La arqueología del saber

Podemos decir que este libro es uno de los que contribuyeron a la transición desde las metodologías tradicionales, lineales, positivistas e incompletas (incluyendo al mal llamado marxismo), hacia la teoría de la complejidad.



LA ARQUEOLOGÍA DEL SABER

MICHEL FOUCAULT

traducción de
AURELIO GARZÓN DEL CAMINO

siglo veintiuno argentina editores, sa

siglo veintiuno de colombia, ltda AV. . 17-73 cultura Libre primera edición, 1970 sexta edición, 1979 siglo xxi editores, s.a. ISBN 968-23-0012-6
primera edición en francés, 1969 éditions gallimard, parís, francia titulo oflgirial: I’archéologie du savoir
derechos reservados conforme a la ley
Impreso y hecho en mézlgo/priDted and made:’tn mexico

INDICE
1 INTRODUCCIÓN, 3
LAS REGULARIDADES DISCURSIVAS 1 Las unidades del discurso, 33
11 Las formaciones discursivas, 50
111 La formación de los objetos, 65
IV La formación de las modalidades enunciativas, 82 v La formación de los conceptos, 91
VI La formación de las estrategias, 105
Observaciones y consecuencias, 117
111 EL ENUNCIADO Y EL ARCHIVO
Definir el enunciado, 131
11 La función enunciativa, 146
La ‘descripción de los enunciados, 178
IV Rareza, exterioridad, acumulación, 200 v El apriori histórico y el archivo, 214
IV LA DESCRIPCIÓN ARQUEOLÓGICA 1 Arqueología e historia de las ideas, 227
11 Lo original y lo regular, 23Q
Las contradicciones, 250 IV Los hechos comparativos, 263 v El cambio y las transformaciones, 278 VI Ciencia y saber, 298
V CONCLUSIÓN, 333

INTRODUCC1öN 
.Desde hace décadas, la atención de los historiadores se ha fijado preferentemente en los largos perfodos, como si, por debajo de las peripecias políticas y de sus episodios, se propusieran sacar a la luz los equilibrios estables y difíciles de alterar, los procesos irreversibles, las regulaciones constantes, los fenómenos tendenciales que culminan y se invierten tras de las continuidades seculares, los movimientos de acumulación y las saturaciones lentas, los grandes zócalos inmóviles y mudos que el entrecruzamiento de los relatos tradicionales había cubierto de una espesa capa de acontecimientos. Para llevar a cabo. este aná lisis, los historiadores disponen de instrumentos de una parte elaborados por ellos, y de otra parte recibidos: modelos del crecimiento económico, análisis cuantitativo de los flujos de los cambios, perfiles de los desarrollos y de las regresiones demográficas, estudio del clima y de sus oscilaciones, fijación de las constantes sociológicas, descripción de los ajustes técnicos, de su difusión y de su persistencia. Estos instrumentos les han permitido distinguir, en el campo de la historia, capas sedimentarias diversas; las sucesiones lineales, que hasta entonces habían constituido el objeto de la investigación, fueron sustituidas por un juego de desgajamientos en profundidad. De la movilidad política con lentitudes propias de la
“civilización material”, se han multiplicado los niveles de análisis: cada uno tiene sus rupturas específicas, cada uno comporta un despiezo que sólo a él pertenece; y a medida que se desciende hacia los zócalos más profundos, las escansiones se hacen cada vez más amplias. Por detrás de la historia atropellada de los gobiernos, de las guerras y de las hambres, se dibujan unas historias, casi inmóviles a la mirada, historias de débil declive: historia de las vías marítimas, historia del trigo o de las minas de oro, historia de la sequía y de la irrigación, historia de la rotación de cultivos, historia del equilibrio obtenido por la especie humana, entre el hambre y la proliferación. Las viejas preguntas del análisis tradicional (¿qué vfnculo establecer entre acontecimientos dispares?, ¿cómo establecer entre ellos un nexo necesario?, ¿cuál es la continuidad que los atraviesa o la significación de conjunto que acaban por formar?, ¿se puede definir una totalidad, o hay que limitarse a reconstituir los encadenamientos?) se remplazan en adelante por interrogaciones de otro tipo: ¿qué estratos hay que aislar unos de otros?, ¿qué tipos de series instaurar?, ¿qué criterios de periodización adoptar para cada una de ellas?, ¿qué sistema de relaciones (jerarquía, predominio, escalonamiento, determinación unívoca, causalidad circular) se puede describir de una a otra?, ¿qué series de series se pueden establecer? , ¿y en qué cuadro, de amplia cronología, se pueden determinar continuidades distintas de acontecimientos?
Ahora bien, casi por la misma época, en esas disciplinas que se llaman historia de las ideas, de las ciencias, de la filosofía, del pensamiento, también de la literatura (su carácter específico puede pasarse por alto momentáneamente) , en esas disciplinas que, a pesar de su título, escapan en gran parte al trabzpo del historiador y a sus métodos, la atención se ha desplazado, por el contrario, de las vastas unidades que se describfan como “épocas” o “siglos”, hacia fenómenos de ruptura. Por debajo de las grandes continuidades del pensamiento, por debajo de las manifestaciones masivas y homogéneas de un espíritu o de una mentalidad colectivas, por debajo del terco devenir de una ciencia que se encarniza en existir yen rematarse desde su comienzo, por debajo de la persistencia de un género, de una forma, de una disciplina, de una actividad teórica, se trata ahora de detectar la incidencia de las interrupciones. Interrupciones cuyo estatuto y naturaleza son muy diversos. Actbs y umbrales ePistemoldgicos, descritos por G. Bachelard: suspenden el cúmulo indefinido de los conocimientos, quiebran su lenta maduración y los hacen entrar en un tiempo nuevo, los escin• den de su origen empírico y de sus motivaciones iniciales: los purifican de sus complicidades ima ginarias; prescriben así al análisis histórico, no ya la investigación de los comienzos silenciosos, no el remontarse sin término hacia los primeros pre cursores, sino el señalamiento de un tipo nuevc de racionalidad y de sus efectos múltiples. Des plazamientos y transformaciones de los conceptos los análisis de G. Canguilhem pueden servir de modelos. Muestran que la historia de un concepto no es, en todo y por todo, la de su acendramiento progresivo, de su racionalidad sin cesar creciente, de éu gradiente de abstracción, sino la de sus diversos campos de constitución y de validez, la de sus reglas sucesivas de uso, de los medios teóricos múltiples donde su elaboración se ha realizado y ncabado. Distinción, hecha igual, mente por G. Canguilhem, entre las escalas micro y macroscdPicas de la historia de las ciencias en las que los acontecimientos y sus consecuencias no se distribuyen de la misma manera: al punto de que un descubrimiento, el establecimiento de un método, la obra de un sabio, y también sus fracasos, no tienen la misma incidencia, ni pue. den ser descritos de la misma manera en uno y en otro niveles; no es la misma historia la que se hallarå contada, acá y allá. Redistribuciones recuTrentes que hacen aparecer varios pasados, varias formas de encadenamiento, varias jerarquías de importancias, varias redes de determinaciones, varias teleologías, para una sola y misma ciencia, a medida que su presente se modifica; de suerte que las descripciones históricas se ordenan necesariamente a la actualidad del saber, se multiplican con sus transformaciones y no cesan a su vez de romper con ellas mismas (de este fenómeno, en el dominio de las matemáticas, acaba de dar la teoría M. Serres) . Unidades arquitectdnicas de los sistemas, tales como han sido analizadas por M. Guéroult, y para las cuales la descripción de las influencias, de las tradiciones, de las continuidades culturales, no es pertinente, sino más bien la de las coherencias internas, de los axiomas, de 7
las cadenas deductivas, de las compatibilidades. En fin, sin duda las escansiones más radicales son los cortes efectuados por un trabajo de transformación teórica cuando “funda una ciencia desprendiéndola de la ideología de su pasado y revelando ese pasado como ideológico”. l A lo cual habría que añadir, se entiende, el análisis literario que se da en adelante como unidad: no el alma o la sensibilidad de una época, ni tampoco los “grupos”, las ‘escuelas” las “generaciones” o los “movimientos”, ni aun siquiera el personaje del autor en el juego de trueques que ha anudado su vida y su “creación”, sino la estructura propia de una obra, de un libro, de un texto.
Y el gran problema que va a plantearse —que se plantea— en tales análisis históricos no es ya el de saber por qué vías han podido establecerse las continuidades, de qué manera un solo y mismo designio ha podido mantenerse y constituir, para tantos espíritus diferentes y sucesivos, un horizonte único, qué modo de acción y qué sostén implica el juego de las trasmisiones, de las reanudaciones, de los olvidos y de las repeticiones, cómo el origen puede extender su ámbito mucho más allá de sí mismo y hasta ese acabamiento que jamås se da; el problema no es ya de la tradición y del rastro, sino del recorte y del límite; no es ya el del fundamento que se perpetúa, sino el de las transformaciones que valen como fundación y renovación de las fundaciones. Vemos entonces des-
1 L. Althusser, La revolución teórica de Marx, Siglo
XXI, México, 1969, p. 137.
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plegarse todo un campo de preguntas algunas de las cuales son ya familiares, y por las que esta nueva forma de historia trata de elaborar su propia teoría: ¿cómo especificar los diferentes conceptos que permiten pensar la discontinuidad (umbral, ruptura, corte, mutación, trasformación) ? Por medio de qué criterios aislar las unidades con las que operamos: ¿Qué es una ciencia? ¿Qué es una obra? ¿Qué es una teoría? ¿Qué es un concepto? ¿Qué es un texto? Cómo diversificar los niveles en que podemos colocarnos y cada uno de los cuales comporta sus escansiones y su forma de análisis: ¿Cuál es el nivel legítimo de la formalización? ¿Cuál es el de la interpretación? ¿Cuál es el del análisis estructural? ¿Cuál el de las asignaciones de causalidad?
En suma, la historia del pensamiento, de los conocimientos, de la filosofía, de la literatura parece multiplicar las rupturas y buscar todos los erizamientos de la discontinuidad; mientras que la historia propiamente dicha, la historia a secas, parece borrar, en provecho de las estructuras más firmes, la irrupción de los acontecimientos.
Pero no debe ilusionarnos este entrecruzamiento, ni hemos de imaginar, fiando en la apariencia, que algunas de las disciplinas históricas han pasado de lo continuo a lo discontinuo, mientras que las otras pasaban de la multiplicidad de las discontinuidades a las grandes unidades ininterrumpidas. Tampoco pensemos que en el análisis de la poli-
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tica de las instituciones o de la economía se ha sido cada vez más sensible a las determinaciones globales, sino que, en el análisis de las ideas y del saber, se ha prestado una atención cada vez mayor a los juegos de la diferencia, ni creamos que una vez más esas dos grandes formas de descripción se han cruzado sin reconocerse.
De hecho, son los mismos problemas los que se han planteado acá y allá, pero que han provocado en la superficie efectos inversos. Estos problemas se pueden resumir con una palabra: la revisión del valor del documento. No hay equivoco: es de todo punto evidente que desde que existe una disciplina como la historia se han utilizado documentos, se les ha interrogado, interrogándose también sobre ellos; se les ha pedido no sólo lo que querían decir, sino si decían bien la verdad, y con qué título podían pretenderlo; si eran sinceros o falsificadores, bien informados o ignorantes, auténticos o alterados. Pero cada una de estas preguntas y toda esta gran inquietud critica apuntaban a un mismo fin: reconstituir, a partir de lo que dicen esos documentos —y a veces a medias palabras. el pasado del que emanan y que ahora ha quedado desvanecido muy detrás de ellos; el documento seguía tratåndose como el lenguaje de una voz reducida ahora al silencio: su frågil rastro, pero afortunadamente descifrable. Ahora bien, por una mutación que no data ciertamente de hoy, pero que no estå indudablemente terminada aún, la historia ha cambiado de posición respecto del documento: se atribúye como tarea primordial, no el interpretarlo, ni tampoco deter-
10 INTRODUCCIÓN
minar si es veraz y cuál sea su valor expresivo, sino trabajarlo desde el interior y elaborarlo. La historia lo organiza, lo recorta, lo distribuye, lo ordena, lo reparte en niveles, establece series, distingue lo que es pertinente de lo que no lo es, fija elementos, define unidades, describe relaciones. Et documento no es, pues, ya para la historia esa materia inerte a través de la cual trata ésta de re construir lo que los hombres han hecho o dicho, lo que ha pasado y de lo cual sólo resta el surco: trata de definir en el propio tejido documental unidades, conjuntos, series, relaciones. Hay que se. parar la historia de la imagen en la que durante mucho tiempo se complació y por medio de la cual encontraba su justificación antropológica: la de una memoria milenaria y colectiva que se ayudaba con documentos materiales para recobrar la lozanía de sus recuerdos; es el trabajo y la realización de una materialidad y documental (libros, textos, relatos, registros, actas, edificios, instituciones, reglamentos, técnicas, objetos, costumbres, etc.) que presenta siempre y por doquier, en toda sociedad, unas formas ya espontáneas, ya organizadas, de remanencias. El documento no es el instrumento afortunado de una historia que fuese en sí misma y con pleno derecho memoria; la historia es cierta manera, para una sociedad, de dar estatuto y elaboración a una masa de documentos de la que no se separa.
Digamos, para abreviar, que la historia, en su forma tradicional, se dedicaba a “memorizar” los monumentos del pasado, a transformarlos en documentos y a hacer hablar esos rastros que, por si 11
mismos, no son verbales a menudo, o bien dicen en silencio algo distinto de lo que en realidad dicen. En nuestros dias, la historia es lo que transforma los documentos en monumentos, y que, allí donde se trataba de reconocer por su vaciado lo que había sido, despliega una masa de elementos que hay que aislar, agrupar, hacer pertinentes» disponer en relaciones, constituir en conjuntos. Hubo un tiempo en que la arqueología, como disciplina de los monumentos mudos, de los rastros inertes, de los objetos sin contexto y de las cosas dejadas por el pasado, tendía a la historia y no adquiría sentido sino por la restitución de un discurso histórico; podría decirse, jugando un poco con las palabras, que, en nuestros días, la historia tiende a la arqueología, a la descripción intrínseca del monumento.
Esto tiene varias consecuencias; en primer lugar, el efecto de superficie señalado ya: la multiplicación de las rupturas en la historia de las ideas, la reactualización de los períodos largos en la historia propiamente dicha. Ésta, en efecto, en su forma tradicional, se proponía como tarea definir unas relaciones (de causalidad simple, de determinación circular, de antagonismos, de expresión) entre hechos o acontecimientos fechados: dada la serie, se trataba de precisar la vecindad de cada elemento. De aquí en adelante, el problema es constituir series: definir para cada una sus elementos, fijar sus límites, poner al día el tipo de relaciones que le es específico y formular su ley y, como fin ulterior, describir las relaciones entre las distintas series, para constituir de este 12
modo series de series, o “cuadros”. De ahí, la multiplicación de los estratos, su desgajamiento, la especificidad del tiempo y de las cronologías que les son propias: de ahí la necesidad de dis-

tinguir, no sólo ya unos acontecimientos importantes (con una larga cadena de consecuencias) y
acontecimientos mínimos, sino unos tipos de acontecimientos de nivel completamente distinto (unos breves, otros de duración mediana, como la expansión de una técnica, o una rarefacción de la moneda, otros, finalmente, de marcha lenta, como un equilibrio demográfico o el ajuste progresivo de una economía a una modificación del clima) ; de ahí la posibilidad de hacer aparecer series de amplios jalonamientos, constituidas por acontecimientos raros o acontecimientos repetitivos. La aparición de los períodos largos en la historia de hoy no es una vuelta a las filosofías de la historia, a las grandes edades del mundo. o a las fases prescritas por el destino de las civilizaciones; es el efecto de la elaboración, metodológicamente concertada, de las series. Ahora bien, en la historia de las ideas, del pensamiento y de las ciencias, la misma mutación ha provocado un efecto inverso: ha disociado la larga serie constituida por el progreso de la conciencia, o la teleología de la razón? o la evolución del pensamiento humano; ha vuelto a poner sobre el tapete los temas de la convergencia y de la realización; ha puesto en duda las posibilidades de la totalización. Ha traído la individualización de series diferentes, que se yuxtapc> nen, se suceden, se encabalgan y se entrecruzan, sin que se las pueda reducir a un esquema lineal. Asf,
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en lugar de aquella cronología continua de la razón, que se hacía remontar invariablemente al inaccesible origen, a su apertura fundadora, han aparecido unas escalas a veces breves, distintas las
unas de las otfas, rebeldes a una ley única, porta-

dor¼s a menudo de un tipo de historia propio de

cada una, e irreductibles al modelo general de una

conciencia que adquiere, progresa y recuerda.
Segunda consecuencia: la noción de discontinuidad ocupa un lugar mayor en las disciplinas históricas. Para la historia en su forma clásica, lo discontinuo era a la vez lo dado y lo impensable: lo que se ofrecía bajo la especie de los acontecimientos dispersos (decisiones, accidentes, iniciativas, descubrimientos) , y lo que debía ser, por el análisis, rodeado, reducido, borrado, para que apareciera la continuidad de los acontecimientos. La discontinuidad era ese estigma del desparrama. miento temporal que el historiador tenía la misión de suprimir de la historia, y que ahora ha llegado a ser uno de los elementos fundamentales del anålisis histórico. Esta discontinuidad aparece con un triple papel. Constituye en primer lugar una operación deliberada del historiador (y no ya lo que recibe, a pesar suyo, del material que ha de tratar) : porque debe, cuando menos a título de hipótesis sistemática, distinguir los niveles posibles del aná• lisis, los métodos propios de cada uno y las periodizaciones que les conviene. Es también el resultado de su descripción (y no ya lo que debe eliminarse por el efecto de su análisis) : porque lo que trata de descubrir son los límites de un proceso, el punto de inflexión de una curva, la in-

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versión de un movimiento regulador, los límites de una oscilación, el umbral de un funcionanuento, el instante de dislocación de una causalidad circular. Es, en fin, el concepto que el trabajo no cesa de especificar (en lugar de descuidarlo como un blanco uniforme e indiferente entre dos figu• ras positivas) ; adopta una forma y una función específicas según el dominio y el nivel en que se la sitúa: no se habla de la misma discontinuidad cuando se describe un umbral epistemológico, el retorno de una curva de población, o la sustitución de una técnica por otra. La de discontinuidad es una noción paradójica, ya que es a la vez instrumento y objeto de investigación; ya que de limita el campo cuyo efecto es; ya que permite individualizar los dominios, pero que no se la puede establecer sino por la comparación de éstos. Y ya que a fin de cuentas, quizá, no es simplemente un concepto presente en el discurso del historiador, sino que éste la supone en secreto, ¿de dónde dría hablar, en efecto, sino a partir de esa ruptura que le ofrece como objeto la historia, y aun su propia historia? Uno de los rasgos más esenciales de la historia nueva es sin duda ese desplazamiento de lo discontinuo: su paso del obstáculo a la práctica; su integración en el discurso del historiador, en el que no desempeña ya el papel de una fatalidad exterior que hay que reducir, sino de un concepto operatorio que se utiliza; y por ello, la inversión de signos, gracias a la cual deja de ser el negativo de la lectura histórica (su envés. su fracaso, el límite de su poder) , para convertirse en
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el elemento positivo que determina su objeto y la validez a su análisis.
Tercera consecuencia: el tema y la posibilidad una historia global comienzan a borrarse, y se ve esbozarse los lineamientos, muy distintos, de lo que se podría llamar una historia general. El de una historia global es el que trata de restituir la forma de conjunto de una civilización, el principio —material o espiritual— de una socie dad, la significación comÚn a todos los fenómenos de un perf(Ao, la ley que da cuenta de su cohesión, Io que se llama metafóricamente el “rostro” de una época Tal proyecto va ligado a dos o tres hipótais: se supone que entre todos los acontecimientos un área espaciotemporal bien definida, entre todos los fenómenos cuyo rastro se ha en se debe poder establecer un sistema de relaciones homogéneas: red de causalidad que permita la derivación de cada uno de ellos, relaciones de analogía que muestren cómo se simbolian los unŒ a los otros, o cómo expresan todos un mismo y único núcleo central Se supone por otra parte que una misma y única forma de historicidad arrastra las estructuras económicas, las estabilidades sociales, la inercia de las mentalidades, 106 hábitos técnicos, los comportamientos políticos, y los somete todos al mismo tipo de transformación; se supone, en fin, que la propia historia puede articularse en grandes unidades —estadios o fases-— que guarden en sí mismas su principio de cohesión. estos postulados los que la historia nueva cuando problematiza las series, los cortes, límites, las desnivelaciones, los desfases, 16
las especificidades cronológicas, las formas singulares de remanencia, los tipos posibles de relación. Pero no es que trate de obtener una pluralidad de historias yuxtapuestas e independientes las unas de las otras: la de la economía al lado de la de las instituciones, y al lado de ellas todavfa las de las ciencias, de las religiones o de las literaturas; tampoco es que trate únicamente de señalar entre estas historias distintas coincidencias de fechas o analogías de forma y de sentido. El problema que se plantea entonces —y que define la tarea de una historia general— es el de determinar qué forma de relación puede ser legítimamente descrita entre esas distintas series; qué sistema vertical son capa• ces de formar; cuál es, de unas a otras, el juego de las correlaciones y de las dominantes; qué efecto pueden tener los desfases, las temporalidades diferentes, las distintas remanencias; en qué conjuntos distintos pueden figurar simultáneamente cier. tos elementos; en una palabra, no sólo qué series sino qué “series de series”, o en otros términos, qué “cuadros”2 es posible constituir. Una descripción global apiña todos los fenómenos en torno de un centro único: principio, significación, espíritu, visión del mundo, forma de conjunto. Una historia general desplegaria, por el contrario, el espacio de una dispersión.
2 ¿Habrå que señalar a los últimos despistados que un “cuadro” (y sin duda en todos los sentidos del término) es formalmente una “serie de series”? En todo caso, no es una estampita fija que se coloca ante una linterna para la mayor decepción de los niños, que, a su edad, prefieren indudablemente la vivacidad del cine.
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Finalmente, última consecuencia: la historia nueva encuentra cierto número de problemas mè• todológicos muchos de los cuales, a no dudar, le eran ampliamente preexistentes, pero cuyo manojo la caracteriza ahora. Entre ellos se pueden citar: la constitución de corpus coherentes y homogéneos de documentos (corpus abiertos o cerrados, finitos o indefinidos) , el establecimiento de un principio de elección (según se quiera tratar exhaustivamente la masa de documentos o se practique un mues• treo según métodos de determinación estadfstica, o bien se intente fijar de antemano los elementos más representativos) ; la definición del nivel de análisis y de los elementos que son para él perti• nentes (en el material estudiado, se pueden destacar las indicaciones numéricas, las referencias —explfcitas o no— a acontecimientos, a instituciones, a prácticas; las palabras empleadas con sus reglas de uso y los campos semánticos que proyectan, o bien la estructura formal de las proposiciones y los ti• pos de encadenamiento que las unen) ; la especi• ficación de un método de análisis (tratamiento cuantitativo de los datos, descomposición según cierto número de rasgos asignables cuyas correla ciones se estudian, desciframiento interpretativo análisis de las frecuencias y de las distribuciones; la delimitación de los conjuntos y de los subconjun. tos que articulan el material estudiado (regiones períodos, procesos unitarios) ; la determinación dt las relaciones que permiten caracterizar un con junto (puede tratarse de relaciones numéricas c lógicas; de relaciones funcionales, causales, analó
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gicas; puede tratarse de la relación de significante a significado) .
Todos estos problemas forman parte en adelante del campo metodológico de la historia. Campo que merece la atención, y esto por dos razones. Primero, porque se ve hasta qué punto se ha liberado de lo que constituía, no ha mucho tiempo aún, la filosofía de la historia, y de las cuestiones que planteaba (sobre la racionalidad de la teleología del devenir, sobre la relatividad del saber histórico, sobre la posibilidad de descubrir o de constituir un sentido a la inercia del pasado, y a la totalidad incompleta del presente) . Después, porque reproduce en algunos de sus puntos problemas que se encuentran fuera de él: en los dominios, por ejemplo, de la lingüística, de la etnologia, de la economía, del análisis literario, de la mitología. A estos problemas se les puede dar muy bien, si se quiere, la sigla del estructuralismo. Con varias condiciones, no obstante: están lejos de cubrir por sí solos el campo metodológico de la historia, del cual no ocupan más que • una Darte cuya importancia varía con los dominios y los niveles de análisis; salvo en cierto número de casos relativamente limitados, no han sido importados
de la lingüística o de la etnología (según el recorrido frecuente hoy) , sino que han nacido en el campo de la historia misma, esencialmente en el de la historia económica y con ocasión de las cuestiones que ésta planteaba; en fin, no autorizan en modo alguno a hablar de una estructural ización de la historia, o al menos de una tentativa de superar un “conflicto’ o una “oposición” 19
entre estructura y devenir: hace ya mucho tiempo que los historiadores localizan, describen y anaI izan estructuras, sin haberse preguntado jamás si no dejaban escapar la viva, la frágil, la estremecida “historia”. La oposición estructura-devenir no es pertinente ni para la definición del campo histórico, ni, sin duda, para la definición de un método estructural.
Esta mutación epistemológica de la historia nc ha terminado todavía hoy. No data de ayer, sin embargo, ya que se puede sin duda hacer remontar su primer momento a Marx. Pero tardó en producir sus efectos. Todavía hoy, y sobre todc por lo que se refiere a la historia del pensamiento no ha sido registrada ni se ha reflexionado en ella cuando otras transformaciones más recientes —las de la lingüística por ejemplo— han podido serlo Como si hubiera sido particularmente difícil, en esta historia que los hombres reescriben de propias ideas y de sus propios conocimientos, for mular una teoría general de la discontinuidad, dc las series, de los límites, de las unidades, de lo: órdenes específicos, de las autonomías y de la: dependencias diferenciadas. Como si, después d’ haberse habituado a buscar orígenes, a remonta] indefinidamente la línea de las antecedencias, reconstituir tradiciones, a seguir curvas evolutivas a proyectar teleologías, y a recurrir sin cesar a la: metáforas de la vida, se experimentara una repug nancia singular en pensar la diferencia, en descri 20
bir desviaciones y dispersiones, en disociar la forma tranquilizante de lo idéntico. O más exactamente, como si con esos conceptos de umbrales, de mutaciones, de sistemas independientes, de series limitadas —tales como los utilizan de hecho los historiadores—, costase trabajo hacer la teoría, sacar las consecuencias generales y hasta derivar de ellos todas las implicaciones posibles. Como si tuviéramos miedo de pensar el Otro en el tiempo de nuestro propio pensamiento.
Existe para ellò una razöñ. Si la historia del pensamiento pudiese seguir siendo el lugar de las continuidades ininterrumpidas, si estableciera sin cesar encadenamientos que ningún análisis pudiese deshacer sin abstracción, si urdiera en torno de cuanto los hombres dicen y hacen oscuras síntesis que se le anticiparan, lo prepararan y lo condu• jeran indefinidamente hacia su futuro, esa histona sería para la soberanía de la conciencia un abrigo privilegiado. La historia continúa, es el correlato indispensable de la función fundadora del sujeto: la garantfa de que todo cuanto le ha escapado podrá serle devuelto; la certidumbre de que el tiempo no dispersará nada sin restituirlo en una unidad recompuesta; la promesa de que el sujeto podrå un día —bajo la forma de la concienciå histórica— apropiarse nuevamente todas esas cosas mantenidas lejanas por la diferencia, restaurará su poderío sobre ellas y en ellas encontrar¾ lo que se puede muy bien llamar su morada. Hacer del análisis histórico el discurso del contenido y hacer de la conciencia humana el sujeto originario de todo devenir y de toda práctica son 2
las dos caras de un de pensamiento. El tiempo se concibe en él en término de totaliza ción y las revoluciones no son jamás en él otra cosa que tomas de conciencia.
Este tema, en formas diferentes, ha desempeña do un papel constante desde el siglo XIX: salvar contra todos los descentramientos, la soberania de sujeto, y las figuras gemelas de la antropología y del humanismo. Contra el descentramiento opera do por Marx —por el análisis histórico de las re laciones de producción, de las determinaciones eco nómicas y de la lucha de clases—, ha dado lugar, a fines del siglo XIX, a la búsqueda de una historia global, en la que todas las diferencias de una socie dad podrían ser reducidas a una forma única, a la organizaciÒn de una visión del mundo, al esta blecimiento de un sistema de valores, a un tipo coherente de civilización. Al descentramiento ope rado por la genealogía nietzscheana, opuso la bús queda de un fundamento originario que hiciese de la racionalidad el telos de la humanidad, y liga toda la historia del pensamiento a la salvaguarda de esa racionalidad, al mantenimiento de esa teo logia, y a la vuelta siempre necesaria hacia ese fundamento. En fin. más recientemente, cuando las investigaciones del psicoanálisis, de la lingüf.s tica, de la etnología, han descentrado al sujeto en relación con las leyes de su deseo, las formas de su lenguaje, las reglas de su acción, o los juegos de sus discursos míticos o fabulosos, cuando quedó claro que el propio hombre, interrogado sobre lo que él mismo era, no podía dar cuenta de su sexualidad ni de su inconsciente, de las formas sistemáticas de

22 INTRODUCCIÓN
su lengua o de la regularidad de sus ficciones, se reactivó otra vez el tema de una continuidad de la historia: una historia que no sería escansión, sino
devenir; que no sería juego de relaciones, sino dinamismo interno; que no sería sistema, sino duro trabajo de la libertad; que no sería forma, sino esfuerzo incesante de una conciencia recobråndose a sí misma y tratando de captarse hasta lo más profundo de sus condiciones: una historia que sería a la vez larga paciencia ininterrumpida y vivacidad de un movimiento que acaba por romper todos los límites. Para hacer valer este tema que opone a la ‘inmovilidad” de las estructuras, a su sistema “cerrado”, a su necesaria “sincronía”, la apertura viva de la historia, es preciso evidentemente negar en los propios análisis históricos el uso de la discontinuidad, la definición de los niveles y de los límites, la descripción de las series específicas, la puesta al día de todo el juego de las diferencias. Se ha llegado. pu.•s, al punto de antropologizar a Marx, a hacer de él un historiador de las totalidades y a volver a hallar en él el designio del humanismo; se ha negado, pues, al punto de interpretar a Nietzsche en los términos de la filosofía trascendental, y a rebajar su genealogía hasta el nivel de una investigación de lo primigenio; se ha llegado en fin a dejar a un lado, como si todavía no hubiera aflorado nunca, todo ese campo de problemas metodológicos que la historia nueva propone hoy. Porque, si se probara que la cuestión de las discontinuidades, de los sistemas y de las transformaciones, de las series y de los umbrales, se plantea en todas las disciplinas históricas (y en aquellas 23
que conciernen a las ideas o a las ciencias no menos que en aquellas que conciernen a la economía y las sociedades) , ¿cómo se podría entonces oponer con cierto aspecto de legimitidad el “devenir” al ’sistema”, el movimiento a las regulaciones circulares, o como se dice con una irreflexión bastante ligera, la “historia” a la “estructura”?
Es la misma función conservadora la que actúa en el tema de las totalidades culturales —para el cual se ha criticado y después disfrazado a Marx—, en el tema de una búsqueda de lo primigenio —que se ha opuesto a Nietzsche antes de tratar de trasponérselo—, y en el tema de una historia viva, continua y abierta. Se gritará, pues, que se asesina a la historia cada vez que en un análisis histórico —y sobre todo si se trata del pensamiento, de las ideas, o de los conocimientos— se vea utilizar de manera demasiado manifiesta las categorías de la discontinuidad y de la diferencia, las nociones de umbral, de ruptura y de transformación, la descripción de las series y de los límites. Se denunciarå en ello un atentado contra los derechos imprescriptibles de la historia y contra el fundamento de toda historicidad posible. Pero no hay que engañarse: lo que tanto se llora no es la desaparición de la historia, sino la de esa forma de historia que estaba referida en secreto, pero por entero, a la actividad sintética del sujeto; lo que se llora es ese devenir que debía proporcionar a la soberanía de la conciencia un abrigo más seguro, menos expuesto, que los mitos, los sistemas de parentesco, las lenguas, la sexualidad o el deseo; lo que se llora es la posibilidad de reanimar por el proyecto, el trabajo del sentido 24
o el movimiento de la totalización, el juego de las determinaciones materiales, de las reglas de práctica, de los sistemas inconscientes, de las relaciones rigurosas pero no reflexivas, de las correlaciones que escapan a toda experiencia vivida; lo que se llora es ese uso ideológico de la historia por el cual se trata de restituir al hombre todo cuanto, desde hace más de un siglo, no ha cesado de escaparle. Se habían amontonado todos los tesoros de otro tiempo en la vieja ciudadela de esa historia; se la creía sólida; se la había sacralizado; se la había convertido en el último lugar del pensamiento antropológico; se había creído poder capturar en ella a aque• llos mismos que contra ella se habían encarnizado; se había creído hacer de ellos unos guardianes vigilantes. Pero, en cuanto a esa vieja fortaleza, los historiadores la han abandonado hace mucho tiempo y han marchado a trabajar a otra parte; se ha advertido incluso que Marx o Nietzsche no aseguran la salvaguarda que se les había confiado. No hay que contar ya con ellos para conservar los privilegios, ni para afirmar una vez más —y Dios sabe, con todo, si haría falta en la aflicción de hoy— que al menos la historia estå viva y prosigue, que, para el sujeto atormentado, es el lugar del reposo, de la certidumbre, de la reconciliación, del sueño tranquilizador.
En este punto se determina una empresa cuyo plan han fijado de manera muy imperfecta, la Historia de la locura, El nacimiento de la clínica y 25
las Palabras y las cosas. Empresa para la cual se bata de tomar la medida de las mutaciones que operan en general en el dominio de la historia; pmpresa en la que se revisan los métodos, los límiges, los temas propios de la historia de las ideas; empresa por la que se trata de desatar las últimas sujeciones antropológicas; empresa que quiere, en cambio, poner de relieve cómo pudieron formarse esas sujeciones. Todas estas tareas han sido esbozadas con cierto desorden y sin que su articulación general quedara claramente definida. Era tiempo de darles coherencia, o al menos de intentarlo. El resultado de tal intento es el presente libro.
A continuación, y antes de comenzar, apunto algunas observaciones en previsión de todo equívoco.
—No se trata de transferir al dominio de la historia, y singularmente de la historia de los conocimientos, un método estructuralista que ya ha sido probado en otros campos de análisis. Se trata de desplegar los principios y las consecuencias de una transformación autóctona que estå en v{as de realizarse en el dominio del saber histórico. Que esta transformación, los problemas que plantea, los instrumentos que utiliza, los conceptos que en ella se definen y los que obtiene no sean,’ en cierta medida, ajenoska lo que se llama análisis tructural, es muy posible. Pero no es este el que, específicamente, se halla en juego;
—no se trata (y todavía menos) de utilizar la: categorías de las totalidades culturales (ya sean la visiones del mundo, los tipos ideales, el espiritu sin gular de las épocas) para imponer a la historia, y 26
pesar suyo, las formas del análisis estructural. Las series descritas, los límites fijados, las comparaciones y las correlaciones establecidas no se apoyan en las antiguas filosofías de la historia, sino que tienen por fin revisar las teleologías y las totalizaciones;
—en la medida en que se trata de definir un mé todo de análisis histórico liberado del tema antro pológico, se ve que la teoría que va a esbozarse aho. ra se encuentra, con las pesquisas ya hechas, en una doble relación. Trata de formular en términos generales (y no sin muchas rectificaciones, no sin muchas elaboraciones) los instrumentos que esas investigaciones han utilizado en su marcha o han fabricado para sus necesidades. Pero, por otra parte, se refuerza con los resultados obtenidos entonces para definir un método de análisis que esté puro de todo antropologismo. El suelo sobre el que reposa es el que ella misma ha descubierto. Las investigaciones sobre la locura y la aparición de una psicología, sobre la enfermedad y el nacimiento de una medicina clínica, sobre las ciencias de la vida, del lenguaje y de la economía han sido ensayos ciegos por una parte; pero se iban iluminando poco a poco, no sólo porque precisaban gradualmente su método, sino porque descubrían —en el debate sobre el humanismo y la antropologfa— el punto de su posibilidad histórica.
En una palabra, esta obra, como las que la han precedido, no se inscribe —al menos directamente ni en primera instancia— en el debate de la estructura (confrontada con la génesis, la historia y el devenir) sino en ese campo en el que se manifiestan, se cruzan, se entrelazan y se especifican 27
las cuestiones sobre el ser humano, la conciencia, el origen y el sujeto. Pero sin duda no habría error en decir que es ahí también donde se plantea el problema de la estructura.
Este trabajo no es la repetición y la descripción exacta de lo que se puede leer en la Historia de la locura, El nacimiento de la clínica, o Las palabras y las cosas. En un buen número de puntos es diferente. Comporta también no pocas correcciones y criticas internas. De una manera general, la Histoña de la locura concedía una parte bastante considerable, y por lo demás bastante enigmática, a lo que en ella se designaba como una “experiencia”, mostrando con eso hasta qué punto se estaba cerca de admitir un tema anónimo y general de la historia; en El nacimiento de la clínica, el recurso, intentado varias veces, al análisis estructural amenazaba esquivar lo específico del problema planteado y el nivel propio de la arqueología; fi-
nalmente, en Las palabras y las cosas, la ausencia de abalizamiento metodológico pudo hacer pensar en análisis en términos de totalidad cultural. No haber sido capaz de evitar esos peligros, me
apesadumbra; me consuelo diciéndome que esta-
ban inscritos en la empresa misma, ya que, para tomar sus medidas propias, tenía que desprenderse ella misma de esos métodos diversos y de esas diversas formas de historia; y además, sin las preguntas que me han sido hechas 3 sin las dificultades
En particular las primeras páginas de este texto han constituido, en una forma un tanto diferente, la respuesta a las preguntas formuladas por el Circulo de epistemolo-
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suscitadas, sin las objeciones, no habría visto, sin duda, dibujarse de manera tan precisa la empresa en la que, quiéralo o no, me encuentro en adelante comprometido. De ahí, la manera cautelosa, renqueante, de este texto: a cada momento, toma perspectiva, establece sus medidas de una parte y de de otra, se adelanta a tientas hacia sus límites, se da un golpe contra lo que no quiere decir, abre fosos para definir su propio camino. A cada momento denuncia la confusión posible. Declina su identidad, no sin decir previamente: no soy ni esto ni aquello. No es critico, la mayor parte del tiempo; no es por decir por lo que afirma que todo el mundo se ha equivocado a izquierda y derecha. Es definir un emplazamiento singular por la exterioridad de sus vecindades; es —más que querer reducir a los demås al silencio, pretendiendo que sus palabras son vanas— tratar de definir ese espacio blanco desde el que hablo, y que toma forma lentamente en un discurso que siento tan precario, tan incierto aún.
—¿No está usted seguro de lo que dice? ¿Va usted de nuevo a cambiar, a desplazarse en relación con las preguntas que se le hacen, a decir que las objeciones no apuntan realmente al lugar en que usted se pronuncia? ¿Se prepara usted a decir una
g£a, del E. N. S. (Cf. Cahiers pour l’analyse, núm. 9) . Por otra parte, se dio un esbozo de ciertos desarrollos, en respuesta a los lectores de Esprit (abril de 1968) .
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vez más que nunca ha sido usted lo que se le reprocha ser? Se estå preparando ya la salida que en su próximo libro le permitirá resurgir en otro

lugar y hacer burla como la está haciendo ahora: “No, no, no estoy donde ustedes tratan de descubrirme sino aquí, de donde los miro, riendo”.
—l Cómo! ¿Se imaginan ustedes que me tomaría tanto trabajo y tanto placer al escribir, y creen que me obstinaría, si no preparara —con mano un tanto febril— el laberinto por el que aventurarme, con mi propósito por delante, abriéndole subterråneos, sepultándolo lejos de sf mismo, buscån• dole desplomes que resuman y deformen su recorrido, laberinto donde perderme y aparecer finalmente a unos ojos que jamás volveré a encontrar? Más de uno, como yo sin duda, escriben para perder el rostro. No me pregunten quién soy, ni me pidan que permanezca invariable: es una mo• ral de estado civil la que rige nuestra documenta. ción. Que nos deje en paz cuando se trata de es. cribir.

LAS REGULARIDADES DISCURSIVAS 
LAS
La puesta en juego de los conceptos de discontinuidad, de ruptura, de umbral de límite, de serie, de transformación, plantea a todo análisis históri. co no sólo cuestiones de procedimiento sino pro. blemas teóricos. Son estos problemas los que van a ser estudiados aquí (las cuestiones de procedi miento se tratarán en el curso de próximas encues. tas empíricas, si es que cuento con la ocasión, el deseo y el valor de emprenderlas) Y Aún así, no se rán tratados sino en un campo particular: en disciplinas tan inciertas en cuanto a sus fronteras tan indecisas en su contenido, que se llaman histo ria de las ideas, o del pensamiento, o de las cien cias, o de los conocimientos.
Hay que realizar ante todo un trabajo negativo liberarse de todo un juego de nociones que diver sifican, cada una a su modo, el tema de la conti nuidad. No tienen, sin duda, una estructura con ceptual rigurosa; pero su función es precisa. Ta es la noción de tradición, la cual trata de provee de un estatuto temporal singular a un conjunto d fenómenos a la vez sucesivos e idénticos (o a menos análogos) ; permite repensar la dispersión de la historia en la forma de la misma; autoriza a reducir la diferencia propia de todo comienzo, para remontar sin interrupción en la asignación ind«
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finida del origen; gracias a ella, se pueden aislar las novedades sobre un fondo de permanencia, y transferir su mérito a la originalidad, al genio, a la decisión propia de los individuos, ral es también la noción de influencias, que suministra un soporte —demasiado mågico para poder ser bien analizado— a los hechos de trasmisión y de comunicación; que refiere a un proceso de índole causal (pero sin delimitación rigurosa ni definición teórica) los fenómenos de semejanza o de repetición; que liga, a distancia y a través del tiempo —como por la acción de un medio de propagación—, a unidades definidas como individuos, obras, nociones o teorías. Tales son las nociones de desarrollo y de evolución: permiten reagrupar una sucesión de acontecimientos dispersos, referirlos a un mismo y único principio organizador, someterlos al poder ejemplar de la vida (con sus juegos de adaptación, su capacidad de innovación, la correlación incesante de sus diferentes elemen tos, sus sistemas de asimilación y de intercambios) , descubrir, en obra ya en cada comienzo, un principio de coherencia y el esbozo de una unidad futura, dominar el tiempo por una relación perpetuamente reversible entre un origen y un término jamás dados, siempre operantes. Tales son, todavía, las nociones de “mentalidad” o de “espíritu”, que permiten establecer entre los fenómenos simultáneos o sucesivos de una época dada una comunidad de sentido, lazos simbólicos, un juego de semejanza y de espejo, o que hacen surgir como principio de unidad y de explicación la soberanía de una conciencia colectiva. Es preciso revisar esas
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síntesis fabricadas, esos agrupamientos que se admiten de ordinario antes de todo examen, esos vínculos cuya validez se reconoce al entrar en el ruego. Es preciso desalojar esas formas y esas fuerzas oscuras por las que se tiene costumbre de ligar entre sí los discursos de los hombres; hay que arrojarlas de la sombra en la que reinan. Y más que dejarlas valer espontáneamente, aceptar el no tener que ver, por un cuidado de método y en primera instancia, sino con una población de acontecimientos dispersos.
Hay que inquietarse también ante esos cortes o agrupamientos a los cuales nos hemos acostumbra. do. ¿Se puede admitir, tal cual, la distinción de los grandes tipos de discurso, o la de las formas o géneros que oponen unas a otras la ciencia, la literatura, la filosofía, la religión, la historia, la ficción, etc., y que hacen de ellas especies de grandes individualidades históricas? Nosotros mismos no estamos seguros del uso de esas distinciones en el mundo de discursos que es el nuestro. Con mayor razón cuando se trata de analizar conjuntos de enunciados que, en la época de su formulación, estaban distribuidos, repartidos y caracterizados de una manera totalmente distinta: después de todo la “literatura” y la “política” son categorías recientes que no se pueden aplicar a la cultura medieval ni aun a la cultura clásica, sino por una hipótesis retrospectiva y por un juego de analogías formales o de semejanzas semánticas; pero ni la literatura, ni la política, ni tampoco la filosofía ni las
ciencias, articulaban el campo del discurso, en los siglos XVII o XVIII, como lo han articulado en el
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siglo XIX. De todos modos, esos cortes —ya se trate de los que admitimos, o de los que son contempŒ ráneos de los discursos estudiados— son siempre ellos mismos categorías reflexivas, principios de clasificación, reglas normativas, tipos institucionalizados: son a su vez hechos de discursos que merecen ser analizados al lado de los otros, con los cuales tienen, indudablemente, relaciones complejas, pero que no son caracteres intrínsecos, autÓctonos y universalmente reconocibles.
Pero sobre todo las unidades que hay que mantener en suspenso son las que se imponen de la manera más inmediata: las del libro y de la obra. Aparentemente, ¿se las puede suprimir sin un artificio extremo? ¿No son dadas de la manera más cierta? Individualización material del libro, que ocupa un espacio determinado, que tiene un valor económico y que marca por sí mismo, por medio de cierto número de signos, los límites de su comienzo y de su fin; establecimiento de una obra a la cual se reconoce y a la cual se delimita atribuyendo cierto número de textos a un autor. Y sin embargo, en cuanto se analizan un poco mås detenidamente, comienzan las dificultades. ¿Uni• dad material del libro? ¿Puede ser la misma, tratåndose de una antología de poemas, de una recopilación de fragmentos póstumos del Tratado de las secciones cónicas, o de tomo de la Historia de Francia, de Michelet? ¿Puede ser la misma, tratándose de Un golpe de dados, del proceso de Gilles de Rais, del San Marco, de Butor, o de un misal católico? En otros términos, ¿no es la unidad material del volumen una unidad débil, accesoria,
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desde el punto de vista de la unidad discursiva de La que es soporte? Pero esta unidad discursiva, a su vez, ¿es homogénea y uniformemente aplicable? Una novela de Stendhal o una novela de Dostoievski no se individualizan como las de La comedia humana; y éstas a su vez no se distinguen las unas de las otras como” Ulises de La odisea. Y es porque las márgenes de un libro no están jamás neta ni rigurosamente cortadas: más allá del tftulo, las primeras líneas y el punto final, más allá de su configuración interna y la forma que lo autono• miza, está envuelto en un sistema de citas de otros libros, de otros textos, de otras frases, como un nudo en una red. Y este juego de citas y envfos no es homólogo, ya se trate de un tratado de matemåticas, de un comentario de textos, de un relato histórico o de un episodio en un ciclo novelesco; en uno y en otro lugar la humanidad del libro, incluso entendido como haz de relaciones, no puede ser considerada idéntica. Por más que el libro se dé como un objeto que se tiene bajo la mano, por más que se abarquille en ese pequeño paralelepípedo que lo encierra, su unidad es variable y relativa. No bien se la interroga, pierde su evidencia; no se indica a si misma, no se construye sino a partir de un campo complejo de discursos.
En cuanto a la obra, los problemas que suscita son más difíciles aún. Y sin embargo, ¿hay nada más simple en apariencia? Es una suma de textos que pueden ser denotados por el signo de un nombre propio. Ahora bien, esta denotación (incluso si se prescinde de los problemas de la atribución) no es una función homogénea: el nombre de un

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autor, ¿denota de la misma manera un texto publicado por él bajo su nombre, un texto que ha presentado con un seudónimo, otro que se haya encontrado después de su muerte en estado de esbozo, otro que no es más que una apuntación, un cuadernillo de notas, un “papel”? La constitución de una obra completa de un opus supone cierto -número de elecciones que no es fácil justificar ni aun formular: ¿basta agregar a los textos publicados por el autor aquellos otros que proyectaba imprimir y que no han quedado inconclusos sino por el hecho de su muerte? ¿Habrá que incorporar también todo borrador, proyecto previo, correcciones y tachaduras de los libros? ¿Habrá que agregar los esbozos abandonados? ¿Y qué consideración atribuir a las cartas, a las notas, a las conversaciones referidas, a las frases transcritas por IOs oyentes, en una palabra, a ese inmenso bullir de rastros verbales que un individuo deja en torno suyo en el momento de morir, y que, en un entrecruzamiento indefinido, hablan tantos lenguajes diferentes? En todo caso, el nombre “Mallarmé” no se refiere de4a misma manera a los temas ingleses, a las traducciones de Edgar Poe, a los poemas o a las respuestas dadas a investigaciones; igualmente, no es la misma la relación que existe entre el nombre de Nietzsche de una parte y de otra las autobiografías de juventud, las disertaciones escolares, los artículos filológicos, Zaratustra, Ecce homo, las cartas, las últimas tarjetas postales firmadas por “Dionysos” o “Kayser Nietzsche” y los innumerables cuadernillos en los que se cruzan las anotaciones del lavado de ropa con los proyectos de aforis-
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mos. De hecho, si se habla tan fácilmente y sin preguntarse más de la “obra” de un autor es porque se la supone definida por cierta función de expresión. Se admite que debe haber en ello un nivel (tan profundo como es necesario imaginarlo) en el” cual la obra se revela, en todos sus fragmentos, incluso los más minúsculos y los más inesenciales, como la expresión del pensamiento, o de la experiencia, o de la imaginación, o del inconsciente del autor, o aun de las determinaciones históricas en que estaba inmerso. Pero se ve también que semejante unidad, lejos de darse inmediatamente, está constituida por una operación; que esta operación es interpretativa (ya que descifra, en el texto, la transcripción de algo que oculta y que manifiesta a la vez); que, en fin, la operación que deterrhina el opus, en su unidad, y por consiguiente la obra en sí no será la misma si se trata del autor del Teatro y su doble o del autor del Tractatus y, por lo tanto, no se hablarå de una “obra” en el mismo sentido, en un caso o en otro. La obra no puede considerarse ni como unidad inmediata, ni como una unidad cierta, ni como una unidad homogénea.
Finalmente, última precaución para poner fuera de circuito las continuidades irreflexivas por las que se organiza, de antemano, el discurso que se trata de analizar: renunciar a dos temas que están ligados el uno al otro y que se enfrentan, según el uno, jamás es posible asignar, en el orden del discurso, la irrupción de un acontecimiento verdadero: más allá de todo comienzo aparente hay siempre un origen secreto, tan secreto y tan origi40
nario, que no se le puede nunca captar del todo en sí mismo. Esto, a tal grado que se nos volvería a conducir, a través de la ingenuidad de las cronologías, hacia un punto que retrocedería de manera indefinida, jamás presente en ninguna historia. Él mismo no sería sino su propio vacío, y a partir de él todos los comienzos no podrían jamás ser otra cosa que un recomienzo u ocultación (a decir verdad, en un solo y mismo gesto, esto y aquello) . A este tema se refiere otro según el cual todo discurso manifiesto reposaría secretamente sobre un “ya dicho”, y ese “ya dicho” no sería simplemente una frase ya pronunciada, un texto ya escrito, sino un “jamás dicho”, un discurso sin cuerpo, una voz tan silenciosa como un soplo, una escritura que no es más que el hueco de sus propios trazos. Se supone así que todo lo que al discurso le ocurre formular se encuentra ya articulado en ese semisilencio que le es previo, que continúa corriendo obstinadamente por bajo de él, pero al que recubre y hace callar. El discurso manifiesto no seria a fin de cuentas más que la presencia represiva de lo que no dice, y ese “no dicho” sería un vaciado que mina desde el interior todo lo que se dice El primer motivo hace que el anålisis histórico del discurso sea busca y repetición de un origen que escapa a toda determinación histórica; el otro le hace ser interpretación o escucha de un “ya dicho” que sería al mismo tiempo un “no dicho”. Es preciso renunciar a todos esos temas cuya función es garantizar la infinita continuidad del discurso y su secreta presencia en el juego de una ausencia siempre renovada. Estar dispuesto a
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acoger cada momento del discurso en su irrupción de acontecimiento; en esa coyuntura en que aparece y en esa dispersión temporal que le permita ser repetido, sabido, olvidado, transformado, borrado hasta en su menor rastro, sepultado, muy lejos de toda mirada, en el polvo de los libros. No hay que devolv_er el discurso a la lejana presencia del origen; hay que tratarlo en el juego de su instancia.
Estas formas previas de continuidad, todas esas síntesis que no problematizamos y que dejamos en pleno derecho, es preciso tenerlas, por lo tanto, en suspenso. No recusarlas definitivamente. sino sacudir la quietud con la cual se las acepta; mostrar que no se deducen naturalmente, sino que son siempre el efecto de una construcción cuyas reglas se trata de conocer y cuyas justificaciones hay que controlar; definir en qué condiciones y en vista de qué anålisis ciertos son legítimas; indicar las que, de todos modos, no pueden ya ser admitidas. Podría muy bien ocurrir, por ejemplo, que las nociones de “influencia” o de “evolución” dependan de una crítica que —por un tiempo más o menos largo— las coloquen fuera de uso. Pero en cuanto a la “obra”., pero en cuanto al “libro”, y

aun esas unidades como la “ciencia” o la “litera• tura”, ¿habremos de prescindir de ellas para siempre? ¿Habrá que tenerlas . por ilusiones, por construcciones sin legitimidad, por resultados mal adquiridos? ¿Habrå que renunciar a tomar todo apoyo, incluso provisional, sobre ellos y a darles jamás una definición? Se trata, de hecho, de arrancarlos a su casi evidencia, de liberar los problemas que 42
plantean, de reconocer que no son el lugar tranquilo a partir del cual se pueden plantear otras cuestiones (sobre su estructura, su coherencia, su sistematicidad, sus transformaciones) , sino que plantean por sí mismos todo un puñado de cuestiones (¿Qué son? ¿Cómo definirlos o limitarlos? ¿A qué tipos distintos de leyes pueden obedecer? ¿De qué articulación son capaces? ¿A qué subconjuntos pueden dar lugar? ¿Qué fenómenos específicos hacen aparecer en el campo del discurso?) . Se trata de reconocer que no son quizá, al fin y al cabo, lo que se creía a primera vista. En una palabra, que exigen una teoría, y que esta teoría no puede formularse sin que aparezca, en su pureza no sintética, el campo de los hechos de discurso a partir del cual se los construye.
Y yo mismo, a mi vez, no haré otra cosa. Indudablemente, tomaré como punto de partida unidades totalmente dadas (como la psicopatología, o la medicina, o la economía política) ; pero no me colocaré en el interior de esas unidades dudosas para estudiar su configuración interna o sus secretas contradicciones. No me apoyaré sobre ellas más que el tiempo de preguntarme qué unidades forman; con qué derecho pueden reivindicar un dominio que las individualiza en el tiempo; con arreglo a qué leyes se forman; cuáles son los acontecimientos discursivos sobre cuyo fondo se recortan, y si, finalmente, no son, en su individualidad aceptada y casi institucional, el efecto de superficie de unidades más consistentes. No aceptaré los conjuntos que la historia me propone más que para examinarlos al punto; para desenlazarlos y saber
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si es posible recomponerlos legítimamente; para saber si no hay que reconstituir otros con ellos; para llevarlos a un espacio más general que, disipando su aparente familiaridad, permita elaborar su teoría,
Una vez suspendidas esas formas inmediatas de continuidad se encuentra, en efecto, liberado todo un dominio. Un dominio inmenso, pero que se puede definir: está constituido por el conjunto de todos los enunciados efectivos (hayan sido hablados y escritos) , en su dispersión de acontecimientos y en la instancia que le es propia a cada uno. Antes de habérselas, con toda certidumbre, con una ciencia, o con unas novelas, o con unos discursos politicos, o con la obra de un autor o incluso con un libro, el material que habrá que tratar en su neutralidad primera es una multiplicidad de acontecimientos en el espacio del discurso en general. ASÍ aparece el proyecto de una descripcíðn pura de los acontecimientos discursivos como horizonte para la búsqueda de las unidades que en ellos se forman. Esta descripción se distingue fácilmente del análisis de la lengua. Ciertamente no se puede establecer un sistema lingüístico (a no ser que se construya artificialmente) más que utilizando un corPus de enunciados, o una colección de hechos de discurso; pero se trata entonces de definir, a partir de este conjunto que tiene un valor de muestra, unas reglas que permitan construir eventualmente otros enunciados aparte de ésos: incluso si ha desaparecido desde hace mucho tiempo, incluso si nadie la habla ya y se la ha restaurado basándose en raros fragmentos, una lengua constituye

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siempre un sistema para enunciados posibles: es un conjunto finito de reglas que autoriza un número infinito de pruebas. El campo de los acontecimientos discursivos, en cambio, es el conjunto siempre finito y actualmente limitado de las únicas secuencias lingüísticas que han sido formuladas, las cuales, pueden muy bien ser innumerables, pueden muy bien, por su masa, sobrepasar toda capacidad de registro, de memoria o de lectura, pero constituyen, no obstante, un conjunto finito. La cuestión que plantea el análisis de la lengua, a propósito de un hecho cualquiera de discurso, es siempre éste: ¿según qué reglas ha sido construido tal enunciado y, por consiguiente, según qué reglas podrían construirse otros enunciados semejantes? La descripción de los acontecimientos del discurso plantea otra cuestión muy distinta: ¿cómo es que ha aparecido tal enunciado y ningún otro en su
Se ve igualmente que esta descripción del discurso se opone a la historia del pensamiento. Aquí, tampoco se puede reconstituir un sistema de pensamiento sino a partir de un conjunto definido de discurso. Pero este conjunto se trata de tal manera que se intenta encontrar más allå de los propios enunciados la intención del sujeto parlante, su actividad consciente, lo que ha querido de• cir, o también el juego inconsciente que se ha transparentado a pesar de él en lo que ha dicho o en la casi imperceptible rotura de sus palabras manifiestas; de todos modos, se trata de reconstituir otro discurso, de recobrar la palabra muda, murmurante, inagotable que anima desde el in45
terior la voz que se escucha, de restablecer el texto menudo e invisible que recorre el intersticio de las líneas escritas y a veces las trastorna. El anålisis del pensamiento es siempre alegórico en relación con el discurso que utiliza. Su pregunta es infaliblemente: ¿qué es, pues, lo que se decía en aquello que era dicho? El análisis del campo dis, cursivo se orienta de manera muy distinta: se trata de captar el enunciado en la estrechez y la singu• laridad de su acontecer; de determinar las condi ciones de su existencia, de fijar sus limites de la manera más exacta, de establecer sus correlaciones con los otros enunciados que pueden tener víncu• los con él, de mostrar qué otras formas de enun• ciación excluye. No se busca en modo alguno, por bajo de lo manifiesto, la garrulería casi silenciosa de otro discurso; se debe mostrar por qué no podía ser otro de lo que era, en qué excluye a cualquiel otro, cómo ocupa, en medio de los demás y en relación con ellos, un lugar que ningún otro po dría ocupar. La pregunta adecuada a tal análisis se podría formular así: ¿cuál es, pues, esa singular existencia, que sale a la luz en lo que se dice, y en ninguna otra parte?
Hay que preguntarse para qué puede servir fi nalmente esta suspensión de todas las unidades ad mitidas, si se trata, en total, de recuperar las uni dades que se ha simulado interrogar en el comien zo. De hecho, la anulación sistemática de las uni dades dadas permite en primer lugar restituir al enunciado su singularidad de acontecimiento, y mostrar que la discontinuidad no es tan sólo uno de esos grandes accidentes que son como una falla 46
en la geología de la historia, sino ya en el hecho simple del enunciado. Se le hace surgir en su irrupción histórica, y lo que se trata de poner ante los ojos es esa incisión que constituye, esa irreductible —y muy a menudo minúscula— emergencia. Por trivial que sea, por poco importante que nos lo imaginemos en sus consecuencias, por rápidamente olvidado que pueda ser tras de su aparición, por poco entendido o mal descifrado que lo supongamos, un enunciado es siempre un acontecimiento que ni la lengua ni el sentido pueden agotar por completo. Acontecimiento extraño, indudablemente: en primer lugar porque está ligado por una parte a un gesto de escritura o a la articulación de una palabra, pero que por otra se abre a sí mismo una existencia remanente en el campo de una memoria, o en la materialidad de los manuscritos, de los libros y de cualquier otra forma de conservación; después porque es único como todo acontecimiento, pero se ofrece a la repetición, a la transformación, a la reactivación; finalmente, porque está ligado no sólo con situaciones que lo provocan y con consecuencias . que él mismo incita, sino a la vez, y según una modalidad totalmente distinta, con enunciados que lo preceden y que lo siguen.
Pero si se aísla, con respecto a la lengua y al pensamiento, la instancia del acontecimiento enunciativo, no es para diseminar una polvareda de hechos. Es para estar seguro de no referirla a operadores de síntesis que sean puramente psicológicos (la intención del autor, la forma de su intelecto, el rigor de su pensamiento, los temas que le obse47
sionan, el proyecto que atraviesa su existencia y le da significación) y poder captar otras formas de regularidad, otros tipos de conexiones. Relaciones de unos enunciados con otros (incluso si escapan a la conciencia del autor; incluso si se trata de enunciados que no tienen el mismo autor; incluso si los autores no se conocen entre sí) ; relaciones entre grupos de enunciados así establecidos (incluso si esos grupos no conciernen a los mismos dominios, ni a dominios vecinos; incluso si no tienen el mismo nivel formal; incluso si no Son el lugar de cambios asignables) • relaciones entre enunciados o grupos de enunciados y acontecimientos de un orden completamente distinto (técnico, económico, social, político) . Hacer aparecer en su pureza el espacio en el que se despliegan los acontecimientos discursivos no es tratar de restablecerlo en un aislamiento que no se podría superar; no es encerrarlo sobre si mismo; es hacerse libre para describir en él y fuera de él juegos de relaciones.
Tercer interés de tal descripción de los hechos de discurso: al liberarlos de todos los agrupamientos que se dan por unidades naturales inmediatas y universales, nos damos •la posibilidad de describir, pero esta vez, por un conjunto de decisiones dominadas, otras unidades. Con tal de definir claramente las condiciones, podría ser legítimo constituir, a partir de relaciones correctamente descritas, conjuntos discursivos que no serían arbitrarios, pero que quedarían no obstante invisibles. Indudablemente, esas relaciones no habrían sido fórmuladas jamás para ellas mismas en los enunciados en cuestión (a diferencia, por ejemplo, de esas rela-
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cionæ explicitas que el propio discurso plantea y dice, cuando adopta la forma de la novela, o se inscribe en una serie de teoremas matemáticos) . Sin embargo, no constituirían en modo alguno -una especie de discurso secreto que animase desde el interior los discursos manifiestos; no es, pues, una interpretación de los hechos enunciativos la que podría sacarlos a la luz, sino el análisis de su coexistencia, de su sucesión, de su funcionamiento mutuo, de su determinación recíproca, de su transformación independiente o correlativa.
Está excluido, sin embargo, que se puedan describir sin punto de referencia todas las relaciones que puedan aparecer así. Es preciso, en una primera aproximación, aceptar un corte provisional: una región inicial que el análisis alterará y reorganizará de ser necesario. En cuanto a esta región, ¿cómo circunscribirla? De una parte, es preciso elegir empíricamente un dominio en el que las relaciones corren el peligro de ser numerosas, densas, y relativamente fáciles de describir, ¿y en qué otra región los acontecimientos discursivos parecen estar mejor ligados los unos a los otros, y según relaciones mejor descifrables, que en aquella que se designa en general con el término de ciencia? Pero, por otra parte, ¿cómo adquirir el mayor número de posibilidades de captar en un enunciado, no el momento de sti estructura formal y de sus leyes de construcción, sino el de su existen.cia y de las reglas de su aparición, como no sea dirigiéndose a grupos de discursos poco formalizados y en los que los enunciados no parezcan engendrarse necesariamente según reglas de pura sin49
taxis? ¿Cómo estar seguro de escapar a cortes como los de la obra, a categorías como las de la influencia, de no ser proponiendo desdelel comienzo dominios bastante amplios, escalas cronológicas bastante vastas? En fin, ¿cómo estar seguro de no dejarse engañar por todas esas unidades o síntesis poco reflexionadas que se refieren al individuo parlante, al sujeto del discurso, al autor del texto, en una palabra, a todas esas categorías antropológicas? ¿Quizå considerando el conjunto de los enunciados a través de los cuales se han constituido esas categorías, el conjunto de los enunciados que han elegido por “objeto” el sujeto de los discursos (su propio sujeto) y han acometido la tarea de des plegarlo como campo de conocimientos?
Asf se explica el privilegio de hecho que he concedido a esos discursos de los que se puede decir, muy esquemáticamente, que definen las “ciencias del hombre”. Pero no es éste más que un privilegio de partida. Es preciso tener bien presentes en el espíritu dos hechos: que el análisis de los acontecimientos discursivos no estå limitado en modo alguno a semejante dominio y que, por otra parte, el corte de este mismo dominio no puede considerarse como definitivo, ni como absolutamente valedero; se trata de una primera aproximación que debe permitir que aparezcan relaciones con las que se corre el peligro de borrar los límites de este
primer esbozo.

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LAS FORMÃCIONES DISCURSIVAS
He acometido, pues, la tarea de describir relaciones entre enunciados. He tenido cuidado de no admitir como valedera ninguna de esas unidades que podían serme propuestas y que el hábito ponía a mi disposición. Tengo el propósito de no descuidar ninguna forma de discontinuidad, de corte, de umbral o de límite. Tengo el propósito de describir enunciados en el campo del discurso y las relaciones de que son susceptibles. Dos series de problemas, lo veo, se presentan al punto: una —que voy a dejar en suspenso de momento, para volver a ella más tarde— concierne a la utilización salvaje que he hecho de los términos de enunciado, de acontecimiento, de discurso; la otra concierne a las relaciones que pueden ser legítimamente descritas entre esos enunciados que se han dejado en su agrupamiento provisional y visible.
Hay, por ejemplo, enunciados que se tienen —y esto desde una fecha que fácilmente se puede fijar— por dependientes de la economía política, o de la biología, o de la psicopatología, y los hay también que se tienen por pertenecientes a esas continuidades milenarias —casi sin nacimiento— que se llaman la gramática o la medicina. Pero, ¿qué son esas unidades? ¿Cómo puede decirse que el análi51
sis de las enfermedades de la cabeza hecho por Willis y los clínicos de Charcot pertenecen al {nismo orden de discurso? ¿O que las invenciones de Petty están en relación de continuidad con la econometrfa de Neumann? ¿O que el análisis del juicio por los gramáticos de Port-Royal pertenecen al mismo domino que la demarcación de las alternancias vocálicas en las lenguas indoeuropeas? ¿Qué son, pues, la medicina, la gramática, Za economía política? ¿No son nada, sino una reagrupación retrospectiva por la cual las ciencias contemporåneas se hacen una ilusión en cuanto a su pro. pio pasado? ¿Son formas que se han instaurado de una vez para siempre y se han desarrollado soberanamente a través del tiempo? ¿Cubren otras unidades? ¿Y qué especie de relaciones hemos de reconocer valederas entre todos esos enunciados que forman, sobre un modo a la vez familiar e insistente, una masa enigmática?
Primera hipótesis —la que me ha parecido ante todo más verosímil y más fácil de someter a prueba—. los enunciados diferentes en su forma, dispersos en el tiempo, constituyen un conjunto si se refieren a un solo y mismo objeto. Así, los enunciados que pertenecen a la psicopatología parecen referirse todos a ese objeto que se perfila de diferentes maneras en la experiencia individual o social y que se puede designar como la locura. Ahora
bien, me he dado cuenta pronto de que la unidad del objeto “locura” no permite individualizar un conjunto de enunciados y establecer entre ellos una relación descriptible y constante a la vez. Y esto por dos motivos. Nos engañaríamos seguramente 52
si preguntáramos al ser mismo de la locura; a su contenido secreto, a su verdad muda y cerrada sobre si misma lo que se ha podido decir de ella en un momento dado. La enfermedad mental ha estado constituida por el conjunto de lo que ha sido dicho en el grupo de todos los enunciados que la nombraban, la recortaban, la describían, la explicaban, contaban sus desarrollos, indicaban sus diversas correlaciones, la juzgaban, y eventualmente le prestaban la palabra, articulando en su nombre discursos que debían pasar por ser los suyos. Pero hay mås: ese conjunto de enunciados está lejos de referirse a un solo objeto, formado de una vez para siempre, y de conservarlo de manera indefinida como su horizonte de idealidad inagotable; el objeto que se pone, como su correlato, por los enunciados médicos del siglo XVII o del siglo XVIII, no es idéntico al objeto que se dibuja a través de las sentencias jurfdicas o las medidas policiacas; de la misma manera, todos los objetos del discurso psicopatológico han sido modificados desde Pinel o desde Esquirol a Bleuler: no son de las mismas enfermedades de las que se trata aqul y allá; no se trata en absoluto de los mismos locos.
Se podría, se debería quizå sacar en consecuencia de esta multiplicidad de los objetos que no es posible admitir, como una unidad valedera, para constituir un conjunto de enunciados, el “discurso referente a la locura”. Quizå habría que atenerse a los únicos grupc»s de enunciados que tienen un único y mismo objeto: los discursos sobre la melancolfa, o sobre la neurosis. Pero pronto nos dariamos cuenta de que, a su vez, cada uno de esos
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discursos ha constituido su tema y lo ha elaborado hasta transformarlo por completo. De suerte que se plantea el problema de saber si la unidad de un discurso no está constituida, más bien que por la permanencia y la singularidad de un objeto, por el espacio en el que diversos objetos se perfilan y continuamente se transforman. La relación caracterfstica que permitiría individualizar un conjunto de enunciados relativos a la locura, ¿no seria entonces: la regla de emergencia simultánea o sucesiva de los diversos objetos que en ella se nombran, se describen, se aprecian o se juzgan? La unidad de los discursos sobre la locura no estaría fundada sobre la existencia del objeto “locura”, o la constitución de un horizonte único de objetividad: sería el juego de las reglas que hacen posible durante un período determinado la aparición de objetos, objetos recortados por medidas de discriminación y de represión, objetos que se diferencian en la práctica cotidiana, en la jurisprudencia, en la casuística religiosa, en el diagnóstico de los médicos, objetos que se manifiestan en descripciones patológicas, objetos que están como cercados por códigos o recetas de medicación, de tratamiento, de cuidados. Además, la unidad de los discursos sobre la locura sería el juego de las reglas que definen las transformaciones de esos diferentes objetos, su no identidäd a través del tiempo, la ruptura que se produce en ellos, la discontinuidad interna que susçænde su permanencia. De una manera paradójica, definir un conjunto de enunciados en lo que hay en él de individual consistiría en describir

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la dispersión de esos objetos, captar todos los intersticios que los separan, medir las distancias que reinan entre ellos; en otros términos: formular su ley de repartición.
Segunda hipótesis para definir un grupo de relaciones entre enunciados: su forma y su tipo de encadenamiento. Me había parecido, por ejemplo, que la ciencia médica, a partir del siglo XIX, se caracterizaba menos por sus temas o sus conceptos que por un determinado estilo, un determinado carácter constante de la enunciación. Por primera vez, la medicina no estaba ya constituida por un conjunto de tradiciones, de observaciones, de recetas heterogéneas, sino por un corpus de conocimientos que suponía una misma mirada fija en las cosas, una misma cuadrícula del campo perceptivo, un mismo análisis del hecho patológico según el espacio visible del cuerpo, un mismo sistema de transcripción de lo que se percibe en lo que se dice (el mismo vocabulario, el mismo juego de metáforas) ; en una palabra, me había parecido que la medicina se organizaba como una serie de enunciados descriptivos. Pero también en esto ha sido preciso abandonar tal hipótesis de partida y reconocer que el discurso clínico era tanto un conjunto de hipótesis sobre la vida y la muerte, de elecciones éticas, de decisiones terapéuticas, de reglamentos institucionales, de modelos de enseñanza, como un conjunto de descripciones; que éste, en todo caso, no podía abstraerse de aquéllos y que la enunciación descriptiva no era sino una de las formulaciones presentes en el discurso médico. Reconocer tam-
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bién que esta descripción no ha cesado de desplazarse; ya sea porque, desde Bichat a la patología celular, se han desplazado las escalas y los puntos de referencia, o porque, desde la inspección visual, la auscultación y la palpación al uso del microscopio y de los tests biológicos, el sistema de información ha sido modificado, o bien aun porque, desde la correlación anatómico-clínica simple al análisis fino de los procesos fisiopatológicos, el léxico de los signos y su desciframiento ha sido reconstituido por entero, o, finalmente, porque el médico ha cesado poco a poco de ser el lugar de registro y de interpretación de la información, y porque, al lado de él, al margen de él, se han constituido masas documentales, instrumentos de correlación y de las técnicas de análisis, que tiene ciertamente que utilizar, pero que modifican, con respecto del enfermo, su situación de sujeto observador.
Todas estas alteraciones, que nos conducen quizá hoy al umbral de una nueva medicina, se han depositado lentamente, en el transcurso del siglo XIX, en el discurso médico. Si se quisiera definir este discurso por un sistema codificado y normativo de enunciación, habría que reconocer que esta medicina se desintegró no bien aparecida y que sólo pudo formularse en Bichat y Inennec. Si existe unidad, el principio no es, pues, una forma determinada de enunciados; ¿no sería más bien el conjunto de las reglas que han hecho, simultánea o sucesivamente, posibles descripciones puramente perceptivas, sino también observaciones mediatizadas por instrumentos, pro56
tocolos de experiencias de laboratorios, cálculos estadísticos, comprobaciones epidemiológicas o demográficas, reglamentos institucionales, prescripciones terapéuticas? Lo que habría que caracteri- zar e individualizar sería la coexistencia de esos enunciados dispersos y heterogéneos; el sistema que rige su repartición, el apoyo de los unos sobre los otros, la manera en que se implican o se excluyen, la transformación que sufren, el juego de su relevo, de su disposición y de su remplazo.
Otra dirección de investigación, otra hipótesis: ¿no podrían establecerse grupos de enunciados, determinando el sistema de los conceptos permanentes y coherentes que en ellos se encuentran en juego? Por ejemplo, ¿el análisis del lenguaje y de los hechos gramaticales no reposa en los clásicos (desde Lancelot hasta el final del siglo XVIII) sobre un número definido de conceptos cuyo contenido y uso estaban establecidos de una vez para siempre: el concepto de juicio definido como la forma general y normativa de toda frase, los conceptos de sujeto y de atributo reagrupados bajo la categoría más general de nombre, el concepto de verbo utilizado como equivalente del de cópula lógica, el concepto de Palabra definido como signo de una representación, etc.? Se podría reconstituir así la arquitecttua.. conceptual de la gramática clásica. Pero también aquí se encontrarían pronto los límites: apenas, sin duda, se podrían describir con tales elementos los análisis hechos por los autores de PortRoyal; bien pronto se estaría obligado a comprobar la aparición de nuevos conceptos, algunos de 57
los cuales son quizå derivados de los primeros; pero los otros les son heterogéneos y algunos in• cluso son incompatibles con ellos. La noción de orden sintáctico natural o inverso, la de comple mento (introducida en el transcurso del siglo XVIII por Beauzée) , pueden sin duda integrarse aún en el sistema conceptual de la gramática de Port-Royal. Pero ni la idea de un valor originariamente expresivo de los sonidos, ni la de un saber primitivo envuelto en las palabras y tras. mitido oscuramente por ello, ni la de una regu. laridad en la mutación de las consonantes, ni el concepto del verbo como simple nombre que permite designar acción o una operación, son compatibles con el conjunto de los conceptos que podían utilizar Lancelot o Duclos. ¿Hay que ad mitir en tales condiciones que la gramática sólo en apariencia constituye una figura coherente, que todo ese conjunto de enunciados, de análisis de descripciones, de principios y de consecuen cias, de deducciones, es una falsa unidad que se ha perpetuado con ese nombre durante rnås de un siglo? Quizá se descubriera, no obstante, una unidad discursiva, si se la buscara no del lado de la coherencia de los conceptos, sino del lado de su emergencia simultánea o sucesiva, de des viación, de la distancia que los separa y even tualmente de su incompatibilidad. No se busca ria ya entonces una arquitectura de conceptos lo bastante generales y abstractos para significar to dos los demás e introducirlos en el mismo edificio deductivo; se probaría a analizar el juego de su: apariciones y de su dispersión.
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Finalmente, cuarta hipótesis para reagrupar los enunciados, describir su encadenamiento y dar cuenta de las formas unitarias bajo las cuales se presentan: la identidad y la persistencia de los temas. En “ciencias” como la economía o la biología, tan propicias a ia polémica, tan permeables a opciones filosóficas o morales, tan dispuestas en ciertos casos a la utilización política, es legítimo en primera instancia suponer que cierta temática es capaz de ligar, y de animar como un organismo que tiene sus necesidades, su fuerza interna y sus capacidades de sobrevivir, un conjunto de discurso. ¿No se podría, por ejemplo, constituir en unidad todo lo que desde Buffon hasta Darwin ha constituido el tema evolucionista? Tema ante todo más filosófico que científico, más cerca de la cosmología que de la biología; tema que más bien ha dirigido desde lejos unas investigaciones que nombrado, recubierto y explicado unos resultados; tema que suponía siempre más que se sabía, pero obligaba a partir de esa elección fundamental a transformar en saber discursivo lo que estaba esbozado como hipótesis o como exigencia. ¿No se podría, de la misma manera, hablar del tema fisiocrático? Idea
que postulaba, más allá de toda demostración y antes de todo análisis, el carácter natural de las tres rentas raíces; que suponía por consiguiente la primacía económica y política de la propiedad agraria; que excluía todo análisis de los mecanismos de la producción industrial; que implicaba, en cambio, la descripción del circuito del dinero en el interior de un Estado, de su distribución 59
entre las diferentes categorías sociales y de los canales por los cuales volvía a la producción, y que finalmente condujo a Ricardo a interrogarse sobre los casos en los que esa triple renta no aparecia, sobre las condiciones en que podría formarse, y a denunciar por consiguiente lo arbitrario del tema fisiocrático?
Pero a partir de semejante tentativa nos vemos conducidos a hacer dos comprobaciones inversas y complementarias. En un caso, la misma

temática se articula a partir de dos juegos de conceptos, de dos tipos de análisis, de dos campos de objetos totalmente distintos: la idea evolucionista, en su formulación más general, es quizá la misma en Benoît de Maillet, Bordeu o Diderot, y en Darwin; pero de hecho, lo que la hace posible y coherente no es en absoluto del mismo orden aquí’ que allí. En el siglo XVIII, la idea evolucionista se define a partir de un parentesco de las especies que forman un continuum prescrito desde la partida (únicamente las catástrofes de la naturaleza lo hubieran interrumpido) o constituido progresivamente por el desarrollo del tiempo. En el siglo XIX, el tema evolucionista concierne menos a la constitución del cuadro continuo de las especies, que a ia descripción de grupos discontinuos y el análisis de las modalidades de interacción entre un organismo cuyos elementos todos son solidarios y un medio que le ofrece sus condiciones reales de vida. Un solo tema, pero a partir de dos tipos de discurso. En el caso de la fisiocracia, por el contrario, la elección de Quesnay reposa exactamente sobre el 60
mismo sistema de conceptos que la opinión inversa sostenida por aquellos a quienes se puede llamar los utilitaristas. En aquella época, el análisis de las riquezas comportaba un juego de conceptos relativamente limitado y que se admitía por todos (se daba la misma definición de la moneda; se daba la misma explicación de los precios; se fijaba de la misma manera el costo de un trabajo) . Ahora bien, a partir de este juego conceptual único, había dos maneras de explicar la formación del valor, según se analizara a partir del cambio, o de la retribución de la -jornada de trabajo. Estas dos posibilidades inscritas en la teoría económica, y en las reglas de su juego conceptual, han dado lugar, a partir de los mismos elementos, a dos opciones diferentes.
Sería un error, pues, sin duda, buscar, en la existencia de estos temas, los principios de individualización de un discurso. ¿No habrá que buscarlos más bien en la dispersión de los puntos de elección que deja libres? ¿No serían las diferentes posibilidades que abre de reanimar unos temas ya existentes, de suscitar estrategias opuestas, de dar lugar a intereses inconciliables, de permitir, con un juego de conceptos determinados, jugar partidas diferentes? Más que buscar la permanencia de los temas, de las imágenes y de las opiniones

a través del tiempo, más que retrazar la dialéctica de sus conflictos para individualizar unos conjuntos enunciativos, ¿no se podría marcar más bien la dispersión de los puntos de elección y definir más allá de toda opción, de toda preferencia te-

måtica, un campo de posibilidades estratégicas?
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Heme aquí, en presencia de cuatro tentativas, de cuatro fracasos. . . y de cuatro hipótesis que las relevarían. Va a ser preciso ahora ponerlas a prueba. A propósito de esas grandes familias de enunciados que se imponen a nuestro hábito —y que se designan como la medicina, o la economía, o la gramática—, me había preguntado sobre qué podían fundar su unidad. ¿Sobre un dominio de objetos lleno, ceñido, continuo, geográficamente bien delimitado? Lo que he descubierto son más bien series con lagunas, y entrecruzadas, juegos de diferencias, de desviaciones, de sustitüciones, de transformaciones. ¿Sobre un tipo de finido y normativo de enunciación? Pero he encontrado formulaciones de niveles sobremanera diferentes y de funciones sobremanera heterogéneas, para poder ligarse y componerse en una figura única y påra asimilar a través del tiempo, más allá de las obras individuales, una especie de gran texto ininterrumpido. ¿Sobre un alfabeto bien definido de nociones? Pero nos encontramos en presencia de conceptos que difieren por la estructura y por las reglas de utilización, que se ignoran o se excluyen unos a otros y que no pueden entrar en la unidad de una arqúitectura lógica. ¿Sobre la permanencia de una temática? Pero se encuentran más bien posibilidades estra-
tégicas diversas que permiten la activación de temas incompatibles, o aun la incorporación de un mismo tema a conjuntos diferentes. De ahí la idea de describir esas mismas dispersiones; de buscar si entre esos elementos que, indudablemente, no se organizan como un edificio progre.

62 LAS REGULARIDADES DISCURSIVAS
sivamente deductivo, ni como un libro desmesurado que se fuera escribiendo poco a poco a lo largo del tiempo, ni como la obra de un sujeto colectivo, se puede marcar una regularidad: un orden en su aparición sucesiva, correlaciones en su simultaneidad, posiciones asignables en un espacio común, un funcionamiento recíproco, transformaciones ligadas y jerarquizadas. Un análisis tal no trataría de aislar, para describir su estructura interna, islotes de coherencia; no se asignaría la tarea de sospechar y de sacar a plena luz los conflictos latentes; estudiaría formas de repartición. O aun: en lugar de reconstituir cadenas de inferencia (como se hace a menudo en la historia de las ciencias o de la filosofía) , en lugar de establecer tablas de diferencias (como lo hacen los lingüistas) , describiría sistemas de disPersión.
En el caso de que se pudiera describir, entre cierto número de enunciados, semejante sistema de dispersión, en el caso de que entre los obje- tos, los tipos de enunciación, los conceptos, las elecciones temáticas, se pudiera definir una regularidad (un orden, correlaciones, posiciones en funcionamientos, transformaciones) , se dirá, por convención, que se trata de una formación disC}rsiva, evitando así palabras demasiado preñadas de condiciones y de consecuencias, inadecuadas por lo demás para designar semejante disÞersión, como “ciencia”, o “ideología”, o “teoría”, o “dominio de objetividad”. Se llamarán reglas de formación las condiciones a que están sometidos los elementos de esa repartición (objetos, moda63
lidad de enunciación, conceptos, elecciones temáticas) . Las reglas de formación son condiciones de existencia (pero también de coexistencia, de conservación, de modificación y de desaparición) en una repartición discursiva determinada.
Tal es el campo que hay que recorrer ahora; tales son las nociones que hay que poner a prueba y los análisis que hay que acometer. Los riesgos, lo sé, no son pequeños. Yo había utilizado para un primer planteo ciertos agrupamientos bastante laxos, pero bastante familiares: nada me prueba que volveré a encontrarlos al final del análisis, ni que descubriré el principio de su delimitación y de su individualización; las forma. ciones discursivas que haya de aislar no estoy seguro de que definan la medicina en su unidad global, la economía y la gramática en la curva de conjunto de su destino Histórico; no estoy seguro de que no introduzcan cortes imprevistos. Nada me prueba, tampoco, que semejante descripción pueda dar cuenta de la cientificidad (o de la nocientificidad) de esos conjuntos discursivos que he tomado como punto de ataque y que se dan todos en el comienzo con cierta presunción de racionalidad científica; nada me prueba que mi análisis no se sitúe en un nivel totalmente distinto, constituyendo una descripción irreductible a la epistemología o a la historia de las ciencias. Podría suceder aún que al final de tal empresa no se recuperen esas unidades que se han tenido en suspenso por principios de método: que se esté obligado a disociar las obras, a ignorar las influencias y las tradiciones, a abandonar defini64
tivamente la cuestión del origen, a dejar que se borre la presencia imperiosa de los autores; y que así desaparezca todo lo que constituía propiamente la historia de las ideas. El peligro, en suma, es que en lugar de dar un fundamento a lo que ya existe, en lugar de tranquilizarse por esta vuelta y esta confirmación final, en lugar de terminar ese círculo feliz que anuncia al fin, tras de mil astucias y otras tantas noches, que todo se ha salvado, estemos obligados a avanzar fuera de los paisajes familiares, lejos de las garantfas a que estamos acostumbrados, por un terreno cuya cuadrícula no se ha hecho aún y hacia un término que no es fácil de prever. Todo lo que, hasta entonces, velaba por la salvaguardia del historiador y lo acompañaba hasta el crepúsculo (el destino de la racionalidad y la teleología de las ciencias, el largo trabajo continuo del pensamiento a través del tiempo, el despertar y el progreso de la conciencia, su perpetua recuperación por sí misma, el movimiento no acabado pero ininterrumpido de las totalizaciones, la vuelta a un origen siempre abierto, y finalmente la temática histórico-trascendental) , ¿no corre todo eso el peligro de desaparecer, dejando libre para el análisis un espacio blanco, indiferente, sin interioridad ni promesa?
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LA FORMACIóN DE LOS OBJETOS
Hay que hacer ahora el inventario de las direcciones abiertas, y saber si se puede dar contenido a esa noción, apenas esbozada, de “reglas de formación”. Comencemos por la formación de los objetos. Y, para analizarla más fácilmente, por el ejemplo del discurso de la psicopatología, a partir del siglo XIX. Corte cronológico que se puede admitir con facilidad en un primer acercamiento. Signos suficientes nos lo indican. Retengamos tan sólo dos: la aceptación a principios de siglo de un nuevo modo de exclusión y de inserción dèl loco en el hospital psiquiátrico; y la posibilidad de recorrer en sentido inverso el camino de ciertas nociones actuales hasta Esquirol, Heinroth o Pinel (de la paranoia se puede remontar hasta la monomanía, del cociente intelec tual a la noción primera de la imbecilidad, de la parálisis general a la encefalitis crónica, de la neurosis de carácter a la locura sin delirio) ; en tanto que si queremos seguir más arriba aún el hilo del qiempo, perdemos al punto las pistas, los hilos se enredan, y la proyección de Du Laurens o incluso Van Swieten sobre la patología de Kraepelin o de Bleuler no da ya más que coincidencias aleatorias. Ahora bien, los objetos que ha tenido que tratar la psicopatología después de 66
esta cesura son muy numerosos, muy nuevos en una gran parte, pero también bastante precarios, cambiantes y destinados algunos de ellos a una rápida desaparición: al lado de las agitaciones motrices, de las alucinaciones y de los discursos desviantes (que estaban ya considerados como manifestaciones de locura, aunque se reconocían, delimitaban, describían y analizaban según otro patrón) se han visto aparecer otros que dependían de registros hasta entonces inutilizados: perturbaciones leves de comportamiento, aberraciones y trastornos sexuales, hechos de sugestión y de hipnosis, lesiones del sistema nervioso central, déficit de adaptación intelectual o motriz, criminalidad. Y sobre cada uno de estos registros, han sido nombrados, circunscritos, anal izados, rectificados después, definidos de nuevo, discuti-
dos, borrados, múltiples objetos. ¿Se puede establecer la regla a que estaba sometida su aparición? ¿Se puede saber de acuerdo con qué sistema no deductivo tales objetos han podido yuxtaponerse y sucederse para formar el campo desmenuzado —abundante en lagunas o pletórico según los puntos— de la psicopatología? ¿Cuál ha sido su régimen de existencia en tanto que objetos de discurso?
a) Sería preciso ante todo localizar las superficies primeras de su emergencia: mostrar dónde pueden surgir, para poder después ser designadas y analizadas, esas diferencias individuales que, según los grados de racionalización, los códigos conceptuales y los tipos de teoría, recibirán el estatuto de enfer-
LA FORMACIÓN DE LOS OBJETOS
medad, de enajenación, de anomalía, de demencia de neurosis o de psicosis, de degeneración, etc. Estas superficies de emergencia no son las mismas para las distintas sociedades. kas distintas épocas, y en las diferentes formas de discurso. Para atenerse a ha psicopatología del siglo XIX, es probable que estuvie sen constituidas por la familia, el grupo social pró ximo, el medio de trabajo, la comunidad religiosa (todos los cuales son normativos, todos los cuales son sensibles a la desviación, todos los cuales tienen un margen de tolerancia y un umbral a partir del cual se requiere la exclusión; todos los cuales tie nen un modo de designación y de rechazo de la lo cura, todos los cuales transfieren a la medicina, ya que no la responsabilidad de la curación y del tra tamiento, al menos el cuidado de la explicación) aunque organizadas de un modo específico, esas su perficies de emergencia no son nuevas en el siglo XIX. En cambio, fue en esa época sin duda cuando comenzaron a funcionar nuevas superficies de apa rición: el arte con su normatívidad propia, la se xualidad (sus desviaciones en relación con entredi chos habituales se convierten por primera vez en objeto de señalamiento, de descripción y de análi sis para el discurso psiquiátrico), la penalidad (en tanto que la locura en las épocas anteriores se se paraba cuidadosamente de la conducta criminal y valia como excusa, la criminalidad se convierte también —y esto dese las famosas “monomanías ho micidas”— en una forma de desviación más o menos emparentada con la locura). Ahí, en esos campos de diferenciación primera, en las distancias, las discon tinuidades y los umbraies que se manifiestan, el dis curso psiquiátrico encuentra la posibilidad de de limitar su dominio, de definir aquello de que se

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habla, de darle el estatuto de objeto, y por lo tanto, de hacerlo aparecer, de volverlo nominable y descriptible.
b) Habría que describir además ciertas instancias de delimitación: la medicina (como institución reglamentada, como conjunto de individuos que constituyen el cuerpo médico, como saber y práctica, como competencia reconocida por la opinión, la justicia y la administración) ha llegado a ser en el siglo XIX la instancia mayor que en la sociedad aisla, designa, nombra e instaura la locura como objeto; pero no ha sido la única que ha desempeñado tal papel: la justicia, y singularmente la justicia penal (con las definiciones de la excusa, la irresponsabilidad, las cir. cunstancias atenuantes, y con el empleo de nociones como las de crimen pasional, de herencia, de peligro social), la autoridad religiosa (en la medida en que se establece como instancia de decisión que separa lo místico de lo patológico, Io espiritual de lo corporal, lo sobrenatural de lo anormal, y en que practica la dirección de conciencia, más para un conocimiento de los individuos que para una clasificación casuística de las acciones y de las circunstancias), la critica literaria y artística (que en el curso del siglo trata la obra cada vez menos como un objeto de gusto que hay que juzgar, y cada vez más como un lenguaje que hay que interpretar y en el que hay que reconocer los juegos de expresión de un autor).
c) Analizar, finalmente, las rejillas de especificacidn; se trata de los sistemas según los cuales se separa, se opone, se entronca, se reagrupa, se clasifica, se hacen derivar unas de otras las diferentes “10curas” como objetos del discurso psiquiátrico (esas rejillas de diferenciación han sido en el siglo XIX: el alma, como grupo de facultades jerarquizadas, ve cinas y más o menos interpenetrables; el cuerpo, co mo volumen tridimensional de órganos que están unidos por esquemas de dependencia y de comuni cación; la vida y la historia de los individuos como serie lineal de fases, entrecruzamiento de rastros conjunto de reactivaciones virtuales, repeticione psíquicas; los juegos de las correlaciones neuropsi cológicas como sistemas de proyecciones reciprocas, y campo de causalidad circular).
Tal descripción es por st misma todavía insu ficiente. Y esto por dos motivos. Los planos de emergencia que acaban de señalarse, esas instan cias de delimitación o esas formas de especifica ción, no suministran, enteramente constituido y armados por completo, unos objetos de los que el discurso de la psicopatología no tendría des pués sino hacer el inventario, clasificar y nom brar, elegir, cubrir finalmente de una armazón de palabras y de frases: no son las familias —con sus normas, sus entredichos, sus umbrales de sen sibilidad— las que señalan los locos y proponen “enfermos” al análisis o a la decisión de los psi quiatras; no es la jurisprudencia la que denuncia por sí misma a la medicina mental, bajo tal o cual asesinato, un delirio paranoico, o que sos pecha una neurosis en un delito sexual. El discur so es otra cosa distinta del lugar al que vienen a depositarse y superponerse, como en una simple superficie de inscripción, unos objetos instaura dos de antemano. Pero la enumeración de hace un momento es insuficiente también por una se 70
gunda razón. Ha fijado, unos tras otros, varios planos de diferenciación en los que los objetos del discurso pueden aparecer, pero, ¿qué relaciones existen entre ellos? ¿Por qué esta enumeración y no otra? ¿Qué conjunto definido y cerrado se supone circunscribir de ese modo? ¿Y cómo se puede hablar de un “sistema de formación” si no se conoce más que una serie de determinaciones diferentes y heterogéneas, sin lazos ni relaciones asignables?
De hecho, estas dos series de cuestiones remiten al mismo punto. Para captarlo, restrinjamos todavía más el ejemplo anterior. En el dominio tratado por la psicopatología en el siglo XIX, se ve aparecer muy pronto (desde Esquirol) toda una serie de objetos pertenecientes al registro de la delincuencia: la homicidad (y el suicidio) , los crímenes pasionales, los delitos sexuales, ciertas formas de robo, la vagabundez, y después, a través de ellos, la herencia, el medio reurógeno, los comportamientos de agresión o de autocastigo, las perversiones, los impulsos criminales, la sugestibilidad, etc. No sería adecuado decir que se trata en todo esto de las consecuencias de un descubrimiento: desciframiento, un buen día, por un psiquiatra, de una semejanza entre conductas criminales y comportamiento patológico; revelación de una presencia de los signos clásicos de la enajenación en ciertos delincuentes. Tales hechos están más allå de la investigación actual: el problema, en efecto, es saber lo que los ha hecho posibles, y cómo esos “descubrimientos” han podido ser seguidos de otros que se han vuelto a
LA FORMACIÓN DE LOS OBJETOS 71
(Xupar de ellos, los han rectificado, modificado y eventualmente anulado. De la misma manera, no sería pertinente atribuir la aparición de esos objetos nuevos para las normas propias de la sociedad burguesa del siglo XIX a un cuadriculado policiaco y penal, al restablecimiento de un nueyo código de justicia criminal, a la introducción y empleo de las circunstancias atenuantes, al aumento de la criminalidad. Sin duda todos estos procesos han tenido lugar efectivamente, pero no han podido por sí solos formar objetos para el discurso psiquiátrico; de proseguir la descripción a este nivel, nos quedaríamos, esta vez, de la parte de acá de lo que buscamos.
Si en nuestra sociedad, en una época determinada, el delincuente ha sido psicologizado y patologizado, si la conducta transgresiva ha podido dar lugar a toda una serie de objetos de saber, es porque en el discurso psiquiátrico se ha hecho obrar un conjunto de relaciones determinadas. Relación entre planos de especificación como las categorías penales y los grados de responsabilidad disminuida, y planos de caracterización psicológicos (las facultades, las aptitudes, los grados de desarrollo o de involución, los modos de reacción al medio, los tipos de caracteres, adquiridos, innatos o hereditarios) . Relación entre la instancia de decisión médica y la instancia de decisión judicial (relación, compleja a decir verdad, ya que la decisión médica reconoce totalmente la instancia judicial para la definición del crimen, el establecimiento de sus circunstancias y la sanción que merece; pero se reserva el aná-
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lisis de su génesis y la estimación de la responsabilidad comprometida) . Relación entre el filtro constituido por el interrogatorio judicial, los informes policiacos, la -investigación y todo el aparato de la investigación jurídica, y el filtro constituido por el cuestionario médico, los exámenes clínicos, la búsqueda de los antecedentes y los relatos biográficos. Relación entre las normas familiares, sexuales, penales del comportamiento de los individuos, y el cuadro de los síntomas patológicos y de las enfermedades de que son signos. Relación entre la restricción terapéutica en el medio hospitaliario. (con sus umbrales particulares, sus criterios de curación, su manera de delimitar lo normal y lo patológico) , y la restricción punitiva en la prisión (con su sistema de castigo y de pedagogía, sus criterios de buena conducta, de enmienda y de liberación) . Son estas relaciones las que, al obrar en el discurso psiquiåtrico; han permitido la formación de todo un conjunto de objetos diversos.
Generalicemos: el discurso psiquiátrico, en el siglo XIX, se caracteriza no por objetos privilegiados, sirio por la manera en que forma sus objetos, por lo demás muy dispersos. Esta formación tiene su origen én un conjunto de relaciones establecidas entre instancias de emergencia, de delimitación y de especificación. Diríase, pues, que una formación discursiva se define (al menos encuanto a. sus objetos) si se puede establecer semejante conjunto; si se puedé mostrar cómo cualquier objeto del discurso en cuestión encuentra en él su lugar y su ley de aparición; si se puede
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mostrar que es capaz de dar nacimiento simultånea o sucesivamente a objetos que se excluyen, sin que él mismo tenga que modificarse.
De ahí cierto número de observaciones y de
consecuencias.
l. Las condiciones para que surja un objeto de discurso, las condiciones históricas para que se pueda “decir de él algo”, y para que varias personas puedan decir de él cosas diferentes, las condiciones para que se inscriba en un dominio de parentesco con otros objetos, para que pueda establecer con ellos relaciones de semejanza, de vecindad, de alejamiento, de diferencia, de transformación, esas condiciones, como se ve, son numerosas y de importancia. Lo cual quiere decir que no se puede hablar en cualquier época de cualquier cosa; no es fácil decir algo nuevo; no basta con abrir los ojos, con prestar atención, o con adquirir conciencia, para que se iluminen al punto nuevos objetos, y que al ras del suelo lancen su primer resplandor. Pero esta dificultad no es sólo negativa; no hay que relacionarla con algún obstáculo cuyo poder sería exclusivamente el de cegar, trastornar, impedir el descubrimiento, ocultar la pureza de la evidencia o la obsti• nación muda de las cosas mismas; el objeto no aguarda en los limbos el orden que va a liberarlo y a permitirle encarnarse en una visible y gárrula objetividad; no se preexiste a sí mismo, retenido por cualquier obstáculo en los primeros bordes de la luz. Existe en las condiciones positivas de un haz complejo de relaciones.
2. Estas relaciones se hallan establecidas entre

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instituciones, procesos económicos y sociales, formas de comportamiento, sistemas de normas, técnicas, tipos de clasificación, modos de caracterización; y estas relaciones no están presentes en el objeto; no son ellas las que se despliegan cuando se hace su análisis; no dibujan su trama, la racionalidad inmanente, esa nervadura ideal que reaparece en su totalidad o en parte cuando se la piensa en la verdad de su concepto. No definen su constitución interna, sino lo que le permite aparecer, yuxtaponerse a otros objetos, situarse con relación a ellos, definir su diferencia, su irreductibilidad, y eventualmente su heterogeneidad, en suma, estar colocado en un campo de exterioridad.
3. Estas relaciones se distinguen ante todo de las relaciones que se podrí llamar “primarias” y que, independientemente de todo discurso o de todo objeto de discurso, pueden ser descritas entre instituciones, técnicas, formas sociales, etc. Después de todo, es bien sabido que entre la familia burguesa y el funcionamiento de las instancias y de las categorías judiciales del siglo XIX existen’ relaciones que se pueden analizar por sí mismas. Ahora bien, no siempre pueden superponerse a las relacibnes que son formadoras de obietos: las relaciones Ide dependencia que se pueden asignar a ese nivél primario no se expresan forzosamente en el planteamiento de relaciones que hacen posibles los objetos de discurso. Pero hay que distinguir además las rela-
ciones secundarias que se pueden encontrar formuladas en el propio discurso: lo que, por 75
ejemplo, los psiquiatras del siglo XIX han podido decir sobre las relaciones entre la familia y la Criminalidad, no reproduce, como es bien sabido, el juego de las dependencias reales; pero tampoco reproduce el juego de las relaciones que hacen posibles y sostienen los objetos del discurso psiquiátrico. Así, se abre todo, un espacio articulado de descripciones posibles: sistema de las relaciones Primarias o reales, sistema de las relaciones secundarias o reflexivas, y sistema de las relaciones que se pueden llamar propiamente discursivas. El problema consiste en hacer aparecer la especificidad de estas últimas y su juego con las otras dos.
4. Las relaciones discursivas, según se ve, no Son internas del discurso: no ligan entre ellos los conceptos o las palabras: no establecen entre las frases o las proposiciones una arquitectura deductiva o retórica. Pero no son, sin embargo, unas relaciones exteriores al discurso que lo li• mitar{an, o le impondrían ciertas formas, o lo obligarían, en ciertas circunstancias, a enunciar ciertas cosas. Se hallan, en cierto modo, en el límite del discurso: le ofrecen los objetos de que puede hablar, o más bien (pues esta imagen del ofrecimiento supone que los objetos estån formados de un lado y el discurso del otro) determinan el haz de relaciones que el discurso debe efectuar para poder hablar de tales y cuales objetos, para poder tratarlos, nombrarlos analizarlos, clasificarlos, explicarlos, etc. Estas relaciones caracterizan no a la lengua que utiliza el discurso, no a las circunstancias en las cuales se
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despliega, sino al discurso mismo • en tanto que práctica.
Se puede ahora cerrar el análisis y ver en qué medida realiza, y en qué medida igualmente modifica el proyecto inicial.
A propósito de esas figuras de conjunto que, de una manera insistente pero confusa, decían ser la psicología, la economía, la gramática, la medicina, se quería saber qué clase de unidad podia constituirlas: ¿no serían otra cosa que una reconstrucción posterior, a partir de obras singulares, de teorías sucesivas, de nociones o de temas, de los cuales unos habían sido abandonados, otros mantenidos por la tradición, otros recubiertos por el olvido y vueltos a la luz después? ¿No serían otra cosa que una serie de empresas ligadas?
Se había buscado la unidad del discurso del lado de los objetos mismos, de su distribución, del juego de sus difer41cias, de su proximidad o de su alejamiento, en una palabra, de lo que se da al sujeto parlante: y, finalmente, ha habido que ir a un planteamiento de relaciones que caracteriza la propia práctica discursiva, descubriéndose así no una configuración o una forma, sino un conjunto de reglas que son inmanentes a una práctica y la definen en su especificidad. Por otra parte, se había utilizado, a titulo de punto de referencia, una “unidad” como la psicopatologia. De haberle querido fijar una fecha de nacimiento y un dominio preciso, hubiese habido sin duda que encontrar la aparición de la palabra, definir a qué estilo de análisis podía apli77
carse y cómo se establecía su relación y división con la neurología de un lado y la psicología del otro. Lo que se ha sacado a la luz es una unidad de otro tipo, que no tiene verosímilmente las mismas fechas, ni la misma superficie o las mis• mas articulaciones; pero que puede dar cuenta de un conjunto de objetos para los cuales el término de psicopatología no era más que una rúbrica reflexiva, secundaria y clasificatoria. En fin, la psicopatología se daba como una distiplina, en vía de renovación sin cesar, marcada sin cesar por los descubrimientos, las críticas, los errores corregidos; el sistema de formación que se ha definido se mantiene estable. Pero enten• dámonos: no son los objetos los que se mantienen constantes, ni el dominio que forman; no son siquiera su punto de emergencia o su modo de caracterización; sino el establecimiento de una relación entre las superficies en que pueden aparecer, en que pueden delimitarse, en que pueden analizarse y especificarse.
Ya se ve: en las descripciones la exposición de cuya teoría acabo de intentar, no se trata de interpretar el discurso para hacer a través de él una historia del referente. En el ejemplo elegido no se trata de saber quién estaba loco en tal época, en qué consistía su locura, ni si sus trastornos eran idénticos a los que hoy nos son familiares. No nos preguntamos si los brujos eran locos ignorados y perseguidos, o si, en otro momento, no ha sido indebidamente convertida en objeto de la medicina una experiencia mística o estética. No se trata de reconstituir lo que po-
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día ser la locura en sí misma, tal como habría aparecido al principio a cualquier experiencia primitiva, fundamental, sorda, apenas articulada , 1 y tal como habría sido organizada a continuación (traducida, deformada, disfrazada, reprimida quizá•) por ‘los discursos y el juego oblicuo, con frecuencia retorcido, de sus operaciones. Sin duda, tal historia del referente es posible; no se excluye en el comienzo el esfuerzo para desensamblar y liberar del texto esas experiencias “prediscursivas”. Pero de lo que aquí se trata, no es de neu-

tralizar el discurso, de hacerlo signo de otra cosa y I de atravesar su espesor para alcanzar lo que permanece silenciosamente más allá de él; sino por el contrario mantenerlo en su consistencia, hacerlo surgir en la complejidad que le es proPia. En una palabra, se quiere, totalmente, prescindir de las “cosas’ I. “Des-presentificarlas”. Conjurar su rica, henchida e inmediata plenitud, de la cual se acostumbra hacer la ley primitiva de un discurso que no se desviaría de ellas sino por el error, el olvido, la ilusión, la ignorancia o la inercia de las creencias y de las tradiciones, o también por el deseo, inconsciente quizá, de no ver y de no decir. Sustituir el tesoro enigmático “de las cosas” previas al discurso, por la formación regular de los objetos que sólo en él se dir bujan. Definir esos objetos sin referencia al fondo de las cosas, sino refiriéndolos al conjunto de
Esto se ha escrito contra un tema explicito en la Historia dc la locura, y presente repetidas veces, de manera especial en el Prefacio.
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las reglas que permiten formarlos como objetos de un discurso y constituyen así sus condicio nes de aparición histórica. Hacer una historia de los objetos discursivos que no los hundiera en la profundidad común de un suelo originario, sino que desplegara el nexo de las regularidades que rigen su dispersión.
Sin embargo, eludir el momento de las “co sas mismas”, no es remitirse necesariamente al análisis lingüístico de la significación. Cuando se describe la formación de los objetos de un dis curso, se intenta fijar el comienzo de relaciones que caracterizan una práctica discursiva; no se determina una organización de léxico ni las es cansiones de un campo semántico: no se interroga el sentido atribuido en una época a los términos “melancolía” o “locura sin delirio”, ni la oposi ción de contenido entre “psicosis” y “neurosis”
Y no porque semejantes análisis se consideren ilegítimos o imposibles; pero no son pertinen tes cuando se trata de saber, por ejemplo, cómo ha podido la criminalidad convertirse en objeto de peritaje médico, o cómo la desviación sexua ha podido perfilarse como un tema posible de discurso psiquiátrico. El análisis dé los conteni dos léxicos define, ya sea los elementos de signi ficación de que disponen. los sujetos parlantes en una época dada, o bien la estructura semántica que aparece en la superficie de los discursos ya pronunciados. No concierne a la práctica discul siva como lugar en el, que se forma y se deforma o aparece y se borra una pluralidad entrecruza

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da —a la vez superpuesta y con lagunas— de objetos.
No se ha engañado en esto la sagacidad de los comentaristas: de un análisis como el que emprendo, las Palabras se hallan tan deliberadamente ausentes como las propias cosas; ni descriptïón de un vocabulario ni recurso a la plenitud viva de la experiencia. No se vuelve a la parte de acá del discurso, cuando nada se ha dicho aún y apenas si las cosas apuntan en una luz gris; no se pasa a la parte de allá para recobrar las formas que ha dispuesto y dejado tras de sí; nos mantenemos, tratamos de mantenernos al nivel del discurso mismo. Puesto que a veces hay que poner puntos sobre las fes aun de las ausencias más manifiestas, diré que en todas estas investigaciones en las que hasta ahora he avanzado tan poco, quisiera mostrar que los “discursos”, tales como pueden oírse, tales como pueden leerse en su forma de textos, no son, como podría esperarse, un puro y simple entrecruzamiento de cosas y de palabras: trama oscura de las cosas, cadena manifiesta visible y coloreada de las palabras; yo quisiera demostrar que el discurso no es una delgada superficie de contacto, o de enfrentamiento entre una realidad y una lengua, la intrincación de un léxico y de una experiencia; quisiera demostrar con ejemplos precisos que analizando los propios discursos se ve cómo se afloja el lazo al parecer tan fuerte de las palabras y de las cosas, y se desprende un conjunto de reglas adecuadas a la práctica discursiva. Estas reglas definen no la existencia muda de una rea-
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lidad, no el uso canónico de un vocabulario sino el régimen de los objetos. Las Palabras y las co sas es el título —serio— de un problema; es el título —irónico— del trabajo que modifica su forma, desplaza los datos, y revela, a fin de cuen tas, una tarea totalmente distinta. Tarea que consiste en no tratar —en dejar de tratar— los discursos como conjuntos de signos (de elemen tos significantes que envían a contenidos o a representaciones) , sino como prácticas que for man sistemáticamente los objetos de que hablan Es indudable que los discursos están formados por signos; pero lo que hacen es más que utili zar esos signos para indicar cosas. Es ese más lo que los vuelve irreductibles a la lengua y a la palabra. Es ese “mås’l’ lo que hay que revelan y hay que describir.
LA FORMACIóN DE LAS
MODALIDADES ENUNCIATIVAS
Descripciones cualitativas, relatos biográficos, señalamiento, interpretación y despiezo de los signos, razonamientos por analogía, deducción, estimaciones estadisticas, verificaciones experimentales y otras muchas formas de enunciados: he aquí lo que se puede encontrar, en el siglo XIX, en los discursos de los médicos. De los unos a los otros, ¿qué encadenamiento, qué necesidad? ¿Por qué éstos, y no otros? Habría que encontrar la ley de todas estas enunciaciones diversas, y el

lugar de donde vienen.
a) Primera pregunta: ¿Quién habla? ¿Quién, en el conjunto de todos los individuos parlantes, tiene derecho a emplear esta clase de lenguaje? ¿Quién es su titular? ¿Quién recibe , de él su singularidad, sus prestigios, y de quién, en retorno, recibe ya que no su garantía al menos su presunción de verdad? ¿Cuál es el estatuto de los individuos que tienen —y sólo ellos— e] derecho reglamentario o tradicional, jurídicamente definido o espontáneamente aceptado, de pronunciar semejante discurso? El estatuto (lel médico comporta criterios de competencia y de saber; instituciones, sistemas, normas pedagógicas; condiciones legales que dan derecho no sin fijar unos límites— a la práctica y a la experimentación
LAS MODALIDADES ENUNCIATIVAS 83
del saber. Comporta también un sistema de diferenciación y de relaciones (reparto de las atribuciones, subordinación jerárquica, complementaridad funcional, demanda, trasmisión e intercambio de informaciones) con otros individuos u otros grupos que PO. seen su propio estatuto (con el poder politico y sus representantes, con el poder judicial, con diferentes cuerpos profesionales, con las agrupaciones religiosas y, en su caso, con los sacerdotes). Comporta también cierto número de rasgos que definen su funcionamiento en relación con el conjunto que la sociedad (el papel que se le reconoce al médico según sea llamado por una persona privada o requerido, de una manera más o menos apremiante, por la soçiedad, según ejerza un oficio o desempeñe una funÇión; los derechos de intervención y de decisión que se le recdnocen en estos diferentes casos; lo que se le pide como vigilante, guardián y garante de la salud de una población, (le un grupo, de una familia, de un individuo; la parte que detrae (le la riqueza pública o de los particulares; la forma de contrato, explácito o implícito, que establece, ya con el grup•.) en el que ejerce, ya con el poder que le ha confiado una tarea, ya con el cliente que le ha pedido un consejo, una terapéutica, una curación). Este estatuto de los médicos es en general bastante curioso en todas las formas de sociedad y de civilización: cash nunca se trata de un personaje indeferenciado o intercambiable. La palabra médica no puede proceder de cualquiera; su valor, su eficacia, sus mismos poderes terapéuticos, y de una manera general su existencia como palabra médica, no son disociables del personaje estatutariamente definido que tiene el (lerecho de articularla, reivindicando para ella el poder de conjurar el dolor y la muerte. Pero también
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se sabe que ese estatuto ha sido profundamente modificado, en la civilización occidental a fines del siglo XVIII y en los comienzos del XIX, cuando la salud de las poblaciones se convirtió en una de las normas económicas requeridas por las sociedades industriales.
b) Es preciso describir también los årnbitos institucionales de los que el médico saca su discurso, y donde éste encuentra su origen legitimo y su punto de aplicación (sus objetos específicos y sus instrumentos de verificación). Estos ámbitos son para nuestras sociedades: el hospital, lugar de una observación constante, codificada, sistemática, a cargo de un personal médico diferenciado y jerarquizado, y que puede constitüir asf un campc» cuantificable de frecuencias; la práctica privada, que ofrece un dominio de observaciones más aleatorias, mucho menos numerosas, con más lagunas; pero que permiten a veces comprobaciones de alcance cronológico más
extenso, con un conocimiento mejor de los antecedentes y del medio; el laboratorio, lugar autónomo, durante mucho tiempo distinto del hospital, y donde se establecen ciertas verdades de orden general sobre el cuerpo humano, la vida, la enfermedad, las lesiones, que suministra ciertos elementos del diagnóstico, ciertos signos de la evolución, ciertos criterios de la curación, y que permite experimentaciones terapéuticas; finalmente, Io que podría Ilamarse “la biblioteca” D el campo documental, que comprende no sólo los libros o tratados tradicionalmente reconocidos como válidos, sino también el conjunto de los informes y observaciones publicados y trasmitidos, asf como la masa de informaciones estadísticas (concernientes al medio social, al clima, a las epidemias, al indice de mortalidad, a la fre-
LAS MODALIDADES ENUNCIATIVAS 85
cuencia de las enfermedades, a los focos de contagio, a las enfermedades profesionales) que pueden ser proporcionadas al médico por las administraciones, por otros médicos, por sociólogos, por geógrafos. También estos diversos “ámbitos” del discurso médico han sido profundamente modificados en el siglo XIX : la importancia del documento no cesa de aumentar (disminuyendo en igual medida la autoridad del libro o de la tradición); el hospital, que no habfa sido más que un lugar de citas para el discurso sobre las enfermedades y que cedía en importancia y en valor a la práctica privada (en la que las enfermedades abandonadas a su medio natural debían revelarse, en el siglo XVIII, en su verdad vegetal), se convierte entonces en el lugar de las ob- servaciones sistemáticas y homogéneas, de las confrontaciones en amplia escala, del establecimiento de las frecuencias y de las probabilidades, de la anulación de las variantes individuales, en una palabra, el lugar de aparición de la enfermedad, no ya como especie singular que despliega sus rasgos esenciales bajo la mirada del médico, sino como proceso medio, con sus puntos de referencia significativos, sus limites y sus posibilidades de evolución. Igualmente, fue en el siglo XIX cuando la práctica médica cotidiana se ha incorporado el laboratorio como lugar de un discurso que tiene las mismas normas experimentales que la ffsica, la química o la biología.
c) Las posiciones del sujeto se definen igualmente por la Situación que le es posible ocupar en cuanto a los diversos dominios o grupos de objetos: es sujeto interrogante de acuerdo con cierto patrón de interrogaciones explícitas o no, y oyente según cierto programa de información; es sujeto que mira, según una tabla de rasgos caracteris-
86 LAS REGULARIDADES DISCURSIVAS
ticos, y que registra según un tipo descriptivo; está situado a una distancia perceptiva óptima cuyos limites circunscriben la textura de la información pertinente; utiliza intermediarios instrumentales que modifican la escala de la información, desplazan al sujeto en relación con el nivel perceptivo medio o inmediato, aseguran su paso de un nivel superficial a un nivel profundo y lo hacen circular en el espacio interior del cuerpo: de los síntomas manifiestos a los órganos, de los órganos a los tejidos, y de los tejidos, finalmente, a las células. A estas situaciones perceptivas hay que añadir las posiciones que el sujeto pue-
de ocupar en la red de las informaciones (en la enseñanza teórica o en la pedagogía hospitalaria; en el sistema de la comunicación oral o de la documentación escrita: como emisor y receptor de observa-
ciones, de informaciones, de datos estadísticos, de proposiciones teóricas generales, de proyectos o de decisiones). Las diversas situaciones que puede ocupar el sujeto del discurso médico han sido redefinidas en los comienzos del siglo XIX con la organización de un campo perceptivo totalmente distinto (dispuesto en profundidad, manifestado por cambios instrumentales, desplegado por las técnicas quirúrgicas o los métodos de la autopsia, centrado en torno de los focos de lesión), y con el establecimiento de nåevos sistemas de registro de notación, de descripción, de clasificación, de integración en series numéricas y en estadísticas, con la institución de nuevas formas de enseñanza, de establecimiento de circuito de las informaciones, de relación con los demás dominios teóricos (ciencias o filosofía) y con las demás instituciones (de orden administrativo, politico o económico).
LAS MODALIDADES ENUNCIATIVAS 87
Si en el discurso clínico, el médico es sucesivamente el interrogador soberano y directo, el ojo que mira, el dedo que toca, el órgano de desciframiento de los signos, el punto de integración de descripciones ya hechas, el técnico de laboratorio, es porque todo un haz de relaciones se encuentra en juego. Relaciones entre el espacio hospitalario como lugar a la vez de asistencia, de observación purificada y sistemática y de terapéutica, parcialmente probada, parcialmente experimental, y todo un grupo de técnicas y de códigos de percepción del cuerpo humano, tal como está definida por la anatomía patológica; relaciones entre el campo de las observaciones mediatas y el dominio de las informaciones ya adquiridas; relaciones entre el papel del médico como terapeuta, su papel de pedagogo, su papel de relevo en la difusión del saber médico, y su papel de responsable de la salud pública en el åmbito social. Entendida como renovación de los puntos de vista, de los contenidos, de las formas y del estilo mismo de la descripción, de la utilización de los razonamientos inductivos o de probabilidades, de los tipos de asignación de la causalidad, en una palabra como renovación de las modalidades de enunciación, la medicina clínica no debe tomarse por el resultado de una nueva técnica de observación —la de la autopsia que se practicaba desde hacía mucho tiempo antes del siglo XIX—; ni como el resultado de la investigación de las causas patógenas en las profundidades del organismo —Morgagni la hacía ya a mediados del siglo xvm—; ni como el efecto de esa nueva institución que era la clínica hospitalaria —existía desde hacía décadas en Austria y en Italia—; ni como el resultado de la introducción del concepto de tejido en el Tratado de las membranas, de Bichat. Antes bien, como el establecimiento de relaciones en el discurso médico de cierto número de elementos distintos, de los cuales unos concernían al estatuto de los médicos, otros al lugar institucional y técnico de que hablaban, otros a su posición como sujetos que percibían, observaban, describían, enseñaban, etc. Puede decirse que este establecimiento de relaciones de elementos diferentes (algunos de los cuales son nuevos y otros preexistentes) ha sido efectuado por el discurso clínico: es él, en ‘tanto que práctica, el que instaura entre todos ellos un sistema de relaciones que no, está “realmente” dado ni constituido de antemano, y que si tiene una unidad, si las modalidades de enunciación que utiliza o a que da lugar no están simplemente yuxtapuestas por una serie de contingencias históricas, se debe a que hace actuar de manera constante ese haz de relaciones.
Una observación más. Después de haber comprobado la disparidad de los tipos de enunciación en el discurso clínico, no se ha tratado de reducirla haciendo aparecer las estructuras formales, las categorías, los modos de encadenamiento lógico, los tipos de razonamiento y de inducción, las formas de análisis y de síntesis que han podido ser empleados en un discurso; no se ha querido despejar la organizaciÓn racional que es capaz de dar a enunciados como los de la medi-

cina lo que comportan en cuanto a necesidad in-
LAS MODALIDADES ENUNCIATIVAS 89
trfnseca. No se ha querido tampoco referir a un acto de fundación o a una conciencia constituyente el horizonte general de racionalidad sobre el cual se han ido destacando poco a poco los progresos de la medicina, sus esfuerzos para ponerse en línea con las ciencias exactas, el mayor rigor de sus métodos de observación, y la lenta, la difícil expulsión de las imágenes o de los fantasmas que la habitan, la purificación de su sis• tema de razonamiento. En fin, no se ha intentado describir la génesis empírica ni los diversos componentes de la mentalidad médica: cómo se ha desplazado el interés de los médicos, de qué modelo teórico o experimental han sufrido la influencia, qué filosofía o qué temática moral ha definido el clima de su reflexión, a qué preguntas, a qué exigencias tenían que responder, qué esfuerzos hubieron de hacer pará liberarse de los prejuicios tradicionales, qué vías han seguido para la unificación y la coherencia jamás cumplidas, jamás alcanzadas de su saber. En suma, no se atribuyen las modalidades diversas de la enunciación a la unidad de un tema, ya se trate del tema considerado como pura instancia fundadora de racionalidad, o del tema considerado como función empírica de síntesis. Ni el “conocer”, ni los “conocimientos’ .
En el análisis propuesto, las diversas modalidades de enunciación, en lugar de remitir a la síntesis o a la función unificadora de un sujeto, manifiestan su dispersión. l A los diversos estatu-
1 A tal respecto, la expresión de “mirada médica” empleada en El nacimiento de la clínica no era muy feliz.

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tos, a los diversos ámbitos, a las diversas posiciones que puede ocupar o recibir cuando pronuncia un discurso. A la discontinuidad de los planos desde los que habla. Y si esos planos están unidos por un sistema de relaciones, éste no se halla establecido por la actividad sintética de una conciencia idéntica a sí misma, muda y previa a toda palabra, sino por la especificidad de una práctica discursiva. Se renunciará, pues, a ver en el discurso un fenómeno de expresión, la traducción verbal de una síntesis efectuada por otra parte; se buscarå en él más bien un campo de regularidad para diversas posiciones de subjetividad. El discurso, concebido así, no es la manifestación, majestuosamente desarrollada, de un sujeto que piensa, que conoce y que lo dice: es, por el contrario, un conjunto donde pueden determinarse la dispersión del sujeto y su discontinuidad consigo mismo. Es un espacio de exterioridad donde se despliega una red de ámbitos distintos. Acabo de demostrar que no era ni por las “palabras”, m por las “cosas” con lo que había que definir el régimen de los objetos propios de una formación discursiva; del mismo modo hay que reconocer ahora que no es ni por el recurso a un sujeto trascendental, ni por el recurso a una subjetividad psicológica como hay que definir el régimen de sus enunciaciones.
LA FORMACIóN DE
LOS CONCEPTOS
Quizá la familia de conceptos que se perfila en la obra de Linneo (e igualmente la que se en cuentra en Ricardo, o en la gramática de Port Royal) pueda organizarse en un conjunto cohe rente. Quizá se podría restituir la arquitectura deductivä que forma. En todo caso la experien cia merece ser tentada. . . y lo ha sido varias veces. Por el contrario, si se toma una escala más amplia, y se eligen como puntos de referencia disciplinas como la gramática, o la economía, o el estudio de los seres vivos, el juego de los concep tos que se ven aparecer no obedece a condicio nes tan rigurosas: su historia no es, piedra a piedra, la construcción de un edificio. ¿Habra que dejar esta dispersión(a la apariencia de su desorden y ver en ella un serie de sistemas con ceptuales cada cual con su organización propia y articulándose únicamente, ya sobre la perma nencia de los problemas, ya sobre la continuida de la tradición, ya sobre el mecanismo de las in fluencias? ¿No se podría encontrar una ley que diera cuenta de la emergencia sucesiva o simul tånea de conceptos dispares? ¿No se puede en contrar entre ellos un sistema de concurrencias que no sea una sistematicidad lógica? Más que 92
querer reponer los conceptos en un edificio deductivo virtual, habría que describir la organización del campo de enunciados en el que aparecen y circulan.
a) Esta organización comporta en primer lugar formas de sucesión. Y entre ellas, las diversas ordenaciones de las series enunciativas (ya sea el orden de las inferencias, de las implicaciones sucesivas y de los razonamientos demostrativos; o el orden de las descripciones, los esquemas de generalización o de especificación progresiva a que obedecen, las dis. tribuciones especiales que recorren; o el orden de los relatos y la manera en que los acontecimientos del tiempo se hallan repartidos en la serie lineal de los enunciados); los diversos tipos de dependencia de los enunciados (que no siempre son idénticos ni superponibles a las sucesiones manifiestas de la serie enunciativa: asf en cuanto a la dependencia hipótesis-verificación; aserción-crftica; ley general.aplicación particular), los diversos esquemas retóricos, según los cuales se pueden combinar grupos de enunciados (cómo se encadenan las unas con las otras, descripciones, deducciones, definiciones, cuya serie caracteriza la arquitectura de un texto). Sea por ejemplo el caso de la Historia natural en la época clásica: no utiliza los mismos conceptos que en el siglo XVI; algunos que son antiguos (género, especie, signos) cambian de utilización; otros (como el de estructura) aparecen; otros aún (el de organismo) se formarán mjs tarde; • pero lo que se modificó en el siglo XVII, y regirá la aparición y la recurrencia de los conceptos para toda la Historia natural, es la disposición general de los enunciados y su co. locación en serie en conjuntos determinados; es la
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manera de transcribir lo que se observa y de restituir, al hilo de los enunciados, un recorrido perceptivo; es la relación y el juego de subordinaciones entre describir, articular en rasgos distintivos, caracterizar y clasificar; es la posición recíproca de las observaciones particulares y de los principios generales; es el sistema de dependencia entre lo que •se ha aprendido, lo que se ha visto, Io que se ha deducido, lo que se admite como probable, lo que se postula. La Historia natural, en los siglos xvll y XVIII, no es simplemente una forma de conocimiento que ha do una nueva definición a los conceptos de “género” o de “carácter”, y que ha introducido conceptos nuevos como el de “clasificación natural”, o de ‘ ‘mam{fero”; es, ante todo, un conjunto de reglas para poner en serie unos enunciados, un conjunto de esquemas obligatorio de dependencias, de orden y de sucesiones en que se distribuyen los elementos recurrentes que puedan valer como conceptos.
b) La configuración del campo enunciativo comporta también formas de coexistencia. Éstas dibujan ante todo un campo de presencia (y con ello hay que entender todos los enunciados formulados ya en otra parte -y que -se repiten en un discurso a tftulo de verdad admitida, de descripción exacta, de razonamiento fundado o de premisa necesaria; hay que entender tanto los que son criticados, discutidos y juzgados, como aquellos que son rechazados o excluidos); en ese campo de presencia, las relaciones instauradas pueden ser del orden de la ve• rificación experimental, de la validación lógica, de la repetición pura y simple, de la aceptación justificada por la tradición y la autoridad, del comentario, de la búsqueda de las significaciones ocultas, del anålisis del error. Estas relaciones pueden ser expli-
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citas (y a veces incluso formuladas en tipos de enunciados especializados: referencias, discusiones criticas), o implícitas y comprendidas en los enunciados ordinarios. Aquí también es fácil comprobar que el campo de presencia de la Historia natural en la época clásica no obedece a las mismas formas, ni a los mismos criterios de elección, ni a los mismos principios de exclusión que en la época en que Aldrovandi recogía en un solo texto todo lo que sobre los monstruos había podido ser visto, observado, contado, mil veces referido de uno en otro, imaginado incluso por los poetas. Distinto de ese campo de presencia, se puede describir además un camPo de concomitancia (se trata entonces de los enunciados que conciernen a otros muy distintos dominios de objetos y que pertenecen a tipos de discurso totalmente diferentes, pero que actúan entre los enunciados estudiados; ya sirvan de confirmación ana lógica, ya sirvan de principio general y de premisas aceptadas para un razonamiento, ya sirvan de modelos que se pueden transferir a otros contenidos, o ya funcionen como instancia superior con la que hay que confrontar y a la que hay que someter al menos algunas de las proposiciones que se afirman): así el campo de concomitancia de la Historia natural en la época de Linneo y de Buffon se define por cierto número de referéncias a la cosmología, a la historia de la tierra, a la filosofía, a la teología, a la Escritura y a la exégesis bíblica, a las matemáticas (bajo la forma muy general de una ciencia del orden); y todas estas relaciones la oponen tanto al discurso de los naturalistas del siglo XVI, como al de los biólogos del XIX. Finalmente, el campo enunciativo comporta Io que se podría llamar un dominio de memoria (se trata de los enunciados que no son
LA FORMACIÓN DE LOS CONCEPTOS 95
ya ni admitidos ni discutidos, que no definen ya por consiguiente ni un cuerpo de verdades ni un dominio de validez, sino respecto de los cuales se establecen relaciones de filiación, de génesis, de transformación, de continuidad y de discontinuidad histórica): asf es como el campo de memoria de la Historia natural aparece, desde Tournefort, como singularmente estrecho y pobre en sus formas, comparado con el campo de memoria, tan amplio, tan acumulativo, tan bien especificado, que se dio la biología a partir del siglo XIX; aparece, por el contrario, como mucho mejor definido y mejor articulado que el campo de memoria que rodea en el Renacimiento la historia de las plantas y de los animales, porque entonces se distingufa apenas del campo de presencia: tenía la misma extensión y la misma forma que él, e implicaba las mismas relaciones.
c) Se pueden, finalmente, definir los procedimientos de intervención que pueden ser legftimamente aplicados a los enunciados. Estos procedimientos, en efecto, no son los mismos para todas las formaciones discursivas; las que en ellos se encÜentran utilizadas (con exclusión de todas las demås), las relaciones que las ligan y el conjunto que constituyen de este modo permiten especificar cada una de ellas. Estos procedimientos puéden aparecer: en las técnicas de reescritura (como, por ejemplo, las que permitieron a los naturalistas de la época clásica reescribir descripciones lineales en cuadros clasificatorios que no tienen ni las mismas leyes ni la misma configuración que las listas y los grupos de parentesco establecidos en la Edad Media o durante el Renacimientc); en métodos de transcripcidn de los enunciados (articulados en la lengua natural) según una lengua

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más o menos formalizada y artificial (se encuentra de unos construcción definen la configuración formal* otros, interna hábitos de retóricos;un texel proyecto y hasta cierto punto la realización en to; otros, los modos de relaciones y de interfeLinneo y en. Adanson); los modos de traduccidn de los enunciados cuantitativos en formulaciones cua- rencia entre textos diferentes; unos son caractelitativas y reciprocamente (establecimiento de re- rfsticos de una época determinada, otros tienen laciones entre medidas y descripciones puramente un origen lejano y un alcance cronológico muy perceptivas); los medios utilizados para acrecentar grande. Pero lo que pertenece propiamente a una la aProximaciön de los enunciados y refinar su exac- formación discursiva y lo que permite delimitar titud (el análisis estructural según la forma, el nú- el grupo de conceptos, dispares no obstante, que mero, la disposición y la magnitud de los elementos le son específicos, es la manera en que esos difeha permitido, a partir de Tournefort, una aproxima- rentes elementos se hallan en relación los unos ción mayor, y sobre todo más constante, de los enun- con los otros: la manera, por ejemplo, en que la ciados descriptivos); la manera como se delimita de ordenación de las descripciones o de los relatos nuevo —por extensión o restricción— el dominio de está unida a las técnicas de reescritura; la manera validez de los en unciados (la enunciación de los el campo de memoria está ligado a las

caracteres fort a Linneo, estructurales y se amplió se fue de limitando nuevo de de Buffon Tourne-a en los formas que enunciados de jerarquía de un y de texto; subordinación la manera que en rigenque
Jussieu); la enunciado transferencia la de manera un de campo la en caracterización que de aplicación se transfiere vegetal al otro un a tipo (comola ta.de están desarrollo ligados de los los enunciados modos de y aproximación los modos de y crí-de
xonomfa animal; o de la descripción de los rasgos tica, de comentarios, de interpretación de enunsuperficiales a loa elementos internos del organismo); ciados ya formulados, etc. Este haz de los métodos de sistematización de proposiciones que es lo que constituye _ un sistema de formación existen ya, por haber sido formulados antes, pero se- conceptual.
paradamente; o además los métodos de redistribu- La descripción de tal sistema no podría equición de enunciados ligados ya los unos a los otros, valer a una descripción directa e inmediata de pero que se recomponen en un nuevo conjunto los conceptos mismos. No se trata de hacer su sistemático (asf Adanson reordenando las caracte- lista exhaustiva, de establecer los rasgos comu-

rizaciones naturales que habían podido ser hechas nes que puedan tener, de hacer su clasificación, antes de él o por él mismo, en un conjunto de des- de medir la coherencia interna o probar su comcripciones artificiales cuyo esquema previo se formó mutua; no se toma como objeto de por medio de una combinatoria abstracta). patibilidad análisis la arquitectura conceptual de un texto
aislado, de una obra individual o de una ciencia Estos elementos cuyo análisis se propone son en un momento dado. Lo que hay que hacer es bastante heterogéneos. Unos constituyen reglas

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colocarse a cierta distancia de este juego conceptual manifiesto, e intentar determinar de acuerdo con qué esquemas (de seriación, de agrupamientos simul táneos, de modificación lineal o recíproca) pueden estar ligados los enunciados unos con otros en un tipo de discurso; se trata de fijar así cómo pueden los elementos recurrentes de los enunciados reaparecer, disociarse, re-

componerse, ganar en extensión o en determinación, volver a ser tomados en el interior de nuevas estructuras lógicas, adquirir en desquite nuevos contenidos semánticos, constituir entre ellos organizaciones parciales. Estos esquemas permiten describir, no las leyes de construcción interna de los conceptos, no su génesis progresiva e individual en el espíritu de un hombre, sino su dispersión anónima a través de textos, libros y obras. Dispersión que caracteriza un tipo de discurso y que define, entre los conceptos, formas de deducción, de derivación, de coherencia, pero también de incompatibilidad, de entrecruzamiento, de sustitución, de exclusión, de alteración reciproca, de desplazamiento, etc. Semejante análisis concierne, pues, en un nivel en cierto modo PreconcePtual, al campo en que los conceptos pueden coexistir y a las reglas a que está sometido ese campo.
Para precisar lo que hay que entender aquí por ‘ preconce ptual” , repetiré el ejemplo de los cuatro “esquemas teóricos”, estudiados en Las palabras y las cosas, y que caracterizan, en los siglos XVII y XVIII, la Gramática general. Estos cuatro
esquemas —atribución, articulación, designación
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y derivación— no designan unos conceptos efectivamente utilizados por los gramáticos clásicos; no permiten tampoco reconstituir, por encima de las diferentes obras gramaticales, una especie de sistema más general, más abstracto, más pobre, pero que, por esto mismo, descubriría la compatibilidad profunda de esos diferentes sistemas opuestos en apariencia. Permiten describir:
l . Cómo pueden ordenarse y desarrollarse los diferentes análisis gramaticales, y qué formas de sucesión son posibles entre los análisis del nombre, los del verbo y los de los adjetivos, los que conciernen a la fonética y los que conciernen a la sintaxis, los que conciernen a la lengua original y los que proyectan una lengua artificial. Estos diferentes órdenes posibles están prescritos por las relaciones de dependencia que se pueden fijar entre las teorías de la atribución, de la articulación, de la designación y de la derivación.
2. Cómo la gramática general constituye para sí un dominio de validez (según qué criterios se pucde discutir en cuanto a la verdad o el error de una proposición) ; cómo constituye para sí un dominio de normatividad (según qué criterios se excluyen ciertos enunciados como no pertinentes para el discurso, o como inesenciales y marginales, o como no científicos) ; cómo se constituye un dominio de actualidad (que comprende las solucio-
nes logradas, que define los problemas presentes, que sitúa los conceptos y las afirmaciones caídas en desuso) .
Qué relaciones mantiene la gramática general con la matesis (con el álgebra cartesiana y
100 LAS REGULARIDADES DISCURSIVAS
poscartesiana, con el proyecto de una ciencia general del orden) , con el análisis filosófico de la representación y la teoría de los signos, con la Historia natural, los problemas de la caracterización y de ‘la taxonomía, con el análisis de las riquezas y de los problemas de los signos arbitrarios de medida y de cambio: marcando estas relaciones, se pueden determinar las vías que de un dominio a otro permiten la circulación, el traslado, las modificaciones de los conceptos, la alteración de su forma o el cambio de su terreno de aplicación. La red, constituida por los cuatro segmentos teóricos no define la arquitectura lógica de todos los conceptos utilizados por gramáticos; dibuja el espacio regular de su formación.
4. Cómo han sido simultánea o • sucesivamente

posibles (bajo la forma de la elección alternativa, de la modificación o de la sustitución) las diversas concepciones del verbo ser, de la cópula, del radical verbal y de la desinencia (esto en cuanto al esquema teórico de la atribución) ; las diversas concepciones de los elementos fonéticos, del alfabeto, del nombre, de los sustantivos y de los adjetivos (esto en cuanto al esquema teórico de la articulación) ; los diversos conceptos de nombre propio y de nombre común, de demostrativo, de raíz nominal, de silaba o de sonoridad expresiva (esto en cuanto al segmento teórico de la designacidn) ; los diversos conceptos de lenguaje original y derivado, de metáfora y de figura, de lenguaje poético (esto en cuanto al segmento teórico de la derivación) .
El nivel “preconceptual” que se ha liberado 101
así no remite ni a un horizonte de idealidad ni a una génesis empírica de las abstracciones. De una parte, no es un horizonte de idealidad, situado, descubierto o instaurado por un gesto fundador, y hasta tal punto originario, que escaparía a toda inserción cronológica; no es, en los confines de la historia un apriori inagotable, a la vez fuera del tiempo, ya que escaparía a todo comienzo, a toda restitución genética, y en retro. ceso, ya que no podría ser jamás contemporáneo de si mismo en una totalidad explícita. De hecho, se plantea la cuestión al nivel del discurso mismo, que no es ya traducción exterior, sino lugar de emergencia de los conceptos; no se ligan las constantes del discurso a las estructuras ideales del concepto, sino que se describe la red conceptual a partir de las regularidades intrínsecas del discurso; no se somete la multiplicidad de las enunciaciones a la coherencia de los conceptos, ni ésta al recogimiento silencioso de una idealidad metahistórica; se establece la serie inversa: se reinstalan las intenciones puras de no-contra„ dicción en una red intrincada de compatibilidad y de incompatibilidad conceptuales; y se refiere este intrincamiento a las reglas que caracterizan una práctica discursiva. Por ello mismo, no es ya necesario apelar a los temas del origen indefinidamente retraído y del horizonte inagotable: la organización de un conjunto de reglas, en la práctica del discurso, aun en el caso de que no constituya un acontecimiento tan fácil de situar como una formulación o un descubrimiento, puede estar determinado, sin embargo, en el 102
elemento de la historia; y si es inagotable lo es en el sentido de que el sistema perfectamente descriptible que constituye, da cuenta de un juego muy considerable de conceptos y de un número muy importante de transformaciones que afectan a la vez esos conceptos y sus relaciones. Lo “preconceptual” descrito asf, en lugar de dibujar un horizonte que viniera del fondo de la historia y se mantuviera a través de ella, es por el contrario, al nivel más “superficial” (al nivel de los discursos) , el conjunto de las reglas que en él se encuentran efectivamente aplicadas.
Vemos que no se trata tampoco de una génesis de las abstracciones, intentando encontrar• la serie de las operaciones que han permitido constituirlas: intuiciones globales, descubrimientos de casos particulares, temas imaginarios puestos fuera de circuito, encuentro de obstáculos teóricos o técnicos, recursos sucesivos a modelos tradicionales, definición de la estructura formal adecuada, etc. En el análisis que se propone aquí, las reglas de formación tienen su lugar no en la “mentalidad” o la conciencia de los individuos, sino en el discurso mismQ,• se imponen, por consiguiente, según una especie de anonimato uniforme, a todos los individuos que se disponen a hablar en ese campo discursivo. Por otra parte, no se las supone universalmente valederas para todos los dominios, cualesquiera que éstos sean; se las describe siempre en campos discursivos determinados, y no se les reconoce desde el primer momento posibilidades indefinidas de extensión. Todo lo más, se puede, por una comparación sistemática, confrontar, de una región a otra, las reglas de formación de los conceptos: así se ha probado a poner de manifiesto las identidades y las diferencias que esos conjuntos de reglas pue den presentar, en la época clásica, en la Gramá tica general, en la Historia natural y en el Aná lisis de las riquezas. Esos conjuntos de reglas son lo bastante específicos en cada uno de esos domi nios para caracterizar una formación discursiva singular y bien individualizada; pero presentan las suficientes analogías para ver esas diversas formaciones constituyendo un agrupamiento dis cursivo más vasto y de un nivel más elevado. En todo caso, las reglas de formación de los concep tos, cualquiera que sea su generalidad, no son el resultado, depositado en la historia y sedimenta do en el espesor de los hábitos colectivos, de ope raciones efectuadas por los individuos; no cons tituyen el esquema descarnado de todo un tra bajo oscuro, en el curso del cual los conceptos hubieran aflorado a través de las ilusiones, los prejuicios, los errores, las tradiciones. El campo preconceptual deja aparecer las regularidades y compulsiones discursivas que han hecho posible la multiplicidad heterogénea de los conceptos, y más allá todavía, la abundancia de esos temas, de esas creencias, de esas representaciones a las que acostumbramos dirigirnos cuando hacemos la his toria de las ideas.
Para analizar las reglas de formación de los objetos, se ha visto que no se debía ni enraizarlos en las cosas ni referirlos al dominio de las pala bras; para analizar la formación de los tipos enun

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ciativos, no se debía referirlos ni al sujeto de co. nocimiento, ni a una individualidad psicológica. Tampoco, para analizar la formación de los conceptos, se debe referirlos ni al horizonte de la idealidad, ni al caminar empírico de las ideas.
LA FORMACIÓN DE
LAS ESTRATEGIAS
Discursos como la economía, la medicina, la gramática, la ciencia de los seres vivos, dan lugar a ciertas organizaciones de conceptos, a ciertos reagrupamientos de objetos, a ciertos tipos de enunciación, que forman según su grado de coherencia, de rigor y de estabilidad, temas o teorías: tema, en la gramática del siglo XVIII, de una len• gua originaria de la que se derivarían todas las demás, y cuyo recuerdo, a veces descifrable, llevarían consigo; teoría, en la filología del siglo XIX, de un parentesco —filiación o primazgo— entre todas las lenguas indoeuropeas, y de un idioma arcaico que les habría servido de punto de partida común; tema, en el siglo xvlll, de una evolución de las especies que desarrolla en el tiempo la continuidad de la naturaleza y explica las lagunas actuales del cuadro taxonómico; teoría, entre los fisiócratas, de una circulación de las riquezas a partir de la producción agrícola. Cualquiera que sea su nivel formal, se llamará, convencionalmente, “estrategias” a estos temas y teorías. El problema es saber cómo se distribuyen en la historia. ¿Una necesidad que las encadena, las hace inevitables, las llama exactamente a su lugar, a las unas tras de las otras, y hace de ellas 106
como las soluciones sucesivas de un solo y mismo problema? ¿O unos encuentros aleatorios entre ideas de origen diverso, infl uencias, descubrimientos, climas especulativos, modelos teóricos que la paciencia o el genio de los individuos dispusieran en conjuntos mejor o peor constituidos? A menos que no sea posible encontrar entre ellas una regularidad y que se esté en disposición de definir el sistema común de su formación.
En cuanto al análisis de estas estrategias, me es bastante difícil entrar en el detalle. La razón es sencilla: en los diferentes dominios discursivos cuyo inventario he hecho, de una manera sin duda bastante titubeante y, sobre todo en los comienzos, sin control metódico suficiente, se trata. ba siempre de describir la formación discursiva en todas sus dimensiones, y de acuerdo con sus caracterfsticas propias: había, pues, que definir cada vez las reglas de formación de los objetos, de las modalidades enunciativas, de los conceptos, de las elecciones teóricas. Pero ocurría que el punto difícil del análisis y lo que reclamaba mayor atención no eran siempre los mismos. En la Historia de la locura, se trataba de una formación discursiva cuyos puntos de elección teóricos eran bastante fáciles de fijar, cuyos sistemas conceptuales eran relativamente poco numerosos y sin complejidad, cuyo régimen enunciativo en fin era bastante homogéneo y monótono. Por el contrario, lo que planteaba problemas era la emergencia de todo un conjunto de objetos, muy en. redados y complejos; se trataba de describir ante todo, para fijar los puntos de referencia del con-
LA FORMACIÓN ESTRATEGIAS 107
junto del discurso psiquiátrico en su especificidad, la formación de esos objetos. En El nacimiento de la clínica, el punto esencial de la investigación era la manera en que se habían modificado, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, las formas de enunciación del discurso médico; el anålisis había, pues, operado menos sobre la formación de los sistemas conceptuales, o sobre la de las elecciones teóricas, que sobre el estatuto, el emplazamiento institucional y la situación y modo de inserción del sujeto disertante. En fin, en Las palabras y Zas cosas, el objeto del estudio lo constituían, en su parte principal, las redes de conceptos y sus reglas de formación (idénticas o diferentes) , tales como podían localizarse en la Gramática general, la Historia natural y el Análisis de las riquezas. En cuanto a las elecciones estratégicas, su lugar y sus implica• ciones han sido indicados (ya sea, por ejemplo, a propósito de Linneo y de Buffon, o de los fisiócratas y de los utflitaristas) ; pero su localización no ha pasado de ser sumaria, y el análisis no se ha detenido apenas sobre su formación. Hemos de decir que el análisis de las elecciones teóricas permanece aún en el telar hasta un estudio ulterior en el que podría ocupar lo esencial de la atenciÓn. Por el momento, es posible tan sólo indicar las direcciones de la investigación. Podrían resumirse así:
l. Determinar los Puntos de difracción posibles del discurso. Estos puntos se caracterizan en primer lugar como Puntos de incompatibilidad: dos objetos, o
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dos tipos de enunciación, o dos conceptos, pueden aparecer en la misma formación discursiva, sin po-

(1er entrar —so pena de contradicción manifiesta o inconsecuencia— en una sola serie de enunciados. Se caracterizan después como puntos de equivalen. cia.• los (lós elementos incompatibles están formaslos de la misma manera y a partir de las mismas reglas; sus condiciones ‘ de ‘aparición son idénticas; se sitúån a un mismo nivel, y en lugar de constituir un puro y sitpple defecto de coherencia, forman una alternativa: incluso si, según la cronología, no aparecen al mismo tiempo, incluso si no han tenido la misma importancia y si no han estado representados de manera igual en la multitud de los enunciados efectivos, se presentan bajo la forma del “o bien. . o bien”. En fin, se caracterizan como puntos de enganche de una sistematizaciön.: a partir de cada uno de esos elementos a la vez equivalentes e incompatibles se ha derivado una serie coherente de objetos, de formas enunciativas y de conceptos (con nuevos puntos de incompatibilidad, eventùaþnente, en cada serie). En otros términos, las dispersiones estudiadas en los niveles precedentes no constituyen simplemente desviaciones, no-identidades, series discontinuas, Iagunas; les sucede formar subconjuntos discursivos, aquellos mismos a los que de ordinario se atribuye una importancia mayor, como si fueran la unidad inmediata y la materia prima de que están hechos los conjuntos discursivos más vastos (”teorías”, ‘’concepciones”, “temas”). Por ejemplo, no se considerå, en un análisis como éste, que el Análisis de las ri- quezas, en el siglo XVIII, es la resultante (por vía de composición simultánea o de sucesión cronológica) de varias concepciones diferentes de la moneda, del trueque de los objetos de necesidad, de la forma-
LA FORMACIÓN ESTRATEGIAS 109
ción del valor y de los precios, o de la renta territorial; no se considera que esté constituido por las ideas de Cantillon sucediendo a las de Petty, por la experiencia de Law elaborada sucesivamente por teóricos diversos, y por el sistema fisiocrático en oposición a las concepciones utilitaristas. Se le describe más bien como una unidad de distribución que abre un campo de opciones posibles y permite que arquitecturas diversas y exclusivas las unas de las otras aparezcan juntas o por turno.
2. Pero no todos los juegos posibles se han realizado efectivamente: hay no pocos conjuntos parcia les, compatibilidades regionales, arquitecturas coherentes que hubiesen podido ver la luz y que no se han manifestado. Para dar cuenta de las elecciones que se han realizado entre todas aquellas que hubieran podido realizarse (y éstas únicamente) es preciso describir instancias específicas de decisión. En la primera categoría de éstas, el papel que desempeña el discurso estudiado en relación con los que le son contemporáneos y con él confinan. Es preciso, pues, estudiar la economía de la constelación discursiva la que pertenece. Puede desempeñar, en efecto, el papel de un sistema formal del cual otros discursos serían las aplicaciones a campos semánticos diversos; puede ser, por el contrario, el de un modelo concreto que hay que aportar a” otros discursos de un nivel de abstracción más elevado (asf la Gramática general, en los siglos XVII y XVIII, aparece como un modelo partictllar de la teoría general de los signos y de la representación). El discurso estudiado puede hallarse también en una relación de analogía, de oposición o de complementaridad con

otros determinados discursos (existe, pop ejemplo, relación de analogía, en la época clásica, entre el Anå.
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lisis de las riquezas y la Historia natural; la primera es a la representación de la necesidad y del deseo lo que la segunda es a la representación de las percepciones y de los juicios; se puede notar también que la Historia natural y la Gramática general se oponen entre sí como una teoria de los caracteres naturales y una teoría de los signos de convención, ambas, a su vez, se oponen al análisis de las Fiquezas como el estudio de los signos cualitativos al de los signos cuantitativos de medida; cada una, en fin, desarrolla uno de los tres papeles complementarios del signo representativo: designar, clasificar, inter. cambiar). Se puede, en fin, describir entre varios discursos relaciones de delimitación recíproca, cada uno de los cuales se atribuye las señales distintivas de su singularidad por la diferenciación de su dominio, de sus métodos, de sus instrumentos, de su dominio de aplicación (tales la psiquiatría y la medicina orgánica, que prácticamente no se distinguian una de otra antes de los últimos años del siglo XVIII, y que a partir de ese momento establecen una separación que las caracteriza). Todo juego de relaciones constituye un principio de determinación que permite o excluye en el interior de un discurso dado cierto número de enunciados: hay sistematizaciones conceptuales, encadenamientos enuncia- tivos, grupos organizaciones de objetos que hubieran sido posibles (y cuya ausencia al nivel de sus reglas propias de formación nada puede justificar), pero que han sido excluidos por una constelación aiscursiva de un nivel más elevado y de una extensión mayor. Una formación discursiva no ocupa, pues, todo el volumen posible que le abren por derecho los sistemas de formación de sus objetos, de sus enunciaciones, de sus conceptos; tiene, por esencia,
MACIÓN ESTRATEGIAS 111
lagunas, y esto por el sistema de formación de sus elecciones estratégicas. De ahi el hecho de que reasumida, colocada e interpretada en una nueva constelación, una formación discursiva determinada puede hacer que aparezcan posibilidades nuevas (asf en la distribución actual de los discursos científicos, la Gramática de Port-Royal o la Taxonomía de Linneo, pueden liberar elementos que son, en relación con ellas, a la vez intrínsecos e inéditos); pero no se trata entonces de un contenido silencioso que habría permanecido implícito, que habría sido dicho sin serlo, y que constituiría por debajo de los enunciados manifiestos una especie de subdiscurso más fundamental, volviendo al fin ahora a la luz del día, sino que se trata de una modificación en el principio de exclusión y de posibilidad de las elecciones; modificación debida a la inserción en una nueva constelación discursiva.
3. La determinación de las elecciones teóricas realmente efectuadas depende también de otra instan-l cia. Ésta se caracteriza ante todo por la función que debe ejercer el discurso estudiado en un camPo de Pråcticas no discursivas. Así, la Gramática general ha desempeñado un papel en la práctica pedagógica; de una manera mucho más manifiesta y mucho más importante, el análisis de las riquezas ha desempeñado un papel, no sólo en las decisiones politicas y económicas de los gobiernos, sino en las prácticas cotidianas, apenas conceptualizadas, apenas teorizadas, del capitalismo naciente, y en las luchas sociales y políticas que caracterizaran la época clásica. Esta instancia comporta también el régimen y los procesos de aPropíación del discurso; porque en nuestras sociedades (y en muchas otras, sin duda), la propiedad del discurso —entendida a la vez como
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derecho de hablar, competencia para comprender, acceso licito e inmediato al corpus de los enunciados formulados ya, capacidad, finalmente, para hacer entrar este discurso en decisiones, instituciones o prácticas— está reservada de hecho (a veces incluso de una manera reglamentaria) a un grupo determina. do de individuos; en las sociedades burguesas que se han conocido desde el siglo XVI, el discurso eco-

nómico no ha sido jamás un discurso común (como tampoco el discurso médico, o el discurso literario, aunque de otro modo). En fifi, esta instancia se caracteriza por las posiciones posibley del deseo en relación con el discurso: éste, en efé’cto, pgede ser lugar de escenificación fantasmagórica, elemento ee simbolización, forma del entredicho, instrumento de satisfacción derivada (esta posibilidad de estar en

relación con el deseo no se debe simplemente al ejercicio poético, novelesco o imaginario del discurso: los discursos sobre la riqueza, sobre la lengua, sobre la naturaleza, sobre la locura, sobre la vida y sobre la muerte, y muchos otros, quizá, que son bastante más abstractos, pueden ocupar en relación con el deseo situaciones bien determinadas). En todo caso, el análisis de esta instancia debe mostrar que ni la relación del discurso con el deseo, ni los procesos de su apro- piación, ni su papel entre las prácticas no discursivas, son extrínsecos a su unidad, a su caracterización y a las leyes de su formación. No son elementos perturbadores que, superponiéndose a su forma pura, neutra, intemporal y silenciosa, la reprimiesen e hiciesen hablar en su lugar un discurþ disfrazado, sino más bien elemen tos formadores.
Una formación discursiva será individualizada si se puede definir el sistema de formación de Eas
LA FORMACIÓN ESTRATEGIAS 113
diferentes estrategias que en ella se despliegan; en otros términos, si se puede mostrar cómo derivan todas ellas (a pesar de su diversidad a veces extrema, a pesar de su dispersión en el tiempo) de un mismo juego de relaciones. Por ejemplo, el análisis de las riquezas en los siglos XVII y XVIII, está caracterizado por el sistema que pudo formar a la vez el mercantilismo de Colbert y el “neomercantilismo” de Cantillon; la estrategia de Law y la de Paris-Duvern’ey; la opción fisiocrå• tica y la opción utilitarista. Y se habrá definido este sistema, si• se puede describir cómo los pun• tos de difracción del discurso económico derivan los unos de los otros, imperan unos sobre otros y •se imþl ican (cómo de una decisión a propósito
del concepto de valor deriva un punto de elección a propósito de los precios) ; cómo las elec• ciones efectuadas dependen de la constelación generak en la que figura el discurso económico (la elección en favor de la moneda-signo está relacionada con el lugar ocupado por el análisis de las riquezas, al lado de la teoría del lenguaje, del análisis de las representaciones, de la matesis y
de la ciencia del orden) ; cómo esas elecciones están ligadas con la función que ocupa el discurso económicõ Len la práctica del capitalismo naciente, con el proceso de apropiación de que es objeto por parte de la burguesía, con el papel que puede desempeñar en la realización de los intereses y de los deseos. El discurso económico, en la época clásica, se definía por una cierta manera constante de relacionar posibilidades de sistematización interiores de un discurso, otros discursos que
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le son exteriores y todo un campo, no discursivo, de prácticas, de apropiación, de intereses y de deseos.
Hay que notar que las estrategias así descritas no enraízan, de la parte de acá del discurso, en la profundidad muda de una elección a la vez preliminar y fundamental. Todos esos agrupamientos de enunciados que hay que describir no son la expresión de una visión del mundo que hubiese sido acuñada bajo las especies de las pa• labras, ni la traducción hipócrita de un interés que se abrigara bajo el pretexto de una teor\a•., tla historia natural en la época clásica es ofra cosa que el’ enfrentamiento, en los limbos que prece den a la historia manifiesta, entre una visión

(linneana) de un universo estático, ordenado, di. vidido en compartimientos y juiciosamente prometido desde su origen al cuadriculado clasificatorio, y Ila percepción todavía un poco confusa de una naturaleza heredera del tiempo, con el peso de sus accidentes, y abierta a la posibilidad de una evolución; igualmente, el análisis de las riquezas es otra cosa que el conflicto del interés entre una burguesía, convertida en terrateniente, que expresaba sus reivindicaciones económicas o políticas por boca de los fisiócratas, y una burguesfa comerciante que pedía medidas proteccionistas o liberales por el intermedio de los utilitaristas. Ni el Análisis de las riquezas, ni la His• toria natural, si se las interroga al nivel de su existencia, de su unidad, de su permanencia y de sus transformaciones, pueden ser consideradas como la suma de esas opciones diversas. Éstas, por
LA FORMACIÓN ESTRATEGIAS 115
el contrario, deben ser descritas como maneras sistemáticamente diferentes de tratar objetos de discurso (de delimitarlos, de reagruparlos o de separarlos, de encadenarlos y de hacerlos derivar unos de otros) , de disponer formas de enunciación (de elegirlas, de situarlas, de constituir series, de componerlas en grandes unidades retóricas) , de manipular conceptos (de darles reglas de utilización, de hacerlos entrar en coherencias regionales y de constituir asf arquitecturas conceptuales) . Estas opciones no son gérmenes de discursos (o éstos estarían determinados de antemano y prefigurados. bajo una forma casi microscópica) ; son maneras reguladas (y descriptibles como tales) de poner en obra pasibilidades de dis-
curso.
Pero estas estrategias no deben ser analizadaÿ tampoco como elementos secundarios que vinie-l ran a sobreponerse a una racionalidad discursi-, va, la cual sería, de derecho, independiente de ellos. No existe (o al menos, para la descripción histórica cuya posibilidad se traza aquí, no se puede admitir) una especie de discurso ideal, a la vez último e intemporal, al que elecciones de origen extrínseco habrían pervertido, atropellado, reprimido, prppulsado hacia un futuro quizá muy lejano; no ’se debe suponer, por ejemplo, que haya sobre la naturaleza o sobre la economía dos discursos superpuestos y entrerrenglonados: uno, que se prosigue lentamente, que acumula sus conocimientos y poco a poco se completa (discurso verdadero, pero que no existe en su pureza más que en los confines teleológicos de

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la historia) ; el otro, siempre arruinado, siempre recomenzado, en perpetua ruptura consigo mismo, compuesto de fragmentos heterogéneos (discursos de opinión que la historia, al filo del tiemPO, relega al pasado) . No hay una taxonomía natural que haya sido exacta, con la excepción quizá del fijismo; no hay una economía del intercambio y de la utilidad que haya sido verdadera, sin las preferencias y las ilusiones de una burguesia comerciante. La taxonomía clásica o el anålisis de las riquezas tales como han existido efectivamente, y tales como han constituido figuras históricas, comportan, en un sistema articulado
pero indisociable, objetos, enunciaciones, conceptos y elecciones teóricas. Y del mismo modo que
no se debía referir la formación de los objetos ni a las palabras ni a lay cosas, la de las enunciaciones ni a la forma pura del conocimiento ni al sujeto psicológico, la de los conceptos ni a la estructura de la idealidad ni a la sucesión de las ideas, tampoco se debe referir la formación de las elecciones teóricas ni a un proyecto fundamental ni al juego secundario de las opiniones.
VII
OBSERVACIONES Y CONSECUENCIAS
Hay que recoger ahora cierto número de indica• ciones diseminadas en los análisis precedentes, responder a algunas de las preguntas que no dejan éstos de hacer, y considerar ante todo la ob. jeción que amenaza cón presentarse, pues la pa. radoja de la empresa aparece al punto.

Para comenzar, yo había traído a juicio esas Unidades preestablecidas de acuerdo con las cuales se esconde tradicionalmente el dominio indefinido, monótono, copioso del discurso. No se trataba de discutir todo valor a egas unidades o I de querer prohibir su uso, sino de mostrar que reclaman, para ser definidas exactamente, una elaboración teórica. Sin embargo —y ahí es donde todos los anál isis precedentes aparecen muy problemáticos—, ¿se hacía necesario superponer a esas unidades quizá un tanto inciertas, en efecto, otra categoría de unidades menos visibles, más abstractas e indudablemente mucho más proble måticas? Incluso en el caso en que sus límites históricos y la especificidad de su. (”ganización son bastante fáciles de percibir (testigos la Gramática general o la Historia natural) , esas formaciones discursivas plantean problemas de localización mucho más difíciles que el libro o la obra. ¿Por qué, pues, proceder a reagrupamientos tan 118
dudosos en el momento mismo en que se problematizan los que parecían más evidentes? ¿Qué

dominio nuevo se espera descubrir? ¿Qué relaciones hasta ahora oscuras o implícitas? ¿Qué transformaciones fuera aún del alcance de los historiadores? En una palabra, ¿qué eficacia descriptiva puede concederse a esos nuevos análisis? A todas estas preguntas, trataré de dar las respuestas más adelante. Pero es preciso desde ahora responder a una interrogación que es inicial en cuanto a esos análisis ulteriores y final en cuanto a los precedentes: a propósito de esas formacio. nes discursivas que he intentado definir, ¿se está realmente en el derecho de hablar de unidades? ¿Es capaz el corte que se propone, de individualizar unos conjuntos? ¿Y cuál es la naturaleza de la unidad así descubierta o construida?
Se había partido de una comprobación: con la unidad de un discurso como el de la medicina clfnica o de la economía política, o de la historia natural, estamos ante una dispersión de elementos. Ahora bien, esta misma dispersión —con sus ‘lagunas, sus desgarraduras, sus entrecruzamientos, sus superposiciones, sus incompatibilidades, sus remplazos y sus sustituciones— puede estar descrita en su singularidad si se es capaz de determinar las reglas específicas según las cuales han sido formados objetos, enunciaciones, conceptos, opciones teóricas: si hay unidad, ésta no se halla en la coherencia visible y horizontal de los elementos reside, bastante de la parte de acå, en el sistema que’ hace posible y rige su formación. Pero, ¿con qué derecho se puede 119
hablar de unidades y de sistemas? ¿Cómo afirmar que se han individualizado bien unos conjuntos
discursivos, siendo así que de una manera bastante aventurada, se ha puesto en juego, detrás de la multiplicidad aparentemente irreductible de los objetos, de las enunciaciones, de los conceptos y de las elecciones, una masa de elementos, que no eran menos numerosos ni menos dispersos, sino que además eran heterogéneos los unos con los otros? Por otra parte, vemos que se han repartido todos esos elementos en cuatro grupos distintos cuyo modo de articulación no se ha definido en absoluto. ¿Y en qué sentido se puede decir que todos esos elementos, sacados a la luz detrás de los objetos, las enunciaciones, y los conceptos y las eserateöas de los discursos, aseguran la existencia de conjuntos no menos individualizables que unas obras o unos libros?
l . Ya se ha visto, y no hay sin duda necesidad de volver sobre ello: cuando se habla de un sistema de formación, no se entiende únicamente la yuxtaposición, la coexistencia o la interacción de elementoS heterogéneos (instituciones, técnicas, grupps sociales, organizaciones perceptivas, relaciones entre discursos diversos) , sino su entràda en relación —y bajo una forma bien de• terminada— por la práctica discursiva. Pero ¿qué ocurre a su vez con esos cuatro sistemas o más bien esos cuatro haces de relaciones? ¿Cómo pueden definir entre todos un sistema único de formación?
Se debe a que los diferentes niveles así definidos no son independientes los unos de los otros.
120 LAS’ REGULARIDADES DISCURSIVAS
Se ha mostrado que las elecciones estratégicas no surgen directamente de una visión del mundo o de un predominio de intereses que pertenecerían en propiedad a tal o cual sujeto parlante; pero que su misma posibilidad se halla determinada por puntos de divergencia en el juego de los con• ceptos; se ha mostrado también que los conceptos no estaban formados directamente sobre el fondo aproximativo, confuso y viviente de las ideas, sino a partir de las formas de coexistencia entre los enunciados; en cuanto a las modalidades de

enunciación, se ha visto que estaban descritas a partir de la posición que ocupa el sujeto de relación con el dominio de objetos de que habla. De esta manera, existe .un sistema vertical de dependencias: todas las posiciones del sujeto, todos los tipos de coexistencia entre enunciados, todas las estrategias discursivas, no son igualmente posibles, sino tan sólo aquellas que están autorizadas por los niveles anteriores; dado, por ejemplo, et sistema de formación que rigió, en el siglo XVIII, los objetos de la Historia natural (como individualidades portadoras de caracteres, y por .ello clasificables; como elementos estructurales susceptibles de variación; como superficies visibles y analizables; como campo de diferencias continuas y regulares) , ciertas modalidades de la enunciación están excluidas (por ejemplo, el desciframiento de los signos) , otras están implicadas (por ejemplo, la descripción según un código deter• minado) ; igualmente, dadas las diferentes posiciones que el sujeto del discurso puede ocupar (como sujeto que observa sin mediación instru-
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mental, como sujeto que saca, de la pluralidad perceptiva, los •únicos elementos de la estructura, como sujeto que transcribe esos elementos en un vocabulario codificado, etc.) , existe un cierto número de coexistencias entre los enunciados que están excluidos (como, por ejemplo, la reactivación erudita de lo ya dicho, o el comentario exegético de un texto sacralizado) , otras, por el contrario, que son posibles o exigidas (como la integración de enunciados total o parcialmente aná’ logos en un cuadro clasificatorio) . Los niveles no son, pues, libres los unos en relación con los
otros, ni se despliegan de acuerdo con una autonomía sin límite: de la diferenciación primaria de los objetos a la formación de las estrategias discursivas, existe toda una jerarquía de relaciones.
Pero las relaciones se establecen igualmënte en una dirección inversa. Los niveles inferiores no son independientes de los superiores a ellos. Las elecciones teóricas excluyen o implican, en los enunciados que las efectúan, la formación de ciertos conceptos, es decir ciertas formas de coexistencia entre los enunciados: así, en los textos de los fisiócratas no se encontrarán los mismos modos de integración de los datos cuantitativos y de las medidas, que en los análisis hechos por los utilitaristas. No es que la opción fisiocråtica pueda modificar el conjunto de las reglas que aseguran la formación de los conceptos económicos en el siglo XVIII, pero puede poner en, juego o excluir tales o cuales de esas reglas, y hacer aparecer, por consiguiente, ciertos conceptos (como,
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por ejemplo, el de producto neto) que no apare-

cen en ninguna otra parte. No es la elección teórica la que ha regulado la formación del concepto; pero lo ha producido por intermedio de
las reglas especificas de formación de los conceptos y por el juego de las relaciones que mantienë• con ese nivel.
2. Estos sistemas de formación no deben ser tomados por unos bloques de inmovilidad, unas formas estáticas que se impusieran desde el exterior al discurso y que definieran de una vez para siempre las características y las posibilidades. No son compulsiones que tuviesen su origen en los pensamientos de los hombres o en el juego de sus representaciones; pero tampoco son determinaciones que, formadas al nivel de las instituciones, o de las relaciones sociales o de la economía, viniesen a transcribirse por la fuerza en la superficie de los discursos. Estos sistemas —ya se ha insistido en ello. residen en el mismo discurso; o más bien (ya que no se trata de su interioridad y de ‘lo que puede contener, sino de su existencia especffica y de sus condiciones) en su frontera, en ese límite en el que se definen las reglas específicas que le hacen existir como tal. Por sistema de formación hay que entender, pues, un haz complejo de relaciones que funcionan como regla: prescribe lo que ha debido ponerse en relación, en una pråct(ca discursiva, para que ésta Se refiera a tal o cual objeto, para que ponga en juego tal o cual enunciación, para que. utilice tal o cual concepto, para que organice tal o cual estrategia. Definir en su individualidad singular un sistema de formación

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es, pues, caracterizar un discurso o un grupo de
enunciados por la regularidad de una práctica.
Conjunto de reglas para una práctica discursiva, el sistema de formación no es ajeno al tiempo. No

recoge todo lo que puede aparecer a través de una serie secular de enunciados en un punto inicial, que sería a la vez comienzo, origen, fundamento, sistema de axiomas, y a partir del cual las peripecias de la historia real no tendrían que hacer sino desarrollarse de una manera del todo necesaria. Lo que dibuja, es el sistema de reglas que ha debido utilizar.se para que tal objeto se transforme, tal enunciación nueva aparezca, tal concepto se elabore, sea metamorfoseado o importado, tal estrategia se modifique —sin dejar de pertenecer por ello a ese mismo discurso—; y lo que dibuja también, es el sistema de reglas que ha debido ser puesto en obra para que un cambio en otros discursos (en otras prácticas, en las instituciones, las relaciones sociales, los procesos económicos) pueda transcribirse en el interior de un discurso dado,t constituyendo asf un nuevo’ objeto, suscitando una nueva estrategia, dando lugar a nuevas enun- ciaciones o a nuevos conceptos. Una formación discursiva no desempeña, pues, el papel de una figura que detiene el tiempo y lo congela por décadas o siglos; determina una regularidad que les es propia a unos procesos temporales; plantea el principio de articulación entre una serie de acontecimientos discursivos y otras series de acontecimientos, de transformaciones, de mutaciones- y de procesos. No forma intemporal, sino esquema de correspondencia entre varias series temporales.

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Esta movilidad del sistema de formación se da de dos maneras. Al nivel, ante todo, de los elementos que se han puesto en relación: éstos pueden sufrir, en efecto, cierto número de mutaciones intrínsecas que se incorporan a la práctica cursiva sin que se altere la forma general de su regularidad; así, a lo largo de todo el siglo XIX, la jurisprudencia criminal, la presión demográfica, la demanda de mano de obra, las formas de la asistencia, el estatuto y las condiciones jurídicas de la internación no han cesado de modificarse; no obstante, la práctica discursiva de la psiquiatría ha seguido estableciendo entre esos elementos un mismo conjunto de relaciones; de suerte que el sistema ha conservado las características de su individualidad; a través de las mismas leyes de formación, aparecen nuevos objetos (nuevos tipos de individuos, nuevas clases de comportamiento se caracterizan como patológicas) , nuevos conceptos se dibujan (como los de degeneración, de perversidad, de neurosis) e indudablemente pueden ser levantados nuevos edificios teóricos. Pero inversamente, las prácticas discursivas modifican los dominios que ponen en relación. Por más que instauren relaciones especificas que no pueden ser analizadas más que a su propio nivel, esas relaciones no sacan sus efectos únicamente del discurso: se inscriben también en los elementos que articulan los unos sobre los otros. El campo hospitalario, por ejemplo, no’ se ha mantenido inmutable, una vez que, por el discurso clínico, ha entrado en relación con el laboratorio: su ordenación, el estatuto que en él recibe el médico, la función de su mi-
OBSERVACIONES Y CONSECUENCIAS 125
rada, el nivel de análisis que en él puede efectuarse, se han encontrado necesariamente modificados.
3. Lo que se describe como “sistema de formación” no constituye el escalón final de los discursos, si con ese término se entiende los textos (o las palabras) tales como se dan con su vocabulario, su sintaxis, su estructura lógica o su organización retórica. El análisis permanece de la parte de acá de ese nivel manifiesto que es el de la construcción acabada: al definir el principio de distribución de los objetos en un discurso, no da cuenta de todas sus conexiones, de su estructura fina ni de sus subdivisiones internas; al buscar la ley de dis. persión de los conceptos, no da cuenta de todos los procesos de elaboración, ni de todas las cadenas deductivas en las que pueden figurar; si estudia las modalidades de enunciación, no discute ni el estilo ni el encadenamiento de las frases; en una palabra, deja por determinar la ordenación final del texto. Pero entiéndase bien: si el análisis se mantiene en segundo término en cuanto a esa última construcción, no es para desentenderse del discurso y remitirse al trabajo mudo del pensamiento; tampoco es para desentenderse de la sistemática y sacar a la luz el desorden “viviente” de los ensayos, las tentativas, los errores y el comenzar de nuevo.
En esto, el análisis de las formaciones discursivas se opone a muchas descripciones habituales. Se tiene, en efecto, la costumbre de considerar que los discursos su ordenación sistemática no son otra cosa que la fase última, el resultado en última instancia de una elaboración largo tiempo sinuosa en la que están en juego la lengua y el pensamien126
to, la experiencia empírica y las categorías, lo vivido y las necesidades ideales, la contingencia de los acontecimientos y el juego de las compulsiones formales. Detrás de la fachada Visible del sistema se supone la rica incertidumbre del desorden; y bajo la tenue superficie del discurso, toda la masa de un devenir por una parte silencioso: un “pre• sistemático” que no es del orden del sistema; un “prediscursivo” que proviene de un esencial mutismo. Discurso y sistema no se producirían —y conjuntamente— sino en la cima de tan inmensa reserva. Ahora bien, lo que se analiza aquí no son en modo alguno los estados finales del discurso; son unos sistemas que hacen posible las formas sistemáticas últimas; son varias regularidades predeterminales en relación con ‘las cuales el estado último, lejos de constituir el lugar de nacimiento del sistema, se define más bien por sus variantes. Detrás- del sistema acabado, lo que descubre el análi sis de las formaciones, no es, en ebullición, la vida misma, la vida aún no apresada; es un espesor inmenso de sistematicidades, un conjunto estrecho de relaciones múltiples. Y además, aunque esas relaciones no sean la trama misma del texto, no son por naturaleza ajenas al discurso. Se puede muy bien calificarlas de “prediscursivas”, pero a condición de admitir que ese prediscursivo tiene todavía algo de discursivo, es decir que no especifican un pensamiento, o una conciencia o un conjunto de representaciones que serían, después y de una manera jamás necesaria por completo, transcritas en un discurso, sino que caracterizan ciertos niveles del discurso y definen unas reglas que aquél actua-
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liza en tanto que práctica singular. No se intenta, pues, pasar del texto al pensamiento, de la palabrer{a al silencio, del exterior al interior, de la dispersión espacial al puro recogimiento del instante, de la multiplicidad superficial a la unidad profunda. Se permanece en la dimensión del discurso.

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EL ENUNCIADO Y ÉL ARCHIVO