Memorias de una joven formal I

Parte primera y segunda.
Novela autobiog?fica



SIMONE DE BEAUVOIR

MEMORIAS DE UNA JOVEN FORMAL

T?TULO DEL ORIGINAL EN FRANC?S: “MEMOIRES D’UNE JEUNE FILLE RANG?E”

Nac? a las cuatro de la ma?ana el 9 de enero de 1908, en un cuarto con muebles pintados de blanco que daba sobre el Bulevar Raspail. En las fotos de familia tomadas el verano siguiente veo a unas j?venes se?oras con vestidos largos, con sombreros empenachados de plumas de avestruz, se?ores con ranchos de paja y panam?s que le sonr?en a un beb?: son mis padres, mi abuelo, t?os, t?as y soy yo. Mi padre ten?a treinta a?os, mi madre veintiuno, y yo era la primog?nita. Doy vuelta una p?gina del ?lbum; mam? tiene entre sus brazos un beb? que no soy yo; llevo una falda tableada, una boina, tengo dos a?os y medio y mi hermana acaba de nacer. Sent? celos, seg?n parece, pero durante poco tiempo. Por lejos que me remonte en el tiempo encuentro el orgullo de ser la mayor: la primera. Disfrazada de Caperucita Roja, llevando en mi cesta una torta y un tarro de manteca, me sent?a m?s interesante que un lactante clavado en su cuna. Ten?a una hermanita: ese bebito no me ten?a. De mis primeros a?os s?lo encuentro una impresi?n confusa: algo rojo y negro y c?lido. El departamento era rojo, rojo el alfombrado, el comedor Enrique II, la seda acanalada que tapaba las puertas ventanas y en el escritorio de pap? las cortinas de terciopelo; los muebles de ese antro sagrado eran de peral ennegrecido; yo me cobijaba en el nicho que se abr?a bajo el escritorio y me enroscaba en las tinieblas; estaba todo oscuro, hac?a calor y el rojo de la moqueta gritaba dentro de mis ojos. As? pas? toda mi primera infancia. Yo miraba, palpaba, aprend?a el mundo, al amparo.

Le deb?a a Louise la seguridad cotidiana. Ella me vest?a por la ma?ana, me desvest?a de noche y dorm?a en el mismo cuarto que yo. Joven, sin belleza, sin misterio, puesto que s?lo exist?a ?al menos yo lo cre?a? para velar sobre mi hermana y sobre m?, nunca elevaba la voz, nunca me reprend?a sin motivo. Su mirada tranquila me proteg?a mientras yo jugaba en el Luxemburgo, mientras acunaba a mi mu?eca Blondine bajada del cielo una noche de Navidad con el ba?l que conten?a su ajuar. Al caer la noche se sentaba junto a m?, me mostraba im?genes y me contaba cuentos. Su presencia me resultaba tan necesaria y me parec?a tan natural como la del suelo bajo mis pies. Mi madre, m?s lejana y m?s caprichosa, me inspiraba sentimientos amorosos; me instalaba sobre sus rodillas, en la dulzura perfumada de sus brazos, y cubr?a de besos su piel de mujer joven; a veces, de noche aparec?a junto a mi cama, hermosa como una aparici?n, con su vestido vaporoso adornado con una flor malva o con su centelleante vestido de lentejuelas negras. Cuando estaba enojada me miraba con ira. Yo tem?a ese fulgor tempestuoso que desfiguraba su rostro; ten?a necesidad de su sonrisa. A mi padre lo ve?a poco. Se iba todas las ma?anas “al Palacio”, llevando bajo el brazo un portadocumentos lleno de cosas intocables llamadas expedientes. No usaba ni barba ni bigotes, sus ojos eran celestes y alegres. Cuando volv?a al anochecer le tra?a a mam? violetas de Parma; se besaban y re?an. Pap? tambi?n re?a conmigo, me hac?a cantar: Era un auto gris… o Ten?a una pierna de madera; me dejaba boquiabierta sacando de mi nariz monedas de un franco. Me divert?a y me alegraba verlo ocuparse de m?; pero no ten?a en mi vida un papel muy definido. La principal funci?n de Louise y de mam? era alimentarme; su tarea no era siempre f?cil. Por mi boca el mundo entraba en m? m?s ?ntimamente que por mis ojos y mis manos. Yo no lo aceptaba entero. Las insulsas cremas de trigo verde, las sopas de avena, las pastas lechosas me arrancaban l?grimas; las grasas untuosas, el misterio blanduzco de los mariscos me sublevaban; sollozos, gritos, v?mitos, mis repugnancias eran tan obstinadas que renunciaron a combatirlas. En cambio, aprovechaba apasionadamente del privilegio de la infancia para quien la belleza, el lujo, la felicidad, son cosas que se comen; ante las confiter?as de la calle Vavin quedaba petrificada, fascinada por el brillo luminoso de las frutas abrillantadas, el tono m?s apagado de los bombones de fruta, la flora abigarrada de los caramelos ?cidos; verde, rojo, naranja, violeta; yo codiciaba los colores por s? mismos tanto como el placer que me promet?an. A menudo ten?a la suerte de que mi admiraci?n termi

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nara en placer. Mam? mezclaba peladillas en un mortero, mezclaba el polvo granulado a una crema amarilla; el color rosado de los bombones se degradaba en matices exquisitos, hund?a mi cuchara en una puesta de sol. Las noches en que mis padres recib?an, los espejos de la sala multiplicaban las luces de una ara?a de caireles. Mam? se sentaba ante el piano de cola, una se?ora vestida de tul tocaba el viol?n y un primo el violoncelo. Yo hac?a crujir entre mis dientes la c?scara de una fruta abrillantada, una pompa de luz estallaba contra mi paladar con un gusto de casis o de anan?: yo pose?a todos los colores y todas las llamas, las bufandas de gasa, los diamantes, los encajes; yo pose?a toda la fiesta. Los para?sos donde corren la leche y la miel nunca me han atra?do pero envidiaba las casas de caramelo: si este universo en que vivimos fuera totalmente comestible, ?qu? fuerza tendr?amos sobre ?l! Adulta, hubiera querido comer los almendros en flor, morder en las peladillas del poniente. Contra el cielo de Nueva York las luces de ne?n parec?an golosinas gigantes y me sent? frustrada. Comer no era solamente una exploraci?n y una conquista sino el m?s serio de mis deberes. “Una cucharada para mam?, una para abuelita… si no comes no crecer?s.” Me pon?an contra la pared del vest?bulo, trazaban al ras de mi cabeza una raya que confrontaban con otra m?s antigua: ten?a dos o tres cent?metros m?s, me felicitaban, yo me enorgullec?a; a veces, sin embargo, me asustaba. El sol acariciaba el piso encerado y los muebles pintados de blanco. Yo miraba el sill?n de mam? y pensaba: “Ya no podr? sentarme sobre sus rodillas.” De pronto el porvenir exist?a; me transformar?a en otra, qu? dir?a yo, y ya no ser?a yo. Present? todos los rompimientos, los renunciamientos, los abandonos, y la sucesi?n de mis muertos. “Una cucharada para abuelito…” Sin embargo, com?a y me enorgullec?a de crecer; no deseaba ser siempre un beb?. Debo de haber vivido ese conflicto con intensidad para recordar tan minuciosamente el ?lbum donde Louise me le?a la historia de Carlota. Una ma?ana Carlota encontraba sobre una silla junto a la cabecera de su cama un huevo de az?car rosada, casi tan grande como ella: a m? tambi?n me fascinaba. Era el vientre y la cuna y, sin embargo, una pod?a comerlo. Como rechazaba cualquier otro alimento, Carlota se achicaba de d?a en d?a, se hab?a vuelto min?scula: estaba a punto de ahogarse en una cacerola, la cocinera la tiraba por descuido en el tacho de la basura, una rata se la llevaba. La salvaban; asustada, arrepentida, Carlota com?a tan glotonamente que se hinchaba como un odre: su madre llevaba a casa del m?dico a un monstruoso globo. Yo contemplaba con juiciosa apetencia las im?genes que ilustraban el r?gimen recetado por el doctor: una taza de chocolate, un huevo pasado por agua, una costillita dorada. Carlota recobraba sus dimensiones normales y yo emerg?a sana y salva de la aventura que me hab?a reducido a feto y me hab?a transformado en matrona. Segu? creciendo y me sab?a condenada al destierro: buscaba auxilio en mi imagen. Por la ma?ana, Louise enroscaba mi pelo alrededor de un palo y yo miraba con satisfacci?n en el espejo mi rostro encuadrado de largos rizos: las morenas de ojos claros no son, seg?n me hab?an dicho, una especie com?n y yo ya hab?a aprendido a considerar preciosas las cosas singulares. Me gustaba a m? misma y me gustaba gustar. Los amigos de mis padres alentaban mi vanidad: me alababan cort?smente, me mimaban. Yo me acariciaba contra las pieles, contra los vertidos sedosos de las mujeres; respetaba m?s a los hombres, sus bigotes, su olor a tabaco, sus voces graves, sus brazos que me levantaban del suelo. Me importaba particularmente interesarles: tonteaba, me agitaba, acechando la palabra que me arrancar?a de mis limbos y me har?a existir, de veras, en el mundo de ellos. Una noche ante un amigo de mi padre rechac? con terquedad un plato de ensalada cocida. Sobre una tarjeta postal enviada durante las vacaciones ?l pregunt? con ingenio: “?Siempre le gusta a Simone la ensalada cocida?” La letra escrita ten?a a mis ojos aun m?s prestigio que la palabra: yo exultaba. Cuando nos encontramos con el se?or Dardelle en el atrio de Notre Dame des Champs, yo esper? bromas deliciosas; intent? provocarlas: no hubo eco. Insist?; me hicieron callar. Descubr? con despecho lo ef?mero de la gloria. Por lo general esas decepciones me eran evitadas. En casa el menor acontecimiento suscitaba vastos

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comentarios; escuchaban con gusto mis historias, repet?an mis frases. Abuelos, t?os, t?as, primos, una abundante familia me garantizaba mi importancia. Adem?s todo un pueblo sobrenatural se inclinaba sobre m? con solicitud. En cuanto supe caminar mam? me llev? a la iglesia; me hab?a mostrado de cera, de yeso, pintadas sobre las paredes, im?genes del ni?o Jes?s, de tata Dios, de la Virgen, de los ?ngeles, uno de los cuales estaba como Louise, especialmente afectado a mi servicio. Mi cielo estaba estrellado de una constelaci?n de ojos ben?volos. Sobre la tierra, la madre y la hermana de mam? se ocupaban activamente de m?. Abuela tenia mejillas rosadas, pelo blanco, aros de brillantes; chupaba pastillas de goma, duras y redondas como botones de botines, cuyos colores transparentes me encantaban; yo la quer?a porque era vieja; y quer?a a t?a Lili porque era joven: viv?a en casa de sus padres como una chica y me parec?a m?s cercana que los dem?s adultos. Rojo, calvo, la barbilla cubierta de una espuma gris?cea, abuelo me hac?a saltar concienzudamente sobre la punta de su pie, pero su voz era tan rugosa que uno nunca sab?a si bromeaba o si rezongaba. Yo almorzaba en casa de ellos todos los jueves; fiambres, blanqueta, isla flotante; abuela me colmaba. Despu?s de almorzar, abuelo dormitaba en un sill?n de tapicer?a, y yo jugaba debajo de la mesa a juegos que no hacen ruido. ?l se iba. Entonces abuela sacaba del aparador el trompo met?lico sobre el cual coloc?bamos, mientras giraba, redondeles de cart?n multicolores; en el trasero de un hombrecito de plomo que ella llamaba “Don C?lico” encend?a una c?psula blanca de la cual sal?a una serpentina oscura. Jugaba conmigo al domin?, a la batalla, al mahjong. Yo me ahogaba un poco en ese comedor m?s abarrotado que una trastienda de anticuario; en las paredes, ni un blanco; tapicer?as, platos de loza, cuadros de colores borrosos; un pavo muerto yac?a en medio de un mont?n de repollos; las mesas estaban cubiertas de terciopelo, de molet?n, de macram?; las flores aprisionadas en maceteros de cobre me entristec?an. A veces t?a Lili me llevaba a pasear; no s? por qu? azar me llev? varias veces al concurso h?pico. Una tarde, sentada a su lado en una tribuna de Issy-les-Moulineaux vi hamacarse en el cielo biplanos y monoplanos. Nos entend?amos bien. Uno de mis m?s lejanos y m?s agradables recuerdos es una temporada que pas? con ella en Chateauvillain, en la Haute Mame, en casa de una hermana de abuelita. Habiendo perdido mucho tiempo atr?s a su hija y a su marido, la vieja t?a Alice vegetaba sola y sorda en un gran edificio rodeado de un jard?n. La peque?a ciudad con sus calles estrechas, sus casas bajas, parec?a sacada de uno de mis libros de im?genes; los postigos cribados de tr?boles y de corazones estaban sujetos a la pared por hierros que figuraban peque?os personajes; los llamadores eran manos; una puerta monumental se abr?a sobre un parque por el cual corr?an gamos; las eglantinas se enroscaban a una torre de piedra. Las viejas solteronas de la aldea me agasajaban. La se?orita Elise me daba pan de especias en forma de coraz?n. La se?orita Marthe pose?a un rat?n m?gico encerrado en una caja de vidrio; hab?a que introducir por una ranura un cart?n sobre el cual hab?a una pregunta escrita; el rat?n giraba y enderezaba su hocico hacia un fichero; la respuesta estaba impresa sobre una hoja de papel. Lo que m?s me maravillaba eran los huevos decorados con dibujos al carb?n, que pon?an las gallinas del doctor Masse; yo los recog?a con mis propias manos, cosa que me permiti? m?s tarde contestar a una amiguita esc?ptica: “Los recog? yo misma.” En el jard?n de t?a Alice me gustaban los arbustos bien podados, el piadoso olor de las palmas, y, bajo una glorieta, un objeto tan deliciosamente equ?voco como ser?a un reloj de carne: una roca, que era un mueble, una mesa de piedra. Una ma?ana hubo una tormenta, yo jugaba con t?a Lili en el comedor cuando el rayo cay? sobre la casa; era un serio acontecimiento que me llen? de orgullo: cada vez que me ocurr?a algo ten?a la impresi?n de ser alguien. Conoc? un placer m?s sutil. Sobre la pared de las dependencias crec?an clematitas; una ma?ana t?a Alice me llam? con voz seca; una flor yac?a en el suelo: me acus? de haberla cortado. Tocar las flores del jard?n era un crimen cuya gravedad yo no ignoraba; pero yo no lo hab?a cometido y protest?. T?a Alice no me crey?. T?a Lili me defendi? fogosamente. Era la delegada

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de mis padres, mi ?nico juez; t?a Alice con su rostro manchado se parec?a a las hadas malas que persiguen a los ni?os; yo asist?a complacida al combate que las fuerzas del bien libraban en mi favor contra el error y la injusticia. En Par?s, padres y abuelos tomaron mi partido con indignaci?n y sabore? el triunfo de la virtud. Protegida, regatoneada, divertida con la incesante novedad de las cosas, yo era una ni?ita muy alegre. Sin embargo, algo andaba mal, puesto que unas rabietas terribles me arrojaban al suelo, violeta y convulsionada. Tengo tres a?os y medio, almorzamos en la terraza asoleada de un gran hotel ?era en Divonneles-Bains?; me dan una ciruela roja y empiezo a pelarla. “No”, dice mam?, y caigo aullando sobre el cemento. A?llo a lo largo del Bulevar Raspail porque Louise me arranc? de la plaza Boucicaut donde estaba jugando. En esos momentos ni la mirada tormentosa de mam?, ni la voz severa de Louise, ni las intervenciones extraordinarias de pap? me alcanzaban. Aullaba tan fuerte, durante tanto tiempo, que en el Luxemburgo me tomaron varias veces por una ni?a m?rtir. “?Pobrecita!”, dijo una se?ora tendi?ndome un caramelo. Le agradec? con un puntapi?. ?se episodio fue muy comentado; una t?a obesa y bigotuda que manejaba la pluma lo cont? en La mu?eca modelo. Yo compart?a la reverencia que inspiraba a mis padres el papel impreso. A trav?s del relato que me ley? Louise, me sent? un personaje; poco a poco, sin embargo, sent? un malestar. “La pobre Louise lloraba a menudo amargamente mirando sus ovejas”, hab?a escrito mi t?a. Louise nunca lloraba, no pose?a ovejas, me quer?a: ?y c?mo se puede comparar a una ni?a con unos corderos? Aquel d?a sospech? que la literatura s?lo mantiene relaciones inciertas con la verdad. A menudo me he interrogado sobre la raz?n y el sentido de mis rabietas. Creo que se explican en parte por una vitalidad fogosa y por un extremismo al cual nunca he renunciado del todo. Llevaba mis repugnancias hasta el v?mito, mis deseos hasta la obsesi?n; un abismo separaba las cosas que me gustaban de las que no me gustaban. No pod?a aceptar con indiferencia la ca?da que me precipitaba de la plenitud al vac?o, de la beatitud al horror; si la consideraba fatal, me resignaba; nunca me enoj? contra un objeto. Pero me negaba a ceder a esa fuerza impalpable: las palabras; lo que me sublevaba es que una frase lanzada al descuido: “Debes hacerlo… no debes hacerlo”, arruinara en un instante mis empresas y mis alegr?as. Lo arbitrario de las ?rdenes y de las prohibiciones contra las que chocaba denunciaba su inconsistencia; ayer pel? un durazno: ?por qu? no esa ciruela?, ?por qu? dejar mis juegos justo en este minuto? En todas partes encontraba obligaciones, en ninguna parte su necesidad. En el coraz?n de la ley que me abrumaba con el implacable rigor de las piedras, yo entreve?a una ausencia vertiginosa: me sumerg?a en ese abismo, la boca desgarrada por gritos. Aferr?ndome al suelo, pataleando, opon?a mi peso de carne al a?reo poder que me tiranizaba; lo obligaba a materializarse; me encerraban en un cuarto oscuro entre escobas y plumeros; entonces pod?a golpear con los pies y las manos en muros verdaderos, en vez de debatirme contra inasibles voluntades. Yo sab?a que esa lucha era vana; desde el momento en que mam? me hab?a sacado de las manos la ciruela sangrienta, en que Louise hab?a guardado en su bolsa mi pala y mis moldes, yo estaba vencida; pero no me rend?a. Cumpl?a el trabajo de la derrota. Mis sobresaltos, las l?grimas que me cegaban, quebraban el tiempo, borraban el espacio, abol?an a la vez el objeto de mi deseo y los obst?culos que me separaban de ?l. Me hund?a en la noche de la impotencia; ya nada quedaba salvo mi presencia desnuda y ella explotaba en largos aullidos. Los adultos no solamente contrariaban mi voluntad, sino que me sent?a la presa de sus conciencias. ?stas sol?an representar el papel de un amable espejo; tambi?n ten?an el poder de embrujarme; me transformaban en animal, en cosa. “?Qu? lindas pantorrillas tiene esta chica!”, dijo una se?ora que se inclin? para palparme. Si hubiera podido decirme: “?Esta se?ora es una tonta! Me considera como si fuera un perro”, me habr?a salvado. Pero a los tres a?os no ten?a ning?n recurso contra esa voz melosa, esa sonrisa golosa, salvo la de arrojarme aullando contra la acera. M?s adelante aprend? algunas defen

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sas; pero mis exigencias aumentaron: bastaba para herirme que me trataran como a un beb?; limitada en mis conocimientos y en mis posibilidades, no por eso dejaba de considerarme una verdadera persona. En la plaza San Sulpicio, de la mano de mi t?a que no sab?a hablarme muy bien, me pregunt? de pronto: “?C?mo me ve?”, y sent? un agudo sentimiento de superioridad: porque yo conoc?a mi interior y ella lo ignoraba: enga?ada por las apariencias, no sospechaba, viendo mi cuerpo inconcluso, que dentro de m? nada faltaba; me promet? no olvidar cuando fuera grande que a los cinco a?os uno es un individuo completo. Es lo que negaban los adultos cuando me demostraban condescendencia y me ofend?an. Ten?a susceptibilidades de inv?lido. Si abuelita hac?a trampa en las cartas para hacerme ganar, si t?a Lili me propon?a una adivinanza demasiado f?cil, entraba en trance. A menudo sospechaba que las personas mayores representaban comedias; las apreciaba demasiado para imaginar que se enga?aran a s? mismas: supon?a que las inventaban a prop?sito para burlarse de m?. Al final de una comida de cumplea?os abuelito quiso hacerme brindar: tuve un ataque. Un d?a que hab?a corrido, Louise tom? un pa?uelo para secar m? frente ba?ada de sudor: me debat?, hura?a, su gesto me hab?a parecido falso. En cuanto present?a, razonablemente o no, que abusaban de mi ingenuidad para manejarme, me encabritaba. Mi violencia intimidaba. Me re??an, me castigaban un poco, era raro que me abofetearan. “Cuando la tocan, Simone se vuelve violeta”, dec?a mam?. Uno de mis t?os, exasperado, se atrevi? a hacerlo: me qued? tan estupefacta que mi rabieta cay? de golpe. Quiz? hubieran logrado dominarme f?cilmente, pero mis padres no tomaban mis iras a lo tr?gico. Pap?, parodiando no s? a qui?n se divert?a en repetir: “Esta chica es insociable.” Tambi?n dec?an, no sin cierto orgullo: “Simone es terca como una mula.” Saqu? ventaja. Ten?a caprichos; desobedec?a por el mero placer de no obedecer. En las fotos de familia, saco la lengua, vuelvo la espalda: a mi alrededor, r?en. Esas leves victorias me alentaron a no considerar como insalvables las reglas, los ritos, la rutina: ellas son la ra?z de cierto optimismo que sobrevivi? a todas las educaciones. En cuanto a mis derrotas, no engendraban en m? ni humillaci?n ni resentimiento; cuando, cansada de llantos y gritos terminaba por capitular, estaba demasiado agotada para rumiar mis penas: a menudo hasta hab?a olvidado la raz?n de mi rabia. Avergonzada de un exceso para el cual ya no encontraba en m? justificaci?n, s?lo sent?a remordimientos; se disipaban pronto porque no me costaba obtener mi perd?n. Despu?s de todo, mis furias compensaban lo arbitrario de las leyes que me esclavizaban; me evitaron hundirme en silenciosos rencores. Nunca discut? seriamente la autoridad. Las conductas de los adultos s?lo me parec?an sospechosas en la medida en que reflejaban el equ?voco de mi condici?n infantil: era contra ella que me sublevaba. Pero aceptaba sin la menor reticencia los dogmas y los valores que me propon?an. Las dos categor?as mayores sobre las cuales se ordenaba mi universo eran el Bien y el Mal. Yo moraba en la regi?n del Bien, donde reinaban ?indisolublemente unidas? la dicha y la virtud. Ten?a la experiencia de dolores injustificados; sol?a golpearme, lastimarme; una erupci?n eczematosa me hab?a desfigurado: un m?dico quemaba mis p?stulas con nitrato de plata y yo gritaba. Pero esos accidentes se solucionaban pronto y no hac?an tambalear mi credo: las alegr?as y las penas de los hombres corresponden a sus m?ritos. Viviendo en la intimidad del Bien, supe enseguida que comprend?a matices y grados. Yo era una ni?a buena y comet?a faltas; mi t?a Alice rezaba mucho, seguramente se ir?a al cielo, pero se hab?a mostrado injusta conmigo. Entre las personas que yo deb?a amar y respetar las hab?a que sobre ciertos puntos mis padres criticaban. Ni siquiera abuelita y abuelito escapaban a sus cr?ticas; segu?an enemistados con unos primos que mam? ve?a a menudo y que me parec?an muy simp?ticos. La palabra enemistad, que evocaba ovillos inextricablemente embarullados, me disgustaba: ?por qu? se enemista la gente?, ?c?mo?; me parec?a lamentable estar enemistado. Yo adoptaba totalmente la causa de

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mam?. “?Adonde fueron ayer?”, preguntaba t?a Lili. “No se lo dir?, mam? me lo ha prohibido.” Ella cambiaba con mi madre una larga mirada. A veces hac?an comentarios desfavorables: “?Entonces, tu mam? siempre en la calle?” Su malevolencia los desprestigiaba sin rozar a mam?. Por otra parte no alteraba en nada el afecto que sent?a por ellos. Me parec?a natural, y en cierto sentido satisfactorio que esos personajes secundarios fuesen menos irreprochables que las divinidades supremas: Louise y mis padres ten?an el monopolio de la infalibilidad. Una espada de fuego separaba el Bien del Mal: nunca hab?a visto a este ?ltimo frente a frente. A veces la voz de mis padres se endurec?a; esa indignaci?n, esa ira, me permit?an adivinar que aun entre las personas que los rodeaban hab?a almas verdaderamente negras: no sab?a cu?les e ignoraba sus cr?menes. El Mal guarda sus distancias. Yo s?lo imaginaba esos s?cubos a trav?s de figuras m?ticas: el diablo, el hada Carabosse, las hermanas de la Cenicienta; a falta de haberlos encontrado en carne y hueso los reduc?a a su pura esencia; el Malo pecaba como quema el fuego, sin excusa, sin recurso; el infierno era su lugar natural, la tortura su destino y me hubiera parecido sacr?lego apiadarme por sus tormentos. A decir verdad los zapatos de hierro candente con que los enanos calzaban los pies de la madrastra de Blanca Nieve, las llamas donde ard?a Lucifer, nunca evocaban en m? la imagen de una carne sufriente. Ogros, brujas, demonios, madrastras, y verdugos, esos seres sobrehumanos simbolizaban un poder abstracto y sus suplicios ilustraban abstractamente su justa derrota. Cuando fui a Lyon con Louise y mi hermana abrigu? la esperanza de afrontar al enemigo a rostro descubierto. Est?bamos invitadas por unos primos lejanos que viv?an en los alrededores de la ciudad, en una casa rodeada de un gran parque. Mam? me advirti? que los chicos Sirmione ya no ten?an madre, que no siempre eran juiciosos y no recitaban bien sus oraciones; no deb?a preocuparme si se re?an de m? cuando rezaba. Cre? comprender que su padre, un viejo profesor de medicina, se burlaba de Dios. Me envolv? en la blanca t?nica de santa Blandine, arrojada a los leones: sufr? una decepci?n, pues nadie me atac?. El t?o Sirmione dec?a al salir de casa: “Hasta luego; que Dios los bendiga.” Por lo tanto no era un pagano. Mis primos ?eran siete y ten?an entre diez y veinte a?os? se conduc?an evidentemente de manera ins?lita; por las rejas del parque lanzaban piedras a los chicos de la calle, se peleaban, atormentaban a una huerfanita idiota que viv?a con ellos; de noche para aterrorizarla sacaban del consultorio de su padre un esqueleto cubierto con una s?bana. Aunque me desconcertaban, esas anomal?as me parec?an benignas; no descubr? en ellas la insondable negrura del mal. Jugu? apaciblemente entre los macizos de hortensias y el reverso del mundo permaneci? oculto para m?. Una noche, sin embargo, cre? que la tierra se hab?a movido, bajo mis piel. Mis padres hab?an venido a su vez. Una tarde Louise nos llev? a mi hermana y a m? a una kermesse donde nos divertimos mucho. Nos quedamos hasta el anochecer. Volv?amos conversando, riendo; yo mordisqueaba uno de esos objetos falsos que tanto me gustaban ?un p?jaro de caramelo? cuando mam? apareci? en un recodo del camino. Llevaba la cabeza envuelta en una bufanda de muselina verde y ten?a el labio superior hinchado: ?qu? horas de volver eran ?sas? Era la mayor, era la “Se?ora”, ten?a derecho de reprender a Louise, pero no me gustaba su mueca, ni su voz; no me gustaba ver encenderse en los ojos pacientes de Louise algo que no era amistoso. Aquella noche ?u otra noche pero en mi recuerdo los dos incidentes est?n estrechamente ligados? me encontraba en el jard?n con Louise y otra persona que no identifico; estaba oscuro; en la fachada sombr?a brillaba una ventana iluminada y abierta; se ve?an dos siluetas y se o?an voces agitadas: “El se?or y la se?ora ya est?n ri?endo”, dijo Louise. Entonces el universo tambale?. Imposible que pap? y mam? fuesen enemigos, que Louise fuera la enemiga de ellos; cuando lo imposible ocurre, el cielo se mezcla con el infierno, las tinieblas se confunden con la luz. Me hund? en el Caos que precede a la Creaci?n. Esa pesadilla no dur?: al d?a siguiente mis padres ten?an su sonrisa y su voz de todos los d?as. El comentario de Louise me qued? en el coraz?n pero lo desech?: muchos peque?os hechos quedaban as?

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amortajados en la bruma. Esa aptitud para desechar acontecimientos que, sin embargo sent?a con bastante fuerza como para no olvidarlos nunca, es uno de los rasgos que m?s me impresionan cuando rememoro mis primeros a?os. El mundo que me ense?aban se dispon?a armoniosamente alrededor de coordinaciones fijas y de categor?as estancas. Las nociones neutras hab?an sido desterradas: no hab?a t?rmino medio entre el traidor y el h?roe, el renegado y el m?rtir; todo fruto no comestible era venenoso: me aseguraban que yo “quer?a” a todos los miembros de mi familia incluso a mis t?as abuelas menos atractivas. En cuanto empec? a balbucear, mi experiencia desminti? ese esencialismo. Lo blanco era raramente completamente blanco; la negrura del mal se esfumaba: s?lo percib?a tonos gris?ceos. Pero en cuanto trataba de asir los matices indecisos, ten?a que emplear palabras y me encontraba arrojada en el universo de conceptos de aristas duras. Lo que ve?a con mis ojos, lo que sent?a de veras, deb?a entrar bien o mal en esos marcos; los mitos y los clis?s prevalec?an sobre la verdad: incapaz de fijarla, la dejaba deslizarse en la insignificancia. Puesto que me ve?a abocada a pensar sin el auxilio del lenguaje, supon?a que ?ste cubr?a exactamente la realidad; estaba iniciada por los adultos a los que consideraba depositarios de lo absoluto. Se?alando una cosa exprim?an la sustancia como el jugo de una fruta. Entre la palabra y su objeto yo no conceb?a ninguna distancia donde pudiera deslizarse el error; as? se explica que me haya sometido al Verbo sin cr?tica, sin examen y aun cuando las circunstancias me invitaban a dudar de ?l. Dos de mis primos Sirmione chupaban az?car de manzana: “Es una purga”, me dijeron en tono burl?n; comprend? por el tono que se re?an de m?; sin embargo, la palabra se incorpor? a los palitos blancos; dej? de codiciarlos, pues me parec?an un dudoso intermedio entre la golosina y el remedio. Recuerdo, sin embargo, un caso en que la palabra no fue m?s fuerte que mi convencimiento. En el campo, durante el verano, sol?an llevarme a jugar a casa de un primito lejano; habitaba una hermosa casa, en medio de un gran parque, y yo me divert?a bastante con ?l. “Es un pobre idiota”, dijo una noche mi padre. Mucho mayor que yo, Cendri me parec?a normal por el hecho de que me era familiar. No s? si me hab?an mostrado o descrito a idiotas: les prestaba una sonrisa babosa, ojos vac?os. Cuando volv? a ver a Cendri trat? en vano de pegar esa imagen sobre su rostro; quiz? en el interior de s? mismo, sin tener la apariencia se parec?a a los idiotas, pero me resist?a a creerlo. Impulsada por el deseo de cerciorarme y tambi?n por un oscuro rencor contra mi padre que hab?a insultado a mi compa?ero de juegos interrogu? a mi abuela: “?Es verdad que Cendri es idiota?”, le pregunt?. “Pero no”, contest? con aire ofendido. Conoc?a bien a su nieto. ?Era posible que pap? se hubiera equivocado? Me qued? perpleja. No quer?a mucho a Cendri y el accidente si bien me asombr? me conmovi? poco. No descubr? la negra magia de las palabras hasta que me mordieron en el coraz?n. Mam? acababa de estrenar un vestido de color vistoso. Louise dijo a la criada de enfrente: “?Ha visto c?mo se ha empilchado la se?ora? ?Es una verdadera exc?ntrica!” Otro d?a Louise conversaba en el hall de entrada con la hija de la portera; dos pisos m?s arriba, mam? sentada al piano cantaba: “Ah, dijo Louise, otra vez la se?ora que chilla como un hur?n.” Exc?ntrica. Chillar. Esas palabras sonaban atrozmente a mis o?dos; ?en qu? concern?an a mam? que era linda, elegante, m?sica? Y sin embargo Louise las hab?a pronunciado, ?c?mo desarmarlas? Contra las dem?s personas yo sab?a defenderme; pero ella era la justicia, la verdad, y mi respeto me prohib?a juzgarla. No hubiera bastado negarle buen gusto; para neutralizar su malevolencia hab?a que imputarla a un ataque de mal humor y por consiguiente admitir que no se entend?a bien con mam?; ?en ese caso una de ellas ten?a culpas! No. Yo las quer?a a ambas sin falla. Me apliqu? a vaciar de su sustancia las palabras de Louise: sonidos extra?os hab?an salido de su boca por razones que me eran ajenas. No lo logr? completamente. En adelante cuando mam? llevaba un vestido vistoso o cuando cantaba a voz en cuello, sol?a sentir una

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especie de malestar. Por otra parte, sabiendo que no hab?a que tomar en cuenta todas las palabras que dec?a Luisa, ya no la escuchaba del todo con la misma docilidad que antes. Pronta a esquivarme en cuanto mi seguridad me parec?a amenazada, me apoyaba complacida en los problemas en los que no present?a peligro. El del nacimiento me inquietaba poco. Primero me dijeron que los padres compraban a sus hijos; este mundo era tan vasto y tan lleno de tantas maravillas desconocidas que muy bien pod?a haber una tienda de beb?s. Poco a poco esa imagen se borr? y me content? con una soluci?n vaga: “Dios crea a los chicos.” Hab?a sacado a la tierra del Caos, a Ad?n del barro, nada extraordinario que hiciera surgir un beb? en un mois?s. El recurso a la voluntad divina tranquilizaba m? curiosidad: a grosso modo lo explicaba todo. En cuanto a los detalles, yo me dec?a que poco a poco los ir?a descubriendo. Lo que me intrigaba era el cuidado de mis padres por ocultarme ciertas conversaciones: cuando me o?an llegar bajaban la voz o callaban. Hab?a por lo tanto cosas que yo hubiera podido comprender y que no deb?a saber: ?cu?les?, ?por qu? me las ocultaban? Mam? prohib?a a Louise que me leyera uno de los cuentos de Madame de Segur: pod?a darme pesadillas. ?Qu? le ocurr?a a ese chico cubierto con pieles de animales que ve?a en las im?genes? En vano los interrogaba. “Osito” se me parec?a como la encarnaci?n misma del secreto. Los grandes misterios de la religi?n eran demasiado lejanos y demasiado dif?ciles para sorprenderme. Pero el familiar milagro de Navidad me hizo reflexionar. Me pareci? incongruente que el omnipotente ni?o Jes?s se divirtiera en bajar por las chimeneas como un vulgar deshollinador. Agit? largamente la cuesti?n en mi cabeza y termin? por confiarme a mis padres que me confesaron la verdad. Lo que me sorprendi? fue el hecho de haber cre?do tan s?lidamente en una cosa que no era verdad, que pudiera haber certidumbres falsas. No saqu? de ello conclusiones pr?cticas. No me dije que mis padres me hab?an enga?ado, que podr?an seguir enga??ndome. Sin duda, yo no les habr?a perdonado una mentira que me hubiera frustrado, o herido en mi carne; me habr?a sublevado y me habr?a vuelto desconfiada. Pero no me sent? m?s decepcionada que el espectador a quien el ilusionista explica una de sus pruebas; y hasta hab?a sentido tal felicidad al descubrir junto a mi zapato a Blondine sentada sobre su ba?l que m?s bien les estaba agradecida a mis padres por su supercher?a. Quiz? tambi?n les habr?a guardado rencor si no me hubiera enterado de la verdad por boca de ellos: reconociendo que me hab?an enga?ado, me convencieron de su franqueza. Hoy me hablaban como a una persona mayor: orgullosa de mi nueva dignidad aceptaba que hubieran enga?ado a la bebita que ya no era; me pareci? normal que siguieran mistificando a mi hermana menor. Yo hab?a pasado del lado de los adultos y presum?a que en adelante la verdad me estaba garantida. Mis padres respond?an con condescendencia a mis preguntas; mi ignorancia se disipaba en cuanto la formulaba. Hab?a, sin embargo, una deficiencia de la que yo ten?a conciencia: a los ojos de los adultos, las manchas negras alineadas en los libros se cambiaban en palabras; yo las miraba: para m? tambi?n eran visibles y no sab?a verlas. Me hab?an hecho jugar desde temprano con letras. A los tres a?os repet?a que la o se llama o; la s era una s como una mesa es una mesa; yo conoc?a m?s o menos el alfabeto, pero las p?ginas impresas segu?an call?ndolo. Un d?a hubo un declic en mi cabeza. Mam? hab?a abierto sobre la mesa de comedor el m?todo Regimbeau; yo contemplaba la imagen de una vaca (vache) y las dos letras c h que se pronunciaban ch. Comprend? de pronto que no pose?an un nombre a la manera de los objetos sino que representaban un sonido: comprend? lo que es un signo. Aprend? enseguida a leer. Sin embargo, mi pensamiento se detuvo en el camino. Yo ve?a en la imagen gr?fica el exacto rev?s del sonido que le correspond?a: emanaban juntos de la cosa que expresaban, de manera que su relaci?n no ten?a nada de arbitrario. La inteligencia del signo no implic? la de la convenci?n. Por eso me resist? vivamente cuando abuelita quiso ense?arme las notas. Me indicaba con una aguja de tejer los redondeles inscriptos sobre una l?nea; esa l?nea, me explic?, indicaba tal tecla del piano. ?Por qu?? ?C?mo? Yo no ve?a nada com?n entre el papel rayado y el teclado. Cuando pretend?an

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imponerme deberes injustificados, me rebelaba; tambi?n recusaba las verdades que no reflejaban lo absoluto. S?lo quer?a ceder a la necesidad; las decisiones humanas depend?an m?s o menos del capricho, no pesaban bastante para forzar m? adhesi?n. Durante d?as me resist?. Termin? por rendirme: un d?a supe el solfeo pero tuve la impresi?n de aprender reglas de juego, no de adquirir un conocimiento. En cambio entr? sin dificultad en la aritm?tica, pues cre?a en las realidades de las cifras. En el mes de octubre de 1913 ?yo ten?a cinco a?os y medio? decidieron hacerme entrar en un curso de nombre tentador: el curso D?sir. La directora de las clases elementales, la se?orita Fayet, me recibi? en un despacho solemne de puertas acolchadas. Mientras hablaba con mam? me acariciaba el pelo. “No somos institutrices, sino educadoras”, explicaba. Llevaba una blusa cerrada, una falda larga y me pareci? muy untuosa: me gustaba lo que ofrec?a alguna resistencia. Sin embargo, la v?spera de mi primera clase me puse a saltar de alegr?a: “?Ma?ana voy al curso!” “No siempre te divertir?”, me dijo Louise. Por una vez se equivocaba, yo estaba segura de ello. La idea de entrar en posesi?n de una vida propia me embriagaba. Hasta entonces yo hab?a crecido al margen de los adultos. En adelante tendr?a mi cartera, mis libros, mis cuadernos, mis deberes; mi semana y mis d?as se recortar?an seg?n mis propios horarios; entreve?a un porvenir que en vez de separarme de m? misma, se depositar?a en mi memoria: de a?o en a?o me enriquecer?a aunque seguir?a siendo fielmente esa colegiala cuyo nacimiento celebraba en aquel instante. No sufr? ninguna decepci?n. Todos los mi?rcoles, todos los s?bados, participaba durante una hora en una ceremonia sagrada cuya pompa transfiguraba toda mi semana. Las alumnas se sentaban alrededor de una mesa ovalada; tronando en una especie de c?tedra la se?orita Fayet presid?a; desde lo alto de su cuadro, Adeline D?sir, una jorobada que las altas esferas se ocupaban de hacer beatificar, nos vigilaba. Nuestras madres instaladas sobre unos sof?s de lustrina negra, bordaban y tej?an. Seg?n hab?amos sido m?s o menos juiciosas, nos otorgaban notas de conducta que al final de la clase declin?bamos en alta voz. La se?orita las escrib?a en su registro. Mam? me clasificaba siempre con diez; un nueve nos hubiera deshonrado. La se?orita nos distribu?a unos bonos que cambi?bamos al final del trimestre por libros de canto dorado. Luego se plantaba en el marco de la puerta, posaba un beso sobre nuestras frentes, buenos consejos en nuestros corazones. Yo sab?a leer, escribir, contar un poco: era la estrella del grado “Cero”. Para las fiestas de Navidad me pusieron un vestido blanco ribeteado de un gal?n dorado e hice de ni?o Jes?s: las otras chicas se arrodillaban ante m?. Mam? supervisaba mis deberes y me hac?a recitar cuidadosamente mis lecciones. Me gustaba aprender. La Historia Sagrada me parec?a aun m?s divertida que los cuentos de Perrault, puesto que los prodigios que relataba hab?an ocurrido de verdad. Me encantaban tambi?n los mapas de mi atlas. Me conmov?a la soledad de las islas, la osad?a de los cabos, la fragilidad de esa lengua de tierra que une las pen?nsulas a los continentes; conoc? de nuevo ese ?xtasis geogr?fico cuando, adulta, vi desde el avi?n la C?rcega y la Cerde?a inscribirse en el azul del mar, cuando vi a Calchis iluminada por un sol verdadero, la idea perfecta de un istmo estrangulado entre dos mares. Formas rigurosas, an?cdotas firmemente talladas en el m?rmol de los siglos: el mundo era un ?lbum de im?genes de colores brillantes que yo hojeaba en un encantamiento. Si tom? tanto gusto por el estudio es porque mi vida cotidiana ya no me llenaba. Yo viv?a en Par?s, en un decorado plantado por la mano del hombre y perfectamente domesticado; calles, casas, tranv?as, faroles, utensilios: las cosas chatas como conceptos se reduc?an a sus funciones. El Luxemburgo con macizos intocables, c?sped prohibido, no era para m? un terreno de juego. Por momentos, un desgarr?n dejaba entrever tras la tela pintada profundidades confusas. Los t?neles del subterr?neo hu?an al infinito hacia el coraz?n secreto de la tierra. En el Bulevar Montparnasse, sobre el emplazamiento que hoy ocupa La Coupole, se extend?a un dep?sito de carb?n “Juglar”, de donde sal?an hombres con los rostros embadurnados, las cabezas cubiertas con bolsas de arpillera: entre los montones de coque y de

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antracita como entre el holl?n de las chimeneas, rondaban en pleno d?a esas tinieblas que Dios hab?a separado de la luz. Pero yo no ten?a ninguna vinculaci?n con ellos. En el universo regimentado en que yo estaba encerrada, pocas cosas me asombraban, pues ignoraba d?nde empieza y d?nde termina el poder del hombre. Los aviones, los dirigibles que a veces atravesaban el ciclo de Par?s, deslumbraban mucho m?s a los adultos que a m?. En cuanto a las distracciones no me ofrec?an muchas. Mis padres me llevaron a ver desfilar sobre los Champs Elys?es a los soberanos ingleses: asist? a algunos corsos de Carnaval, y m?s adelante, al entierro de Gallieni. Segu? procesiones, visit? iglesias. No iba casi nunca al circo, rara vez a los t?teres. Ten?a algunos juguetes que me divert?an: s?lo muy pocos me cautivaron. Me gustaba pegar mis ojos contra el estereoscopio que transformaba dos fotograf?as chatas en una escena de tres dimensiones, o ver girar en el kineoscopio una banda de im?genes inm?viles cuya rotaci?n engendraba el galope de un caballo. Me dieron unas especies de ?lbumes que un golpecito bastaba para animar: la ni?ita petrificada sobre sus p?ginas se pon?a a saltar, el boxeador a boxear. Juegos de sombras, proyecciones luminosas: lo que me interesaba en todos los espejismos ?pticos, es que se compon?an y se recompon?an bajo mis ojos. En conjunto, las magras riquezas de mi existencia de ciudadana no pod?an rivalizar con las que encerraban los libros. Todo cambiaba cuando sal?a de la ciudad y me llevaban entre los animales y las plantas, en la naturaleza de innumerables recovecos. Pas?bamos el verano en el Limousin, con la familia de pap?. Mi abuelo se hab?a retirado cerca de Uzerche, en una propiedad comprada por su padre. Usaba patillas blancas, una gorra, la Legi?n de Honor, tarareaba durante todo el d?a. Me dec?a el nombre de los ?rboles, de las flores y de los p?jaros. Los pavos reales se pavoneaban ante la casa cubierta de glicinas y de begonias; en la pajarera, yo admiraba a los cardenales de cabecita roja y a los faisanes dorados. Cortada por cascadas artificiales, florecida de nen?fares, la “laguna inglesa”, donde nadaban peces de colores, encerraba en sus aguas una isla min?scula que dos puentes de troncos un?an a la tierra. Cedros, velingtonias, hayas rojas, ?rboles enanos del Jap?n, sauces llorones, magnolias, araucarias, hojas persistentes y hojas caducas, macizos, zarzales, malezas: el parque rodeado de un cerco blanco no era grande, pero tan diverso que yo nunca terminaba de explorarlo. Lo abandon?bamos en medio de las vacaciones para ir a casa de la hermana de pap? que se hab?a casado con un noble de los alrededores; ten?an dos hijos. Ven?an a buscarnos con “el gran break” arrastrado por cuatro caballos. Despu?s del almuerzo de familia nos instal?bamos sobre los asientos de cuero azul, con olor a polvo y a sol. Mi t?o nos escoltaba a caballo. Al cabo de veinte kil?metros lleg?bamos a La Grill?re. El parque, m?s vasto y m?s salvaje que el de Meyrignac pero m?s mon?tono, rodeaba un castillo feo flanqueado de torrecillas y cubierto de pizarra. T?a H?l?ne me trataba con indiferencia. T?o Maurice, de bigotes, botas, un rebenque en la mano, tan pronto silencioso y tan pronto enojado, me asustaba un poco. Pero yo me sent?a a gusto con Robert y Madeleine, que ten?an cinco y tres a?os m?s que yo. En casa de mi t?a como en casa de mi abuelo me dejaban correr libremente sobre el c?sped, y yo pod?a tocarlo todo. Cavando el suelo, amasando el barro, quebrando hojas y corolas, lustrando casta?as, reventando bajo mi tac?n vainas henchidas de viento, yo aprend?a lo que no ense?an ni los libros ni la autoridad. Aprend?a la flor y el tr?bol, la madreselva azucarada, el azul fluorescente de las Santa Rita, la mariposa, el bichito de Dios, la luci?rnaga, el roc?o, las telas de ara?a y los hilos de la Virgen; aprend? que el rojo del mu?rdago es m?s rojo que el del laurel cereza, que el oto?o vuelve los duraznos dorados y cobrizos los follajes, que el sol sube y baja en el cielo sin que se pueda ver su movimiento. El derroche de colores, de olores, me exaltaba. En todas partes, en el agua verdosa de los estanques, en el oleaje de las praderas, bajo los helechos cortantes, en el hueco de los matorrales, se escond?an tesoros que yo ard?a por descubrir. Desde que iba al colegio mi padre se interesaba por mis ?xitos, mis progresos, y contaba un poco m?s en mi vida. Me parec?a de una especie menos corriente que el resto de los hombres. En esa ?poca

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de barbas y de patillas, su rostro liso de m?micas expresivas, asombraba: sus amigos dec?an que se parec?a a Rigadin. Nadie a mi alrededor era tan divertido, tan interesante, tan brillante como ?l; nadie hab?a le?do tantos libros ni sab?a de memoria tantos versos, ni discut?a tan fogosamente. Apoyado en la chimenea hablaba mucho, con muchos gestos: lo escuchaban. En las reuniones de familia, era el centro: recitaba mon?logos o El Mono, de Zamacois, y todo el mundo aplaud?a. Su mayor originalidad era hacer teatro en sus horas de ocio; cuando lo ve?a en las fotograf?as, disfrazado de payaso, de camarero, de bailarina, de tr?gica, lo tomaba por una especie de mago; con vestido y delantal blanco, una cofia sobre la cabeza, abriendo sus ojos azules, me hizo llorar de risa en el papel de Rosalie, una cocinera idiota. Todos los a?os mis padres pasaban tres semanas en Divonneles-Bains, con una compa??a de aficionados que se presentaba en el escenario del Casino; distra?an a los veraneantes y el director del gran hotel los albergaba gratis. En 1914 fuimos a esperarlos Louise, mi hermana y yo a Meyrignac. Encontramos a mi t?o Gast?n que era el hermano mayor de pap?, a mi t?a Marguerite cuya palidez y flacura me intimidaban, y a mi prima Jeanne, un a?o menor que yo. Viv?an en Par?s y nos ve?amos a menudo. Mi hermana y Jeanne soportaban d?cilmente mi tiran?a. En Meyrignac yo las enganchaba a un carrito y me llevaban al trote a trav?s de las avenidas del parque. Les daba lecciones, las arrastraba en fugas que luego deten?a prudentemente en medio de la avenida. Una ma?ana, nos divert?amos en el dep?sito de le?a en medio de la viruta fresca cuando o?mos la sirena: la guerra hab?a estallado. Yo hab?a o?do la palabra por vez primera en Lyon un a?o antes. En ?poca de guerra, me hab?an dicho, la gente mata a otra gente, y yo me hab?a preguntado: ?adonde huir?? En el curso del a?o pap? me hab?a explicado que la guerra significaba la invasi?n de un pa?s por extranjeros y empec? a temer a los innumerables japoneses que vend?an entonces en las esquinas abanicos y faroles de papel. Pero no. Nuestros enemigos eran los alemanes de cascos puntiagudos que ya nos hab?an robado la Alsacia y la Lorena y cuya fealdad grotesca descubr? en los ?lbumes de Hansi. Yo ya sab?a que en una guerra s?lo se matan entre soldados y tambi?n sab?a bastante geograf?a para situar a la frontera muy lejos del Limousin. Nadie a mi alrededor parec?a asustado y yo no me inquietaba. Pap? y mam? llegaron de improviso polvorientos y conversadores; hab?an pasado cuarenta y ocho horas en el tren. Pincharon contra la puerta de la caballeriza una orden de requisici?n y los caballos de abuelito fueron llevados a Uzerche. La agitaci?n general, los gruesos t?tulos del Courrier du Centre me estimulaban: siempre me alegraba cuando ocurr?a algo. Inventaba juegos apropiados a las circunstancias: encarnaba a Poincar?, mi prima a Jorge V, mi hermana al zar. Manten?amos “conferencias bajo los cedros y traspas?bamos a los prusianos a sablazos. En setiembre, en La Grill?re, aprend? a cumplir mis deberes de francesa. Ayud? a mam? a fabricar vendas, tej? bufandas. Mi t?a H?l?ne enganchaba el sulky e ?bamos a la estaci?n a distribuir manzanas a unos grandes hind?es de turbantes que nos daban pu?ados de pasas de uvas; llev?bamos a los heridos pan con queso y con pat?. Las mujeres de la aldea corr?an a lo largo de los vagones con los brazos cargados de v?veres. “Un recuerdo, un recuerdo”, reclamaban: y los soldados les daban botones del capote, cartuchos vac?os. Un d?a una de ellas dio un vaso de vino a un soldado alem?n. Hubo murmullos: “?Qu? hay? ?dijo?, son hombres tambi?n.” Los murmullos crecieron. Una santa ira ilumin? los ojos distra?dos de t?a H?l?ne. Los alemanes eran criminales de nacimiento; suscitaban el odio m?s que la indignaci?n: uno no se indigna contra Satan?s. Pero los traidores, los esp?as, los malos franceses escandalizaban deliciosamente nuestros virtuosos corazones. Yo mir? con prolijo horror a la que en adelante fue llamada “la alemana”. Por fin el Mal se hab?a encarnado. Abrac? apasionadamente la causa del Bien. Mi padre, eximido anteriormente por fen?menos card?acos, fue “recuperado” y mandado a un batall?n de zuavos. Fui con mam? a verlo a Villetaneuse, donde estaba en guarnici?n; se hab?a dejado crecer el bigote y me impresion? bajo la visera la

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gravedad de su rostro. Ten?a que mostrarme digna de ?l. Yo hab?a probado enseguida mi patriotismo ejemplar pisoteando un beb? de celuloide “made in Germany” que por otra parte pertenec?a a mi hermana. Les cost? mucho impedirme que arrojara por la ventana unos portacuchillos de plata marcados con el mismo signo infamante. Plant? banderas aliadas en todos los floreros. Jugu? al soldado valiente, al ni?o heroico. Escrib? con l?pices de colores: “Viva Francia.” Los adultos recompensaron mi servilismo. “Simone es terriblemente chauvinista”, dec?an con un orgullo divertido. Yo soportaba la sonrisa y saboreaba el elogio. No s? qui?n le regal? a mam? una pieza de pa?o de oficial, azul horizonte: una costurera nos hizo a mi hermana y a m? abrigos que copiaban exactamente los capotes militares; “miren, hasta tienen una martingala”, dec?a mi madre a sus amigas admirativas o asombradas. Ning?n ni?o llevaba una vestimenta tan original, tan francesa como yo: me sent? elegida. No se necesita mucho para que un ni?o se convierta en mono; antes yo sol?a darme importancia pero me negaba a entrar en el juego de las comedias concertadas por los adultos; demasiado crecida ahora para hacerme acariciar, regalonear, mimar por ellos, ten?a cada vez una necesidad m?s aguda de su aprobaci?n. Me propon?an un papel f?cil de representar y de los m?s sentadores: me precipit? en ?l. Vestida con mi capote azul horizonte hac?a colectas sobre los grandes bulevares en la puerta de un hogar franco-belga que dirig?a una amiga de mam?: “?Para los ni?os belgas refugiados!” Las monedas llov?an en mi cesto florido y las sonrisas de los transe?ntes me aseguraban que yo era una adorable peque?a patriota. Sin embargo, una mujer de negro me interpel?: “?Por qu? los refugiados belgas? ?Y los franceses?” Me qued? desconcertada. Los belgas eran nuestros heroicos aliados; pero en fin, si uno se jactaba de ser patriota deb?a preferir a los franceses; me sent? vencida en mi propio terreno. Tuve otras decepciones. Cuando al caer la tarde entr? al Hogar me felicitaron con condescendencia. “Voy a poder pagar mi carb?n”, dijo la directora. Protest?: “El dinero es para los refugiados.” Me cost? admitir que sus intereses se confund?an; yo hab?a so?ado con caridades m?s espectaculares. Adem?s la se?orita F?vrier hab?a prometido a una enfermera el total de lo recolectado y no confes? que reten?a la mitad. “Doce francos es magn?fico”, me dijo cort?smente la enfermera. Yo hab?a juntado veinticuatro. Estaba indignada. No me apreciaban en mi justo valor: adem?s, me hab?a cre?do una estrella y s?lo hab?a sido un accesorio: me hab?an estafado. Sin embargo, conserv? de aquella tarde un recuerdo bastante glorioso y persever?. Me pase? por la bas?lica del Sacr?-Coeur con otras ni?as agitando un estandarte y cantando. Recitaba letan?as y rosarios en sufragio de nuestros queridos “poilus”. Repet?a todos los slogans, observaba todas las consignas. En los subterr?neos y en los tranv?as se le?a: “Callen, desconf?en, los o?dos enemigos los escuchan.” Se hablaba de esp?as que clavaban agujas en los muslos de las mujeres y de otros que distribu?an a los chicos caramelos envenenados. Fui muy prudente. Al salir de la escuela la madre de una de mis compa?eras me ofreci? pastillas de goma; las rechac?: ol?a a perfume, ten?a los labios pintados, llevaba en los dedos pesadas sortijas y para colmo se llamaba Madame Malin.* No cre?a verdaderamente que sus caramelos fueran mort?feros, pero me parec?a meritorio ejercitarme en la suspicacia. En una parte del curso D?sir hab?an instalado un hospital. En los corredores un edificante olor a farmacia se mezclaba al olor de la cera. Bajo sus velos blancos manchados de rojo las enfermeras parec?an santas y yo me sent?a emocionada cuando sus labios tocaban mi frente. Una refugiada del Norte entr? a mi clase; el ?xodo la hab?a golpeado seriamente, ten?a tics y tartamudeaba; me hablaban mucho de los peque?os refugiados y yo quer?a contribuir a suavizar su desdicha. Se me ocurri? guardar en una caja todas las golosinas que me daban: cuando la hube llenado de pasteles ya agrios, de chocolates blanqueados, de ciruelas secas, mam? me ayud? a embalarlos y lo llev? a las enfermeras.
* Mwlin ? maligno.

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Evitaron felicitarme demasiado ruidosamente pero corrieron sobre mi cabeza murmullos elogiosos. La virtud se apoderaba de m?: basta de iras o de caprichos; me hab?an explicado que de mi obediencia y de mi piedad depend?a que Dios salvara a Francia. Cuando el confesor del curso D?sir me tom? entre sus manos me volv? una ni?a modelo. Era joven, p?lido, infinitamente suave. Me admiti? en el catecismo y me inici? en las dulzuras de la confesi?n. Me arrodill? frente a ?l en un confesionario y respond? concienzudamente a sus preguntas. Ya ni s? lo que le cont? pero delante de mi hermana, que me lo repiti?, felicit? a mam? por mi hermosa alma. Me enamor? de esa alma que imaginaba blanca y aureolada de rayos de luz como la hostia sobre el c?liz. Amonton? m?ritos. El padre Martin nos distribuy? a principios del Adviento im?genes que representaban a un ni?o Jes?s: a cada buena acci?n perfor?bamos con un alfilerazo los contornos del dibujo trazado con tinta violeta. El d?a de Navidad deb?amos depositar nuestras tarjetas en el pesebre que brillaba en el fondo de la gran capilla. Invent? toda clase de mortificaciones, de sacrificios, de conductas edificantes para que la m?a estuviera cribada de agujeros. Esos alardes erizaban a Louise. Pero mam? y las se?oritas me alentaban. Entr? en una cofrad?a infantil, “Los ?ngeles de la Pasi?n”, lo que me dio el derecho a llevar un escapulario y el deber de meditar sobre los siete dolores de la Virgen. Conforme a las recientes instrucciones de P?o X, prepar? mi comuni?n privada; segu? un retiro espiritual. No comprend?a muy bien por qu? los fariseos cuyo nombre se parec?a de manera impresionante al de los habitantes de Par?s* se hab?an encarnizado contra Jes?s, pero compadec? sus desdichas. Vestida de tul y tocada de encaje de Irlanda tragu? mi primera hostia. En adelante mam? me llev? tres veces por semana a comulgar a Notre Dame des Champs. Me gustaba o?r en la ma?ana gris el ruido de nuestros pasos sobre las lajas. Respirando el olor del incienso, la mirada enternecida por el vaho de los cirios, me resultaba dulce abismarme a los pies de la Cruz, so?ando vagamente con la taza de chocolate que me esperaba en casa. Esas piadosas complicidades aumentaron mi intimidad con mam?; tom? netamente el primer lugar en mi vida. Como sus hermanos hab?an sido movilizados, Louise volvi? a casa de sus padres para trabajar la tierra. Rizada, relamida, presuntuosa, Raymonde, la nueva criada, s?lo me inspir? desd?n. Mam? ya no sal?a casi, recib?a poco, se ocupaba enormemente de mi hermana y de m?: me asoci? a su vida m?s estrechamente que a mi hermana menor; era como una hermana mayor y todos dec?an que me parec?a mucho a ella; ten?a la impresi?n de que me pertenec?a en forma privilegiada. Pap? parti? para el frente en octubre; veo los corredores del subterr?neo y mam? que caminaba a mi lado, los ojos llorosos; ten?a lindos ojos color avellana y dos l?grimas se deslizaron sobre sus mejillas. Me emocion? mucho. Sin embargo, nunca tuve la impresi?n de que mi padre corriera peligro. Hab?a visto heridos; sab?a que hab?a una relaci?n entre la guerra y la muerte. Pero no conceb?a que esa gran aventura colectiva pudiera tocarme directamente. Y adem?s, deb? convencerme, sin duda, de que Dios proteger?a especialmente a mi padre: era incapaz de imaginar la desdicha. Los acontecimientos confirmaron mi optimismo: a consecuencia de un ataque card?aco mi padre fue evacuado al hospital de Coulommiers, luego afectado al Ministerio de la Guerra. Cambi? de uniforme y se afeit? el bigote. M?s o menos en esa misma ?poca Louise volvi? a casa. La vida reanud? su curso normal. Me hab?a transformado definitivamente en ni?a juiciosa. Los primeros tiempos hab?a compuesto mi personaje; me hab?a valido tantos elogios y me hab?a proporcionado tan grandes satisfacciones que termin? por identificarme con ?l: se convirti? en mi sola verdad. Ten?a la sangre menos ardiente que antes; el crecimiento, el sarampi?n, me hab?an anemiado: me daba ba?os de azufre, tomaba fortificantes; ya no molestaba a los adultos con mi turbulencia; por otra parte mis gustos coincid?an
* Pharisiens y Parisiens.

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con la vida que llevaba, por lo tanto, me contrariaban poco. En caso de conflicto ya era capaz de interrogar, de discutir. A menudo se limitaban a contestarme: “No se hace. Cuando he dicho no, es no.” Ni aun as?, me juzgaba oprimida. Me hab?a convencido de que mis padres s?lo deseaban mi bien. Y adem?s era la voluntad de Dios que se expresaba por su boca: ?l me hab?a creado, hab?a muerto por m?, ten?a derecho a una sumisi?n absoluta. Sent?a sobre mis hombros el yugo tranquilizador de la necesidad. As? abdiqu? de la independencia que mi primera infancia hab?a intentado salvaguardar. Durante varios a?os fui el d?cil reflejo de mis padres. Es tiempo de decir, en la medida en que lo s?, qui?nes eran.

Sobre la infancia de mi padre tengo pocos informes; mi bisabuelo, que era inspector de contribuciones en Argenton, debe de haber dejado a sus hijos una buena fortuna, puesto que el menor pudo vivir de sus rentas. El mayor, mi abuelo, hered?, entre otros bienes, una propiedad de doscientas hect?reas; se cas? con una joven burguesa que pertenec?a a una opulenta familia del Norte. Sin embargo, sea porque le gustaba o porque ten?a tres hijos, entr? en las oficinas de la ciudad de Par?s: hizo una larga carrera de la que sali? condecorado y jefe de servicio. Su tren de vida era m?s brillante que su situaci?n. Mi padre pas? su infancia en un hermoso departamento del bulevar Saint Germain y conoci? si no la opulencia al menos un confortable bienestar. Ten?a una hermana mayor que ?l y un hermano mayor harag?n, bullicioso, a menudo brutal, que lo zamarreaba. Endeble, enemigo de la violencia, se ingeni? por compensar su debilidad f?sica con la seducci?n: fue el favorito de su madre y de sus profesores. Sus gustos se opon?an sistem?ticamente a los de su hermano mayor; refractario a los deportes, a la gimnasia, se apasion? por la lectura y por el estudio. Mi abuela lo estimulaba: viv?a a su sombra y lo ?nico que le importaba era complacerla. Producto de una austera burgues?a que cre?a firmemente en Dios, en el trabajo, en el deber, en el m?rito, exig?a que un colegial cumpliera perfectamente sus deberes de colegial: todos los a?os George ganaba en el colegio Stanislas el premio de excelencia. Durante las vacaciones reun?a imperiosamente a los chicos de los chacareros y les daba clase: una foto nos lo muestra en el patio de Meyrignac rodeado de una decena de alumnos, varones y mujeres. Una criada de delantal y cofia blancos sostiene una bandeja cargada de vasos de naranjada. Su madre muri? el a?o en que ?l cumpli? trece a?os; no solamente sinti? un dolor violento, sino que se sinti? bruscamente abandonado a s? mismo. Para ?l mi abuela encarnaba la ley. Mi abuelo no era capaz de asumir ese papel. Por supuesto era bien pensante: odiaba a los comuneros y declamaba versos de D?roulede. Pero se sent?a m?s consciente de sus derechos que convencido de sus deberes. A mitad camino entre el arist?crata y el burgu?s, entre el terrateniente y el funcionario, respetuoso de la religi?n sin practicarla, no se sent?a ni s?lidamente integrado a la sociedad, ni cargado de serias responsabilidades: profesaba un epicureismo de buen tono. Se dedicaba a un deporte casi tan distinguido como la esgrima, “la canne”, y hab?a obtenido el t?tulo de “prevoste” del que se mostraba muy orgulloso. No le gustaban ni las discusiones ni las preocupaciones y dejaba rienda suelta a sus hijos. Mi padre sigui? brillando en las ramas que le interesaban: en lat?n, en literatura; pero ya no obtuvo el premio de excelencia, hab?a dejado de esforzarse. A cambio de ciertas compensaciones financieras, Meyrignac deb?a ser de mi t?o Gast?n: satisfecho de ese destino seguro, ?ste se entreg? a la ociosidad. Su condici?n de hermano menor, su amor por su madre, sus ?xitos escolares hab?an hecho que mi padre ?cuyo porvenir no estaba garantido?, reivindicara su individualidad: se sab?a dotado y quer?a sacar partido. Por su lado oratorio el oficio de abogado le gustaba, pues ya sab?a expresarse muy bien. Se inscribi? en la Facultad de Derecho. Pero me ha repetido a menudo que si las conveniencias no se lo hubieran vedado, habr?a entrado al Conservatorio. No era una frase: nada en su vida fue tan aut?ntico como su amor por el teatro.

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Estudiante, descubri? con j?bilo la literatura que gustaba en su ?poca: pasaba sus noches leyendo a Alphonse Daudet, Maupassant, Bourget, Marcel Pr?vost, Jules Lemaitre. Pero conoc?a alegr?as aun mayores cuando se sentaba en su butaca de la Comedie Francaise o Des Variet?s. Asist?a a todos los espect?culos, estaba enamorado de todas las actrices, idolatraba a los grandes actores; para parecerse a ellos se afeitaba el rostro. En esa ?poca, dif?cilmente se representaban comedias en los salones: tom? clases de dicci?n, estudi? maquillaje y se afili? a compa??as de aficionados. La ins?lita vocaci?n de mi padre se explica, creo, por su estatuto social. Su nombre, ciertas relaciones de familia, camarader?as de infancia, amistades de juventud, lo convencieron de que pertenec?a a la aristocracia; adopt? sus valores. Apreciaba los gestos elegantes, los sentimientos nobles, la desenvoltura, el andar, el orgullo, la frivolidad, la iron?a. Las serias virtudes apreciadas por la burgues?a lo aburr?an. Gracias a su buen?sima memoria aprob? sus ex?menes pero consagr? sobre todo sus a?os de estudio a sus placeres: teatros, hip?dromos, caf?s, salones. Le importaba tan poco el triunfo burgu?s que una vez obtenidos sus primeros diplomas no se dio el trabajo de presentar una tesis; se inscribi? en la corte de apelaciones y entr? como secretario en el estudio de un abogado importante. Despreci? los ?xitos que se obtienen con el trabajo y el esfuerzo. Seg?n ?l si uno era “bien nacido” pose?a condiciones m?s all? de todo m?rito: ingenio, talento, encanto, raza. Lo malo era que en el seno de esa casta a la que pretend?a, no era nadie: ten?a un nombre con part?cula, pero oscuro, que no le abr?a ni los clubs ni los salones elegantes; le faltaban los medios para vivir como gran se?or. A lo que pod?a ser en el mundo burgu?s ?un abogado distinguido, un padre de familia, un ciudadano honorable?, conced?a muy poco precio. Se embarcaba en la vida con las manos vac?as y despreciaba los bienes que se adquieren. Para salvar esa indigencia s?lo le quedaba un recurso: parecer. Para parecer hacen falta testigos; mi padre no apreciaba ni la naturaleza ni la soledad: s?lo se sent?a bien en sociedad. Su oficio lo divert?a en la medida en que un abogado cuando defiende se da en espect?culo. De muchacho era atildado como un dandy. Acostumbrado a seducir desde la infancia se hizo una fama de conversador brillante y de hombre encantador; pero sus ?xitos lo dejaban insatisfecho; s?lo lo elevaban a un rango mediocre en los salones donde contaban sobre todo la fortuna y los cuartos de nobleza; para recusar las jerarqu?as admitidas en su mundo, ten?a que negarle importancia a ?ste, por lo tanto ?puesto que a sus ojos las clases bajas no contaban?, situarse fuera del mundo. La literatura permite vengarse de la realidad esclaviz?ndola a la ficci?n; pero si bien mi padre fue un lector apasionado, sab?a que escribir exige repelentes virtudes, esfuerzo, paciencia; es una actividad solitaria donde el p?blico no existe m?s que como esperanza. El teatro, en cambio, aportaba a sus problemas una soluci?n privilegiada. El actor elude las angustias de la creaci?n; le ofrecen, ya constituido, un universo imaginario donde hay un lugar reservado para ?l; se mueve en carne y hueso, frente a una audiencia de carne y hueso; reducida al papel de espejo ?sta le devuelve d?cilmente su imagen; en el escenario es soberano y existe de verdad: se siente verdaderamente soberano. A mi padre le gustaba particularmente disfrazarse: al ponerse la peluca y las patillas, se escamoteaba; as? esquivaba cualquier confrontaci?n. Ni se?or, ni plebeyo: esa indeterminaci?n se cambiaba en plasticidad; habiendo dejado de ser radicalmente, se volvi? cualquiera: los sobrepasaba a todos. Se comprende que nunca haya pensado en vencer los prejuicios de su medio y en abrazar la profesi?n de actor. Se daba al teatro porque no se resignaba a la modestia de su posici?n: no encaraba la posibilidad de decaer. Logr? doblemente su objetivo. Al buscar un recurso contra una sociedad que s?lo se abr?a a ?l con reticencia forz? las puertas. Gracias a sus talentos de aficionado tuvo acceso a c?rculos m?s elegantes y menos austeros que el medio en el cual hab?a nacido; apreciaban a la gente de ingenio, a las mujeres bonitas, al placer. Actor y hombre de mundo, mi padre hab?a encontrado su camino. Consagraba a la comedia y a la pantomima todos sus ocios. La misma v?spera de su boda apareci? en una escena. Apenas de regreso de su luna de miel hizo representar a mam?, cuya belleza

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compensaba la inexperiencia. He dicho que todos los a?os, en Divonneles-Bains participaban en espect?culos presentados por una compa??a de aficionados. Iban a menudo al teatro. Mi padre recib?a Comedia y estaba al corriente de todos los chismes de las bambalinas. Cont? entre sus amigos ?ntimos a un actor del Od?on. Durante su permanencia en el hospital de Coulommiers, compuso y represent? una revista en colaboraci?n con otro enfermo, el joven cantante Gabriello, que luego invit? varias veces a casa. M?s adelante cuando ya no dispuso de los medios necesarios para llevar una vida mundana, encontr? todav?a oportunidades de subir a las tablas, aunque fuera en las fiestas de beneficencia. En esa terca pasi?n se resum?a su singularidad. Por sus opiniones mi padre pertenec?a a su ?poca y a su clase. Consideraba ut?pica la idea de un restablecimiento de la monarqu?a; pero la Rep?blica le desagradaba. Sin estar afiliado a la Action Francaise ten?a amigos entre los “Camelots du ro?” y admiraba a Maurras y a Daudet. Prohib?a que se discutieran los principios del nacionalismo; si alguien mal encaminado pretend?a discutirlos se negaba con una gran carcajada: su amor por la Patria se situaba m?s all? de los argumentos y de las palabras: “Es mi ?nica religi?n”, dec?a. Odiaba a los mestizos, se indignaba de que permitieran a los jud?os mezclarse en el manejo del pa?s, y estaba tan convencido de la culpabilidad de Dreyfus como mi madre de la existencia de Dios. Le?a Le Matin y un d?a se enfureci? porque uno de sus primos, Sirmione, hab?a introducido en casa L’Oeuvre, “ese pasqu?n”. Consideraba a Ren?n como a un gran esp?ritu, pero respetaba a la iglesia y sent?a horror por las leyes Combes. Su moral privada se basaba sobre el culto a la familia; la mujer, como madre, era para ?l sagrada; exig?a de las esposas fidelidad, de las j?venes inocencia, pero consent?a a los hombres grandes libertades, lo que lo llevaba a considerar con indulgencia las mujeres llamadas livianas. Como es cl?sico, el idealismo se aliaba en ?l a un escepticismo que rozaba el cinismo. Vibraba en Cyrano, apreciaba a Cl?ment Vautel, se deleitaba con Capus, Donnay, Sacha Guitry, Flers y Caillavet. Nacionalista y paseandero, amaba la grandeza y la frivolidad. De muy chiquita me hab?a subyugado por su alegr?a y su labia; al crecer aprend? a admirarlo muy seriamente: me maravill? de su cultura, de su inteligencia, de su admirable sentido com?n. En casa su preeminencia era indiscutida; mi madre, ocho a?os m?s joven que ?l, la reconoc?a sin discutir: ?l la hab?a iniciado a la vida y a los libros. “La mujer es lo que su marido hace de ella, es ?l quien debe formarla”, dec?a ?l a menudo. Le le?a en voz alta los Or?genes de la Francia contempor?nea de Taine y el Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas de Gobineau. No mostraba pretensiones excesivas; por el contrario, se jactaba de conocer limitaciones. Trajo del frente argumentos de relatos que mi madre encontr? interesant?simos y que ?l no se arriesg? a escribir por temor a la mediocridad. Con esa modestia, manifestaba una lucidez que lo autorizaba a verter, en cada caso particular, un juicio sin apelaci?n. A medida que yo crec?a ?l se ocupaba m?s de m?. Vigilaba todo, especialmente mi ortograf?a; cuando le escrib?a me devolv?a mis cartas corregidas. Durante las vacaciones me dictaba textos espinosos, generalmente elegidos en V?ctor Hugo. Como yo le?a mucho comet?a pocas faltas y ?l dec?a con satisfacci?n que ten?a ortograf?a natural. Para formar mi gusto literario, hab?a constituido en un anotador de hule negro una breve antolog?a: Un Evangelio de Copee, La marioneta de la Juanita de Banville, ?Ay, si hubiera sabido! de H?g?sippe Moreau, y algunos otros poemas. Me ense?? a recitarlos con el tono adecuado. Me ley? los cl?sicos en voz alta: Ruy Blas, Hernani, las piezas de Rostand, La historia de la literatura francesa de Lanson, y las comedias de Labiche. Yo le hac?a muchas preguntas y ?l me contestaba con paciencia. No me intimidaba en el sentido de que nunca experiment? ante ?l el menor malestar: pero no trataba de salvar la distancia que lo separaba de m?; hab?a cantidad de temas de los cuales ni siquiera se me ocurr?a hablarle; no era para ?l ni un cuerpo, ni un alma, sino un esp?ritu. Nuestras relaciones se situaban en una esfera l?mpida donde no pod?a producirse ning?n choque. No se inclinaba hasta m? sino que me elevaba hasta ?l y yo ten?a el orgullo

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de sentirme entonces una persona mayor. Cuando yo volv?a a caer al nivel ordinario depend?a de mam?; pap? le hab?a abandonado sin reservas el cuidado de velar sobre mi vida org?nica y de dirigir mi formaci?n moral. Mi madre hab?a nacido en Verdun, en una piadosa y rica familia burguesa; su padre, un banquero, hab?a sido educado con los jesu?tas; su madre en un convento. Francoise ten?a un hermano y una hermana menores que ella. Entregada en cuerpo y alma a su marido, abuelita s?lo demostraba a sus hijos un afecto distante; abuelito prefer?a a Lili, su benjamina; mam? sufri? de esa frialdad. Medio pupila en el convento des Oiseaux encontr? consuelos en la c?lida estima con que la rodearon las monjas; se precipit? en el estudio y en la devoci?n; despu?s de su diploma elemental perfeccion? su cultura bajo la direcci?n de la madre superiora. Otras decepciones entristecieron su adolescencia. Infancia y juventud le dejaron en el coraz?n un resentimiento que nunca se calm? del todo. A los veinte a?os, encerrada en sus cors?s con ballenas, acostumbrada a reprimir sus impulsos y a hundir en el silencio secretos amargos, se sent?a sola e incomprendida; a pesar de su belleza carec?a de seguridad y de alegr?a. Sin entusiasmo fue a Houlgate a unirse con un joven desconocido. Se gustaron. Conquistada por la exuberancia de pap?, fortalecida por los sentimientos que ?l le demostraba, mi madre floreci?. En mis primeros recuerdos la veo joven, sonriente y alegre. Hab?a tambi?n en ella algo ?ntegro e imperioso que despu?s de su casamiento se liber?. Mi padre gozaba a sus ojos de un gran prestigio y ella pensaba que la mujer debe obedecer al hombre. Pero con Louise, con mi hermana y conmigo se mostraba autoritaria, a veces enfurecida. Si uno de sus ?ntimos la contrariaba o la ofend?a, reaccionaba con ira y con violentos estallidos de franqueza. En sociedad, sin embargo, fue siempre t?mida. Bruscamente trasplantada a un c?rculo muy distinto de su ambiente provincial, no se adapt? sin esfuerzos. Su juventud, su inexperiencia, su amor por mi padre la hac?an vulnerable; tem?a las cr?ticas y, para evitarlas, puso todo su cuidado en “obrar como todo el mundo”. Su nuevo medio respetaba a medias la moral des Oiseaux. No quiso pasar por beata y renunci? a juzgar seg?n su propio c?digo: tom? el partido de fiarse de las costumbres. El mejor amigo de pap? viv?a maritalmente, es decir en el pecado; eso no le imped?a venir a menudo a casa: pero no recib?an a su concubina. Mi madre nunca pens? en protestar ?en un sentido ni en el otro? contra una inconsecuencia sancionada por las costumbres mundanas. Acept? muchas otras concesiones; no rozaron sus principios; quiz? hasta fue para compensar esas concesiones que preserv? interiormente una rigurosa intransigencia. Aunque fue, sin lugar a dudas, una reci?n casada dichosa, apenas distingu?a el vicio de la sexualidad: asoci? siempre estrechamente la idea de carne a la de pecado. Como la costumbre la obligaba a disculpar ciertas libertades de los hombres, concentr? sobre las mujeres su severidad; entre las “mujeres honestas” y las “locas” no conceb?a intermediario. Los temas “f?sicos” le repugnaban tanto que nunca los toc? conmigo; ni siquiera me advirti? de las sorpresas que me esperaban en el umbral de la pubertad. En todos los dem?s terrenos compart?a las ideas de mi padre sin parecer encontrar dificultades en conciliarias con la religi?n. Mi padre se asombraba de las paradojas del coraz?n humano, de las herencias biol?gicas, de la extra?eza de los sue?os; nunca he visto a mi madre asombrarse de nada. Tan penetrada de sus responsabilidades como pap? estaba liberado de ellas, tom? a pecho su tarea de educadora. Pidi? consejos a la cofrad?a de las “Madres cristianas” y conferenci? a menudo con las se?oritas. Ella misma me llevaba al curso, asist?a a mis clases, revisaba mis deberes, me tomaba las lecciones; aprendi? el ingl?s y empez? a estudiar el lat?n para seguirme. Dirig?a mis lecturas, me llevaba a misa y a v?speras; recit?bamos en com?n, ella, mi hermana y yo, nuestras oraciones, por la ma?ana y por la noche. En todo momento, hasta en el secreto de mi coraz?n, era mi testigo, y para m? no hab?a ninguna diferencia entre su mirada y la de Dios. Ninguna de mis t?as ?ni siquiera t?a Marguerite que hab?a sido educada en el Sagrado Coraz?n? practicaba la religi?n con tanto fervor:

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comulgaba a menudo, rezaba asiduamente, le?a numerosas obras piadosas. Su conducta se conformaba a sus creencias: pronta a sacrificarse, se dedicaba por entero a los suyos. Yo no la consideraba como a una santa porque la conoc?a demasiado y porque se enojaba demasiado f?cilmente; su ejemplo me parec?a aun m?s convincente; yo pod?a, por lo tanto deb?a, igualarme a ella en piedad y en virtud. El calor de su afecto rescataba sus momentos de enojo. M?s implacable y m?s lejana no hubiera obrado tan profundamente en m?. Su ascendiente, en efecto, depend?a en gran parte de nuestra intimidad. Mi padre me trataba como a una persona hecha y derecha; mi madre cuidaba a la ni?a que yo era. Me manifestaba m?s indulgencia que ?l: le parec?a natural o?rme decir tonter?as mientras ?l se fastidiaba; a ella le divert?an mis salidas, mis borroneos que a ?l no le parec?an divertidos. Yo quer?a que me consideraran; pero necesitaba esencialmente ser aceptada en mi verdad con las deficiencias de mi edad; la ternura de mi madre me aseguraba una total justificaci?n. Los elogios m?s halagadores eran los de mi padre; pero si me recriminaba porque yo hab?a desordenado su despacho o si exclamaba: “Estas chicas son est?pidas”, yo tomaba a la ligera palabras a las cuales visiblemente daba poca importancia; en cambio cualquier reproche de mi madre, su ce?o fruncido, pon?a en juego mi seguridad: privada de su aprobaci?n ya no me sent?a con derecho a existir. Si sus cr?ticas me importaban tanto es porque esperaba su benevolencia. Cuando yo ten?a siete u ocho a?os no me forzaba con ella, le hablaba con una gran libertad. Un recuerdo preciso me da esa certidumbre. Sufr?, despu?s del sarampi?n, una ligera escoliosis; un m?dico traz? una l?nea a lo largo de mi columna vertebral como si mi espalda hubiera sido un pizarr?n y me recet? gimnasia sueca. Tom? algunas lecciones privadas con un profesor alto y rubio. Una tarde mientras lo esperaba, me ejercitaba trepando en la barra; al llegar arriba sent? una extra?a comez?n entre los muslos; era agradable y decepcionante; volv? a empezar; el fen?meno se repiti?. “Es raro”, le dije a mam?; y le describ? lo que hab?a sentido. Con aire indiferente habl? de otra cosa y yo pens? haber dicho una de esas tonter?as que no provocan respuesta. M?s adelante, sin embargo, mi actitud cambi?. Cuando me interrogu? uno o dos a?os m?s tarde sobre “los lazos de la sangre”, a menudo evocados en los libros, y sobre “el fruto de sus entra?as” del Dios Te Salve Mar?a, no comuniqu? mis sospechas a mi madre. Es posible que entretanto ella, haya opuesto a algunas de mis preguntas resistencias que he olvidado. Pero mi silencio part?a de una consigna m?s general: ya guardaba reservas. Rara vez mi madre me castigaba y si bien ten?a la mano pronta, sus bofetadas no dol?an mucho. Sin embargo, sin por eso quererla menos que antes, yo me hab?a puesto a temerla. Hab?a una palabra que ella usaba a menudo y que nos paralizaba a mi hermana y a m?: “?Es rid?culo!” A menudo le o?amos pronunciar ese veredicto cuando criticaba, con pap?, la conducta de un tercero; dirigida contra nosotros nos precipitaba de la cumbre familiar a los bajos fondos donde se arrastraba el resto del g?nero humano. Incapaces de prever qu? gesto, qu? palabra pod?a desencadenarla, toda iniciativa implicaba para nosotras un peligro: la prudencia aconsejaba quedarse quietas. Recuerdo nuestra sorpresa cuando, habiendo pedido a mam? permiso para llevar nuestras mu?ecas al salir de vacaciones, ella contest?: “?Por qu? no?” Durante a?os hab?amos refrenado ese deseo. Por cierto, la primera raz?n de mi timidez era mi preocupaci?n por evitar su desprecio. Pero tambi?n cuando sus ojos brillaban con una luz tormentosa, o cuando simplemente su boca se frunc?a, yo creo que tem?a tanto como mi propia decadencia el disgusto que le causaba. Si me hubiera pescado en una mentira yo habr?a sentido su esc?ndalo m?s fuerte que mi verg?enza: la idea me resultaba tan intolerable que siempre dec?a la verdad. Evidentemente no me daba cuenta de que mi madre, apresur?ndose en condenar la diferencia y la novedad, preven?a el desasosiego que despertaba en ella cualquier duda: pero yo sent?a que las palabras ins?litas, los proyectos imprevistos turbaban su serenidad. Mi responsabilidad aumentaba mi dependencia.

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As? viv?amos, ella y yo, en una especie de simbiosis y sin aplicarme en imitarla fui modelada por ella. Me inculc? el sentido del deber as? como las consignas del olvido de s?, y de austeridad. A mi padre no le disgustaba ponerse en evidencia, pero aprend? de mi madre a pasar inadvertida, a cuidar mi lenguaje, a censurar mis deseos, a decir y a hacer exactamente lo que deb?a ser dicho y hecho. No reivindicaba nada y osaba muy poco. El acuerdo que reinaba entre mis padres fortalec?a el respeto que yo sent?a por cada uno de ellos. Eso me permiti? eludir una dificultad que hubiera podido ponerme en un serio aprieto: pap? no iba a misa, sonre?a cuando t?a Marguerite comentaba los milagros de Lourdes: no cre?a. Ese escepticismo me impresionaba, a tal punto me sent?a investida por la presencia de Dios: sin embargo, mi padre nunca se equivocaba: ?c?mo explicar que pudiera cegarse sobre la m?s evidente de las verdades? Mirando las cosas de frente era una terrible contradicci?n. No obstante, dado que mi madre, tan piadosa, parec?a encontrarla natural, acept? tranquilamente la actitud de pap?. La consecuencia fue que me acostumbr? a considerar que mi vida intelectual ?encarnada por mi padre? y mi vida espiritual ? encarnada por mi madre? eran dos terrenos radicalmente heterog?neos, entre los cuales no pod?a producirse ninguna interferencia. La santidad pertenec?a a otro orden que la inteligencia; y las cosas humanas ?cultura, negocios, pol?tica, usos y costumbres? nada ten?an que ver con la religi?n. As? relegu? a Dios fuera del mundo, lo que deb?a influir profundamente en mi futura evoluci?n. Mi situaci?n familiar recordaba a la de mi padre: ?l se hab?a encontrado en una situaci?n falsa entre el escepticismo de mi abuelo y la seriedad burguesa de mi abuela. En mi caso tambi?n, el individualismo de pap? y su ?tica profana contrastaban con la severa moral tradicional que me ense?aba mi madre. Ese desequilibrio que me creaba un conflicto explica en gran parte que me haya vuelto una intelectual. Por el momento me sent?a protegida y guiada a la vez sobre la tierra y en los caminos del cielo. Me felicitaba adem?s de no estar entregada sin recurso a los adultos; no viv?a sola mi condici?n de chica; ten?a una semejante: mi hermana, cuyo papel cobr? una importancia considerable alrededor de mis seis a?os. La llamaban Poupette; ten?a dos a?os y medio menos que yo. Dec?an que se parec?a a pap?. Rubia, de ojos celestes, en sus fotos de chica su mirada parece nublada de l?grimas. Su nacimiento hab?a decepcionado porque toda la familia quer?a un var?n; por supuesto, nadie le guard? rencor, pero acaso no sea indiferente que hayan suspirado alrededor de su cuna. Se esforzaban en tratarnos con una exacta justicia; nuestra ropa era id?ntica, sal?amos casi siempre juntas, ten?amos una sola vida para las dos; no obstante, como mayor yo gozaba de ciertas ventajas. Ten?a un cuarto que compart?a con Louise y dorm?a en una cama grande, falsamente antigua, de madera esculpida y a la cabecera una reproducci?n de la Asunci?n, de Murillo. Para mi hermana instalaban una cama plegadiza en un corredor estrecho. Durante el servicio militar de pap?, yo acompa?aba a mam? cuando iba a verlo. Relegada a un lugar secundario, “la m?s chiquita” se sent?a casi superflua. Yo era para mis padres una experiencia nueva: a mi hermana le costaba mucho m?s desconcertarlos y asombrarlos; a m? no me hab?an comparado con nadie, a ella sin cesar la comparaban conmigo. En el curso D?sir las se?oritas ten?an la costumbre de dar a las mayores como ejemplo de las menores; hiciera lo que hiciere Poupette, la perspectiva que da el tiempo, las sublimaciones de la leyenda quer?an que yo lo hubiera logrado mejor que ella; ning?n esfuerzo, ning?n ?xito le permit?an nunca pasar ?se “plafond”. V?ctima de una oscura maldici?n sufr?a, y a menudo de noche, sentada en su sillita, lloraba. Le reprochaban su car?cter rezong?n: era otra inferioridad. Hubiera podido aborrecerme; paradojalmente s?lo se sent?a bien en su pellejo cuando estaba junto a m?. Confortablemente instalada en mi papel de mayor, no me jactaba de ninguna otra superioridad salvo de la que me daba la edad; consideraba a Poupette muy despierta para la suya; la ve?a exactamente como era: una igual un poco menor que yo; me agradec?a mi estima y respond?a a

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ella con una absoluta devoci?n. Era mi hom?nimo, mi segundo, mi doble: no pod?amos estar la una sin la otra. Yo compadec?a a los hijos ?nicos; las diversiones solitarias me parec?an insulsas: apenas una manera de matar el tiempo. Entre dos un partido de pelota o de rayuela se convert?a en una haza?a, una carrera detr?s de un arco, en un concurso. Hasta para hacer calcoman?as o para pintarrajear un cat?logo, necesitaba una socia; rivalizando, colaborando, la obra de cada una encontraba en la otra su destino, escapaba a la gratuidad. Los juegos que m?s me gustaban eran aquellos en que yo encarnaba personajes: exig?an una c?mplice. No ten?amos muchos juguetes; los m?s lindos ?el tigre que daba un salto, el elefante que levantaba las patas? nuestros padres los guardaban bajo llave; en algunas oportunidades los hac?an admirar a sus invitados. No me hac?an falta. Me agradaba poseer objetos con los cuales se divert?an las personas mayores; los prefer?a preciosos y no cotidianos. De todas maneras los accesorios ?almac?n, bater?a de cocina, panoplia de enfermera?s?lo ofrec?an a la imaginaci?n un socorro muy leve. Para animar las historias que yo inventaba, una compa?era me resultaba indispensable. Un gran n?mero de an?cdotas y de situaciones que pon?amos en escena eran banales y lo sab?amos: la presencia de los adultos no nos molestaba para vender sombreros o para desafiar las balas alemanas. Otros argumentos, los que prefer?amos, reclamaban la clandestinidad. Eran, en apariencia, perfectamente inocentes; pero sublimando la aventura de nuestra infancia o anticipando el porvenir, halagaban en nosotros algo ?ntimo y secreto. Hablar? m?s adelante de los que desde mi punto de vista me parecen m?s significativos. En efecto, era sobre todo yo la que me expresaba a trav?s de ellos puesto que los impon?a a mi hermana, asign?ndole papeles que ella aceptaba d?cilmente. A la hora en que el silencio, la sombra, el hast?o de las casas burguesas invad?an el vest?bulo, yo largaba mis fantasmas; los materializ?bamos con gran refuerzo de ademanes y de palabras, y a veces hechiz?ndonos la una a la otra consegu?amos remontar de este mundo hasta que una voz imperiosa nos llamara a la realidad. Al d?a siguiente volv?amos a empezar. “Vamos a jugar a eso”, dec?amos. Llegaba el d?a en que el tema hab?a sido demasiado manoseado y ya no nos inspiraba m?s; entonces eleg?amos otro al que permanec?amos fieles durante algunas horas o algunas semanas. Le deb? a mi hermana el poder, jugando, aplacar muchos sue?os; tambi?n me permiti? salvar mi vida cotidiana del silencio: tom? junto a ella la costumbre de la comunicaci?n. En su ausencia yo oscilaba entre dos extremos: la palabra era, o bien un ruido in?til que yo produc?a con mi boca, o, dirigi?ndose a mis padres, un acto serio; cuando convers?bamos, Poupette y yo, las palabras ten?an un sentido y no pesaban demasiado. No conoc? con ella los placeres del intercambio puesto que todo nos era com?n; pero, comentando en voz alta los incidentes y las emociones del d?a, multiplic?bamos el precio. Nuestros prop?sitos no ten?an nada sospechoso; no obstante, por la importancia que mutuamente les conced?amos, creaban entre nosotras una connivencia que nos aislaba de los adultos: juntas, pose?amos nuestro jard?n secreto. ?ste nos resultaba muy ?til. Las tradiciones nos ataban a un cierto n?mero de tareas fastidiosas, sobre todo alrededor de A?o Nuevo: hab?a que asistir en casa de t?as lejanas, a comidas de familia que no terminaban nunca y visitar a solteronas mohosas. A menudo nos salv?bamos del aburrimiento refugi?ndonos en los vest?bulos y jugando “a eso”. En el verano, abuelito organizaba expediciones a los bosques de Chaville o de Meudon; para conjurar la languidez de esos paseos, no ten?amos m?s recurso que nuestras charlas; hac?amos proyectos, deshollin?bamos recuerdos; Poupette me hac?a preguntas; yo le contaba episodios de la historia romana, de la historia de Francia, o relatos inventados por m?. Lo que m?s apreciaba yo en nuestras relaciones era tener sobre ella un poder real. Los adultos me

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ten?an a su merced. Si les arrancaba alabanzas segu?an siendo ellos los que decid?an discern?rmelas. Algunas de mis conductas afectaban directamente a mi madre pero sin ninguna relaci?n con mis intenciones. Entre mi hermana y yo las cosas ocurr?an de veras. Nos pele?bamos, ella lloraba, yo me irritaba, nos lanz?bamos el supremo insulto: “Eres tonta”, y luego nos reconcili?bamos. Sus l?grimas no eran fingidas y si re?a de una broma era sin complacencia. S?lo ella me reconoc?a autoridad; los adultos me ced?an a veces, ella me obedec?a. Uno de los lazos m?s s?lidos que se establecieron entre nosotras fue el de maestra a alumna. Me gustaba tanto estudiar que encontraba apasionante ense?ar. Dar clase a mis mu?ecas no pod?a de manera alguna satisfacerme: no se trataba de parodiar gestos, sino de transmitir aut?nticamente mi ciencia. Ense?ando a mi hermana lectura, escritura, c?lculo, conoc? desde los seis a?os el orgullo de la eficiencia. Me gustaba borronear sobre p?ginas en blanco frases o dibujos: pero sab?a que estaba fabricando objetos falsos. Cuando cambi? la ignorancia en saber, cuando imprim? verdades en un esp?ritu virgen, entonces cre? algo real. No imitaba a los adultos: los igualaba y mi ?xito desafiaba la opini?n de ellos; satisfac?a en m? aspiraciones m?s serias que la vanidad. Hasta entonces me hab?a limitado a hacer fructificar los cuidados de que era objeto: ahora, a mi vez, yo serv?a. Escapaba a la pasividad de la infancia, entraba en el gran circuito humano donde, segur pensaba, cada uno es ?til a todos. Desde que yo trabajaba seriamente el tiempo no hu?a, se inscrib?a en m?: confiando mis conocimientos a otra memoria los salvaba dos veces. Gracias a mi hermana ?mi c?mplice, mi sujeto, mi criatura? yo afirmaba mi autonom?a. Est? claro que s?lo le reconoc?a “la igualdad en la diferencia”, lo que es una manera de pretender la preeminencia. Sin formul?rmelo del todo supon?a que mis padres admit?an esa jerarqu?a y que yo era su favorita. Mi cuarto daba sobre el corredor donde dorm?a mi hermana y a cuyo extremo se abr?a el escritorio; desde mi cama o?a a mi padre conversar de noche con mi madre y ese apacible murmullo me mec?a; una noche mi coraz?n casi se par? de latir; con una voz pausada, apenas curiosa, mam? interrogaba: “?A cu?l de las dos chicas prefieres?” Esper? que pap? pronunciara mi nombre, pero durante un instante que me pareci? infinito vacil?: “Simone es m?s reflexiva, pero Poupette es tan cari?osa…” Siguieron pesando el pro y el contra y diciendo lo que les pasaba por el coraz?n; finalmente se pusieron de acuerdo en querernos tanto a la una como a la otra; era conforme a lo que se lee en los libros: los padres quieren igual a todos sus hijos. No obstante sent? alg?n despecho. No hubiera soportado que uno de ellos prefiriera a mi hermana; si me resignaba a una repartici?n imparcial era porque estaba convencida de que ser?a en mi favor. Mayor, m?s sabia; m?s despierta que la menor, si mis padres sent?an por nosotros la misma ternura, al menos deb?an considerarme m?s y sentirme m?s cerca de su madurez. Consideraba una suerte insigne que el cielo me hubiera dado precisamente esos padres, esa hermana, esa vida. Sin duda alguna ten?a muchas razones para felicitarme de mi suerte. Adem?s estaba dotada de lo que se llama un car?cter feliz; siempre encontr? la realidad m?s alimenticia que los espejismos; las cosas que exist?an para m?, con m?s evidencia, eran las que yo pose?a; el valor que les conced?a me defend?a contra las decepciones, las nostalgias, los lamentos; mis afectos eran m?s fuertes que mis codicias. Blondine estaba vieja, ajada, mal vestida; no la hubiera cedido por la m?s suntuosa de las mu?ecas que tronaban en los escaparates: el amor que sent?a por ella la hac?a ?nica, irreemplazable. No habr?a cambiado por ning?n para?so el parque de Meyrignac, ni por ning?n palacio nuestro departamento. La idea de que Louise, mi hermana, mis padres pudieran ser diferentes de lo que eran ni siquiera me rozaba. Yo misma no me imaginaba con otra cara, ni en otro pellejo: me sent?a bien en el m?o.

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No hay mucha distancia entre la satisfacci?n y la suficiencia. Satisfecha del lugar que ocupaba en el mundo, lo cre?a privilegiado. Mis padres eran seres de excepci?n y yo consideraba nuestro hogar como ejemplar. A pap? le gustaba burlarse, a mam? criticar; pocas personas obten?an la aprobaci?n de ellos y en cambio no o?a que nadie los denigrara: por lo tanto, su manera de vivir representaba la norma absoluta. Su superioridad deca?a sobre m?. En el Luxemburgo nos prohib?an jugar con chicas desconocidas: era, evidentemente, porque est?bamos hechas de una tela m?s refinada. No ten?amos derecho a beber, como cualquiera, en los vasos de metal encadenados a las fuentes; abuelita me hab?a regalado una concha anacarada, de un modelo exclusivo, como nuestros capotes celeste cielo. Recuerdo un martes de Carnaval en que llev?bamos bolsas llenas, no de confettis sino de p?talos de rosa. Mi madre se surt?a en ciertas confiter?as; las bombas de crema de las panader?as me parec?an tan poco comestibles como si hubieran sido de yeso: la delicadeza de nuestros est?magos nos distingu?a del vulgo. Mientras la mayor?a de los chicos que me rodeaban recib?an La Semaine de Suzette, yo estaba abonada a L’?toile No?liste que mam? consideraba de un nivel moral m?s elevado. No segu?a mis estudios en un liceo, sino en un instituto privado, que manifestaba por una cantidad de detalles su originalidad; las clases, por ejemplo, estaban curiosamente numeradas: cero, primera, segunda, tercera-primera, tercera-segunda, cuarta-primera, etc. Estudiaba el catecismo en la capilla del curso, sin mezclarme al reba?o de los chicos de la parroquia. Pertenec?a a una ?lite. Sin embargo, en ese c?rculo elegido, ciertos amigos de mis padres se beneficiaban de una seria ventaja: eran ricos; como soldado de segunda clase, mi padre ganaba veinticinco centavos diarios y pas?bamos las de Ca?n. A veces nos invitaban a mi hermana y a m? a fiestas de un lujo marcador; en inmensos departamentos, llenos de ara?as, de rasos, de terciopelos, una multitud de ni?os englut?an cremas heladas y acaramelados; asist?amos a una sesi?n de t?teres o a las pruebas de un prestidigitador, form?bamos rondas alrededor de un ?rbol de Navidad. Las otras chicas estaban vestidas de seda brillante, de encajes; nosotras llev?bamos vestidos de lanita de colores apagados. Yo sent?a un cierto malestar; pero al final del d?a, cansada, sudorosa, con el est?mago repugnado, hac?a recaer mi repugnancia contra las ara?as, las alfombras, las sedas; me alegraba volver a casa. Toda mi educaci?n me aseguraba que la virtud y la cultura cuentan m?s que la fortuna: mis gustos me llevaban a creerlo; por lo tanto aceptaba con serenidad la modestia de nuestra condici?n. Fiel a mi decisi?n de ser optimista, hasta me convenc? de que era envidiable: vi, en nuestra mediocridad, un justo medio. A los mendigos, a los atorrantes, los consideraba como excluidos; pero los pr?ncipes y los millonarios tambi?n estaban separados del mundo verdadero: su situaci?n ins?lita los apartaba. En lo que a m? respectaba cre?a poder acceder a las m?s altas como a las m?s bajas esferas de la sociedad; en verdad en las primeras no me aceptaban y estaba radicalmente separada de las segundas. Pocas cosas turbaban mi tranquilidad. Encaraba la vida como una aventura dichosa; contra la muerte, la fe me defend?a: cerrar?a los ojos y en un santiam?n las n?veas manos de los ?ngeles me transportar?an al cielo. En un libro de canto dorado le? un ap?logo que me colm? de certidumbre; un gusanito que viv?a en el fondo de un estanque se inquietaba; uno tras otro sus compa?eros se perd?an en la noche del firmamento acu?tico. ??l tambi?n desaparecer?a? De pronto se encontr? del otro lado de las tinieblas: ten?a alas, volaba, acariciado por el sol, entre flores maravillosas. La analog?a me pareci? irrefutable; un leve tapiz de cielo me separaba de los para?sos donde resplandec?a la verdadera luz; de pronto me acostaba sobre la alfombra, los ojos cerrados, las manos juntas, y ordenaba a mi alma que se escapara. Era s?lo un juego; si hubiera cre?do que era mi ?ltima hora habr?a gritado de terror. Al menos la idea de la muerte no me asustaba. Una noche, sin embargo, el vac?o me estremeci?. Le?a; al borde del mar una sirena expiraba; por el amor de un hermoso pr?ncipe hab?a renunciado a su alma inmortal, se transformaba en espuma. Esa voz que en ella repet?a sin tregua: “Aqu? estoy”, se hab?a callado para siempre: me pareci? que el universo entero se hab?a hundido en el silencio. Pero no,

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Dios me promet?a la eternidad: nunca dejar?a de ver, de o?r, de hablarme. No habr?a fin. Hab?a habido un comienzo: eso a veces me turbaba; los chicos nac?an, pens?, de un f?at divino; pero contra toda ortodoxia, limitaba las capacidades del Todopoderoso. Esa presencia en m? que me afirmaba que yo era yo, no depend?a de nadie, nunca nada la rozaba, imposible que alguien, aunque fuera Dios, la hubiera fabricado: se hab?a limitado a proporcionarle una envoltura. En el espacio sobrenatural, flotaban, invisibles, impalpables, infinidad de almilas que esperaban para encarnarse. Yo hab?a sido una de ellas y lo hab?a olvidado todo; ellas rondaban entre el cielo y la tierra y no lo recordar?an. Me daba cuenta con angustia de que esa ausencia de memoria equival?a a la nada; todo ocurr?a como si, antes de aparecer en mi cuna, yo no hubiera existido en absoluto. Hab?a que llenar esa falla: yo captar?a, al pasar, los fuegos fatuos cuya luz ilusoria no iluminar?a nada, les prestar?a mi mirada, disipar?a su noche, y los chicos que nacieran ma?ana recordar?an… Me perd?a hasta el v?rtigo en esos sue?os ociosos, negando vanamente el escandaloso divorcio de mi conciencia y del tiempo. Al menos hab?a emergido de las tinieblas; pero las cosas a mi alrededor permanec?an en ellas. Me gustaban los cuentos que prestaban a una gran aguja ideas en forma de aguja, al aparador pensamientos de madera; pero eran cuentos; los objetos de coraz?n opaco pesaban sobre la tierra sin saberlo, sin poder murmurar: “Aqu? estoy.” He contado en otra oportunidad c?mo, en Meyrignac, contemplaba est?pidamente una vieja chaqueta abandonada sobre el respaldo de una silla; trataba de decir en su lugar: “Soy una vieja chaqueta cansada”; era imposible y el p?nico se apoder? de m?. En los siglos transcurridos en el silencio de los seres inanimados, yo present?a mi propia ausencia: present?a la verdad, falazmente conjurada, de mi muerte. Mi mirada creaba luz; durante las vacaciones sobre todo yo me embriagaba de descubrimientos; pero por momentos una duda me corro?a: lejos de revelarme el mundo, mi presencia lo desfiguraba. Por supuesto, no cre?a que mientras yo dorm?a las flores de la sala se fueran al baile, ni que en la vitrina se tejieran idilios entre los personajes de porcelana. Pero sospechaba que a veces el campo domesticado imitaba a esos bosques encantados que se disfrazaban en cuanto un intruso los viola; los espejismos nacen bajo sus pasos, se extrav?an, las abras y los cercos le escatiman sus secretos. Escondida detr?s de un ?rbol yo trataba en vano de sorprender la soledad de la arboleda; un relato que se titulaba “Valent?n, o el demonio de la curiosidad”, me hizo gran impresi?n. Un hada madrina paseaba a Valent?n en carroza; le dec?a que afuera hab?a paisajes maravillosos, pero las cortinas cegaban los cristales y ?l no deb?a levantarlas; impulsado por su demonio, Valent?n desobedec?a; s?lo ve?a tinieblas: la mirada hab?a matado a su objeto. No me interesaba lo que ven?a despu?s: mientras Valent?n luchaba contra su demonio, yo me debat?a ansiosamente contra la noche del no saber. Agudas, a veces, mis inquietudes se disipaban pronto. Los adultos me garantizaban el mundo y yo raramente intentaba penetrarlo sin la ayuda de ellos. Prefer?a seguirlos en los universos imaginarios que hab?an creado para m?. Me instalaba en el vest?bulo, frente al armario normando y al reloj de madera esculpida que encerraba en su vientre dos pinas cobrizas y las tinieblas del tiempo; en la pared se abr?a la boca de un calor?fero; a trav?s del enrejado dorado respiraba un soplo nauseabundo que sub?a de los abismos. Ese abismo, el silencio cortado por el tic-tac del reloj, me intimidaban. Los libros me tranquilizaban: hablaban y no disimulaban nada; en mi ausencia, callaban; yo los abr?a y entonces dec?an exactamente lo que dec?an; si una palabra se me escapaba, mam? me la explicaba. De bruces sobre la alfombra roja le?a a Madame de Segur, Z?na?de Fleuriot, los cuentos de Perrault, de Grimm, de Madame d’Aulnoy, del can?nigo Schmidt, los ?lbumes de T?pffer, B?cassine, las aventuras de la familia Fenouillard, las del bombero Camember, Sans Famille, Jules Veme, Paul d’lvoi, Andr? Laurie, y la serie de los “Libros rosa” editados por Larousse, que relataban las leyendas de todos los pa?ses del mundo y, durante la guerra, historias heroicas.

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S?lo me daban libros infantiles elegidos con circunspecci?n, que admit?an las mismas verdades y los mismos valores que mis padres y mis institutrices; los buenos eran recompensados, los malos castigados; las desgracias s?lo ocurr?an a las personas rid?culas y est?pidas. Me bastaba que esos principios esenciales fueran salvaguardados; generalmente no buscaba ninguna relaci?n entre las fantas?as de los libros y la realidad; me divert?an, como re?a en los t?teres, a distancia; por eso, pese a los extra?os segundos planos qu? descubren ingeniosamente los adultos, las novelas de la condesa de Segur nunca me asombraron. La se?ora Bonbec, el general Dourakine, as? como el se?or Cryptogame, el bar?n de Crac, B?cassine, no ten?an sino una existencia de fantoches. Un relato era un hermoso objeto que se bastaba a s? mismo, como un espect?culo de marionetas o una imagen; yo era sensible a la necesidad de esas construcciones que tienen un principio, un orden, un fin, donde las palabras y las frases brillan con su brillo propio, como los colores de un cuadro. A veces, sin embargo, el libro me hablaba m?s o menos confusamente del mundo que me rodeaba o de m? misma; entonces me hac?a so?ar o reflexionar, y a veces trastornaba mis certidumbres. Andersen me ense?aba la melancol?a: en sus cuentos los objetos sufren, se quiebran, se consumen sin merecer su desdicha; la sirenita, antes de desaparecer, sufr?a a cada paso como si hubiera caminado sobre brasas candentes y, sin embargo, no hab?a cometido ninguna falta: sus torturas y su muerte me trastornaron el coraz?n. Una novela que le? en Meyrignac que se llamaba El aventurero de las junglas tambi?n me trastorn?. El autor narraba aventuras extravagantes con suficiente habilidad como para hacerme participar de ellas. El h?roe ten?a un amigo llamado Bob, corpulento, lleno de vida, abnegado, que gan? enseguida mi simpat?a. Aprisionados juntos en una celda hind?, descubr?an un corredor subterr?neo por el cual un hombre pod?a deslizarse arrastr?ndose. Bob pasaba primero: de pronto peg? un grito atroz: hab?a encontrado una serpiente pit?n. Las manos h?medas, el coraz?n palpitante, asist? al drama: la serpiente lo devoraba. Esa historia me obsesion? durante mucho tiempo. Por supuesto la sola idea de ser tragado bastaba para helarme la sangre; pero me habr?a sentido menos conmovida si hubiera detestado a la v?ctima. La muerte atroz de Bob contradec?a todas las reglas; cualquier cosa pod?a ocurrir. Pese a su conformismo, los libros ampliaban mi horizonte; adem?s, como buena ne?fita me encantaba el hechizo que transmiten los signos impresos en forma de relato; sent? el deseo de invertir esa magia. Sentada ante una mesita empec? a escribir frases que serpenteaban en mi cabeza: la hoja en blanco se cubr?a de manchas viol?ceas que contaban una historia. A mi alrededor el silencio del vest?bulo se volv?a solemne: me parec?a que oficiaba. Como no buscaba en la literatura un reflejo de la realidad, tampoco tuve la idea de transcribir mi experiencia o mis sue?os; lo que me divert?a era formar un objeto con palabras como lo hab?a hecho anta?o con los cubos; s?lo los libros y no el mundo en su crudeza pod?an, proporcionarme modelos; copiaba. Mi primera obra llevaba por t?tulo Las desdichas de Margarita. Una heroica alsaciana, hu?rfana, por a?adidura, atravesaba el Rhin con un mont?n de hermanos y hermanas para llegar a Francia. Supe con pena que el r?o no corr?a por donde yo necesitaba y mi novela abort?. Entonces plagi? La familia Fenouillard que en casa nos gustaba mucho a todos: el se?or, la se?ora Fenouillard y sus dos hijas, eran el negativo de nuestra propia familia. Mam? le ley? una noche a pap? La Familia Cornichon con risas aprobadoras; ?l sonri?. Abuelito me regal? un volumen de tapas amarillas cuyas p?ginas eran v?rgenes; t?a Lili copi? all? mi manuscrito con una letra clara de colegio de monjas: yo miraba con orgullo ese objeto que era casi verdadero y que me deb?a su existencia. Compuse otros dos o tres libros que tuvieron menos ?xito. A veces me contentaba con inventar los t?tulos. En el campo jugaba a la librera; llam? Reina de azul a la hoja plateada del ?lamo, Flor de las nieves a la hoja barnizada de la magnolia, y organic? sabias exposiciones. No sab?a muy bien si deseaba, de grande, escribir libros o venderlos, pero a mis ojos el mundo no conten?a nada m?s precioso. Mi madre estaba abonada a una biblioteca circulante, calle Saint-Placide. Infranqueables barreras defend?an los corredores tapizados de libros y que se perd?an en

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el infinito como los t?neles del subterr?neo. Yo envidiaba a las solteronas de cuello emballenado que manipulaban a lo largo de su vida vol?menes vestidos de negro, cuyo t?tulo se destacaba sobre un rect?ngulo naranja o verde. Envueltas en el silencio, enmascaradas por la sombr?a monoton?a de las tapas, todas las palabras estaban ah? esperando que las descifraran. Yo so?aba con encerrarme en esos caminos polvorientos y no salir nunca de ellos. Una vez por a?o ?bamos al Ch?telet. El consejero municipal, Alphonse Deville, de quien mi padre hab?a sido secretario en la ?poca en que ambos ejerc?an la profesi?n de abogado, pon?a a nuestra disposici?n el palco reservado para la Ciudad de Par?s. Vi as?, La carrera por la felicidad, La vuelta al mundo en ochenta d?as, y otras piezas fant?sticas de gran espect?culo. Yo admiraba el tel?n rojo, las luces, los decorados, los ballets de las mujeres flores; pero las aventuras que se desarrollaban sobre la escena me interesaban poco. Los actores eran demasiado reales y no bastante. Los trajes m?s suntuosos brillaban menos que los rub?es de los cuentos. Yo aplaud?a, y lanzaba exclamaciones, pero, en el fondo, prefer?a mi tranquila soledad con el papel impreso. En cuanto al cine, mis padres lo consideraban una diversi?n vulgar. Consideraban a Carlitos Chaplin demasiado infantil aun para los ni?os. Sin embargo, como un amigo de pap? nos procur? una invitaci?n para una proyecci?n privada, vimos una ma?ana en una sala de los bulevares El amigo Fritz; todo el mundo admiti? que el film era encantador. Algunas semanas m?s tarde asistimos, en las mismas condiciones, al Rey de Camarga. El h?roe, de novio con una dulce paisana rubia, paseaba a caballo al borde del mar; encontraba a una gitana desnuda, de ojos brillantes, que fustigaba su montura; durante un largo rato permanec?a absorto; luego se encerraba con la hermosa morena en una casita en medio de los pantanos. Not? que mam? y abuelita cambiaban miradas aterradas; su inquietud termin? por alertarme y adivin? que esa historia no era para m?; pero no comprend? bien por qu?. Mientras la rubia corr?a desesperadamente por el cangrejal y era devorada por ?l no comprend? que el m?s atroz de los pecados se consumaba. El orgulloso impudor de la gitana me hab?a dejado de piedra. Hab?a conocido en La leyenda dorada, en los cuentos del can?nigo Schmidt, desnudeces m?s voluptuosas. No obstante no volvimos m?s al cine. No lo lament?; ten?a mis libros, mis juegos y por doquier, a mi alrededor, objetos de contemplaci?n m?s dignos de inter?s que esas im?genes chatas: hombres y mujeres de carne y hueso. Dotadas de conciencia, las personas, contrariamente a las cosas mudas, no me inquietaban; eran mis semejantes. A la hora en que las fachadas se vuelven transparentes acech? las ventanas iluminadas. No ocurr?a nada extraordinario; pero si un ni?o se sentaba ante una mesa y le?a, me conmov?a ver mi propia vida convertirse ante mis ojos en un espect?culo. Una mujer pon?a la mesa, una pareja conversaba; representadas a distancia bajo la luz de las ara?as y de las l?mparas, las escenas familiares rivalizaban en brillo con las fantas?as del Ch?telet. No me sent?a excluida de ellas; ten?a la impresi?n de que a trav?s de la diversidad de los decorados y de los actores, una historia ?nica se desarrollaba. Indefinidamente repetida de edificio en edificio, de ciudad en ciudad, mi existencia participaba de la riqueza de sus innumerables reflejos; se abr?a as? sobre el universo entero. Por la tarde permanec?a sentada largo rato en el balc?n del comedor a la altura del follaje, que echaba su sombra sobre el Bulevar Raspail y segu?a con los ojos a los transe?ntes. Conoc?a demasiado poco las costumbres de los adultos para tratar de adivinar hacia qu? citas se apresuraban, qu? preocupaciones, qu? esperanzas arrastraban. Pero sus rostros, sus siluetas, el ruido de sus voces me cautivaban. A decir verdad hoy me explico bastante mal esa dicha que me daban; pero cuando mis padres decidieron instalarse en un quinto piso, calle de Rennes, recuerdo mi desesperaci?n: “?Ya no ver? a la gente que se pasea por la calle!” Me apartaban del mundo, me condenaban al exilio. En el campo me importaba poco estar relegada en una ermita: la naturaleza me colmaba; en Par?s ten?a hambre de presencias humanas; la verdad de una ciudad son sus habitantes: a falta de un lazo m?s

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?ntimo, al menos necesitaba verlos. Ya empezaba a desear transgredir el c?rculo en que estaba confinada. Un andar, un gesto, una sonrisa me conmov?an; hubiera querido correr tras el desconocido que doblaba la esquina y que no volver?a a cruzar nunca m?s. En el Luxemburgo, una tarde, una muchacha alta, de traje sastre verde, hac?a saltar a unos ni?os a la cuerda; ten?a mejillas rosadas, una sonrisa deslumbrante y tierna. Esa noche le declar? a mi hermana: “?S? lo que es el amor!” Hab?a entrevisto, en efecto, algo nuevo. Mi padre, mi madre, mi hermana: los que yo quer?a, eran m?os. Present? por primera vez que uno puede sentirse tocado en el propio coraz?n por un resplandor venido de otra parte. Esos breves impulsos no me imped?an sentirme s?lidamente anclada sobre mi z?calo. Curiosa de los dem?s, no so?aba con una suerte distinta de la m?a. En particular no deploraba ser mujer. Evitando, lo he dicho, perderme en vagos deseos, aceptaba alegremente lo que me era concedido. Por otra parte, no ve?a ninguna raz?n positiva para considerarme defraudada. No ten?a hermano: ninguna comparaci?n me revel? que algunas licencias me eran negadas a causa de mi sexo; s?lo imputaba a mi edad las privaciones que me inflig?an; sent? vivamente mi infancia, nunca mi femineidad. Los varones que yo conoc?a no ten?an nada prestigioso. El m?s despierto era el peque?o Rene, excepcionalmente admitido a cursar sus primeros estudios en el curso D?sir; yo obten?a mejores notas que ?l. Y mi alma no era menos preciosa a los ojos de Dios que la de los chicos varones: entonces ?por qu? envidiarlos? Si consideraba a los adultos mi experiencia era ambigua. Desde ciertos puntos de vista, pap?, abuelito, mis t?os me parec?an superiores a sus mujeres. Pero en mi vida cotidiana, Louise, mam?, las se?oritas, ocupaban los primeros papeles. Madame de Segur, Z?naide Fleuriot, tomaban como h?roes a los ni?os y subordinaban a ellos las personas mayores: por lo tanto, las madres ocupaban en sus libros un lugar preponderante. Los padres eran ceros a la izquierda. Yo misma ve?a esencialmente a los adultos en sus relaciones con la infancia: desde ese punto de vista mi sexo me aseguraba la preeminencia. En mis juegos, mis reflexiones, mis proyectos, nunca me transform? en hombre; toda mi imaginaci?n se empleaba en anticipar mi destino de mujer. Yo acomodaba ese destino a mi manera. No s? por qu?, pero el hecho es que los fen?menos org?nicos dejaron de interesarme muy pronto. En el campo yo ayudaba a Madele?ne a dar de comer a sus conejos, a sus gallinas, pero esas tareas me aburr?an enseguida y era poco sensible a la dulzura de una piel o de una pluma. Nunca me gustaron los animales. Rojizos, arrugados, los beb?s de ojos lechosos me importunaban. Cuando me disfrazaba de enfermera era para recoger heridos en los campos de batalla pero no los cuidaba. Un d?a, en Meyrignac, administr? con una jeringa de goma un simulacro de lavativa a mi prima Jeanne cuya sonriente pasividad incitaba al sadismo: no tengo ning?n otro recuerdo que se asemeje a ?ste. En mis juegos s?lo admit?a la maternidad a condici?n de negar los aspectos alimenticios. Despreciando a los dem?s chicos que se divierten con incoherencia, ten?amos mi hermana y yo una manera particular de considerar a nuestras mu?ecas; sab?an hablar y razonar, viv?an dentro del mismo tiempo que nosotros, con el mismo ritmo, envejec?an veinticuatro horas por d?a: eran nuestros dobles. En la realidad era m?s curiosa que met?dica, m?s fervorosa que detallista, pero sol?a perseguir sue?os esquizofr?nicos de rigor y de econom?a; utilizaba a Blondine para saciar esa man?a. Madre perfecta de una ni?ita modelo, dispens?ndole una educaci?n ideal de la que ella sacaba el mayor provecho, recuperaba mi existencia cotidiana bajo la imagen de la necesidad. Aceptaba la discreta colaboraci?n de mi hermana a la que ayudaba imperiosamente a educar a sus propios hijos. Pero no aceptaba que un hombre me frustrara de mis responsabilidades: nuestros maridos viajaban. En la vida, lo sab?a, es totalmente distinto: una madre de familia est? siempre flanqueada de un marido; mil tareas fastidiosas la abruman. Cuando evocaba mi porvenir, esas servidumbres me parecieron tan pesadas que renunci? a tener hijos propios; lo que me importaba era

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formar esp?ritus y almas: decid? ser profesora. Sin embargo, la ense?anza, tal como la practicaban las se?oritas, no daba al maestro un ascendiente definitivo sobre el alumno; era necesario que me perteneciera exclusivamente: planificar?a sus menores detalles, eliminar?a cualquier azar; combinando con una ingeniosa exactitud ocupaciones y distracciones explotar?a cada instante sin desperdiciar ninguno. S?lo vi un medio de llevar a bien ese designio: me har?a institutriz en una familia. Mis padres se escandalizaron. Yo no imaginaba que un preceptor pudiera ser un subalterno. Comprobando los progresos de mi hermana conoc? la alegr?a soberana de haber cambiado el vac?o en plenitud; no conceb?a que el porvenir pudiera proponerme empresa m?s alta que la de modelar a un ser humano. No cualquiera, por supuesto. Hoy me doy cuenta de que en mi futura creaci?n como en mi mu?eca Blondine, me proyectaba yo misma. Tal era el sentido de mi vocaci?n: adulta, retomar?a entre mis manos a mi infancia y har?a de ella una obra maestra sin falla. Me so?aba como el absoluto: fundamento de m? misma y mi propia apoteosis. As? en el presente y en el porvenir me jactaba de reinar sola sobre mi propia vida. Sin embargo, la religi?n, la historia, la mitolog?a me suger?an otro papel. Imaginaba a menudo que era Mar?a Magdalena y que secaba con mis largos cabellos los pies de Cristo. La mayor?a de las hero?nas reales o legendarias ?santa Blandine, Juana en la hoguera, Griselda, Genoveva de Brabante? no consegu?an en este mundo o en el otro la gloria y la dicha sino a trav?s de dolorosas pruebas infligidas por los hombres. Me gustaba jugar a la v?ctima. A veces exageraba esos triunfos: el verdugo era s?lo un insignificante mediador entre el m?rtir y sus palmas. Mi hermana y yo hac?amos concursos de resistencia: nos pellizc?bamos con la pinza del az?car, nos lastim?bamos con el asta de nuestras banderitas; hab?a que morir sin abjurar; yo hac?a trampas vergonzosas, pues expiraba a la primera herida y en cambio hasta que mi hermana no hubiera cedido yo sosten?a que sobreviv?a. Monja encerrada en una celda desafiaba a mi carcelero cantando himnos. La pasividad a la que me condenaba mi sexo la convert?a en desaf?o. A menudo, sin embargo, empezaba por complacerme largamente: saboreaba las delicias de la desventura, de la humillaci?n. Mi piedad me predispon?a al masoquismo; postrada a los pies de un joven dios rubio, o, en la noche del confesionario ante el suave abate Martin, gozaba ?xtasis exquisitos; las l?grimas corr?an sobre mis mejillas, ca?a postrada en brazos de los ?ngeles. Llevaba esas emociones al paroxismo cuando, revistiendo la camisa ensangrentada de santa Blandine, me expon?a a las garras de los leones y a las miradas de la muchedumbre. O bien inspir?ndome en Griselda o en Genoveva de Brabante, entraba en la piel de una esposa perseguida; mi hermana, obligada a encarnar a los Barba-Azul, me arrojaba cruelmente de su palacio, yo me perd?a en la selva hasta el d?a en que estallaba mi inocencia. A veces, modificando ese libreto, me so?aba, culpable de una falta misteriosa, me estremec?a de arrepentimiento a los pies de un hombre hermoso, puro y terrible. Vencido por mi remordimiento, mi abyecci?n, mi amor, el justiciero posaba su mano sobre mi cabeza inclinada y yo me sent?a desfallecer. Algunos de mis fantasmas no soportaban la luz; yo s?lo los evocaba en secreto. Me sent? extraordinariamente conmovida por la suerte de ese rey cautivo que un tirano oriental utilizaba como estribo cuando sub?a a caballo; sol?a sustituirme temerosa, semidesnuda, a la esclava cuya espalda era desgarrada por una dura espuela. M?s o menos claramente, en efecto, la desnudez interven?a en esos encantamientos. La t?nica desgarrada de santa Blandine revelaba la blancura de su carne; s?lo su cabellera cubra a Genoveva de Brabante. S?lo hab?a visto a los adultos herm?ticamente vestidos; a m? misma, aparte de mis ba?os ?y Louise me friccionaba entonces con un vigor que me imped?a cualquier complacencia?, me hab?an ense?ado a no mirar mi cuerpo, a cambiar de ropa sin descubrirme. En mi universo la carne no ten?a derecho a la existencia. Sin embargo, yo hab?a conocido la dulzura de los brazos maternos; en el escote de algunas blusas nac?a un surco oscuro que me molestaba y me atra?a. No fui bastante ingeniosa para reeditar los placeres entrevistos en el curso de gimnasia; pero a veces un contacto suave

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contra mi piel, una mano que rozaba mi cuello me hac?an estremecer. Demasiado ignorante para inventar la caricia, usaba rodeos. A trav?s de la imagen de un hombre-estribo, operaba la metamorfosis del cuerpo en objeto. La realizaba en m? misma cuando ca?a postrada a los pies de un due?o soberano. Para absolverme posaba sobre mi cabeza su mano de justiciero: implorando mi perd?n obten?a la voluptuosidad. Pero, cuando me abandonaba a esas exquisitas decadencias, no olvidaba nunca que se trataba de un juego. En la realidad no me somet?a a nadie: era, y seguir?a siendo siempre, mi propia due?a. Hasta ten?a tendencia a considerarme, al menos en el nivel de la infancia, como la ?nica. De car?cter sociable, frecuentaba con gusto a algunas de mis condisc?pulas. Jug?bamos al enano amarillo o a la loter?a, nos prest?bamos libros. Pero en conjunto no sent?a la menor estima por ninguno de mis amiguitos, varones o mujeres. Quer?a que jugaran seriamente respetando las reglas y disputando ?speramente la victoria; mi hermana satisfac?a esas exigencias; pero la habitual frivolidad de mis otros compa?eros me impacientaba. Supongo que a mi vez deb? excederlos a menudo. Hubo una ?poca en que yo llegaba al curso D?sir media hora antes de la clase; me mezclaba en el recreo con las mediopupilas; al verme atravesar el patio una chica hizo con la mano un adem?n expresivo: “?Ya est? de nuevo ?sta! ?Qu? plomo!” Era fea, tonta y llevaba anteojos: me asombr? un poco, pero no me sent? herida. Un d?a fuimos a las afueras a casa de unos amigos de mis padres cuyos chicos ten?an un juego de croquet; en La Grill?re era nuestro pasatiempo favorito; mientras tom?bamos el t?, mientras pase?bamos, no dej? de hablar de eso. Ard?a de impaciencia. Nuestros amigos se quejaron a mi hermana: “?Qu? pesada es con su croquet!” A la noche cuando me repiti? esas palabras las o? con indiferencia. No pod?a sentirme herida por unos chicos que demostraban su inferioridad no gust?ndoles el croquet tan apasionadamente como me gustaba a m?, Empecinadas en nuestras preferencias, nuestras man?as, nuestros principios y nuestros valores, nos entend?amos mi hermana y yo para reprochar a los otros chicos su tonter?a. La condescendencia de los adultos hace de la infancia una especie en que todos los individuos se equivalen: nada me irritaba tanto. En La Grill?re, como yo com?a avellanas, una solterona institutriz de Madeleine declar? doctamente: “Los chicos adoran las avellanas.” Me burl? de ella con Poupette. Mis gustos no me eran dictados por mi edad; yo no era “un chico”; era yo. Mi hermana se beneficiaba en su calidad de vasallo, de la soberan?a que yo me atribu?a: no me la disputaba. Yo pensaba que si hubiera tenido que compartirla, mi vida habr?a perdido todo sentido. En mi clase hab?a dos mellizas que se entend?an a las mil maravillas. Yo me preguntaba c?mo puede una resignarse a vivir desdoblada; me parec?a que ya no hubiera sido sino una media persona; y hasta ten?a la impresi?n de que, repiti?ndose id?nticamente en otra persona, mi experiencia hubiera cesado de pertenecerme. Una melliza hubiera quitado a mi existencia lo que le daba precio: su gloriosa singularidad. Durante mis ocho primeros a?os s?lo conoc? a un chico cuyo juicio contara: tuve la suerte de que no me desde?ara. Mi t?a abuela bigotuda tomaba a menudo como h?roes en La Poup?e modele, a sus nietos Titite y Jacques; Titite ten?a tres a?os m?s que yo, Jacques me llevaba seis meses. Hab?an perdido a su padre en un accidente de autom?vil; su madre hab?a vuelto a casarse y viv?a en Ch?teauvillain. Durante el verano de mis ocho a?os hicimos una estad?a bastante larga en casa de mi t?a Alice. Las dos casas eran casi contiguas. Yo asist?a a las lecciones que una dulce muchacha rubia daba a mis primos; menos adelantada que ellos, me qued? deslumbrada por las brillantes redacciones de Jacques, por su saber, por su seguridad. Con su tez rosada, sus ojos dorados, su pel? brillante como la corteza de una casta?a, era un chico muy lindo. En el descanso del primer piso hab?a una biblioteca en que ?l me eleg?a libros; sentados en los pelda?os de la escalera le?amos el uno junto al otro, yo Los Viajes de Gulliver, y ?l una Astronom?a popular. Cuando baj?bamos al jard?n ?l inventaba nuestros

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juegos. Hab?a resuelto construir un avi?n al que hab?a bautizado de antemano El viejo Carlos en honor de Guynemer; para proporcionarle materiales yo recog?a todas las latas de conserva que encontraba en la talle. El avi?n no fue ni siquiera esbozado pero el prestigio de Jacques no sufri? mella. En Par?s viv?a no en un inmueble corriente sino en una vieja casa del Bulevar Montparnasse donde fabricaban vitrales; abajo estaban las oficinas, arriba el departamento, m?s arriba los talleres y en las bohardillas las salas de exposici?n; era su establecimiento y ?l me hac?a los honores con la autoridad de un joven patr?n; me explicaba el arte del vitral y lo que lo distingue de un vulgar vidrio pintado; hablaba a los obreros en tono protector; yo escuchaba boquiabierta a ese chico que ya parec?a gobernar a un equipo de adultos: me impon?a. Trataba de igual a igual a las personas mayores y hasta me escandalizaba un poco cuando se impacientaba con la abuela. Por lo general despreciaba a las chicas y eso me hac?a apreciar m?s su amistad. “Simone es una chica precoz”, hab?a declarado. La palabra me gust? mucho. Un d?a fabric? con sus manos un aut?ntico vitral cuyas listas azules, rojas, blancas estaban rodeadas de plomo; hab?a escrito una dedicatoria en letras negras: “Para Simone.” Nunca hab?a recibido un regalo tan halagador. Decidimos que est?bamos “casados por amor” y yo llamaba a Jacques “mi novio”. Hicimos nuestro viaje de bodas en la calesita del Luxemburgo. Yo tom? en serio nuestro compromiso. Sin embargo, en su ausencia nunca pensaba en ?l. Cada vez que lo ve?a estaba contenta pero nunca lo echaba de menos. Por lo tanto, alrededor de la edad de raz?n me veo como una ni?ita formal, dichosa y pasablemente arrogante. Dos o tres recuerdos desmienten ese retrato y me hacen suponer que hubiera bastado muy poca cosa para hacer tambalear mi seguridad. A los ocho a?os ya no era gallarda como en mi primera infancia sino enclenque y timorata. Durante las clases de gimnasia de que he hablado, estaba vestida con una fea malla estrecha y una de mis t?as le hab?a dicho a mam?: “Parece un monito.” Al final del tratamiento el profesor me reuni? con los alumnos de un curso colectivo: una banda de chicos y chicas acompa?ados por una gobernanta. Las chicas llevaban trajes de jersey celeste, de faldas cortas y graciosamente plegadas; sus trenzas lustrosas, sus voces, sus modales, todo en ellas era impecable. Sin embargo, corr?an, saltaban, brincaban, re?an con una libertad y una osad?a que yo cre?a patrimonio de los villanos. De pronto me sent? torpe, cobarde, fea: un monito; sin duda alguna, as? me ve?an esos hermosos chicos; me despreciaban; peor, me ignoraban. Yo contemplaba desamparada su triunfo y mi vac?o. Algunos meses m?s tarde, una amiga de mis padres, cuyos chicos me divert?an a medias, me llev? a Villers-sur-Mer. Me separ? por vez primera de mi hermana y me sent? mutilada. El mar me pareci? chato; los ba?os me resultaron un suplicio: el agua me cortaba la respiraci?n, ten?a miedo. Una ma?ana en mi cama, solloc?. La se?ora Rollin me tom? con torpeza sobre sus rodillas y me pregunt? la raz?n de mis l?grimas: me parec?a que las dos represent?bamos una comedia, y no supe qu? contestar: no, nadie me hab?a defraudado, todo el mundo era bueno. La verdad era que separada de mi familia, privada de los afectos que me aseguraban mis m?ritos, de las consignas y de los puntos de referencia que defin?an mi lugar en el mundo, ya no sab?a c?mo situarme, ni lo que hab?a venido a hacer sobre la tierra. Ten?a necesidad de encontrarme dentro de los marcos cuyo rigor justificaba mi existencia. Me daba cuenta, pues tem?a los cambios. No tuve que sufrir ni lutos ni destierros y es una de las razones que me permitieron perseverar bastante tiempo en mis pueriles pretensiones. Mi serenidad conoci?, sin embargo, un eclipse durante el ?ltimo a?o de la guerra. Hizo mucho fr?o aquel invierno y falt? el carb?n; en el departamento mal calentado, yo pegaba en vano contra el radiador mis dedos hinchados de saba?ones. La era de las restricciones hab?a comenzado. El pan era gris o demasiado blanco. En vez de chocolate tom?bamos por la ma?ana sopas insulsas. Mi madre hac?a tortillas sin huevos y postres con margarina, en los cuales la sacarina

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reemplazaba el az?car; nos serv?a carne de frigor?fico, bifes de caballo y tristes legumbres. Para economizar el vino t?a Lili fabricaba una bebida fermentada, abominable, “la figuette”. Las comidas hab?an perdido su antigua alegr?a. A menudo, de noche las sirenas aullaban; afuera, los faroles y las ventanas se apagaban; se o?an pasos apresurados y la voz irritada del jefe de la zona, el se?or Dardelle, que gritaba: “Luz.” Dos o tres veces mi madre nos hizo bajar al s?tano; pero como mi padre se quedaba obstinadamente en su cama, al final decidi? no moverse. Algunos inquilinos de los pisos superiores ven?an a cobijarse en nuestro vest?bulo; all? instalaban sillones donde dormitaban. A veces, algunos amigos, retenidos por la sirena, prolongaban hasta horas ins?litas un partido de bridge. A m? me gustaba ese desorden y detr?s de las ventanas cerradas el silencio de la ciudad, luego su brusco despertar cuando el peligro hab?a pasado. Lo malo es que mis abuelos que viv?an en un quinto piso cerca del Le?n de Belfort tomaban los alertas en serio; se precipitaban al s?tano y a la ma?ana siguiente deb?amos ir a cerciorarnos si estaban sanos y salvos. Despu?s de las primeras bombas tiradas por “la gruesa Bertha”, abuelo, convencido de la inminente llegada de los alemanes, mand? a su mujer y a su hija a la Charit?-sur-Loire: ?l, llegado el d?a, huir?a a pie hasta Longjumeau. Abuelita, agotada por el vigoroso enloquecimiento de su marido, cay? enferma. Para atenderla hubo que traerla de nuevo a Par?s; pero como estaba imposibilitada de salir de su quinto piso, en caso de bombardeo, la instalaron en casa. Cuando lleg?, acompa?ada por una enfermera, sus mejillas rojas, su mirada vac?a me asustaron: no pod?a hablar y no me reconoci?. Ocup? mi cuarto y acampamos, Louise, mi hermana y yo, en la sala. T?a Lili y abuelito almorzaban y com?an en casa. Con su voz voluminosa ?ste profetizaba desastres o bien anunciaba de pronto que la fortuna acababa de caerle del cielo. En efecto, su catastrofismo iba unido a un optimismo extravagante. Banquero en Verdun, sus especulaciones hab?an desembocado en una quiebra en la que hab?an naufragado sus capitales y el de un gran n?mero de gente. No por eso ten?a menos confianza en su estrella y en su olfato. Por el momento dirig?a una f?brica de calzado que gracias a los encargos del ej?rcito marchaba bastante bien; esa modesta empresa no aplacaba su apetito: manejar negocios, ideas, dinero. Desgraciadamente para ?l ya no pod?a disponer de ning?n fondo sin el consentimiento de su mujer y de sus hijos: trataba de obtener el apoyo de pap?. Un d?a le trajo un peque?o lingote de oro, que un alquimista hab?a sacado bajo sus ojos de un pedazo de plomo; ese secreto deb?a hacernos millonarios a todos con s?lo darle un adelanto al inventor. Pap? sonre?a, abuelito se congestionaba, mi madre y t?a Lili tomaban partido, todo el mundo gritaba. Ese g?nero de escena se repet?a a menudo. Extenuadas, Louise y mam? se excitaban enseguida; se dec?an cosas desagradables; hasta ocurr?a que mam? ri?era con pap?; nos reprend?a a mi hermana y a m? y nos abofeteaba al azar de sus nervios. Yo ya no ten?a cinco a?os. Hab?a pasado el tiempo en que una disputa entre mis padres era como si se viniera el mundo abajo; ya no confund?a tampoco la impaciencia y la injusticia. No obstante, cuando de noche a trav?s de la puerta con vidrios que separaba el comedor de la sala, o?a el odio borrascoso de la ira, me escond?a entre mis s?banas con el coraz?n hecho trizas. Pensaba en el pasado como en un para?so perdido. ?Renacer?a? El mundo no me parec?a un lugar seguro. Lo que lo ensombrec?a sobre todo era que mi imaginaci?n maduraba. A trav?s de los comunicados y las conversaciones que o?a, la verdad de la guerra se evidenciaba: el fr?o, el barro, el miedo, la sangre que corre, el dolor, las agon?as. Hab?amos perdido en el frente amigos, primos. A pesar de las promesas del cielo, yo me estremec?a de horror al pensar en la muerte que sobre la tierra separa para siempre a la gente que se quiere. A veces dec?an delante de mi hermana y de m?: “?Tienen suerte de ser chicas! No se dan cuenta…” Yo protestaba en mis adentros: “?Decididamente, los adultos no saben nada de nosotros!” Sol?a sentirme sumergida por algo tan amargo, tan definitivo, que estaba segura de que nadie pod?a conocer un desamparo mayor. ?Por qu? tantos sufrimientos?, me preguntaba. En La Grill?re unos prisioneros alemanes y un joven belga eximido por obesidad, com?an en la cocina junto

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a los trabajadores franceses: todos se entend?an muy bien. Despu?s de todo, los alemanes eran hombres; ellos tambi?n sangraban y mor?an. ?Por qu?? Me puse a rezar desesperadamente para que esa desgracia terminara. La paz me importaba m?s que la victoria. Al subir una escalera iba conversando con mam?; me dec?a que quiz? la guerra terminar?a pronto: “?Si! ?dije con fervor?, ?que termine!, no importa c?mo ?pero que termine!” Mam? se par? de golpe y me mir? con aire asustado: “?No digas semejante cosa! ?Francia debe vencer!” Me dio verg?enza no s?lo haber dejado escapar una enormidad, sino hasta haberla concebido. Sin embargo, me costaba admitir que una idea pudiera ser culpable. Debajo de nuestro departamento frente al apacible Dome, donde el se?or Dardelle jugaba al domin?, acababa de abrirse un caf? bullicioso, la Rotonde. Se ve?a entrar mujeres pintarrajeadas, de pelo corto, y hombres extra?amente vestidos. “Es una cueva de negros y de derrotistas”, dec?a pap?. Yo le pregunt? qu? era un derrotista. “Un mal franc?s que cree en la derrota de Francia”, me contest?. No comprend?. Los pensamientos van y vienen a su antojo en nuestra cabeza, uno no cree a prop?sito lo que cree. En todo caso el acento ultrajado de mi padre, el rostro escandalizado de mi madre, me confirmaron que no hay que apresurarse a formular en voz alta todas las palabras inquietas que uno susurra en lo bajo. Mi pacifismo vacilante no me imped?a enorgullecerme del patriotismo de mis padres. Intimidadas por las bombas y por “la gran Bertha”, la mayor?a de las alumnas del instituto desertaron de Par?s antes del final del a?o escolar. Me qued? sola en mi clase con una gran infeliz de doce a?os; nos sent?bamos ante la gran mesa desierta frente a la se?orita Gontran; ella se ocupaba sobre todo de m?. Esas clases solemnes, como cursos p?blicos, ?ntimas como lecciones privadas, me causaban un gran placer. Un d?a en que llegu? con mam? y mi hermana a la calle Jacob encontramos el inmueble vac?o; todo el mundo hab?a bajado al s?tano. La aventura nos hizo re?r mucho. Decididamente con nuestro coraje y nuestra animaci?n, demostr?bamos que ?ramos gente aparte. Abuelita se recobr?, volvi? a su casa. Durante las vacaciones y a principios del a?o escolar o? hablar mucho de dos traidores que hab?an tratado de vender Francia a Alemania: Malvy y Caillaux. No los fusilaron como hubieran debido pero sus maniobras fueron desbaratadas. El 11 de noviembre estaba estudiando en el piano bajo la vigilancia de mam? cuando sonaron las campanas del armisticio. Pap? volvi? a ponerse sus trajes de civil. El hermano de mam? muri? apenas desmovilizado, de gripe espa?ola. Pero yo lo conoc?a poco y cuando mam? hubo secado sus l?grimas, la dicha, para m? al menos, resucit?.

En casa no se dejaba perder nada: ni un pedazo de pan, ni un piol?n, ni una entrada regalada, ni ninguna ocasi?n de comer gratis. Mi hermana y yo us?bamos nuestros vestidos hasta que no daban m?s y aun m?s all?. Mi madre no desperdiciaba nunca un segundo: mientras le?a, tej?a; cuando conversaba con mi padre o con amigos cos?a, zurc?a o bordaba; en los subterr?neos y en los tranv?as confeccionaba kil?metros de trencilla con la que adornaba nuestras enaguas. Por la noche hac?a sus cuentas; hac?a a?os que cada uno de los c?ntimos que hab?an pasado por sus manos hab?a sido anotado en un gran libro negro. Yo pensaba que ?no solamente en mi familia sino en todas partes? el tiempo, el dinero estaban tan estrechamente medidos, que hab?a que administrarlos con la m?s rigurosa exactitud; esa idea me conven?a puesto que yo deseaba un mundo sin caprichos. Jug?bamos a menudo Poupette y yo a los exploradores perdidos en un desierto, a los n?ufragos arrojados en una isla; o bien en una ciudad sitiada resist?amos al hambre: despleg?bamos tesoros de ingenio para sacar un m?ximo de provecho de los m?s ?nfimos recursos; era uno de nuestros temas favoritos. Utilizarlo todo: yo pretend? aplicar en serio esa consigna. En las libretas donde anotaba de una semana a otra el programa de mis cursos, me puse a escribir en letra min?scula, sin dejar un espacio en blanco: las se?oritas, asombradas, le preguntaron a mi madre si yo era avara. Renunci? bastante pronto a esa man?a: hacer

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gratuitamente econom?as es contradictorio, no es divertido. Pero segu?a convencida de que hab?a que emplear por completo todas las cosas y uno mismo. En La Grill?re hab?a a menudo ?antes o despu?s de las comidas o a la salida de la misa? momentos vac?os; yo me agitaba: “?Esta chica no puede quedarse sin hacer nada?”, pregunt? con impaciencia mi t?o Maurice; mis padres rieron conmigo: condenaban la ociosidad. Yo no s?lo la consideraba condenable sino que me aburr?a. Mi deber se confund?a con mis placeres. Por eso mi existencia fue tan dichosa en aquella ?poca: me bastaba seguir mi inclinaci?n y todo el mundo estaba encantado conmigo. El instituto Adeline D?sir contaba pupilas, medio-pupilas, externas vigiladas, y otras que, como yo, se limitaban a seguir los cursos; dos veces por semana ten?an lugar las clases de cultura general que duraban dos horas cada una; adem?s yo aprend?a ingl?s, piano, catecismo. Mis emociones de ne?fita no se hab?an aplacado: en el momento en que la se?orita entraba, el tiempo se volv?a sagrado. Nuestras profesoras no nos contaban nada palpitante; les recit?bamos nuestras lecciones, correg?an nuestros deberes; pero yo s?lo les ped?a que sancionaran p?blicamente mi existencia. Mis m?ritos estaban escritos sobre un registro que eternizaba la memoria. Cada vez necesitaba, si no sobrepasarme, al menos igualarme a m? misma: la partida se jugaba siempre de nuevo; perder me habr?a consternado, la victoria me exaltaba. Mi a?o estaba equilibrado por esos momentos deslumbrantes: cada d?a conduc?a a alg?n lado. Compadec?a a las personas mayores, cuyas semanas iguales estaban apenas coloreadas por los domingos insulsos. Vivir sin esperar nada me parec?a atroz. Yo esperaba, era esperada. Respond?a sin tregua a una exigencia que me evitaba preguntarme: ?por qu? estoy aqu?? Sentada ante el escritorio de pap?, traduciendo un texto ingl?s o copiando una composici?n, ocupaba mi lugar sobre la tierra y hac?a lo que deb?a hacer. El arsenal de ceniceros, tinteros, cortapapeles, l?pices, lapiceras, desparramados alrededor del papel secante rosa, participaba de esa necesidad: ella penetraba el mundo entero. Desde mi sill?n estudioso yo o?a la armon?a de las esferas. Sin embargo, no cumpl?a con la misma animaci?n todas mis tareas. Mi conformismo no hab?a matado en m? deseos y rechazos. Cuando en La Grill?re t?a H?l?ne serv?a un plato de zapallo, yo me levantaba de la mesa llorando, con tal de no comerlo: ni amenazas ni golpes me hubieran decidido a comer queso. Ten?a terquedades m?s serias. No toleraba el aburrimiento: enseguida se convert?a en angustia; por eso, ya lo he dicho, aborrec?a la ociosidad; pero los trabajos que paralizaban mi cuerpo sin absorber mi esp?ritu, dejaban en m? el mismo vac?o. Abuelita consigui? interesarme en la tapicer?a y en el bordado sobre tul: hab?a que plegar la lana o el algod?n al rigor de un modelo o de un ca?amazo y esa consigna me acaparaba bastante; confeccion? una docena de cubreteteras y tapic? con una tapicer?a horrible una de las sillas de mi cuarto. Pero saboteaba los dobladillos, los remiendos, los zurcidos, los festones, el punto de cruz, el plumet?, el macram?. Para despertar mi amor propio la se?orita Fayet me cont? una an?cdota; hablaban delante de un joven casadero de los m?ritos de una joven m?sica, sabia, dotada de mil talentos. ?Sabe coser?, pregunt?. Pese a todo mi respeto, me pareci? est?pido que pretendieran someterme a los caprichos de un joven desconocido. No me correg?. En todos los terrenos estaba ?vida de instruirme, pero encontraba fastidioso obedecer. Cuando abr?a mis libros de ingl?s me parec?a salir de viaje, los estudiaba con un fervor apasionado; pero nunca me aplicaba para adquirir un acento correcto. Descifrar una sonatina me divert?a; aprenderla me repel?a; hac?a tan de prisa mis escalas y mis ejercicios, que en los concursos de piano siempre estaba entre las ?ltimas. En solfeo s?lo me interesaba la teor?a; era desafinada para cantar y fracasaba lamentablemente en mis dictados musicales. Mi letra era tan deforme que trataron en vano de mejorarla con clases particulares. Si hab?a que explicar el trazado de un r?o, los contornos de un pa?s, mi torpeza descorazonaba la cr?tica. Ese rasgo deb?a perpetuarse. Nunca pude hacer medianamente bien ning?n trabajo pr?ctico.

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Comprobaba con despecho mis deficiencias: me hubiera gustado destacarme en todo. Pero part?an de razones demasiado profundas para que un ef?mero impulso de voluntad bastara para remediarlas. En cuanto supe reflexionar, descubr? en m? un poder infinito y l?mites irrisorios. Cuando yo dorm?a, el mundo desaparec?a; necesitaba de m? para ser visto, conocido, comprendido; me sent?a cargada de una misi?n que cumpl?a con orgullo; pero no supon?a que mi cuerpo imperfecto tuviera que participar en ella. Sin duda, para hacer existir en su verdad un trozo musical, hab?a que expresar sus matices y no asesinarlo; de todas maneras conseguir?a bajo mis dedos su m?s alto grado de perfecci?n; entonces ?por qu? encarnizarme? Desarrollar capacidades fatalmente limitadas y relativas, me parec?a un esfuerzo demasiado modesto para m? que no ten?a m?s que mirar, leer, razonar, para tocar el absoluto. Al traducir un texto ingl?s descubr?a total, ?nico, el sentido universal, mientras la th en mi boca s?lo era una modulaci?n entre millones de otras; despreciaba ocuparme de ella. La urgencia de mi tarea me vedaba detenerme en esas futilezas: ?tantas cosas me exig?an! Hab?a que despertar el pasado, iluminar los cinco continentes, bajar al centro de la tierra y girar alrededor de la luna. Cuando me obligaban a hacer ejercicios ociosos mi esp?ritu sent?a hambre y me dec?a que estaba perdiendo un tiempo precioso. Me sent?a frustrada y culpable: me daba prisa por terminar. Cualquier consigna se quebraba contra mi impaciencia. Tambi?n creo que consideraba desde?able el trabajo del ejecutante porque me parec?a que no produc?a m?s que apariencias. En el fondo pensaba que la verdad de una sonata estaba sobre el papel, inmutable, eterna como la de Macbeth en el libro impreso. Admiraba que se hiciera surgir en el mundo algo real y nuevo. No pod?a tratar de hacerlo sino en un solo terreno: la literatura. Dibujar, para m?, era copiar, y lo hac?a tan mal que me aplicaba poco; reaccionaba al conjunto de un objeto sin prestar atenci?n al detalle de mi percepci?n; no consegu?a ni reproducir la flor m?s sencilla. En cambio, sab?a emplear el idioma, y puesto que ?l expresaba la sustancia de las cosas, las iluminaba. Ten?a una tendencia espont?nea a contar todo lo que me pasaba: hablaba mucho, escrib?a con placer. Si relataba en una composici?n un episodio de mi vida, escapaba al olvido, interesaba a otras personas, estaba definitivamente salvado. Tambi?n me gustaba inventar historias; en la medida en que se inspiraban en mi experiencia la justificaban; en un sentido no serv?an de nada pero eran ?nicas, irreemplazables, exist?an y me sent?a orgullosa de haberlas sacado de la nada. Conced?a siempre mucha atenci?n a mis “composiciones francesas”, a tal punto que hasta copi? algunas de ellas en el “libro de oro”. En julio, la perspectiva de las vacaciones me permit?a despedirme sin pena del curso D?sir. Sin embargo, de vuelta a Par?s, esperaba febrilmente la iniciaci?n de las clases. Me sentaba en el sill?n de cuero junto a la biblioteca de madera oscura, hac?a crujir entre mis manos los libros nuevos, respiraba su olor, miraba las im?genes, los mapas, recorr?a una p?gina de historia: hubiera querido, con una sola mirada, animar todos los personajes, todos los paisajes ocultos en la sombra de las hojas negras y blancas. El poder que ten?a sobre ellos me embriagaba tanto como su sorda presencia. Adem?s de los estudios, la lectura continuaba siendo lo m?s importante de mi vida. Mam? sacaba ahora los libros de la biblioteca Cardinale, plaza Saint-Sulpice. Una mesa cubierta de revistas ocupaba el medio de la gran sala rodeada por corredores tapizados de libros: los clientes ten?an derecho a recorrerlos. Sent? una de las alegr?as m?s grandes de mi infancia el d?a en que mi madre me anunci? que me regalaba un abono personal. Me plant? ante el panel reservado a las “Obras para la juventud”, donde se alineaban centenares de vol?menes: “?Todo esto es m?o!”, me dije deslumbrada. La realidad sobrepasaba mis sue?os m?s ambiciosos: ante m? se abr?a el para?so hasta entonces desconocido de la abundancia. Me llev? un cat?logo a casa; ayudada por mis padres, eleg? entre los libros marcados con una jota, e hice una lista; cada semana vacilaba deliciosamente entre m?ltiples codicias. Adem?s, mi madre sol?a llevarme a una peque?a librer?a cerca del curso, a comprar novelas inglesas: duraban mucho porque yo las descifraba lentamente. Me causaba un gran placer levantar, con la ayuda del

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diccionario, el velo opaco de las palabras: descripciones y relatos conservaban un poco de su misterio; eso me hac?a encontrarles m?s encanto y profundidad que si los hubiera le?do en franc?s. Aquel a?o mi padre me regal? El abate Constantin en una hermosa edici?n ilustrada por Madeleine Lemaire. Un domingo me llev? a ver a la Comedie Francaise la pieza de la novela. Por primera vez era admitida en un teatro verdadero frecuentado por personas mayores; me sent? con emoci?n en mi sill?n rojo y escuch? religiosamente a los actores; me decepcionaron un poco; el pelo te?ido, el acento afectado de Cecile Sorel no conven?an a la imagen que yo me hab?a hecho de Madame Scott. Dos o tres a?os m?s tarde, llorando en Cyrano, sollozando en L’Aiglon, estremeci?ndome en Britannicus, ced? cuerpo y alma a los sortilegios de la escena. Pero aquella tarde, lo que me encant? fue menos la representaci?n que el hecho de estar a solas con mi padre; asistir sola con ?l a un espect?culo que ?l hab?a elegido para m?, creaba entre nosotros tal complicidad, que durante algunas horas tuve la impresi?n embriagadora de que me pertenec?a a m? sola. M?s o menos en aquella ?poca mis sentimientos por mi padre se exaltaron. Estaba a menudo preocupado. Dec?a que Foch se hab?a dejado manejar, que hubiera habido que ir hasta Berl?n, hablaba mucho de los bolcheviques cuyo nombre se parec?a peligrosamente al de los Boches que lo hab?an arruinado. Auguraba tan mal del porvenir, que no se atrevi? a reabrir su estudio de abogado. Acept? en la f?brica de su suegro un cargo de codirector. Ya hab?a conocido decepciones: a causa de la quiebra de abuelito la dote de mam? nunca hab?a sido pagada. Ahora con su carrera quebrada, con los rusos que constitu?an la mayor parte de su clientela, completamente desmoronados, se alineaba suspirando en la categor?a de “los nuevos pobres”. Conservaba, sin embargo, su buen car?cter y le inquietaba m?s la suerte del mundo que apiadarse de s? mismo; me conmov?a que un hombre superior como mi padre se acomodara con tal simplicidad a la mezquindad de su condici?n. Un d?a lo vi representar en beneficio de una obra de caridad La paz en su casa de Courteline. Representaba el papel de un escritor de folletines, abrumado por los problemas de dinero y excedido por los caprichos costosos de una mujer-ni?a; ?sta no se parec?a en nada a mam?; no obstante identifiqu? a mi padre con el personaje que encarnaba; le prestaba una iron?a desesperanzada que me emocion? casi hasta las l?grimas; hab?a melancol?a en su resignaci?n, la silenciosa herida que yo adivinaba en ?l lo dot? de un nuevo prestigio. Lo quer?a con romanticismo. En los lindos d?as de verano, sol?a llevarme despu?s de comer a dar una vuelta por el Luxemburgo; tom?bamos helados en una terraza de la plaza M?dicis y atraves?bamos de nuevo el jard?n mientras un clar?n anunciaba el cierre. Yo envidiaba a los habitantes del Senado, sus sue?os nocturnos en los senderos desiertos. La rutina de mis d?as era tan rigurosa como el ritmo de Las temporadas: el menor cambio me, arrojaba en lo extraordinario. Caminar en la dulzura del crep?sculo a la hora en que generalmente mam? corr?a el cerrojo de la puerta de entrada era tan sorprendente, tan po?tico, como en el coraz?n del invierno un rosal en flor. Hubo un anochecer totalmente ins?lito en que tomamos chocolate en la terraza de Pr?vost frente al edificio del Matir. Un noticiero luminoso anunciaba las peripecias del match que ten?a lugar en Nueva York entre Carpentier y Dempsey. La esquina estaba negra de gente. Cuando Carpentier qued? k.o. hubo hombres y mujeres que se echaron a llorar; volv? a casa muy orgullosa de haber asistido a ese gran acontecimiento. Pero no por eso me gustaban menos nuestras noches cotidianas en el despacho bien abrigado; mi padre nos le?a El viaje del se?or Perrichon, o bien cada cual le?a por su cuenta. Yo miraba a mis padres, a mi hermana y sent?a algo c?lido en el coraz?n. “?Nosotros cuatro!”, me dec?a con felicidad. Y pensaba: “?Qu? dichosos somos!” Una sola cosa, por momentos, me entristec?a: un d?a, lo sab?a muy bien, ese per?odo de mi vida terminar?a. Eso no parec?a posible. Cuando uno ha querido a sus padres durante veinte a?os, ?c?mo puede, sin morir de dolor, dejarlos para seguir a un desconocido? ?Y c?mo es posible cuando uno ha

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vivido sin ?l durante veinte ponerse a querer del d?a a la ma?ana a un hombre que no tiene nada que ver con uno? Interrogu? a pap?: “Un marido es otra cosa”, contest?; tuvo una sonrisita que no me aclar? nada. Siempre consider? con disgusto el casamiento. No ve?a en ?l una servidumbre pues mam? no ten?a nada de oprimida; era la promiscuidad lo que me chocaba. “?De noche en la cama, uno ni siquiera puede llorar tranquilamente si tiene ganas!”, me dec?a aterrada. No s? si mi dicha sol?a estar cortada por ataques de tristeza, pero a menudo, de noche, lloraba por placer; obligarme a refrenar mis l?grimas hubiera sido negarme ese m?nimo de libertad de la que ten?a una necesidad imperiosa. Durante todo el d?a sent?a miradas posadas sobre m?; quer?a a los que me rodeaban, pero cuando me acostaba de noche sent?a un gran alivio ante la idea de vivir, por fin, algunos instantes sin testigos; entonces pod?a interrogarme, recordar, emocionarme, prestar o?do a esos rumores t?midos que la presencia de los adultos sofoca. Me hubiera resultado odioso que me privaran de ese descanso. Ten?a que escapar, al menos por unos instantes, de toda solicitud, y hablar en paz conmigo misma sin que nadie me interrumpiera.

Era muy piadosa; me confesaba dos veces por mes con el abate Martin, comulgaba tres veces por semana, le?a todas las ma?anas un cap?tulo de la Imitaci?n; entre una y otra clase, me deslizaba en la capilla del instituto y rezaba largamente, la cabeza entre mis manos; a menudo durante el d?a elevaba mi alma a Dios. Ya ni me interesaba en el ni?o Jes?s pero adoraba perdidamente a Cristo. Hab?a le?do, al margen del Evangelio, novelas turbadoras de las cuales era el h?roe, y contemplaba con ojos de enamorada su hermoso rostro tierno y triste; segu?a a trav?s de las colinas cubiertas de olivares el brillo de su t?nica blanca, mojaba con mis l?grimas sus pies desnudos, y ?l me sonre?a como le hab?a sonre?do a Mar?a Magdalena. Cuando hab?a besado largamente sus rodillas y llorado sobre su cuerpo ensangrentado, lo dejaba remontar al cielo. ?l se fund?a con el ser m?s misterioso al que yo deb?a la vida, y de cuyo esplendor, un d?a, yo podr?a gozar para la eternidad. ?C?mo me reconfortaba saberlo all?! Me hab?an dicho que amaba a cada una de sus criaturas como si hubiera sido ?nica; ni siquiera un instante su mirada me abandonaba y todos los dem?s quedaban excluidos de nuestro coloquio; yo los borraba, no hab?a en el mundo m?s que ?l y yo y me sent?a necesaria a su gloria: mi existencia ten?a un precio infinito. ?l no dejaba escapar nada: m?s definitivamente que en los registros de las se?oritas, mis actos, mis pensamientos, mis m?ritos se inscrib?an en ?l para la eternidad; mis debilidades tambi?n, evidentemente, pero tan bien lavadas por mi arrepentimiento y por su bondad, que brillaban tanto como mis virtudes. No se cansaba de admirarme en ese puro espejo sin comienzo y sin fin. Mi imagen, deslumbrante por la alegr?a que ?l suscitaba en el coraz?n de Dios, me consolaba de todas mis decepciones terrenales; me salvaba de la indiferencia, de la injusticia y de los malentendidos humanos. Pues Dios siempre tomaba mi partido; si hab?a cometido alg?n error, en el instante en que le ped?a perd?n ?l soplaba sobre mi alma y ella recobraba todo su lustre; pero, por lo general, bajo su luz, las faltas que me imputaban se desvanec?an; juzg?ndome, me justificaba. Era el lugar supremo donde yo siempre ten?a raz?n. Lo quer?a con toda la pasi?n que pon?a en vivir. Cada a?o hac?a un retiro; todo el d?a escuchaba las instrucciones de un predicador, asist?a a los oficios, desgranaba rosarios, meditaba; almorzaba en el curso y, mientras com?amos, una celadora nos le?a la vida de una santa. De noche, en casa, mi madre respetaba mi silencioso recogimiento. Yo anotaba en una libreta las efusiones de mi alma y mis resoluciones de santidad. Deseaba ardientemente acercarme a Dios pero no sab?a c?mo hacerlo. Mi conducta dejaba tan poco que desear que no pod?a mejorarla; adem?s me preguntaba en qu? medida ?sta concern?a a Dios. La mayor?a de las faltas por las cuales mi madre nos reprend?a a mi hermana o a m? eran torpezas o atolondramientos. Poupette fue severamente retada y castigada por haber perdido una corbata de piel. Un d?a en que pescando con mi t?o Gast?n en el “arroyo ingl?s” ca? al agua, lo que me aterr?, lo que m?s tem? fueron las reprimendas

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aunque me fueron ahorradas. Esos errores no ten?an nada que ver con el pecado y al evitarlos no me perfeccionaba. Lo que hab?a de molesto era que Dios prohib?a muchas cosas, pero no reclamaba nada positivo, sino algunas oraciones, algunas pr?cticas que no modificaban el curso de los d?as. Hasta me parec?a raro cuando la gente volv?a de comulgar, verla hundirse tan pronto en los quehaceres cotidianos; yo hac?a lo mismo, pero sent?a un malestar. En el fondo, los que cre?an, los que no cre?an, llevaban exactamente la misma existencia; me convenc? cada vez m?s de que en el mundo profano no hab?a lugar para la vida sobrenatural. Y sin embargo, era ella la que contaba: s?lo ella. Una ma?ana tuve bruscamente la evidencia de que un cristiano convencido de la beatidad futura no hubiera tenido que conceder el menor precio a las cosas ef?meras. ?C?mo la mayor?a de ellos aceptaba permanecer en el siglo? M?s reflexionaba, m?s me asombraba. Resolv? que en todo caso yo no los imitar?a: entre el infinito y lo finito mi elecci?n estaba hecha. “Entrar? al convento”, decid?. Las actividades de las hermanas de caridad tambi?n me parec?an demasiado f?tiles; no hab?a otra ocupaci?n razonable que la de contemplar, a lo largo del tiempo, la gloria de Dios. Me har?a carmelita. No confi? mis proyectos: no los hubieran tomado en serio. Me content? con declarar con aire entendido: “Yo, no me casar? nunca.” Mi padre sonre?a: “Ya veremos cuando tenga quince a?os.” Interiormente yo le devolv?a su sonrisa. Sab?a que una l?gica implacable me llevaba al claustro: ?c?mo preferir nada a todo?

Mi felicidad alcanzaba su apogeo durante los dos meses y medio que pasaba todos los a?os en el campo. Mi madre ten?a mejor car?cter que en Par?s; mi padre se consagraba m?s a m?; yo dispon?a de mucho tiempo para leer y jugar con mi hermana. No echaba de menos el curso D?sir: esa necesidad que el estudio confer?a a mi vida rebotaba sobre mis vacaciones. Mi tiempo ya no estaba reglamentado por exigencias precisas; pero su ausencia quedaba ampliamente compensada por la inmensidad de los horizontes que se abr?an ante mi curiosidad. Yo los exploraba sin ayuda: la mediaci?n de los adultos no se interpon?a entre el mundo y yo. La soledad, la libertad, que en el curso del a?o me eran dispensadas parsimoniosamente, en ese momento me embriagaban. Todas mis aspiraciones se conciliaban: mi fidelidad al pasado y mi gusto por la novedad, mi amor hacia mis padres y mis deseos de independencia. Generalmente empez?bamos por pasar algunas semanas en La Grill?re. El castillo me parec?a inmenso y antiguo; contaba apenas cincuenta a?os, pero ninguno de los objetos que entraron durante ese medio siglo, mueble o adorno, volvi? a salir jam?s. Ninguna mano se aventuraba a barrer las cenizas del tiempo: se respiraba el olor de las viejas vidas apagadas. Colgados de las paredes del vest?bulo de piso de m?rmol, una colecci?n de cuernos de caza, de cobre, brillante, evocaba ?falazmente, lo s?? los fastos de las antiguas cacer?as. En “la sala de billar” que era nuestro lugar de estar, los zorros, los halcones, los milanos embalsamados perpetuaban esa tradici?n mort?fera. No hab?a billar en la habitaci?n, sino una chimenea monumental, una biblioteca cuidadosamente cerrada con llave, una mesa cubierta de ejemplares del Chasseur Francais; fotograf?as amarillentas, penachos de plumas de pavo real, piedras, yesos, bar?metros, relojes silenciosos, l?mparas siempre apagadas, abrumaban las mesas. Salvo el comedor, las otras habitaciones se utilizaban raramente: una sala amortajada en naftalina, una salita, una sala de estudios, una especie de escritorio con los postigos siempre cerrados que serv?a de desv?n. En un cuartito con violento olor de cuero descansaban generaciones de botas y de botines. Dos escaleras acced?an a los pisos superiores sobre cuyos corredores daban unos doce cuartos generalmente inhabitados, y llenos de cachivaches polvorientos. Yo compart?a uno de ellos con mi hermana. Dorm?amos en camas de columnas. Unas im?genes recortadas de l’Illustration y puestas bajo vidrio decoraban las paredes. El lugar m?s lleno de vida de la casa era la cocina que ocupaba la mitad del s?tano. Yo tomaba all?

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mi desayuno: caf? con leche, pan negro. Por la banderola se ve?an pasar gallinas, perros, a veces pies humanos. Me gustaba la madera masiva de la mesa, de los bancos, de los arcones. La cocina de hierro lanzaba llamas. Los cobres rutilaban: cacerolas de todos tama?os, ollas, espumaderas, bols; me divert?a la alegr?a de las fuentes esmaltadas en colores infantiles, de la variedad de las tazas, de los vasos, de los platos, de las ensaladeras, de los tarros, de las jarras, de los botellones. De hierro, de barro, de porcelana, de aluminio, de esta?o, cu?ntas ollas, sartenes, cazuelas, cazoletas, soperas, fuentes, coladores, tamices, cuchillas, molinetes, moldes, morteros. Del otro lado del corredor donde arrullaban las t?rtolas estaba la lecher?a. Jarros y jarras barnizadas, tachos de madera lisa, panes de manteca, quesos blancos de carne lisa bajo las blancas muselinas: esa desnudez higi?nica y ese olor a cr?o me har?an huir. Pero me sent?a a gusto en el cuarto donde las manzanas y las peras maduraban sobre repisas, y en las bodegas entre los toneles, las botellas, los jamones, los salchichones, los rosarios de cebollas y de hongos puestos a secar. En esos subterr?neos se concentraba todo el lujo de La Grill?re. El parque era tan r?stico como el interior de la casa: ni un macizo de flores, ni una silla de jard?n, ni un rinc?n donde fuera c?modo o agradable instalarse. Junto a la casa hab?a un estanque donde a menudo las sirvientas lavaban la ropa golpe?ndola vigorosamente; un c?sped bajaba en barranca empinada hasta un edificio m?s antiguo que el castillo: la “casa de abajo”, llena de arneses y de telas de ara?a. Tres o cuatro caballos relinchaban en las caballerizas cercanas. Mi t?o, mi t?a, mis primos llevaban una existencia de acuerdo con ese marco. T?a H?l?ne a las seis de la ma?ana inspeccionaba sus armarios. Servida por una numerosa domesticidad, no acomodaba, cocinaba rara vez, no cos?a ni le?a nunca, y sin embargo se quejaba de no tener un minuto disponible: corr?a sin descanso del s?tano al altillo. Mi t?o bajaba alrededor de las nueve; lustraba sus polainas en la zapater?a e iba a ensillar su caballo. Madeleine cuidaba sus animales. Robert dorm?a. Se almorzaba tarde. Antes de sentarse a la mesa t?o Maurice aderezaba meticulosamente la ensalada y la revolv?a con esp?tulas de madera. Al comienzo de la comida se discut?a acaloradamente la calidad de los melones; al final comparaban el sabor de las diversas clases de peras. Entre tanto se com?a mucho y se hablaba poco. Mi t?a volv?a a sus armarios y mi t?o a sus establos haciendo silbar su rebenque. Madeleine iba a jugar croquet con Poupette y conmigo. En general, Robert no hac?a nada; a veces se iba a pescar truchas; en setiembre cazaba un poco. Viejos preceptores, con m?seros sueldos, hab?an intentado inculcarle algunos rudimentos de c?lculo y de ortograf?a. Luego una vieja de piel amarillenta se consagr? a Madeleine, menos reacia, y la ?nica de toda la familia que le?a. Se empachaba de novelas, so?aba con ser muy hermosa y muy amada, A la noche todo el mundo se reun?a en la sala de billar; pap? reclamaba luz. Mi t?a protestaba: “?Todav?a hay luz de d?a!” Por fin se resignaba a poner sobre la mesa una l?mpara de kerosene. Despu?s de comer se le o?a trotar por los corredores sombr?os. Robert y mi t?o, inm?viles en sus sillones, la mirada fija, esperaban en silencio la hora de acostarse. Excepcionalmente uno de ellos hojeaba durante algunos minutos Le Chasseur Franc?is. Al d?a siguiente, el mismo d?a volv?a a empezar, salvo el domingo en que despu?s de haber atrancado las puertas, todo el mundo iba en cochecito a caballo a o?r la misa a Saint-Germain-les-Belles. Mi t?a no recib?a nunca y no visitaba a nadie. Yo me adaptaba muy bien a esas costumbres. Pasaba la mayor parte de mis d?as en la cancha de croquet con mi hermana y mi prima, y le?a. A veces nos ?bamos las tres a buscar hongos entre los ?rboles. Desde??bamos los insulsos hongos de los prados, los filleuls, la barbe de capucin, las girolles; evit?bamos con cuidado los bolets de Sat?n de cola roja y los falsos c?pes que reconoc?amos por su color opaco, la rigidez de su l?nea. Despreci?bamos los c?pes de edad madura cuya carne empezaba a ablandarse y a proliferar en barba verdosa. S?lo recog?amos los c?pes j?venes de cola enhiesta, cuya cabeza estaba cubierta de un hermoso terciopelo pardo o viol?ceo. Hurgando entre el musgo, apartando los helechos, golpe?bamos con el pie los “vesses de loup” que al estallar lanzaban

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un polvo inmundo. A veces ?bamos con Robert a pescar cangrejos; o bien para alimentar a los pavos reales de Madeleine, revent?bamos con una pala los hormigueros y llev?bamos en una carretilla cargamentos de huevos blancuzcos. El “gran break” no sal?a m?s de la cochera. Para ir a Meyrignac and?bamos durante una hora en un trencito que se deten?a cada diez minutos; los ba?les eran cargados sobre un carrito tirado por un asno, y a pie, a campo traviesa lleg?bamos a la propiedad: yo no imaginaba que existiera sobre la tierra, ning?n lugar m?s agradable para vivir. En un sentido nuestros d?as eran austeros. Poupette y yo no ten?amos ni croquet ni ning?n juego al aire libre; mi madre no hab?a aceptado que nuestro padre nos comprara bicicletas; no sab?amos nadar, y adem?s la V?zere no quedaba muy cerca. Cuando por casualidad se o?a por la avenida pasar un autom?vil, mam? y t?a Marguerite se alejaban precipitadamente del parque para ir a embellecerse; nunca hab?a chicos entre los visitantes. Pero yo no necesitaba distracciones. La lectura, el paseo, los juegos que inventaba con mi hermana me bastaban. La primera de mis felicidades era, de ma?anita, sorprender el despertar de las praderas; con un libro en la mano me alejaba de la casa dormida, empujaba la tranquera; imposible sentarse en el pasto cubierto de escarcha; caminaba por la avenida plantada de ?rboles elegidos que abuelito llamaba “el parque apaisajado”; caminaba a pasitos cortos y le?; sent?a contra mi piel la frescura del aire entumecerse; la delgada capa de escarcha que velaba la tierra se derret?a dulcemente; el roble p?rpura, los cedros azules, los ?lamos plateados brillaban con un brillo tan nuevo como en la primera ma?ana del para?so: y yo estaba sola para llevar la belleza del mundo y la gracia de Dios con un sue?o de chocolate y de pan tostado en el hueco del est?mago. Cuando las abejas zumbaban, cuando los postigos verdes se abr?an en el perfume asoleado de las glicinas yo ya compart?a con aquel d?a que para los dem?s empezaba apenas, un largo pasado secreto. Despu?s de las efusiones familiares y del desayuno, me sentaba bajo el alero ante una mesa de hierro y hac?a mis “deberes de vacaciones”; me gustaban esos momentos en que, falsamente ocupada por una tarea f?cil, me abandonaba a los rumores del verano: el zumbido de las avispas, el cacareo de las gallinas, el llamado angustiado de los pavos reales, el murmullo del follaje; el perfume de los flox se mezclaba con los olores de caramelo y de chocolate que me llegaban por bocanadas de la cocina; sobre mi cuaderno bailaban redondeles de sol. Cada cosa y yo misma ten?amos nuestro lugar justo, aqu?, ahora, para siempre. Abuelito bajaba a eso de mediod?a, la barbilla reci?n afeitada entre sus patillas blancas. Le?a L’Echo de Par?s hasta el almuerzo. Le gustaban los alimentos fuertes: perdices con repollo, pasteles de pollo, pato con aceitunas, guiso de liebre, tartas, tortas, pasteles de almendras, milhojas, bizcochuelos. Mientras la fuente de m?sica tocaba las Campanas de Comeville, ?l bromeaba con pap?; durante toda la comida se arrancaban la palabra; re?an, declamaban, cantaban, agotaban los recuerdos, an?cdotas, citas, frases al caso, chistes del folklore familiar. Luego yo sol?a salir a pasear con mi hermana; rasgu??ndonos las piernas con los juncos, los brazos con las zarzas, explor?bamos a kil?metros a la redonda, los bosques, los campos, los prados. Hac?amos grandes descubrimientos: estanques; una cascada; en medio de un boscaje, bloques de granito gris que escal?bamos para ver a lo lejos la l?nea azul de Mon?di?res. En camino prob?bamos las avellanas y las moras de los cercos; prob?bamos las manzanas de todos los manzanos; nos guard?bamos muy bien de chupar la leche de los enuforbios y de tocar esas hermosas espigas que llevan altaneramente el nombre enigm?tico de “sello de Salom?n”. Aturdidas por el olor del rastrojo reci?n cortado, por el olor de la madreselva, por el olor del trigo negro en flor, nos acost?bamos sobre el musgo o sobre el pasto y le?amos. A veces, tambi?n, yo pasaba la tarde sola en el parque apaisajado, y me embriagaba de lectura mirando alargarse las sombras y volar las mariposas. Los d?as de lluvia nos qued?bamos en casa. Pero si bien yo sufr?a por las prohibiciones que me inflig?an las voluntades humanas, no me disgustaban las que me impon?an las cosas. Me sent?a a gusto

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en el sal?n con sillones recubiertos de felpa verde, con los ventanales velados de muselina amarillenta; sobre el m?rmol de la chimenea, sobre las mesas y los arcones, una cantidad de cosas muertas acababan de morir; los p?jaros embalsamados perd?an sus plumas, las flores marchitas se deshojaban, las conchillas perd?an su brillo. Yo me trepaba sobre un banco y hurgaba en la biblioteca; siempre descubr?a alg?n Fenimore Cooper, o alguna “Revista pintoresca” con las hojas salpicadas de herrumbre que yo todav?a no conoc?a. Hab?a un piano con varias teclas mudas y sonidos discordantes; mam? abr?a sobre el pupitre la partitura del Gran Mogol o la de Las bodas de Jeannette y cantaba los aires preferidos de abuelito: ?l repet?a todos los refranes. Los d?as lindos yo iba despu?s de comer a dar una vuelta por el parque; respiraba bajo la V?a L?ctea el olor pat?tico de las magnolias, mientras acechaba las exhalaciones. Y luego con un candelero en la mano sub?a a acostarme. Ten?a un cuarto m?o: daba sobre el patio, frente al le?ero, al lavadero, a la cochera que encerraba anticuadas como antiguas carrozas, una victoria y una berlina; su exig?idad me encantaba: una cama, una c?moda y sobre una especie de cofre la palangana y la jarra. Era una celda, justo a mi medida, como antes el nicho en que me acurrucaba bajo el escritorio de pap?. Aunque la presencia de mi hermana fuera por lo general liviana, la soledad me exaltaba. Cuando estaba en humor de santidad aprovechaba para dormir sobre el piso. Pero, sobre todo, antes de acostarme, me demoraba largamente en la ventana y a menudo volv?a a levantarme para espiar el soplo apacible de la noche. Me inclinaba, hund?a mis manos en la frescura de un macizo de laureles-cerezas; el agua de la fuente corr?a haciendo glu-glu sobre una piedra verdosa; a veces una vaca golpeaba con su pezu?a la puerta del establo; yo adivinaba el olor de paja y de heno. Mon?tona, testaruda como un coraz?n que late: una langosta estridulaba; contra el silencio infinito, bajo el infinito del cielo parec?a que la tierra hiciera eco a esa voz que sin descanso susurraba en m?: aqu? estoy; mi coraz?n oscilaba de su calor vivo a la luz helada de las estrellas. All? arriba estaba Dios, me miraba acariciada por la brisa, embriagada de perfumes, esa fiesta en mi sangre me daba la eternidad.

Hab?a una palabra que estaba a menudo en la boca de los adultos: es inconveniente. El contenido era un poco incierto. Yo, al principio, le hab?a atribuido un sentido m?s o menos escatol?gico. En Las Vacaciones de Madame de Segur, uno de los personajes cantaba una historia de fantasmas, de pesadillas, de s?bana manchada que me chocaba tanto como a mis padres; yo un? entonces la indecencia con las bajas funciones del cuerpo; luego aprend? que ?l participaba por entero en su groser?a: hab?a que ocultarlo; dejar ver su ropa interior o su piel salvo en algunas zonas bien definidas? era una incongruencia. Algunos detalles de vestimenta, algunas actitudes eran tan reprensibles como una exhibici?n indiscreta. Esas prohibiciones apuntaban particularmente a la especie femenina; una se?ora “como se debe” no deb?a ni escotarse abundantemente, ni llevar faldas cortas, ni te?irse el pelo, ni cortarlo, ni pintarse, ni echarse sobre un div?n, ni abrazar a su marido en el subterr?neo: si transgred?a esas reglas estaba mal vista. La inconveniencia no se confund?a totalmente con el pecado, pero suscitaba cr?ticas m?s severas que el rid?culo. Sentimos muy bien, mi hermana y yo, que bajo sus apariencias anodinas, algo importante se disimulaba y para protegernos contra ese misterio nos apresur?bamos a burlarnos de ?l. En el Luxemburgo nos code?bamos al pasar entre las parejas de enamorados. La inconveniencia ten?a en mi esp?ritu una relaci?n, pero extremadamente vaga, con otro enigma: los libros prohibidos. A veces, antes de entregarme un libro, mam? pinchaba algunas hojas juntas; en La Guerra de los Mundos de Wells, encontr? un cap?tulo condenado. Nunca quitaba los alfileres, pero a veces me preguntaba: ?de qu? se trata? Era extra?o. Los adultos hablaban libremente ante m?; yo circulaba en el mundo sin encontrar obst?culos; sin embargo, en esa transparencia algo se ocultaba; ?qu?? ?d?nde?, en vano mi mirada hurgaba el horizonte buscando la manera de situar la zona oculta que ning?n biombo ocultaba y que, sin embargo, permanec?a invisible.

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Un d?a, mientras estudiaba, sentada ante el escritorio de pap?, advert? al alcance de mi mano una novela de tapa amarilla: Cosmopolis. Cansada, con la cabeza vac?a, lo abr? con un gesto maquinal; no ten?a intenci?n de leerlo, pero me parec?a que aun sin reunir las palabras en frases, una mirada lanzada al interior del volumen me revelar?a su secreto. Mam? apareci? detr?s de m?: “?Qu? haces?”, balbuce?. “?No debes! ?dijo ella?. Nunca debes tocar los libros que no son para ti.” Su voz suplicaba y hab?a en su rostro una inquietud m?s convincente que un reproche: entre las p?ginas de Cosmopolis un gran peligro me acechaba. Me confund? en promesas. Mi memoria ha ligado indisolublemente ese episodio a un incidente m?s antiguo: de chiquita, sentada en ese mismo sill?n, hab?a metido mi dedo en el agujero negro del enchufe; la sacudida me hab?a hecho gritar de sorpresa y de dolor. ?Mientras mi madre me hablaba habr? mirado el c?rculo negro, en medio del redondel de porcelana, o s?lo lo asoci? m?s adelante? En todo caso, ten?a la impresi?n de que un contacto con los Zola, los Bourget de la biblioteca, provocar?a en m? un choque imprevisible y repentino. Y como ese riel del subte, que me fascinaba porque la mirada se deslizaba sobre su superficie lisa, sin percibir su energ?a mort?fera, las viejas novelas de tapas fatigadas me intimidaban aun m?s porque nada se?alaba su poder mal?fico. Durante el retiro que precedi? a mi solemne primera comuni?n, el predicador, para ponernos en guardia contra las tentaciones de la curiosidad, nos cont? una historia que exasper? la m?a. Una ni?ita asombrosamente inteligente y precoz, pero educada por padres poco vigilantes, hab?a ido un d?a a confiarse a ?l: hab?a hecho tantas malas lecturas que hab?a perdido la fe y la vida le horrorizaba. ?l intent? devolverle la esperanza, pero ella estaba demasiado gravemente contaminada; poco despu?s, se enter? de su suicidio. Mi primer impulso fue un ataque de admiraci?n celosa por esa ni?a solamente un a?o mayor que yo que sab?a tanto m?s que yo. Luego me hund? en la perplejidad. La fe era mi seguro contra el infierno: lo tem?a demasiado para cometer jam?s un pecado mortal; pero si uno dejaba de creer todos los abismos se abr?an; ?una desdicha tan atroz pod?a ocurrir sin que uno la hubiera merecido? La peque?a suicida ni siquiera hab?a pecado por desobediencia; solamente se hab?a expuesto sin precauci?n a fuerzas oscuras que hab?an devastado su alma; ?por qu? Dios no la hab?a socorrido? ?Y c?mo palabras enlazadas por los hombres pueden destruir evidencias sobrenaturales? Lo que menos comprend?a era que el conocimiento condujera a la desesperaci?n. El predicador no hab?a dicho que los malos libros pintaban la vida bajo colores falsos: en ese caso, ?l hubiera barrido f?cilmente sus mentiras; el drama de la ni?a que ?l no hab?a logrado salvar es que hab?a descubierto prematuramente el verdadero rostro de la realidad. De todos modos, me dije, yo tambi?n la ver? un d?a frente a frente y no morir? por eso: la idea de que hay una edad en que la verdad mata repugnaba a mi racionalismo. Por otra parte, la edad no era lo ?nico que contaba: t?a Lili s?lo ten?a derecho a los libros “para se?oritas”; mam? hab?a arrancado de manos de Louise Claudina en la escuela y a la noche hab?a comentado el incidente con pap?: “?Felizmente que no comprendi?!” El casamiento era el ant?doto que permit?a absorber sin peligro los frutos del ?rbol de la Ciencia: no me explicaba por qu?. Nunca se me ocurri? tratar esos problemas con mis compa?eras. Una alumna hab?a sido despedida del curso por haber tenido “malas “conversaciones”, y yo me dec?a virtuosamente que si hubiera querido hacerme su c?mplice no habr?a prestado mi o?do. Mi prima Madeleine, sin embargo, le?a cualquier cosa. Pap? se hab?a indignado al verla a los doce a?os sumida en Los Tres Mosqueteros: t?a H?l?ne se hab?a encogido distra?damente de hombros. Indigestada de novelas “encima de su edad”, Madeleine no parec?a por eso pensar en el suicidio. En 1919, mis padres, que hab?an encontrado en la calle de Rennes un departamento menos costoso que el del Bulevar Montparnasse, nos dejaron a mi hermana y a m? en La Grill?re hasta la primera semana de octubre, para mudarse tranquilamente. De la ma?ana a la noche est?bamos solas con Madeleine. Un d?a, sin premeditaci?n, entre dos partidas de croquet le pregunt? de qu? trataban los libros prohibidos;

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no ten?a la intenci?n de hacerme revelar el contenido: solamente quer?a comprender por qu? razones estaban prohibidos. Hab?amos dejado nuestros palos, nos hab?amos sentado las tres sobre el c?sped, en el borde de la cancha donde estaban plantados los arcos. Madeleine vacil?, se ech? a re?r y se puso a hablar. Nos mostr? su perro y nos hizo notar dos bolas entre sus piernas. “Y bien, dijo, los hombres tambi?n las tienen.” En un volumen intitulado Novelas y Relatos hab?a le?do una historia melodram?tica: una marquesa celosa de su marido le hab?a hecho cortar “las bolas” mientras ?ste dorm?a. ?l mor?a. Esa lecci?n de anatom?a me pareci? ociosa y sin darme cuenta de que hab?a iniciado una “mala conversaci?n” inst? a Madeleine: ?qu? m?s hab?a? Entonces me explic? lo que quer?an decir las palabras amante y querida: si mam? y t?o Maurice se quisieran ella ser?a su querida, ?l su amante. No precis? bien el sentido de la palabra querer, a tal punto que su hip?tesis incongruente me desconcert? sin instruirme. Sus palabras s?lo empezaron a interesarme cuando me inform? de la manera en que nacen los hijos; el recurso de la voluntad divina ya no me satisfac?a porque sab?a que aparte de los milagros, Dios opera siempre a trav?s de causalidades naturales: lo que ocurre en la tierra exige una explicaci?n terrestre. Madeleine confirm? mis sospechas: los beb?s se forman en las entra?as de su madre; algunos d?as antes abriendo una coneja, la cocinera hab?a encontrado en su interior seis conejitos. Cuando una mujer espera un chico se dice que est? encinta y su vientre se hincha. Madeleine no nos dio m?s detalles. Continu? dici?ndome que de aqu? a uno o dos a?os ciertas cosas ocurrir?an en mi cuerpo; tendr?a “p?rdidas blancas” y despu?s sangrar?a todos los meses y tendr?a que llevar entre las piernas unas especies de vendas. Le pregunt? si eso se llamaba “p?rdidas rojas”, y mi hermana se inquiet? por saber c?mo se las arreglaba una con esos vendajes: ?c?mo se hac?a para orinar? La pregunta exasper? a Madeleine: dijo que ?ramos unas tontas, se encogi? de hombros y se fue a darles de comer a sus gallinas. Quiz? midi? nuestra puerilidad y nos consider? indignas de una iniciaci?n m?s completa. Me qued? confundida de asombro: hab?a imaginado que los secretos guardados por los adultos ten?an mucho m?s importancia. Por otra parte, el tono confidencial y burl?n de Madeleine coincid?a mal con la barroca insignificancia de sus revelaciones; algo andaba mal, yo no sabia qu?. Ella no hab?a tocado el problema de la concepci?n que yo medit? los d?as siguientes; habiendo comprendido que la causa y el efecto son necesariamente homog?neos, no pod?a admitir que la ceremonia del casamiento hiciera surgir en el vientre de la mujer un cuerpo de carne; deb?a ocurrir entre los padres algo org?nico. Las costumbres de los animales hubieran podido abrirme los ojos: yo hab?a visto a Criquette, la peque?a foxterrier de Madeleine pegada a un gran perro de polic?a, y Madeleine llorando trataba de separarlos: “?Tendr? cachorros demasiado grandes: Criquette va a morirse!” Pero yo no asociaba esos juegos ?ni tampoco el de las aves y de las moscas? con las relaciones humanas. Las expresiones “lazos de la sangre”, “hijos de la misma sangre”, “reconozco mi sangre”, me sugirieron que el d?a de la boda y una vez por todas se hac?a una transfusi?n de un poco de sangre del marido en las venas de las mujer; era una operaci?n solemne, a la cual asist?an el sacerdote y algunos testigos elegidos. Aunque decepcionante, el parloteo de Madeleine debe de habernos agitado mucho, porque nos entregamos mi hermana y yo a grandes org?as verbales. Cari?osa, poco moralizadora, t?a H?l?ne con su aire de estar siempre ausente, no nos intimidaba. Nos pusimos a tener delante de ella un mont?n de conversaciones “inconvenientes”. En la sala de muebles enfundados, t?a H?l?ne sol?a sentarse al piano para cantar con nosotras canciones de 1900; ten?a toda una colecci?n; elegimos las m?s sospechosas y las tarareamos con complacencia. “Tus senos blancos son mejores para mi boca golosa ?que las fresas de los bosques? y la leche que bebo en ellos.” Ese comienzo de romanza nos intrigaba mucho: ?hab?a que entenderlo literalmente? ?Ocurre que el hombre beba la leche de la mujer?, ?es un rito amoroso?, en todo caso esa copla era sin lugar a duda “inconveniente”. La escrib?amos con el dedo en los vidrios empa?ados, la recit?bamos en alta voz en las narices de t?a H?l?ne a quien abrum?bamos de preguntas

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disparatadas d?ndole a entender que ya no nos trag?bamos las mentiras. Pienso que nuestra exuberancia desordenada estaba en verdad dirigida; no est?bamos acostumbradas a la clandestinidad, quer?amos advertir a los adultos que hab?amos adivinado sus secretos; pero nos tallaba audacia y hasta ten?amos necesidad de aturdimos; nuestra franqueza tom? la forma de la provocaci?n. Alcanzamos nuestros fines. De regreso a Par?s, mi hermana, menos inhibida que yo, se atrevi? a interrogar a mam?; le pregunt? si los chicos sal?an por el ombligo. “?A qu? viene esa pregunta? ?dijo mi madre con cierta sequedad?. ?Si saben todo!” Evidentemente t?a H?l?ne la hab?a puesto al corriente. Aliviadas de haber dado ese primer paso nos arriesgamos m?s adelante; mi madre nos dio a entender que los reci?n nacidos sal?an por el ano y sin dolor. Hablaba con aire desenvuelto; pero nunca m?s toqu? con ella esos problemas y ella no dijo una sola palabra. No recuerdo haber rumiado los fen?menos del embarazo y del parto, ni haberlos integrado a mi porvenir; era refractaria al casamiento y a la maternidad, no me sent? sin duda involucrada. Esa iniciaci?n abortada me turb? por otros aspectos. Dejaba en suspenso muchos enigmas. ?Qu? relaci?n hab?a entre ese asunto tan serio, el nacimiento de un chico, y las cosas inconvenientes? Si no la hab?a ?por qu? el tono de Madeleine, las reticencias de mam? lo hac?an suponer? S?lo porque la hab?amos instigado mi madre hab?a hablado, someramente, sin explicarnos el casamiento. Los hechos fisiol?gicos dependen de la ciencia como la rotaci?n de la tierra. ?Qu? pod?a impedirle informarnos con la misma simplicidad? Por otra parte, si los libros prohibidos s?lo conten?an, como lo hab?a sugerido mi prima, indecencias divertidas, ?de d?nde sacaban su veneno? Yo no me hac?a expl?citamente esas preguntas, pero me atormentaban. Era preciso que el cuerpo fuera en s? un objeto peligroso para, que toda alusi?n austera o fr?vola, a su existencia, pareciera peligrosa. Presumiendo que detr?s del silencio de los adultos algo se ocultaba no los acus? de andar con vueltas sin motivo. Sobre la naturaleza de sus secretos, sin embargo, hab?a perdido mis ilusiones: no ten?an acceso a esferas ocultas donde la luz era m?s deslumbrante, el horizonte m?s vasto que en mi propio mundo. Mi decepci?n reduc?a el universo y los hombres a su cotidiana trivialidad. No me di cuenta enseguida, pero el prestigio de las personas mayores se encontr? considerablemente disminuido.

Me hab?an ense?ado cuan vana es la vanidad y f?til la futileza; me habr?a dado verg?enza darle demasiado importancia a la vestimenta y mirarme largamente en los espejos; sin embargo, cuando las circunstancias me autorizaban miraba mi reflejo complacientemente. A pesar de mi timidez aspiraba como anta?o a ser una estrella. El d?a de mi comuni?n solemne me fascin?; familiarizada desde tiempo atr?s con la santa mesa goc? sin escr?pulos de los atractivos profanos de la fiesta. Mi vestido, prestado por una prima, no era nada notable; pero en lugar de la cl?sica cofia de tul, llev?bamos en el curso D?sir una corona de rosas; ese detalle indicaba que yo no pertenec?a al reba?o vulgar de los chicos de las parroquias. El abate Martin administraba la hostia a una “?lite” cuidadosamente elegida. Fui adem?s elegida para renovar en nombre de mis compa?eras los votos solemnes por los cuales hab?amos renunciado el d?a de nuestro bautismo a Satan?s, a sus pompas y a sus obras. Mi t?a Marguerite dio en mi honor un gran almuerzo que presid?; a la tarde hubo un t? en casa y expuse sobre el piano de cola los regalos que hab?a recibido. Me felicitaban y yo me sent?a bonita. A la noche me desprend? con pena de mis ropas; para consolarme me convert? durante un instante al casamiento: llegar?a el d?a en que en la blancura de los rasos, en el esplendor de los cirios y de los ?rganos me convertir?a de nuevo en una reina. Al a?o siguiente llen? con gran placer el papel m?s modesto de dama de honor. T?a Lili se cas?.. La ceremonia fue sin fasto; pero mi arreglo me encant?.. Me gustaba la caricia sedosa de mi vestido de fular azul; una cinta de terciopelo negro reten?a mis rizos y llevaba una capelina de paja tostada con

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amapolas y centauras. Mi compa?ero era un apuesto muchacho de diecinueve a?os que me hablaba como a una persona mayor: estaba convencida de que me encontraba encantadora. Empec? a interesarme en mi futura imagen. Adem?s de los libros serios y de los relatos de aventuras que sacaba de la biblioteca circulante, le?a tambi?n las novelas de la Bibloth?que de ma filie que hab?an distra?do la adolescencia de mi madre y que ocupaban todo un estante de mi armario; en La Grill?re ten?a derecho a las Veill?es des Chaumi?res y a los vol?menes de la colecci?n Stella con que se delectaba Madeleine; Delly, Guy Chantepleure, La Novena de Colette, Mi t?o y mi cura: esos virtuosos idilios me divert?an a medias; las hero?nas me parec?an tontas, sus amores insulsos. Pero hubo un libro en que cre? reconocer mi rostro y mi destino: Little women de Luisa Alcott. Las chicas March eran protestantes, su padre era un pastor y su madre les hab?a dado como libro de cabecera, no La Imitaci?n de Cristo, sino The pilgrim’s progress: ese retroceso subrayaba aun m?s los rasgos que ten?amos en com?n. Me emocion? ver a Meg y a Joe ponerse unos pobres vestidos de poplin color avellana para ir a una fiesta donde todas las dem?s chicas estaban vestidas de seda; les ense?aban como a m? que la cultura y la moral son m?s importantes que la riqueza; su modesto hogar ten?a como el m?o un no s? que excepcional. Me identifiqu? apasionadamente con Joe, la intelectual. Brusca, angulosa, Joe se trepaba, para leer, a la copa de los ?rboles; era mucho m?s varonil y m?s osada que yo; pero yo compart?a su horror por la costura y los cuidados de la casa, su amor por los libros. Escrib?a: para imitarla reanud? con mi pasado y compuse dos o tres relatos. No s? si so?aba con resucitar mi antigua amistad con Jacques o si, m?s vagamente, deseaba que se borrara la frontera que me cerraba el mundo de los varones, pero las relaciones de Joe y de Laurie me llegaron al coraz?n. M?s tarde, yo no lo dudaba, se casar?an; por lo tanto, era posible que la madurez cumpliera las promesas de la infancia en vez de renegarla: esa idea me colmaba de esperanza. Pero lo que sobre todo me encantaba era la parcialidad decidida que Louise Alcott manifestaba por Joe. Yo aborrec?a, ya lo he dicho, que la condescendencia de las personas mayores nivelara la especie infantil. Las cualidades y los defectos que los autores prestaban a sus j?venes h?roes, parec?an generalmente accidentes sin consecuencia: al crecer todos ser?an personas de bien; por otra parte, s?lo se distingu?an los unos de los otros por su moralidad: nunca por su inteligencia; habr?ase dicho que desde ese punto de vista la edad los igualaba a todos. Por el contrario, Joe se destacaba sobre sus hermanas m?s virtuosas o m?s bonitas por su fervor de conocimiento, por el vigor de sus pensamientos; su superioridad, tan evidente como la de algunos adultos, le garantizaba un destino ins?lito; estaba marcada. Me sent? autorizada, yo tambi?n, a considerar mi gusto por los libros, mis ?xitos escolares, como la prueba de un valor que mi porvenir confirmar?a. Me convert? a mis propios ojos en un personaje de novela. Como toda intriga novelesca exige obst?culos y fracasos, los invent?. Una tarde jugaba al croquet con Poupette, Jeanne y Madeleine. Llev?bamos delantales de tela color crudo, festoneados de rojo y bordados con cerezas. Los macizos de laurel brillaban al sol, la tierra ol?a bien. De pronto me inmovilic?: estaba viviendo el primer cap?tulo de un libro del que era la hero?na, ?sta sal?a apenas de la infancia, pero ?bamos a crecer; m?s bonitas, m?s graciosas, m?s dulces que yo, mi hermana y mis primas gustar?an m?s, resolv?; ellas encontrar?an marido, yo no. No sentir?a ninguna amargura; ser?a justo que las prefirieran; pero algo ocurrir?a que me exaltar?a m?s all? de toda preferencia; ignoraba bajo qu? forma y por qui?n, pero ser?a reconocida. Imaginaba que ya una mirada abrazaba la cancha de croquet y las cuatro chiquillas de delantal color crudo; se deten?a sobre m? y una voz murmuraba: “?sta no es como las otras.” Era bien irrisorio compararme con tanta pompa con una hermana y dos primas que carec?an de toda pretensi?n. Pero a trav?s de ellas yo apuntaba a todas mis semejantes. Afirmaba que ser?a, que era, fuera de serie. Por otra parte me entregaba raramente a esas reivindicaciones orgullosas: la estima que me conced?an me dispensaba de hacerlo. Y si a veces me consideraba excepcional ya no llegaba nunca

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hasta creerme ?nica. En adelante mi suficiencia estaba atemperada por los sentimientos que otra me inspiraba. Hab?a tenido la suerte de encontrar la amistad.

El d?a en que entr? en cuarta primera ?estaba por cumplir diez a?os?, el banco contiguo al m?o estaba ocupado por una nueva alumna. Mientras esper?bamos a la se?orita, a la salida de la clase, conversamos. Se llamaba Elizabeth Mabille, ten?a mi edad. Sus estudios comenzados en familia hab?an sido interrumpidos por un accidente grave: estaba asando papas en el campo cuando su vestido empez? a arder; con el muslo quemado al tercer grado, hab?a pasado noches enteras aullando; pas? un a?o acostada; bajo la pollera plegada la piel estaba todav?a ampollada. Nunca me hab?a ocurrido nada tan importante; Elizabeth me pareci? enseguida un personaje. La manera en que se dirig?a a las profesoras me asombr?; su naturalidad contrastaba con la voz estereotipada de las dem?s alumnas. Durante la semana siguiente termin? de seducirme: imitaba maravillosamente a la se?orita Bodet; todo lo que dec?a era interesante o divertido. Pese a las lagunas debidas a su ociosidad forzada, Elizabeth no tard? en colocarse entre las primeras de la clase; en las composiciones yo le ganaba raspando. Nuestra emulaci?n agrad? a nuestras institutrices: alentaron nuestra amistad. En los actos recreativos que ten?an lugar cada a?o en v?speras de Navidad, nos hicieron representar un sainete a las dos juntas. Vestidas de rosa, el rostro encuadrado de largos rizos, yo encarnaba a Madame de Sevign?, en su infancia; Elizabeth representaba el papel de un primo turbulento; su traje varonil le sentaba y encant? al auditorio por su vivacidad y su soltura. Los ensayos, nuestra complicidad entre las candilejas, apretaron aun m?s nuestros lazos; en adelante nos llamaron: “las dos inseparables”. Mi padre y mi madre se interrogaron largamente sobre las diferentes ramas de la familia M?bille de que hab?an o?do hablar; sacaron en conclusi?n que ten?an con los padres de Elizabeth vagas relaciones comunes. Su padre era un ingeniero de ferrocarriles, que ocupaba un cargo muy alto; su madre, cuyo nombre de soltera era Larivi?re, pertenec?a a una dinast?a de cat?licos militantes; ten?a nueve hijos y se ocupaba activamente de las obras de Santo Tom?s de Aquino. A veces aparec?a en la calle Jacob. Era una hermosa cuarentona, morena, de ojos ardientes, de sonrisa insistente, que llevaba alrededor del cuello una cinta de terciopelo cerrada por una joya antigua. Atemperaba con una cuidadosa amabilidad su soltura de soberana. Conquist? a mam?, llam?ndola “joven se?ora” y dici?ndole que parec?a mi hermana mayor. Elizabeth y yo quedamos autorizadas a ir a jugar la una a casa de la otra. La primera vez mi hermana me acompa?? a la calle Varennes y ambas quedamos espantadas. Elizabeth ?llamada Zaza en la intimidad? ten?a una hermana mayor, un hermano mayor, seis hermanos y hermanas menores que ella, una seguidilla de primos y de amigos. Corr?an, saltaban, se peleaban, se trepaban sobre las mesas, tiraban los muebles gritando. Al final de la tarde la se?ora M?bille entraba a la sala, levantaba una silla, enjugaba sonriendo una frente sudorosa; me asombraba su indiferencia ante los chichones, las manchas, los platos rotos: nunca se enojaba. A m? no me gustaban mucho esos juegos desordenados y a menudo Zaza se cansaba tambi?n. Nos refugi?bamos en el despacho del se?or M?bille y, lejos del tumulto, convers?bamos. Era un placer nuevo. Mis padres me hablaban y yo les hablaba, pero no convers?bamos juntos; entre mi hermana y yo no hab?a la distancia indispensable para los intercambios. Con Zaza ten?a conversaciones verdaderas, como de noche pap? con mam?. Convers?bamos de nuestros estudios, de nuestras lecturas, de nuestras compa?eras, de nuestras profesoras, de lo que conoc?amos del mundo: no de nosotras mismas. Nunca nuestras conversaciones tomaban un cariz confidencial. No nos permit?amos ninguna familiaridad. Nos dec?amos “usted” ceremoniosamente y salvo por correspondencia nunca nos d?bamos un beso. Zaza amaba como yo los libros y el estudio; adem?s estaba dotada de una cantidad de talentos que a m? me faltaban. A veces cuando yo llegaba a la calle de Varennes, la encontraba ocupada cocinando

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bizcochuelos o caramelos; pinchaba en una aguja de tejer cascos de naranja, d?tiles, ciruelas, y las met?a en una cacerola donde herv?a un alm?bar con olor a vinagre caliente: sus frutas disfrazadas ten?an tan buen aspecto como el de las confiter?as. Policopiaba ella misma en una decena de ejemplares, una Cr?nica familiar, que redactaba todas las semanas para sus abuelas, t?os, t?as, ausentes de Par?s; yo admiraba tanto como la vivacidad de sus relatos, su habilidad para fabricar un objeto que se parec?a a un diario verdadero. Tom? conmigo algunas lecciones de piano, pero no tard? en pasar a una divisi?n superior. Enclenque, con piernas flacuchas, lograba, sin embargo, hacer mil proezas con su cuerpo; en los primeros d?as de primavera la se?ora Mabille nos llev? a las dos a un suburbio florido, creo que era en Nanterre. Zaza hizo toda clase de saltos y vueltas de camero sobre el pasto; se trepaba a los ?rboles, se colgaba a las ramas por los pies. En todas sus conductas demostraba una soltura que me deslumbraba. A los diez a?os circulaba sola por las calles; en el curso D?sir nunca adopt? mis modales rebuscados; les hablaba a las se?oritas en tono cort?s, pero desenvuelto, casi de igual a igual. Un a?o se permiti?, en el curso de una audici?n de piano, una audacia que roz? el esc?ndalo. La sala de actos estaba llena. En las primeras filas las alumnas con sus mejores vestidos, onduladas, rizadas, con mo?os en el pelo, esperaban el momento de exhibir sus talentos. Detr?s de ellas estaban sentadas las maestras y las celadoras, con blusas de seda, guantes blancos. En el fondo los padres y sus invitados. Zaza, vestida de tafet?n azul, toc? un trozo que su madre consideraba demasiado dif?cil para ella y que por lo general asesinaba; esta vez lo ejecut? sin una falla, y lanzando a la se?ora Mabille una mirada triunfante le sac? la lengua. Las chicas se estremecieron bajo sus rizos y la reprobaci?n petrific? el rostro de las se?oritas. Cuando Zaza baj? del estrado su madre la bes? tan alegremente que nadie se atrevi? a reprenderla. A mis ojos ese hecho la aureolaba de gloria. Sometida a leyes, a deberes, a prejuicios, me gustaba, sin embargo, lo que era nuevo, sincero, espont?neo. La vivacidad y la independencia de Zaza me subyugaban. No me di cuenta enseguida del lugar que esa amistad ocupaba en mi vida; no era m?s sutil que en mi primera infancia para encontrar un nombre para lo que ocurr?a en m?. Me hab?an ense?ado a confundir lo que debe ser con lo que es: no examinaba lo que se ocultaba bajo la convenci?n de las palabras. Se daba por sentado que sent?a un tierno afecto por toda mi familia, incluso por mis primos m?s lejanos. A mis padres, a mi hermana, los quer?a: esa palabra lo cubr?a todo. Los matices de mis sentimientos, sus fluctuaciones, no ten?an derecho a existir. Zaza era mi mejor amiga: no hab?a nada m?s que decir. En un coraz?n bien ordenado, la amistad ocupa un lugar honorable, pero no tiene ni el brillo del misterioso Amor, ni la dignidad sagrada de las ternuras filiales. Yo no pon?a en tela de juicio esa jerarqu?a. Ese a?o, como los dem?s a?os, el mes de octubre me trajo la alegre fiebre de la iniciaci?n de las clases. Los libros nuevos cruj?an entre los dedos, ol?an bien: sentada en el sill?n de cuero, me embriagaba con promesas de porvenir. Ninguna promesa se cumpli?. Reencontr? en los jardines del Luxemburgo el olor y los tonos rojizos del oto?o: ya no me conmov?an; el celeste del cielo se hab?a empa?ado. Las clases me aburrieron, aprend?a mis lecciones, hac?a mis deberes sin alegr?a, y empujaba con indiferencia la puerta del curso D?sir. Era mi pasado que resucitaba y, sin embargo, no lo reconoc?a: hab?a perdido todo su colorido; mis d?as ya no ten?an gusto. Todo me era dado y mis manos permanec?an vac?as. Caminaba por el Bulevar Raspail junto a mam? y me preguntaba de pronto con angustia: “?Qu? ocurre? ?Es esto mi vida? ?No es m?s que esto? ?Esto seguir? siempre as??” Ante la idea de enhebrar a vista perdida, semanas, meses, a?os que ninguna espera, ninguna promesa iluminar?a, mi respiraci?n se detuvo: parec?a que sin prevenir, el mundo hab?a muerto. Tampoco sab?a c?mo nombrar ese desamparo. Durante diez o quince d?as me arrastr? de hora en hora, de un d?a al siguiente, las piernas flojas. Una tarde me estaba desvistiendo en el vestuario del instituto, cuando apareci? Zaza. Nos pusimos a hablar,

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a contar, a comentar; las palabras se precipitaban sobre mis labios y en mi pecho giraban mil soles; en un deslumbramiento de alegr?a me dije: “?Es ella lo que me faltaba!” Era tan radical mi ignorancia de las verdaderas aventuras del coraz?n que no hab?a pensado en decirme: “Sufro por su ausencia.” Necesitaba su presencia para comprender la necesidad que tenia de ella. Fue una evidencia fulgurante. Bruscamente convenciones, rutinas, clis?s, volaron hechos a?icos, y me sent? sumergida por una emoci?n que no estaba prevista en ning?n c?digo. Me dej? levantar por esa alegr?a que me inundaba violenta y fresca como el agua de las vertientes, desnuda como un hermoso granito. Pocos d?as m?s tarde llegu? al curso antes de hora y mir? con una especie de estupor el asiento de Zaza: “?Si no se sentara nunca m?s en ?l, si muriera, qu? ser?a de m??” Y de nuevo una evidencia me golpe?: “Ya no puedo vivir sin ella.” Era un poco aterrador: ella iba, ven?a, lejos de m? y toda mi dicha, mi existencia misma descansaban entre sus manos. Imagin? que la se?orita Gontran iba a entrar barriendo el piso con su larga falda y nos dir?a: “Orad, hijas m?as: vuestra compa?erita, Elizabeth Mabille, ha vuelto al seno del Se?or anoche.” Y bueno, me dije, morir? de golpe. Me deslizar? de mi asiento y caer? al suelo, expirante. Esa soluci?n me tranquiliz?. No cre?a en serio que una gracia divina me quitar?a la vida; pero tampoco tem?a realmente la muerte de Zaza. Hab?a llegado hasta a confesarme la dependencia en que me sum?a mi afecto por ella: no me atrev?a a afrontar todas las consecuencias. No pretend?a que Zaza sintiera por m? un sentimiento tan definitivo: me bastaba ser su compa?era preferida. La admiraci?n que sent?a por ella no me disminu?a a mis propios ojos. El amor no es la envidia. No conceb?a nada mejor en el mundo que ser yo misma y querer a Zaza.

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SEGUNDA PARTE

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Nos hab?amos mudado. Nuestra nueva casa, dispuesta m?s o menos como la anterior, amueblada en forma id?ntica, era m?s estrecha y menos confortable. No hab?a cuarto de ba?o; un simple excusado sin agua corriente, con un lavatorio donde mi padre vaciaba todos los d?as el gran tacho instalado en el suelo. No hab?a calefacci?n, en invierno el departamento estaba helado, a excepci?n del despacho donde mi madre encend?a una salamandra; pero aun en verano, yo siempre trabajaba, estudiaba all?. El cuarto que yo compart?a con m? hermana ?Louise dorm?a en los altos? era demasiado exiguo para poder estar de d?a. En vez del espacioso vest?bulo donde me hab?a gustado refugiarme, s?lo exist?a un corredor. Cuando hab?a salido de mi cama, no hab?a un rinc?n que fuera m?o; ni siquiera ten?a un pupitre para guardar mis ?tiles. Mi madre sol?a recibir visitas en el escritorio; all? conversaba de noche con mi padre. Aprend? a hacer mis deberes, a estudiar mis lecciones entre el bullicio de las voces. Pero me resultaba penoso no poder aislarme nunca. Envidi?bamos ardientemente mi hermana y yo a las chicas que tienen un cuarto propio; el nuestro era s?lo un dormitorio. Louise se ennovi? con un plomero; un d?a la sorprend? en la cocina torpemente sentada sobre las rodillas de un hombre pelirrojo, ella ten?a una piel blancuzca y ?l mejillas rubicundas; sin saber por qu? me sent? triste; sin embargo, todos aprobaban su elecci?n: aunque era obrero, su prometido era bien conceptuado. Nos dej?. Catherine, una joven campesina fresca y alegre con quien hab?amos jugado en Meyrignac, la reemplaz?; era casi una compa?era, pero sal?a de noche con los bomberos del cuartel de enfrente: “la corr?a”. Mi madre la rega??, luego la despidi? y resolvi? que se las arreglar?a sola, pues los negocios de mi padre marchaban mal. La f?brica de calzado hab?a quebrado. Gracias a la protecci?n de un primo lejano e influyente, mi padre entr? en la “publicidad financiera”. Trabaj? primeramente en el Gaulois, luego en diversos otros diarios; ese oficio reportaba poco y le aburr?a. Por compensaci?n, iba de noche m?s a menudo que antes a jugar al bridge a casa de amigos o al caf?; durante el verano pasaba sus domingos en las carreras. Mam? se quedaba mucho sola. No se quejaba; pero odiaba trajinar y la pobreza le pesaba; adquiri? una nerviosidad extrema. Poco a poco mi padre perdi? su parejo buen humor. No se peleaban verdaderamente, pero gritaban muy fuerte por cosas insignificantes y a menudo se las tomaban contra mi hermana y contra m?. Frente a las personas mayores continu?bamos estrechamente ligadas; si una de las dos volcaba un tintero era nuestra culpa com?n, ambas reclam?bamos la responsabilidad. Sin embargo, nuestras relaciones hab?an cambiado un poco desde que yo conoc? a Zaza; no juraba m?s que por mi nueva amiga. Zaza se burlaba de todo el mundo; no ahorraba sus pullas a Poupette y la trataba de “chiquita”; yo la imitaba. Mi hermana se sinti? tan desdichada que trat? de apartarse de m?. Una tarde est?bamos solas en el despacho y acab?bamos de pelearnos cuando me dijo en tono dram?tico: “?Tengo algo que confesarte!” Yo hab?a abierto un libro de ingl?s sobre el secante rosado y empezaba a estudiar, volv? apenas la cabeza: “Bueno ?dijo mi hermana?, creo que no te quiero tanto como antes”; me explic? en voz pausada la nueva indiferencia de su coraz?n; yo escuchaba en silencio y las l?grimas rodaban sobre mis mejillas; dio un salto: “?No es verdad! ?No es verdad!”, grit? abraz?ndome; nos abrazamos y sequ? mis l?grimas. “Sabes ?le dije?, no te cre? en serio.” Sin embargo, no hab?a mentido del todo; empezaba a rebelarse contra su condici?n de menor y, como yo la descuidaba, me englobaba en su rebeld?a. Estaba en la misma clase que mi prima Jeanne, a la que quer?a mucho, pero con la cual no compart?a los gustos, y de la cual le obligaban a compartir las amigas; eran chiquilinas necias y presuntuosas, ella las aborrec?a, y rabiaba de que las consideraran dignas de su amistad; no la escuchaban. En el curso D?sir segu?an considerando a Poupette como un reflejo, necesariamente imperfecto de su hermana mayor; a menudo se sent?a humillada, por eso dec?an que era orgullosa y las se?oritas, en buenas educadoras, cuidaban de humillarla m?s. Por el hecho de estar m?s adelantada, mi padre se ocupaba m?s de m?; sin compartir la devoci?n que yo sent?a por ?l, mi hermana sufr?a de su parcialidad; un verano, en Meyrignac, para probar que ten?a tan buena memoria como yo, aprendi? la

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lista de todos los mariscales de Napole?n con sus nombres y sus t?tulos; la recit? de un tir?n: nuestros padres sonrieron. En su exasperaci?n cambi? su manera de mirarme: buscaba mis fallas. Yo me irritaba que pretendiera, aun t?midamente, rivalizar conmigo, criticarme, huir de m?. Siempre hab?amos re?ido porque yo era brutal y ella lloraba f?cilmente; lloraba menos, pero nuestras disputas se volvieron m?s serias: pon?amos amor propio en ellas; cada una se empe?aba en tener la ?ltima palabra. Sin embargo, termin?bamos siempre por reconciliarnos; necesit?bamos la una de la otra. Juzg?bamos de la misma manera a nuestras compa?eras, a las se?oritas, a los miembros de la familia; no nos ocult?bamos nada; y jugar juntas nos daba siempre el mismo placer. Cuando nuestros padres sal?an de noche hac?amos nuestra fiesta; confeccion?bamos un “souffl?” y lo com?amos en la cocina, desorden?bamos el departamento lanzando grandes gritos. Ahora que dorm?amos en el mismo cuarto, prosegu?amos largamente en la cama nuestros juegos y nuestras conversaciones.

El a?o en que nos instalamos en la calle de Rennes empec? a tener sue?os agitados. ?Hab?a digerido mal las revelaciones de Madeleine? S?lo un tabique separaba ahora mi cama de la de mis padres y sol?a o?r roncar a mi padre; ?fui sensible a esa promiscuidad? Tuve pesadillas. Un hombre saltaba sobre mi cama y clavaba su rodilla en mi est?mago, me ahogaba; so?aba desesperadamente que me despertaba y de nuevo el peso de mi agresor me aplastaba. Hacia la misma ?poca, levantarme se convirti? en un traumatismo tan doloroso que pens?ndolo de noche, antes de dormirme, mi garganta se anudaba, mis manos se humedec?an. Cuando o?a por la ma?ana la voz de mi madre deseaba caer enferma, a tal punto me horrorizaba arrancarme al sopor de las tinieblas. De d?a ten?a v?rtigos; me anemiaba. Mam? y los m?dicos dec?an: “Es la formaci?n.” Yo aborrec?a esa palabra y el sordo trabajo que se efectuaba en mi cuerpo. Envidiaba a “las muchachas grandes” su libertad; pero me repugnaba la idea de ver mi torso hincharse; hab?a o?do antes a las mujeres adultas orinar con un ruido de catarata; al pensar en los odres henchidos de agua que encerraban sus vientres yo sent?a el mismo espanto que Gulliver el d?a en que las j?venes gigantes le descubrieron sus senos. Desde que hab?a descubierto el misterio los libros prohibidos me asustaban menos que antes; a menudo dejaba deslizarse mi mirada sobre los pedazos de papel de diario colgados del w.c. As? le? un fragmento de novela por entregas en que el h?roe posaba sobre los senos blancos de la hero?na sus labios ardientes. Ese beso me quem?; a la vez macho, hembra y espectador yo lo daba, lo recib?a y me llenaba con ?l los ojos. Seguramente si sent? una emoci?n tan fuerte era porque ya mi cuerpo se hab?a despertado; pero mis sue?os se cristalizaron alrededor de esa imagen; no s? cu?ntas veces la evoqu? antes de dormirme. Invent? otras: me pregunto de d?nde las sacaba. El hecho de que los esposos se acostaran apenas vestidos en una misma cama, no hab?a bastado hasta entonces para sugerirme la posesi?n ni la caricia: supongo que las fui creando a partir de mi necesidad. Pues durante alg?n tiempo, fui la presa de deseos torturantes; me revolv?a en mi cama, la garganta reseca, llamando un cuerpo de hombre contra mi cuerpo, manos de hombre sobre mi piel. Calculaba con desesperaci?n: “?Una no tiene derecho a casarse antes de los quince a?os!” Y aun as? era una edad l?mite: tendr?a que esperar a?os antes de que terminara mi suplicio. Empezaba dulcemente en la tibieza de las s?banas y el hormigueo de mi sangre, mis fantasmas me hac?an latir deliciosamente el coraz?n; casi cre?a que iban a materializarse; pero no, se desvanec?an, ninguna mano, ninguna boca aplacaba mi carne irritada; mi camis?n de madapol?n se convert?a en una t?nica envenenada. S?lo el sue?o me liberaba. Nunca asoci? esos des?rdenes con la idea de pecado: su brutalidad desbordaba mi complacencia y me sent?a m?s bien v?ctima que culpable. No me preguntaba tampoco si las otras chicas conoc?an ese martirio. No ten?a la costumbre de compararme. Pas?bamos una temporada en casa de amigos, en la humedad sofocante del mes de julio, cuando una ma?ana me despert? aterrada: mi camis?n estaba manchado. Lo lav?; me vest?: de nuevo ensuci? mi

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ropa. Hab?a olvidado las imprecisas profec?as de Madeleine y me preguntaba qu? era esa ignominiosa enfermedad. Inquieta, sinti?ndome vagamente culpable, tuve que recurrir a mi madre; me explic? que me hab?a vuelto “una ni?a grande” y me envolvi? en forma inc?moda. Sent? un vivo alivio enter?ndome de que no era culpable de nada; y como cada vez que me ocurr?a algo importante, hasta sent? una especie de orgullo. Yo soportaba sin demasiada molestia que mi madre hablara en voz baja con sus amigas. En cambio, aquella noche cuando lleg? pap?, e hizo en broma algunas alusiones a mi estado, me consum? de verg?enza. Hab?a imaginado que la cofrad?a femenina disimulaba cuidadosamente a los hombres su tara secreta. Frente a mi padre me cre?a un esp?ritu puro: me horroriz? que me considerara de pronto como un organismo. Me sent? ca?da para siempre. Me desfigur?, mi nariz enrojeci?; me salieron en la cara y en la nuca granos que me pellizcaba con nerviosidad. Mi madre, excedida de trabajo, me vest?a con negligencia; mis vestidos informes acentuaban mi torpeza. Inc?moda en mi pellejo, desarrollaba fobias: no soportaba, por ejemplo, beber en un vaso donde ya hab?a bebido. Tuve tics; no paraba de encogerme de hombros, de mover mi nariz. “No pellizques tus granos, no muevas tu nariz”, me repet?a mi padre. Sin maldad, pero sin miramientos hac?a, sobre mi color, mi acn?, mi torpeza, observaciones que exasperaban mi malestar y mis man?as. El primo rico a quien pap? deb?a su situaci?n organiz? una fiesta para sus hijos y sus amigos. Compuso una revista en verso. Mi hermana fue elegida como comadre. Con un vestido de tul azul, sembrado de estrellas, sus hermosos cabellos desparramados sobre su espalda, encarnaba la Bella de la Noche. Despu?s de haber dialogado po?ticamente con un Pierrot lunar, presentaba en coplas rimadas a los j?venes invitados que desfilaban, disfrazados, sobre un estrado. Disfrazada de espa?ola yo deb?a pavonearme abanic?ndome, mientras ella cantaba con el aire de Funiculi-funicula:

Veo venir hacia nosotros a una linda persona que mueve el cuello (bis) Es la perfecta elegancia de Barcelona el paso espa?ol (bis) No oculta sus grandes ojos en su bolso, est? llena de audacia…

Todas las miradas clavadas en m? y sintiendo mis mejillas inflamadas, estaba en el suplicio. Poco despu?s asist? a la boda de una prima del norte; pero si bien el d?a del casamiento de t?a Lili mi imagen me hab?a seducido, esta vez me abrum?. Mam? se dio cuenta solamente esa misma ma?ana en Arras de que mi vestido nuevo de espumilla beige pegado a mi pecho que ya no ten?a nada de infantil, lo subrayaba con indecencia. Lo vend? tan bien que tuve durante todo el d?a la impresi?n de estar ocultando bajo mi blusa un defecto molesto. En el aburrimiento de la ceremonia y de un interminable banquete, yo ten?a tristemente conciencia de lo que confirman las fotos: mal vestida, pesada, vacilaba entre la ni?a y la mujer. Mis noches se hab?an vuelto tranquilas. En cambio, en forma indefinible, el mundo se turb?. Ese cambio no afect? a Zaza: era una persona y no un objeto. Pero hab?a en la clase superior a la m?a una alumna a la que yo miraba como a un lindo ?dolo, rubia, sonriente y rosada: se llamaba Marguerite de Th?ricourt y su padre pose?a una de las m?s grandes fortunas de Francia; una gobernanta la acompa?aba al curso en un vasto autom?vil negro conducido por un chofer: ya a los diez a?os con sus bucles impecables, sus vestidos cuidados, sus guantes que no se sacaba hasta el momento de entrar a clase, me parec?a una princesita. Se convirti? en una bonita joven de largo pelo p?lido y lacio, de ojos de porcelana, de sonrisa graciosa: yo era sensible a su soltura, a su reserva, a su voz pausada y cantante. Buena alumna, manifest?ndoles a las se?oritas una extremada deferencia, ?stas, halagadas

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por el esplendor de su fortuna, la adoraban. Me hablaba siempre con mucha amabilidad. Contaban que su madre era una mujer muy enferma: esto dotaba a Marguerite de una aureola rom?ntica. A veces, yo me dec?a que si me invitara a su casa desfallecer?a de alegr?a, pero ni siquiera me atrev?a a desearlo: viv?a en esferas para m? tan lejanas como la corte de Inglaterra. Por otra parte, no deseaba tener intimidad con ella, sino solamente poder contemplarla de m?s cerca. Cuando alcanc? la pubertad mi sentimiento se acus?. Al final de la clase llamada sexta primera asist? al examen solemne que pasaban en el interior del instituto las alumnas de la clase superior y que ten?a como recompensa un “diploma Adeline D?sir”. Marguerite llevaba un vestido de vestir, de espumilla gris, cuyas mangas dejaban ver en transparencia bonitos brazos redondos: esa p?dica desnudez me impresion?. Yo era demasiado ignorante y demasiado respetuosa para esbozar el menor deseo; ni siquiera imaginaba que alguna mano pudiera profanar los blancos hombros; pero durante todo el tiempo que duraron los ex?menes no apart? de ellos los ojos y algo desconocido me oprim?a la garganta. Mi cuerpo cambiaba; mi existencia tambi?n: el pasado se alejaba de m?. Ya nos hab?amos mudado y Louise se hab?a ido. Mir?bamos, mi hermana y yo, viejas fotograf?as cuando un d?a repar? de pronto en que uno de esos d?as perder?a Meyrignac. Abuelito era muy viejo, morir?a; cuando la propiedad fuera de mi t?o Gast?n ?que ya era el nudo propietario? no me sentir?a m?s en casa; ir?a como una extra?a, luego no ir?a m?s. Me qued? consternada. Mis padres repet?an, y su ejemplo parec?a confirmarlo, que la vida deshace las amistades de la infancia, ?olvidar?a acaso a Zaza? Nos pregunt?bamos con inquietud Poupette y yo si nuestro afecto resistir?a a la edad. Las personas mayores no compart?an nuestros juegos ni nuestros placeres. Yo no conoc?a a ninguna que pareciera divertirse mucho sobre la tierra: la vida no es alegre, la vida no es una novela, declaraban en coro. La monoton?a de la existencia adulta siempre me hab?a apiadado; cuando me di cuenta de que, en un breve plazo, ser?a ?se mi destino, la angustia se apoder? de m?. Una tarde, estaba ayudando a mam? a lavar los platos; ella los lavaba y yo los secaba; por la ventana ve?a la pared del cuartel de bomberos y otras cocinas donde, otras mujeres frotaban cacerolas o pelaban verduras. Cada d?a, el almuerzo, la comida; cada d?a lavar platos; esas horas infinitamente repetidas y que no llevan a ninguna parte: ?vivir?a yo as?? Una imagen se form? en mi cabeza con una claridad tan desoladora que a?n hoy la recuerdo: una hilera de cuadrados grises se extend?a hasta el horizonte, disminuidos seg?n las leyes de la perspectiva, pero todos id?nticos y chatos; eran los d?as y las semanas y los a?os. Yo, desde mi nacimiento, me hab?a dormido cada noche un poco m?s rica que la v?spera; me elevaba de escal?n en escal?n; pero si s?lo encontraba all? arriba una ?rida meseta sin ninguna meta hacia la cual dirigirse, ?para qu? andar? No, me dije mientras ordenaba en la alacena una pila de platos; la vida m?a conducir? a alguna parte. Felizmente no estaba condenada a un destino de ama de casa. Mi padre no era feminista; admiraba la sabidur?a de las novelas de Colette Yver donde la abogada, la doctora, terminan por sacrificar su carrera a la armon?a del hogar; pero necesidad es ley: “Ustedes, hijitas, no se casar?n”, repet?a a menudo. “No tienen dote, tendr?n que trabajar.” Yo prefer?a infinitamente la perspectiva de un oficio a la del matrimonio; ella autorizaba esperanzas. Hab?a gente que hab?a hecho cosas: yo las har?a. No preve?a bien cu?les. La astronom?a, la arqueolog?a, la paleontolog?a, me hab?an reclamado por turno y yo continuaba acariciando vagamente el proyecto de escribir. Pero esos proyectos carec?an de consistencia, yo no cre?a bastante en ellos para encarar con confianza el porvenir. Llevaba por anticipado el luto de mi pasado. Esa negaci?n a cortar el cord?n umbilical se manifest? con fuerza cuando le? la novela de Luisa Alcott, Good wiwes, que era la continuaci?n de Little Women. Un a?o o m?s hab?a pasado desde que yo hab?a dejado a Joe y a Laurie, sonriendo juntos al porvenir. En cuanto tuve entre mis manos el pe

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que?o volumen en r?stica de la colecci?n Tauchnitz donde se terminaba su historia, lo abr? al azar: ca? sobre una p?gina que me inform? brutalmente del casamiento de Laurie con una hermana menor de Joe, la rubia, vana y est?pida Amy. Arroj? el libro como si me hubiera quemado los dedos. Durante varios d?as permanec? abrumada por una desdicha que me hab?a tocado en lo m?s vivo de m? misma: el hombre que yo amaba y del que me cre?a amada me hab?a traicionado por una tonta. Aborrec? a Luisa Alcott. M?s tarde descubr? que Joe le hab?a negado su mano a Laurie. Despu?s de un largo celibato, de errores, de pruebas, encontraba a un profesor mayor que ella dotado de las m?s altas cualidades; la comprend?a, la consolaba, la aconsejaba, se casaban. Mucho mejor que el joven Laurie, ese hombre superior que ven?a de afuera a la historia de Joe, encarnaba al juez supremo por quien yo so?aba ser reconocida un d?a; no obstante su intrusi?n me disgust?. Anta?o, leyendo Las Vacaciones de Madame de Segur, yo hab?a deplorado que Sophie no se casara, con Paul, su amigo de infancia, sino con un joven desconocido due?o de un rastillo. La amistad, el amor eran a mis ojos cosas definitivas, eternas, y no una aventura precaria. Yo no quer?a que el porvenir me impusiera rupturas: ten?a que involucrar a todo mi pasado. Hab?a perdido la seguridad de la infancia, en cambio no hab?a ganado nada. La autoridad de mis padres no se hab?a relajado y como mi esp?ritu cr?tico se despertaba, la soportaba cada vez m?s impacientemente. Visitas, almuerzos de familia, todas esas tareas que mis padres consideraban obligatorias, yo no les ve?a la utilidad. Las respuestas: “Esto se hace; esto no se hace”, ya no me satisfac?an. La solicitud de mi madre me pesaba. Ten?a “sus ideas”, no se ocupaba de justificarlas, por lo tanto sus decisiones me parec?an a menudo arbitrarias. Discutimos violentamente a prop?sito de un misal que regal? a mi hermana el d?a de su comuni?n solemne; yo lo quer?a encuadernado en cuero rojizo, como el que ten?an la mayor?a de mis compa?eras; mam? consideraba que bastaba una tapa, de tela azul; yo protest? que el dinero de mi alcanc?a me pertenec?a; protest? que no se debe gastar veinte francos por un objeto que puede costar catorce. Mientras compr?bamos pan en la panader?a, a lo largo de la escalera y de vuelta a casa me opuse a ella. Tuve que ceder, indignada, prometi?ndome no perdonarle nunca lo que consideraba un abuso de autoridad. Si me hubiera contrariado a menudo creo que me habr?a precipitado en la rebeld?a. Pero en las cosas importantes, mis estudios, la elecci?n de mis amigas, interven?a poco; respetaba mi trabajo y hasta mis ocios, s?lo me ped?a peque?os servicios: que moliera el caf?, que bajara el tacho de basura. Yo estaba habituada a la docilidad y cre?a que en cierto modo Dios la exig?a de m?; el conflicto que me opon?a a mi madre no estall?; pero yo ten?a sordamente conciencia de ello. Su educaci?n, su medio, la hab?an convencido de que para una mujer la maternidad es el m?s hermoso de los papeles: no pod?a representarlo si yo no representaba el m?o, pero yo me negaba tan tercamente como a los cinco a?os a entrar en el juego de los adultos. En el curso D?sir la v?spera de nuestra comuni?n solemne se nos exhortaba a ir a arrojarnos a los pies de nuestras madres para pedirles el perd?n de nuestras faltas; no solamente no lo hice sino que cuando le lleg? el turno a mi hermana la disuad? de hacerlo. Mi madre se enoj?. Adivinaba en m? reticencias que la fastidiaban y me retaba a menudo. Yo le guardaba rencor por mantenerme bajo su dependencia y afirmar sus derechos sobre m?. Adem?s yo estaba celosa del lugar que ella ocupaba en el coraz?n de mi padre, pues mi pasi?n por ?l no hab?a hecho m?s que crecer. M?s ingrata se volv?a su vida, m?s me cegaba la superioridad de mi padre; ?sta no depend?a ni de la fortuna ni del ?xito, y me convenc? de que las hab?a despreciado deliberadamente; eso no me imped?a compadecerlo: lo consideraba subvalorado, incomprendido, v?ctima de oscuros cataclismos. Por lo mismo le agradec?a aun m?s sus accesos de alegr?a, todav?a bastante frecuentes. Contaba viejas historias, se burlaba de todo, hac?a juegos de palabras. Cuando se quedaba en casa nos le?a a V?ctor Hugo, a Rostand; hablaba de los escritores que le gustaban, de teatro, de los grandes acontecimientos pasados, de un mont?n de tenias elevados y yo me sent?a transportada muy lejos de la gris

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mediocridad cotidiana. Yo no imaginaba que existiera un hombre tan inteligente como ?l. En todas las discusiones a las que yo asist?a ten?a la ?ltima palabra y cuando atacaba a los ausentes los aplastaba. Admiraba con fuego a ciertos grandes hombres; pero ?stos pertenec?an a esferas tan lejanas que me parec?an m?ticos y adem?s nunca eran irreprochables; el mismo exceso de su genio los condenaba al error: se hund?an en el orgullo y su esp?ritu se falseaba. Era el caso de V?ctor Hugo de quien mi padre declamaba los poemas con entusiasmo, pero cuya vanidad hab?a terminado por perder; era el caso de Zola, de Anatole France, de muchos otros. Mi padre opon?a a sus aberraciones una serena imparcialidad. Hasta la obra de aquellos a los que estimaba sin reserva ten?a sus l?mites, mi padre hablaba con una voz viva, su pensamiento era inasible e infinito. La gente y las cosas comparec?an ante ?l juzgaba soberanamente. Desde el momento en que me aprobaba yo estaba segura de m?. Durante a?os s?lo me hab?a discernido elogios. Cuando entr? en la edad ingrata lo decepcion?: apreciaba en las mujeres la elegancia, la belleza. No solamente no me ocult? su decepci?n sino que demostr? m?s inter?s que antes por mi hermana que segu?a siendo una chica bonita. Resplandec?a de orgullo cuando ella se pavone? disfrazada de Bella de la Noche. Sol?a participar en los espect?culos que su amigo M. Jeannot ?gran celador del teatro cristiano? organizaba en los beneficios de los suburbios: hizo que Poupette trabajara con ?l. El rostro encuadrado de largas trenzas rubias, represent? el papel de la ni?a en El Farmac?utico de Max Maurey. Le ense?? a recitar f?bulas detall?ndolas y con efectos. Sin confes?rmelo, yo sufr?a por ese entendimiento y le guardaba un vago rencor a mi hermana. Mi verdadera rival era mi madre. Yo so?aba con tener con mi padre relaciones personales; pero aun en las raras oportunidades en que est?bamos los dos solos, habl?bamos como si ella hubiera estado presente. Si en caso de conflicto yo hubiera recurrido a mi padre, ?l me habr?a contestado: “?Debes hacer lo que te dice tu madre!” S?lo una vez busqu? su complicidad. Nos hab?a llevado a las carreras en Auteuil; el c?sped estaba negro de gente, hac?a calor, no ocurr?a nada y yo me aburr?a; por fin largaron: la gente se precipit? sobre el cerco y sus espaldas me ocultaron la pista. Mi padre hab?a alquilado para nosotros bancos plegadizos y quise subir sobre el m?o. “No”, dijo mam? que detestaba las muchedumbres y que se hab?a puesto nerviosa cuando la gente empez? a atropellar. Insist?. “No y no”, repiti?. Cuando empez? a ocuparse de mi hermana me volv? hacia mi padre y dije con rabia: “?Mam? es rid?cula! ?Por qu? no puedo subir sobre este banco?” Se encogi? de hombros con aire molesto sin tomar partido. Al menos ese gesto ambiguo me permit?a suponer que en su fuero interno mi padre encontraba a mi madre demasiado imperiosa; me persuad? de que una silenciosa alianza exist?a entre ?l y yo. Perd? esa ilusi?n. Durante un almuerzo hablaron de un primo mayor, muy disipado, que consideraba a su madre tomo a una idiota: mi padre confesaba que en efecto lo era. Declar?, sin embargo, con vehemencia: “Un chico que juzga a su madre es un imb?cil.” Me puse roja y me levant? de la mesa pretextando un malestar: yo juzgaba a mi madre. Mi padre me hab?a dado un doble golpe afirmando su superioridad y trat?ndome indirectamente de imb?cil. Lo que m?s me enloquec?a era que yo juzgaba esa misma frase que acababa de pronunciar: puesto que la tonter?a de mi t?a saltaba a la vista ?por qu? su hijo no iba a reconocerlo? No est? mal decirse la verdad y adem?s a menudo uno no lo hace a prop?sito; en ese momento, por ejemplo, yo no pod?a impedirme pensar lo que pensaba: ?estaba en falta? En un sentido no, y sin embargo las palabras de mi padre me impresionaban tanto que me sent?a a la vez irreprochable y monstruosa. En adelante, y quiz? a causa de ese incidente, yo ya no le conceder?a a mi padre una infalibilidad absoluta. Sin embargo, mis padres conservaron el poder de hacer de mi una culpable; yo aceptaba sus veredictos vi?ndome al mismo tiempo en otros ojos que los de ellos. La verdad de mi ser les pertenec?a a?n tanto como a m?; pero paradojalmente mi verdad en ellos pod?a ser s?lo una mentira, pod?a ser falsa. Hab?a un solo medio de prevenir esa extra?a confusi?n: hab?a que

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disimularles las apariencias enga?osas. Yo ten?a la costumbre de vigilar mi lenguaje; redoblaba mi prudencia. Di un paso m?s. Puesto que no lo confesaba todo ?por qu? no osar actos inconfesables? Aprend? la clandestinidad.

Mis lecturas eran controladas con el mismo rigor que anta?o; aparte de la lectura especialmente destinada a la infancia o purgada para ella, no me pon?an entre las manos sino un n?mero muy limitado de obras elegidas; aun as? mis padres censuraban a menudo algunos pasajes; hasta en L’Aiglon mi padre hac?a cortes. Sin embargo, confiados en mi lealtad, no cerraban la biblioteca con llave; en La Grill?re me dejaban llevar las colecciones encuadernadas de la Petite Illustration despu?s de haberme indicado las piezas que eran “para m?”; durante las vacaciones yo siempre estaba a corto de lectura; cuando hab?a terminado Prime rose o Los Bufones, miraba con codicia la masa de papel impreso que yac?a sobre el c?sped al alcance de mi mano, de mis ojos. Hac?a tiempo que me permit?a benignas desobediencias; mi madre me prohib?a que comiera entre las comidas; en el campo llevaba todas las tardes en mi delantal una docena de manzanas: nunca el menor malestar me hab?a castigado de mis excesos. Desde mis conversaciones con Madeleine dudaba que Sacha Guitry, Flers y Caillavet, Capus, Tristan Bernard, fuesen mucho m?s nocivos. Me arriesgaba en terreno prohibido. Me atrev? a leer Bernstein, Bataille: no me hicieron el menor da?o. En Par?s, fingiendo restringirme a las Noches de Musset, me instal? ante el grueso volumen que conten?a sus obras completas, le? todo su teatro, Rolla, La Confesi?n de un hijo del siglo. En adelante cada vez que me encontraba sola en casa me serv?a libremente en la biblioteca. Pas? horas maravillosas, en el hueco del sill?n de cuero, devorando la colecci?n de novelas a 90 centavos que hab?an encantado la juventud de pap?: Bourget, Alphonse Daudet, Marcel Pr?vost, Maupassant, los Goncourt. Ellos completaron mi educaci?n sexual, pero sin mucha coherencia. El acto de amor duraba a veces toda una noche, a veces algunos minutos, tan pronto parec?a ins?pido, tan pronto extraordinariamente voluptuoso; encerraba refinamientos y variaciones que me resultaban completamente herm?ticos. Las relaciones visiblemente sospechosas de Los Civilizados de Farr?re con sus boys, de Claudina con su amiga Rezi, embarullaron aun m?s la cuesti?n. Sea por falta de talento, sea porque sab?a a la vez demasiado y demasiado poco, ning?n autor logr? conmoverme como me hab?a conmovido anta?o el can?nigo Schmidt. En conjunto no relacionaba esos relatos con mi propia experiencia: me daba cuenta de que evocaban una sociedad en gran parte anticuada; aparte de Claudina y la Se?orita Dax de Farr?re, las hero?nas ?muchachas tontas o superficiales mujeres de mundo? me interesaban poco, consideraba mediocres a los hombres. Ninguno de esos libros me propon?a una imagen del amor ni una idea de mi destino que pudiera satisfacerme, no buscaba en ellos un presentimiento de mi porvenir; pero me daban lo que yo les ped?a: me desterraban; gracias a ellos me liberaba de mi infancia, entraba en un mundo complicado, aventurero, imprevisto. Cuando mis padres sal?an de noche yo prolongaba hasta muy tarde las alegr?as de la evasi?n; mientras mi hermana dorm?a, apoyada en mi almohada, yo le?a; en cuanto o?a girar la llave en la cerradura apagaba; por la ma?ana despu?s de haber hecho mi cama, escond?a el libro bajo el colch?n esperando el momento de volver a ponerlo en su lugar. Era imposible que mam? sospechara esas maniobras; pero, por momentos, la sola idea de que las Semiv?rgenes o La mujer y el pelele yac?an contra mi colch?n el?stico, me hac?a estremecer de terror. Para m?, mi conducta no ten?a nada reprehensible: me distra?a, me instru?a; mis padres deseaban mi bien: yo no los contrarrestaba pues mis lecturas no me hac?an da?o. Sin embargo, una vez hecho p?blico mi acto se volvi? criminal. Paradojalmente fue una lectura l?cita que me precipit? en las angustias de la traici?n. Yo hab?a explicado en clase Silos Mamer. Antes de salir a veranear mi madre me compr? Adam Bede. Sentada bajo los ?lamos del “parque apaisajado” segu? durante algunos d?as con paciencia el desarrollo de una lenta historia un poco ins?pida. De pronto, a consecuencias de un paseo en el bosque, la hero?na que no

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estaba casada se encontraba encinta. Mi coraz?n se puso a latir violentamente: ?con tal que mam? no lea ese libro! Porque entonces sabr?a que yo sab?a: yo no pod?a soportar esa idea. No tem?a una reprimenda. Era irreprochable. Pero ten?a “un miedo p?nico a lo que ocurrir?a en su cabeza. Quiz? se creyera obligada a tener una conversaci?n conmigo: esa perspectiva me espantaba porque por el silencio que ella siempre hab?a guardado sobre esos problemas, yo inedia su repugnancia en abordarlos. Para m? la existencia de las madres solteras era un hecho objetivo que no me molestaba m?s que la de las ant?podas; pero el hecho de que yo lo supiera se convertir?a a trav?s de la conciencia de mi madre, en un esc?ndalo que nos manchar?a a ambas. Pese a mi ansiedad no busqu? la soluci?n m?s sencilla: ungir haber perdido mi libro en el bosque. Perder un objeto, aunque fuese un cepillo de dientes, desencadenaba en casa tales tempestades que el remedio me asustaba casi m?s que la enfermedad. Adem?s si bien practicaba sin escr?pulo la restricci?n mental no hubiera tenido el coraje de decir ante mi madre semejante mentira positiva; mi rubor, mis vacilaciones me habr?an traicionado. Tuve simplemente cuidado de que Adam Bede no cayera entre sus manos. No se le ocurri? leerlo y mi desaz?n se aplac?. De esta manera, mis relaciones con mi familia se hab?an vuelto menos f?ciles que antes. Mi hermana ya no me idolatraba sin reserva, mi padre me encontraba fea y no me lo perdonaba, mi madre desconfiaba del oscuro cambio que adivinaba en m?. Si hubieran le?do en mi cabeza, mis padres me habr?an condenado; en vez de protegerme como anta?o su mirada me hac?a peligrar. Ellos mismos hab?an bajado de su z?calo; no lo aprovech? para recusar su juicio. Al contrario, me sent? doblemente atacada; ya no viv?a en un lugar privilegiado y mi perfecci?n estaba mellada; estaba insegura de m? misma y vulnerable. Mis relaciones con los dem?s ten?an que estar modificadas.

Los dones de Zaza se afirmaban; tocaba el piano en forma bastante notable para su edad y empezaba a aprender el viol?n. Mientras mi letra era groseramente infantil, la suya me asombraba por su elegancia. Mi padre apreciaba como yo el estilo de sus cartas, la vivacidad de su conversaci?n; se divert?a en tratarla ceremoniosamente y ella se prestaba con gracia a ese juego; la edad ingrata no la desfiguraba; vestida, peinada sin rebuscamiento, ten?a modales desenvueltos de se?orita; no hab?a perdido, sin embargo, su osad?a varonil: durante las vacaciones galopaba a caballo a trav?s de los bosques sin preocuparse de las ramas que la golpeaban. Hizo un viaje por Italia; a la vuelta me habl? de los monumentos, de las estatuas, de los cuadros que le hab?an gustado; yo envidiaba los placeres que hab?a saboreado en un pa?s legendario y miraba ton respeto la cabeza morena que encerraba tan lindas im?genes. Su originalidad me deslumbraba. Import?ndome menos juzgar que conocer me interesaba en todo: Zaza eleg?a; Grecia le encantaba, los romanos la aburr?an; insensible a las desdichas de la familia real, el destino de Napole?n le entusiasmaba. Admiraba a Racine, Comeille la irritaba; detestaba Horacio y ard?a de simpat?a por El Mis?ntropo. Siempre la conoc? burlona, entre los doce y los quince a?os hizo de la iron?a un sistema; pon?a en rid?culo no s?lo a la mayor?a de la gente sino tambi?n las costumbres establecidas y las ideas hechas; su libro de cabecera era Las M?ximas de La Rochefoucauld y repet?a sin cesar que el inter?s es lo que maneja a los hombres. Yo no ten?a ninguna idea general sobre la humanidad y su terco pesimismo me impon?a. Muchas de sus opiniones eran subversivas; escandaliz? al curso D?sir defendiendo en una composici?n a Alcestes contra Filinto, y otra vez colocando a Napole?n por encima de Pasteur. Sus audacias irritaban a algunas profesoras; otras las atribu?an a su juventud y se divert?an: era la bestia negra de algunas y la favorita de las otras. Generalmente yo ten?a calificaciones superiores a las suyas aun en franc?s donde ganaba por “el fondo”; pero supon?a que ella desde?aba el primer lugar; aunque con notas menos buenas que las m?as sus trabajos escolares deb?an a su desenvoltura un no s? qu? del que me privaba mi asiduidad. Se dec?a que ten?a personalidad: era ese su supremo privilegio. La complacencia confusa que yo hab?a

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sentido anta?o por m? misma no me hab?a dotado de contornos definidos; dentro de m? todo era blando, insignificante; en Zaza entreve?a una presencia que surg?a como una vertiente, robusta como un bloque de m?rmol, tan firmemente dibujada como un retrato de Durero. La comparaba a mi vac?o interior y me despreciaba. Zaza me obligaba a esa confrontaci?n, pues sol?a hacer paralelos entre su negligencia y mi fervor, sus defectos y mis perfecciones de las que le gustaba burlarse. Yo no estaba al amparo de sus sarcasmos. “No tengo personalidad”, me dec?a tristemente. Mi curiosidad se volcaba sobre todo; yo cre?a en lo absoluto de la verdad, en la necesidad de la ley moral; mis pensamientos se modelaban sobre su objeto, si a veces uno de ellos me sorprend?a era porque reflejaba algo sorprendente. Yo prefer?a lo mejor a lo bueno, lo malo a lo peor, despreciaba lo que era despreciable. No ve?a ning?n rastro de mi susceptibilidad. Me hab?a querido sin l?mites: era informe como el infinito. La paradoja es que descubr? esa insuficiencia en el mismo momento en que advert? mi individualidad: mi pretensi?n a lo universal me hab?a parecido hasta entonces algo que se daba por sentado, y ahora se convert?a en un rasgo de car?cter. “Simone se interesa por todo.” Me encontraba limitada por mi rechazo de los l?mites. Conductas, ideas que se hab?an impuesto naturalmente a m?, traduc?an de hecho mi pasividad y mi defecto de sentido cr?tico. En lugar de seguir siendo la pura conciencia incrustada en el centro del todo, me encarnaba: fue una dolorosa decadencia. El rostro que de pronto me imputaban, no pod?a sino decepcionarme a m? que hab?a vivido como Dios mismo, sin rostro. Por eso fui tan pronta en sumergirme en la humildad. Si hubiera sido solamente un individuo entre otros, cualquier diferencia en vez de confirmar mi soberan?a corr?a el riesgo de convertirse en inferioridad. Mis padres hab?an dejado de ser para m? gerentes seguros; y quer?a tanto a Zaza que me parec?a m?s real que yo: yo era su negativo; en vez de reivindicar mis propias particularidades, las soport? con despecho. Un libro que le? alrededor de los trece a?os me proporcion? un mito en el que cre? durante mucho tiempo. Era El Colegial de Atenas de Andr? Laurie. Th?ag?ne, colegial serio, aplicado, razonable, estaba subyugado por el hermoso Euphorion; ese joven arist?crata, elegante, delicado, refinado, artista, espiritual, impertinente, deslumbraba a sus compa?eros y a sus profesores aunque le reprochaban a veces su abandono y su desenvoltura. Mor?a en la flor de la edad y Th?ag?ne cincuenta a?os despu?s contaba su historia. Yo identifiqu? a Zaza con el hermoso efebo rubio y a m? misma con Th?ag?ne: hab?a seres dotados y seres meritorios y yo pertenec?a irremediablemente a esa ?ltima categor?a. Mi modestia, sin embargo, era equ?voca; los meritorios deb?an a los dotados admiraci?n y abnegaci?n. Pero en fin era Th?ag?ne que al sobrevivir a su amigo hablaba de ?l: era la memoria y la conciencia, el sujeto esencial. Si me hubieran propuesto ser Zaza lo habr?a rechazado; prefer?a poseer el universo y no una cara. Conservaba la convicci?n de que s?lo yo lograba descubrir la realidad sin deformarla ni disminuirla. S?lo cuando me comparaba con Zaza deploraba amargamente mi mediocridad. Hasta cierto punto yo era v?ctima de un espejismo; me sent?a desde adentro, la ve?a a ella desde afuera: la partida no era pareja. Me parec?a extraordinario que no pudiera ni siquiera ver un durazno sin erizarse; mientras mi horror por las ostras era natural. Sin embargo, ninguna otra compa?era me asombr?. Zaza era verdaderamente bastante excepcional. De los nueve chicos Mabille era la tercera, y la segunda de las mujeres; su madre no hab?a tenido tiempo de empollarla; se hab?a incorporado a la vida de sus hermanos, de sus primos, de los compa?eros de ?stos y hab?a adquirido modales varoniles; desde temprano la hab?an considerado como a una chica grande y la hab?an cargado de las responsabilidades que incumben a los mayores. Casada a los veinticinco a?os con un cat?lico practicante que adem?s era su primo, la se?ora de Mabille ya estaba s?lidamente instalada en su condici?n de matrona cuando naci? Zaza, esp?cimen cumplido de la burgues?a bien pensante segu?a su camino con la seguridad de esas grandes se?oras que

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autorizadas en su conocimiento de la etiqueta pueden infringirla si quieren; por eso toleraba en sus hijos anodinas impertinencias; la espontaneidad de Zaza, su naturalidad, reflejaba la orgullosa desenvoltura de su madre. Yo me hab?a quedado estupefacta de que se atreviera en medio de una audici?n de piano a sacarle la lengua; era porque contaba con su complicidad: por encima de la cabeza del p?blico ambas se re?an de las convenciones. Si yo hubiera cometido semejante incongruencia mi madre la habr?a sentido con verg?enza: m? conformismo traduc?a su timidez. El se?or Mabille me gustaba a medias; era demasiado diferente de mi padre que adem?s no simpatizaba con ?l. Ten?a una barba larga, usaba lentes; comulgaba todos los domingos y consagraba gran parte de sus ocios a las obras sociales. Su pelo sedoso, sus virtudes cristianas lo afeminaban y lo rebajaban a mis ojos. Al principio de nuestra amistad, Zaza me cont? que hac?a llorar de risa a sus hijos leyendo en alta voz con m?micas El enfermo imaginario. Un poco m?s tarde ella lo escuchaba con deferencia interesada explicarnos en la gran galer?a del Louvre la belleza de un Coraggio cuando al salir de una proyecci?n de Los Tres Mosqueteros ?l predec?a que el cine matar?a el Arte. Zaza evocaba ante m? con enternecimiento la noche en que sus padres, reci?n casados, hab?an escuchado de la mano, en el borde de un lago, la barcarola, Bella noche ?oh noche de amor… Poco a poco se puso a hablar en otro tono. “?Pap? es tan serio!”, me dijo un d?a con rencor. La mayor, Lili, se parec?a al se?or Mabille; met?dica, detallista, categ?rica como ?l, brillaba en matem?ticas: ambos se entend?an maravillosamente. Zaza no quer?a a esa hermana mayor positiva y sermoneadora. La se?ora Mabille hac?a gala de estimar mucho ese parang?n, pero hab?a entre ellas una sorda rivalidad y a menudo su hostilidad se transparentaba; la se?ora Mabille no ocultaba su predilecci?n por Zaza: “Es mi retrato”, dec?a con voz feliz. Por su parte Zaza prefer?a a su madre fervorosamente. Me cont? que el se?or Mabille hab?a pedido varias veces en vano la mano de su prima; bonita, ardiente, vivaz. Guite Larivi?re tem?a a ese severo ingeniero; sin embargo, llevaba en el pa?s vasco una existencia retirada, y los partidos no aflu?an; a los veinticinco a?os, bajo la imperiosa presi?n de su madre, se resign? a decir s?. Zaza me confi? tambi?n que la se?ora Mabille ?a quien atribu?a tesoros de encanto, de sensibilidad, de fantas?a? hab?a sufrido por la incomprensi?n de un marido aburrido como un libro de ?lgebra; no pensaba mucho m?s all?; hoy me doy cuenta de que sent?a por su padre una repulsi?n f?sica. Su madre le ense?? muy pronto y con una cruel crudeza las realidades sexuales: Zaza comprendi? precozmente que la se?ora Mabille hab?a aborrecido desde la primera noche y para siempre los deberes conyugales. Extendi? a toda la familia de su padre la repugnancia que ?ste le inspiraba. En cambio, adoraba a su abuela materna que compart?a su cama siempre que ven?a a Par?s. El se?or Larivi?re hab?a militado anta?o en diarios y revistas provincianos junto a Luis Veuillot; hab?a dejado detr?s de s? algunos art?culos y. una vasta biblioteca; contra su padre, contra las matem?ticas, Zaza opt? por la literatura; pero muerto su abuelo, careciendo la se?ora Larivi?re y la se?ora Mabille de cultura, nadie pod?a dictarle a Zaza principios ni gustos: tuvo que pensar por s? sola. A decir verdad, su margen de originalidad era muy delgado; fundamentalmente, Zaza, como yo, expresaba su medio. Pero en el curso D?sir y en nuestros hogares est?bamos tan estrechamente sujetas a los prejuicios y a los lugares comunes que el menor impulso de sinceridad, la m?s m?nima invenci?n sorprend?a. Lo que m?s me impresionaba en Zaza era su cinismo. Ca? de las nubes cuando, a?os m?s tarde, me dio las razones. Estaba lejos de compartir la alta opini?n que yo ten?a de ella. La se?ora Mabille ten?a una progenitura demasiado numerosa, cumpl?a demasiados “deberes sociales” y obligaciones mundanas para conceder mucho de s? misma a ninguno de sus hijos; su paciencia, sus sonrisas, cubr?an, seg?n creo, una gran frialdad; de chiquita, Zaza se sinti? m?s o menos descuidada; luego su madre le demostr? un afecto particular pero muy medido: el amor apasionado que Zaza sent?a por ella fue m?s celoso que feliz. No s? si en su rencor por su padre no entraba tambi?n despecho: no debi? de serle indiferente la predilecci?n del se?or Mabille por Lili. De todos modos el tercer v?stago de una familia

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de nueve hijos no puede sino considerarse un n?mero entre otros; se beneficia de una solicitud colectiva que no lo alienta a creerse alguien. Ninguna de las chicas Mabille era apocada; colocaban demasiado arriba a su familia para sentir timidez ante los extra?os; pero cuando Zaza, en vez de portarse como un miembro del clan, se sent?a ella misma, se encontraba un mont?n de defectos: era fea, sin gracia, poco amable, mal querida. Compensaba con la iron?a ese sentimiento de inferioridad. No lo not? entonces, pero nunca se ri? de mis defectos: solamente de mis cualidades; nunca puso en evidencia sus dones ni sus ?xitos, s?lo se jactaba de sus debilidades. Durante las vacaciones de Pascuas, cuando ten?amos catorce a?os, me escribi? que no hab?a tenido valor de estudiar sus deberes de f?sica y que, sin embargo, la idea de fracasar en la pr?xima composici?n la desolaba: “Usted no puede comprenderme, porque si tuviera que aprender una composici?n, en vez de atormentarse por no saberla la aprender?a.” Me entristec? leyendo esas l?neas que pon?an en rid?culo mis man?as de buena alumna; pero su discreta agresividad tambi?n significaba que Zaza se reprochaba su indolencia. Si yo la crispaba era porque a la vez me daba la raz?n y me la quitaba; defend?a sin alegr?a contra mis perfecciones a la chica desdichada que era ella ante sus propios ojos. Tambi?n hab?a resentimiento en su desprecio por la humanidad. No se estimaba, pero el resto del mundo tampoco le parec?a estimable. Buscaba en el cielo el amor que la tierra le negaba, era muy piadosa. Viv?a en un medio m?s homog?neo que el m?o, donde los valores religiosos eran afirmados un?nimemente y con ?nfasis: el desmentido que la pr?ctica inflig?a a la teor?a cobraba un esplendor m?s escandaloso. Los Mabille daban dinero para beneficencia. Todos los a?os iban a Lourdes en la peregrinaci?n nacional; los varones hac?an de camilleros; las chicas lavaban los platos en las cocinas de los hospicios. La gente que los rodeaba hablaba mucho de Dios, de caridad, de ideal; pero Zaza advirti? pronto que toda esa gente s?lo respetaba el dinero y las dignidades sociales. Esa hipocres?a la sublev?; se protegi? de ella con una resoluci?n de cinismo. Nunca comprend? lo que hab?a de desgarrado y de crujiente en lo que llamaban sus paradojas en el curso D?sir. Zaza tuteaba a sus dem?s amigas; en las Tuller?as jugaba con cualquiera, ten?a modales muy libres y hasta un poco atrevidos. Sin embargo, mis relaciones con ella eran bastante etiqueteras, ni abrazos, ni ri?as; segu?amos dici?ndonos de usted y nos habl?bamos a distancia. Yo sab?a que me quer?a mucho menos de lo que yo la quer?a; me prefer?a a nuestras otras compa?eras, pero la vida escolar no contaba para ella tanto como para m?; muy ligada a su familia, a su medio, a su piano, a sus vacaciones, yo ignoraba el lugar que me conced?a en su existencia; al principio no me hab?a inquietado; ahora me interrogaba ten?a conciencia de que mi fervor estudioso, mi docilidad la aburr?an; ?hasta qu? punto me estimaba? No se trataba de recelarle mis sentimientos ni de tratar de conocer los suyos. Hab?a logrado liberarme interiormente de los clis?s con que los adultos abruman a la infancia: aceptaba mis emociones, mis sue?os, mis deseos y hasta ciertas palabras. Pero no me imaginaba que se pudiera comunicar sinceramente con alguien. En los libros la gente se hace declaraciones de amor, de odio, pone su coraz?n en frases; en la vida uno nunca pronuncia palabras que pesan. Lo que “se dice” est? tan bien regimentado como lo que “se hace”. Nada m?s convencional que las cartas que cambi?bamos. Zaza utilizaba los lugares comunes un poco m?s elegantemente que yo; pero ni la una ni la otra expres?bamos nada de lo que nos importaba realmente. Nuestras madres le?an nuestra correspondencia: esa censura no favorec?a las libres efusiones. Pero aun en nuestra conversaci?n respet?bamos indefinibles conveniencias; ten?amos un pudor exagerado, convencidas, ambas, de que nuestra ?ntima verdad no deb?a expresarse abiertamente. Por lo tanto, me encontr? reducida a interpretar signos inciertos; el menor elogio de Zaza me llenaba de alegr?a; las sonrisas burlonas de las que era pr?diga me destrozaban. La felicidad que me cab?a nuestra amistad fue turbada durante esos a?os ingratos por el temor de disgustarle. Un a?o, durante las vacaciones, su iron?a me hizo sufrir enormemente. Yo hab?a ido a admirar con

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mi familia las cataratas de Gimel; ante lo que ten?an de pintoresco reaccion? con un entusiasmo obligado. Por supuesto, dado que mis cartas expresaban mi vida p?blica, callaban cuidadosamente las alegr?as solitarias que me daba el campo; en cambio trat? de describirle a Zaza esa excursi?n colectiva, sus bellezas, mi entusiasmo. La criatura de mi estilo subrayaba deplorablemente la insinceridad de mis emociones. En su respuesta Zaza insinu? maliciosamente que le hab?a mandado por equivocaci?n uno de mis deberes de vacaciones: llor?. Sent? que me reprochaba algo m?s grave que la torpe grandilocuencia de mis frases: yo arrastraba siempre conmigo mis harapos de buena alumna. En parte era verdad; pero era verdad tambi?n que yo quer?a a Zaza con una intensidad que no ten?a nada que ver con las costumbres ni con las obligaciones. Yo no era exactamente el personaje que ella cre?a; pero no encontraba la manera de destruirlo para mostrar a Zaza mi coraz?n al desnudo: ese malentendido me desesperaba. En mi respuesta fing? bromear reprochando a Zaza su crueldad; ella sinti? que me hab?a herido, pues se disculp? a vuelta de correo: yo hab?a sido v?ctima, me dec?a, de un ataque de mal humor. Me tranquilic?. Zaza no sospechaba hasta qu? punto yo la veneraba, ni c?mo hab?a dimitido de todo orgullo en su favor. En una venta de candad del curso D?sir, un graf?logo examin? nuestras letras; la de Zaza le pareci? denotar una precoz madurez, una sensibilidad, nana cultura, dones art?sticos asombrosos; en la m?a s?lo vio infantilismo. Acept? ese veredicto: s?, yo era una alumna aplicada, una ni?a juiciosa, nada m?s. Zaza se indign? con; una vehemencia que me reconfort?. Protestando en una carta contra otro an?lisis igualmente desfavorable, que yo le hab?a comunicado, esboz? mi retrato: “Un poco de reserva, un poco de sumisi?n del esp?ritu a las doctrinas y a las costumbres; agrego mucho coraz?n y una ceguera sin igual y muy indulgente para sus amigas.” No sol?amos hablar tan expl?citamente de nosotras. ?Era culpa m?a? El hecho es que Zaza hac?a gentilmente alusi?n a mi reserva: ?deseaba entre nosotras m?s abandono? El afecto que yo sent?a por ella era fan?tico; el suyo para m? reticente; pero sin duda yo fui la responsable de nuestro exceso de discreci?n. Sin embargo, ?sta me pesaba. Brusca, c?ustica, Zaza era sensible; un d?a hab?a llegado al curso con el rostro descompuesto porque se hab?a enterado de la muerte de un primo lejano. Mi culto por ella la habr?a emocionado: me result? intolerable que no lo adivinara. Puesto que no encontraba ninguna palabra, invent? un gesto. Era correr grandes riesgos; mam? encontrar?a mi iniciativa rid?cula: o la misma Zaza la acoger?a con sorpresa. Pero ten?a tal necesidad de expresarme que por una vez pas? por encima de todo. Confi? mi proyecto a mi madre que lo aprob?. Le regalar?a a Zaza para su cumplea?os un bolso que har?a con mis propias manos. Compr? una seda roja y azul bordada de oro que me pareci? el colmo del lujo; con un molde de la Moda Pr?ctica la cos? sobre una armaz?n de esparter?a y la forr? con raso cereza: envolv? mi obra en papel de seda. Llegado el d?a acech? la llegada de Zaza; cuando le tend? mi regalo me mir? con estupor, luego el rubor le subi? a las mejillas y su rostro cambi?; durante un rato quedamos la una frente a la otra, confusas, por nuestra emoci?n, incapaces de encontrar en nuestro repertorio una palabra, un gesto apropiados. Al d?a siguiente nuestras madres se encontraron. “Agradece a la se?ora de Beauvoir ?dijo la se?ora Mabille con su voz afable?; toda la molestia ha sido de ella.” Trataba de hacer entrar mi acto en el circuito de las cortes?as de los adultos. Comprend? en ese instante que ya no la quer?a nada. Por otra parte fracas?. Algo hab?a ocurrido que ya no pod?a ser borrado. De todas maneras eso me alert?. Aun cuando Zaza se mostraba muy amistosa, aun cuando parec?a estar a gusto conmigo, ten?a miedo de importunarla. De esa secreta “personalidad” que la habitaba, s?lo me revelaba migajas: me hac?a una idea casi religiosa de su soledad consigo misma. Un d?a fui a buscar a la calle Varennes un libro que ella deb?a prestarme; no estaba en su casa; entonces me hicieron entrar en su cuarto: pod?a esperarla, no pod?a tardar. Mir? la pared empapelada de azul, la

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Santa Ana de Vinci, el crucifijo; Zaza hab?a dejado abierto sobre su escritorio uno de sus libros favoritos, los Ensayos de Montaigne; le? la p?gina que acababa de abandonar, que reanudar?a: ?que le?a en ella? Los signos impresos me parec?an m?s indescifrables que en la ?poca en que no sab?a el alfabeto. Trataba de ver el cuarto con los ojos de Zaza, de insinuarme en ese mon?logo que ten?a lugar entre ella y ella: en vano. Pod?a tocar todos esos objetos donde su presencia estaba impresa; pero no me la entregaban, anunci?ndomela, me la ocultaban; hasta parec?a que me desafiaban de poder acercarme a ella jam?s. La existencia de Zaza me pareci? tan herm?ticamente cerrada sobre s? misma que el menor lugar me era negado. Tom? mi libro, hu?. Cuando la vi al d?a siguiente me pareci? sorprendida: ?por qu? me hab?a ido tan pronto? No supe explicarle. No me confesaba a m? misma con qu? torturas afiebradas pagaba la dicha que me daba.

La mayor?a de los varones que yo conoc?a me parec?an sin gracia y tupidos; sin embargo, sab?a que pertenec?an a una categor?a privilegiada. Estaba dispuesta a sufrir su prestigio en cuanto ten?an un poco de encanto y de vivacidad. Mi primo Jacques nunca hab?a perdido el suyo. Viv?a solo con su hermana y una vieja sirvienta en la casa del Bulevar Montparnasse y ven?a a menudo a pasar la velada a casa. A los trece a?os ya ten?a modales de muchacho mayor; la independencia de su vida, su autoridad en las discusiones hac?an de ?l un adulto precoz y me parec?a normal que me tratara como a una primita. Nos alegr?bamos mucho mi hermana y yo cuando reconoc?amos su campanillazo. Una noche lleg? tan tarde que ya est?bamos en la cama; nos precipitamos al escritorio en camis?n. “?Vamos!” ? dijo mi madre?. ?Son muy grandes para presentarse en esa facha!” Qued? asombrada. Miraba a Jacques como a una especie de hermano. Me ayudaba a hacer mis traducciones del lat?n, criticaba la elecci?n de mis lecturas, me dec?a versos. Una noche en el balc?n recit? La Tristeza de Olympio y record? con el coraz?n estrujado que hab?amos sido novios. Ahora no ten?a verdaderas conversaciones sino con mi padre. Estaba externo en el colegio Stanislas donde brillaba; entre los catorce y quince a?os se entusiasm? con un profesor de literatura que le ense?? a preferir Mallarm? a Rostand. Mi padre se encogi? de hombros, luego se irrit?. Como Jacques denigraba a Cyrano sin saber explicar las tallas, como recitaba con aire goloso versos oscuros sin hacerme sentir las bellezas, admit? con mis padres que posaba. No obstante aun discutiendo sus gustos admiraba que los defendiera con tanta soberbia. Conoc?a una cantidad de poetas y de escritores de los que yo ignoraba todo; con ?l entraban en la casa rumores de un mundo que me estaba vedado: ?c?mo hubiera querido penetrar en ?l! Pap? sol?a decir: “Simone tiene un cerebro de hombre. Simone es un hombre.” Sin embargo, me trataban como a una mujer. Jacques y sus camaradas le?an los verdaderos libros, estaban al corriente de los verdaderos problemas; viv?an a cielo abierto: a m? me confinaban en una nursery. No me desesperaba. Confiaba en mi porvenir. Por el saber o el talento las mujeres se hab?an hecho un lugar en el universo de los hombres. Pero me impacientaba ese retardo que me impon?an. Cuando llegaba a pasar delante del colegio Stanislas mi coraz?n se oprim?a; evocaba el misterio que se celebraba detr?s de esas paredes: una clase de varones, y me sent?a en el exilio. Ten?an como profesores hombres de brillante inteligencia que les descubr?an el conocimiento en su intacto esplendor. Mis viejas maestras s?lo me lo comunicaban expurgado, insulso, gastado. Me alimentaban con suced?neos, me reten?an en una jaula. En efecto, yo ya no miraba a las se?oritas como a las augustas sacerdotisas del Saber sino como a beatas irrisorias. M?s o menos afiliadas a la orden de los jesuitas se peinaban con la raya en el costado mientras eran todav?a novicias, con raya al medio cuando hab?an pronunciado sus votos. Cre?an tener que manifestar su devoci?n con la extravagancia de sus vestimentas; llevaban blusas de tafet?n tornasolado, con mangas tic farol y ballenas hasta el cuello; sus faldas barr?an el piso. Eran m?s ricas en virtudes que en diplomas. Consideraban notable que la se?orita Dubois terminara una licencia de

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ingl?s; la se?orita Bill?n, que ten?a unos treinta a?os, hab?a sido vista en la Sorbona, pasando el oral de su bachillerato, ruborizada y con guantes. Mi padre no ocultaba que esas piadosas mujeres le parec?an un poco atrasadas. Le fastidiaba que me obligaran cuando contaba en una redacci?n un paseo o una fiesta, a terminar mi relato “agradeciendo a Dios ese lindo d?a”. Apreciaba a Voltaire, a Beaumarchais, sab?a de memoria a V?ctor Hugo: no admit?a que detuvieran la literatura francesa en el siglo XVII. Hasta lleg? a proponerle a mam? que nos pusiera a mi hermana y a m? en el liceo. Rechac? impetuosamente esa sugesti?n. Habr?a perdido el gusto de vivir si me hubieran separado de Zaza. Mi madre me sostuvo. Sobre ese punto, yo estaba dividida. Quer?a quedarme en el curso D?sir y, sin embargo, ya no me encontraba a gusto. Segu? trabajando con fuego, pero mi conducta se alter?. La directora de las clases, superiores, la se?orita Lejeune, una mujer alta, seca y vivaz, de palabra f?cil me impon?a; pero me burlaba con Zaza y algunas compa?eras de las ridiculeces de las otras profesoras. Las celadoras no lograban mantenernos tranquilas. Pas?bamos las horas huecas que separaban las clases en un gran habitaci?n llamada “la sala de estudio de los cursos”. Convers?bamos, ironiz?bamos, provoc?bamos a la celadora encargada de mantener el orden y que hab?amos apodado “el espantap?jaros de los gorriones”. Mi hermana, exacerbada, hab?a decidido volverse francamente insoportable. Con una amiga que ella hab?a elegido, Anne-Marie Gendron, fund? El Eco del curso D?sir; Zaza le prest? pasta para policopiar y de tanto en tanto yo colaboraba; redact?bamos panfletos sangrientos. Ya no nos daban notas de conducta, pues las se?oritas nos sermoneaban y se quejaban a nuestra madre. Ella se inquietaba un poco, pero como mi padre re?a con nosotras, lo dejaba pasar. Nunca me roz? la idea de atribuirle una significaci?n moral a esas travesuras. Las se?oritas hab?an dejado de poseer las llaves del bien y del mal desde el momento en que yo hab?a descubierto que eran tontas. La tonter?a: anta?o se la reproch?bamos mi hermana y yo a los chicos que nos aburr?an; ahora acus?bamos a muchas personas mayores, en particular a las se?oritas. Los sermones untuosos, las repeticiones solemnes, las grandes palabras, las afectaciones, eso era la tonter?a; era tonto conceder importancia a nimiedades, empecinarse en usos y costumbres, preferir los lugares comunes, los prejuicios a las evidencias. El colmo de la tonter?a era creer que nos trag?bamos las virtuosas mentiras que nos endilgaban. La tonter?a nos hac?a re?r, era uno de los grandes temas de diversi?n; pero tambi?n ten?a algo aterrador. Si ella ganaba habr?amos perdido el derecho a pensar, a burlarnos, a experimentar verdaderos deseos, verdaderos placeres. Hab?a que combatirla o renunciar a vivir. Mi insubordinaci?n termin? por irritar a las se?oritas y me lo hicieron saber. El instituto Adeline D?sir pon?a un cuidado especial en distinguirse de los establecimientos laicos donde adornan los esp?ritus sin formar las almas. En vez de distribuirnos a fin de a?o premios correspondientes a nuestros ?xitos escolares ?cosa que habr?a podido crear entre nosotras rivalidades profanas? nos discern?an en el mes de marzo, bajo la presidencia de un obispo, nominaciones y medallas que recompensaban sobre todo nuestra dedicaci?n, nuestra formalidad, y tambi?n nuestra antig?edad en la casa. La reuni?n ten?a lugar en la sala Wagram con una enorme pompa. La m?s alta distinci?n era “la nominaci?n de honor” concedida en cada clase a un pu?ado de elegidas que se destacaban en todo. Las otras s?lo ten?an derecho a menciones especiales. Ese a?o, cuando mi nombre hubo resonado solemnemente en el silencio, o? con sorpresa a la se?orita Lejeune proclamar: “Nominaciones especiales de matem?ticas, de historia y de geograf?a.” Hubo entre mis compa?eras un murmullo semiconsternado, semisatisfecho, pues no ten?a solamente amigas. Me tragu? con dignidad la afrenta. A la salida mi profesora de historia se acerc? a mam?: la influencia de Zaza me era nefasta; no ten?an que dejarnos sentar a la una junto a la otra durante los cursos. Pese a mis esfuerzos las l?grimas asomaron a mis ojos; eso alegr? a la se?orita Gontran que crey? que lloraba mi nominaci?n de honor; yo me ahogaba de ira porque pretend?an alejarme de Zaza. Pero mi angustia era m?s profunda. En ese triste corredor, present?a oscuramente que mi infancia tocaba a su fin. Los adultos me ten?an todav?a bajo su tutela, sin

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poder ya asegurarme la paz del coraz?n. Yo estaba separada de ellos por esa libertad de la que no sacaba ning?n orgullo pero que soportaba solitariamente.

Yo ya no reinaba sobre el mundo; las fachadas de los edificios, las miradas indiferentes de los transe?ntes me exilaban. Por eso mi amor por el campo cobr? colores m?sticos. En cuanto llegaba a Meyrignac las murallas se derrumbaban, el horizonte retroced?a. Me perd?a en el infinito sin dejar de ser yo misma. Sent?a sobre mis p?rpados el calor del sol que brilla para todos y que all?, en ese instante, s?lo me acariciaba a m?. El viento giraba alrededor de los ?lamos: ven?a de otra parte, de todos lados, atropellaba el espacio y yo giraba inm?vil, hasta los confines de la tierra. Cuando la luna se alzaba en el cielo, yo comulgaba con las lejanas ciudades, los desiertos, los mares, las aldeas que en el mismo momento se ba?aban en su luz. Ya no era una conciencia vacante, una mirada abstracta sino el olor ondulante de los trigos negros, el olor ?ntimo de los brezos, el espeso calor del mediod?a o el estremecimiento de los crep?sculos; pesaba mucho; y sin embargo, me evaporaba en el espacio, ya no ten?a l?mites. Mi experiencia humana era breve; por falta de una buena iluminaci?n y de palabras apropiadas no lograba asirlo todo. La naturaleza me descubr?a, tangibles, cantidad de maneras de existir a las que nunca me hab?a acercado. Admiraba el aislamiento soberbio del pino que dominaba el paisaje; me entristec?a por la soledad en com?n, de las briznas de pasto. Aprend? las ma?anas ingenuas y la melancol?a crepuscular, los triunfos y las decadencias, los renacimientos, las agon?as. Algo en m? un d?a coincidir?a con el perfume de las madreselvas. Todas las noches iba a sentarme junto a los mismos matorrales y miraba las ondulaciones azuladas de las Monedi?res; todas las noches el sol se ocultaba detr?s de la misma colina; pero los rojos, los rosados, o carmines, los purp?reos, los viol?ceos, no se repet?an nunca. En las praderas inmutables zumbaba desde el alba hasta la noche una vida siempre nueva. Frente al cielo cambiante la fidelidad se distingu?a de la rutina, y envejecer no era necesariamente renegarse. De nuevo era ?nica y era exigida; mi mirada era necesaria para que el rojo del haya encontrara el azul del cedro y la plata de los ?lamos. Cuando me iba el paisaje se deshac?a, ya no exist?a para nadie: no exist?a en absoluto. Sin embargo, con mucho m?s fuerza que en Par?s sent?a a mi alrededor la presencia de Dios; en Par?s los hombres y sus andamiajes me la ocultaban; aqu? ve?a las hierbas y las nubes tal como ?l las hab?a arrancado del caos y llevaban su marca. M?s me pegaba a la tierra, m?s me acercaba a ?l y cada paseo era un acto de adoraci?n. Su soberan?a no me quitaba la m?a. Conoc?a todas las cosas a su manera, es decir, absolutamente; pero me parec?a que de cierta manera necesitaba mis ojos para que los ?rboles tuviesen colores. El ardor del sol, la frescura del roc?o, ?c?mo puede sentirlos un puro esp?ritu sino a trav?s de mi cuerpo? Hab?a hecho esta tierra para los hombres, y los hombres para rendir testimonio de sus bellezas: la misi?n de que siempre me hab?a sentido oscuramente encargada, ?l me la hab?a dado. Lejos de destronarme aseguraba mi reino. Privada de mi presencia la creaci?n se hund?a en un oscuro sue?o; al despertarla cumpl?a el m?s sagrado de mis deberes, mientras los adultos indiferentes traicionaban los designios de Dios. Cuando por la ma?ana cruzaba corriendo las tranqueras blancas para ir a hundirme en el bosque era ?l mismo que me llamaba. Me miraba con complacencia admirar ese mundo que ?l hab?a creado para que yo lo viera. Aun si el hambre me atenaceaba, aun si estaba cansada de leer y de rumiar, me costaba reintegrarme a mi esqueleto y entrar en el espacio cerrado, en el tiempo escler?tico de los adultos. Una noche me olvid? de la hora. Era en La Grill?re. Hab?a le?do largo rato al borde de un estanque una historia de San Francisco de As?s; en el crep?sculo hab?a cerrado el libro; acostada sobre el pasto miraba la luna; brillaba sobre la Ombr?a mojada por los primeros llantos de la noche: la dulzura de esa hora me

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sofocaba. Hubiera querido pescarla al vuelo y fijarla para siempre sobre el papel con palabras; habr? otras horas, me dec?a, y aprender? a retenerlas. Permanec?a clavada a la tierra, los ojos fijos en el cielo. Cuando empuj? la puerta de la sala de billar mi familia acababa de comer. Fue un esc?ndalo; hasta mi padre mantuvo bulliciosamente su papel. Como represalias mi madre decret? que al d?a siguiente no pondr?a los pies fuera del parque. No me atrev? a desobedecer francamente. Pas? el d?a sentada en el c?sped, o bien recorriendo los senderos, con un libro en la mano y loca de rabia. All?, las aguas del estanque se arrugaban, se aplacaban, la luz se exasperaba, se suavizaba, sin m?, sin ning?n testigo; era intolerable. “Si lloviera, si hubiera una raz?n ?me dec?a?, me resignar?a.” Pero encontraba intacta la rebeld?a que anta?o me convulsionaba; una palabra lanzada al azar bastaba para impedir una alegr?a, una plenitud; y esa frustraci?n del mundo y de m? misma no serv?a para nadie, para nada. Felizmente esa penitencia no se repiti?. En general, a condici?n de estar de vuelta a la hora de las comidas, dispon?a de mis d?as. Mis vacaciones me evitaron confundir las alegr?as de la contemplaci?n con el aburrimiento. En Par?s, en los museos sol?a hacer trampa; al menos conoc?a la diferencia entre las admiraciones forzadas y las emociones sinceras. Aprend? tambi?n que para entrar en el secreto de las cosas primeramente hay que darse a ellas. Por lo general mi curiosidad era glotona; cre?a poseer en cuanto conoc?a y conocer con s?lo sobrevolar. Pero para domesticar un rinc?n de campo rondaba d?a tras d?a por los senderos, permanec?a largas horas inm?vil al pie de un ?rbol: entonces la menor vibraci?n del aire, cada matiz del oto?o me llegaba. Me resignaba mal a volver a Par?s. Sal?a al balc?n; s?lo ve?a techos; el cielo se reduc?a a un lugar geom?trico, el aire ya no era ni perfume ni caricia, se confund?a con el espacio desnudo. Los ruidos de la calle no me dec?an nada. Me quedaba ah?, el coraz?n vac?o, los ojos llenos de l?grimas.

En Par?s volv?a a caer bajo la f?rula de los adultos. Segu?a aceptando sin criticarla su versi?n del mundo. No es posible imaginar ense?anza m?s sectaria que la que recib?. Manuales escolares, libros, clases, conversaciones: todo converg?a. Nunca me dejaron o?r, ni de lejos, ni en sordina, otra versi?n de las cosas. Aprend? la historia tan d?cilmente como la geograf?a, sin sospechar que pudiera prestarse m?s a discusi?n. De chiquita me emocion? en el museo Gr?vin ante los m?rtires arrojados a los leones, ante la noble figura de Mar?a Antonieta. Los emperadores que hab?an perseguido a los cristianos, las tejedoras y los “sans culones” me parec?an las m?s odiosas encarnaciones del Mal. El Bien era la Iglesia y Francia. Me ense?aron en el curso los papas y los concilios; pero me interesaba m?s el destino de mi pa?s: su pasado, su presente, su porvenir alimentaban en casa numerosas conversaciones; pap? se delectaba con los libros de Madelin, de Len?tre, de Funck-Brentano; me hicieron leer cantidad de novelas y relatos hist?ricos y toda la colecci?n de memorias expurgadas por la se?ora Carette. A los nueve a?os llor? sobre las desdichas de Luis XVII y admir? el hero?smo de los Chouans; pero pronto renunci? a la monarqu?a; me parec?a absurdo que el poder dependiera de la herencia y cayera la mayor?a de las veces en manos de imb?ciles. Me habr?a parecido normal que el gobierno fuera confiado a los hombres m?s competentes. En nuestro pa?s, lo sab?a, no era desgraciadamente el caso. Una maldici?n nos condenaba a ser dirigidos por los cr?pulas; por eso Francia, superior en esencia a todas las dem?s naciones, no ocupaba en el mundo el lugar que le correspond?a. Algunos amigos de pap? sosten?an contra ?l que no era Alemania sino Inglaterra nuestra enemiga hereditaria; pero sus disensiones nunca iban muy lejos. Se pon?an de acuerdo para considerar la existencia de cualquier pa?s extranjero como una irrisi?n y un peligro. V?ctima del idealismo criminal de Wilson, amenazada en su porvenir por el realismo brutal de los alemanes y de los bolcheviques, Francia, a falta de una mano firme, corr?a a su p?rdida. Por otra parte, la civilizaci?n entera iba a naufragar. Mi padre, que estaba comi?ndose su capital, decretaba la ruina para toda la humanidad; mam? opinaba lo mismo. Hab?a el

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peligro rojo, el peligro amarillo: desde los confines de la tierra y desde los bajos fondos de la sociedad una nueva barbarie no tardar?a en arrasarnos; la revoluci?n precipitar?a al mundo en el caos. Mi padre profetizaba esas calamidades con una vehemencia apasionada que me consternaba; ese porvenir que describ?a con colores atroces era el m?o; me gustaba la vida: no pod?a aceptar que se transformara ma?ana en un lamento sin esperanza. Un d?a en vez de dejar pasar sobre mi cabeza la catarata de palabras y de im?genes devastadoras invent? una respuesta: “De todas maneras, me dije, siempre ser?n hombres los que ganar?n.” Al o?r a mi padre parec?a que monstruos informes se dispon?an a hacer pedazos a la humanidad; pero no: en ambos campos se afrontaban los hombres. Despu?s de todo, pens?, la mayor?a ganar?; los descontentos ser?n la minor?a; si la felicidad cambia de manos no es una cat?strofe. El Otro hab?a dejado de pronto de parecerme el Mal absoluto; no ve?a a priori por qu? preferir a sus intereses los que dec?an ser los m?os. Respir?. La tierra no estaba en peligro. La angustia me hab?a estimulado; contra la desesperaci?n hab?a descubierto una salida porque la hab?a buscado con desesperaci?n. Pero mi seguridad y mis confortables ilusiones me hac?an insensible a los problemas sociales. Estaba a cien leguas de discutir el orden establecido. Decir que la propiedad me parec?a un derecho sagrado es poco decir; como antes, entre la palabra y la cosa que designa, yo supon?a entre el propietario y sus bienes una uni?n consustancial. Decir: mi dinero, mi hermana, mi nariz, era en los tres casos afirmar un lazo que ninguna voluntad pod?a destruir porque exist?a m?s all? de toda convenci?n. Me contaron que para construir la l?nea de ferrocarril que iba a Uzerche, el Estado hab?a expropiado a un buen n?mero de campesinos y de terratenientes. Me escandaliz? tanto como si hubiera mandado verter su propia sangre. Meyrignac pertenec?a a mi abuelo tan absolutamente como su vida. En cambio, no admit?a que un hecho bruto, la riqueza, pudiera fundar ning?n derecho ni conferir ning?n m?rito. El Evangelio predica la pobreza. Yo respetaba mucho m?s a Louise que a m?a cantidad de se?oras ricas. Me indignaba que mi prima Madeleine no quisiera saludar a los panaderos que ven?an en su carrito a traer el pan a La Grill?re. “Ellos tienen que saludarme primero”, declaraba. Yo cre?a en la igualdad abstracta de las personas humanas. En Meyrignac un verano le? un libro de historia que preconizaba el sufragio universal. Alc? la cabeza: “Pero es vergonzoso impedir que los pobres voten.” Pap? sonri?. Me explic? que una naci?n es un conjunto de bienes; a los que los poseen les corresponde normalmente administrarlos. Para concluir me cit? la palabra de Guizot: “Enriqueceos.” Su demostraci?n me dej? perpleja. Pap? no hab?a logrado enriquecerse: ?le hubiera parecido justo que lo privaran de sus derechos? Si yo protestaba era en nombre del sistema de valores que ?l mismo me hab?a ense?ado. ?l no consideraba que la calidad de un hombre se midiera por su cuenta bancaria; sol?a burlarse de los “nuevos ricos”. La ?lite se defin?a seg?n ?l por la inteligencia, la cultura, una ortograf?a correcta, una buena educaci?n, ideas sanas. No me costaba seguirlo cuando objetaba al sufragio universal la tonter?a y la ignorancia de la mayor?a de los electores: s?lo las personas ilustradas tendr?an derecho a opinar. Me inclinaba ante esa l?gica completada por una verdad emp?rica: las “luces” son el patrimonio de la burgues?a. Ciertos individuos de capas inferiores logran proezas intelectuales, pero conservan algo “primario” y tienen generalmente el esp?ritu falseado. En cambio, todo hombre de buena familia posee un “no s? qu?” que lo distingue del vulgo. No me chocaba demasiado que el m?rito estuviera ligado al azar de un nacimiento puesto que la voluntad de Dios decid?a la suerte de cada uno. En todo caso el hecho me parec?a patente: moralmente, por lo tanto absolutamente, la clase a la cual yo pertenec?a era mucho m?s importante que todo el resto de la sociedad. Cuando iba con mam? a visitar a los chacareros del abuelo, el olor de esti?rcol, la suciedad de los interiores por donde corr?an las gallinas, la rusticidad de los muebles, me parec?an reflejar la groser?a de sus almas; los ve?a trabajar en los campos, embarrados, con olor de sudor y de tierra, y nunca contemplaban la armon?a del paisaje, ignoraban las bellezas de las puestas de sol. No le?an, no

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ten?an ideales; pap? dec?a, sin animosidad por otra parte, que eran “bestias”. Cuando me ley?, el Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas de Gobineau, adopt? enseguida la idea de que su cerebro era diferente del nuestro. Me gustaba tanto el campo que la vida de los campesinos me parec?a feliz. Si hubiera entrevisto la de los obreros no habr?a podido evitar hacerme preguntas; pero lo ignoraba todo. Antes de su casamiento t?a Lili, ociosa, se ocupaba de beneficencia; a veces fui con ella a llevar juguetes a chicos que hab?a elegido; los pobres no me parecieron desdichados. Una cantidad de almas caritativas les hac?an caridad y las hermanas de San Vicente de Paul se consagraban especialmente a su servicio. Entre ellos hab?a descontentos: eran falsos pobres que se llenaban de pavo asado la noche de Navidad, o malos pobres que beb?an. Algunos libros ?Dickens, Sin familia de H?ctor Malot? describ?an existencias duras; me parec?a terrible la suerte de los mineros encerrados durante todo el d?a en galer?as oscuras, a la merced de una exposici?n. Pero me aseguraron que los tiempos hab?an cambiado. Los obreros trabajaban mucho menos y ganaban mucho m?s; desde la creaci?n de los sindicatos los verdaderos oprimidos eran los patronos. Los obreros, mucho m?s favorecidos que nosotros, no ten?an necesidad de “aparentar” y pod?an comer pollo todos los domingos; en el mercado sus mujeres compraban los mejores trozos y usaban medias de seda. La dureza de sus oficios, la incomodidad de sus viviendas, estaban acostumbrados a eso; no sufr?an como hubi?ramos sufrido nosotros. Sus recriminaciones no ten?an la excusa de la necesidad. Por otra parte, mi padre dec?a encogi?ndose de hombros: “?Nadie se muere de hambre!” No, si los obreros aborrec?an a la burgues?a era porque ten?an conciencia de su superioridad. El comunismo, el socialismo, s?lo se explicaban por la envidia. “Y la envidia, dec?a mi padre, es un sentimiento muy feo.” Una sola vez present? la miseria. Louise viv?a con su marido, el plomero, en su cuarto de la calle Madame, en el altillo; tuvo un beb?, fui con mam? a verla. Nunca hab?a puesto los pies en una bohardilla. El triste corredor sobre el que daban una docena de puertas, todas iguales, me estruj? el coraz?n. El cuarto de Louise, min?sculo, conten?a una cama de hierro, una cuna, una mesa y sobre ella un calentador; ella dorm?a, cocinaba, com?a, viv?a con un hombre entre esas cuatro paredes; a lo largo del corredor las familias se ahogaban, emparedadas en covachas id?nticas; la promiscuidad en la cual yo viv?a y la monoton?a de mis d?as burgueses ya me oprim?an. Entrev? un universo donde el aire que se respiraba ten?a gusto de holl?n, donde jam?s una luz horadaba la mugre: la existencia era una lenta agon?a. Poco despu?s Louise perdi? a su chico. Solloc? durante horas: era la primera vez que me enfrentaba con la desgracia. Imaginaba a Louise en su cuarto sin alegr?a, privada de su chico, privada de todo: semejante desamparo deber?a hacer explotar la tierra. “?Es demasiado injusto!”, me dec?a. No pensaba solamente en el chico muerto sino en el zagu?n del sexto piso. Termin? por secar mis l?grimas sin haber puesto a la sociedad en tela de juicio. Me resultaba dif?cil pensar por m? misma, pues el sistema que me ense?aban era a la vez monol?tico e incoherente. Si mis padres no hubieran estado de acuerdo yo habr?a podido oponer el uno al otro. Una doctrina ?nica y rigurosa hubiera proporcionado a mi joven l?gica s?lidas presas. Pero alimentada a la vez por la moral de los Oiseaux y por el nacionalismo paterno, me hund?a en las contradicciones. Ni mi madre ni las se?oritas dudaban que el Papa fuera elegido por el Esp?ritu Santo; sin embargo, mi padre no admit?a que se mezclara en los asuntos civiles y mi madre pensaba como ?l; Le?n XIII al consagrar enc?clicas a las “cuestiones sociales” hab?a traicionado su misi?n; P?o XII que no se hab?a inmiscuido era un santo. Yo ten?a, por lo tanto, que digerir esa paradoja: el hombre elegido por Dios para representarlo sobre la tierra no deb?a ocuparse de las cosas terrenales. Francia era la hija mayor de la Iglesia; deb?a obediencia a su madre. No obstante, los valores nacionales pasaban antes que las virtudes cat?licas; cuando en San Sulpicio hicieron una colecta para “los chicos hambrientos de Europa Central” mi madre se indign? y se neg? a dar “para los alemanes”. En todas las circunstancias

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el patriotismo y la preocupaci?n por el orden prevalec?an sobre la caridad cristiana. Mentir es ofender a Dios; sin embargo, pap? profesaba que habiendo hecho una” falsificaci?n el coronel Henry se conduc?a como un gran hombre honesto. Matar era un crimen, pero no hab?a que abolir la pena de muerte. Me ense?aron desde temprano las conciliaciones de la casu?stica, a separar radicalmente a Dios de C?sar y a darle a cada uno lo que le es debido; sin embargo, segu?a siendo desconcertante que C?sar fuera siempre m?s importante que Dios. Mirando a la vez el mundo a trav?s de los vers?culos de la Iglesia y de las columnas del Matin, la visi?n se nubla. No me quedaba otro recurso que refugiarme, cerrando los ojos, en la autoridad. Me somet?a ciegamente a ella. Un conflicto hab?a estallado entre la Action Francaise y la Democrati? nouvelle; como ten?an la ventaja del n?mero los Camelots du roi atacaron a los partidarios de Marc Sangnier y les hicieron beber frascos de aceite de ricino. Esto divirti? mucho a pap? y a sus amigos. Yo hab?a aprendido en mi tierna infancia a re?r de los sufrimientos de los malvados; sin preguntar m?s, admit?, confiando en pap?, que la broma era muy graciosa. Mientras caminaba con Zaza por la calle Saint Benoit hice alusi?n, riendo. El rostro de Zaza se endureci?: “?Es infame!”, dijo en tono sublevado. No supe qu? contestar. Avergonzada, me daba cuenta de que hab?a copiado atolondradamente la actitud de pap? pero que mi cabeza estaba vac?a. Zaza expresaba tambi?n la opini?n de su familia. Su padre hab?a pertenecido al Sill?n antes de que la Iglesia lo hubiera condenado; segu?a pensando que los cat?licos ten?an deberes sociales y rechazaba las teor?as de Maurras; era una posici?n bastante coherente para que una chica de catorce a?os pudiera adoptarla conoci?ndola bien; la indignaci?n de Zaza, su horror por la violencia eran sinceros. Yo hab?a hablado como un loro y no encontraba en m? el menor eco. Sufr? por el desprecio de Zaza, pero lo que m?s me turb? fue la disensi?n que acababa de manifestarse entre ella y mi padre; yo no quer?a estar en contra de ninguno de los dos. Habl? de esto con pap?; se encogi? de hombros y dijo que Zaza era una chica; esa respuesta no me satisfizo. Por primera vez me ve?a obligada a tomar partido; pero no conoc?a nada y no decid? nada. La ?nica conclusi?n que saqu? de ese incidente era que se pod?a tener otra opini?n que la de pap?. Ni siquiera la verdad estaba garantizada. Fue la Historia de las dos Restauraciones de Vaulabelle que me inclin? hacia el liberalismo; le? en dos veranos los siete vol?menes de la biblioteca de mi abuelo. Llor? por la derrota de Napole?n; odi? la monarqu?a, el conservadorismo, el oscurantismo. Quer?a que la raz?n gobernara a los hombres y me entusiasmaba por la democracia que les garantizaba a todos, pensaba, iguales derechos y la libertad. Ah? me detuve. Me interesaba mucho menos en las lejanas cuestiones pol?ticas y sociales que en los problemas que me incumb?an: la moral, mi vida interior, mis relaciones con Dios. Sobre eso empec? a reflexionar.

La naturaleza me hablaba de Dios. Pero decididamente me parec?a completamente extra?o al mundo en que se agitaban los hombres. As? como el Papa en el fondo del Vaticano no ten?a que inquietarse de lo que pasaba en el mundo, Dios, en el infinito del cielo, no ten?a que interesarse en los detalles de las aventuras terrenales. Hac?a tiempo que yo hab?a aprendido a distinguir su Ley de la autoridad profana. Mis insolencias en clase, mis lecturas clandestinas no le concern?an. Cada a?o mi piedad al fortificarse se depuraba y yo desde?aba lo insulso de la moral en favor de la m?stica. Oraba, meditaba, trataba de hacer sensible a mi coraz?n la piedad divina. Alrededor de los doce a?os invent? mortificaciones: encerrada en la letrina ?mi ?nico refugio? me restregaba con una piedra p?mez hasta sangrar, me fustigaba con la cadenita de oro que llevaba al cuello. Mi fervor dio pocos frutos. En mis libros de piedad se hablaba mucho de progresos, de ascensi?n; las almas escalaban senderos empinados, salvaban obst?culos, por momentos atravesaban ?ridos desiertos y luego un roc?o celestial las consolaba: era toda una aventura; en verdad mientras intelectualmente me elevaba d?a a d?a, hacia el

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saber, nunca ten?a la impresi?n de haberme acercado a Dios. Anhelaba apariciones, ?xtasis, que algo ocurriera dentro o fuera de m?: nada ocurr?a y mis ejercicios terminaban por parecerse a comedias. Me exhortaba a la paciencia contando con que un d?a me encontrar?a instalada en el coraz?n de la eternidad, maravillosamente desapegada de la tierra. Entre tanto viv?a sin forzarme, pues mis esfuerzos se situaban sobre alturas espirituales cuya serenidad no pod?a ser turbada por trivialidades. Mi sistema sufri? un desmentido. Desde los siete a?os me confesaba dos veces por mes con el abate Martin; le contaba mis estados de ?nimo; me acusaba de haber comulgado sin fervor, de haber orado distra?damente, de haber pensado poco en Dios; a esos et?reos desfallecimientos ?l contestaba con un serm?n de estilo elevado. Un d?a, en vez de conformarse con esos ritos se puso a hablarme en un tono familiar: “Ha llegado a mis o?dos que mi peque?a Simone ha cambiado… que es desobediente, turbulenta, que responde cuando la reprenden… En adelante habr? que cuidar esas cosas.” Mis mejillas se encendieron; mir? con horror al impostor que durante a?os yo hab?a considerado como el representante de Dios: bruscamente acababa de levantarse la sotana, mostrando enaguas de beata; su sotana de sacerdote era s?lo un disfraz; vest?a a una comadre que se alimentaba de chismes. Me levant? del confesionario, la cabeza ardiente, decidida a no poner nunca m?s los pies en ?l: en adelante me hubiera parecido tan odioso arrodillarme ante el abate Martin como ante el espantap?jaros para gorriones. Cuando ve?a en los corredores del instituto su falda negra, mi coraz?n palpitaba, hu?a: me inspiraba un malestar f?sico como si la supercher?a del abate me hubiera hecho c?mplice de una obscenidad. Supongo que se asombr? mucho; pero sin duda se consider? ligado por el secreto profesional; no lleg? a mis o?dos que haya informado a nadie de mi deserci?n; no intent? explicarse conmigo. Del d?a a la ma?ana se estableci? la ruptura. Dios sali? indemne de esa aventura; pero raspando. Si me apresur? en repudiar a mi director fue para conjurar la atroz sospecha que durante un instante entenebr? el cielo: quiz? Dios era mezquino y fastidioso como una vieja beata, ?quiz? Dios era tonto! Mientras el abate hablaba, una mano imb?cil se hab?a abatido sobre mi nuca, doblaba mi cabeza, pegaba mi cara al suelo; hasta mi muerte me obligar?a a arrastrarme, cegada por el barro y la noche; hab?a que decir adi?s para siempre a la verdad, a la libertad, a toda alegr?a; vivir se volv?a una calamidad y una verg?enza. “Me desprend? de esa mano de plomo; concentr? mi horror sobre el traidor que hab?a usurpado el papel de mediador divino. Cuando sal? de la capilla, Dios estaba reinstalado en su omnisciente majestad, yo hab?a remendado el cielo. Err? bajo las b?vedas de San Sulpicio en busca de un confesor que no alterara con impuras palabras humanas los mensajes venidos de lo alto. Ensay? con un pelirrojo, luego uno moreno, al que consegu? interesar en mi alma. Me indic? temas de meditaci?n y me prest? un Compendio de teolog?a asc?tica y m?stica, pero en la gran iglesia desnuda no me sent?a amparada como en la capilla del curso. Mi nuevo director no me hab?a sido dado desde la infancia, yo lo hab?a elegido, un poco al azar: no era un Padre, no pod?a abandonarme totalmente a ?l. Hab?a juzgado y despreciado a un sacerdote: ya ning?n sacerdote me parecer?a un Juez soberano. Nadie sobre la tierra encarnaba exactamente a Dios: yo estaba sola frente a ?l. Y en el fondo del coraz?n me quedaba una inquietud: ?qui?n era?, ?qu? quer?a exactamente?, ?a qu? bando pertenec?a? Mi padre no cre?a; los m?s grandes escritores, los mejores pensadores compart?an su escepticismo; en conjunto, eran sobre todo las mujeres las que iban a la iglesia; empec? por considerar paradojal y turbador que la verdad fuera privilegio de ellas cuando los hombres, sin discusi?n posible, eran superiores. Al mismo tiempo pens? que no hab?a mayor cataclismo que perder la fe y a menudo trat? de asegurarme contra ese riesgo. Hab?a profundizado bastante mi instrucci?n religiosa y hab?a seguido cursos de apolog?tica; a cualquier objeci?n dirigida contra las verdades reveladas, yo sab?a oponer un argumento sutil: no conoc?a ninguno que las demostrara. La alegor?a del reloj y del relojero no me

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convenc?a. Ignoraba demasiado” radicalmente el sufrimiento para sacar de ?l un argumento contra la Providencia; pero la armon?a del mundo no me parec?a evidente. Cristo y cantidad de santos hab?an manifestado sobre la tierra lo sobrenatural: yo me daba cuenta de que la Biblia, los Evangelios, los milagros, las visiones, s?lo estaban garantizados por la autoridad de la Iglesia. “El mayor milagro de Lourdes, es Lourdes mismo”, dec?a mi padre. Los hechos religiosos s?lo eran convincentes para los convencidos. Hoy no dudaba que la Virgen hubiera aparecido ante Bernadette, vestida de celeste y blanco: quiz? dudara ma?ana. Los creyentes admit?an la existencia de ese c?rculo vicioso, puesto que profesaban que creer exige una gracia. Yo no supon?a que Dios me hiciera la mala pasada de neg?rmela; pero asimismo hubiera deseado aferrarme a una prueba irrefutable; no encontraba sino una: las voces de Juana de Arco. Juana pertenec?a a la historia; mi padre la veneraba tanto como mi madre. Ni mentirosa ni iluminada ?c?mo recusar su testimonio? Toda su extraordinaria aventura lo confirmaba: las voces le hab?an hablado; era un hecho cient?fico establecido y yo no comprend?a c?mo mi padre se las arreglaba para eludirlo. Una noche en Meyrignac me asom? como tantas otras noches a mi ventana: un c?lido olor a establo sub?a hacia el cielo; mi oraci?n se elev? d?bilmente, luego cay?. Yo hab?a pasado el d?a comiendo manzanas prohibidas y leyendo, en un Balzac prohibido, el extra?o idilio de un hombre y de una pantera; antes de dormirme iba a contarme historias raras que me pondr?an en un estado raro. “Son pecados”, me dije. Imposible seguir haciendo trampa: la desobediencia sostenida y sistem?tica, la mentira, los sue?os impuros, no eran conductas inocentes. Hund? mis manos en la frescura de la enredadera, escuch? el glu-glu del agua y comprend? que nada me har?a renunciar a las alegr?as terrenales. “Ya no creo en Dios”, me dije sin gran asombro. Era una evidencia: de haber cre?do en ?l no hubiera aceptado alegremente ofenderlo. Siempre hab?a pensado que frente al precio de la eternidad este mundo no contaba; contaba puesto que yo lo quer?a y de pronto el que no pesaba en la balanza era Dios: para eso era necesario que su nombre s?lo sufriera un espejismo. Desde hac?a tiempo la idea que me hac?a de ?l se hab?a depurado, sublimado, hasta el punto que hab?a perdido todo rostro, todo lazo concreto con la tierra, y poco a poco el ser mismo. Su perfecci?n exclu?a su realidad. Por eso me sorprend? tan poco cuando comprend? su ausencia en el coraz?n y en el cielo. No lo negu? para liberarme de un importuno: por el contrario, advert? que ya no interven?a en mi vida y comprend? que hab?a dejado de existir para m?. Deb?a llegar fatalmente a esa liquidaci?n. Era demasiado extremista para vivir bajo la mirada de Dios dici?ndole a la vez s? y no al mundo. Por otra parte me hubiera repugnado saltar con mala fe de lo profano a lo sagrado y afirmar a Dios viviendo sin ?l. No conceb?a transacciones con el cielo. Por poco que le neg?ramos era demasiado si Dios exist?a; por poco que le concedi?ramos era demasiado si no exist?a. Discutir con su conciencia, tironear sobre sus placeres, esos regateos me asqueaban. Por eso no trat? de trampear. En cuanto la luz se hizo en m?, cort? de un golpe. El escepticismo paterno me hab?a abierto el camino; no me arriesgaba sola en una aventura azarosa. Hasta sent?a un gran alivio de sentirme liberada de mi infancia y de mi sexo, de acuerdo con los esp?ritus libres que admiraba. Las voces de Juana de Arco no me turbaron mucho: otros enigmas me intrigaron; pero la religi?n me hab?a habituado a los misterios. Y me resultaba m?s f?cil imaginar un mundo sin creador que un creador cargado con todas las contradicciones del mundo. Mi incredulidad nunca vacil?. Sin embargo, la faz del universo cambi?. M?s de una vez en los d?as siguientes, sentada al pie del haya purp?rea o de los ?lamos, plateados, sent? angustiada el vac?o del cielo. Anta?o me sent?a en el centro de un cuadro vivo cuyos colores y luces Dios mismo hab?a elegido; todas las cosas tarareaban dulcemente su gloria. De pronto todo callaba. ?Qu? silencio! La tierra giraba en un espacio que ninguna mirada atravesaba, y perdida sobre su superficie inmensa, en medio del ?ter ciego, yo estaba

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sola. Sola: por primera vez comprend?a el sentido terrible de esa palabra. Sola: sin testigo, sin interlocutor, sin recurso. Mi respiraci?n en mi pecho, mi sangre en mis venas, y ese barullo en mi cabeza, no exist?an para nadie. Me levant?, corr? hacia el parque, me sent? bajo el catalpa entre mam? y t?a Marguerite, a tal punto necesitaba o?r voces. Hice otro descubrimiento. Una tarde, en Par?s, comprend? que estaba condenada a la muerte. Estaba sola en el departamento y no refren? m? desesperaci?n: grit?, rasgu?? la alfombra roja. Y cuando me levant? atontada me pregunt?: “?C?mo hacen las dem?s personas? ?C?mo har??” Me parec?a imposible vivir toda mi vida con el coraz?n retorcido por el horror. Cuando el vencimiento se acerca, me dec?a, cuando uno ya tiene treinta, cuarenta a?os y piensa: “?Ser? para ma?ana?” ?C?mo se soporta? M?s que la misma muerte tem?a ese espanto que pronto ser?a m?o, y para siempre. Felizmente durante el a?o escolar esas fulguraciones metaf?sicas se espaciaron: me faltaba tiempo y soledad. En cuanto a la pr?ctica de mi vida, mi conversi?n no la modific?. Hab?a dejado de creer al advertir que Dios no ejerc?a ninguna influencia sobre mis conductas: nada cambi? en ellas cuando renunci? a ?l. Yo hab?a imaginado que la necesidad de la ley moral emanaba de ?l; pero se hab?a grabado tan profundamente en m? que permaneci? intacta despu?s de su supresi?n. Mi madre no deb?a su autoridad a un poder sobrenatural sino que mi respeto daba un car?cter sagrado a sus decretos. Segu? someti?ndome a ellos. Ideas de deber, de m?rito, tab?s sexuales: todo fue conservado. No encar? la posibilidad de abrirme a mi padre: lo hubiera hundido en un problema terrible. Por lo tanto, llev? sola mi secreto y lo encontr? pesado: por primera vez en mi vida ten?a la impresi?n de que el bien no coincid?a con la verdad. No pod?a dejar de verme con los ojos de los dem?s ?mi madre, Zaza, mis compa?eras, las mismas se?oritas? y con los ojos de esa otra que yo hab?a sido. El a?o anterior hab?a habido en la clase de filosof?a una alumna mayor que nosotras de la que se susurraba que “no cre?a”; estudiaba bien, no manten?a conversaciones fuera de lugar, no la hab?an echado; pero yo sent?a una especie de miedo cuando ve?a en los corredores su rostro aun m?s inquietante por la fijeza de un ojo de vidrio. Ahora me tocaba a m? sentirme una oveja descarriada. Lo que agravaba mi caso era que yo disimulaba: iba a misa, comulgaba. Tragaba la hostia con indiferencia y, sin embargo, sab?a que seg?n los creyentes comet?a un sacrilegio. Ocultando mi crimen, lo multiplicaba, pero ?c?mo atreverme a confesarlo? Me hubieran se?alado con el dedo, despedido del curso, hubiera perdido la amistad de Zaza, y en el coraz?n de mam? ?qu? esc?ndalo! Estaba condenada a mentir. No era una mentira anodina: se extend?a sobre mi vida entera y por momentos ? sobre todo frente a Zaza de quien admiraba la rectitud? me pesaba como una tara. De nuevo era victima de una brujer?a que no lograba conjurar: no hab?a hecho nada malo y me sent?a culpable. Si los adultos hubieran decretado que yo era una hip?crita, una imp?a, una chica solapada y desnaturalizada, su veredicto me habr?a parecido a la vez horriblemente injusto y perfectamente fundado. Parec?a que yo exist?a de dos maneras; entre lo que yo era para m? y lo que era para los dem?s no hab?a ninguna relaci?n. Por momentos sufr?a tanto de sentirme marcada, maldita, separada, que deseaba volver a caer en el error. Ten?a que devolverle al abate Roullin el Compendio de teolog?a asc?tica y m?stica que me hab?a prestado. Volv? a San Sulpicio, me hinqu? en el confesionario, dije haberme alejado desde hac?a muchos meses de los sacramentos porque ya no cre?a. Viendo en mis manos el Compendio y midiendo de qu? alturas hab?a ca?do, el abate se asombr? y con una brutalidad concertada pregunt?: “?Qu? grave pecado ha cometido?” Protest?. No me crey? y me aconsej? que rezara mucho. Me resign? a vivir proscripta. Le? en esa ?poca una novela en la que vi la imagen de mi exilio: El Molino sobre el Floss de George Eliot me hizo una impresi?n aun m?s profunda que anta?o Little women. Lo le? en ingl?s, en Meyrignac, acostada sobre el musgo entre los casta?os. Morena, amante de la naturaleza, de la lectura, de la vida, demasiado espont?nea para observar las convenciones respetadas por su medio, pero sensible a la cr?tica de un hermano que adoraba, Maggie Tulliver estaba como yo dividida entre

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los otros y s? misma: me reconoc? en ella. Su amistad con el jorobadito que le prestaba libros me emocion? tanto como la de Joe con Laurie: deseaba que se casaran… Pero tambi?n esta vez el amor terminaba con la infancia. Maggie se enamoraba del novio de una prima, Stephen, al que conquistaba involuntariamente. Comprometida por ?l se negaba a casarse por lealtad hacia Lucy; la aldea hubiera disculpado una perfidia sancionada por justas bodas: no le perdonaba a Maggie haber sacrificado las apariencias a la voz de su conciencia. Hasta su hermano estaba contra ella. Yo no conceb?a sino el amor-amistad; a mis ojos, libros prestados y discutidos juntos, creaban entre un muchacho y una chica lazos eternos: me costaba comprender la atracci?n que Maggie sent?a por Stephen. No obstante, puesto que lo quer?a no deber?a haber renunciado a ?l. En el momento en que se retiraba al viejo molino, desconocida, calumniada, abandonada por todos, ard? de ternura hacia ella. Llor? su muerte durante horas. Los dem?s la condenaban porque val?a m?s que ellos; yo me parec?a y en adelante vi en mi aislamiento no una marca de infamia sino un signo de elecci?n. No pens? morir por eso. A trav?s de su hero?na me identifiqu? con el autor: un d?a una adolescente, otra yo misma, mojar?a con sus l?grimas una novela en la que yo habr?a contado mi propia historia. Hab?a resuelto desde hac?a tiempo consagrar mi vida a tareas intelectuales. Zaza me escandaliz? declarando en tono provocativo: “Mandar nueve hijos al mundo como hizo mam?, vale tanto como escribir libros.” Yo no ve?a una medida com?n entre esos dos destinos. Tener hijos que a su vez tendr?an hijos era repetir al infinito el mismo aburrido ret?melo; el sabio, el artista, el escritor, el pensador creaban otro mundo luminoso y alegre donde todo ten?a su raz?n de ser. All? quer?a yo pasar mis d?as: estaba decidida a tallarme un lugar. Cuando hube renunciado al cielo mis ambiciones terrenales se acusaron: ten?a que surgir. Extendida en un prado contemplaba, justo a la altura de mi mirada, la sucesi?n de briznas de pasto, todas id?nticas, cada una ahogada en la jungla min?scula que le ocultaba todas las dem?s. Esa repetici?n indefinida de la ignorancia, de la indiferencia, equival?a a la muerte. Alc? los ojos hacia el roble; dominaba el paisaje y no ten?a semejante. Yo ser?a como ?l. ?Por qu? eleg? escribir? De chica no tomaba en serio mis borroneos; mi verdadera preocupaci?n era conocer; me divert?a redactando mis composiciones, pero las se?oritas me reprochaban mi estilo rebuscado; no me sent?a “dotada”. Sin embargo, cuando a los quince a?os escrib? en el ?lbum de una amiga las predilecciones, los proyectos, que en principio deb?an definir mi personalidad frente a la pregunta: “?Qu? quiere hacer m?s tarde?”, contest? de un tir?n: “Ser una autora c?lebre.” Respecto a mi m?sico preferido, a mi flor favorita, me hab?a inventado gustos m?s o menos ficticios. Pero sobre ese punto no vacil?: codiciaba ese porvenir excluyendo a cualquier otro. La primera raz?n era la admiraci?n que me inspiraban los escritores; mi padre los pon?a por encima de los sabios, de los eruditos, de los profesores. Yo tambi?n estaba convencida de su supremac?a; aun si su nombre era ampliamente conocido, la obra de un especialista s?lo se revelaba a un peque?o n?mero de gente; los libros, todo el mundo los le?a: llegaban a la imaginaci?n, al coraz?n; confer?an a su autor la gloria m?s universal y m?s ?ntima; como mujer esas glorias me parec?an m?s accesibles que las dem?s; las m?s c?lebres de mis hermanas se hab?an hecho ilustres en la literatura. Y adem?s siempre me hab?a gustado la comunicaci?n. En el ?lbum de mi amiga cit? como diversiones favoritas: la lectura y la conversaci?n. Yo era locuaz. Todo lo que me impresionaba en el curso del d?a lo contaba o al menos intentaba hacerlo. Le tem?a a la noche, al olvido; lo que hab?a visto, sentido, amado, era un desgarramiento abandonarlo al silencio. Emocionada por un claro de luna, deseaba una pluma, papel y saber emplearlos. A los quince a?os me gustaban las correspondencias, los diarios ?ntimos ?por ejemplo el diario de Eug?nie de Gu?rin? que se esfuerzan por retener el tiempo. Hab?a comprendido tambi?n que las novelas, los relatos, los cuentos, no son objetos extra?os a la vida sino que la expresan a su manera. Si anta?o hab?a deseado ser profesora era porque deseaba ser mi propia causa y mi propio fin; ahora

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pensaba que la literatura me permitir?a realizar ese deseo. Me asegurar?a una inmortalidad que compensar?a la eternidad perdida: ya no habr?a Dios para quererme, pero yo estar?a en millones de corazones. Escribiendo una obra alimentada por mi historia me crear?a yo misma de nuevo y justificar?a mi existencia. Al mismo tiempo servir?a a la humanidad: ?qu? mejor regalo hacerle que libros? Me interesaba a la vez en m? y en los dem?s; aceptaba mi “encarnaci?n”, pero no quer?a renunciar a lo universal: ese proyecto lo conciliaba todo, halagaba todas las aspiraciones que se hab?an desarrollado en m? en el curso de esos quince a?os.

Yo siempre hab?a dado mucha importancia al amor. Alrededor de los quince a?os en el semanario Noel, que recib? despu?s de l’Etoile No?liste, le? una edificante novelita titulada Ninon-Rose. La piadosa Ninon amaba a Andr?s que la amaba; pero su prima Teresa, llorando, con su lindo cabello desparramado sobre su coraz?n le confiaba que se consum?a por Andr?s; despu?s de un combate interior y de algunos ruegos, Ninon se sacrificaba; le negaba su mano a Andr?s que despechado se casaba con Teresa. Ninon era recompensada: se casaba con otro muchacho muy meritorio llamado Bernardo. Esa historia me indign?. Un h?roe de novela ten?a derecho a equivocarse sobre la persona a quien quer?a o sobre sus propios sentimientos; a un amor falso o incompleto ?como el de David Copperfield por su mujer-ni?a? pod?a suceder el verdadero amor: pero ?ste, desde el momento en que estallaba en un coraz?n, era irreemplazable; ninguna generosidad, ninguna abnegaci?n autorizaba a rechazarlo. Zaza y yo nos quedamos impresionad?simas por una novela de Fogazzaro titulada Daniel Cortis. Daniel era un pol?tico importante y cat?lico; la mujer que amaba y que lo amaba estaba casada; hab?a entre ellos un entendimiento excepcional; sus corazones lat?an al un?sono, todos sus pensamientos coincid?an: estaban hechos el uno para el otro. Sin embargo, hasta una amistad plat?nica hubiera provocado chismes, arruinado la carrera de Daniel y comprometido la causa que ?l serv?a; jur?ndose fidelidad “hasta la muerte y m?s all?” se separaban para siempre. Esto me dej? desgarrada y furiosa. La carrera, la causa eran algo abstracto. Me parec?a absurdo y criminal preferirlas a la felicidad, a la vida. Sin duda, mi amistad con Zaza era lo que me hac?a conferirle tanto precio a la uni?n de dos seres; descubriendo juntos el mundo y ofreci?ndoselo el uno al otro, tomaban posesi?n de ?l, pensaba, en forma privilegiada; al mismo tiempo cada uno encontraba la raz?n definitiva de su existencia en la necesidad que el otro ten?a de ?l. Renunciar al amor me parec?a tan insensato como desinteresarse de su salvaci?n cuando se cree en la eternidad. Yo no encaraba la posibilidad de dejar escapar ninguno de los bienes de este mundo. Cuando hube renunciado al claustro me puse a so?ar con el amor por mi cuenta; pensaba sin repugnancia en el casamiento. La idea de la maternidad segu?a result?ndome extra?a, me asombraba que Zaza se extasiara ante reci?n nacidos arrugados; pero ya no me parec?a inconcebible vivir al lado de un hombre que uno hab?a elegido. La casa paterna no era una prisi?n y si hubiera tenido que abandonarla inmediatamente el p?nico se habr?a apoderado de m?; pero hab?a dejado de considerar mi eventual partida como una atroz separaci?n. Me ahogaba un poco en el c?rculo de familia. Por eso me impresion? mucho una pel?cula sacada del Redil de Bataille, a la cual el azar de una invitaci?n me hizo asistir. La hero?na se aburr?a entre sus hijos y un marido tan poco atrayente como el se?or Mabille; una pesada cadena arrollada alrededor de sus mu?ecas simbolizaba su servidumbre. Un hermoso muchacho ardiente la arrancaba de su hogar. Con un vestido de brin, sin mangas, el pelo suelto, ella corr?a por las praderas de la mano de su enamorado; se lanzaban al rostro pu?ados de heno cuyo olor me parec?a respirar, sus ojos re?an: yo nunca hab?a sentido, contemplado, imaginado semejantes delirios de alegr?a. No s? qu? peripecias volv?an a llevar al redil a una criatura herida que su marido acog?a con bondad; arrepentida ve?a su pesada cadena de acero transformarse en una guirnalda de rosas. Ese prodigio me dej? esc?ptica. Me qued? deslumbrada por la revelaci?n de las delicias

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desconocidas que no sab?a nombrar pero que un d?a me colmar?an: era la libertad y era el placer. La opaca esclavitud de los adultos me asustaba; nada imprevisto les ocurr?a; soportaban entre suspiros una existencia donde todo estaba decidido de antemano sin que nunca nadie decidiera nada. La hero?na de Bataille hab?a osado un acto y el sol hab?a brillado. Durante mucho tiempo cuando imagin? los inciertos a?os de mi madurez, la imagen de una pareja corriendo por un prado me hizo estremecer de esperanza. Durante el verano de mis quince a?os, al final del a?o escolar, fui dos o tres veces a remar al Bosque con Zaza y otras compa?eras. Vi en un sendero a una pareja que caminaba ante m?; el muchacho apoyaba levemente su mano sobre el hombro de la mujer. Emocionada de pronto me dije que deb?a ser dulce avanzar a trav?s de la vida con una mano tan afectuosa sobre su hombro que apenas se sent?a el peso, tan presente que la soledad estar?a conjurada para siempre. “Dos seres unidos”: so?aba con esas palabras. Ni mi hermana muy cercana, ni Zaza demasiado lejana, me hab?an hecho presentir el verdadero sentido. Despu?s, cuando le?a en el escritorio sol?a alzar la cabeza y preguntarme: “?Encontrar? un hombre hecho para m??” Mis lecturas no me hab?an proporcionado ning?n modelo. Me hab?a sentido bastante cerca de Hell?, la hero?na de Marcel Tinayre. “Las mujeres como t?, Hell?, est?n hechas para ser las compa?eras de los h?roes”, le dec?a su padre. Esa profec?a me hab?a impresionado, pero me pareci? m?s bien repelente el ap?stol pelirrojo y barbudo con el cual Hell? terminaba por casarse. No prestaba a mi futuro marido ning?n rasgo definido. En cambio, ten?a una idea formada sobre nuestras relaciones: sentir?a por ?l una admiraci?n apasionada. En ese terreno como en todos los dem?s ten?a sed de necesidad. El elegido tendr?a que imponerse a m? como se hab?a impuesto Zaza, por una especie de evidencia; si no me preguntar?a ?por qu? ?l y no otro?, esa duda era incompatible con el verdadero amor. Me enamorar?a el d?a en que un hombre me subyugara por su inteligencia, su cultura, su autoridad. Sobre este punto Zaza no compart?a mi opini?n; para ella tambi?n el amor implicaba la estima y el entendimiento; pero si un hombre tiene sensibilidad e imaginaci?n, si es un artista, un poeta, poco importa, dec?a, que sea poco instruido y hasta mediocremente inteligente. “?Entonces uno no puede decirse todo!”, objetaba yo. Un pintor, un m?sico no me hubiera comprendido por completo y una parte de ?l habr?a permanecido opaca para m?. Yo quer?a que entre marido y mujer todo estuviera en com?n; cada uno deb?a cumplir frente al otro, ese papel de testigo exacto que antes yo hab?a atribuido a Dios. Eso exclu?a que uno quisiera a alguien diferente: yo s?lo me casar?a si encontraba m?s cumplido que yo a mi semejante, a mi doble. ?Por qu? reclamaba que fuera superior a m?? No creo que haya buscado en ?l un suced?neo de mi padre; me importaba mi independencia; ejercer?a un oficio, escribir?a, tendr?a una vida personal; no me imaginaba nunca como la compa?era de un hombre: ser?amos dos compa?eros. Sin embargo, la idea que me hac?a de nuestra pareja fue directamente influida por mis sentimientos hacia mi padre. Mi educaci?n, mi cultura y la visi?n de la sociedad tal como era, todo me convenc?a de que las mujeres pertenec?an a una casta inferior. Zaza lo dudaba porque prefer?a mucho m?s a su madre que al se?or Mabille; en mi caso, al contrario, el prestigio paterno hab?a fortalecido esa opini?n: en parte sobre ?l yo fundaba mi exigencia. Miembro de una especie privilegiada, beneficiario desde el principio de un adelanto considerable; si en el absoluto un hombre no val?a m?s que yo, yo considerar?a que relativamente val?a menos: para que lo reconociera como a un igual tendr?a que sobrepasarme. Por otra parte, pensaba en m? desde adentro como alguien que est? form?ndose, y ten?a la ambici?n de progresar al infinito; al elegido lo ve?a de afuera como a una persona terminada; para que estuviera siempre a mi altura le garantizaba desde el principio perfecciones que para m? s?lo exist?an como esperanza; era de antemano el modelo de lo que yo quer?a ser: por lo tanto me ganaba. Cuidaba por otra parte de no poner demasiada distancia entre nosotros. Yo no hubiera aceptado que sus

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pensamientos, sus trabajos me resultaran impenetrables: entonces habr?a sufrido por mis insuficiencias; el amor ten?a que justificarme sin limitarme. La imagen que yo evocaba era la de un alpinismo en que mi compa?ero m?s ?gil y robusto que yo me ayudar?a a ir escalando cada tramo. Yo era m?s ?spera que generosa, deseaba recibir y no dar; si hubiera tenido que remolcar a un z?ngano, me habr?a consumido de impaciencia. En ese caso el celibato era preferible al casamiento. La vida en com?n deb?a favorecer y no contrariar mi empresa fundamental: apropiarme del mundo. Ni inferior, ni diferente, ni injuriosamente superior, el hombre predestinado me garantizar?a mi existencia sin quitarle su soberan?a. Durante dos o tres a?os ese esquema orient? mis sue?os. Les conced?a una cierta importancia. Un d?a interrogu? a mi hermana con cierta ansiedad: ?era definitivamente fea? ?Ten?a la posibilidad de ser una mujer bastante bonita como para que la quisieran? Acostumbrada a o?r a pap? declarar que yo era un hombre, Poupette no comprendi? mi pregunta: me quer?a, Zaza me quer?a: ?de qu? me inquietaba? A decir verdad me atormentaba moderadamente. Mis estudios, la literatura, las cosas que depend?an de m? segu?an siendo el centro de mis preocupaciones. Me interesaba menos por mi destino de adulta que por mi porvenir inmediato. A los quince a?os y medio fui a pasar las vacaciones del 14 de julio con mis padres a Ch?teauvillain. T?a Alice hab?a muerto; viv?amos en casa de t?a Germaine, madre de Titite y de Jacques. ?ste estaba en Par?s dando el examen oral del bachillerato. Yo quer?a mucho a Titite; resplandec?a de frescura; ten?a lindos labios carnosos y bajo su piel se adivinaba el latido de su sangre. De novia con un amigo de infancia, un espl?ndido muchacho de largas pesta?as, esperaba el casamiento con una impaciencia que no ocultaba; algunas t?as susurraban que cuando estaba sola con su novio se portaba mal: muy mal. La noche de mi llegada fuimos las dos, despu?s de comer, a dar una vuelta por el “Mail” que daba al jard?n. Nos sentamos en silencio sobre un banco de piedra; no ten?amos mucho que decirnos. Ella estuvo un rato rumiando, luego me mir? con curiosidad: “?Te bastan verdaderamente tus estudios? ?me pregunt??. ?Eres feliz as?? ?No deseas nunca otra cosa?” Sacud? la cabeza: “Me bastan”, dije. Era verdad; en ese final de a?o escolar no ve?a m?s lejos que el pr?ximo a?o escolar y el t?tulo de bachiller que ten?a que obtener. Titite suspir? y volvi? a caer en sus sue?os de novia que yo juzgaba a priori un poco tontos a pesar de mi simpat?a por ella. Jacques lleg? al d?a siguiente, bachiller, y lleno de suficiencia. Me llev? a la cancha de tenis, me propuso que pelote?ramos un poco, me venci?, se excus? con desenvoltura de haberme utilizado como “punching-ball”. Yo no le interesaba mucho, lo sab?a. Lo hab?a o?do hablar con estima de las chicas que mientras preparaban su bachillerato jugaban al tenis, sal?an, bailaban, se vest?an bien. Sin embargo, su desd?n resbal? sobre m?: ni un instante deplor? mi torpeza en el juego, ni el corte rudimentario de mi vestido de pong? rosado. Yo val?a m?s que las estudiantes regimentadas que Jacques prefer?a, ?l mismo lo advertir?a un d?a. Yo sal?a de la edad ingrata; en vez de lamentar mi infancia me volv?a hacia el porvenir; estaba lo bastante lejos como para no asustarme y ya me deslumbraba. Ese verano entre todos los veranos me embriagu? de su esplendor. Me sentaba sobre un bloque de granito gris al borde del estanque que hab?a descubierto en La Grill?re un a?o antes. Un molino se miraba en el agua donde vagabundeaban las nubes. Yo le?a Los paseos arqueol?gicos de Gast?n Boissier y me dec?a que un d?a pasear?a sobre el Palatino. Las nubes en el fondo del estanque se te??an de rosa; me levant?, pero no me decidla a irme; me apoy? contra el cerco de avellanos, la brisa de la tarde acariciaba los bonteros, me rozaba, me abofeteaba, y yo me abandonaba a su dulzura, a su violencia. Los avellanos murmuraban y yo comprend?a su or?culo; yo era esperada: por m? misma. Chorreando de luz, el mundo acostado a mis pies como un gran animal familiar, yo sonre?a a la adolescente que ma?ana morir?a y resucitar?a en mi gloria: ninguna vida, ning?n instante de ninguna vida podr?a cumplir las promesas con que yo

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enloquec?a mi cr?dulo coraz?n.

A fines de setiembre fui invitada con mi hermana a Meulan donde los padres de su mejor amiga ten?an una casa. Anne-Marie Gendron pertenec?a a una familia numerosa, con bastante fortuna y muy unida; no hab?a nunca una pelea, nadie levantaba nunca la voz, s?lo, sonrisas y atenciones: me encontraba en un para?so cuyo recuerdo hab?a perdido. Los muchachos nos pasearon en barco sobre el Sena: la mayor de las chicas, que ten?a veinte a?os, nos llev? en taxi a Vernon. Seguimos la ruta sobre la cornisa que domina el r?o; fui sensible a los encantos del paisaje pero aun m?s a la gracia de Clotilde; me invit? aquella noche a ir a su cuarto y conversamos. Hab?a terminado sus bachilleratos, le?a un poco, estudiaba asiduamente el piano; me habl? de su amor por la m?sica, de la se?ora Swetchine, de su familia. Su escritorio estaba lleno de recuerdos: legajos de cartas, atados con cintas, anotadores ?sin duda diarios ?ntimos?, programas de conciertos, fotograf?as, una acuarela que su madre hab?a pintado y le hab?a regalado el d?a en que cumpli? dieciocho a?os. Me pareci? extraordinariamente envidiable poseer un pasado propio casi tanto como tener una personalidad. Me prest? algunos libros; me trataba de igual a igual y me aconsejaba con una solicitud de hermana mayor. No vi m?s que a trav?s de ella. No la admiraba como a Zaza y era demasiado et?rea para inspirarme como Marguerite oscuros deseos. Pero la encontraba rom?ntica; me mostraba una atrayente imagen de la joven que yo ser?a ma?ana. Nos acompa?? a casa de nuestros padres; aun antes de que hubiera cerrado la puerta estall? una escena; ?hab?amos olvidado en Meulan un cepillo de dientes! Por contraste con los d?as serenos que yo acababa de vivir, la atm?sfera agria en que volv?a a hundirme me pareci? de pronto irrespirable. Solloc?, la cabeza apoyada contra la c?moda del vest?bulo; mi hermana me imit?: “?Qu? agradable! ?Apenas llegan se ponen a llorar!”, dec?an mi padre y mi madre, indignados. Por primera vez me confes? hasta qu? punto los gritos, las recriminaciones, la reprimendas que en general escuchaba en silencio me resultaban penosas de soportar. Todas las l?grimas que hab?a retenido durante meses me sofocaban. No s? si mi madre adivinaba que interiormente empezaba a escaparme de ella, pero yo la irritaba y a menudo se enojaba conmigo; por eso buscaba en Clotilde a una hermana mayor consoladora. Fui a su casa bastante a menudo; me seduc?an sus bonitos vestidos, el decorado refinado de su cuarto, su gentileza, su independencia; cuando me llevaba a un concierto admiraba que tomara taxis ?cosa que era a mis ojos el colmo de la magnificencia? y que marcara con decisi?n en el programa sus trozos preferidos. Esas relaciones asombraron a Zaza y aun m?s a las amigas de Clotilde; la costumbre quer?a que uno tuviera amigas de su edad m?s o menos. Un d?a tom? el t? en casa de Clotilde, con Lili Mabille y otras “grandes”; me sent? fuera de lugar y lo chato de la conversaci?n me defraud?. Adem?s Clotilde era muy piadosa: no pod?a servirme de gu?a a m? que ya no cre?a. Presumo que por su parte me consideraba demasiado joven; fue espaciando nuestros encuentros y yo no insist?; al cabo de algunas semanas dejamos de vernos. Poco despu?s hizo, con mucho sentimentalismo, un casamiento “arreglado”. Al principio del a?o escolar, abuelito cay? enfermo. Todas sus empresas hab?an fracasado. Su hijo hab?a imaginado, a?os atr?s, un modelo de latas de conservas que se abr?an con una moneda; quiso explotar ese invento, pero le robaron la patente; intent? hacerle un pleito a su competidor y lo perdi?. En sus conversaciones volv?an a menudo palabras inquietantes: acreedores, pagar?s, hipotecas. A veces cuando yo almorzaba en su casa llamaban a. la puerta: ?l pon?a un dedo sobre sus labios y reten?amos nuestra respiraci?n. En su rostro viol?ceo “su mirada se hab?a petrificado. Una tarde en casa, cuando se levant? para irse se puso a farfullar: “?D?nde est? mi reparaguas?” Cuando volv? a verlo estaba sentado en un sill?n, inm?vil, los ojos cerrados; se desplazaba con dificultad y dormitaba todo el d?a. De tanto en tanto alzaba los p?rpados: “Tengo una idea ?le dec?a a abuelita?. Tengo una buena idea: vamos a ser ricos.” Se paraliz? por

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completo y no se levant? m?s de su gran cama de columnas retorcidas; su cuerpo se cubri? de llagas que desparramaban un olor atroz. Abuelita lo cuidaba y tej?a durante todo el d?a ropa de ni?o. Abuelito siempre hab?a sido predestinado a las cat?strofes; abuelita aceptaba su suerte con tanta resignaci?n y los dos eran tan viejos que su desdicha me impresion? apenas. Yo estudiaba con m?s fervor que nunca. La inminencia de los ex?menes, la esperanza de ser pronto una estudiante universitaria, me aguijoneaban. Fue un a?o fasto. Mi cara mejoraba, mi cuerpo ya no me estorbaba; mis secretos eran menos pesados. Mi amistad por Zaza dej? de ser un tormento. Yo ten?a nuevamente confianza en m? misma, y adem?s Zaza cambi?, no me pregunt? por qu? pero de ir?nica se volvi? so?adora.. Empez? a gustarle Musset, Lacordaire, Chopin. Segu?a criticando el farise?smo de su medio, pero sin condenar a toda la humanidad. Me ahorr? sus sarcasmos. En el curso D?sir form?bamos un grupo aparte. En el instituto s?lo preparaban para lat?n y lenguas. El se?or Mabille quer?a que su hija tuviera una formaci?n cient?fica; a m? me gustaba lo que se resist?a: las matem?ticas me gustaban. Hicieron venir a una repetidora que nos ense?? el ?lgebra, la trigonometr?a, la f?sica. Joven, vivaz, competente, la se?orita Chassin no perd?a tiempo en discursos morales: trabaj?bamos sin tonter?as. Nos quer?a mucho. Cuando Zaza se perd?a demasiado rato en sus sue?os le preguntaba gentilmente: “?D?nde est? Elizabeth?” Zaza se sobresaltaba, sonre?a. Ten?amos como condisc?pulas a dos mellizas siempre enlutadas y casi mudas. La intimidad de esas clases me encantaba. En lat?n hab?amos obtenido saltar un a?o y pasar directamente al curso superior: la competencia con las alumnas de sexto a?o me hac?a jadear. Cuando me encontr?, el a?o del bachillerato, con mis condisc?pulas corrientes, y que me falt? lo picante de la novedad, el saber del abate Tr?court me pareci? m?s bien d?bil; no evitaba siempre los contrasentidos; pero ese hombre gordo de tez paspada era m?s abierto, m?s jovial que las se?oritas y sent?amos por ?l una simpat?a que visiblemente nos retribu?a. Como a nuestros padres les divert?a que tambi?n nos present?ramos a lat?nlenguas, empezamos en enero a aprender italiano y supimos descifrar muy pronto Cuore y Le mi? priginne. Zaza estudiaba alem?n; no obstante como mi profesora de ingl?s no pertenec?a a la cofrad?a y me demostraba amistad, segu? sus cursos con placer. En cambio, soport?bamos con impaciencia los patri?ticos sermones de la se?orita Gontran, nuestra profesora de historia; y la se?orita Lejeune nos irritaba por la estrechez de sus parcialidades literarias. Para ampliar nuestros horizontes le?amos mucho y discut?amos entre nosotras. A menudo en clase defend?amos tercamente nuestros puntos de vista: no s? si la se?orita Lejeune fue bastante perspicaz para adivinarme pero parec?a desconfiar m?s de m? que de Zaza. Nos ligamos con algunas compa?eras; nos reun?amos para jugar a las cartas y para conversar; en verano nos encontr?bamos el s?bado por la ma?ana en una cancha de tenis en la calle Boulard. Ninguna de entre ellas cont? mucho ni para Zaza ni para m?. A decir verdad, las alumnas mayores del curso D?sir carec?an de seducci?n. Once a?os de asiduidad me hab?an valido una medalla de esmalte; mi padre acept? sin entusiasmo asistir a la distribuci?n de premios: a la noche se quej? de no haber visto m?s que chicas feas. Sin embargo, algunas de mis condisc?pulas ten?an rasgos agradables; pero para vestirnos nos endomingaban; la austeridad de los peinados, los colores violentos o almibarados de los rasos y de los tafetanes apagaban todos los rostros. Lo que debi? impresionar sobre todo a mi padre fue el aire triste y oprimido de esas adolescentes. Yo estaba tan acostumbrada que cuando vi aparecer a una nueva recluta que re?a con una risa verdaderamente alegre me qued? azorada; era campeona internacional de golf, hab?a viajado mucho; su pelo corto, su blusa bien cortada, su ancha pollera tableada, su aspecto deportivo, su voz osada denotaban que hab?a crecido muy lejos de Santo Tom?s de Aquino; hablaba ingl?s perfectamente y sab?a bastante lat?n tomo para presentarse a los quince a?os y medio a su primer bachillerato; Comeille y Racine la hac?an bostezar. “La literatura me aburre”, me dijo. Me escandalic?: “?No diga eso!” “?Por qu?, si es verdad?” Su presencia refrescaba la f?nebre

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“sala de estudios” del curso. Hab?a cosas que la aburr?an, otras que le gustaban, en su vida hab?a placeres, y se adivinaba que esperaba algo del porvenir. La tristeza que se desprend?a de mis otras compa?eras ven?a menos de su apariencia opaca que de su resignaci?n. Terminados sus dos bachilleratos, seguir?an alg?n curso de historia y de literatura, la escuela del Louvre, o la Cruz Roja, pintura sobre porcelana, repujado, encuadernaci?n y se ocupar?an de algunas obras de beneficencia. De tanto en tanto las llevar?an a o?r Carmen o a dar vueltas alrededor de la tumba de Napole?n para entrever a alg?n muchacho; con un poco de suerte se casar?an con ?l. As? viv?a la mayor de las Mabille; cocinaba y bailaba, era la secretaria de su padre y la costurera de sus hermanas. Su madre la arrastraba de entrevista en entrevista. Zaza me cont? que una de sus t?as profesaba la teor?a del “flechazo sacramental”: en el minuto en que los novios pronuncian ante el sacerdote el s? que los une, la gracia baja sobre ellos y se quieren. Esas costumbres indignaban a Zaza; un d?a declar? que no ve?a diferencia entre una mujer que se casaba por inter?s y una prostituta; le hab?an ense?ado que una cristiana deb?a respetar su cuerpo: no lo respetaba si se entregaba sin amor por razones de conveniencia o de dinero. Su vehemencia me sorprendi?; parec?a que sent?a en su propia carne la ignominia de ese tr?fico. A m? no se me planteaba ese problema. Ganar?a mi vida, ser?a libre. Pero en el medio de Zaza hab?a que casarse o entrar al convento. “El celibato ?dec?a? no es una vocaci?n.” Ella empezaba a temerle al porvenir: ?era ?sa la causa de sus insomnios? Dorm?a mal; a menudo se levantaba de noche y se hac?a fricciones con agua de Colonia de pies a cabeza; por la ma?ana para animarse beb?a mezclas de caf? y de vino blanco. Cuando me contaba esos excesos me daba cuenta de que muchas cosas de ella se me escapaban. Pero alentaba su resistencia y ella me lo agradec?a; yo era su ?nica aliada. Compart?amos repulsiones y un gran deseo de felicidad. Pese a nuestras diferencias sol?amos reaccionar en forma id?ntica. Mi padre hab?a recibido del actor amigo suyo dos entradas gratuitas para una “matin?e” en el Od?on; nos las regal?; daban una pieza de Paul Fort, Carlos VI. Cuando estuve sentada en un palco a solas con Zaza, sin chaperon, me encant?. Se oyeron los tres golpes y asistimos a un drama negro; Carlos perd?a la raz?n; al final del primer acto erraba sobre el escenario desorientado, monologando con incoherencia, me hund? en una angustia tan solitaria como su locura. Mir? a Zaza: estaba p?lida. “Si esto se repite nos vamos”, le propuse. Acept?. Cuando se alz? el tel?n, Carlos, en camis?n, se debat?a entre las manos de unos enmascarados vestidos de cogullas. Salimos. La acomodadora nos detuvo: “?Por qu? se van?” “Es demasiado atroz”, dije. Se ech? a re?r: “Pero, chicas, no es cierto; es teatro.” Lo sab?amos, pero no por eso hab?amos dejado de entrever algo horrible. Mi entendimiento con Zaza, su estima, me ayudaron a liberarme de los adultos y a verme con mis propios ojos. Un incidente, sin embargo, me record? hasta qu? punto yo depend?a todav?a de su juicio. Explot?, inesperado, cuando yo empezaba a instalarme en la facilidad. Como todas las semanas, traduje con cuidado palabra por palabra la versi?n latina y la transcrib? en dos columnas. Luego hab?a que ponerla en “buen franc?s”. Result? que el texto estaba traducido en mi literatura latina con una elegancia que me pareci? inigualable: en comparaci?n todos los giros que acud?an a mi esp?ritu me parec?an de una afligente torpeza. Yo no hab?a cometido ninguna falta de sentido, estaba segura de obtener una nota excelente, no calcul?; pero el objeto, la frase, ten?a sus exigencias, deb?a ser perfecta; me repugnaba sustituir al modelo ideal, proporcionado por el manual, mis torpes inventos. Termin? por copiar la p?gina impresa. Nunca nos dejaban solas con el abate Tr?court; sentada en una mesita junto a la ventana, una se?orita nos vigilaba; antes que ?l nos devolviera nuestras traducciones ella anotaba las notas en un registro. Esa funci?n le hab?a tocado ese d?a a la se?orita Dubois la licenciada, de la cual normalmente yo hubiera tenido que seguir los cursos de lat?n el ano anterior y que hab?amos despreciado Zaza y yo por el abate: no me quer?a. La o? agitarse a mis espaldas; lanzaba exclamaciones en sordina, pero con

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furia. Termin? por redactar una nota que puso sobre el mont?n de deberes antes de entreg?rselos al abate. ?l limpi? sus lentes, ley? el mensaje y sonri?: “S? ?dijo con bonhom?a?, este pasaje de Cicer?n estaba traducido en el manual y muchas de ustedes lo advirtieron. He puesto las mejores notas a las alumnas que han conservado m?s originalidad.” Pese a la indulgencia de su voz, el rostro enfurecido de la se?orita Dubois, el silencio inquieto de mis condisc?pulas, me llenaron de terror. Sea por costumbre, sea por distracci?n o por amistad, el abate me hab?a calificado primera: obtuve 17. Por otra parte nadie ten?a menos de 12. Me pregunt? sin duda para explicar su parcialidad que explicara el texto palabra por palabra: afirm? mi voz y lo hice con seguridad. Me felicit? y la atm?sfera se distendi?. La se?orita Dubois no se atrevi? a reclamar que me hicieran leer en voz alta mi “buen franc?s”; Zaza, sentada a mi lado, ni lo mir?: era de una escrupulosa honestidad y se neg? a dudar de m?. Pero otras compa?eras al salir de clase murmuraron y la se?orita Dubois me llam? aparte: iba a comunicarle mi deslealtad a la se?orita Lejeune. As? lo que yo hab?a temido a menudo acababa finalmente de ocurrir: un acto, hecho con la inocencia de la clandestinidad, al revelarse me deshonraba. Todav?a respetaba a la se?orita Lejeune: la idea de que me despreciar?a, me torturaba. Imposible remontar el tiempo y borrar mi acto: ?estaba marcada para siempre! Yo lo hab?a presentido: la verdad puede ser injusta. Durante toda la tarde y una parte de la noche me debat? contra la trampa en que hab?a ca?do atolondradamente y que ya no me abandonar?a. Por lo general elud?a, huyendo, las dificultades, con la huida, el silencio, el olvido; rara vez tomaba iniciativas; pero esta vez decid? luchar. Para disipar las apariencias que me disfrazaban de culpable hab?a que mentir: mentir?a. Ir?a a ver a la se?orita Lejeune en su despacho y le jurar?a llorando que no hab?a copiado: se hab?an deslizado en mi versi?n involuntarias reminiscencias. Convencida de no haber hecho nada malo me defend? con el fervor de la franqueza. Pero daba un paso absurdo: inocente habr?a llevado mi deber como prueba; me content? con dar mi palabra. La directora no me crey?, me lo dijo y agreg? con impaciencia que el incidente estaba terminado. No me sermone?, no me hizo ning?n reproche: esa misma indiferencia y la sequedad de su voz me revelaron que no sent?a el menor afecto por m?. Yo hab?a temido que mi falta me destruyera en su esp?ritu; pero desde hac?a tiempo no me quedaba nada que perder. Me tranquilic?. Me negaba tan categ?ricamente su estima que dej? de desearla. Durante las semanas que precedieron al bachillerato conoc? alegr?as sin mezcla. Hac?a lindo tiempo y mi madre me permiti? que fuera a estudiar al Luxemburgo. Me instalaba en los jardines ingleses, al borde del c?sped o junto a la fuente M?dicis. Llevaba todav?a el pelo suelto, sobre la espalda y sujeto con una hebilla, pero mi prima Annie que a menudo me regalaba sus trajes viejos, me hab?a dado ese verano una pollera blanca tableada, una blusa de cretona azul: bajo mi sombrero de paja me ve?a a m? misma como una se?orita. Le?a Faguet, Bruneti?re, Jules Lemaitre, respiraba el olor del c?sped y me sent?a tan libre como los estudiantes que atravesaban indolentemente los jardines. Atraves? la verja, anduve rondando bajo las arcadas del Od?on; sent?a el mismo entusiasmo que a los diez a?os en los corredores de la biblioteca Cardinale. Hab?a en el escaparate hileras de libros encuadernados, de canto dorado, cuyas p?ginas estaban cortadas; yo le?a de pie durante dos o tres horas sin que nunca un vendedor, me molestara. Le? Anatole France, los Goncourt, Colette y todo lo que ca?a bajo mi mano. Me dec?a que mientras hubiera libros la felicidad me estaba garantizada. Hab?a conseguido permiso para acostarme bastante tarde; cuando pap? se hab?a ido al “Versailles” donde jugaba al bridge casi todas las noches, cuando mam? y mi hermana se hab?an acostado, yo me quedaba sola en el escritorio. Me asomaba a la ventana; el viento tra?a bocanadas de un olor a follaje; a lo lejos brillaban los vidrios. Yo descolgaba los prism?ticos de pap?, los sacaba de su estuche y, como antes, espiaba las vidas desconocidas. Poco me importaba la trivialidad del espect?culo; yo era ?lo soy siempre? sensible al encanto de ese teatrito de sombras: un cuarto iluminado en el fondo de la noche. Mi mirada erraba de fachada en fachada y me dec?a emocionada por la tibieza de la noche: “Pronto

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vivir? de veras.” Me dio un gran placer pasar mis ex?menes. En los anfiteatros de la Sorbona codeaba a muchachos y a chicas que hab?an hecho sus estudios en cursos y colegios desconocidos, en liceos; me evad?a del curso D?sir, afrontaba la verdad del mundo. Mis profesoras me hab?an asegurado que hab?a sido aprobada en el escrito, me present? al oral con tanta confianza que me cre?a graciosa con mi vestido demasiado largo de “voile” azul. Ante los se?ores importantes reunidos a prop?sito para juzgar mis m?ritos recobr? mi vanidad infantil. El examinador de letras en particular me halag? habl?ndome en un tono de conversaci?n: me pregunt? si era parienta de Roger de Beauvoir; yo repliqu? que ese nombre era un seud?nimo; me interrog? sobre Ronsard; mientras expon?a mi saber admiraba la hermosa cabeza pensativa que se inclinaba hacia m?: por fin ve?a frente a frente a uno de esos hombres superiores cuyo sufragio codiciaba. En el examen de lat?n-lenguas, sin embargo, el examinador me recibi? ir?nicamente: “?Entonces, se?orita, usted colecciona diplomas!” Desconcertada, me di cuenta bruscamente de que mi performance pod?a parecer irrisoria; pero no me amilan?. Saqu? la menci?n “bueno” y las se?oritas satisfechas de poder escribir ese ?xito en sus registros me agasajaron. Mis padres estaban encantados. Jacques, siempre perentorio, hab?a decretado: “Hay que tener por lo menos la menci?n ‘bueno’ o ninguna menci?n.” Me felicit? con calor. Zaza tambi?n pas?, pero durante ese per?odo me preocupaba mucho menos de ella que de mi. Clotilde y Marguerite me mandaron cartas afectuosas; mi madre me estrope? un poco mi placer tray?ndomelas abiertas y recit?ndome el contenido con animaci?n, pero era una costumbre tan s?lidamente establecida que no protest?. Est?bamos entonces en V?lleme, en Normand?a, en casa de unos primos muy “bien pensantes”. No me gustaba esa propiedad demasiado peinada: ni senderos imprevistos, ni bosques; los prados estaban rodeados de alambre de p?a; una tarde me deslic? bajo un cerco, me extend? sobre el pasto: una mujer se acerc? y me pregunt? si estaba enferma. Volv? al parque, pero me ahogaba. Mi padre ausente, mam? y mis primos comulgaban en una misma devoci?n, profesaban los mismos principios sin que ninguna voz rompiera ese perfecto acuerdo; hablando con abandono delante de m? me impon?an una complicidad que no me atrev?a a recusar: ten?a la impresi?n de que me violentaban. Fuimos en auto a Rouen; pasamos la tarde visitando iglesias; hab?a muchas y cada una desencadenaba delirios ext?ticos. Ante los encajes de piedra de San Maclou el entusiasmo lleg? al paroxismo: ?qu? trabajo!, ?qu? finura! Yo callaba. “?C?mo, no te parece lindo?”, me preguntaron escandalizados. No me parec?a ni feo ni lindo; no sent?a nada. Insistieron. Apret? los dientes; me negu? a dejar introducir a la fuerza palabras en mi boca. Todas las miradas se clavaban, conden?ndome, sobre mis labios cerrados: la ira, el desamparo, me condujeron al borde del llanto. Mi primo termin? por explicar en tono conciliador que a mi edad uno ten?a el esp?ritu de contradicci?n y mi suplicio toc? a su fin. En el Limousin recobr? la libertad que necesitaba. Cuando hab?a pasado el d?a sola o con mi hermana, jugaba con gusto por la noche al mahjong en familia. Me inici? en la filosof?a, leyendo La vida intelectual del padre Sertilanges, y La certidumbre moral de Oll?-Laprune, que me aburrieron mucho. A mi padre nunca le hab?a gustado la filosof?a; a mi alrededor como alrededor de Zaza le desconfiaban. “?Qu? l?stima, t? que razonas tan bien van a ense?arte a razonar mal!”, le dec?a uno de sus t?os, sin embargo a Jacques le interesaba. En m? la novedad suscitaba siempre una esperanza. Esper? con impaciencia la iniciaci?n de los cursos. Psicolog?a, l?gica, moral, metaf?sica: el abate Tr?court liquidaba el programa a raz?n de cuatro horas semanales. Se limitaba a devolvernos nuestras disertaciones, a hacernos dictados, a hacernos recitar la lecci?n aprendida en nuestro manual. A prop?sito de cada problema, el autor, el reverendo Padre Lahr, hac?a un r?pido inventario de los errores humanos y nos ense?aba la verdad seg?n Santo

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Tom?s. El abate no se complicaba tampoco con sutilezas. Para refutar el idealismo pon?a la evidencia del tacto a las posibles ilusiones de la vista; golpeaba sobre la mesa declarando: “Lo que es, es.” Las lecturas que nos indicaba carec?an de sal; eran La atenci?n de Ribot, La psicolog?a de las masas de Gustave Lebon, Las ideas-fuerzas de Fouill?e. Sin embargo, yo me apasionaba. Volv?a a encontrar, tratados, por se?ores serios en los libros, los problemas que hab?an intrigado mi infancia; de pronto el mundo de los adultos no se deslizaba sin tropiezos: hab?a un anverso, un rev?s, la duda entraba; forzando un poco, ?qu? quedar?a? No se forzaba mucho, pero ya era bastante extraordinario, despu?s de doce a?os de dogmatismo una disciplina que planteara interrogantes y que me los planteara a m?. Pues era yo, a la que siempre hab?an hablado de lugares comunes, la que de pronto se encontraba puesta en cuesti?n. ?De d?nde sal?a mi conciencia? ?De d?nde sacaba sus poderes? La estatua de Condillac me hizo so?ar tan vertiginosamente como la vieja chaqueta de mis siete a?os. Tambi?n vi, azorada, las coordinaciones del universo ponerse a vacilar; las especulaciones de Henri Poincar? sobre la relatividad del espacio y del tiempo, de la medida, me hundieron en infinitas meditaciones. Me conmovieron las p?ginas donde, evocaba el paso del hombre a trav?s del universo ciego: ?s?lo un destello, pero un destello que es todo! La imagen me persigui? mucho tiempo, la de ese gran fuego ardiendo en las tinieblas. Lo que sobre todo me atrajo en la filosof?a fue que supon?a que iba derecho a lo esencial. Nunca me hab?an gustado los detalles, ve?a el sentido global de las cosas m?s que sus singularidades y prefer?a comprender a ver; yo siempre hab?a deseado conocerlo todo; la filosof?a me permitir?a alcanzar ese deseo, pues apuntaba a la totalidad de lo real; se instalaba enseguida en su coraz?n y me revelaba en vez de un decepcionante torbellino de hechos o de leyes emp?ricas un orden, una raz?n, una necesidad. Ciencias, literatura, todas las otras disciplinas me parecieron parientes pobres. D?a a d?a, sin embargo, no aprend?amos gran cosa. Pero escap?bamos del hast?o por la tenacidad que pon?amos, Zaza y yo, en las discusiones. Hubo un debate particularmente agitado sobre el amor llamado plat?nico y sobre el otro que no se nombra. Una compa?era hab?a puesto a Trist?n e Isolda entre los enamorados plat?nicos, Zaza se ech? a re?r: “?Plat?nicos Trist?n e Isolda! ?Ah, no!”, dijo con un aire de competencia que desconcert? a toda la clase. La conclusi?n del abate fue exhortarnos, al casamiento de raz?n: uno no se casa con un muchacho porque le queda bien la corbata. Dejamos pasar esa tonter?a. Pero no siempre ?ramos tan conciliadoras; cuando un tema nos interesaba discut?amos sin aflojar. Respet?bamos muchas cosas; pens?bamos que las palabras patria, deber, bien, mal, ten?an un sentido; trat?bamos simplemente de definirlas; no intent?bamos destruir nada, pero nos gustaba razonar. Era lo suficiente para que nos acusaran de tener “mal fondo”. La se?orita Lejeune que asist?a a todos los cursos declar? que nos aventur?bamos en una pendiente peligrosa. El abate, a mediados de a?o, nos llam? aparte y nos suplic? que no nos “resec?ramos”; si no terminar?amos por parecemos a las se?oritas: eran santas mujeres pero m?s val?a no marchar sobre sus huellas. Me conmovi? su buena voluntad, me sorprendi? su aberraci?n. Le asegur? que no entrar?a en la cofrad?a. Me inspiraba un rechazo que extra?aba a Zaza; a trav?s de sus burlas ella quer?a a nuestras profesoras y la escandalic? cuando le dije que me alejar?a de ellas sin pena. Mi vida de colegiala terminaba, otra cosa iba a comenzar: ?qu?, exactamente? En los Anales le? una conferencia que me hizo pensar; una antigua alumna de S?vres evocaba sus recuerdos; describ?a jardines donde hermosas j?venes ?vidas de saber se paseaban a la luz de la luna; sus voces se un?an al murmullo de las fuentes. Pero mi madre desconfiaba de S?vres y, bien pensado, no me tentaba encerrarme fuera de Par?s, con mujeres. ?Entonces qu? decidir? Tem?a la parte arbitraria que encierra toda elecci?n. Mi padre, que sufr?a de verse a los cincuenta a?os ante un porvenir incierto, deseaba ante todo para m? la seguridad; me destinaba a la administraci?n que me asegurar?a un sueldo fijo y una jubilaci?n. Alguien le aconsej? la Escuela de chartes. Fui con mi madre a la Sorbona a consultar a

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una se?orita. Recorr? corredores tapizados de libros sobre los cuales se abr?an despachos llenos de ficheros. De ni?a hab?a so?ado vivir entre esa polvorienta sabidur?a y me parec?a hoy penetrar en el santuario de los santuarios. La se?orita nos describi? las bellezas pero tambi?n las dificultades de la carrera de bibliotecaria; la idea de aprender el s?nscrito me espant?; la erudici?n no me tentaba. Lo que me hubiera gustado habr?a sido continuar mis estudios de filosof?a. Hab?a le?do en una revista un art?culo sobre una mujer fil?sofa que se llamaba se?orita Zanta; hab?a pasado su doctorado; estaba fotografiada en su escritorio, el rostro grave y reposado; viv?a con una sobrina a la que hab?a adoptado: as? hab?a logrado conciliar su vida cerebral con las exigencias de su sensibilidad femenina. ?C?mo me hubiera gustado que escribieran un d?a sobre m? cosas tan halagadoras! Las mujeres que ten?an un diploma o un doctorado de filosof?a se contaban con los dedos de una mano: yo deseaba ser una de esas precursoras. Pr?cticamente la ?nica carrera que esos diplomas me abrir?an ser?a la ense?anza: no ten?a nada en contra. Mi padre no se opuso a ese proyecto; pero se negaba a dejarme buscar lecciones: tendr?a un puesto en un liceo. ?Por qu? no? Esa soluci?n satisfac?a mi gusto de la prudencia. Mi madre inform? t?midamente a las se?oritas y sus rostros se congelaron. Hab?an empleado sus existencias en combatir el laicismo y no hac?an ninguna diferencia entre un establecimiento de Estado y una casa de tolerancia. Adem?s explicaron a mi madre que la filosof?a corro?a mortalmente las almas; en un a?o de Sorbona yo perder?a mi fe y mis buenas costumbres. Mam? se inquiet?. Como la licencia cl?sica ofrec?a, seg?n pap?, m?s posibilidades, como quiz? le permitieran a Zaza preparar algunos certificados, acept? sacrificar la filosof?a a las letras. Pero mantuve mi decisi?n de ense?ar en un liceo. ?Qu? esc?ndalo! Once a?os de cuidados, de sermones, de adoctrinarme asiduamente: ?y mord?a la mano que me hab?a alimentado! En las miradas de mis educadoras le?a con indiferencia mi ingratitud, mi indignidad, mi traici?n: Satan?s me hab?a conquistado. En julio pas? las matem?ticas elementales y filosof?a. La ense?anza del abate era tan d?bil que mi disertaci?n, que ?l hubiera calificado con 16, me vali? apenas un 11. Me desquit? en ciencias. La noche del oral mi padre me llev? al teatro de Dix Heures donde o? a Dorin, Colline, No?l-No?l; me divert? mucho. ?Qu? feliz estaba de haber terminado con el curso D?sir! Dos o tres d?as m?s tarde, sin embargo, estando sola en el departamento, sent? un extra?o malestar; me qued? plantada en medio del cuarto casi tan perdida como si hubiera sido trasplantada a otro planeta: sin familia, sin amigas, sin lazos, sin esperanza. Mi coraz?n estaba muerto y el mundo vac?o: ?semejante vac?o podr?a colmarse? Tuve miedo. Y despu?s el tiempo volvi? a correr.

Hab?a un punto sobre el cual mi educaci?n me hab?a marcado profundamente: pese a mis lecturas segu?a siendo una mojigata. Ten?a diecis?is a?os cuando una t?a nos llev? a mi hermana y a m? a la sala Pleyel a ver una pel?cula de viajes. Todos los asientos estaban ocupados y nos quedamos de pie en el pasillo. Sent? con sorpresa unas manos que me palpaban a trav?s de mi abrigo de lana; cre? que trataban de robarme mi cartera y la apret? bajo mi brazo; las manos siguieron tritur?ndome absurdamente. No supe qu? decir ni qu? hacer: me qued? quieta. Terminada la pel?cula un hombre que llevaba un chambergo marr?n me se?al? riendo a un amigo que tambi?n se puso a re?r. Se burlaban de m?: ?por qu?? No comprend? nada. Poco despu?s alguien ?ya no s? qui?n? me pidi? que fuera a comprar en una librer?a de objetos religiosos cerca de San Sulpicio algo para una kermesse. Un empleado rubio, t?mido, vestido con un largo delantal negro me pregunt? cort?smente lo que deseaba. Se dirigi? hacia el fondo de la tienda y me hizo una se?a para que lo siguiera; me acerqu?: abri? su delantal descubriendo algo rosado; su rostro no expresaba nada y me qued? un instante azorada; luego volv? la espalda y me fui. Su gesto disparatado me atorment? menos que en el escenario del Od?on los delirios del falso Carlos VI; pero me dej? la impresi?n de que inopinadamente pod?an ocurrir cosas raras. Cada vez que estaba sola en

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una tienda o en el and?n del subterr?neo, con un hombre desconocido, sent?a una aprensi?n. A principio de mi a?o de filosof?a la se?ora Mabille convenci? a mam? de que me hiciera tomar clases de baile. Una vez por semana me encontraba con Zaza en una sala donde chicas y muchachos se ejercitaban a moverse r?tmicamente bajo la direcci?n de una se?ora madura. Yo llevaba esos d?as un vestido de jersey de seda azul dado por mi prima Annie, y qu? se ajustaba m?s o menos a mi medida. Ten?a prohibido todo maquillaje. En mi familia la ?nica que se pintaba era mi prima Madeleine. A los diecis?is a?os hab?a empezado a arreglarse con coqueter?a. Pap?, mam?, t?a Marguerite la se?alaban con el dedo: “?Madeleine, te has puesto polvos!” “Pero no, t?a, se lo aseguro”, contestaba ella. Yo re?a con los adultos: el artificio era siempre “rid?culo”. Todas las ma?anas volv?a a la carga: “No digas Madeleine que no te has puesto polvos, se ve.” Un d?a, tendr?a unos dieciocho o diecinueve a?os, contest? excedida: “?Despu?s de todo por qu? no?” Hab?a llegado a confesar: triunfaron. Pero su respuesta me hizo reflexionar. De todas maneras viv?amos muy lejos del estado natural. En mi familia afirmaban: “La pintura estropea el cutis.” Pero sol?amos decirnos mi hermana y yo viendo el mal cutis de mis t?as que la prudencia conven?a poco. Sin embargo, no intent? discutir. Llegaba por lo tanto a la clase de baile, mal entrazada, el pelo opaco, las mejillas y la nariz brillantes. No sab?a hacer nada con mi cuerpo, ni siquiera nadar ni andar en bicicleta; me sent?a tan torpe como el d?a en que me hab?a exhibido disfrazada de espa?ola. Pero por otra raz?n empec? a aborrecer esas clases. Cuando mi compa?ero me oprim?a entre sus brazos y me apretaba contra su pecho, sent?a una impresi?n extra?a que se parec?a a un v?rtigo de est?mago, pero que olvidaba menos f?cilmente. De vuelta a casa me tiraba sobre el sill?n de cuero, idiotizada por una languidez que no ten?a nombre y que me daba ganas de llorar. Pretext? mis estudios para suspender esos cursos. Zaza era m?s despierta que yo: “?Cuando pienso que nuestras madres nos miran bailar con la mayor serenidad de esp?ritu, las inocentes!”, me dijo una vez. Les dec?a a su hermana Lili y a sus primas mayores: “Vamos, no me cuenten que si bail?ramos entre nosotras o con nuestros hermanos nos divertir?a tanto.” Cre? que un?a el placer del baile con ese otro, para m? muy vago, del flirt. A los doce a?os mi ignorancia hab?a presentido el deseo, la caricia; a los diecisiete, te?ricamente informada, ni siquiera sab?a reconocer la turbaci?n. No s? si entraba o no mala fe en mi ingenuidad; en todo caso la sexualidad me asustaba. Una sola persona, Titite, me hab?a hecho entrever que el amor f?sico puede ser vivido en forma natural y en la alegr?a; su cuerpo exuberante no conoc?a la verg?enza y cuando evocaba su boda el deseo que brillaba en sus ojos la embellec?a. T?a Simone insinuaba que con su novio “hab?a ido muy lejos”; mam? la defend?a: ese debate me parec?a ocioso; casados o no las caricias de esos dos hermosos j?venes no me chocaban: se quer?an. Pero esa ?nica experiencia no bast? para derrumbar los tab?s erguidos a mi alrededor. No solamente yo nunca hab?a ?desde Villeirs? puesto los pies en una playa, en una piscina, en un gimnasio, a tal punto que la desnudez se confund?a en m? con la indecencia; sino que en el ambiente en que viv?a nunca la franqueza de una necesidad, nunca un acto violento desgarraba la red de convenciones y de rutinas. En los adultos desencarnados que s?lo cambiaban palabras y gestos convencionales ?c?mo darle un lugar a la crudeza animal, del instinto, del placer? Durante mi a?o de filosof?a, Marguerite de Th?ricourt fue a anunciarle a la se?orita Lejeune su pr?ximo casamiento: se casaba con un socio de su padre, rico, noble, mucho mayor que ella, que conoc?a desde la infancia. Todo el mundo la felicit? y ella resplandec?a de c?ndida felicidad. La palabra “casamiento” explot? en mi cabeza y me qued? de pronto tan estupefacta como el d?a en que en plena clase una compa?era se hab?a puesto a ladrar. Esa se?orita seria, con guantes, con sombrero, con sonrisas estudiadas ?c?mo transformarla en la imagen de un cuerpo tierno y rosado acostado entre los brazos de un hombre? No llegu? hasta desnudar a Marguerite; pero bajo su largo camis?n y la lluvia de sus cabellos desatados, su carne se ofrec?a. Ese brusco impudor lindaba con la demencia. O la sexualidad era una breve crisis

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de locura; o Marguerite no coincid?a con la joven bien educada que iba a todas partes escoltada por su gobernanta; las apariencias ment?an, el mundo que me hab?an ense?ado estaba completamente truncado, me inclin? por esa hip?tesis pero hab?a cre?do demasiado tiempo en ese enga?o: la ilusi?n resist?a a la duda. La verdadera Marguerite llevaba obstinadamente guantes y sombrero. Cuando la evocaba semidesnuda, expuesta a la mirada de un hombre, me sent?a arrastrada por un sim?n que pulverizaba todas las normas de la moral y del buen sentido. A fines de julio salimos a veranear. Descubr? un aspecto nuevo de la vida sexual; ni tranquila alegr?a de los sentidos, ni turbador extrav?o, se me apareci? como una picard?a. Mi t?o Maurice, despu?s de haberse alimentado exclusivamente de ensaladas durante dos o tres a?os, hab?a muerto de un c?ncer al est?mago entre atroces sufrimientos. Mi t?a y Madeleine lo hab?an llorado mucho. Pero cuando se hubieron consolado, la vida en La Grill?re fue mucho m?s alegre que en el pasado. Roben pudo invitar libremente a sus amigos. Los hijos de los hidalgos limusinos acababan de descubrir el autom?vil y se reun?an a cincuenta kil?metros a la redonda para cazar y bailar. Aquel a?o Roben festejaba a una joven belleza de unos veinticinco a?os que pasaba sus vacaciones en la aldea vecina con la evidente intenci?n de casarse con ?l; casi todos los d?as Yvonne ven?a a La Grill?re; exhib?a un guardarropa abigarrado, cabello opulento, una sonrisa tan inmutable que nunca pude decidir si era sorda o idiota. Una tarde en la sala liberada de sus fundas, su madre se sent? al piano e Yvonne, vestida de andaluza, jugando con el abanica y con las pupilas, ejecut? bailes espa?oles en medio de un c?rculo de muchachos burlones. A causa de este idilio los “parties” se multiplicaron en La Grill?re y en los alrededores. Yo me divert?a mucho. Los padres no se mezclaban: pod?amos re?r y agitarnos sin molestias. Far?ndulas, rondas, juego de sillas, el baile era un juego entre tantos otros y ya no me incomodaba. Hasta me gust? un poco uno de mis caballeros que terminaba su carrera de medicina. Una vez en un castillo vecino nos quedamos hasta la madrugada; hicimos sopa de cebolla en la cocina; fuimos en auto hasta el pie del monte Gargan que escalamos para ver la salida del sol; tomamos caf? con leche en una hoster?a; fue mi primera noche en vela. En mis cartas le cont? a Zaza esas org?as y pareci? un poco escandalizada de que a m? me dieran tanto placer y que mam? las tolerara. Ni mi virtud ni la de mi hermana corrieron nunca peligro; nos llamaban “las dos chicas”; visiblemente poco avivadas, el “sex appeal” no era nuestro fuerte. Sin embargo, las conversaciones bull?an de alusiones y de sobrentendidos cuya picard?a me chocaba. Madeleine me confi? que durante esas veladas ocurr?an muchas cosas en los matorrales y en los autom?viles. Las chicas cuidaban de seguir siendo v?rgenes. Yvonne hab?a desde?ado esa precauci?n; los amigos de Roben que hab?an aprovechado de ella por turno advirtieron comedidamente a mi primo y el casamiento no se hizo. Las otras chicas conoc?an la regla del juego y la observaban; pero esa prudencia no les imped?a agradables diversiones. Sin duda ?stas no eran muy l?citas: las escrupulosas corr?an a confesarse al d?a siguiente y se encontraban con el alma limpia. Yo hubiera querido comprender por qu? mecanismo el contacto de dos bocas provoca la voluptuosidad. A menudo mirando los labios de un muchacho o de una chica me asombraba como antes ante el riel mort?fero del subterr?neo o ante un libro peligroso. La ense?anza de Madeleine era siempre barroca; me explic? que el placer depend?a del gusto de cada uno: su amiga Nin? exig?a que su festejante le besara o le hiciera cosquillas en la planta del pie. Con curiosidad, con malestar, me preguntaba si mi propio cuerpo encerraba fuentes ocultas de las cuales surgir?an un d?a imprevisibles emociones. Yo no me habr?a prestado por nada del mundo a la m?s modesta experiencia. Las costumbres que me describ?a Madeleine me indignaban. El amor tal como yo lo conceb?a no interesaba al cuerpo; pero me negaba a que el cuerpo tratara de tranquilizarse fuera del amor. No llevaba la intransigencia hasta el extremo de Antonio Radier, redactor de la Revue Francaise, donde mi padre trabajaba, que hab?a pintado en una novela el conmovedor retrato de una ni?a verdadera: hab?a permitido que una vez un

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hombre le robara un beso y antes que confesar esa villan?a a su novio renunciaba a ?l. Esa historia me pareci? rid?cula. Pero cuando una de mis compa?eras, hija de un general, me contaba no sin melancol?a que cada vez que sal?a, por lo menos uno de sus bailarines la besaba, la critiqu? por aceptarlo. Me parec?a triste, incongruente y en resumidas cuentas culpable dar sus labios a un indiferente. Una de las razones de mi mojigater?a era sin duda ese rechazo mezclado con el temor que el macho inspira generalmente a las v?rgenes; tem?a sobre todo mis propios sentidos y sus caprichos; el malestar experimentado durante el curso de baile me molestaba porque lo sent?a a pesar de m?; no admit?a que por un simple contacto, por una presi?n, un abrazo, un desconocido pudiera hacerme naufragar. Llegar?a el d?a en que caer?a pasmada en brazos de un hombre: elegir?a mi hora y mi decisi?n se justificar?a por la violencia de un amor. A ese orgullo racionalista se agregaban mitos forjados por mi educaci?n. Yo hab?a amado esa hostia inmaculada: mi alma; en mi memoria flotaban im?genes de armi?o manchado, de lirio profanado; si no estaba transfigurado por el fuego de la pasi?n, el placer ensuciaba. Por otra parte, yo era extremista: quer?a todo o nada. Si amaba ser?a para toda la vida y me dar?a entera con mi cuerpo, mi coraz?n, mi cabeza y mi pasado. Me negaba a picotear emociones, voluptuosidades ajenas a esa idea. A decir verdad no tuve oportunidad de probar la solidez de esos principios, pues ning?n seductor trat? de conmoverlos. Mi conducta se conformaba con la moral en vigor en mi medio; pero yo no la aceptaba sin una importante reserva; pretend?a someter a los hombres a la misma ley que las mujeres. T?a Germaine hab?a deplorado con palabras veladas ante mis padres que Jacques fuera demasiado juicioso. Mi padre, la mayor?a de los escritores, y en resumidas cuentas el consenso universal alentaban a los muchachos a conocer la vida. Llegado el momento se casar?an con una joven de su medio; entretanto los aprobaban por divertirse con muchachas de condici?n humilde: plumitas, grisetas, costureritas, vendedoras. Esa costumbre me indignaba. Me hab?an repetido que las clases bajas no tienen moral: la inconducta de una lencera o de una florista me parec?a tan natural que ni siquiera me escandalizaba; sent?a simpat?a por esas muchachas sin fortuna que los novelistas dotaban a menudo de las cualidades m?s conmovedoras. Sin embargo, desde el primer momento su amor estaba condenado: un d?a u otro, seg?n sus caprichos o sus comodidades, su amante las plantar?a por una se?orita. Yo era dem?crata y era rom?ntica: me parec?a indignante que por el solo hecho de ser un hombre y de tener dinero lo autorizaran a burlarse de un sentimiento. Por otra parte, me sublevaba en nombre de la blanca novia con quien me identificaba. No ve?a ninguna raz?n para reconocerle a mi compa?ero derechos que ?l no me conced?a. Nuestro amor s?lo ser?a necesario y total si ?l se conservaba para m? como yo me conservaba para ?l. Adem?s era necesario que la vida sexual fuera en su esencia misma y para todo el mundo un asunto serio; de lo contrario yo hubiera tenido que revisar mi propia actitud y como era por el momento incapaz de cambiar eso, me habr?a arrojado en grandes perplejidades. Por lo tanto me empe?aba, contra la opini?n p?blica, en exigir a ambos sexos una id?ntica castidad.

A fines de setiembre pas? una semana en casa de una compa?era. Zaza me hab?a invitado algunas veces a Laubardon; las dificultades del viaje, mi edad demasiado tierna hab?an hecho abortar ese proyecto. Ahora ten?a diecisiete a?os y mam? acept? meterme en un tren que me conducir?a directamente de Par?s a Joigny donde mis anfitriones ir?an a buscarme. Era la primera vez que yo viajaba sola; me hab?a levantado el pelo, llevaba un sombrerito de castor gris, estaba orgullosa de mi libertad y levemente inquieta: en las estaciones espiaba a los viajeros; no me habr?a gustado encontrarme encerrada en mi comportamiento sola con un extra?o. Th?r?se me esperaba en el and?n. Era una triste adolescente, hu?rfana de padre, que llevaba una existencia enlutada entre su madre y media docena de hermanas mayores. Piadosa y sentimental, hab?a decorado su cuarto con r?os de muselinas blancas que habr?an hecho sonre?r a Zaza. Me envidiaba mi relativa libertad y creo que yo

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encarnaba para ella toda la alegr?a del mundo. Pasaba el verano en un gran castillo de ladrillos, bastante lindo, muy l?gubre, rodeado por bosques admirables. En el monte de ?rboles, en el flanco de las colinas cubiertas de vi?as, descubr? un nuevo oto?o: violeta, naranja, rojo, y todo manchado de oro. Mientras pase?bamos habl?bamos de la pr?xima iniciaci?n de las clases. Th?r?se hab?a conseguido que la dejaran seguir conmigo algunos cursos de literatura y de lat?n. Yo me dispon?a a estudiar fuerte. A pap? le habr?a gustado que yo acumulara las letras y el derecho “que siempre puede servir”; pero yo hab?a recorrido en Meyrignac el C?digo Civil y esa lectura me hab?a inspirado rechazo. En cambio, mi profesora de ciencias me impulsaba a intentar las matem?ticas generales y la idea me agradaba: preparar?a ese certificado en el instituto cat?lico. En cuanto a las letras estaba decidido, por consejo del se?or Mabille, que seguir?amos los cursos en el instituto dirigido en Neuilly por la se?ora Dani?lou; as? nuestras relaciones con la Sorbona estar?an reducidas al m?nimo. Mam?, hab?a conversado con la se?orita Lambert, principal colaboradora de la se?ora Dani?lou: si yo segu?a estudiando con empe?o podr?a muy bien llegar hasta la agregaci?n. Recib? una carta de Zaza: la se?orita Lejeune le hab?a escrito a su madre para prevenirla contra la atroz crudeza de los cl?sicos griegos y latinos; la se?ora Mabille hab?a contestado que tem?a, para una imaginaci?n joven, las trampas del romanticismo pero no del realismo. Robert Garric, nuestro futuro profesor de literatura, cat?lico ferviente y de una espiritualidad por encima de toda sospecha, hab?a afirmado al se?or Mabille que uno puede estudiar sin condenarse. As? todos mis deseos se cumpl?an: esa vida que se abr?a yo la compartir?a tambi?n con Zaza. Una vida nueva; otra vida: yo estaba m?s emocionada que la v?spera de mi entrada al curso Cero. Extendida sobre las hojas secas, la mirada aturdida por los colores apasionados de las vi?as, me repet?a las palabras austeras: licencia, agregaci?n. Y todas las vallas, todos los muros se esfumaban. Yo adelantaba al aire libre a trav?s de la verdad del mundo. El porvenir ya no era una esperanza, yo lo tocaba. Cuatro o cinco a?os de estudio y luego toda una existencia que yo moldear?a con mis manos. Mi vida ser?a una hermosa historia que se volver?a verdadera a medida que yo me la fuera contando.