido no establece la comprobación de nuestra identidad por el juego de las distinciones. Establece que somos diferencia, que nuestra razón es la diferencia de los discursos, nuestra historia la diferencia de los tiempos, nuestro yo la diferencia de las máscaras. Que la diferencia, lejos de ser origen olvidado y recubierto, es esa disperSión que somos y que hacemos.
La actualización jamás acabada, jamás íntegramente adquirida del archivo, forma el horizonte general al cual pertenecen la descripción de las formaciones discursivas, el análisis de las positividades, la fijación del campo enunciativo. El derecho de las palabras —que no coincide con el de los filólogos— autoriza, pues, a dar a todas estas investigaciones el título de arqueología. Este término no incita a la búsqueda de ningún comienzo; no emparenta el análisis con ninguna excavación o sondeo geológico. Designa el tema general de una descripción que interroga lo ya dicho al nivel de su existencia: de la función enunciativa que se ejerce en él, de la formación discursiva a que pertenece, del sistema general de archivo de que depende. La arqueología describe los discursos como prácticas especificadas en el elemento del archivo.
LA DESCRIPCIÓN ARQUEOLóGICA
1
ARQUEOLOGÍA E HISTORIA
DE LAS IDEAS
Se puede ahora invertir la dirección de la mar, cha; se puede descender de nuevo aguas abajo, y una vez recorrido el dominio de las formaciona discursivas y de los enunciados, una vez esbozadz su teoría general, caminar hacia los dominios po sibles de aplicación. Ver un poco en qué emplear este análisis que, por un juego quizá solemne, he bautizado con el nombre de “arqueologfa”. Es preciso, por otra parte: porque para ser franco, las cosas por el momento no de jan de ser asaz inquietantes. Partí de un problema relativamente sencillo: la escansión del discurso según grandes unidades que no eran las de las obras, de los autores, de los libros o de los temas. Y he aquí que con el solo fin de estable cerlas, he puesto sobre el telar toda una serie de nociones (formaciones discursivas, positividad, al chivo) , he definido un dominio (los enunciados el campo enunciativo, las prácticas discursivas) he tratado de hacer surgir la especificidad de un método que no fuese ni formalizador ni interpretativo; en suma, he apelado a todo un aparato cuyo peso y, sin duda, la maquinaria extraña son engorrosos. Por dos o tres razones: existen ya bas tantes métodos capaces de describir y de analiza
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el lenguaje, para que no sea presuntuoso querer añadir otro. Ademås desconfiaba de las unidades de discurso como el “libro” o la “obra”; porque tenía la sospecha de que no eran tan inmediatas y evidentes como Io parecían: ¿es sensato oponerles unas unidades que se establecen a costa de tal esfuerzo, después de tantas pruebas, y según unos principios tan oscuros, que se han necesitado centenares de páginas para elucidarlos? Y lo que todos esos instrumentos acaban por delimitar, esos famosos “discursos” cuya identidad fijan, ¿son
exactamente los mismos que esas figuras (llamadas “psiquiatría” o “economía política”, o “historia natural”) de las que partí empíricamente, y que me han servido de pretexto para poner a puntq ese extraño arsenal? Me es necesario ahora, de toda necesidad, medir la eficacia descriptiva de las nociones que he intentado definir. Me es preciso saber si la máquina marcha, y lo que puede producir. ¿Qué puede, pues, ofrecer esa “arqueología” que otras descripciones no fuesen capaces de dar? ¿Cuál es la recompensa de tan ardua empresa?
E inmediatamente me asalta una primera sos-pecha. He hecho como si descubriese un dominio
nuevo, y como si, para hacer su inventario, necesitara unas medidas y unos puntos de partida inéditos. Pero, ¿no me he alojado, de hecho, muy exactamente en ese espacio que se conoce bien, y
desde hace mucho tiempo, con el nombre dë “historia de las ideas”? ¿No ha sido a él al que implícitamente me he referido, incluso cuando por dos o tres veces he tratado de tomar mis dis•
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tancias? Si yo hubiese querido no apartar de él los ojos, ¿acaso no habría encontrado en él, y ya preparado, ya analizado, todo lo que buscaba? En el fondo no soy quizá más que un historiador de
las ideas. Pero, según se quiera, vergonzante c presuntuoso. Un historiador de las ideas que ha querido renovar de arriba abajo su disciplina: que ha deseado sin duda darle ese rigor que tan. tas otras descripciones, bastante vecinas, han ad quirido recientemente; pero que, incapaz de mo dificar en realidad esa vieja forma de análisis, in
capaz de hacerle franquear el umbral de la cien tificidad (bien sea que tal metamorfosis resultf ser para siempre imposible, o que no haya te nido la fuerza de llevar a cabo él mismo esæ transformación) , declara, con falacia, que siem pre ha hecho y querido hacer otra cosa. Toda est nebulosidad nueva para ocultar que se ha perma necido en el mismo paisaje, sujeto a un viejo sue lo desgastado hasta la miseria. No tendrè derech( a sentirme tranquilo mientras no me haya li berado de la “historia de las ideas”, mientras haya mostrado en lo que se distingue el análisi arqueológico de sus descripciones.
No es fácil caracterizar una disciplina como l; historia de las ideas: objeto incierto, frontera mal dibujadas, métodos tomados de acá y de allá marcha sin rectitud ni fijeza. Parece, sin embargo que se le pueden reconocer dos papeles. De una parte, cuenta la historia de los anexos y de los márgenes. No la historia de las ciencias, sino la de esos conocimientos imperfectos, mal funda mentados, que jamás han podido alcanzar, a lo
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largo de una vida obstinada, la forma de la cien-
tificidad (historia de la alquimia más que de la química, de los espíritus animales o de la freno- logía más que de la fisiología, historia de los te-
mas atomísticos y no de la física) . Historia de esas filosofías de sombra que asedian las literaturas, el arte, las ciencias, el derecho, la moral y hasta la vida cotidiana de los hombres; historia de esos tematismos seculares que no han crista- lizado jamás en un sistema riguroso e individual, sino que han formado la filosofía espontánea de quienes no filosofaban. Historia no de la litera- tura, sino de ese rumor lateral, de esa escritura cotidiana y tan pronto borrada que no adquiere jamás el estatuto de la obra o al punto lo pierde: análisis de las subliteraturas, de los almanaques, de las revistas y de los periódicos, de los éxitos fugitivos, de los autores inconfesables. Definida así —pero • se ve inmediatamente cuán difícil es fijarle límites precisos—, la historia de las ideas se dirige a todo ese insidioso pensamiento, a todo ese juego de representaciones que corren anónimamente entre los hombres; en ‘el intersticio de los grandes monumentos discursivos, deja ver el. suelo deleznable sobre el que reposan. Es la disciplina de los lenguajes flotantes, de las obras informes, de los temas no ligados. Análisis de las opiniones más que del saber, de los errores más que de la verdad, no de las formas de pensamiento sino de los tipos de mentalidad.
Pero, por otra parte, la historia de las ideas se atribuye la tarea de atravesar las disciplinas existentes, de tratarlas y de reinterpretarlas. Entonces
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constituye, más que un dominio marginal, un es-
tilo de análisis, un sistema de perspectiva. Toma a su cargo el campo histórico de las ciencias, de las literaturas y de las filosofías; pero en él describe los conocimientos que han servido de fondo empírico y no reflexivo a formalizaciones ulteriores. Trata de encontrar la experiencia inmediata que el discurso transcribe; sigue la génesis de lo que, a partir de las representaciones recibidas o adquiridas, dará nacimiento a unos sistemas y a unas obras. Muestra, en cambio, cómo poco a poco se descomponen esas grandes figuras así constituidas: cómo los temas se desenlazan, prosiguen su vida aislada, caducan o se recomponen de acuerdo con un nuevo patrón. La historia de las ideas es entonces la disciplina de los comienzos y de los fines, la descripción de las continuidades oscuras y de los retornos, la reconstitución de los desarrollos en la forma lineal de la historia. Pero también, y con ello, puede incluso describir, de un dominio al otro, todo el juego de los cambios y de los intermediarios; muestra cómo el saber científico se difunde, da lugar a conceptos filosóficos, y toma forma eventualmente en obras literarias; muestra cómo unos problemas, •unas nociones, unos temas pueden emigrar del tampo filosófico en el que fueron formulados hacia unos discursos científicos o políticos; pone en relación obras con instituciones, hábitos o com portamientos social es, técnicas, necesidades’ y prácticas mudas; trata de hacer revivir las formas •mås elaboradas de discurso en el paisaje concreto, en medio de crecimiento y de desarrollo que 232
las ha visto nacer. Se convierte entonces en la diSciplina de lo interferencias, en la descripción de los círculos concéntricos que rodean las obras, las subrayan, las ligan unas con otras y las insertan en todo cuanto no son ellas.
Se ve bien cómo esos dos papeles de la historia de las ideas se articulan .uno sobre otro. En su forma más general, puede decirse que la historia de las ideas describe sin cesar —y en todas las direcciones en que se efectúa— el paso de la nofilosofía a la filosofía, de la no-cientificidad a la ciencia, de la no-literatura a la obra misma. Es el análisis de los nacimientos sordos, de las correspondencias lejanas, de las permanencias qué se obstinan por debajo de los cambios aparentes, de las lentas formaciones que se aprovechan de las mil complicidades ciegas, de esas figuras globales que se anudan. poco a poco .y de pronto se condenSan en la fina punta de la obra. Génesis, continuidad, totalización: éstos son los grandes temas de la historia de las ideas, y aquello por medio de lo cual se liga a cierta forma, ahora tradicional, de análisis histórico. Es natural, en esas condiciones, que toda persona que se hace todavía de la historia, de sus métodos, de sus exigencias y de sus posibilidades, esa . idea ya un poco marchita, no pueda concebir que se abandone una disciplina como la historia de las ideas; o más bien considera que toda otra forma de análisis de los discursos es una traición de la historia misma. Ahora bien, la descripción arqueológica es prer cisamente abandono de la historia de las ideas, rechazo sistemåtico de sus postulados y de sus. _pra,
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cedimientos, tentativa para hacer una historia distinta de lo que los hombres han dicho. El hecho de que algunos no reconozcan en tal empresa la historia de su infancia, que añoren ésta y que invoquen, en una época que no está ya hecha para ella, esa gran sombra de otro tiempo, demuestra sin lugar a dudas lo extremado de su fidelidad. ‘Pero este celo conservador me confirma en mi propósito y me da la seguridad de lo que yo he querido hacer.
Entre análisis arqueológico e historia de las ideas, son numerosos los puntos de desacuerdo. Trataré de establecer cuatro diferencias que me’ parecen capitales: a propósito de la asignación de novedad; a propósito del análisis de las contradiceiones; a propósito de las descripciones comparativas; a propósito, finalmente, de la localización de las transformaciones. Espero que podrán Cap-i tarse sobre estos diferentes puntos las particularidades del análisis arqueológico, y que se podrá eventualmente medir su capacidad descriptiva. Baste por el momento marcar algunos principios. l . La arqueología pretende definir no los pensamientos, las representaciones, las imágenes, los temas, las obSesiones que se ocultan o se manifiestan en los discursos, sino esos mismos discursos, esos discursos en tanto que prácticas que obedecen a unas reglas. No trata el discurso como docuaento, como signo de otra cosa, como elemento lue debería ser transparente pero cuya opacidad importuna hay que atravesar con frecuencia para llegar, en fin, allí donde se mantiene en reserva, a la profundidad de lo esencial; se dirige al dis234
curso en su volumen propio, a titulo de monumento. No es una disciplina interpretativa: no busca “otro discurso” más escondido. Se niega a ser “alegórica”.
2. La arqueología no trata de volver a encontrar la transición continua e insensible que une, en suave declive, los discursos con aquello que los precede, los rodea o los sigue. No acecha el momento en el que, a partir de lo que no eran todavía, se han convertido en lo que son; ni tampoco el momento en que, desenlazando la solidez de su figura, van a perder poco a poco su identidad. Su problema es, por el contrario, definir los discursos en su especificidad; mostrar en qué el juego de las reglas que ponen en obra es irreductibie a cualquier otro; seguirlos a lo largo de sus aristas exteriores y para subrayarlos mejor. La arqueologfà no va, por una progresión lenta, del campo confuso de la opinión a la singularidad del sistema o a la estabilidad definitiva de la ciencia; no es una “doxología”, sino un análisis diferencia] de las modalidades de discurso.
3. La arqueología no se halla ordenada a la figura soberana de la obra: no trata de captar el momento en que ésta se I ha desprendido del horizonte anónimo. No quiere encontrar el punto enigmático en que lo individual y lo social se invierten el uno en el otro. No es ni psicología, ni sociología, ni más generalmente antropología de la creación. La obra no es para ella un recorte pertinente, aunque se tratara de volverla a colocar en su contexto global o en la red de las causalidades que la sostienen. Define unos tipos y unas
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reglas de prácticas discursivas que atraviesan unas obras individuales, que a veces las gobiernan por entero y las dominan sin que se les escape nada; pero que a veces también sólo rigen una parte. La instancia del sujeto creador, en tanto que razón de ser de una obra y principio de su unidad le es ajena.
4. En fin, la arqueología no trata de restituir lo que ha podido ser pensado, querido, encarado, experimentado, deseado por los hombres en el instante mismo en que proferían el discurso; no se propone recoger ese núcleo fugitivo en el que el autor y la obra intercambian su identidad; en el que el pensamiento se mantiene aún lo mås cerca de sí, en la forma no alterada todavía del mismo, y donde el lenguaje no se ha desplegado todavía en la dispersión espacial y, sucesiva del discurso. En otros términos, no intenta repetir lo que ha sido dicho incorporåndosele en su misma identidad. No pretende eclipsarse ella misma en la modestia ambigua de una lectura que dejase tornar, en su pureza, la luz lejana, precaria, casi desvanecida del origen. No es nada más y ningúna otra cosa que una reescritura, es decir pn la forma mantenida de la exterioridad, una transformación pautada de lo que ha sido y ha escrito. No es la vuelta al secreto mismo del origen, es la descripción sistemática de un discurso-objeto.
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LO ORIGINAL Y LO REGULAR
En general, la historia de las ideas trata el campo de los discursos como un dominio con dos valo. res; todo elemento que en él se descubre puede ser caracterizado como antiguo o nuevo, inédito o repetido, tradicional u original, conforme a un tipo medio o desviado. Se pueden, pues, distinguir dos categorías de formulaciones: aquellas, valorizadas y relativamente poco numerosas, que aparecen por primera vez, que no tienen anteceden. tes semejantes a ellas, que van eventualmente a servir de modelos a las otras, ‘y que en esa medida merecen. pasar por creaciones; y aquellas, triviales, cotidianas, masivas, que no son responsables de ellas mismas y que derivan, a veces para repetirlo textualmente, de lo que ha sido ya dicho. A cada uno de estos dos grupos da la historia de las ideas un estatuto, y no los somete al mismo anålisis: al describir el primero, cuenta la historia de las invenciones, de los cambios, de las meta. morfosis, muestra cómo la verdad se ha desprendido del error, cómo la conciencia se ha despertado de sus sueños sucesivos, cómo una tras otra, unas formas nuevas se han alzado para depararnos el paisaje que -es ahora el nuestro. Al his toriador corresponde descubrir a partir de esos puntos aislados, de esas rupturas sucesivas, la lí-
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nea continua de una evolución. El otro grupo, por el contrario, manifiesta la historia como inercia y pesantez, como lenta acumulación del pasado y sedimentación silenciosa de las cosas dichas. Los enunciados deben ser tratados en él en masa y según lo que tienen de común; su singularidad de acontecimiento puede ser neutralizada; pierden algo de su importancia, asf como de la identidad de su autor, el momento y el lugar de su aparición; en cambio, es su extensión la que debe ser medida: hasta dónde y hasta cuán, do se repiten, por qué canales se difunden, en qué grupos circulan, qué horizonte general dibujqn para el pensamiento de los hombres, qué limites le imponen, y cómo, al caracterizar una época, permiten distinguirla de las otras: se describe entonces una serie de figuras globales. En el primer caso, la historia de las ideas describe una sucesión de acontecimientos de pensamiento; ‘en el segundo se tienen capas ininterrumpidas de en el primero, se reconstituye la emergen cia de las verdades o de las formas; en el segundo, Se restablecen las solidaridades olvidadas, y se remigen los discursos a su relatividad.
Es cierto que entre estas dos instancias, la his• toria de las ideas no cesa de determinar relaciones; jamás se encuentra en ella uno de los dos unálisis en estado puro: describe los conflictos entre lo antiguo y lo nuevo, la resistencia de lo adquirido, la represión que ejerce sobre lo que ja •más había sido dicho, los recubrimientos con que lo enmascara, el olvido al que a veces logra destinarlo; pero describe también los indicios auxi238
liares que oscuramente y desde lejos facilitan los discursos futuros; describen la repercusión de los descubrimientos, la velocidad y la amplitud de su difusión, los lentos procesos de remplazo o las bruscas sacudidas que trastornan el lenguaje familiar; describe la integración de lo nuevo en el campo ya estructurado de lo adquirido, la cai- da progresiva de lo original en lo tradicional, o además las reapariciones de Io ya dicho y la puesta de nuevo al día de lo originario. Pero este entrecruzamiento no le impide mantener siempre un análisis bipolar de lo antiguo y de lo nuevo. Análisis que vuelve a poner en juego en el elemento empírico de la historia, y en cada uno de esos momentos, la problemática del origen: en cada obra, en cada libro, en el menor texto, el problema que se plantea entonces es el de encon: trar el punto de ruptura, el de establecer, con la mayor precisión posible, lo que corresponde al espesor implícito de lo ya-ahí, a la fidelidad quizå involuntaria a la opinión vigente, a la ley de las
fatalidades discursivas y a vivacidad de la crea• ción: el salto en la irreductible diferencia. Esta descripción de las originalidades, aunque parezca natural, plantea dos problemas metodológicos muy difíciles: el de la semejanza y el de la precesión. Supone, en efecto, que se puede establecer una especie de gran serie única en la que cada formulación se fecharía de acuerdo con hitos
cronológicos homogéneos. Pero considerándolo con un poco más de atención, ¿es de la misma manera y sobre la misma línea temporal como Grimm, con su ley de mutaciones vocálicas, pre239
cede a Bopp (que lo ha citado, que lo ha utilizado, que le ha dado aplicaciones y le ha irn• puesto arreglos) , y que Coeurdoux y AnquetilDuperron (al comprobar analogías entre el griego y. el sánscrito) se adelantaron a la definición de las lengua indoeuropeas y precedieron a los fundadores de la gramática comparada? ¿Es en la mis• ma serie y según el mismo modo de anterioridad, como Saussure se encuentra “precedido” por Pierce y su semiótica, por Arnauld y Lancelot con el análisis clásico del signo, y por los estoicos y la teoría del significante? La precesión no es un dato irreductible y primero; no puede desempe ñar el papel de medida absoluta que permitirfa aforar todo discurso y distinguir lo original de lo repetitivo. La locahzación de los antecedentes no basta, por si sola, para determinar un orden discursivo; se subordina, por el contrario, al discurso que se analiza, al nivel que se escoge, a la escala que se establece. Disponiendo el discurso a lo largo de un calendario y atribuyendo una fecha a, cada uno de sus elementos, no se obtiene la je•
rarqufa definitiva de las precesiones y de las ori. ginalidades; aquélla nunca es más que relativa a los sistemas de los discursos que se dispone a valo«rizar. En cuanto a la semejanza entre dos o varias formulaciones que siguen, plantea a su vez toda una serie de problemas. ¿En qué sentido y según qué criterios se puede afirmar: “esto ha sido dicho ya”, “se encuentra ya la misma cosa en tal texto” , “esta proposición es ya muy próxima de
aquélla”, etc.? En el orden del discurso, ¿qué es Ja identidad, parcial o total? El hecho de que dos
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enunciaciones sean exactamente idénticas, compuestas por las mismas palabras utilizadas en el mismo sentido no autoriza, sabido es, a identificarlas absolutamente. Aun en el caso de que se encontrara en Diderot y Lamarck, o en Benoît de Maillet y Darwin, la misma formulación del principio evolutivo, no se puede considerar que se trata en los unos y en los otros de un mismo y único acontecimiento discursivo, que hubiera sido sometido a través del tiempo a una serie de repeticiones. Exhaustiva, la identidad no es un criterio; con mayor razón cuando es parcial, cuando las palabras no están utilizadas cada vez en el mismo sentido, o cuando un mismo núcleo significativo se aprehende a través de palabras diferentes: ¿en qué medida se puede afirmar que es el mismo tema organicista el que se trasluce en los. discursos y los vocabularios tan diferentes de Buffon, de Jussieu y de Cuvier? E inversamente, ¿puede decirse que la misma palabra de organización entraña el mismo sentido en Daubenton, Blumenbach y Geoffroy Saint•Hilaire? De una manera general, ¿es el mismo tipo de semejanzl el que se descubre entre Cuvier y Darwin, y entre ese mismo Cuvier y Linneo (o Aristóteles) ? No existe semejanza en sí, inmediatamente reconocible, entre las formulaciones: su analogía es un efecto del campo discursivo en que se la localiza.
No es, pues, legítimo exigir, a quemarropa, a los textos que se estudian su título a la originalidad, y preguntarles si tienen en efecto esos cuarteles de nobleza que se miden aquí por la ausencia de antepasados. La cuestión no puede te241
ner sentido sino en series muy exactamente definidas, en conjuntos cuyos límites y dominio se han establecido entre hitos que limitan campos discursivos suficientemente homogéneos.l Pero buscar en el gran amontonamiento de lo ya dicho el texto que se asemeja “por adelantado” a un texto ulterior, escudriñar para descubrir, a través de la historia, el juego de las anticipaciones o de los ecos, remontar hasta los gérmenes primeros o descender hasta los últimos rastros, poner de relieve sucesivamente, a propósito de una obra, su fidelidad a las tradiciones, o su parte de irreductible singularidad, hacer que suba o que baje su indice de originalidad, decir que los gramáticos de Port-Royal no han inventado nada en absoluto, o descubrir que Cuvier tiene más predecesores de lo que se creía, son entretenimientos simpåticos, pero tardíos, de historiadores de pantaIón corto.
La descripción arqueológica se dirige esas prácticas discursivas a las que deben referirse los hechos de sucesión, si no se quiere establecerlos de una manera salvaje. e ingenua, es decir en términos de mérito. Al nivel en que se coloca, la oposición no es, pues, pertinente: entre una formulación inicial y la frase que, años, siglos más. tarde, la repite con mayor o menor exactitud, no establece ninguna jerarquia de valor; no hace una diferencia radical.
1 De esta manera es como M. Canguilhem ha establecido la serie de las proposiciones que, desde Willis a Prochaska, ha permitido la definición del reflejo.
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Intenta únicamente establecer la regularidad de los enunciados. Aquí, regularidad no se opone a la irregularidad que, en las márgenes de la opinión corriente o de los textos más frecuentados, caracterizaría el enunciado desviante (anormal, profético, retardatario, genial o patológico) ; designa, para toda actuación verbal cualquiera que sea (extraordinaria o trivial, única en su género o mil veces repetida) el conjunto de las condiciones en que se ejerce la función enunciativa que asegura y define su existencia. Entendida así, la regularidad no caracteriza una posición central determinada entre los límites de una curva estadística —no puede, pues, valer como indicio de frecuencia o de probabilidad—; especifica un campo efectivo de aparición. Todo enunciado es portador de cierta regularidad, y no puede ser disociado de ella. No hay, pues, que oponer la regularidad de un• enunciado a la irregularidad de otro (que sería menos esperado, más singular, más lleno de innovación) , sino a otras regularidades que caracterizan otros enunciados.
La arqueología no está a la busca de las invenciones, y permanece insensible a ese momento (emocionante, lo admito) en que por primera vez alguien ha estado seguro de determinada verdad; la arqueología no intenta restituir la luz de esas mañanas de fiesta. Pero no es para dirigirse a los fenómenos medios de la opinión y a lo anodino y apagado de lo que todo el mundo, en cierta época, podia repetir. Lo que busca en los_ textos de Linneo o de Buffon, de Petty o de Ricardo, de Pinel o de Bichat, no es establecer la 243
Ikta de los santos fundadores, es poner al día la regularidad de una práctica discursiva. Pråctica utilizada, de la misma manera, por todos sus sucesores menos originales, o por algunos de sus predecesores; y práctica que da cuenta en su obra misma no sólo de las afirmaciones más originales (y en las que nadie había pensado antes de ellos) sino de las que habían tomado, recopiado incluso de sus predecesores. Un descubrimiento no es menos regular, desde el punto de vista enunciativo, que el texto que lo repite y lo difunde; ‘la regularidad no es menos operante, no es menos eficaz y activa, en una trivialidad que en una formación insólita. En tal descripción, no se puede admitir una diferencia de naturaleza entre enunciados creadores (que hacen aparecer algo nuevo, que emiten una información inédita y que son en cierto modo “activos'’) y enunciados imitativos (que reciben y repiten la información, y permanecen, por decirlo así, “pasivos”) . El campo de los enunciados no es un conjunto de playas inertes escandido por momentos fecundos; es un dominio activo de cabo a rabo.
Este análisis de las regularidades enunciativas se abre en varias direcciones que quizá sea preciso un día explorar con más cuidado.
l . Cierta forma de regularidad caracteriza, pues, un conjunto de enunciados sin que sea necesario ni posible establecer una diferencia entre lo que es nuevo y lo que no lo es. Pero estas regularidades —volveremos después sobre ello— no se dan de una vez para siempre; no es la misma regularidad la que encontramos operando en 244
Tournefort y Darwin, o en Lancelot y Saussuré, en Petty y en Kaynes. Se tienen, pues, unos ca!llpos homogéneos de regularidades enunciativas (caracterizan una formación discursiva) , pero esos campos son diferentes entre sí. Ahora bien, no es necesario que el paso a un nuevo campo de regularidades enunciativas vaya acompañado de cambios correspondientes a todos los demás niveles de los discursos. Se pueden encontrar actuaciones verbales que son idénticas desde el punto de vista de la gramática (del vocabulario, de la sintaxis y de una manera general de la lengua) ; que son igualmente idénticas desde el punto de vista de la lógica (desde el punto de vista de la estructura proposicional, o del sistema deductivo en que se encuentra colocada) ; pero que son enunciativamente diferentes. Así, la formulación de là relación cuantitativa entre los precios y la masa monetaria en circulación puede efectuarse con las mismas palabras —o palabras sinónimas— y obtenerse por el mismo razonamiento; no es enunciativamente idéntica en Gresham o en Locke y en los marginalistas del siglo XIX ; no depende aquf y allá del mismo sistema de formación de los objetos y de los conceptos. Hay, pues, que distinguir entre analogía lingüística (o traductibilidad) , identidad lógica (o equivalencia) , y ho-
mogeneidad enunciativa. Son éstas las homogeneidades de que se ocupa la arqueología, y ex clusivamente. Puede, pues, la arqueología ver aparecer una práctica discursiva nueva a través de las formulaciones verbales que se mantienen lingüísticamente análogas o lógicamente equiva-
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lentes (al reasumir, y a veces palabra por palabra, la vieja teoría de la frase-atribución y del verbocópula, los gramáticos de Port-Royal abrieron así una regularidad enunciativa cuya especificidad debe describir la arqueología) . Inversamente, puede descuidar diferencias de vocabulario y pasar por alto campos semánticos u organizaciones deductivas diferentes, si es capaz de reconocer acá y allá, y a pesar de esta heterogeneidad, cierta
regularidad enunciativa (desde este punto de vis• ta, la teoría del lenguaje de acción, la investigación sobre el origen de las lenguas, el establecimiento de las raíces primitivas, tales como se encuentran en el siglo xvlll, no son “nuevos” con relación a los anålisis “lógicos” de Lancelot) .
Vemos perfilarse así cierto número de disyunciones y de articulaciones. No puede ya decirse que un descubrimiento, la formulación de un principio general, o la definición de un proyecto inaugure, y de una manera masiva, una fase nueva en la historia del discurso. No hay que buscar ya ese punto de origen absoluto o de revolución total a partir del cual todo se organiza, todo deviene posible y necesario, todo se abole para recomenzar. Estamos ante acontecimientos de tipos y de niveles diferentes, tomados en tramas históricas distintas; una homogeneidad enunciativa
que se instaura no implica en modo alguno que,l en adelante y a lo largo de décadas o de siglos, los hombres van a decir y a pensar la misma cosa; no implica tampoco la definición, explícita o no, de cierto número de principios de los cuales derivaría todo el resto, a título de consecuencias. Las 246
homogeneidades (y heterogeneidades) enunciativas se entrecruzan con continuidades (y cam lingüísticas, con identidades (y diferencias) lógicas, sin que las unas y las otras marchen al mismo paso o se rijan necesariamente. Debe existir, sin embargo, entre ellas cierto número de relaciones y de interdependencias cuyo domino, muy complejo sin duda, deberá ser inventariado.
2. Otra dirección de investigación: las jerarquías interiores en las regularidades enunciativas. Se ha visto que todo enunciado procedía de cierta regularidad; que ninguno, por consiguiente, podía ser considerado como pura o simple creación o maravilloso desorden del genio. Pero se ha visto también que ningún enunciado podía ser considerado como inactivo, y valer- como la sombra o el calco apenas reales de un enunciado inicial. Todo el campo enunciativo es a la vez regular y se halla en estado de alerta: no lo domina el sueño; el menor enunciado —el más discreto o el más trivial—_ desencadena todo el juego de las reglas según las cuales están formados su objeto, su modalidad, los conceptos que utiliza y la estrategia de que forma parte. Estas reglas no se dan jamás en una formulación, sino que los atraviesan y les constituyen un espacio de coexistencia; no se puede, pues, encontrar el enunciado singular que las articularía por sí mismas. Sin embargo, ciertos grupos de enunciados utilizan esas reglas en su forma más general y más ampliamente aplicable; a partir de ellos, se puede ver cómo otros objetos, otros conceptos, otras modalidades enunciativas u otras elecciones estra247
tégicas pueden ser formadas a partir de reglas menòs generales y cuyo dominio de aplicación está más especificado. Se puede describir así un árbol de derivación enunciativa: en su base, los enunciados que utilizan las reglas de formación en su extensión más amplia; en la cima, y después de cierto número de ramificaciones, los enunciados que emplean la misma regularidad, pero niás finamente articulada, más delimitada y localizada en su extensión.
La arqueología puede así —y éste es uno de. sus temas -principales— constituir el árbol de derivación de un discurso. Por ejemplo, el de la Historia natural. Dispondrá, del lado de la raíz; a título de enunciados rectores, los que conciernen a la definición de las estructuras observables y del campo de objetos posibles, los que prescriben las formas de descripción y los códigos perceptivos de los que puede servirse, aquellos que hacen aparecer las posibilidades más generales de caracterización y abren así todo un dominio de conceptos que hay que construir, y en fin, aquellos que, a la vez que constituyen una elección estratégica, dejan lugar al mayor número de opciones ulteriores. Encontrará, en el extremo de las ramas, o al menos en el recorrido de todo un bre• ñal, “descubrimientos” (como el de las series fó transformaciones conceptuales (como la nueva definición del género) , emergencias de nociones inéditas (como la de mamíferos o de organismos) , fundamentación de técnicas (principios organizadores de las colecciones, método de clasificación y de nomenclatura) . Esta deriva248
ción a partir de los enunciados rectores no puede ser confundida con una deducción que se efectuaria a partir de axiomas; tampoco debe ser asimilada a la germinación de una idea general, o de un núcleo filosófico cuyas significaciones se desplegarían poco a poco en unas experiencias o en unas conceptualizaciones precisas; en fin, no debe ser tomada por una génesis psicológica a partir de un descubrimiento que poco a poco desarrollara sus consecuencias y exhibiera sus posi- bilidades. Es diferente de todas estas derivaciones, y debe ser descrita en su autonomía. Puédense también describir las derivaciones arqueológicas de la Historia natural sin comenzar por sus axiomas indemostrables o sus temas funda. mentales (por ejemplo, la continuidad de la na-
turaleza) , y sin tomar como punto de partida y como hilo conductor los primeros descubrimientos o los primeros accesos (los de Tournefort antes de los de Linneo, los de Jonston antes de los de Tournefort) . El orden arqueológico no es ni el de las sistematicidades, ni el de las sucesiones cronológicas.
Pero se ve abrirse todo un dominio de interro-
gaciones posibles. Porque, por más que esos diferentes órdenes sean especfficos y tenga cada uno
su autonomía, deben existir entre ellos relaciones
y dependencias. Para ciertas formaciones discursivas, el orden arqueológico no es quizá muy diferente del orden sistemático; como en otros casos sigue quizá el hilo de las sucesiones cronológicas. Estos paralelismos (contrarios a las distorsiones que se encuentran en otros lugares) mere249
cen ser analizados. Es importante, en todo caso, no confundir estas diferentes ordenaciones, no buscar en un “descubrimiento” inicial o en la originalidad de una formulación el principio del cual puede todo deducirse y derivarse; no bus. car en un principio general la ley de las regularidades enunciativas o de las invenciones individuales; no pedir a la derivación arqueológica que reproduzca el orden del tiempo o ponga al día un manifiesto deductivo.
Nada sería más falso que ver en el análisis de las formaciones- discursivas una tentativa de periodización totalitaria: a partir de cierto momen-s to y durante cierto tiempo, todo el mundo pen• sarta de la misma manera, a pesar de las diferencias de superficie, diría la misma cosa, a través
de un vocabulario polimorfo, y produciría una especie de gran discurso que se podría recorrer
indistintamente en todos los sentidos. Por el contrario, la arqueología describe un nivel de homo. geneidad enunciativa que tiene su propio corte temporal, y que no lleva con él todas las demás formas de identidad y de diferencias que se pue den señalar en el lenguaje; y a ese nivel, establece una ordenación, unas jerarquías, todo un brotar, que excluyen una sincronía masiva, amorfa y dada globalmente de una vez para siempre. En esas
unidades tan confusas a las que llaman “épocas”, hace surgir, con su especificidad, “períodos enunçjativos” …que se articulan, pero sin confundirse con ellas, sobre el tiempo de los conceptos, sobre las fases teóricas, sobre los estadios de formalización, y sobre las etapas de la evolución lingüística.
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LAS CONTRADICCIONES
Al discurso que analiza, la historia de las ideas le concede de ordinario un crédito de coherencia. ¿Comprueba, acaso, una irregularidad en el empleo de las palabras, varias proposiciones incompatibles, un juego de significaciones que no se ajustan unas a otras, o unos conceptos que no pueden sistematizarse juntos? Entonces, procura
encontrar, a un nivel más o menos profundo, un principio de cohesión que organiza el discurso y le restituye una unidad oculta. Esta ley de coherencia es una regla heurística, una obligación de procedimiento, casi una compulsión moral de la investigación: no multiplicar inútilmente las contradicciones; no caer en la trampa de las pequeñas diferencias, no conceder demasiada importancia a los cambios, a los arrepentimientos, a los exámenes de conciencia, a las polémicas; no suponer que el discurso de los hombres se halla perpetuamente minado en su interior por la contradicción de sus deseos, de las influencias que han experimentado, o las condiciones en que vi- ven; sino admitir que si hablan, y si, entre ellos, dialogan, es mucho más para superar esas contradicciones y encontrar el punto a partiì• del cual puedan ser dominadas. Pero esa misma coheren-
cia es también el resultado de la investigación: 251
define las unidades terminales que consuman el análisis; descubre la organización interna de un texto, la forma de desarrollo de una obra individual o el lugar de encuentro entre discursos diferentes. Se está obligado a suponerla para reconstituirla, no se estará seguro de haberla encontrado más que en el caso de que se la haya perseguido hasta muy lejos y durante largo tiempo. Aparece como un r óptimum: el mayor número posible de contradicciones resueltas por los medios más sencillos.
Ahora bien, los medios empleados son muy numerosos y, por esto, las coherencias encontradas pueden ser muy diferentes. Se puede, analizando la verdad de las proposiciones y las relaciones que las unen, definir un campo de no contradicción lógica: se descubrirá entonces una sistematicidad; se remontará del cuerpo visible de las frases a esa pura arquitectura ideal que las ambigüedades de la gramática, la sobrecarga significante de las palabras han enmascarado sin duda en la misma medida en que la han traducido. Pero se puede, opuestamente, siguiendo el hilo de las analogías y de los símbolos, encontrar una temática más imaginaria que discursiva, más afectiva que racional, y menos próxima al concepto que al deseo; su fuerza anima, pero para fundirlas al punto de una unidad lentamente transformable, las figuras más opuestas; lo que se descubre entonces es una continuidad plástica, es el recorrido de un sentido que toma forma en representaciones, imágenes y metáforas diversas. Temáticas o sistemáticas, esas coherencias pueden ser explíci252
tas o no: se las puede buscar al nivel de representaciones que eran conscientes en el sujeto parlante, pero que su discurso —por razones de circunstancia o por una incapacidad ligada a la forma misma de su lenguaje— no ha podido expresar
bien; se las puede buscar también en estructuras que, más que construidas por el autor, habrían forzado a éste, y le habrían impuesto sin que él se diera cuenta, unos postulados, unos esquemas de operación, unas reglas lingüísticas, un conjunto de afirmaciones y de creencias fundamentales, unos tipos de imágenes, o toda una lógica del fantasma. En fin, puede tratarse de coherencias que se establecen al nivel de un individuo, de su biografía, o de las circunstancias singulares de su discurso; pero se las puede establecer también de acuerdo con puntos de referencia más amplios, y darles las dimensiones colectivas y diacrónicas de una época, de una forma general de conciencia, de un tipo de sociedad, de un conjunto de tradiciones, de un paisaje imaginario común a toda una cultura. Bajo todas estas formas, la co-
herencia así descubierta desempeña siempre _ el mismo papel: mostrar que las contradicciones inmediatamente visibles no son nada más que un reflejo de superficie, y que hay que reducir a un foco único ese juego de centelleos dispersos. La
contradicción es la ilusión de una unidad que se esconde o que está escondida: no tiene su lugar sino en el desfase entre la conciencia y el inconsciente, el pensamiento y el texto, la idealidad y el cuerpo contingente de la expresión. De todos 253
modos, el análisis debe suprimir, en la medida de lo posible, la contradicción.
Al término de este trabajo quedan solamente unas contradicciones residuales —accidentes, defectos, fallas—, o surge por el contrario, como si todo el análisis hubiera conducido a ella, en sordina y a pesar suyo, la contradicción fundamental: unos postulados incompatibles, puestos en juego en el origen mismo del sistema, un entre-
cruzamiento de influencias que no se pueden conciliar, una difracción primera del deseo, un conflicto económico y político que opone una Sociedad a sí misma; todo esto en lugar de aparecer como otros tantos elementos superficiales que hay que reducir, se revela finalmente como principio organizador, como ley fundadora y secreta que da cuenta de todas las contradicciones menores y les confiere un fundamento sólido: modelo, en suma, de todas las demás oposiciones. Tal contradicción, lejos de ser apariencia o accidente del discurso, lejos de ser aquello de que es preciso manumitirlo para que libere al fin su verdad desplegada, constituye la ley misma de su existencia: emerge a partir de ella, y si se pone a hablar es a la vez para traducirla y superarla; si se continúa y recomienza indefinidamente, es para
huir de ella, cuando ella renace sin cesar a través
de él; y si cambia, se metaformosea y escapa de sí mismo en su propia continuidad es porque la contradicción se halla siempre de la parte de acá de él, y no puede, pues, rodearla por completo jamás. La contradicción funciona entonces, al
254 ‘LA DESCRIPCIÓN ARQUEOLÓGICA
hilo del discurso, como el principio de su historicidad.
La historia de las ideas reconoce, pues, dos niveles de contradicciones: el de las apariencias, que se resuelve en la unidad profunda del discurso, y el de los fundamentos, que da lugar al discurso mismo. En relación con el primer nivel de contradicción, el discurso es la figura ideal que hay que desprender de su presencia accidental, de
su cuerpo demasiado visible; en relación con el segundo, el discurso es la figura empírica que pueden adoptar las contradicciones y cuya aparente cohesión se debe destruir para volverlas a encontrar, en fin, en su irrupción y su violencia. El discurso es el camino de una contradicción a otra: si da lugar a las que se ven, es porque obedece a la que oculta. Analizar N hacer desaparecer y reaparecer las contradicciones; es mostrar el juego que en él llevan a cabo; es manifestar cómo puede expresarlas, darles cuerPO, o prestarles una fugitiva apariencia.
Para el análisis arqueológico, las contradicciones no son ni apariencias que hay que superar, ni principios secretos que sería preciso despejar. Son objetos que hay que describir por sí mismos, sin buscar desde qué punto de vista pueden disiparse o a qué nivel se radicalizan, y de efectos pasan a ser causas. Un ejemplo sencillo, y varias veces citado aquí mismo: el principio fijista de Linneo fue impugnado, en el siglo xv111, no tanto por el descubrimiento de la peloria que cambió sólo sus modalidades de aplicación, sino por cierto número de afirmaciones “evolucionistas’ 255
que se pueden encontrar en Buffon, Diderot, Bordeu, Maillet y muchos otros. El análisis arqueológico no consiste en demostrar que por ba.jo de esta oposición, y a un nivel más esencial, todo el mundo aceptaba cierto número de tesis fundamentales (la continuidad de la naturaleza y su plenitud, la correlación entre las formas recientes y el clima, el paso casi insensible de lo no vivo a lo vivo) ; no consiste en demostrar tam poco que tal oposición refleja, en el dominio particular de la historia natural, un conflicto más general que divide todo el saber y todo el pensamiento del siglo XVIII (conflicto entre el tema de una creación ordenada, establecida de una vez para siempre, desplegada sin secreto irreductible, y el tema de una naturaleza rica, dotada de poderes enigmáticos, desplegándose poco a poco en la historia y trastornando todOs los órdenes espaciales según el gran impulso del tiempo) . La arqueología trata de mostrar cómo las dos afirmaciones, fijista y “evolucionista”, tienen su lugar común en cierta descripción de las especies y de
los géneros: esta descripción toma como objeto la estructura visible de los órganos (es decir su forma, su tamaño, su número y su disposición en el espacio) ; y puede limitarla de dos maneras (en el conjunto del organismo o en ciertos de sus elementos, determinados ya por su importancia, ya por su comodidad taxonómica) ; se hace aparecer entonces, en el segundo caso, un cuadro regular, dotado de un número de casillas definidas, y constituyendo en cierto modo el programa de toda creación posible (de suerte que, actual, to256
davía futura, o ya desaparecida, la ordenación de las especies y de los géneros está definitivamente fijada) ; y en el primer caso, unos grupos de parentescos que se mantienen indefinidos y abiertos, que están separados los unos de los otros, y que toleran, en número indeterminado, nuevas formas tan próximas como se quiera de las formas preexistentes. Haciendo derivar así la contradicción entre dos tesis de cierto dominio de objetos, de sus delimitaciones y de su cuadriculación, no se la resuelve; no se descubre el punto de conciliaci@. Pero tampoco se la transfiere a un nivel más fundamental; se define el lugar en se sitúa; se hace aparecer el punto de entronque de la alternativa; se localiza la divergencia y el lugar en que los dos discursos se yuxtaponen. La teoría de la estructura no es • un postulado común, un fondo de creencia general compartido por Linneo y Bui-fon, una sólida y fundamental afirmación que rechazaría al nivel de un debate accesorio el conflicto del evolucionismo y del fijismo; es el principio de su incompatibilidad, la ley que rige su derivación y su coexistencia. Tomando las contradicciones como objetos que describir, el análisis arqueológico no trata de descubrir en su lugar una forma o una temática comunes; trata de determinar la medida y la forma de su desfase. En relación con una historia de las ideas que quisiera fundir las contradicciones en la unidad crepuscular de una figura global, o que quisiera trasmutarlas en un principio general, abstracto y uniforme de interpretación o de 257
explicación, la arqueología describe los diferentes espacios de disensiòn.
Renuncia, pues, a tratar la contradicción como una función general que se ejerciera, del mismo modo, en todos los niveles del discurso, y que el análisis debería o suprimir enteramente o reducir a una forma primera y constitutiva: sustituye el gran juego de la contradicción —presente bajo mil rostros, suprimida después y al fin restituida en el conflicto mayor en que culmina—, por el análisis de los diferentes tipos de contradicción, de los diferentes niveles según los cuales se la puede localizar; de las diferentes funciones
que puede ejercer.
Diferentes tipos en primer lugar. Ciertas contradicciones se localizan en el único plano de las proposiciones o de las aserciones, sin afectar en nada al régimen énunciativo que las ha hecho posibles. Así, en el siglo XVIII la tesis del carácter animal de los fósiles oponiéndose a la tesis más tradicional de su índole mineral; ciertamente, las consecuencias que se han podido sacar de estas dos tesis son numerosas y de largo alcance; pero se puede mostrar que tienen su origen en la misma formación discursiva, en el mismo punto, y según las mismas condiciones de ejercicio de la función enunciativa; son contradicciones arqueológicamente derivadas, y que constituyen un estado terminal. Otras, por el contrario, traspasan los límites de una formación discursiva, y oponen tesis que no dependen de las mismas condiciones de enunciación: así, el fijismo de Linneo se en cuentra negado por el evolucionismo de Darwin,
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pero sólo en la medida en que se neutraliza la diferencia entre la Historia natural a que pertenece el primero y la biología de la que deriva ei segundo. Son éstas contradicciones extrínsecas que remiten a la oposición entre formaciones discursivas distintas. En cuanto a la descripción arqueológica (y sin tener en cuenta aquí unas posibles idas y venidas del procedimiento) , esta oposición constituye el terminus a quo, mientras que las contradicciones derivadas constituyen el terminus ad quem del análisis. Entre. estos dos extremos, la descripción arqueológica describe lo que se podría llamar las contradicciones intrinsecas: las que se despliegan en la formación discursiva misma y que, nacidas en un punto del sistema de las formaciones, hacen surgir subsistemas: así, para atenernos al ejemplo de la Historia natural en el siglo XVIII, la contradicción que opone los análisis “metódicos” y los análisis “sistemáticos”. La oposición aquí no es terminal: no son dos proposiciones contradictorias a prppósito del mis1110 objeto, no son dos utilizacio es inpnpatibles del mismo concepto, sino dos maneras de formar enunciados, caracterizados los unos•t y los • otros, por ciertos objetos, ciertas posiciones de subjetividad, ciertos conceptos y ciertas elecciones estratégicas. Sin embargo, esos sistemas no son pri-
meros; porque se puedel demostrar en qué punto derivan ambos de una sola y misma positividad que es la de la Historia natural. Son esas oposiciones intrínsecas las pertinentes para el análisis arr queológico.
Diferentes niveles después. Una contradicción. 259
arqueológicamente intrínseca no es un hecho pg. ro y simple que bastaría establecer como un prin cipio o explicar como un efecto. Es un fenómenó complejo que se distribuye en diferentes planos de la formación discursiva. Así, para la Historia natural sistemática y la Historia natural metÓdica, que no han cesado de oponerse una a otra durante toda una parte del siglo XVIII, se puede reconocer, una inadecuación de los obietQ§_ (en un caso se describe el aspecto general de la planta; en otro, algunas variables determinadas por adelantado; en un caso se describe la totalidad de la planta, o al menos sus partes más importantes, en otro se describe cierto número de elementos elegidos arbitrariamente por su comodidad taxonómica; ora se tienen en cuenta diferentes estados de crecimiento y de madurez de la planta, ora se limita la descripción a un momento y a un estadio de visibilidad óptima) ; una divergencia de las modalidades enunciativas (en el caso del análisis sistemático de las plantas, se aplica un código perceptivo y lingüístico riguroso y según una escala constante; para la descripción metódica, los códigos son relativamente libres y las escalas de localización pueden oscilar) una incompatibi. lidad de los conceptos (en los “sistemas’ el concepto de caracter genérico es una marca arbitra, ria aunque no engañosa para designar los géneros en los métodos, este mismo concepto debe recu brir la definición real del género) ; en fin. exclusión de las opciones teóricas (la taxonomíŽ sistemática hace posible el “fi jismo incluso si st encuentra rectificado por la idea de una creaciól
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continuada en el tiempo y desarrollando poco a poco los elementos de los cuadros, o por la idea de catåstrofes naturales que hubieran perturbado por nuestra mirada actual el orden lineal de las vecindades naturales, pero excluye la posibilidad de una transformación que el método acepta sin implicarlo de manera absoluta) .
Las funciones. Todas esas formas de oposición no desempeñan el mismo papel en la práctica discursiva: no son, de manera homogénea, obstáculos que haya que superar o principio de crecimiento. No basta, en todo caso, buscar en ellas la causa bien del retraso, bien de la aceleración de la historia; no es a partir de la forma vacía y general de la oposición como el tiempo se introduce en la verdad y la idealidad del discurso. Estas oposiciones son siempre momentos funcionales deter-
minados. Algunas aseguran un desarrollo adicional del campo enunciativo: abren secuencias de argumentación, de experiencia, de verificaciones, de inferencias diversas; permiten la determinación de objetos nuevos, suscitan nuevas modalidades enunciativas, definen nuevos conceptos o modifican el campo de aplicación de los que existen; pero sin que nada sea modificado en el sistema de positividad del discurso (así ha ocurrido con las discusiones entabladas por los naturalistas del siglo XVIII a propósito de la frontera entre el mineral y el vegetal, a propósito de los límites de la vida o de la naturaleza y el origen de los fósiles) ; tales procesos aditivos pueden permane cer abiertos, o encontrarse cerrados, de una ma nera decisiva, por una demostración que los refute o un descubrimiento que los excluya. Otras, inducen una reorganización del campo discursivo: plantean la cuestión de la traducción posi. ble de un grupo de enunciados a otro, del punto de coherencia que podría articularlos uno sobre otro, de su integración en un espacio más general (así la oposición sistema-método en los natu. ralistas del siglo XVIII induce una serie de tentativas para reescribir ambos en una sola forma de descripción para dar al método el rigor y la regularidad del sistema, para hacer coincidir la arbitrariedad del sistema con los análisis concretos del método) ; no son nuevos objetos, nuevos con. ceptos, nuevas modalidades enunciativas que se añadan linealmente a las antiguas, sino objetos de otro nivel (más general o más particular) , conceptos que tienen otra estructura y otro campo de aplicación, enunciaciones de otro tipo, sin que, no obstante, las reglas de formación se modifiquen. Otras oposiciones desempeñan un papel crítico: ponen en juego la existencia y la “aceptabilidad” de la práctica discursiva; definen el punto de su imposibilidad efectiva y de su re troceso histórico (asf la descripción, en. la Histo. ria natural misma, de las solidaridades orgánicas y de las funciones que se ejercen, a través de las variables anatómicas, en unas condiciones defini das de existencia, no permite ya, al menos a título de formación discursiva autónoma, una Historia natural que fuese una ciencia taxonómica de los seres a partir de sus caracteres visibles) .
Una formación discursiva no es, pues, el texto ideal, continuo y sin asperezas, que corre bajo 262
la multiplicidad de las contradicciones y las resuelve en la unidad serena de un pensamiento coherente; tampoco es la superficie a la que viene a reflejarse, bajo mil aspectos diferentes, una contradicción que se hallaría a- la vez en segundo término, pero dominante por doquier. Es más bien un espacio de disensiones múltiples; es un conjunto de oposiciones diferentes cuyos niveles y _ cometidos es preciso describir. El análisis arqueológico suscita, pues, la primacía de una contradicción que tiene su modelo en la afirmación y la negación simultánea de una única y misma proposición. Pero no es para nivelar todas las oposiciones en formas generales de pensamiento y pacificarlas a la fuerza por medio del recurso a un apriori apremiante. Se trata, por ei contrario, de localizar, en una práctica discursiva detenninada, el punto en que aqufllqs constituyen, de definir la forma que adoptan, las relaciones que tienen entre sí y el dominio que rigen. En suma, se trata de mantener el discurso eq sus asperezas múltiples y de suprimir, en consecuencia, el tema de una contradicción uniformemente perdida y recobrada, resuelta •y siempre renaciente, en el elemento indiferenciado del logos.
LOS HECHOS COMPARATIVOS
El análisis arqueológico individualiza y describe unas formaciones discursivas. Es decir que debe compararlas, u oponer las unas a las otras en la simultaneidad en que se presentan, distinguirlas de las que no tienen el mismo calendario, poner-
las en relación, en lo que pueden tener de específico, con las prácticas no discursivas que las rodean y les sirven de elemento general. Muy distinto, en esto también, de las descripciones epistemológicas o “arquitectónicas” que anal izan la estructura interna de una teoría, el estudio arqueoiógico está siempre en plural: se ejerce .en una multiplicidad de registros; recorre intersticios y desviaciones, y tiene su dominio allí donde las unidades se yuxtaponen, se separan, fijan sus aristas, se enfrentan, y dibujan entre ellas espacios en blanco. Cuando el estudio arqueológico se dirige a un tipo singular de discurso (el de la psiquiatría en la Historia de la locura, o el de la medicina en El nacimiento de la clínica) es para establecer por comparación sus límites cronológicos; es también para describir, a la vez que ellos y en correlación con ellos, un campo ins. titucional, un conjunto de acontecimientos, de prácticas, de decisiones políticas, un encadena. miento de procesos económicos en los que figuran
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oscilaciones demográficas, técnicas de asistencia, necesidades de mano de obra, niveles diferentes de desempleo, etc. Pero pueden también, por una especie de aproximación lateral (como en Las Pa. labras y las cosas) , poner en juego varias positividades distintas, cuyos estados concomitantes durante un período determinado compara, y que confronta con otros tipos de discurso que han tomado su lugar en una época determinada. Pero todos estos análisis son muy diferentes de los que se practican de ordinario.
l. La comparación es siempre limitada y regional. Lejos de tratar de que aparezcan unas formas generales, la arqueología intenta dibujar configuraciones singulares. Cuando se confrontan la Gramática general, el Análisis de las riquezas y la Historia natural en la época clásica, no es para reagrupar tres manifestaciones —particularmente cargadas de valor expresivo, y extrañamente descuidadas hasta ahora— de una mentalidad que sería general a los siglos y XVIII, no es para reconstituir, a partir de un modelo reducido y de un dominio singular, las formas de racionalidad que obraron en toda la ciencia clásica; no es ni siquiera para iluminar el perfil menos conocido de un rostro cultural que creíamOs familiar. No se ha querido demostrar que los hombres del siglo XVIII se interesasen de una manera general por el orden más que por la historia, por la clasificación más que por el devenir, por los signos más que por los mecanismos de causalidad.
Se bien trataba determinado de hacer de que formaciones apareciese discursivas, un cor»untoque 265
tienen entre ellas cierto número de relaciones descriptibles. Estas relaciones no se desbordan sobre dominios limítrofes ni se las puede transferir progresivamente al conjunto de los discursos contemporáneos, ni con mayor razón a lo que se llama de ordMario “el espiritu clásico”: están estrictamente acantonadas en la triada estudiada, y sólo tienen valor en el dominio que ésta especifica. Este conjunto interdiscursivo se encuentra él mismo, y en su forma de grupo, en relación con otros tipos de discurso (con el análisis de la representación, la teoria general de los signos y “la logía”, de una parte, y con las matemåticas, el Análisis algebraico y la tentativa de instauración de una matesis, de otra) . Son estas relaciones internas y externas las que caracterizan la Historia natural, el Análisis de las riquezas y la Gramática general, como un conjunto especifico, y permiten reconocer en ellos una configuración intgdiscursiva.
.En cuanto a los que dijeran: “¿Por qué no haber hablado de la cosmología, de la fisiología o de la exégesis bíblica? ¿Acaso la química anterior a Lavoisier, o la matemática de Euler, o la Historia de Vico, no serian capaces si se las pusiera eñ juego, de invalidar todos los análisis que se pueden encontrar en Las Palabras y las cosas? ¿Acaso no hay en la inventiva riqueza del siglo XVIII muchas otras ideas que no entran en el marco rígido de la arqueología?” , a ésos, a su legitima impaciencia, a todos los contraejemplos, lo sé, que podrían muy bien suministrar; habré de responderles: en efecto. No sólo admito que. 266
mi análisis es limitado, sino que así lo quiero y se lo impongo. Un contraejemplo sería precisamente para mí la posibilidad de decir: todas esas relaciones que han descrito ustedes a propósito de tres formaciones particulares, todas esas redes en las que se articulan, las unas sobre las otras, las teorías de la atribución, de la articulación, de la designación y de la derivación, toda esa ta. xonomía que reposa sobre una caracterización discontinua y una continuidad del orden, se vuelven a encontrar uniformemente y de la misma manera en la geometría, la mecánica racional, la fisiología de los humores y de los gérmenes, la crítica de la historia sagrada y la cristalografía naciente. Sería, en efecto, la prueba de que yo no habría descrito, como pretendí hacerlo, una regidn de interpositividad; habría caracterizado el espíritu o la ciencia de una época, eso contra lo cual se dirige toda mi empresa. Las relaciones que he descrito valen para definir una configuración particular; no son signos para describir en su totalidad la faz de una cultura. Pueden los amigos de la Weltanschauung sentirse decepcionados; me importa que la descripción que he comenzado no sea del mismo tipo que la suya. Lo que en ellos sería laguna, olvido, error, es, para mí, exclusión deliberada y metódica.
Pero se podría decir también: ha confrontado usted la Gramática general con la Historia natural y el Análisis de las riquezas. Pero, ¿por qué no con la Historia tal como se la practicaba en la misma época, con la crítica bíblica, con la retórica, con la teoría de las bellas artes? ¿No sería un 267
campo de interpositividad completamente distinto el descubierto por usted? ¿Qué privilegio tiene, pues, el que usted ha descrito? —Privilegio, ninguno: no es más que uno de los conjuntos descriptibles; si, en efecto, se tomara de nuevo la Gramática general’, y si se tratara de definir sus relaciones con las disciplinas históricas y la crítica textual, se vería indudablemente dibujarse
otro sistema de relaciones completamente distinto; y la descripción pondría de manifiesto una red interdiscursiva que no se superpondría a la primera, sino que la cruzaría en algunos de sus puntos. Igualmente, la taxonomía de los naturalistas podría ser confrontada no ya con la gramática y la economía, sino con la fisiología y la patología; ahí volverían a dibujarse nuevas interpositividades (compárense las relaciones taxonoin\å-gramática-economía, analizadas en Las palabras y las cosas, y las relaciones taxonomía-patologia estudiadas en el Nacimiento de la clínica) . El número de estas redes no está, pues, determinado de antemano; sólo la prueba del análisis puede demostrar si existen, y cuáles existen (es decir cuáles son susceptibles de ser descritas) . Además, cada formación discursiva no pertenece (en todo caso, no pertenece necesariamente) a uno solo de esos sistemas, sino que entra simultáneamente en varios campos de relaciones en los que no ocupa el mismo lugar ni ejerce la misma función (las relaciones taxonomía-patologfa no son isomorfas a las relaciones taxonomía-gramåtica; las relaciones gramática-anålisis de las rique-
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zas no son isoformas a las relaciones gramáticaexégesis) .
El horizonte al que se dirige la no es, pues, una ciencia, una racionalidad, una men-
talidad, una cultura; es un entrecruzamiento de interpositividades cuyos límites y puntos de cruce no pueden fijarse de una vez. La arqueología: un análisis comparado que no está destinado a reducir la diversidad de los discursos y a dibujar la unidad que debe totalizarlos, sino que está destinado a repartir su diversidad en figuras dife. trentes. La comparación arqueológica no tiene un efecto unificador, sino multiplicador.
2. Al confrontar la Gramática general, la His. toria natural y el Anålisis de las riquezas en los siglos XVII y XVIII, podríamos preguntarnos qué ideas tenían en común, en aquella época, lingüistas, naturalistas y teorizantes de la economía; podríamos preguntarnos qué postulados implícitos suponían conjuntamente, pese a la diversidad de sus teorías, a qué principios generales obedecian quiú silenciosamente; podríamos preguntarnos qué influencia había ejercido el análisis del lenguaje sobre la taxonomía, o qué papel había desempeñado la idea de una naturaleza ordenada en la teoría de la riqueza; podría estudiarse igualmente la difusión respectiva de esos diferentes tipos de discurso, el prestigio reconocido a cada uno, la valorización debida a su ancianidad (o, por el contrario, a su fecha reciente) y a su mayor rigor, los canales de comunicación y las vías por las cuales se realizaron los intercambios de información; podríamos, en fin, aplicando 269
unos análisis completamente tradicionales, preguntarnos en qué medida transfirió Rousseau al análisis de las lenguas y a su origen su saber y su experiencia de botánico; qué categorías comunes aplicó Turgot al análisis de la moneda y a la teoría del lenguaje y de la etimología; cómo la idea de una lengua universal, artificial y perfecta había sido revisada y utilizada por clasificadores como Linneo o Adanson. Todas estas preguntas serian ciertamente legítimas (al menos algunas de ellas. . . ) . Pero ni las unas ni las otras son pertinentes al nivel de la arqueología.
Lo que ésta quiere liberar, es ante todo —en la especificidad y la distancia mantenidas de las diversas formaciones discursivas— el juego de las analogías y de las diferencias tal como aparecen al nivel de las reglas de formación. Esto implica cinco tareas distintas:
a) Mostrar cómo unos elementos discursivos diferentes por completo pueden ser formados a partir de reglas análogas (los conceptos de la gramåtica general, como los del verbo, sujeto, complemento, rafz, están formados a partir de las mismas disposiciones del campo enunciativo —teorías de la atribución, de la articulación, de la designación, de la derivación— que los conceptos, no obstante muy diferentes, no obstante radicalmente heterogéneos, de la Historia natural y de la Economía); mostrar, entre unas formaciones diferentes, los isomorfismos arqueológicos.
b) Mostrar en qué medida estas reglas se aplican o no de la misma manera, se encadenan o no en el mismo orden, se disponen o no según el mismo modelo en los diferentes tipos de discurso (la Gramåtica general enlaza la una a la otra y en este mismo orden, la teoría de la atribución, la de la articulación, la de la designación y la de la derivación; la Historia natural y el Análisis de las riquezas reagrupan las dos primeras y las dos últimas, pero las en. lazan cada una en un orden inverso); definir el modelo arqueológico de cada formación.
c) Mostrar cómo unos conceptos absolutamente diferentes (como los de valor y de carácter específico, o de precios y de carácter genérico) ocupan un emplazamiento análogo en la ramificación de su sistema de positividad —que están, pues, dotados de una isotopía arqueológica—, aunque su dominio de aplicación, su grado de formalización, su génesis histórica sobre todo los vuelvan por completo extraños los unos a los otros.
d) Mostrar, en cambio, cómo una sola y misma noción (eventualmente designada por una sola y misma palabra) puede englobar dos elementos arqueológicamente distintos (las nociones de origen y de evolución no tienen ni el mismo papel, ni el mismo lugar, ni la misma formación en el sistema de positividad de la Gramática general y de la Historia natural), indicar los desfases arqueo!ógiCOS.
e) Mostrar, en fin, cómo pueden establecerse de una positividad. a otra relaciones de subordinación o de complementariedad (así, en relación con el anålisis de la riqueza y con el de las especies, la descripción del lenguaje desempeña, durante la época clásica, un papel dominante en la medida en que esa descripción es la teoría de los signos de institución que desdoblan, marcan y representan la propia representación): establecer las correlaciones arq ueológicas.
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Nada en todas estas descripciones se apoya sobre la asignación de influencias, de intercambios, de informaciones trasmitidas, de comunicaciones. .No quiere decir esto que se trate de negarlas, o de discutir que puedan ser jamás objeto de una descripción, sino que se adopta, con respecto a ellas un alejamiento mesurado, se desplaza el nivel de ataque del análisis, se pone al día lo que las ha hecho posibles; se localizan los puntos en los que ha podido efectuarse la proyección de un concepto sobre otro, se fija el isomorfismo que ha permitido una transferencia -de métodos o de técnicas, se muestran las adyacencias, las simetrías o las analogías que han permitido las generalizaciones; en suma, se describe el campo de vectores y de receptividad diferencial (de permeabilidad y de impermeabilidad) que, respecto al juego de los intercambios ha constituido una condición de posibilidad histórica. Una configu ración de interþositividad, no es un grupo de disciplinas contiguas; no es solamente un fenómeno observable de semejanza; no es solamente la relación global de varios discursos con tal o cual otro; es la ley de sus comunicaciones. No decir: porque Rousseau y otros con él reflexionaron sucesivamente sobre la ordenación de las especies y el origen de las lenguas, se establecieron unas relaciones y se produjeron unos intercambios entre taxonomía y gramática; porque Turgot, después de Law y Petty, quiso tratar la moneda como un signo, la economía y la teoría del lenguaje se han aproximado y su historia guarda aún el rastro de esas tentativas. Pero decir mejor 272
—si es que se trata de hacer una descripción arqueológica— que las disposiciones respectivas de esas tres positividades eran tales que al nivel de las obras, de los autores, de las existencias individuales, de los proyectos y de las tentativas, se pueden encontrar semejantes intercambios.
3. La arqueología pone también de man ifiesto unas relaciones entre las formaciones discursivas y unos dominios no discursivos (instituciones,
acontecimientos políticos, prácticas y procesos económicos) . Estas confrontaciones no tienen como fi-
nalidad sacar a la luz grandes continuidades cul- turales, o aislar mecanismos de causalidad. Ante un conjunto de hechos enunciativos, la arqueología no se pregunta lo que ha podido motivarlo (tal es la búsqueda de los contextos de formulación) • tampoco trata de descubrir lo que se expresa en ellos (tarea de una hermenéutica) ; intenta determinar cómo las reglas de formación de que de.’ pende —y que caracterizan la positividad a que pertenece— pueden estar ligadas a sistemas no discursivos: trata de definir. unas formas específicas de articulación.
Sea, por ejemplo, la medicina clínica, cuya instauración a fines del siglo XVIII es contemporánea de cierto número de acontecimientos políticos, de fenómenos económicos y de cambios institucionales. Entre estos hechos y la organización de una medicina hospitalaria es fácil, al menos en el modo intuitivo, sospechar unos lazos. Pero, ¿cómo hacer su análisis? Un análisis simbólico V%ía en la organización de la medicina clínica, y en los procesos históricos que le han sido concomitantes, 273
dos expresiones simultáneas que se reflejan y se simbolizan la una en la otra, que se sirven recíprocamente de espejo, y cuyas significaciones se hallan presas en un juego indefinido de remisiones: dos expresiones que no expresan otra cosa que la forma que les es común. Asf, las ideas médicas de solidaridad orgánica, de cohesión funcional, de comunicación tisular —y el abandono del principio clasificatorio de las enfermedades en provecho de un análisis de las- interacciones corporales—, corresponderían (para reflejarlas, pero también para mirarse en ellas) a una pråc• tica política que descubre, bajo estratificaciones todavía feudales, unas relaciones de tipo funcional, unas solidaridades económicas, una sociedad cuyas dependencias y reciprocidades debían asegurar, en la forma de la colectividad, el anålogon de la vida. Un análisis causal, en. cambio, consistiria en, buscar en qué medida los cambios politicos, o los procesos económicos, han podido determinar la conciencia de los científicos: el horizonte y la dirección de su interés, su sistema de valores, su manera de percibir las cosas, el estilo de su racionalidad; así, en una en que el capitalismo industrial comenzaba a hacer el recuento de sus necesidades de mano de obra, la enfermedad adquirió una dimensión social: el mantenimiento de la salud, la curación, la asistencia a los enfermos pobres, la investigación de las causas y de los focos patógenos, se convirtieron en una obligación colectiva que el Estado debe, por una parte, tomar a su cargo y, por otra, vigilar. De ahf siguen la valorización del cuerpo como
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instrumento de trabajo, el designio de racionalizar la medicina, según el modelo de las otras ciencias, los esfuerzos por mantener el nivel éaküd de una población, el cuidado concedido la terapéutica, al mantenimiento de sus efectos, al re- gistro de los fenómenos de larga duración.
La arqueología sitúa su análisis a otro nivel: los fenómenos de expresión, de reflejos y de simbolización no son para ella más que los efectos de una lectura global en busca de las analogías formales o de las traslaciones de sentido; en cuan- to a las relaciones causales, no pueden ser asignadas sino al nivel del contexto o de la situación y de su efecto sobre el sujeto parlante; unas y otras, en todo caso, no pueden ser localizadas sino unQ vez definidas las positividades en que aparecen y las reglas según las cuales han sido formadas esas positividades. El campo de relaciones que caracteriza una formación discursiva es el lugar desde el cual las simbolizaciones y los efectos pueden ser percibidos, situados y determinados. Si la arqueología confronta el discurso médico con cierto número de prácticas, es para descubrir unas relaciones mucho menos “inmediatas” que la expreSión, pero mucho más directas que las de una causalidad relevada por.. la conciencia de los sujetos parlantes. Quiere mostrar no cómo la práctica política ha determinado el sentido y Id forma del discurso médico, sino cómo y con qué título forma ella parte de sus condiciones de emergentcia, de inserción y de funcionamiento. Esta relación puede ser asignada a varios niveles. En primer lugar, al del recorte y al de la delimitación
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del objeto médico: no quiere decir esto, ciertamente, que sea la práctica política la que desde principios del siglo XIX haya impuesto a la medicina nuevos objetos, como las lesiones tisulares o las correlaciones anatomo-fisiológicas; pero ha abierto nuevos campos de localización de los objetos médicos (estos campos están constituidos por la masa de la población administrativamente enmarcada y vigilada, estimada de acuerdo con ciertas normas de vida y de salud, analizada de acuerdo con formas de registro documental y estadistico; están constituidos también por las instituciones de asistencia hospitalaria que han sido definidas, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, en función de las necesidades económicas de la época y de la situación recíproca de las clases sociales) . Esta relación de la práctica política con
el discurso médico, se la ve aparecer igualmente en el &tatuto dado al médico, que se convierte en la forma de relación institucional que el médico puede tener en el enfermo hospitalizado o con su clientela privada, en las modalidades de enseñanza y de difusión que están prescritas o•autorizadas para ese saber. En fin, se puede captar esta relación en la función que Se concede al discurso médico, o en el papel que se requiere de él, cuando se trata de juzgar a individuos, de tomar decisiones administrativas, de establecer las normas de una sociedad, de traducir —para “resolverlos” o para enmascararlos— conflictos de otro orden, de dar modelos de tipo natural a los análisis de la sociedad y a las prácticas que la conciernen. No se trata, pues, de mostrar cómo la práctica polí276
tica de una sociedad determinada ha constituido o modificado los conceptos médicos y la estructura teórica de la patología, sino cómo el discurso médico como práctica que se dirige a determina-, do campo de objetos que se encuentra en manos de determinado número de individuos estatutariamente designados, y que tiene en fin que ejercer determinadas funciones en la sociedad, se articula sobre pråcticas que le son externas y que no son ellas mismas de naturaleza discursiva.
Si en este análisis, la arqueología suspende el tema de la expresión y del reflejo, si se niega a ver en el discurso la superficie de proyección simbólica de acontecimientos o de procesos situados en otra parte, no es para volver a encontrar un encadenamiento causal, que se pudiera describir punto por punto y que permitiese poner en relación un descubrimiento y un acontecimiento, o un concepto y una estructura social. Pero, por otra parte, si tiene en suspenso semejante análisis causal, si quiere evitar el relevo necesario por el sujeto parlante, no es para asegurar la independencia Soberana y solitaria del discurso; es para descubrir el dominio de existencia y de funcionamiento de una pråctica discursiva. En otros términos, la descripción arqueológica de los discursos se despliega en la dimensión de una historia general; trata de descubrir todo ese dominio de las instituciones, de los procesos económicos, de las relaciones sociales sobre las cuales puede articularse una formación discursiva; intenta mostrar cómo la autonomía del discurso y su especificidad no le dan por ello un estatuto de pura idealidad y de total independencia histórica; lo que quiere sacar a la luz es ese nivel singular en el que la historia puede dar lugar a tipos defi• nidosde discurso, que tiene a su vez su tipo pro. pio de historicidad, y que están en relación con todo un conjunto de historicidades diversas.