IV. EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
?De qu? se trata en esta serie de estudios? De trascribir como historia la f?bula de las Joyas indiscretas.
Entre sus emblemas, nuestra sociedad lleva el
del sexo que habla. Del sexo sorprendido e interrogado que, a la vez constre?ido y locuaz, responde inagotablemente. Cierto mecanismo, lo bastante maravilloso como para tornarse ?l mismo
invisible, lo captur? un d?a. Y en un juego donde
el placer se mezcla con lo involuntario y el consentimiento con la inquisici?n, le hace decir la
verdad de s? y de los dem?s. Desde hace muchos
a?os, vivimos en el reino del pr?ncipe Mangogul:
presas de una inmensa curiosidad por el sexo, obstinados en interrogarlo, insaciables para escucharlo y o?r hablar de ?l, listos para inventar todos los
anillos m?gicos que pudieran forzar su discreci?n.
Como si fuese esencial que de ese peque?o fragmento de nosotros mismos pudi?ramos extraer no
s?lo placer sino saber y todo un sutil juego que
salta del uno al otro: saber sobre el placer, placer
en saber sobre el placer, placer-saber: y como si
ese peregrino animal que alojamos tuviese por su
parte orejas lo bastante curiosas, ojos lo bastante
atentos y una lengua y un esp?ritu lo bastante bien
construidos como para saber much?simo sobre ello
y ser completamente capaz de decirlo, con s?lo que
uno se lo solicite con un poco de ma?a. Entre cada
uno de nosotros y nuestro sexo, el Occidente tendi? una incesante exigencia de verdad: a nosotros
nos toca arrancarle la suya, puesto que la ignora; a
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96 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
?l, decirnos la nuestra, puesto que la posee en la
sombra. ?Oculto, el sexo? ?Escondido por nuevos
pudores, metido en la chimenea por las tristes
exigencias de la sociedad burguesa? Al contrario:
incandescente. Hace ya varios cientos de a?os, fue
colocado en el centro de una formidable petici6n
de saber. Petici?n doble, pues estamos constre?idos a saber qu? pasa con ?l, mientras se sospecha
que ?l sabe qu? es lo que pasa con nosotros.
Determinada pendiente nos ha conducido, en
unos siglos, a formular al sexo la pregunta acerca
de lo que somos. Y no tanto al sexo-naturaleza
(elemento del sistema de lo viviente, objeto para
una biolog?a), sino al sexo-historia, o sexo-significaci?n; al sexo-discurso. Nos colocamos nosotros
mismos bajo el signo del sexo, pero m?s bien de
una L6gica del sexo que de una F?sica. No hay
que enga?arse: bajo la gran serie de las oposiciones binarias (cuerpo-alma, carne-esp?ritu, instintoraz?n, pulsiones-consciencia) que parec?an reducir
y remitir el sexo a una pura mec?nica sin raz?n,
Occidente ha logrado no s?lo -no tanto-s- anexar
el sexo a un campo de racionalidad (lo que no ser?a
nada notable, habituados como estamos, desde los
griegos, a tales “conquistas”), sino hacernos pasar
casi por entero -nosotros, nuestro cuerpo. nuestra
alma, nuestra individualidad, nuestra historiabajo el signo de una l?gica de la concupiscencia
y el deseo. Tal l?gica nos sirve de clave universal
cuando se trata de saber qui?nes somos. Desde
hace varias d?cadas, los especialistas en gen?tica
no conciben m?s la vida como una organizaci?n
dotada, adem?s, de la extra?a capacidad de reproducirse; en el mecanismo de reproducci?n ven
precisamente lo que introduce en la di
EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD 97
de lo biol?gico: no s?lo matriz de los seres vivientes, sino de la vida. Ahora bien, ya van varios
siglos que, de una manera indudablemente muy
poco “cient?fica”, los innumerables te?ricos y pr?cticos de la carne hicieron del hombre e! hijo de
un sexo imperioso e inteligible. El sexo, raz?n
de todo.
No cabe plantear la pregunta: ?por qu?, pues,
e! sexo es tan secreto? ?qu? fuerza es esa que tanto
tiempo lo redujo al silencio y que apenas acaba
de aflojarse, permiti?ndonos quiz? interrogarlo,
pero siempre a partir y a trav?s de su represi?n?
En realidad, esa pregunta tan a menudo repetida en nuestra ?poca no es sino la forma reciente de
una afirmaci?n considerable y de una prescripci?n secular: all? lejos est? la verdad; id a sorprenderla. Acheronta mooebo: antigua decisi?n.
Vosotros que sois sabios, llenos de ~lta y profunda
ciencia.
vosotros que conceb?s y sab?is
c?mo, d?nde y cu?ndo todo se une
…Vosotros, grandes sabios, decidme lo que pasa,
descubridme qu? sucedi? conmigo,
descubridme d?nde, c?mo y cu?ndo,
por qu? tal cosa me ha ocurrido.’
Conviene, pues, preguntar antes que nada: ?cu?l
es esa conminaci?n? ?Por qu? esa gran caza de la
verdad del sexo, de la verdad en e! sexo?
En e! relato de Diderot.s el buen genio Cucufa
descubre en el fondo de su bolsillo, entre algunas
miserias -granos benditos, peque?as pagodas de
, G.?A. B?rger, citado por Schopenhauer, Melaf{sica del amor.
o Les biioux indiscrets: “Las joyas indiscretas.” [r.]
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98 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
plomo y peladillas enmohecidas-, el min?sculo
anillo de plata cuyo engaste, invertido, hace hablar a los sexos que uno encuentra. Se lo da al
sult?n curioso. A nosotros nos toca saber qu? anillo maravilloso confiere entre nosotros un poder
semejante, en el dedo de cu?l amo ha sido puesto;
qu? juego de poder permite o supone, y c?mo
cada uno de nosotros pudo llegar a ser respecto
de su propio sexo y el de los otros una especie de
sult?n atento e imprudente. A ese anillo m?gico,
a esa joya tan indiscreta cuando se trata de hacer
hablar a los dem?s pero tan poco elocuente acerca de su propio mecanismo, conviene volverlo locuaz a su vez. Hay que hacer la historia de esa
voluntad de verdad, de esa petici?n de saber que
desde hace ya tantos siglos hace espejear el sexo:
la historia de una terquedad y un encarnizamiento. M?s all? de sus placeres posibles, ?qu? le pedimos al sexo, para obstinarnos as?? ?Qu? es esa
paciencia o avidez de constituirlo en el secreto, la
causa omnipotente, el sentido oculto, el miedo sin
respiro? ?Y por qu? la tarea de descubrir la dif?cil
verdad se mud? finalmente en una invitaci?n a
levantar las prohibiciones y desatar las ligaduras?
?Era pues tan arduo el trabajo, que hab?a que
hechizarlo con esa promesa? O ese saber hab?a
llegado a tener tal precio -pol?tico, econ?mico,
?tico- que fue necesario, para sujetar a todos a
?l, asegurarle no sin paradoja que all? se encontrar?a la liberaci?n?
Para situar las investigaciones futuras, he aqu?
algunas proposiciones generales concernientes a lo
que se apuesta, al m?todo, al dominio por explorar y a las periodizaciones que es posible admitir
provisionalmente.
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l. LA APUESTA
?Por qu? estas investigaciones? Me doy cuenta muy
bien de que una incertidumbre atraves? los esbozos trazados m?s arriba; corro el riesgo de que la
misma condene las investigaciones m?s pormenorizadas que he proyectado. Cien veces he repetido
que la historia de las sociedades occidentales en
los ?ltimos siglos no mostraba demasiado el juego
de un poder esencialmente represivo. Dirig? mi
discurso a poner fuera de juego esa noci?n, fingiendo ignorar que una cr?tica era formulada desde otra parte y sin duda de modo m?s radical:
una cr?tica que se ha efectuado al .nivel de la teor?a del deseo. Que el sexo, en efecto, no est?
“reprimido”, no es una noci?n muy nueva. Hace
un buen tiempo que ciertos psicoanalistas ]0 dijeron. Recusaron la peque?a maquinaria simple que
gustosamente uno imagina cuando se habla de represi?n; la idea de una energ?a rebelde a la que
habr?a que dominar les pareci? inadecuada para
descifrar de qu? manera se articulan poder y deseo; los suponen ligados de una manera m?s compleja y originaria que el juego entre una energ?a
salvaje, natura] y viviente, que sin cesar asciende
desde lo bajo, y un orden de lo alto que busca
obstaculizarla; no habr?a que imaginar que el deseo est? reprimido, por la buena raz?n de que la
leyes constitutiva del deseo y de la carencia que
lo instaura. La relaci?n de poder ya estar?a all?
donde est? el deseo: ilusorio, pues, denunciarla en
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100 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
una represi?n que se ejercer?a a posteriori; pero,
tambi?n, vanidoso partir a la busca de un deseo
al margen del poder.
Ahora bien, de una manera obstinadamente
confusa, he hablado, como si fueran nociones equivalentes, ora de la represi?n, ora de la ley, la prohibici?n o la censura. He ignorado -tozudez o
negligencia- todo lo que puede distinguir sus
implicaciones te?ricas o pr?cticas. Y ciertamente
concibo que se pueda decirme: refiri?ndose sin
cesar a t?cnicas positivas de poder, usted intenta
ganar en los dos tableros; usted confunde a los
adversarios en la figura del m?s d?bil, y, discutiendo la sola represi?n, abusivamente quiere hacer creer que se ha desembarazado del problema
de la ley; y no obstante usted conserva del principio del poder-ley la consecuencia pr?ctica esencial, a saber, que no es posible escapar del poder,
que siempre est? ah? y que constituye precisamente
aquello que se intenta oponerle. De la idea del
poder-represi?n, retiene usted el elemento te?rico
m?s fr?gil, para criticarlo; de la idea del poder.
ley, retiene, para usarla a su modo, la consecuencia
pol?tica m?s esterilizante.
La apuesta de las investigaciones que seguir?n
consiste en avanzar menos hacia una “teor?a” que
hacia una “anal?tica” del poder: quiero decir, hacia la definici?n del dominio espec?fico que foro
man las relaciones de poder y la determinaci?n
de los instrumentos que permiten analizarlo. Pero
creo que tal anal?tica no puede constituirse sino
a condici?n de hacer tabla rasa y de liberarse de
cierta representaci?n del poder, la que yo llamar?a
_n seguida se ver? por qu?- “jur?d?co-discursiva”, Esta concepci?n gobierna tanto la tem?tica
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LA APUESTA 101
de la represi?n como la teor?a de la ley constitutiva del deseo. En otros t?rminos, lo que distingue
el an?lisis que se hace en t?rminos de los instintos
del que se lleva a cabo en t?rminos de ley del
deseo, es con toda seguridad la manera de concebir la naturaleza y la din?mica de las pulsiones;
no la manera de concebir el poder. Una y otra
recurren a una representaci?n com?n del poder
que, seg?n el uso que se le d? y la posici?n que se
le reconozca respecto del deseo, conduce a dos consecuencias opuestas: o bien a la promesa de una
“liberaci?n” si el poder s?lo ejerce sobre el deseo
un apresamiento exterior, o bien, si es constitutivo del deseo mismo, a la afirmaci?n: usted
est?, siempre, apresado ya. Por lo dem?s, no imaginemos que esa representaci?n sea propia de los
que se plantean el problema de las relaciones entre poder y sexo. En realidad es mucho m?s general; frecuentemente la volvemos a encontrar en
los an?lisis pol?ticos del poder, y sin duda est?
arraigada all? lejos en la historia de Occidente.
He aqu? algunos de sus rasgos principales:
O La relaci?n negativa. Entre poder y sexo, no
establece relaci?n ninguna sino de modo negativo:
rechazo, exclusi?n, desestimaci?n, barrera, y aun
ocultaci?n o m?scara. El poder nada “puede” sobre el sexo y los placeres, salvo decirles no; si algo
produce, son ausencias o lagunas; elide elementos,
introduce discontinuidades, separa lo que est? unido, traza fronteras. Sus efectos adquieren la forma
general del l?mite y de la carencia.
O La instancia de la regla. El poder, esencialmente, ser?a lo que dicta al sexo su ley. Lo que
quiere decir, en primer t?rmino, que el sexo es
colocado por aqu?l bajo un r?gimen binario: l?o
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102 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
cito e il?cito, permitido y prohibido. Lo que quiere decir, en segundo lugar, que el poder prescribe
al sexo un “orden” que a la vez funciona como
forma de inteligibilidad: el sexo se descifra a partir de su relaci?n con la ley. Lo que quiere decir,
por ?ltimo, que el poder act?a pronunciando la
regla: el poder apresa el sexo mediante el lenguaje
o m?s bien por un acto de discurso que crea, por
el hecho mismo de articularse, un estado de derecho. Habla, yeso es la regla. La forma pura del
poder se encontrar?a en la funci?n del legislador;
y su modo de acci?n respecto del sexo ser?a de
tipo jur?dico-discursivo.
D El ciclo de lo prohibido: no te acercar?s, no
tocar?s, no consumir?s, no experimentar?s placer,
no hablar?s, no aparecer?s; en definitiva, no existir?s, salvo en la sombra y el secreto. El poder
no aplicar?a al sexo m?s que una ley de prohibici?n. Su objetivo: que el sexo renuncie a s? mismo. Su instrumento: la amenaza de un castigo
que consistir?a en suprimirlo. Renuncia a ti mismo so pena de ser suprimido; no aparezcas si no
quieres desaparecer. Tu existencia no ser? mantenida sino al precio de tu anulaci?n. El poder
constri?e al sexo con una prohibici?n que implanta la alternativa entre dos inexistencias.
D La l?gica de la censura. Se supone que este
tipo de prohibici?n adopta tres formas: afirmar
que eso no est? permitido, impedir que eso sea
dicho, negar que eso exista. Formas aparentemente
dif?ciles de conciliar. Pero es entonces cuando se
imagina una especie de l?gica en cadena que ser?a
caracter?stica de los mecanismos de censura: liga
lo inexistente, lo il?cito y lo infonnulable de manera que cada uno sea a la vez principio y efecto
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LA APUESTA 103
del otro: de lo que est? prohibido no se debe
hablar hasta que est? anulado en la realidad; lo
inexistente no tiene derecho a ninguna manifestaci?n, ni siquiera en el orden de la palabra que
enuncia su inexistencia; y lo que se debe callar
se encuentra proscrito de lo real como lo que est?
prohibido por excelencia. La l?gica del poder sobre el sexo ser?a la l?gica parad?jica de una ley
que se podr?a enunciar como conminaci?n a la
inexistencia, la no manifestaci?n y e! mutismo.
O La unidad de dispositivo. El poder sobre el
sexo se ejercer?a de la misma manera en todos los
niveles. De arriba abajo, en sus decisiones globales
como en sus intervenciones capilares, cualesquiera
que sean los aparatos o las instituciones en las que
se apoye, actuar?a de manera uniforme y masiva;
Iuncionarta seg?n los engranajes simples
104 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
del s?bdito frente al monarca, del ciudadano freno
te al Estado, del ni?o frente a los padres, del
disc?pulo frente al maestro— la forma general de
sumisi?n. Por un lado, poder legislador y, poI” el
otro, sujeto obediente.
Tanto en el tema general de que el poder reprime el sexo como en la idea de la ley constitutiva del deseo, encontramos la m?sma supuesta
mec?nica del poder. Se la define de un modo
extra?amente limitativo. Primero porque se tratar?a de un poder pobre en recursos, muy ahorrativo en sus procedimientos, mon?tono en sus t?cticas, incapaz de invenci?n y condenado a repetirse siempre. Luego, porque ser?a un poder que
s?lo tendr?a la fuerza del “no”; incapaz de producir nada, apto ?nicamente para trazar l?mites, ser?a en esencia una antienerg?a; en ello consistir?a
la paradoja de su eficacia; no poder nada, salvo
lograr que su sometido nada pueda tampoco, excepto lo que le deja hacer. Finalmente, porque se
tratar?a de un poder cuyo modelo ser?a esencialmente jur?dico, centrado en el solo enunciado de
la ley y el solo funcionamiento de lo prohibido.
Todos los modos de dominaci?n, de sumisi?n, de
sujeci?n se reducir?an en suma al efecto de obediencia.
?Por qu? se acepta tan f?cilmente esta concepci?n jur?dica del poder, y por consiguiente la elisi?n de todo lo que podr?a constituir su eficacia
productiva, su riqueza estrat?gica, su positividad?
En una sociedad como la nuestra, donde los aparatos del poder son tan numerosos, sus rituales tan
visibles y sus instrumentos finalmente tan seguros,
en esta sociedad que fue, sin duda, m?s inventiva
que cualquiera en materia de mecanismos de powww.esnips.com/web/Linotipo
LA APUESTA 105
der sutiles y finos, ?por qu? esa tendencia a no
reconocerlo sino en la forma negativa y descarnada de lo prohibido? ?Por qu? reducir los dispositivos de la dominaci?n nada m?s al procedimiento de la ley de prohibici?n?
Raz?n general y t?ctica que parece evidente:
el poder es tolerable s?lo con la condici?n de
enmascarar una parte importante de s? mismo. Su
?xito est? en proporci?n directa con lo que logra
esconder de sus mecanismos. ?Ser?a aceptado el
poder, si fuera enteramente c?nico? Para el poder, el secreto no pertenece al orden del abuso; es
indispensable para su funcionamiento. Y no s?lo
porque lo impone a quienes somete, sino porque
tambi?n a ?stos les resulta igualmente indispensable: ?lo aceptar?an acaso, si no viesen en ello un
simple l?mite impuesto al deseo, dejando intacta
una parte -incluso reducida- de libertad? El
poder, como puro l?mite trazado a la libertad, es,
en nuestra sociedad al menos, la forma general
de su aceptabilidad.
Quiz? hay para esto una raz?n hist?rica. Las
grandes instituciones de poder que se desarrollaron en la Edad Media -la monarqu?a, el Estado
con sus aparatos— tomaron impulso sobre el fondo de una multiplicidad de poderes que eran
anteriores y, hasta cierto punto, contra ellos: poderes densos, enmara?ados, conflictivos, poderes
ligados al dominio directo o indirecto de la tierra,
a la posesi?n de las armas, a la servidumbre, a los
v?nculos de soberan?a o de vasallaje. Si tales instituciones pudieron implantarse, si supieron -benefici?ndose con toda una serie de alianzas t?cticas— hacerse aceptar, fue porque se presentaron
como instancias de regulaci?n, de arbitraje, de dewww.esnips.com/web/Linotipo
106 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
limitaci?n, como una manera de introducir entre
esos poderes un orden, de fijar un principio para
mitigarlos y distribuirlos con arreglo a fronteras
y a una jerarqu?a establecida. Esas grandes formas
de poder, frente a fuerzas m?ltiples que chocaban
entre s?, funcionaron por encima de todos los derechos heterog?neos en tanto que principio del
derecho, con el triple car?cter de constituirse como
conjunto unitario, de identificar su voluntad con
la ley y de ejercerse a trav?s de mecanismos de
prohibici?n y de sanci?n. Su f?rmula, pax et [ustitia, se?alaba, en esa funci?n a la que pretend?a,
a la paz como prohibici?n de las guerras feudales
o privadas y a la justicia como manera de suspender el arreglo privado de los litigios. En ese desarrollo de las grandes instituciones mon?rquicas,
se trataba, sin duda, de muy otra cosa que de un
puro y simple edificio jur?dico. Pero tal fue el
lenguaje del poder, tal la representaci?n de s?
mismo que ofreci?, y de la cual toda la teor?a del
derecho p?blico construida en la Edad Media o
reconstruida a partir del derecho romano ha dado
testimonio. El derecho no fue simplemente un
arma manejada h?bilmente por los monarcas; fue
el modo de manifestaci?n y la forma de aceptabilidad del sistema mon?rquico. A partir de la Edad
Media, en las sociedades occidentales el ejercicio
del poder se formula siempre en el derecho.
Una tradici?n que se remonta al siglo XVIll o
al XIX nos habitu? a situar el poder mon?rquico
absoluto del lado del no-derecho: lo arbitrario, los
abusos, el capricho, la huena voluntad, los privilegios y las excepciones, la continuaci?n tradicional de estados de hecho. Pero eso significa olvidar
el rasgo hist?rico fundamental: las monarqu?as
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LA APUESTA 107
occidentales se edificaron como sistemas de derecho, se reflejaron a trav?s de teor?as del derecho
e hicieron funcionar sus mecanismos de poder seg?n la forma del derecho. El viejo reproche de
Boulainvilliers a la monarqu?a francesa -haberse
valido del derecho y los juristas para abolir los
derechos y rebajar a la aristocracia-, tiene, grosso
modo, fundamento. A trav?s del desarrollo de la
monarqu?a y de sus instituciones se instaur? esa
dimensi?n de lo jur?dico-pol?tico; por cierto que
no se adecua a la manera en que el poder se ejerci? y se ejerce; pero es el c?digo con que se presenta, y prescribe que se lo piense seg?n ese c?digo. La historia de la monarqu?a y el recubrimiento
de hechos y procedimientos de poder por el dis?
curso jur?dico-pol?tico fueron cosas que marcharon al un?sono.
Ahora bien, a pesar de los esfuerzos realizados
para separar lo jur?dico de la instituci?n mon?rquica y para liberar lo pol?tico de lo jur?dico, la
representaci?n del poder continu? atrapada por
ese sistema. Consideremos dos ejemplos. En Francia, la cr?tica de la instituci?n mon?rquica en el
siglo XVIII no se hizo contra el sistema jur?dicomon?rquico, sino en nombre de un sistema jur?dico puro, riguroso, en el que podr?an introducirse sin excesos ni irregularidades todos los mecanismos del poder, contra una monarqu?a que a
pesar de sus afirmaciones desbordaba sin cesar el
derecho y se colocaba a s? misma por encima de
las leyes. La cr?tica pol?tica se vali? entonces
de toda la reflexi?n jur?dica que hab?a acompa?ado al desarrollo de la monarqu?a, para condenarla; pero no puso en entredicho el principio
seg?n el cual el derecho debe ser la forma misma
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108 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
del poder y que el poder debe ejercerse siempre
con arreglo a la forma del derecho. En el siglo XIX
apareci? otro tipo de cr? tica de las instituciones
pol?ticas; cr?tica mucho m?s radical puesto que se
trataba de mostrar no s?lo que el poder real escapaba a las reglas del derecho, sino que el sistema
mismo del derecho era una manera de ejercer la
violencia, de anexarla en provecho de algunos, y
de hacer funcionar, bajo la apariencia de la ley
general, las asimetr?as e injusticias de una dominaci?n. Pero esta cr?tica del derecho se formula
a?n seg?n el postulado de que el poder debe por
esencia, e idealmente, ejercerse con arreglo a un
derecho fundamental.
En el fondo, a pesar de las diferencias de ?pocas
y de objetivos, la representaci?n del poder ha
permanecido acechada por la monarqu?a. En el
pensamiento y en el an?lisis pol?tico, a?n no se ha
guillotinado al rey. De all? la importancia que
todav?a se otorga en la teor?a del poder al pro?
blema del derecho y de la violencia, de la ley y
la ilegalidad, de la voluntad y de la libertad, y
sobre todo del Estado y la soberan?a (incluso si
?sta es interrogada en un ser colectivo y no m?s
en la persona del soberano). Pensar el poder a
partir de estos problemas equivale a pensarlos
a partir de una forma hist?rica muy particular
de nuestras sociedades: la monarqu?a jur?dica.
Muy particular, y a pesar de todo transitoria. Pues
si muchas de sus formas subsistieron y a?n subsisten, nov?simos mecanismos de poder la penetraron
poco a poco y son probablemente irreducibles a
la representaci?n del derecho. M?s lejos se ver?:
esos mecanismos de poder son, en parte al menos,
los que a partir del siglo XVIII tomaron a su cargo
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LA APUESTA 109
la vida de los hombres, a los hombres como cuerpos vivientes. Y si es verdad que lo jur?dico sirvi?
para representarse (de manera sin duda no exhaustiva) un poder centrado esencialmente en la
extracci?n (en sentido jur?dico) y la muerte, ahora resulta absolutamente heterog?neo respecto de
los nuevos procedimientos de poder que funcionan
no ya por el derecho sino por la t?cnica, no por
la ley sino por la normalizaci?n, no por el castigo
sino por el control, y que se ejercen en niveles y
formas que rebasan el Estado y sus aparatos. Hace
ya siglos que entramos en un tipo de sociedad
donde lo jur?dico puede cada vez menos servirle
al poder de cifra o de sistema de representaci?n.
Nuestro declive nos aleja cada vez m?s de un reino
del derecho que comenzaba ya a retroceder hacia
el pasado en la ?poca en que la Revoluci?n francesa (y con ella la edad de las constituciones y los
c?digos) parec?a convertirlo en una promesa para
un futuro cercano.
Es esa representaci?n jur?dica la que todav?a
est? en acci?n en los an?lisis contempor?neos de
las relaciones entre el poder y el sexo. Ahora bien,
el problema no consiste en saber si el deseo es
extra?o al poder, si es anterior a la ley, como se
imagina con frecuencia, o si, por el contrario, la
ley lo constituye. ?se no es el punto. Sea el deseo
esto o aquello, de todos modos se contin?a concibi?ndolo en relaci?n con un poder siempre jur?dico y discursivo, un poder cuyo punto central es
la enunciaci?n de la ley. Se permanece aferrado a
cierta imagen del poder-ley, del poder-soberan?a,
que los te?ricos del derecho y la instituci?n mon?rquica dibujaron. Y hay que liberarse de esa
imagen, es decir, del privilegio te?rico de la ley
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110 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
y de la soberan?a, si se quiere realizar un an?lisis
del poder seg?n el juego concreto e hist?rico de
sus procedimientos. Hay que construir una anal?tica del poder que ya no tome al derecho como
modelo y como c?digo.
Reconozco gustosamente que el proyecto de esta
historia de la sexualidad, o m?s bien de esta serie
de estudios concernientes a las relaciones hist?ricas entre el poder y el discurso sobre el sexo, es
circular, en el sentido de que se trata de dos tentativas, cada una de las cuales remite a la otra.
Intentemos deshacernos de una representaci?n jur?dica y negativa del poder, renunciemos ‘1 pensarlo en t?rminos de ley. prohibici?n, libertad y
soberan?a: ?c?mo analizar entonces lo que ocurri?,
en la historia reciente. a prop?sito del sexo, aparentemente uno de los aspectos m?s prohibidos
de nuestra vida y nuestro cuerpo? ?C?mo -fuera de la prohibici?n y el obst?culo- tiene acceso
al mismo el poder? ?Mediante qu? mecanismos,
t?cticas o dispositivos? Pero admitamos en cambio
que un examen algo cuidadoso muestra que en
las sociedades modernas el poder en realidad no
ha regido la sexualidad seg?n la ley y la soberan?a; supongamos que el an?lisis hist?rico haya
revelado la presencia de una verdadera “tecnolog?a” del sexo, mucho m?s compleja y sobre todo
mucho m?s positiva que fl efecto de una mera
“prohibici?n”; desde ese momento, este ejemplo
-que no se puede dejar de considerar privilegiado, puesto que ah?, m?s que en cualquiera otra
parte, el poder parec?a funcionar como prohibici?n- ?acaso no nos constri?e a forjar, a prop?sito
del poder, principios de an?lisis que no participen del sistema del derecho y la forma de la ley?
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LA APUESTA 111
Por lo tanto, al forjar otra teor?a del poder. se trata. al mismo tiempo. de formar otro enrejado de
desciframiento hist?rico y. mirando m?s de cerca
todo un material hist?rico, de avanzar poco a poco
hacia otra concepci?n del poder. Se trata de pensar el sexo sin la ley y. a la vez, el poder sin el rey.
2. M?TODO
Luego: analizar la formaci?n de cierto tipo de
saber sobre el sexo en t?rminos de poder, no de represi?n o ley. Pero la palabra “poder” amenaza
introducir varios malentendidos. Malentendidos
acerca de su identidad, su forma, su unidad. Por
poder no quiero decir “el Poder”, como conjunto
de instituciones y aparatos que garantizan la sujeci?n de los ciudadanos en un Estado determinado.
Tampoco indico un modo de sujeci?n que, por
oposici?n a la violencia, tendr?a la fonna de la
regla. Finalmente, no entiendo por poder un sistema general de dominaci?n ejercida por un elemento o un grupo sobre otro, y cuyos efectos,
merced a sucesivas derivaciones, atravesarian el
cuerpo social entero. El an?lisis en t?rminos de
poder no debe postular, como datos iniciales, la
soberan?a del Estado, la forma de la ley o la unidad global de una dominaci?n; ?stas son m?s bien
formas terminales. Me parece que por poder hay
que comprender, primero, la multiplicidad de las
relaciones de fuerza inmanentes y propias del dominio en que se ejercen, y que son constitutivas
de su organizaci?n; el juego que por medio de
luchas y enfrentamientos incesantes las trasforma,
las refuerza, las invierte; los apoyos que dichas
relaciones de fuerza encuentran las unas en las
otras, de modo que formen cadena o sistema, o, al
contrario, los corrimientos, las contradicciones que
a?slan a unas de otras; las estrategias, por ?ltimo,
[112)
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M?TODO 1111
que las tornan efectivas, y cuyo dibujo general o
cristalizaci?n institucional toma forma en los aparatos estatales, en la formulaci?n de la ley, en las
hegemon?as sociales. La condici?n de posibilidad
del poder, en todo caso el punto de vista que
permite volver inteligible su ejercicio (hasta en
sus efectos m?s “perif?ricos” y que tambi?n permite utilizar sus mecanismos como cifra de inteligibilidad del campo social), no debe ser buscado
en la existencia primera de un punto central, en un
foco ?nico de soberan?a del cual irradiar?an formas derivadas y descendientes; son los pedestales
m?viles de las relaciones de fuerzas los que sin
cesar inducen, por su desigualdad, estados de poder -pero siempre locales e inestables. Omnipresencia del poder: no porque tenga el privilegio de
reagruparlo todo bajo su invencible unidad, sino
porque se est? produciendo a cada instante, en
todos los puntos, o m?s bien en toda relaci?n de
un punto con otro. El poder est? en todas partes;
no es que lo englobe todo, sino que viene de
todas partes. Y “el” poder, en lo que tiene de permanente, de repetitivo, de inerte, de autorreproductor, no es m?s que el efecto de conjunto que
se dibuja a partir de todas esas movilidades, el
encadenamiento que se apoya en cada una de ellas
y trata de fijarlas. Hay que ser nominalista, sin
duda: el poder no es una instituci?n, y no es una
estructura, no es cierta potencia de la que algunos
estar?an dotados: es el nombre que se presta a
una situaci?n estrat?gica compleja en una sociedad dada.
?Cabe, entonces, invertir la f?rmula y decir que
la pol?tica es la continuaci?n de la guerra por
otros medios? Quiz?, si a?n se quiere mantener
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Il4 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
una distancia entre guerra y pol?tica, se deber?a
adelantar m?s bien que esa multiplicidad de las
relaciones de fuerza puede ser cifrada -en parte
y nunca totalmente- ya sea en forma de “guerra”, ya en forma de “pol?tica”; constituir?an dos
estrategias diferentes (pero prontas a caer la una
en la otra) para integrar las relaciones de fuerza
desequilibradas, heterog?neas, inestables, tensas.
Siguiendo esa l?nea, se podr?an adelantar cierto
n?mero de proposiciones:
O que el poder no es algo que se adquiera,
arranque o comparta, algo que se conserve o se
deje escapar; el poder se ejerce a partir de innumerables puntos, y en el juego de relaciones m?viles y no igualitarias;
O que las relaciones de poder no est?n en posici?n de exterioridad respecto de otros tipos de
relaciones (procesos econ?micos, relaciones de conocimiento, relaciones sexuales), sino que son
inmanentes; constituyen los efectos inmediatos de
las particiones, desigualdades y desequilibrios que
se producen, y, rec?procamente, son las condiciones internas de tales diferenciaciones; las relaciones de poder no se hallan en posici?n de superestructura, con un simple papel de prohibici?n o
reconducci?n; desempe?an, all? en donde act?an,
un papel directamente productor;
O que el poder viene de abajo; es decir, que
no hay, en el principio de las relaciones de poder,
y como matriz general, una oposici?n binaria y
global entre dominadores y dominados, reflej?ndose esa dualidad de arriba abajo y en grupos cada
vez m?s restringidos, hasta las profundidades del
cuerpo social. M?s bien hay que suponer que las
relaciones de fuerza m?ltiples que se forman y
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M?TODO 115
act?an en los aparatos de producci?n, las familias,
los grupos restringidos y las instituciones, sirven
de soporte a amplios efectos de escisi?n que recorren el conjunto del cuerpo socia!. ?stos forman
entonces una l?nea de fuerza general que atraviesa
los enfrentamientos locales y los vincula; de rechazo, por supuesto, estos ?ltimos proceden sobre
aqu?llos a redistribuciones, alineamientos, homogeneizaciones, arreglos de serie, establecimientos
de convergencia. Las grandes dominaciones son los
efectos hegem?nicos sostenidos continuamente por
la intensidad de todos esos enfrentamientos;
O que las relaciones de poder son a la vez intencionales y no subjetivas. Si, de hecho, son inteligibles, no se debe a que sean el efecto, en t?rminos de causalidad, de una instancia distinta que las
“explicar?a”, sino a que est?n atravesadas de parte
a parte por un c?lculo: no hay poder que se ejerza
sin una serie de miras y objetivos. Pero ello no
significa que resulte de la opci?n o decisi?n de
un sujeto individual; no busquemos el estado mayor que gobierna su racionalidad; ni la casta que
gobierna, ni los grupos que controlan los aparatos
del Estado, ni los que toman las decisiones econ?micas m?s importantes administran el conjunto
de la red de poder que funciona en una sociedad
(y que la hace funcionar) ; la racionalidad del poder es la de las t?cticas a menudo muy expl?citas
en el nivel en que se inscriben –cinismo local
del poder-, que encaden?ndose unas con otras,
solicit?ndose mutuamente y propag?ndose, encontrando en otras partes sus apoyos y su condici?n,
dibujan finalmente dispositivos de conjunto: ah?.
la l?gica es a?n perfectamente clara, las miras descifrables, y, sin embargo, sucede que no hay nadie
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116 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
para concebirlas y muy pocos para formularlas:
car?cter impl?cito de las grandes estrategias an?nimas, casi mudas, que coordinan t?cticas locuaces
cuyos “inventores” o responsables frecuentemente
carecen de hipocres?a;
D que donde hay poder hay resistencia, y no
obstante (o mejor: por lo mismo) , ?sta nunca est?
en posici?n de exterioridad respecto del poder.
?Hay que decir que se est? necesariamente “en”
el poder, que no es posible “escapar” de ?l, que
no hay, en relaci?n con ?l, exterior absoluto, puesto que se estar?a infaltablemente sometido a la
ley? ?O que, siendo la historia la astucia de la raz?n, el poder seria la astucia de la historia -el
que siempre gana? Eso seria desconocer el car?cter
estrictamente relacional de las relaciones de poder. No pueden existir m?s que en funci?n de una
multiplicidad de puntos de resistencia: ?stos desempe?an, en las relaciones de poder, el papel de
adversario, de blanco, de apoyo, de saliente para
una aprehensi?n. Los puntos de resistencia est?n
presentes en todas partes dentro de la red de poder. Respecto del poder no existe, pues, un lugar del gran Rechazo -alma de la revuelta, foco
de todas las rebeliones, ley pura del revolucionario. Pero hay varias resistencias que constituyen
excepciones, casos especiales: posibles, necesarias,
improbables, espont?neas, salvajes, solitarias, concertadas, rastreras, violentas, irreconciliables, r?pidas para la transacci?n, interesadas o sacrificiales;
por definici?n, no pueden existir sino en el campo
estrat?gico de las relaciones de poder. Pero ello
no significa que s?lo sean su contrapartida, la
marca en hueco de un vaciado del poder, formando respecto de la esencial dominaci?n un rev?s
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M?TODO 117
finalmente siempre pasivo, destinado a la indefinida derrota. Las resistencias no dependen de algunos principios heterog?neos; mas no por eso
son enga?o o promesa necesariamente frustrada.
Constituyen el otro t?rmino en las relaciones de
poder; en ellas se inscriben como el irreducible
elemento enfrentador. Las resistencias tambi?n,
pues, est?n distribuidas de manera irregular: los
puntos, los nudos, los focos de resistencia se hallan diseminados con m?s o menos densidad en el
tiempo y en el espacio, llevando a lo alto a veces
grupos o individuos de manera definitiva, encendiendo algunos puntos del cuerpo, ciertos momentos de la vida, determinados tipos de comportamiento. ?Grandes rupturas radicales, particiones
binarias y masivas? A veces. Pero m?s frecuentemente nos enfrentamos a puntos de resistencia
m?viles y transitorios. que introducen en una
sociedad l?neas divisorias que se desplazan rompiendo unidades y suscitando reagrupamientos,
abriendo surcos en el interior de los propios
individuos, cort?ndolos en trozos y remodel?ndolos, trazando en ellos, en su cuerpo y su alma. regiones irreducibles. As? como la red de las relaciones de poder concl uye por construir un espeso
tejido que atraviesa los aparatos y fas instituciones
sin localizarse exactamente en ellos, as? tambi?n
la formaci?n del enjambre de los puntos de resistencia surca las estratificaciones sociales y las unidades individuales. Y es sin duda la codificaci?n
estrat?gica de esos puntos de resistencia lo que
torna posible una revoluci?n, un poco como el
Estado reposa en la integraci?n institucional de
las relaciones de poder.
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118 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
Dentro de ese campo de las relaciones de fuerza
hay que analizar los mecanismos del poder. As? se
escapar? del sistema Soberano-Ley que tanto tiempo fascin? al pensamiento pol?tico. Y, si es verdad
que Maquiavelo fue uno de los pocos -y sin
duda resid?a en eso el esc?ndalo de su “cinismo”-
en pensar el poder del pr?ncipe en t?rminos de
relaciones de fuerza, quiz? haya que dar un paso
m?s, dejar de lado el personaje del Pr?ncipe y descifrar los mecanismos del poder a partir de una
estrategia inmanente en las relaciones de fuerza.
Para volver al sexo y a los discursos verdaderos
que 10 lomaron a su cargo, el problema a resolver
no debe pues consistir en 10 siguiente: habida
cuenta de determinada estructura estatal, ?c?mo y
por qu? “el” poder necesita instituir un saber sobre el sexo? No ser? tampoco: ?a qu? dominaci?n
de conjunto sirvi? el cuidado puesto (desde el
siglo XVIII) en producir sobre el sexo discursos
verdaderos? Ni tampoco: ?qu? ley presidi?, al mismo tiempo. a la regularidad del comportamiento
sexual y a la conformidad de 10 que se dec?a sobre
el mismo? Sino, en cambio: en tal tipo de discurso
sobre el sexo, en tal forma de extorsi?n de la verdad que aparece hist?ricamente y en lugares determinados (en torno al cuerpo del ni?o, a prop?sito del sexo femenino, en la oportunidad de
pr?cticas de restricciones de nacimientos, ete.) ,
?cu?les son las relaciones de poder, las m?s inmediatas, las m?s locales, que est?n actuando? ?C?mo
tornan posibles esas especies de discursos, e, inversamente, c?mo esos discursos les sirven de soporte?
?C?mo se ve modificado el juego de esas relaciones
de poder en virtud de su ejercicio mismo -refuerzo de ciertos t?rminos, debilitamiento de otros,
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METODO 119
efectos de resistencia, contracargas (contre-inuestissementsy , de tal suerte que no ha habido, dado
de una vez por todas, un tipo estable de sujeci?n?
?C?mo se entrelazan unas con otras las relaciones
de poder, seg?n la l?gica de una estrategia global
que retrospectivamente adquiere el aspecto de una
pol?tica unitaria y voluntarista del sexo? Grosso
modo: en lugar de referir a la forma ?nica del
gran Poder todas las violencias infinitesimales que
se ejercen sobre el sexo, todas las miradas turbias
que se le dirigen y todos los sellos con que se oblitera su conocimiento posible, se trata de inmergir
la abundosa producci?n de discursos sobre el sexo
en el campo de las relac?ones de poder m?ltiples
y m?viles.
Lo que conduce a plantear previamente cuatro
reglas. Pero no constituyen imperativos metodol?gicos; cuanto m?s, prescripciones de prudencia.
1] Regla de inmanencia
No considerar que existe determinado dominio
de la sexualidad que depende por derecho de un
conocimiento cient?fico desinteresado y libre, pero
sobre el cual las exigencias del poder -econ?micas o ideol?gicas– hicieron pesar mecanismos de
prohibici?n. Si la sexualidad se constituy? como
dominio por conocer, tal cosa sucedi? a partir de
relaciones de poder que la instituyeron como objeto posible; y si el poder pudo considerarla un
blanco, eso ocurri? porque t?cnicas de saber y
procedimientos discursivos fueron capaces de sitiarla e inmovilizarla. Entre t?cnicas de saber y
estrategias de poder no existe exterioridad alguwww.esnips.com/web/Linot?po
120 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
na, incluso si poseen su propio papel espec?fico y
se articulan una con otra, a partir de su diferencia. Se partir? pues de lo que podr?a denominarse
“focos locales” de poder-saber: por ejemplo, las
relaciones que se anudan entre penitente y confesor o fiel y director de conciencia: en ellas, y
bajo el signo de la “carne” que se debe dominar,
diferentes formas de discursos -examen de s? mismo, interrogatorios, confesiones, interpretaciones,
conversaciones– portan en una especie de vaiv?n
incesante formas de sujeci?n y esquemas de conocimiento. Asimismo, el cuerpo del ni?o vigilado, rodeado en su cuna, lecho o cuarto por toda
una ronda de padres, nodrizas, dom?sticos, pedagogos, m?dicos, todos atentos a las menores manifestaciones de su sexo, constituy?, sobre todo a
partir del siglo xvm, otro “foco local” de podersaber.
2] Reglas de las variaciones continuas
No buscar qui?n posee el poder en el orden de la
sexualidad (los hombres, los adultos, los padres,
los m?dicos) y a qui?n le falta (las mujeres, los
adolescentes, los ni?os, los enfermos…) ; ni qui?n
tiene el derecho de saber y qui?n est? mantenido
por la fuerza en la ignorancia. Sino buscar, m?s
bien, el esquema de las modificaciones que las
relaciones de fuerza, por su propio juego, implican. Las “distribuciones de poder” o las “apropiaciones de saber” nunca representan otra cosa que
cortes instant?neos de ciertos procesos, ya de refuerzo acumulado del elemento m?s fuerte, ya de
inversi?n de la relaci?n, ya de crecimiento simulwww.esnips.com/web/Linotipo
M?TODO 121
t?neo de ambos t?rminos. L1S relaciones de podersaber no son formas establecidas de repartici?n
sino “matrices de trasformaciones”. El conjunto
constituido en el siglo XIX alrededor del ni?o y su
sexo por el padre, la madre, el educador y el m?dico, atraves? modificaciones incesantes, desplazamientos continuos, uno de cuyos resultados m?s
espectaculares fue una extra?a inversi?n: mientras que, al principio, la sexualidad del ni?o fue
problematizada en una relaci?n directamente establecida entre el m?dico y los padres (en forma
de consejos, de opini?n sobre vigilancia, de amenazas para el futuro), finalmente fue en la relaci?n del psiquiatra con el ni?o como la sexualidad
de los adultos se vio puesta en entredicho.
.’IJ Regla del doble condicionamiento
Ning?n “foco local”, ning?n “esquema de trasformaci?n” podr?a funcionar sin inscribirse al fin
y al cabo, por una serie de encadenamientos sucesivos, en una estrategia de conjunto. Inversamente, ninguna estrategia podr?a asegurar efectos
globales si no se apoyara en relaciones precisas y
tenues que le sirven, si no de aplicaci?n y consecuencia, s? de soporte y punto de anclaje. De unas
a otras, ninguna discontinuidad como en dos niveles diferentes (uno microsc?pico y el otro macrosc?pico), pero tampoco homogeneidad (como
si uno fuese la proyecci?n aumentada o la miniaturizaci?n del otro) ; m?s bien hay que pensar en
el doble condicionamiento de una estrategia por la
especificidad de las t?cticas posibles y de las t?cticas por la envoltura estrat?gica que las hace
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122 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
funcionar. As?, en la familia el padre no es e!
“representante” de! soberano o del Estado; y ?stos
no son proyecciones del padre en otra escala. La
familia no reproduce a la sociedad; y ?sta, a su
vez, no la imita. Pero e! dispositivo familiar, precisamente en lo que tenia de insular y de he teromorfo respecto de los dem?s mecanismos de poder, sirvi? de soporte a las grandes “maniobras”
para el control malthusiano de la natalidad, para
las incitaciones poblacionistas, para la medicalizaci?n del sexo y la psiquiatrizaci?n de sus formas
no genitales.
4] Regla de la polivalencia t?ctica de los discursos
Lo que se dice sobre el sexo no debe ser analizado
como simple superficie de proyecci?n de los mecanismos de poder. Poder y saber se articulan por
cierto en e! discurso. Y por esa misma raz?n, es
preciso concebir el discurso como una serie de
segmentos discontinuos cuya funci?n t?ctica no
es uniforme ni estable. M?s precisamente, no hay
que imaginar un universo de! discurso dividido
entre el discurso aceptado y e! discurso excluido
o entre el discurso dominante y e! dominado, sino
como una multiplicidad de elementos discursivos
que pueden actuar en estrategias diferentes. Tal
distribuci?n es lo que hay que restituir, con lo
que acarrea de cosas dichas y cosas ocultas, de
enunciaciones requeridas y prohibidas; con lo que
supone de variantes y efectos diferentes seg?n
qui?n hable, su posici?n de poder, el contexto
institucional en que se halle colocado; con lo que
trae, tambi?n, de desplazamientos y reutilizaciones
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M?TODO 123
de f?rmulas id?nticas para objetivos opuestos. Los
discursos, al igual que los silencios, no est?n de
una vez por todas sometidos al poder o levantados
contra ?l. Hay que admitir un juego complejo e
inestable donde el discurso puede, a la vez, ser
instrumento y efecto de poder, pero tambi?n obst?culo, tope, punto de resistencia y de partida
para una estrategia opuesta. El discurso trasporta
y produce poder; lo refuerza pero tambi?n lo
mina, lo expone, lo torna fr?gil y permite detenerlo. De! mismo modo, el silencio y e! secreto
abrigan e! poder, anclan sus prohibiciones; pero
tambi?n aflojan sus apresamientos y negocian
tolerancias m?s o menos oscuras. Pi?nsese por
ejemplo en la historia de lo que fue, por excelencia, “el” gran pecado contra natura. La extrema
discreci?n de los textos sobre la sodom?a –esa
categor?a tan confusa-, la reticencia casi general
al hablar de ella permiti? durante mucho tiempo
un doble funcionamiento: por una parte, una extrema severidad (condena a la hoguera aplicada
a?n en el siglo XVIII sin que ninguna protesta
importante fuera expresada antes de la mitad del
siglo), y, por otra, una tolerancia seguramente
muy amplia (que se deduce indirectamente de la
rareza de las condenas judiciales, y que se advierte
m?s directamente a trav?s de ciertos testimonios
sobre las sociedades masculinas que pod?an existir
en los ej?rcitos o las cortes). Ahora bien, en el
siglo XIX, la aparici?n en la psiquiatr?a, la jurisprudencia y tambi?n la literatura de toda una
serie de discursos sobre las especies y subespecies
de homosexualidad, inversi?n, pederastia y “hermafroditismo ps?quico”, con seguridad permiti?
un empuje muy pronunciado de los controles sowww.esnips.com/web/Linotipo
124 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
ciales en esta regi?n de la “perversidad”, pero permiti? tambi?n la constituci?n de un discurso “de
rechazo”: la homosexualidad se puso a hablar de s?
misma, a reivindicar su legitimidad o su “naturalidad” incorporando frecuentemente al vocabulario
las categor?as con que era m?dicamente descalificada. No existe el discurso del poder por un lado y,
enfrente, otro que se le oponga. Los discursos son
elementos o bloques t?cticos en el campo de las
relaciones de fuerza; puede haberlos diferentes e
incluso contradictorios en el interior de la misma
estrategia; pueden por el contrario circular sin
cambiar de forma entre estrategias opuestas. A los
discursos sobre el sexo no hay que preguntarles
ante todo de cu?l teor?a impl?cita derivan o qu?
divisiones morales acompa?an o qu? ideolog?a
-dominante o dominada- representan, sino que
hay que interrogarlos en dos niveles: su productividad t?ctica (qu? efectos rec?procos de poder y
saber aseguran) y su integraci?n estrat?gica (cu?l
coyuntura y cu?l relaci?n de fuerzas vuelve necesaria su utilizaci?n en tal o cual episodio de los
diversos enfrentamientos que se producen).
Se trata, en suma, de orientarse hacia una concepci?n del poder que remplaza el privilegio de
la ley por el punto de vista del objetivo, el privilegio de lo prohibido por el punto de vista de
la eficacia t?ctica, el privilegio de la soberan?a
por el an?lisis de un campo m?ltiple y m?vil de
relaciones de fuerza donde se producen efectos
globales, pero nunca totalmente estables, de dominaci?n. El modelo estrat?gico y no el modelo
del derecho. Y ello no por opci?n especulativa o
preferencia te?rica, sino porque uno de los rasgos
fundamentales de las sociedades occidentales conwww.esnips.com/web/Linotipo
M?TODO 125
siste, en efecto, en que las relaciones de fuerza
–ql’e durante mucho tiempo hab?an encontrado
en la guerra, en todas las formas de guerra, su
expresi?n principal- se habilitaron poco a poco
en el orden del poder pol?tico.
3. DOMINIO
No hay que describir la sexualidad como un impulso reacio, extra?o por naturaleza e ind?cil por
necesidad a un poder que, por su lado, se encarniza en someterla y a menudo fracasa en su intento de dominarla por completo. Aparece ella
m?s bien como un punto de pasaje para las relaciones de poder, particularmente denso: entre
hombres y mujeres, j?venes y viejos, padres y progenitura, educadores y alumnos, padres y laicos,
gobierno y poblaci?n. En las relaciones de poder
la sexualidad no es el elemento m?s sordo, sino,
m?s bien, uno de los que est?n dotados de la mayor instrumentalidad: utilizable para el mayor
n?mero de maniobras y capaz de servir de apoyo,
de bisagra, a las m?s variadas estrategias.
No hay una estrategia ?nica, global, v?lida para
toda la sociedad y enfocada de manera uniforme
sobre todas las manifestaciones del sexo: por ejemplo, la idea de que a menudo se ha buscado por
diferentes medios reducir todo el sexo a su funci?n reproductora, a su forma heterosexual y adulta y a su legitimidad matrimonial, no da raz?n, sin
duda, de los m?ltiples objetivos buscados, de los
m?ltiples medios empleados en las pol?ticas sexuales que concernieron a ambos sexos, a las diferentes edades y las diversas clases sociales.
En una primera aproximaci?n, parece posible
distinguir, a partir del siglo XVIII, cuatro grandes
conjuntos estrat?gicos que despliegan a prop?sito
[126]
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DOMINIO 127
del sexo dispositivos espec?ficos de saber y de
poder. No nacieron de golpe en ese momento,
pero adquirieron entonces una coherencia, alcanzaron en el orden del poder una eficacia y en el
del saber una productividad que permite describirlos en su relativa autonom?a.
Histerizacion del cuerpo de la mujer: triple
proceso seg?n el cual el cuerpo de la mujer fue
analizado -calificado y descalificado- como cuerpo integralmente saturado de sexualidad; seg?n
el cual ese cuerpo fue integrado, bajo el efecto de
una patolog?a que le ser?a intr?nseca, al campo
de las pr?cticas m?dicas; seg?n el cual, por ?ltimo,
fue puesto en comunicaci?n org?nica con el cuerpo social (cuya fecundidad regulada debe asegurar), el espacio familiar (del que debe ser un
elemento sustancial y funcional) y la vida de los
ni?os (que produce y debe garantizar, por una
responsabilidad biol?gico-moral que dura todo el
tiempo de la educaci?n): la Madre, con su imagen negativa que es la “mujer nerviosa”, constituye la forma m?s visible de esta histerizaci?n.
Pedagogizaci?n del sexo del ni?o: doble afirmaci?n de que casi todos los ni?os se entregan o
son susceptibles de entregarse a una actividad sexual, y de que siendo esa actividad indebida, a la
vez “natural” y “contra natura”, trae consigo peligros f?sicos y morales, colectivos e individuales;
los ni?os son definidos como seres sexuales “liminares”, m?s ac? del sexo y ya en ?l, a caballo en
una peligrosa l?nea divisoria; los padres, las familias, los educadores, los m?dicos, y m?s tarde los
psic?logos, deben tomar a su cargo, de manera continua, ese germen sexual precioso y peligroso, peligroso y en peligro; tal pedagogizaci?n se maniwww.esnips.com/web/Linotipo
128 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
fiesta sobre todo en una guerra contra el onanismo
que en Occidente dur? cerca de dos siglos.
Socializacion de las conductas procreadoras: socializaci?n econ?mica por el sesgo de todas las
incitaciones o frenos aportados, por medidas “sociales” o fiscales, a la fecundidad de las parejas;
socializaci?n pol?tica por la responsabilizaci?n de
las parejas respecto del cuerpo social entero (que
hay que limitar o, por el contrario, reforzar), socializaci?n m?dica, en virtud del valor pat?geno,
para el individuo y la especie, prestado a las pr?cticas de control de los nacimientos.
Finalmente, psiquiatrizaci?n del placer perverso: el instinto sexual fue aislado como instinto
biol?gico y ps?quico aut?nomo; se hizo el an?lisis
cl?nico de todas las formas de anomal?as que pueden afectarlo; se le prest? un papel de normalizaci?n y patologizaci?n de la conducta entera; por
?ltimo, se busc? una tecnolog?a correctiva de dichas anomal?as.
En la preocupaci?n por el sexo -que asciende
todo a lo largo del siglo xrx-> se dibujan cuatro
figuras, objetos privilegiados de saber, blancos y
ancorajes para las empresas del saber: la mujer
hist?rica, el ni?o masturbador, la pareja malthusiana, el adulto perverso; cada uno es el correlativo de una de esas estrategias que, cada una a su
manera, atravesaron y utilizaron el sexo de los
ni?os, de las mujeres y de los hombres.
?De qu? se trata en tales estrategias? ?De una lucha contra la sexualidad? ?O de un esfuerzo por
controlarla? ?De una tentativa para regirla mejor
y enmascarar lo que pueda tener de indiscreto, de
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DOMINIO 129
chill?n, de ind?cil? ?De una manera de formular
esa parte de saber que ser?a aceptable o ?til? En
realidad, se trata m?s bien de la producci?n misma de la sexualidad, a la que no hay que concebir
como una especie dada de naturaleza que el poder
intentar?a reducir, o como un dominio oscuro
que el saber intentar?a, poco a poco, descubrir. Es
el nombre que se puede dar a un dispositivo hist?rico: no una realidad por debajo en la que se
ejercer?an dif?ciles apresamientos, sino una gran
red superficial donde la estimulaci?n de los cuerpos, la intensificaci?n de los placeres, la incitaci?n
al discurso, la formaci?n de conocimientos, el refuerzo de los controles y las resistencias se encadenan unos con otros seg?n grandes estrategias de
saber y de poder.
Sin duda puede admitirse que las relaciones de
sexo dieron lugar, en toda sociedad, a un dispositivo de alianza: sistema de matrimonio, de fijaci?n
y de desarrollo del parentesco, de trasmisi?n de
nombres y bienes. El dispositivo de alianza, con
los mecanismos coercitivos que lo aseguran, con el
saber que exige, a menudo complejo, perdi? importancia a medida que los procesos econ?micos
y las estructuras pol?ticas dejaron de hallar en ?l
un instrumento adecuado o un soporte suficiente.
Las sociedades occidentales modernas inventaron
y erigieron, sobre todo a partir del siglo XVIII, un
nuevo dispositivo que se le superpone y que
contribuy?, aunque sin excluirlo, a reducir su
importancia. ?ste es el dispositivo de sexualidad:
como el de alianza, est? empalmado a los compa?eros sexuales, pero de muy otra manera. Se
podr?a oponerlos t?rmino a t?rmino. El dispositivo de alianza se edifica en torno de un sistema de
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130 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
reglas que definen lo permitido y lo prohibido, lo
prescrito y lo il?cito; el de sexualidad funciona
seg?n t?cnicas m?viles, polimorfas y coyunturales
de poder. El dispositivo de alianza tiene entre sus
principales objetivos el de reproducir el juego de
las relaciones y mantener la ley que las rige; el
de sexualidad engendra en cambio una extensi?n
permanente de los dominios y las formas de control. Para el primero, lo pertinente es el lazo
entre dos personas de estatuto definido; para el
segundo, lo pertinente son las sensaciones del cuero
po, la calidad de los placeres, la naturaleza de
las impresiones, por tenues o imperceptibles que
sean. Finalmente, si el dispositivo de alianza est?
fuertemente articulado con la econom?a a causa
del papel que puede desempe?ar en la trasmisi?n
o circulaci?n de riquezas, el dispositivo de sexualidad est? vinculado a la econom?a a trav?s de
mediaciones numerosas y sutiles, pero la principal
es el cuerpo -cuerpo que produce y que consume. En una palabra, el dispositivo de alianza sin
duda est? orientado a una homeostasis del cuerpo
social, que es su funci?n mantener; de ah? su
vinculo privilegiado con el derecho; de ah? tamo
bi?n que, para ?l, el tiempo fuerte sea el de la
“reproducci?n”. El dispositivo de sexualidad no
tiene como raz?n de ser el hecho de reproducir,
sino el de proliferar, innovar, anexar, inventar,
penetrar los cuerpos de manera cada vez m?s detallada y controlar las poblaciones de manera cada
vez m?s global. Es necesario, pues, admitir tres o
cuatro tesis contrarias a la que supone el tema de
una sexualidad reprimida por las formas modero
nas de la sociedad: la sexualidad est? ligada a dispositivos de poder recientes; ha estado en expan?
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DOMINIO 131
si?n creciente desde el siglo XVII; la disposici?n
o arreglo que desde entonces la sostuvo no se di?
rige a la reproducci?n; se lig? desde el origen a
una intensificaci?n del cuerpo; a su valoraci?n
como objeto de saber y como elemento en las
relaciones de poder.
No ser?a exacto decir que el dispositivo de sexualidad sustituy? al dispositivo de alianza. Es
posible imaginar que quiz?s un d?a lo remplace.
Pero hoy, de hecho, si bien tiende a recubrirlo,
no lo ha borrado ni tornado in?til. Hist?ricamente, por lo dem?s, fue alrededor y a partir del
dispositivo de alianza donde se erigi? el de sexualidad. La pr?ctica de la penitencia, luego la del
examen de conciencia y la de la direcci?n espiritual fue el n?cleo formador: ahora bien, como vimos,’ lo que en primer t?rmino estuvo en juego
en el tribunal de la penitencia fue el sexo en
tanto que soporte de relaciones; la cuesti?n planteada era la del comercio permitido o prohibido
(adulterio, relaciones extramatrimoniales, o con
una persona interdicta por la sangre o por su condici?n, car?cter leg?timo o no del acto de c?pula) ;
luego, poco a poco, con la nueva pastoral -y su
aplicaci?n en seminarios, colegios y conventos-,
se pas? de una problem?tica de la relaci?n a una
problem?tica de la “carne”, es decir: del cuerpo,
de la sensaci?n, de la naturaleza del placer, de los
movimientos m?s secretos de la concupiscencia,
de las formas sutiles de la delectaci?n y del consentimiento. La “sexualidad” estaba naciendo, naciendo de una t?cnica de poder que en el origen
estuvo centrada en la alianza. Desde entonces no
r cr, supra, p. 49.
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132 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
dej? de funcionar en relaci?n con un sistema de
alianza y apoy?ndose en ?l. La c?lula familiar, tal
como fue valorada en el curso del siglo XVIIl, permiti? que en sus dos dimensiones principales (el
eje marido-mujer y el eje padres-hijos) se desarrollaran los elementos principales del dispositivo de
sexualidad (el cuerpo femenino, la precocidad
infantil, la regulaci?n de los nacimientos y, sin
duda en menor medida, la especificaci?n de los
perversos). No hay que entender la familia en su
forma contempor?nea como una estructura social,
econ?mica y pol?tica de alianza que excluye la sexualidad o al menos la refrena, la aten?a tanto
como es posible y s?lo se queda con sus funciones
?tiles. El papel de la familia es anclarla y constituir su soporte permanente. Asegura la producci?n de una sexualidad que no es homog?nea
respecto de los privilegios de alianza, permitiendo
al mismo tiempo que los sistemas de alianza sean
atravesados por toda una nueva t?ctica de poder
que hasta entonces ignoraban. La familia es el
cambiador de la sexualidad y de la alianza: trasporta la ley y la dimensi?n de lo jur?dico hasta el
dispositivo de sexualidad; y trasporta la econom?a
del placer y la intensidad de las sensaciones hasta
el r?gimen de la alianza.
Esa acci?n de prender con alfileres el dispositivo de alianza y el de sexualidad en la forma de
la familia permite comprender un cierto n?mero
de hechos: que a partir del siglo XVIII la familia
haya llegado a ser un lugar obligatorio de afectos,
de sentimientos, de amor; que la sexualidad tenga
como punto privilegiado la eclosi?n de la familia;
que, por la misma raz?n, la familia nazca ya “incestuosa”. Es posible que en las sociedades donde
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DOMINIO 133
predominan los dispositivos de alianza la prohibici?n del incesto sea una regla funcionalmente indispensable. Pero en una sociedad como la nuestra, donde la familia es el m?s activo foco de sexualidad, y donde sin duda son las exigencias de
?sta las que mantienen y prolongan la existencia
de aqu?lla, el incesto -por muy otras razones y de
otra manera- ocupa un lugar central; sin cesar
es solicitado y rechazado, objeto de obsesi?n y
llamado, secreto temido y juntura indispensable.
Aparece como lo prohibid?sirno en la familia
mientras ?sta act?e como dispositivo de alianza;
pero tambi?n como lo continuamente requerido
para que la familia sea un foco de incitaci?n permanente de la sexualidad. Si durante m?s de un
siglo el Occidente se interes? tanto en la prohibici?n del incesto, si con acuerdo m?s o menos com?n se vio en ?l un universal social y uno de los
puntos de pasaje a la cultura obligatorios, quiz?
fue porque se encontraba all? un medio de defenderse, no contra un deseo incestuoso, sino contra
la extensi?n y las implicaciones de ese dispositivo
de sexualidad que se hab?a erigido y cuyo inconveniente, entre muchos beneficios, consist?a en
ignorar las leyes y las formas jur?dicas de la alianza. La afirmaci?n de que toda sociedad, sea la que
fuere, y por consiguiente la nuestra, est? sometida a esa regla de reglas, garantizaba que el dispositivo de sexualidad, cuyos efectos extra?os comenzaban a manipularse -entre ellos la intensificaci?n afectiva del espacio familiar-, no podr?a
escapar al viejo gran sistema de la alianza. As? el
derecho estar?a a salvo, inclusive en la nueva mec?nica de poder. Pues tal es la paradoja de esta
sociedad que invent? desde el siglo XVllI tantas
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134 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
tecnolog?as de poder extra?as al derecho: teme sus
efectos y proliferaciones y trata de recodificarlos
en las formas del derecho. Si se admite que la
prohibici?n del incesto es el umbral de toda cultura, entonces la sexualidad se encuentra desde el
fondo de los tiempos colocada bajo el signo de
la ley y el derecho. La etnolog?a, al reelaborar sin
cesar durante tanto tiempo la teor?a trascultural
de la prohibici?n del incesto, se ha hecho digna de
todo el dispositivo moderno de sexualidad y de los
discursos te?ricos que produce.
Lo que ha ocurrido desde el siglo XVII puede
descifrarse as?: el dispositivo de sexualidad, que
se hab?a desarrollado primero en los m?rgenes de
las instituciones familiares (en la direcci?n de conciencias, en la pedagog?a), poco a poco volver? a
centrarse en la familia: lo que pod?a incluir de
extra?o, de irreducible, quiz? de peligroso para
el dispositivo de alianza -la consciencia de tal
peligro se manifiesta en las cr?ticas frecuentemente dirigidas contra la indiscreci?n de los directores, y en todo el debate, algo m?s tard?o, sobre la
educaci?n de los ni?os: privada o p?blica, institucional o familiar-; fue vuelto a tomar en cuenta por la familia, una familia reorganizada, m?s
cerrada sin duda, intensificada seguramente en
relaci?n con las antiguas funciones que ejerc?a en
el dispositivo de alianza. Los padres y los c?nyuges llegaron a ser en la familia los principales
agentes de un dispositivo de sexualidad que, en el
2 Tartufo, de Moliere, y El preceptor, de Lenz, representan.
con Un siglo de distancia entre ellas. la interferencia del dispositivo de sexualidad en el dispositivo de familia: Tartufo
en el caso de la direcci?n espiritual y El preceptor en el de
la educaci?n.
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DOMINIO 1M
exterior, se apoya en los m?dicos, los pedagogos.
m?s tarde los psiquiatras. y que en el interior
llega a acompa?ar y pronto a “psieologizar” o
“psiquiatrizar” los v?nculos de alianza. Entonces
aparecen estos nuevos personajes: la mujer nerviosa, la esposa fr?gida, la madre indiferente o
asaltada por obsesiones criminales, el marido impotente, s?dico, perverso, la hija hist?rica o neurast?nica, el ni?o precoz y ya agotado, el joven
homosexual que rechaza el matrimonio o descuida
a su mujer. Constituyen las figuras mixtas de la
alianza descarriada y de la sexualidad anormal;
llevan el trastorno o perturbaci?n de ?sta al orden de la primera; y para el sistema de alianza
son la ocasi?n de hacer valer sus derechos en el
orden de la sexualidad. Una demanda incesante
nace entonces de la familia: pide que se la ayude
a resolver esos juegos desdichados de la sexualidad y de la alianza, y, atrapada por el dispositivo
de sexualidad que la invadi? desde el exterior,
que contribuy? a solidificarla en su forma moderna, profiere hacia los m?dicos, los pedagogos, los
psiquiatras, los curas y tambi?n los pastores, hacia
todos los “expertos” posibles, la larga queja de su
sufrimiento sexual. Todo sucede como si de pronto descubriese el temible secreto de lo que se le
inculc? y que no se dejaba de sugerirle: ella, arca
fundamental de la alianza, era el germen de todos
los infortunios del sexo. Y hela ah?, desde mediados del siglo XIX cuando menos, persiguiendo en
s? misma las menores huellas de sexualidad, arranc?ndose a s? misma las m?s dif?ciles confesiones,
solicitando ser o?da por todos los que pueden sao
ber mucho sobre el tema, abri?ndose de parte a
parte a la infinitud del examen En el dispositivo
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Ul6 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
de sexualidad la familia es el cristal: parece difundir una sexualidad que en realidad refleja y
difracta. Por su penetrabilidad y por ese juego
de remisiones al exterior, es para el dispositivo de
marras uno de los elementos t?cticos m?s valiosos.
Pero nada de ello sucedi? sin tensi?n ni problemas. Tambi?n en esto Charcot constituye, sin
duda, una figura central. Durante a?os fue el m?s
notable entre aquellos a quienes las familias, incomodadas por la sexualidad que las saturaba, solicitaban arbitraje y atenci?n. Y ?l, que del mundo entero recib?a padres que conduc?an a sus
hijos, esposos con sus mujeres, mujeres con sus
maridos, se preocupaba en primer lugar -y a menudo dio este consejo a sus alumnos– por separar
al “enfermo” de su familia y, para observarlo mejor, la escuchaba lo menos posible.” Buscaba separar el dominio de la sexualidad del sistema de
la alianza, a fin de tratarlo directamente con una
pr?ctica m?dica cuya tecnicidad y autonom?a estaban garantizadas por el modelo neurol?gico. La
medicina retomaba as? por su propia cuenta, y
seg?n las reglas de un saber espec?fico, una sexualidad acerca de la cual la medicina misma hab?a
incitado a las familias a preocuparse como de una
tarea esencial y un peligro mayor. Y Charcot, va-
;1 Charccr. Lecons du mord?, 7 de enero de 1888: “Para tratar
bien a una joven hist?rica. no hay Que dejarla con su padre
y su madre, hay Que llevada a una casa de salud… ?Saben
ustedes cu?nto tiempo lloran a sus madres. cuando las aban.
donan, las j?venes bien educadas? Consideremos el t?rmino
medio, si ustedes Quieren: una media hora. No es mucho,”
21 de febrero de 1888: “En los casos de histeria de j?venes
varones. lo Que hay Que hacer es separarlos de sus madres.
Mientras est?n con ellas. no ha” nada que hacer… A veces
el padre es tan insoportable coro;’ la madre; lo mejor. pues, es
suprimir a ambos.”
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DOMINIO 137
rias veces, not? con qu? dificultad las familias
“ced?an” al m?dico el paciente que sin embargo
ven?an a traerle, c?mo pon?an sitio a las casas de
salud en que el sujeto era mantenido aparte y con
qu? interferencias perturbaban sin cesar el trabajo del m?dico. No ten?an, sin embargo, por qu?
inquietarse: era para devolverles individuos sexualmente integrables al sistema de la familia por
lo que el terapeuta interven?a; y esta intervenci?n, aunque manipulara el cuerpo sexual, no lo
autorizaba a formular un discurso expl?cito. No
hay que hablar de esas “causas genitales”: tal fue,
pronunciada a media voz, la frase que e! o?do m?s
famoso de nuestra ?poca sorprendi?, un d?a de
1886, en boca de Charcot.
En ese espacio se aloj? e! psicoan?lisis, pero
modificando considerablemente el r?gimen de las
inquietudes y las seguridades. Al principio ten?a
que suscitar desconfianza y hostilidad puesto que
se propon?a, llevando al l?mite la lecci?n de Charcor, recorrer fuera del control familiar la sexualidad de los individuos; sacaba a luz esa sexualidad
misma sin recubrirla con e! modelo neurol?gico;
m?s a?n, pon?a en entredicho las relaciones familiares con e! an?lisis que de ellas hac?a. Pero he
aqu? que e! psicoan?lisis, que en sus modalidades
t?cnicas parec?a colocar la confesi?n de la sexualidad fuera de la soberan?a familiar, en el coraz?n mismo de esa sexualidad rencontraba como
principio de su formaci?n y cifra de su inteligibilidad la ley de la alianza, los juegos mezclados
de los esponsales y e! paren tesco, el incesto. La
garant?a de que en e! fondo de la sexualidad de
cada cual iba a reaparecer la relaci?n padres-hijos,
permit?a mantener la sujeci?n con alfileres de!
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138 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
dispositivo de sexualidad sobre el sistema de la
alianza en e! momento en que todo parec?a indicar e! proceso inverso. No hab?a ning?n riesgo de
que la sexualidad apareciese, por naturaleza, extra?a a la ley: no se constitu?a sino gracias a ?sta.
Padres, no tem?is llevar a vuestros hijos al an?lisis: en ?l aprender?n que, de todos modos, es a
vosotros a quienes aman. Hijos, no os quej?is demasiado por no ser hu?rfanos y siempre redescubrir en el fondo de vosotros mismos a la MadreObjeto o al signo soberano de! Padre: es gracias
a ellos como acced?is al deseo. De ah?, despu?s de
tantas reticencias, e! inmenso consumo de an?lisis
en las sociedades donde el dispositivo de alianza
y el sistema de la familia ten?an necesidad de ser
reforzados. Pues en ello reside uno de los puntos
fundamentales en toda esta historia del dispositivo
de sexualidad: con la tecnolog?a de la “carne” en
e! cristianismo cl?sico, naci? apoy?ndose en los sistemas de alianza y las leyes que los rigen; pero
hoy desempe?a un pape! inverso: tiende a sostener e! viejo dispositivo de alianza. Desde la direcci?n de conciencias hasta e! psicoan?lisis, los dispositivos de alianza y de sexualidad, girando uno
con relaci?n al otro seg?n un lento proceso que
ahora tiene m?s de tres siglos, invirtieron sus respectivas posiciones; en la pastoral cristiana, la ley
de la alianza codificaba esa carne que se estaba
descubriendo y le impon?a desde un principio una
armaz?n a?n jur?dica; con e! psicoan?lisis, la sexualidad da cuerpo y vida a las reglas de la alianza
satur?ndolas de deseo.
El dominio que se tratar? de analizar en los diferentes estudios que seguir?n al presente volumen
consiste, pues, en ese dispositivo de sexualidad: su
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DOMINIO 139
formaci?n a partir de la carne crisnana: su desarrollo a trav?s de las cuatro grandes estrategias
desplegadas en el siglo XIX: sexualizaci?n del ni?o,
histerizaci?n de la mujer, especificaci?n de los
perversos, regulaci?n de las poblaciones -estrategias todas que pasan por una familia que fue (hay
que verlo bien) no una potencia de prohibici?n
sino factor capital de sexualizaci?n.
El primer momento corresponder?a a la necesidad de constituir una “fuerza de trabajo” (por
lo tanto nada de “gasto” in?til, nada de energ?a
dilapidada: todas las fuerzas volcadas al solo trabajo) y de asegurar su reproducci?n (conyugalidad, fabricaci?n regulada de hijos). El segundo
momento corresponder?a a la ?poca del Spatkapitalismus donde la explotaci?n del trabajo asalariado no exige las mismas coacciones violentas y f?sicas que en el siglo XIX y donde la pol?tica del
cuerpo no requiere ya la elisi?n del sexo o su
limitaci?n al solo papel reproductor; pasa m?s
bien por su canalizaci?n m?ltiple en los circuitos
controlados de la econom?a: una desublimaci?n
sobrerrepresiva, como se dice.
Ahora bien, si la pol?tica del sexo no hace actuar en lo esencial la ley de la prohibici?n sino
todo un aparato t?cnico, si se trata m?s bien de
la producci?n de la “sexualidad” que de la represi?n del sexo, es preciso abandonar semejante
divisi?n y distanciar el an?lisis respecto del problema de la “fuerza de trabajo” y, sin duda, abandonar el energetismo difuso que sustenta el tema
de una sexualidad reprimida por razones econ?micas.
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4. PERIODIZACI?N
La historia de la sexualidad -si se qUiere centrarla en los mecanismos de represi?n-e- supone
dos rupturas. Una, durante el siglo xvn: nacimiento de las grandes prohibiciones, valoraci?n de
la sexualidad adulta y matrimonial ?nicamente,
imperativos de decencia, evitaci?n obligatoria del
cuerpo, silencios y pudores imperativos del lenguaje; la otra, en el siglo xx: no tanto ruptura,
por lo dem?s, como inflexi?n de la curva: en tal
momento los mecanismos de la represi?n habr?an
comenzado a aflojarse; se habr?a pasado de las
prohibiciones sexuales apremiantes a una tolerancia relativa respecto de las relaciones prenupciales
o extrarnatrimoniales: la descalificaci?n de los
“perversos” se habr?a atenuado, y borrado en par?
te su condena por la ley; se habr?an levantado en
buena medida los tab?es que pesaban sobre la
sexualidad infantil.
Hay que intentar seguir la cronolog?a de esos
procedimientos: las invenciones, las mutaciones
instrumentales, las remanencias, Pero existe tambi?n el calendario de su utilizaci?n, la cronolog?a
de su difusi?n y de los defectos que inducen (de
sujeci?n o resistencia). Esos fechados m?ltiples
indudablemente no coinciden con el gran ciclo
represivo que de ordinario se sit?a entre los siglos XVII Y xx.
1] La cronolog?a de las t?cnicas mismas se remonta muy atr?s. Hay que buscar su punto de
[140]
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PERIODIZACI?N 141
formaci?n en las pr?cticas penitenciales del cristianismo medieval o, mejor, en la doble serie constituida por la confesi?n obligatoria, exhaustiva y
peri?dica impuesta a todos los fieles en el concilio de Letr?n, y por 105 m?todos del ascetismo, del
ejercicio espiritual y del misticismo desarrollados
con particular intensidad desde el siglo XIV. Primero la Reforma, luego el catolicismo tridentino
marcaron una mutaci?n importante y una escisi?n
en lo que se podr?a llamar la “tecnolog?a tradicional de la carne”. Escisi?n cuya profundidad no
debe ser ignorada; ello no excluye sin embargo
cierto paralelismo entre los m?todos cat?licos y
protestantes del examen de conciencia y de la
direcci?n pastoral: aqu? y all? se fijan, con diversas sutilezas, procedimientos de an?lisis y de formulaci?n discursiva de la “concupiscencia”. T?cnica rica, refinada, que se desarroll? a partir del
siglo XVI a trav?s de largas elaboraciones te?ricas
y se fij? a fines del XVIII en f?rmulas que pueden
simbolizar, por un lado, el rigorismo mitigado
de Alfonso de Liguori, y, por otro, la pedagog?a de Wesley.
Ahora bien, en esas postrimer?as del siglo XVIII,
y por razones que habr? que determinar, naci?
una tecnolog?a del sexo enteramente nueva; nueva, pues sin ser de veras independiente de la tem?tica del pecado, escapaba en lo esencial a la
instituci?n eclesi?stica. Por mediaci?n de la medicina, la pedagog?a y la econom?a, hizo del sexo no
s?lo un asunto laico, sino un asunto de Estado;
a?n m?s: un asunto en el cual todo el cuerpo
social, y casi cada uno de sus individuos, era instado a vigilarse. Y nueva, tambi?n, pues se desarrollaba seg?n tres ejes: el de la pedagog?a, cuyo
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142 EL DISPOSmVo DE SEXUALIDAD
objetivo era la sexualidad espec?fica del ni?o; el
de la medicina, cuyo objetivo era la fisiolog?a
sexual de las mujeres; y el de la demograf?a finalmente, cuyo objetivo era la regulaci?n espont?nea o controlada de los nacimientos. El “pecado
de juventud”, las “enfermedades de los nervios”
y los “fraudes a la procreaci?n” (como m?s tarde
se llam? a esos “funestos secretos”) se?alaron as?
los tres dominios privilegiados de aquella nueva
tecnolog?a. Sin duda, en cada uno de esos puntos
retom?, no sin simplificarlos, m?todos ya formados por el cristianismo: la sexualidad infantil ya
estaba problematizada en la pedagog?a espiritual
del cristianismo (no es indiferente que el primer
tratado consagrado al pecado De mollities haya
sido escrito en el siglo xv por Gerson, educador
y m?stico; y que la colecci?n Onania, redactada
por Dekker en el siglo XVlI1 vuelva palabra por
palabra a ejemplos establecidos por la pastoral
anglicana) ; la medicina de los nervios y los vapores, en el siglo XVIII, retom? a su vez el dominio
de an?lisis descubierto ya en el momento en que
los fen?menos de posesi?n abrieron una crisis
grave en las pr?cticas tan “indiscretas” de la direcci?n de conciencia y del examen espiritual (la
enfermedad nerviosa no es, por cierto, la verdad
de la posesi?n; pero la medicina de la histeria no
carece de relaci?n con la antigua direcci?n de los
“obsesos”) ; y las campa?as a prop?sito de la natalidad desplazan bajo otra forma y en otro nivel
el control de las relaciones conyugales, cuyo examen la penitencia cristiana hab?a perseguido con
tanta obstinaci?n. Continuidad visible, pero que
no impide una trasformaci?n capital: la tecnolog?a del sexo, a partir de ese momento, empez?
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PERIODIZACI?N 143
a responder a la instituci?n m?dica, a la exigencia
de normalidad, y m?s que al problema de la muerte y el castigo eterno, al problema de la vida y la
enfermedad. La “carne” es proyectada sobre el
orgamsmo.
Tal mutaci?n se sit?a en el tr?nsito del siglo
XVIII al XIX; abri? el camino a muchas otras trasformaciones derivadas de ella. Una, en primer lugar, separ? la medicina del sexo de la medicina
general del cuerpo; aisl? un “instinto” sexual susceptible -incluso sin alteraci?n org?nica- de
presentar anomal?as constitutivas, desviaciones adquiridas, dolencias o procesos patol?gicos. La
Psychopathia sexualis de Heinrich Kaan, en 1846,
puede servir como indicador: de entonces data la
relativa autonomizaci?n del sexo respecto del
cuerpo, la aparici?n correlativa de una medicina,
de una “ortopedia” espec?fica, la apertura, en una
palabra, de ese gran dominio m?dico-psicol?gico
de las “perversiones”, que relev? a las viejas categor?as morales del libertinaje o el exceso. En la
misma ?poca, el an?lisis de la herencia otorgaba
al sexo (relaciones sexuales, enfermedades ven?reas, alianzas matrimoniales, perversiones) una
posici?n de “responsabilidad biol?gica” en lo tocante a la especie: el sexo no s?lo pod?a verse
afectado por sus propias enfermedades, sino tambi?n, en el caso de no controlarse, trasmitir enfermedades o bien cre?rselas a las generaciones
futuras: as? aparec?a en el principio de todo un
capital patol?gico de la especie. De ah? el proyecto
m?dico y tambi?n pol?tico de organizar una administraci?n estatal de los matrimonios, nacimientos y sobrevivencias; el sexo y su fecundidad requieren una gerencia. La medicina de las perverwww.esnips.com/web/Linotipo
144 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
siones y los programas de eugenesia fueron en la
tecnolog?a del sexo las dos grandes innovaciones
de la segunda mitad del siglo XIX.
Innovaciones que se articularon f?cilmente,
pues la teor?a de la “degeneraci?n” les permit?a
referirse perpetuamente la una a la otra; explicaba c?mo una herencia cargada de diversas enfermedades -org?nicas, funcionales o ps?quicas, poco
importa- produc?a en definitiva un perverso sexual (buscad en la genealog?a de un exhibicionista o de un homosexual: encontrar?is un antepa?
sado hemipl?jico, un padre t?sico o un t?o con
demencia senil); pero tambi?n explicaba c?mo
una perversi?n sexual induc?a un agotamiento de
la descendencia -raquitismo infantil, esterilidad
de las generaciones futuras. El conjunto perversi?n-herencia-degeneraci?n constituy? el s?lido n?cleo de nuevas tecnolog?as del sexo. Y no hay que
imaginar que se trataba s?lo de una teor?a m?dica cient?ficamente insuficiente y abusivamente
moralizadora. Su superficie de dispersi?n fue amo
plia, y profunda su implantaci?n. Psiquiatr?a, jurisprudencia tambi?n, y medicina legal, instancias
de control social, vigilancia de ni?os peligrosos o
en peligro, funcionaron mucho tiempo con arreglo a la teor?a de la degeneraci?n, al sistema herencia-perversi?n. Toda una pr?ctica social, cuya
forma exasperada y a la vez coherente fue el racismo de Estado, dio a la tecnolog?a del sexo un
poder temible y efectos remotos.
y se comprender?a mal la posici?n del psicoan?lisis, a fines del siglo XIX, si no se viera la ruptura que oper? respecto al gran sistema de la degeneraci?n: volvi? al proyecto de una tecnolog?a
m?dica propia del instinto sexual, pero busc?
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PERIODIZACi?N 145
emanciparla de sus correlaciones con la herencia
y, por consiguiente, con todos los racismos y todos
los eugenismos. Podemos ahora volver sobre lo
que pod?a haber de voluntad normalizadora en
Freud: tambi?n se puede denunciar el papel desempe?ado desde hace a?os por la instituci?n psicoanal?tica; en la gran familia de las tecnolog?as
del sexo, que se remonta tan lejos en la historia del Occidente cristiano, y entre las que en el
siglo XIX emprendieron la medicalizaci?n del sexo,
el psicoan?lisis fue hasta la d?cada de 1940 la que
se opuso, rigurosamente, a los efectos pol?ticos e
institucionales del sistema perversi?n-herencia-degeneraci?n.
Ya se ve: la genealog?a de todas esas t?cnicas,
con sus mutaciones, desplazamientos, continuidades y rupturas, no coincide con la hip?tesis de una
gran fase represiva inaugurada durante la edad
cl?sica y en v?as de concluir lentamente en el
siglo XIX. M?s bien hubo una inventiva perpetua, una constante abundancia de m?todos y procedimientos, con dos momentos particularmente
fecundos en esta proliferante historia: hacia mediados del siglo XVI, el desarrollo de los procedimientos de direcci?n y examen de conciencia; a
comienzos del siglo XIX, la aparici?n de las tecnolog?as m?dicas del sexo.
2] Pero todo eso no consistir?a todav?a sino en
un fechado de las t?cnicas mismas. Fue otra la
historia de su difusi?n y su punto de aplicaci?n.
Si se escribe la historia de la sexualidad en t?rminos de represi?n y si se refiere esa represi?n a la
utilizaci?n de la fuerza de trabajo, es preciso suponer que los controles sexuales fueron m?s intensos y cuidadosos cuando se refirieron a las clases
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146 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
pobres; se debe imaginar que siguieron las l?neas
de la mayor’ dominaci?n y la explotaci?n m?s
sistem?tica: el hombre adulto, joven, que no pose?a sino su fuerza para vivir, deber?a ser el primer blanco de una sujeci?n destinada a desplazar
las energ?as disponibles desde el placer in?til hacia el trabajo obligatorio. Pero no parece que las
cosas hayan sucedido as?. Al contrario, las t?cnicas
m?s rigurosas se formaron y, sobre todo, se aplicaron en primer lugar y con m?s intensidad en las
clases econ?micamente privilegiadas y pol?ticamente dirigentes. La direcci?n de las conciencias,
el examen de s?, toda la larga elaboraci?n de los
pecados de la carne, la localizaci?n escrupulosa
de la concupiscencia, fueron otros tantos procedimientos sutiles que no pod?an ser accesibles sino
a grupos restringidos. El m?todo penitencial de
Alfonso de L?guori, las reglas propuestas a los metodistas por Wesley, les aseguraron, es cierto, una
difusi?n m?s amplia; pero al precio de una considerable simplificaci?n. Lo mismo podr?a decirse
de la familia como instancia de control y punto de
saturaci?n sexual: fue en primer t?rmino en la
familia “burguesa” o “aristocr?tica” donde se
problernatiz? la sexualidad de los ni?os y adolescentes; donde se medicaliz? la sexualidad femenina; y donde se alert? sobre la posible patolog?a
del sexo, la urgente necesidad de vigilarlo y de
inventar una tecnolog?a racional de correcci?n.
Fue all? el primer lugar de la psiquiatrizaci?n del
sexo. Fue la primera que entr? en eretismo sexual,
provoc?ndose miedos, inventando recetas, apelando al socorro de t?cnicas cient?ficas, suscitando
innumerables discursos para repet?rselos a s? misma. La burgues?a comenz? por considerar su prowww.esnips.com/web/Linotipo
pERIODIZACi?N 147
pio sexo como cosa importante, fr?gil tesoro, secreto que era indispensable conocer. El personaje
invadido en primer lugar por el dispositivo de sexualidad, uno de los primeros en verse “sexualizado”, fue, no hay que olvidarlo, la mujer “ociosa”, en los l?mites de lo “mundano”, donde deb?a
figurar siempre como un valor, y de la familia,
donde se le asignaba un nuevo lote de obligaciones conyugales y maternales; as? apareci? la mujer
“nerviosa”, la mujer que sufr?a de “vapores”; all?
encontr? su ancoraje la histerizaci?n de la mujer.
En cuanto al adolescente que dilapidaba en placeres secretos su futura sustancia, el ni?o onanista
que preocup? tanto a m?dicos y educadores desde
fines del siglo XVIII hasta fines del XIX, no era el
ni?o del pueblo, el futuro obrero, a quien habr?a
sido necesario inculcarle las disciplinas del cuerpo; era el colegial, el jovencito rodeado de sirvientes, preceptores y gobernantas, y que corr?a el
riesgo de comprometer menos una fuerza f?sica
que capacidades intelectuales, un deber moral y
la obligaci?n de conservar para su familia y su
clase una descendencia sana.
Frente a ello, las capas populares escaparon
durante mucho tiempo al dispositivo de “sexualidad”. Ciertamente, estaban sometidas seg?n modalidades particulares al dispositivo de las “alianzas”; valoraci?n del matrimonio leg?timo y la
fecundidad, exclusi?n de las uniones consangu?neas, prescripciones de endogamia social y local. Es
poco probable, en cambio, que la tecnolog?a cristiana de la carne haya tenido nunca gran importancia para ellas. Los mecanismos de sexualizaci?n
penetraron lentamente en esas capas, y sin duda
en tres etapas sucesivas. Primero a prop?sito de
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148 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
los problemas de natalidad, cuando a fines del siglo XVIll se descubri? que el arte de enga?ar a la
naturaleza no era un privilegio de citadinos y libertinos, sino que era conocido y practicado por
quienes, cercanos a la naturaleza, deber?an sentir
por tal arte m?s repugnancia que los dem?s. Luego, cuando la organizaci?n de la familia “can?nica”, alrededor de 1830, pareci? un instrumento de
control pol?tico y regulaci?n econ?mica indispensable para la sujeci?n del proletariado urbano:
gran campa?a en pro de la “moralizaci?n de las
clases pobres”. Finalmente, cuando a fines del siglo XIX se desarroll? el control judicial y m?dico
de las perversiones, en nombre de una protecci?n
general de la sociedad y la raza. Puede decirse que
entonces el dispositivo de “sexualidad”, elaborado
en sus formas m?s complejas y m?s intensas por
y para las clases privilegiadas, se difundi? en el
cuerpo social entero. Pero no adquiri? en todas
partes las mismas formas ni utiliz? los mismos
instrumentos (los papeles respectivos de la instancia m?dica y la instancia judicial no fueron
los mismos aqu? y all?; ni tampoco la manera en
que funcion? la medicina de la sexualidad).
Estos recordatorios cronol?gicos -ya se trate de
la invenci?n de las t?cnicas o del calendario de su
difusi?n- poseen su importancia. Tornan muy
dudosa la idea de un ciclo represivo, con un comienzo y un fin, dibujando al menos una curva
con sus puntos de inflexi?n: probablemente no
hubo una edad de la restricci?n sexual; y tambi?n
hacen dudar de la homogeneidad del proceso en
todos los niveles de la sociedad y en todas las clawww.esnips.com/web/Linotipo
PERIODIZACi?N 149
ses; no existi? una pol?tica sexual unitaria. Pero
sobre todo vuelven problem?tico el sentido del
proceso y sus razones de ser: al parecer, el dispositivo de sexualidad no fue erigido como principio de limitaci?n del placer de los dem?s por
parte de lo que era tradicional denominar las
“clases dirigentes”. Parece m?s bien que lo ensayaron primero en s? mismas. ?Nuevo avatar de ese
ascetismo burgu?s tantas veces descrito a prop?sito
de la Reforma, de la nueva ?tica del trabajo y de
la expansi?n del capitalismo? Precisamente, pareciera no tratarse de un ascetismo o, en todo caso,
de una renuncia al placer, de una descalificaci?n de la carne, sino, por el contrario, de una
intensificaci?n del cuerpo, una problematizaci?n
de la salud y sus condiciones de funcionamiento; de nuevas t?cnicas para “maximizar” la vida.
M?s que de una represi?n del sexo de las clases
explotables, se trat? del cuerpo, del vigor, de la
longevidad, de la progenitura y de la descendencia
de las clases “dominantes”. All? fue establecido,
en primera instancia, el dispositivo de sexualidad en tanto que distribuci?n nueva de los placeres, los discursos, las verdades y los poderes. Hay
que sospechar en ello la autoafirmaci?n de una
clase m?s que el avasallamiento de otra: una defensa, una protecci?n, un refuerzo y una exaltaci?n que luego fueron -al precio de diferentes
trasformaciones- extendidos a las dem?s como
medio de control econ?mico y sujeci?n pol?tica.
En esta invasi?n de su propio sexo por una tecnolog?a de poder que ella misma inventaba, la burgues?a hizo valer el alto precio pol?tico de su
cuerpo, sus sensaciones, sus placeres, su salud y
su supervivencia. No aislemos en todos esos prowww.esnips.com/web/Linotipo
150 EL DISPOSITIVO DE SEXUAUDAD
cedimientos lo que tengan en materia de restricciones, pudores, esquivamientos o silencio, a fin
de referirlos a alguna prohibici?n constitutiva o
represi?n ? o instinto de muerte. Fue un arreglo
pol?tico de la vida, y se constituy? en una afirmaci?n de s?, no en el sometimiento de otro. Y lejos
de que la clase que se volv?a hegem?nica en el
siglo XVIII haya cre?do deber amputar a su cuerpo
un sexo in?til, gastador y peligroso no bien no
estaba limitado a la reproducci?n, se puede decir
por el contrario que se otorg? un cuerpo al que
hab?a que cuidar, proteger, cultivar y preservar
de todos los peligros y todos los contactos, y aislar de los dem?s para que conservase su valor
diferencial; y dot?ndose para ello, entre otros medios, de una tecnolog?a del sexo.
El sexo no fue una parte del cuerpo que la
burgues?a tuvo que descalificar o anular para inducir al trabajo a los que dominaba. Fue el elemento de s? misma que la inquiet? m?s que cualquier otro, que la preocup?, exigi? y obtuvo sus
cuidados, y que ella cultiv? con una mezcla de
espanto, curiosidad, delectaci?n y fiebre. Con ?l
identific? su cuerpo, o al menos se lo someti?,
adjudic?ndole un poder misterioso e indefinido;
bajo su f?rula puso su vida Ysu muerte, volvi?ndolo responsable de su salud futura; en ?l invirti?
su futuro, suponiendo que ten?a efectos ineluctables sobre la descendencia; le subordin? su alma,
pretendiendo que ?l constitu?a su elemento m?s
secreto y determinante. No imaginemos a la burgues?a castr?ndose simb?licamente para rehusar
mejor a los dem?s el derecho de tener un sexo y
usarlo libremente. M?s bien, a partir de mediados
? Rc?ou?ement, Represi?n en su acepci?n psicoanahrfca. [T.J
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PERIODIZACI?N 151
del siglo XVIll, hay que verla empe?ada en proveerse de una sexualidad y constituirse a partir de
ella un cuerpo espec?fico, un cuerpo “de clase”,
dotado de una salud, una higiene, una descendencia, una raza: autosexualizaci?n de su cuerpo, encarnaci?n del sexo en su propio cuerpo, endogamia del sexo y el cuerpo. Diversas razones, sin
duda, hab?a para ello.
En primer lugar, una trasposici?n, en otras foro
mas, de los procedimientos utilizados por la nobleza para se?alar y mantener su distinci?n de
casta; pues la aristocracia nobiliaria tambi?n hab?a afirmado la especificidad de su cuerpo, pero
por medio de la sangre, es decir, por la antig?edad
de las ascendencias y el valor de las alianzas; la
burgues?a, para darse un cuerpo, mir? en cambio
hacia la descendencia y la salud de su organismo.
El sexo fue la “sangre” de la burgues?a. No es un
juego de palabras: muchos de los temas propios
de las maneras de casta de la nobleza reaparecen
en la burgues?a del siglo XIX, pero en forma
de preceptos biol?gicos, m?dicos, eugen?sicos; la
preocupaci?n geneal?gica se volvi? preocupaci?n
por la herencia; en los matrimonios se tomaron
en cuenta no s?lo imperativos econ?micos y reglas de homogeneidad social, no s?lo las promesas
de la herencia econ?mica sino las amenazas de la
herencia biol?gica; las familias llevaban y escond?an una especie de blas?n invertido y sombr?o
cuyos cuartos infamantes eran las enfermedades o
taras de la parentela -la par?lisis general del
abuelo. la neurastenia de la madre, la tisis de la
hermana menor, las t?as hist?ricas o erot?manas,
los primos de malas costumbres. Pero en ese cuidado del cuerpo sexual hab?a algo m?s que la traswww.esnips.com/web/Linotipo
152 EL DISPOSITIVO DE SEXUAUDAD
posici?n burguesa de los temas de la nobleza con
prop?sitos de afirmaci?n de s?. Tambi?n se trataba de otro proyecto: el de una expansi?n indefinida de la fuerza, del vigor, de la salud, de la
vida. La valoraci?n del cuerpo debe ser enlazada
con el proceso de crecimiento y establecimiento
de la hegemon?a burguesa: no a causa, sin embargo, del valor mercantil adquirido por la fuerza de
trabajo, sino en virtud de lo que la “cultura”
de su propio cuerpo pod?a representar pol?ticamente, econ?micamente e hist?ricamente tanto
para el presente como para el porvenir de la burgues?a. En parte, su dominaci?n depend?a de aqu?lla; no se trataba s?lo de un asunto econ?mico o
ideol?gico, sino tambi?n “f?sico”. Lo atestiguan
las obras tan numerosas publicadas a fines del siglo XVlII sobre la higiene del cuerpo, el arte de
Ia longevidad, los m?todos para tener hijos saludables y conservarlos vivos el mayor tiempo posible, los procedimientos para mejorar la descendencia humana; as? atestiguan la correlaci?n de
ese cuidado del cuerpo y el sexo con un “racismo”, pero muy diferente del manifestado por la
nobleza, orientado a fines esencialmente conservadores. Se trataba de un racismo din?mico, de
un racismo de la expansi?n, incluso si a?n se encontraba en estado embrionario y si tuvo que
esperar hasta la segunda mitad del siglo XIX para
dar los frutos que nosotros hemos saboreado.
Que me perdonen aquellos para quienes burgues?a significa elisi?n del cuerpo y represi?n
17′efoulement] de la sexualidad, aquellos para
quienes lucha de clases implica combate para anular esa represi?n. La “filosof?a espont?nea” de la
burgues?a quiz? no es tan idealista ni castradora
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PERIODIZACI?N 153
como se dice; en todo caso, una de sus primeras
preocupaciones fue darse un cuerpo y una sexualidad -asegurarse la fuerza, la perennidad, la proliferaci?n secular de ese cuerpo mediante la organizaci?n de un dispositivo de sexualidad. Y tal
proceso estuvo ligado al movimiento con el que
afirmaba su diferencia y su hegemon?a. Sin duda
hay que admitir que una de las formas primordiales de la conciencia de clase es la afirmaci?n
del cuerpo; al menos ?se fue el caso de la burgues?a durante el siglo XVIII; convirti? la sangre azul
de los nobles en un organismo con buena salud
y una sexualidad sana; se comprende por qu? emple? tanto tiempo y opuso tantas reticencias para
reconocer un cuerpo y un sexo a las dem?s clases,
precisamente a las que explotaba. Las condiciones
de vida del proletariado, sobre todo en la primera
mitad del siglo XIX, muestran que se estaba lejos
de tomar en cuenta su cuerpo y su sexo: 1 poco
importaba que aquella gente viviera o muriera;
de todos modos se reproduc?an. Para que el proletariado apareciera dotado de un cuerpo y una
sexualidad, para que su salud, su sexo y su reproducci?n se convirtiesen en problema, se necesitaron conflictos (en particular a prop?sito del espacio urbano: cohabitaci?n, proximidad, contaminaci?n, epidemias -como el c?lera en 1832- o
aun prostituci?n y enfermedades ven?reas); fueron necesarias urgencias econ?micas (desarrollo
de la industria pesada con la necesidad de una
mano de obra estable y competente, obligaci?n
de controlar el flujo de poblaci?n y de lograr regulaciones demogr?ficas); fue finalmente necesa1 el. K. Marx, El capital, libro J, cap. VIII, 2. “La hambruna
de plustrabajo”, M?xico, Siglo XXI Editores, 1975.
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154 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
ria la erecci?n de toda una tecnolog?a de control
que permitiese mantener bajo vigilancia ese cuerpo y esa sexualidad que al fin se le reconoc?a (la
escuela, la pol?tica habitacional, la higiene p?blica, las instituciones de socorro y seguro, la medio
calizaci?n general de las poblaciones -en suma,
todo un aparato administrativo y t?cnico permiti?
llevar a la clase explotada, sin peligro, el dispositivo de sexualidad; ya no se corr?a el riesgo de
que el mismo desempe?ara un papel de afirmaci?n de clase frente a la burgues?a; segu?a siendo
el instrumento de la hegemon?a de esta ?ltima).
De all?, sin duda, las reticencias del proletariado
a aceptar ese dispositivo; de all? su tendencia a
dec:ir que toda esa sexualidad es un asunto burgu?s que no le concierne.
Hay quienes creen poder denunciar a la vez dos
hipocres?as sim?tricas: una, dominante, de la burgues?a que negar?a su propia sexualidad; otra, inducida, del proletariado que por aceptaci?n de la
ideolog?a de enfrente rechaza la propia. Esto es
no comprender el proceso por el cual la burgues?a, al contrario, se dot?, en una afirmaci?n pol?tica arrogante, de una sexualidad parlanchina que
el proletariado por mucho tiempo no quiso aceptar, ya que le era impuesta con fines de sujeci?n.
Si es verdad que la “sexualidad” es el conjunto
de los efectos producidos en los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales por cierto
dispositivo dependiente de una tecnolog?a pol?tica
compleja, hay que reconocer que ese dispositivo
no act?a de manera sim?trica aqu? y all?, que por
lo tanto no produce los mismos efectos. Hay pues
que volver a formulaciones desacreditadas desde
hace mucho; hay que decir que existe una sexuawww.esnips.com/web/Linotipo
PERIODIZACi?N 155
lidad burguesa, que existen sexualidades de clase. O m?s bien que la sexualidad es originaria e
hist?ricamente burguesa y que induce, en sus desplazamientos sucesivos y sus trasposiciones, efectos
de clase de car?cter espec?fico.
Una palabra m?s. En el curso del siglo XIX hubo,
pues, una generalizaci?n del dispositivo de sexualidad a partir de un foco hegem?nico. En ?ltima
instancia, aunque de un modo y con instrumentos
diferentes, el cuerpo social entero fue dotado de
un “cuerpo sexual”. ?Universalidad de la sexualidad? All? vemos que se introduce un nuevo ele.
mento diferenciador, Un poco como la burgues?a,
a fines del siglo XVIII, hab?a opuesto a la sangre
valiosa de los nobles su propio cuerpo y su sexualidad preciosa, as?, a fines del siglo XIX, busc? redefinir la especificidad de la suya {rente a la de
los otros, trazar una l?nea divisoria que singularizara y protegiera su cuerpo. Esta l?nea ya no ser?
la que instaura la sexualidad, sino una l?nea que,
por el contrario, la intercepta; la diferencia proviene de la prohibici?n o, por lo menos, del modo
en que se ejerce y del rigor con que se impone. La
teor?a de la represi?n, que poco a poco recubrir?
todo el dispositivo de sexualidad y le dar? el sentido de una prohibici?n generalizada, tiene all? su
punto de origen. Est? hist?ricamente ligada a la
difusi?n del dispositivo de sexualidad. Por un
lado, va a justificar su extensi?n autoritaria y
coercitiva formulando el principio de que toda
sexualidad debe estar sometida a la ley o, mejor
a?n, que no es sexualidad sino por el efecto de
la ley: no s?lo debe uno someter su sexualidad
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156 EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD
a la ley, sino que ?nicamente tendr? una sexualidad si se sujeta a la ley. Pero, por otro lado, la
teor?a de la represi?n compensar? esa difusi?n ge?
neral del dispositivo de sexualidad por el an?lisis
del juego diferencial de las prohibiciones seg?n
las clases sociales. Del discurso que, a fines del
siglo XVIII, dec?a: “hay en nosotros un elemento
de alto precio al que conviene temer y tratar con
tino, al que corresponde aportar todos nuestros
cuidados si no queremos que engendre males infinitos”, se pas? a un discurso que dice: “nuestra
sexualidad, a diferencia de la de los otros, est?
sometida a un r?gimen de represi?n tan intenso
que desde ahora reside all? el peligro; el sexo no
s?lo es un secreto temible, como no dejaban de
decirlo a las generaciones anteriores los directores
de conciencia, los moralistas, los pedagogos y los
m?dicos, no s?lo hay que desenmascararlo en su
verdad, sino que si trae consigo tantos peligros,
se debe a que durante demasiado tiempo -escr?’
pulo, sentido excesivamente agudo del pecado, hipocres?a, lo que se prefiera- lo hemos reducido
al silencio”. A partir de all? la diferenciaci?n social se afirmar? no por la calidad “sexual” del
cuerpo sino por la intensidad de su represi?n.
El psicoan?lisis se inserta en este punto: teor?a
de la relaci?n esencial entre la ley y el deseo y, a
la vez, t?cnica para eliminar los efectos de lo prohibido all? donde su rigor lo torna pat?geno. En
su emergencia hist?rica, el psicoan?lisis no puede
disociarse de la generalizaci?n del dispositivo de
sexualidad y de los mecanismos secundarios de diferenciaci?n que en ?l se produjeron. Tambi?n
desde este punto de vista el problema del incesto
es significativo. Por una parte, como se ha visto, su
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PERIODIZACi?N 157
prohibici?n es planteada como principio absolutamente universal que permite pensar a un tiempo el sistema de alianza y el r?gimen de sexualidad; esa prohibici?n, en una u otra forma, es
v?lida pues para toda sociedad y todo individuo.
Pero en la pr?ctica, el psicoan?lisis asume como
tarea eliminar, en quienes est?n en posici?n de
utilizarlo, los efectos de represi?n [refoulement]
que puede inducir; les permite articular en discurso su deseo incestuoso. Ahora bien, en la misma ?poca se organizaba una caza sistem?tica de las
pr?cticas incestuosas, tal como exist?an en el campo o en ciertos medios urbanos a los que no ten?a acceso el psicoan?lisis: una apretada divisi?n
en zonas administrativas y judiciales fue montada
para ponerles un t?rmino; toda una pol?tica de
protecci?n de la infancia o de puesta bajo tutela
de los menores “en peligro” ten?a como objetivo,
en parte, su retirada de las familias sospechosas de
practicar el incesto -por falta de lugar, proximidad dudosa, h?bito del libertinaje, “prirnitivismo”
salvaje o degeneraci?n. Mientras que el dispositivo
de sexualidad, desde el siglo XVIII, hab?a intensificado las relaciones afectivas, las proximidades
corporales entre padres e hijos, y hubo una perpetua incitaci?n al incesto en la familia burguesa, el r?gimen de sexualidad aplicado a las clases
populares implica en cambio la exclusi?n de las
pr?cticas incestuosas o al menos su desplazamiento
hacia otra forma. En la ?poca en que el incesto,
por un lado, es perseguido en tanto que conducta,
el psicoan?lisis, por el otro, se empe?a en sacarlo
a la luz en tanto que deseo y eliminar el rigor
que lo reprime. No hay que olvidar que el descubrimiento del Edipo fue contempor?neo de la
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158 EL DISPOSITIVO DE SEXUAUDAD
organizaci?n jur?dica de la inhabilitaci?n paternal
(en Francia, por las leyes de 1889 y 1898). En el
momento en que Freud descubr?a cu?l era e! deseo de Dora y le permit?a ser formulado, la sociedad se armaba para impedir en otras capas
sociales todas esas proximidades censurables; e!
padre, por una parte, era convertido en objeto de
obligado amor; pero, por la otra, si era amante
resultaba disminuido por la ley. As? e! psicoan?lisis, como pr?ctica terap?utica reservada, desempe?aba un papel diferenciador respecto de otros
procedimientos dentro de un dispositivo de sexualidad ahora generalizado. Los que perdieron el
privilegio exclusivo de preocuparse por su sexualidad gozaron a partir de entonces de! privilegio
de experimentar m?s que los dem?s lo que la
prohibe y de poseer el m?todo que permite vencer la represi?n [retoulement].
La historia del dispositivo de sexualidad, tal
como se desarroll? desde la edad cl?sica, puede
valer como arqueolog?a del psicoan?lisis. En efecto, ya lo vimos: ?ste desempe?a en tal dispositivo
varios papeles simult?neos: es mecanismo de uni?n
de la sexualidad con e! sistema de alianza; se establece en posici?n adversa a la teor?a de la degeneraci?n; funciona como elemento diferenciador
en la tecnolog?a general del sexo. La gran exigencia de confesi?n formada much?simo antes adquiere en ?l el sentido nuevo de una conminaci?n a
levantar la represi?n. La tarea de la verdad se
halla ahora ligada a la puesta en entredicho de lo
prohibido.
Pero eso mismo abr?a la posibilidad de un
desplazamiento t?ctico considerable: reinterpretar
todo el dispositivo de sexualidad en t?rminos de
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PERIODIZACi?N 159
represi?n [r?pression] generalizada; vincularla con
mecanismos generales de dominaci?n y explota.
ci?n; y ligar unos con otros los procesos que permiten liberarse de unas y otras. As? se form? alrededor de Reich, entre las guerras mundiales, la
cr?tica hist?rico-pol?tica de la represi?n sexual. El
valor de esa cr?tica y sus efectos sobre la realidad
fueron considerables. Pero la posibilidad misma
de su ?xito estaba vinculada al hecho de que se
desplegaba siempre dentro del dispositivo de sexualidad, y no fuera de ?l o contra ?l. El hecho de
que tantas cosas hayan podido cambiar en el como
portamiento sexual de las sociedades occidentales
sin que se haya realizado ninguna de las prome?
sas o condiciones pol?ticas que Reich consideraba
necesarias, basta para probar que toda la “revoluci?n” del sexo, toda la lucha “ant?rreprcsiva”
no representaba nada m?s, ni tampoco nada menos
-lo que ya era important?simo-, que un desplazamiento y un giro t?cticos en el gran dispositivo
de sexualidad. Pero tambi?n se comprende por
qu? no se pod?a pedir a esa cr?tica que fuera el
enrejado para una historia de ese mismo dispositivo. Ni el principio de un movimiento para
desmantelarlo.
V. DERECHO DE MUERTE Y PODER
SOBRE LA VIDA
Durante mucho tiempo, uno de los privilegios
caracter?sticos del poder soberano fue el derecho
de vida y muerte. Sin duda derivaba formalmente de la vieja patria potestas que daba al padre de familia romano el derecho de “disponer”
de la vida de sus hijos como de la de sus esclavos; la hab?a “dado”, pod?a quitarla. El derecho
de vida y muerte tal como se formula en los te?ricos cl?sicos ya es una forma considerablemente
atenuada. Desde el soberano hasta sus s?bditos, ya
no se concibe que tal privilegio se ejerza en lo
absoluto e incondicionalmente, sino en los ?nicos
casos en que el soberano se encuentra expuesto
en su existencia misma: una especie de derecho de
r?plica. ?Est? amenazado por sus enemigos exteriores, que quieren derribarlo o discutir sus derechos? Puede entonces hacer la guerra leg?timamente y pedir a sus s?bditos que tomen parte en la
defensa del Estado; sin “proponerse directamente
su muerte”, es l?cito para ?l “exponer sus vidas”:
en este sentido ejerce sobre ellos un derecho “indirecto” de vida y muerte.’ Pero si es uno de sus
s?bditos el que se levanta contra ?l, entonces el
soberano puede ejercer sobre su vida un poder directo: a t?tulo de castigo, lo matar?. As? entendido,
el derecho de vida y muerte ya no es un privilegio
absoluto: est? condicionado por la defensa del soberano y su propia supervivencia. ?Hay que considerarlo, como Hobbes, una trasposici?n al pr?n-
, S. Pufendorf, Le dro?t de la nature (trad. franco de 17M).
p. 445.
[16~1
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164 DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA
cipe del derecho de cada cual a defender su vida
al precio de la muerte de otros? ?O hay que ver
ah? un derecho espec?fico que aparece con la formaci?n de ese nuevo ser jur?dico: el soberano? 2
De todos modos, el derecho de vida y muerte,
tanto en esa forma moderna, relat?va y limitada,
como en su antigua forma absoluta, es un derecho
disim?trico. El soberano no ejerce su derecho sobre la vida sino poniendo en acci?n su derecho
de matar, o reteni?ndolo; no indica su poder sobre
la vida sino en virtud de la muerte que puede
exigir. El derecho que se formula como “de vida
y muerte” es en realidad el derecho de hacer morir o de dejar vivir. Despu?s de todo, era simbolizado por la espada. Y quiz? haya que referir
esa forma jur?dica a un tipo hist?rico de sociedad
en donde el poder se ejerc?a esencialmente como
instancia de deducci?n, mecanismo de sustracci?n, derecho de apropiarse de una parte de las
riquezas, extorsi?n de productos, de bienes, de
servicios, de trabajo y de sangre, impuesto a los
s?bditos. El poder era ante todo derecho de captaci?n: de las cosas, del tiempo, los cuerpos y finalmente la vida; culminaba en el privilegio de
apoderarse de ?sta para suprimirla.
Ahora bien, el Occidente conoci? desde la edad
cl?sica una profund?sima trasformaci?n de esos
mecanismos de poder. Las “deducciones” ya no
son la forma mayor, sino s?lo una pieza entre
2 “As? como un cuerpo compuesto puede tener cualidades
Que no se encuentran en ninguno de los cuerpos simples de
la mezcla que Jo forma. as? tambi?n un cuerpo moral puede
tener. en virtud de la uni?n misma de las personas que lo
componen, cienos derechos que no revest?an formalmente a
ninguno de los particulares y cuyo ejercido s?lo corresponde
a los conductores.” PuCendorf, loe. cit., p. 452.
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DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA 165
otras que poseen funciones de incitaci?n, de reforzamiento, de control, de vigilancia, de aumento
y organizaci?n de las fuerzas que somete: un poder
destinado a producir fuerzas, a hacerlas crecer y
ordenarlas m?s que a obstaculizarlas, doblegarlas o
destruirlas. A partir de entonces el derecho de
muerte tendi? a desplazarse o al menos a apoyarse
en las exigencias de un poder que administra la
vida, y a conformarse a lo que reclaman dichas
exigencias. Esa muerte, que se fundaba en el derecho del soberano a defenderse o a exigir ser
defendido, apareci? como el simple env?s del derecho que posee el cuerpo social de asegurar su
vida, mantenerla y desarrollarla. Sin embargo,
nunca las guerras fueron tan sangrientas como a
partir del siglo XIX e, incluso salvando las distancias, nunca hasta entonces los reg?menes hab?an
practicado sobre sus propias poblaciones holocaustos semejantes. Pero ese formidable poder de
muerte -y esto quiz? sea lo que le da una parte
de su fuerza y del cinismo con que ha llevado tan
lejos sus propios l?mites- parece ahora como el
complemento de un poder que se ejerce positivamente sobre la vida, que procura administrarla,
aumentarla, multiplicarla, ejercer sobre ella controles precisos y regulaciones generales. Las guerras ya no se hacen en nombre del soberano aJ
que hay que defender; se hacen en nombre de la
existencia de todos; se educa a poblaciones enteras
para que se maten mutuamente en nombre de la
necesidad que tienen de vivir. Las matanzas han
llegado a ser vitales. Fue en tanto que gerentes de
la vida y la supervivencia, de los cuerpos y la
raza, como tantos reg?menes pudieron hacer tantas guerras, haciendo matar a tantos hombres. Y
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166 DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA
por un giro que permite cerrar el c?rculo, mientras
m?s ha llevado a las guerras a la destrucci?n exhaustiva su tecnolog?a, tanto m?s, en efecto, la
decisi?n que las abre y la que viene a concluirlas
responden a la cuesti?n desnuda de la supervivencia. Hoy la situaci?n at?mica se encuentra en la
desembocadura de ese proceso: el poder de exponer a una poblaci?n a una muerte general es el
env?s del poder de garantizar a otra su existencia.
El principio de poder matar para poder vivir, que
sosten?a la t?ctica de los combates, se ha vuelto
principio de estrategia entre Estados; pero la existencia de marras ya no es aquella, jur?dica, de la
soberan?a, sino la puramente biol?gica de una
poblaci?n. Si el genocidio es por cierto el sue?o
de los poderes modernos, ello no se debe a un
retorno, hoy, del viejo derecho de matar; se debe
a que el poder reside y ejerce en el nivel de la
vida, de la especie, de la raza y de los fen?menos
masivos de poblaci?n.
En otro nivel, yo habr?a podido tomar el ejemplo de la pena de muerte. Junto con la guerra, fue
mucho tiempo la otra forma del derecho de espada; constitu?a la respuesta del soberano a quien
atacaba su voluntad, su ley, su persona. Los que
mueren en el cadalso escasean cada vez m?s, a la
inversa de los que mueren en las guerras. Pero es
por las mismas razones por lo que ?stos son m?s
numerosos y aqu?llos m?s escasos. Desde que el
poder asumi? corno funci?n administrar la vida,
no fue el nacimiento de sentimientos humanitarios lo que hizo cada vez m?s dif?cil la aplicaci?n
de la pena de muerte, sino la raz?n de ser del
poder y la l?gica de su ejercicio. ?C?mo puede
un poder ejercer en el acto de matar sus m?s altas
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DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA 167
prerrogativas, si su pape! mayor es asegurar, reforzar, sostener, multiplicar la vida y ponerla en
orden? Para semejante poder la ejecuci?n capital
es a la vez el l?mite, e! esc?ndalo y la contradicci?n. De ah? el hecho de que no se pudo mantenerla sino invocando menos la enormidad de!
crimen que la monstruosidad del criminal, su incorregibilidad, y la salvaguarda de la sociedad. Se
mata leg?timamente a quienes significan para los
dem?s una especie de peligro biol?gico.
Podr?a decirse que e! viejo derecho de hacer
morir o dejar vivir fue remplazado por e! poder
de hacer vivir o de rechazar hacia la muerte. Quiz? se explique as? esa descalificaci?n de la muerte
se?alada por la reciente ca?da en desuso de los
rituales que la acompa?aban. El cuidado puesto
en esquivar la muerte est? ligado menos a una
nueva angustia que la tornar?a insoportable para
nuestras sociedades, que al hecho de que los procedimientos de poder no han dejado de apartarse
de ella. En el paso de un mundo a otro, la muerte
era el relevo de una soberan?a terrestre por otra,
singularmente m?s poderosa; e! fasto que la rodeaba era signo del car?cter pol?tico de la ceremonia. Ahora es en la vida y a lo largo de su
desarrollo donde el poder establece su fuerza; la
muerte es su l?mite, el momento que no puede
apresar; se torna el punto m?s secreto de la existencia, e! m?s “privado”. No hay que asombrarse
si el suicidio -anta?o un crimen, puesto que era
una manera de usurpar e! derecho de muerte que
s?lo el soberano, el de aqu? abajo o el del m?s
all?, pod?a ejercer- lleg? a ser durante el siglo XIX
una de las primeras conductas que entraron en e!
campo del an?lisis sociol?gico; hac?a aparecer en
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168 DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA
las fronteras y los intersticios del poder que se
ejerce sobre la vida, el derecho individual y privado de morir. Esa obstinaci?n en morir, tan extra?a y sin embargo tan regular, tan constante
en sus manifestaciones, por lo mismo tan poco
explicable por particularidades o accidentes individuales, fue una de las primeras perplejidades
de una sociedad en la cual el poder pol?tico acaba ba de proponerse corno tarea la administraci?n
de la vida.
Concretamente, ese poder sobre la vida se desarroll? desde el siglo XVII en dos formas principales; no son antit?ticas; m?s bien constituyen dos
polos de desarrollo enlazados por todo un haz intermedio de relaciones. Uno de los polos, al parecer el primero en formarse, fue centrado en el
cuerpo corno m?quina: su educaci?n, el aumento
de sus aptitudes, el arrancamiento de sus fuerzas,
el crecimiento paralelo de su utilidad y su docilidad, su integraci?n en sistemas de control eficaces y econ?micos, todo ello qued? asegundo por
procedimientos de poder caracter?sticos de las disciplinas: anatomopol?tica del cuerpo humano. El
segundo, formado algo m?s tarde, hacia mediados
del siglo XVIII, fue centrado en el cuerpo-especie,
en el cuerpo transido por la mec?nica de lo viviente y que sirve de soporte a los procesos biol?gicos:
la proliferaci?n, los nacimientos y la mortalidad, el
nivel de salud, la duraci?n de la vida y la longevidad, con todas las condiciones que pueden hacerlos variar; todos esos problemas los toma a su
cargo una serie de intervenciones y controles reguladores: una biopol?tica de la poblaci?n. Las
disci plinas del cuerpo y las regulaciones de la poblaci?n constituyen los dos polos alrededor de los
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DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA 169
cuales se desarroll? la organizaci?n del poder sobre la vida. El establecimiento, durante la edad
cl?sica, de esa gran tecnolog?a de doble faz -anat?rnica y biol?gica, individualizante y especificante, vuelta hacia las realizaciones del cuerpo y
atenta a los procesos de la vida- caracteriza un
poder cuya m?s alta funci?n no es ya matar sino
invadir la vida enteramente.
La vieja potencia de la muerte, en la cual se
simbolizaba el poder soberano, se halla ahora cuidadosamente recubierta por la administraci?n de
los ClIerpos y la gesti?n calculadora de la vida.
Desarrollo r?pido durante la edad cl?sica de diversas disciplinas -escuelas, colegios, cuarteles, talleres; aparici?n tambi?n, en el campo de las pr?cticas pol?ticas y las observaciones econ?micas, de
los problemas de natalidad, longevidad, salud p?blica, vivienda, migraci?n; explosi?n, pues, de
t?cnicas diversas y numerosas para obtener la sujeci?n de los cuerpos y el control de las poblaciones. Se inicia as? la era de un “bio-poder”, Las
dos direcciones en las cuales se desarrolla todav?a
aparec?an netamente separadas en el siglo XVIII.
En la vertiente de la disciplina figuraban instituciones como el ej?rcito y la escuela; reflexiones
sobre la t?ctica, el aprendizaje, la educaci?n, el orden de las sociedades; van desde los an?lisis propiamente militares del mariscal de Saxe hasta los
sue?os pol?ticos de Guibert o de Servan. En la
vertiente de las regulaciones de poblaci?n, figura
la demograf?a, la estimaci?n de la relaci?n entre
recursos y habitantes, los cuadros de las riquezas
y su circulaci?n, de las vidas y su probable duraci?n; los trabajos de Quesnay, Moheau, S?ssmilch.
La filosof?a de los “ide?logos” -como teor?a de la
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170 DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA
idea, del signo, de la g?nesis individual de las sensaciones, pero tambi?n de la composici?n social
de los intereses, la Ideolog?a como doctrina del
aprendizaje, pero tambi?n del contrato y la formaci?n regulada del cuerpo social- constituye sin
duda el discurso abstracto en el que se busc?
coordinar ambas t?cnicas de poder para construir
su teor?a general. En realidad, su articulaci?n
no se realizar? en el nivel de un discurso especulativo sino en la forma de arreglos concretos que
constituir?n la gran tecnolog?a del poder en el
siglo XIX: el dispositivo de sexualidad es uno de
ellos, y de los m?s importantes.
Ese bio-poder fue, a no dudarlo, un elemento
indispensable en el desarrollo del capitalismo; ?ste
no pudo afirmarse sino al precio de la inserci?n
controlada de los cuerpos en el aparato de producci?n y mediante un ajuste de los fen?menos de
poblaci?n a los procesos econ?micos. Pero exigi?
m?s; necesit? el crecimiento de unos y otros, su
reforzamiento al mismo tiempo que su utilizabilidad y docilidad; requiri? m?todos de poder capaces de aumentar las fuerzas, las aptitudes y la
vida en general, sin por ello tornarlas m?s dif?ciles
de dominar; si el desarrollo de los grandes aparatos de Estado, como instituciones de poder, aseguraron el mantenimiento de las relaciones de
producci?n, los rudimentos de anatomo y biopol?tica, inventados en el siglo XVIII como t?cnicas
de poder presentes en todos los niveles del cuerpo
social y utilizadas por instituciones muy diversas
(la familia, el ej?rcito, la escuela, la polic?a, la
medicina individual o la administraci?n de colectividades) , actuaron en el terreno de los procesos
econ?micos, de su desarrollo, de las fuerzas invowww.esnips.com/web/Linotipo
DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA 171
lucradas en ellos y que los sostienen; operaron
tambi?n como factores de segregaci6n y jerarquizaci6n sociales, incidiendo en las fuerzas respectivas de unos y otros, garantizando relaciones de
dominaci6n y efectos de hegemon?a; el ajuste entre la acumulaci6n de los hombres y la del capital,
la articulaci?n entre el crecimiento de los grupos
humanos y la expansi6n de las fuerzas productivas
y la repartici6n diferencial de la ganancia, en parte fueron posibles gracias al ejercicio del bio-poder en sus formas y procedimientos m?ltiples. La
invasi6n del cuerpo viviente, su valorizaci6n y
la gesti6n distributiva de sus fuerzas fueron en ese
momento indispensables.
Es sabido que muchas veces se plante? el problema del papel que pudo tener, en la primer?sima formaci6n del capitalismo, una moral asc?tica;
pero lo que sucedi6 en el siglo XVIII en ciertos
pa?ses occidentales y que fue ligado por el desarrollo del capitalismo, fue otro fen6meno y quiz? de
mayor amplitud que esa nueva moral que parec?a
descalificar el cuerpo; fue nada menos que la entrada de la vida en la historia -quiero decir la
entrada de los fen6menos propios de la vida de
la especie humana en el orden del saber y del
poder-, en el campo de las t?cnicas pol?ticas. No
se trata de pretender que en ese momento se produjo el primer contacto de la vida con la historia.
Al contrario, la presi?n de lo biol6gico sobre lo
hist?rico, durante milenios, fue extremadamente
fuerte; la epidemia y el hambre constitu?an las
dos grandes formas dram?ticas de esa relaci6n que
permanec?a as? colocada bajo el signo de la muerte; por un proceso circular, el desarrollo econ?mico y principalmente agr?cola del siglo XVIII, el
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172 DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA YIDA
aumento de la productividad y los recursos m?s
r?pido a?n que el crecimiento demogr?fico al que
favorec?a, permitieron que se aflojaran un poco
esas amenazas profundas: la era de los grandes
estragos del hambre y la peste -salvo algunas
res urgencias- se cerr? antes de la Revoluci?n
francesa; la muerte dej?, o comenz? a dejar, de
hostigar directamente a la vida. Pero al mismo
tiempo, el desarrollo de los conocimientos relativos a la vida en general, el mejoramiento de las
t?cnicas agr?colas, las observaciones y las medidas
dirigidas a la vida y supervivencia de los hombres,
contribu?an a ese aflojamiento: un relativo dominio sobre la vida apartaba algunas inminencias de
muerte. En el espacio de juego as? adquirido, los
procedimientos de poder y saber, organiz?ndolo
y ampli?ndolo, toman en cuenta los procesos de
la vida y emprenden la tarea de controlarlos y
modificarlos. El hombre occidental aprende poco
a poco en qu? consiste ser una especie viviente
en un mundo viviente, tener un cuerpo, condiciones de existencia, probabilidades de vida, salud individual o colectiva, fuerzas que es posible
modificar y un espacio donde repartirlas de manera ?ptima. Por primera vez en la historia, sin
duda, lo biol?gico se refleja en lo pol?tico; e!
hecho de vivir ya no es un basamento inaccesible que s?lo emerge de tiempo en tiempo, en el
azar de la muerte y su fatalidad; pasa en parte
al campo de control de! saber y de intervenci?n
del poder. ?ste ya no tiene que v?rselas s?lo
con sujetos de derecho, sobre los cuales e! ?ltimo
poder del poder es la muerte, sino con seres vivos,
y e! dominio que pueda ejercer sobre ellos deber?
colocarse en el nivel de la vida misma; haber towww.esnips.com/web/Linotipo
DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA 173
mado a su cargo a la vida, m?s que la amenaza de
asesinato, dio al poder su acceso al cuerpo. Si se
puede denominar “biohistoria” a las presiones
mediante las cuales los movimientos de la vida y
los procesos de la historia se interfieren mutuamente, habr?a que hablar de “biopol?tica” para
designar lo que hace entrar a la vida y sus mecanismos en el dominio de los c?lculos expl?citos y
convierte al poder-saber en un agente de trasformaci?n de la vida humana; esto no significa que
la vida haya sido exhaustivamente integrada a t?cnicas que la dominen o administren; escapa de
ellas sin cesar. Fuera del mundo occidental, el
hambre existe, y en una escala m?s importante
que nunca; y los riesgos biol?gicos corridos por
la especie son quiz? m?s grandes, en todo caso m?s
graves, que antes del nacimiento de la microbiolog?a. Pero lo que se podr?a llamar “umbral de
modernidad biol?gica” de una sociedad se sit?a en
el momento en que la especie entra como apuesta
del juego en sus propias estrategias pol?ticas. Durante milenios, el hombre sigui? siendo lo que
era para Arist?teles: un animal vivien te y adem?s
capaz de una existencia pol?tica; el hombre moderno es un animal en cuya pol?tica est? puesta
en entredicho su vida de ser viviente.
Tal trasformaci?n tuvo consecuencias considerables. Es in?til insistir aqu? en la ruptura que
se produjo entonces en el r?gimen del discurso
cient?fico y sobre la manera en que la doble problem?tica de la vida y del hombre vino a atravesar y redistribuir el orden de la episterne cl?sica.
Si la cuesti?n del hombre fue planteada ??-en su
especificidad de ser viviente y en su especificidad
en relaci?n con los seres vivientes-, debe buscarwww.esnips.com/web/Linotipo
174 DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA
se la raz?n en el nuevo modo de relaci?n entre la
historia y la vida: en esa doble posici?n de la vida
que la pone en el exterior de la historia como su
entorno biol?gico y, a la vez, en el interior de la
historicidad humana, penetrada por sus t?cnicas
de saber y de poder. Es igualmente in?til insistir
sobre la proliferaci?n de las tecnolog?as poliricas,
que a partir de all? van a invadir el cuerpo, la
salud, las maneras de alimentarse y alojarse, las
condiciones de vida, el espacio entero de la existencia.
Otra consecuencia del desarrollo del b?o-poder
es la creciente importancia adquirida por el juego
de la norma a expensas del sistema jur?dico de la
ley. La ley no puede no estar armada, y su arma
por excelencia es la muerte; a quienes la trasgreden responde, al menos a t?tulo de ?ltimo recurso, con esa amenaza absoluta. La ley se refiere
siempre a la espada. Pero un poder que tiene como
tarea tomar la vida a su cargo necesita mecanismos continuos, reguladores y correctivos. Ya no
se trata de hacer jugar la muerte en el campo de
la soberan?a, sino de distribuir lo viviente en un
dominio de valor y de utilidad. Un poder semejante debe calificar, medir. apreciar y jerarquizar,
m?s que manifestarse en su brillo asesino; no tiene que trazar la l?nea que separa a los s?bditos
obedientes de los enemigos del soberano; realiza
distribuciones en torno a la norma. No quiero
decir que la ley se borre ni que las instituciones
de justicia tiendan a desaparecer; sino que la ley
funciona siempre m?s como una norma, y que la
instituci?n judicial se integra cada vez m?s en un
continuum de aparatos (m?dicos, administrativos,
etc.) cuyas funciones son sobre todo reguladoras.
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DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA 175
Una sociedad normalizadora fue el efecto hist?rico de una tecnolog?a de poder centrada en la
vida. En relaci?n con las sociedades que hemos
conocido hasta el siglo XVIII, hemos entrado en una
fase de regresi?n de lo jur?dico; las constituciones
escritas en el mundo entero a partir de la Revoluci?n francesa, los c?digos redactados y modificados, toda una actividad legislativa permanente y
ruidosa no deben enga?arnos: son las formas que
tornan aceptable un poder esencialmente normalizador.
y contra este poder a?n nuevo en el siglo XIX,
las fuerzas que resisten se apoyaron en lo mismo
que aqu?l invad?a -es decir, en la vida del hombre en tanto que ser viviente. Desde el siglo pasado, las grandes luchas que ponen en tela de juicio el sistema general de poder ya no se hacen en
nombre de un retorno a los antiguos derechos ni
en funci?n del sue?o milenario de un ciclo de los
tiempos y una edad de oro. Ya no se espera m?s
al emperador de los pobres, ni el reino de los
?ltimos d?as, ni siquiera el restablecimiento de
justicias imaginadas como ancestrales; lo que se
reivindica y sirve de objetivo, es la vida, entend?da como necesidades fundamentales, esencia concreta del hombre, cumplimiento de sus virtualidades, plenitud de lo posible. Poco importa si se
trata o no de utop?a; tenemos ah? un proceso de
lucha muy real; la vida como objeto pol?tico fue
en cierto modo tomada al pie de la letra y vuelta
contra el sistema que pretend?a controlarla. La
vida, pues, mucho m?s que el derecho, se volvi?
entonces la apuesta de las luchas pol?ticas, incluso
si ?stas se formularon a trav?s de afirmaciones de
derecho. El “derecho” a la vida, al cuerpo, a la
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176 DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA
salud, a la felicidad, a la satisfacci?n de las necesidades; el “derecho”, m?s all? de todas las opresiones o “alienaciones”, a encontrar lo que uno
es y todo lo que uno puede ser, este “derecho” tan
incomprensible para el sistema jur?dico cl?sico,
fue la r?plica poi?tica a todos los nuevos procedimientos de poder que, por su parte, tampoco dependen del derecho tradicional de la soberan?a.
Sobre ese fondo puede comprenderse la importancia adquirida por el sexo como el “pozo” del juego pol?tico. Est? en el cruce de dos ejes, a lo largo
de los cuales se desarroll? toda la tecnolog?a pol?tica de la vida. Por un lado, depende de las
disciplinas del cuerpo: adiestramiento, intensificaci?n y distribuci?n de las fuerzas, ajuste yeconom?a de las energ?as. Por el otro, participa de
la regulaci?n de las poblaciones, por todos los
efectos globales que induce. Se inserta simult?neamente en ambos registros; da lugar a vigilancias
infinitesimales, a controles de todos los instantes,
a arreglos espaciales de una meticulosidad extrema, a ex?menes m?dicos o psicol?gicos indefinidos, a todo un micropoder sobre el cuerpo; pero
tambi?n da lugar a medidas masivas, a estimaciones estad?sticas, a intervenciones que apuntan al
cuerpo social entero o a grupos tomados en conjunto. El sexo es, a un tiempo, acceso a la vida
del cuerpo y a la vida de la especie. Es utilizado
como matriz de las disciplinas y principio de las
regulaciones. Por ello, en el siglo XIX, la sexualidad es perseguida hasta en el m?s ?nfimo detalle
de las existencias; es acorralada en las conductas,
perseguida en los sue?os; se la sospecha en las
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DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA 177
menores locuras, se la persigue hasta los primeros
a?os de la infancia; pasa a ser la cifra de la individualidad, a la vez 10 que permite analizarla y
torna posible amaestrarla. Pero tambi?n se convierte en tema de operaciones pol?ticas, de intervenciones econ?micas (mediante incitaciones o
frenos a la procreaci?n), de campa?as ideol?gicas
de moralizaci?n o de responsabilizaci?n: se la hace
valer como ?ndice de fuerza de una sociedad, revelando as? tanto su energ?a pol?tica como su vigor
biol?gico. De uno a otro polo de esta tecnolog?a
del sexo se escalona toda una serie de t?cticas diversas que en proporciones variadas combinan el
objetivo de las disciplinas del cuerpo y el de la
regulaci?n de las poblaciones.
De ah? la importancia de las cuatro grandes
lineas de ataque a lo largo de las cuales avanz? la
pol?tica del sexo desde hace dos siglos. Cada una
fue una manera de componer las t?cnicas disciplinarias con los procedimientos reguladores. Las dos
primeras se apoyaron en exigencias de regulaci?n
-en toda una tem?tica de la especie, de la descendencia, de la salud colectiva- para obtener efectos en el campo de la disciplina; la sexualizaci?n
del ni?o se llev? a cabo con la forma de una campa?a por la salud de la raza (la sexualidad precoz,
desde el siglo XVIII hasta fines del XIX, fue presentada como una amenaza epid?mica capaz de comprometer no s?lo la futura salud de los adultos
sino tambi?n el porvenir de la sociedad y de la especie entera) ; la histerizaci?n de las mujeres, que
exigi? una medicalizaci?n minuciosa de su cuerpo
y su sexo, se llev? a cabo en nombre de la responsabilidad que les cabr?a respecto de la salud de
sus hijos, de la solidez de la instituci?n familiar y
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178 DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA
de la salvaci?n de la sociedad. En cuanto al control de los nacimientos y la psiquiatrizaci?n de las
perversiones, actu? la relaci?n inversa: aqu? la intervenci?n era de naturaleza regularizadora, pero
deb?a apoyarse en la exigencia de disciplinas y
adiestramientos individuales. De una manera general, en la uni?n del “cuerpo” y la “poblaci?n”,
el sexo se convirti? en blanco central para un
poder organizado alrededor de la administraci?n
de la vida y no de la amenaza de muerte.
Durante mucho tiempo la sangre continu? siendo un elemento importante en los mecanismos
del poder, en sus manifestaciones y sus rituales.
Para una sociedad en que eran preponderantes los
sistemas de alianza, la forma pol?tica del soberano, la diferenciaci?n en ?rdenes y castas, el valor
de los linajes, para una sociedad donde el hambre, las epidemias y las violencias hac?an inminente la muerte, la sangre constitu?a uno de los valores esenciales: su precio proven?a a la vez de su
papel instrumental (poder derramar la sangre),
de su funcionamiento en el orden de los signos
(poseer determinada sangre, ser de la misma sangre, aceptar arriesgar la sangre) , y tambi?n de su
precariedad (f?cil de difundir, sujeta a agotarse,
demasiado pronta para mezclarse, r?pidamente
susceptible de corromperse). Sociedad de sangre
-iba a decir de “sanguinidad”: honor de la guerra
y miedo de las hambrunas, triunfo de la muerte,
soberano con espada, verdugos y suplicios, el poder habla a trav?s de la sangre: ?sta es una realidad
con funci?n simb?lica. Nosotros, en cambio, estamas en una sociedad del “sexo” o, mejor, de “sexualidad”: los mecanismos del poder se dirigen al
cuerpo, a la vida, a lo que la hace proliferar, a
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DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA ViDA 179
lo que refuerza la especie, su vigor, su capacidad
de dominar o su aptitud para ser utilizada. Salud,
progenitura, raza, porvenir de la especie, vitalidad
del cuerpo social, el poder habla de la sexualidad
y a la sexualidad; no es marca o s?mbolo, es objeto y blanco. Y lo que determina su importancia
es menos su rareza o su precariedad que su insistencia, su presencia insidiosa, el hecho de que en
todas partes sea a la vez encendida y temida. El
poder la dibuja, la suscita y utiliza como el sentido
proliferante que siempre hay que mantener bajo
control para que no escape; es un efecto con valor
de sentido. No quiero decir que la sustituci?n de
la sangre por el sexo resuma por s? sola las trasformaciones que marcan el umbral de nuestra
modernidad. No es el alma de dos civilizaciones
o el principio organizador de dos formas culturales lo que intento expresar; busco las razones por
las cuales la sexualidad, lejos de haber sido reprimida en la sociedad contempor?nea, es en cambio
permanentemente suscitada. Los nuevos procedimientos de poder elaborados durante la edad cl?sica y puestos en acci?n en el siglo XIX hicieron
pasar a nuestras sociedades de una simb?lica de la
sangre a una anal?tica de la sexualidad. Como se
ve, si hay algo que est? del lado de la ley, de la
muerte, de la trasgresi?n, de lo simb?lico y de
la soberan?a, ese algo es la sangre; la sexualidad
est? del lado de la norma, del saber, de la vida,
del sentido, de las disciplinas y las regulaciones.
Sade y los primeros eugenistas son contempor?neos de ese tr?nsito de la “sanguinidad” a la “sexualidad”. Pero mientras los primeros sue?os de
perfeccionamiento de la especie llevan todo el
problema de la sangre a una gesti?n del sexo muy
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180 DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA
coercitiva (arte de determinar los buenos matrimonios, de provocar las fecundidades deseadas, de
asegurar la salud y la longevidad de los ni?os),
mientras la nueva idea de raza tiende a borrar las
particularidades aristocr?ticas de la sangre para
no retener sino los efectos controlables del sexo,
Sade sit?a el an?lisis exhaustivo del sexo en los
mecanismos exasperados del antiguo poder de soberan?a y bajo los viejos prestigios de la sangre,
enteramente mantenidos; la sangre corre a todo
lo largo del placer -sangre del suplicio y del poder absoluto, sangre de la casta que uno respeta
en s? y que no obstante hace correr en los rituales
mayores del parricidio y el incesto, sangre del pueblo que se derrama a voluntad puesto que la que
corre en esas venas ni siquiera es digna de ser
nombrada. En Sade el sexo carece de norma, de
regla intr?nseca que podr?a formularse a partir
de su propia naturaleza; pero est? sometido a la
ley ilimitada de un poder que no conoce sino
la suya propia; si le ocurre imponerse por juego el
orden de las progresiones cuidadosamente disciplinadas en jornadas sucesivas, tal ejercicio lo conduce a no ser m?s que el punto puro de una soberan?a ?nica y desnuda: derecho ilimitado de la
monstruosidad todopoderosa. La sangre ha reabsorbido al sexo.
En realidad, la anal?tica de la sexualidad y la
simb?lica de la sangre bien pueden depender en
su principio de dos reg?menes de poder muy distintos, de todos modos no se sucedieron (como
tampoco esos poderes) sin encabalgamientos, interacciones o ecos. De diferentes maneras, la preocupaci?n por la sangre y la ley obsesion? durante
casi dos siglos la gesti?n de la sexualidad. Dos de
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DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA IBI
esas interferencias son notables, una a causa de su
importancia hist?rica, la otra a causa de los problemas te?ricos que plantea. Desde la segunda
mitad del siglo XIX, sucedi? que la tem?tica de la
sangre fue llamada a vivificar y sostener con todo
un espesor hist?rico el tipo de poder pol?tico que
se ejerce a trav?s de los dispositivos de sexualidad.
El racismo se forma en este punto (el racismo en
su forma moderna, estatal, biologizante): toda
una pol?tica de poblaci?n, de la familia, del matrimonio, de la educaci?n, de la jerarquizaci?n
social y de la propiedad, y una larga serie de intervenciones permanentes a nivel del cuerpo, las
conductas, la salud y la vida cotidiana recibieron
entonces su color y su justificaci?n de la preocupaci?n m?tica de proteger la pureza de la sangre
y llevar la raza al triunfo. El nazismo fue sin duda
la combinaci?n m?s ingenua y m?s astuta -y esto
por aquello- de las fantas?as de la sangre con los
paroxismos de un poder disciplinario. Una ordenaci?n eugen?sica de la sociedad, con lo que pod?a llevar consigo de extensi?n e intensificaci?n de
los micropoderes, so capa de una estatizaci?n ilimitada, iba acompa?ada por la exaltaci?n on?rica
de una sangre superior; ?sta implicaba el genocidio sistem?tico de los otros y el riesgo de exponerse a s? misma a un sacrificio total. Y la historia
quiso que la pol?tica hitleriana del sexo no haya
pasado de una pr?ctica irrisoria mientras que el
mito de la sangre se trasformaba en la mayor
matanza que los hombres puedan recordar por
ahora.
En el extremo opuesto. se puede seguir (tambi?n
a partir de fines del siglo XIX) el esfuerzo te?rico
para reinscribir la tem?tica de la sexualidad en el
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182 DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA
sistema de la ley, del orden simb?lico y de la soberan?a. Es el honor pol?tico del psicoan?lisis -o al
menos de lo que hubo en ?l de m?s coherentehaber sospechado (y esto desde su nacimiento, es
decir, desde su l?nea de ruptura con la neuropsiquiatr?a de la degeneraci?n) lo que pod?a haber
de irreparablemente proliferante en esos mecanismos de poder que pretend?an controlar y administrar lo cotidiano de la sexualidad: de ah? el
esfuerzo freudiano (por reacci?n sin duda contra
el gran ascenso contempor?neo del racismo) para
poner la ley como principio de la sexualidad -la
ley de la alianza, de la consanguinidad prohibida,
del Padre-Soberano, en suma para convocar en
torno al deseo todo el antiguo orden del poder. A
eso debe el psicoan?lisis haber estado en oposici?n
te?rica y pr?ctica con el fascismo, en cuanto a lo
esencial y salvo algunas excepciones. Pero esa posici?n del psicoan?lisis estuvo ligada a una coyun?
tura hist?rica precisa. Y nada podr?a impedir que
pensar el orden de lo sexual seg?n la instancia de
la ley, la muerte, la sangre y la soberan?a -sean
cuales fueren las referencias a Sade y a Bataille,
sean cuales fueren las prendas de “subversi?n”
que se les pida- no sea en definitiva una “retroversi?n” hist?rica. Hay que pensar el dispositivo
de sexualidad a partir de las t?cnicas de poder
que le son contempor?neas.
Se me dir?: eso es caer en un historicismo m?s
apresurado que radical; es esquivar, en provecho
de fen?menos quiz? variables pero fr?giles, secundarios y en suma superficiales, la existencia biol?gicamente s?lida de las funciones sexuales; es hawww.esnips.com/web/Linotipo
DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA 183
blar de la sexualidad como si el sexo no existiese.
y se tendr?a el derecho de objetarme: “Usted
pretende analizar en detalle los procesos merced
a los cuales han sido sexualizados el cuerpo de
la mujer, la vida de los ni?os, los v?nculos familiares y toda una amplia red de relaciones sociales. Usted quiere describir ese gran ascenso de la
preocupaci?n sexual desde el siglo XVIII y el creciente encarnizamiento que pusimos en sospechar
la presencia del sexo en todas partes. Admitamoslo; y supongamos que, en efecto, los mecanismos del poder fueron m?s empleados en suscitar e ‘irritar’ la sexualidad que en reprimirla.
Pero as? permanece muy cercano a aquello de lo
que pensaba, sin duda, haberse separado; en el
fondo usted muestra fen?menos de difusi?n, de
anclaje, de fijaci?n de la sexualidad, usted intenta
mostrar lo que podr?a denominarse la organiza.
ci?n de ‘zonas er?genas’ en el cuerpo social; bien
podr?a resultar que usted no haya hecho m?s que
trasponer, a la escala de procesos difusos, mecanismos que el psicoan?lisis ha localizado con pre?
cisi?n al nivel del individuo. Pero usted elide
aquello a partir de lo cual la sexualizaci?n pudo
realizarse, y que el psicoan?lisis, a su vez, no ignora, o sea el sexo. Antes de Freud, buscaban
localizar la sexualidad del modo m?s estricto y
apretado: en el sexo, sus funciones de reproducci?n, sus localizaciones anat?micas inmediatas; se
volv?an hacia un m?nimo biol?gico —?rgano, instinto, finalidad. Pero usted est? en una posici?n
sim?trica e inversa: para usted s?lo quedan efectos
sin soporte, ramificaciones privadas de ra?z, una
sexualidad sin sexo. Tambi?n aqu?, entonces: castraci?n.”
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184 DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA
En este punto hay que distinguir dos pregun?
taso Por un lado: ?el an?lisis de la sexualidad como
“dispositivo pol?tico” implica necesariamente la
elisi?n del cuerpo, de lo anat?mico, de lo biol?gico, de lo funcional? Creo que a esta primera
pregunta se puede responder negativamente. En
todo caso, el objetivo de la presente investigaci?n
es mostrar c?mo los dispositivos de poder se articulan directamente en el cuerpo -en cuerpos,
funciones, procesos fisiol?gicos, sensaciones, placeres; lejos de que el cuerpo haya sido borrado, se
trata de hacerlo aparecer en un an?lisis donde lo
biol?gico y lo hist?rico no se suceder?an (como en
el evolucionismo de los antiguos soci?logos), sino
que se ligar?an con arreglo a una complejidad creciente conformada al desarrollo de las tecnolog?as
modernas de poder que toman como blanco suyo
la vida. Nada, pues, de una “historia de las mentalidades” que s?lo tendr?a en cuenta los cuerpos
seg?n el modo de percibirlos y de darles sentido
y valor, sino, en cambio, una “historia de los cuerpos” y de la manera en que se invadi? lo que
tienen de m?s material y viviente.
Otra pregunta, distinta de la primera: esa materialidad a la que se alude ?no es acaso la del
sexo, y no constituye una paradoja querer hacer
una historia de la sexualidad a nivel de los cuerpos sin tratar para nada del sexo? Despu?s de todo,
el poder que se ejerce a trav?s de la sexualidad
?no se dirige acaso, espec?ficamente, a ese elemento de lo real que es el “sexo” -el sexo en gene?
ral? Puede admitirse que la sexualidad no sea, respecto del poder, un dominio exterior en el que
?ste se impondr?a, sino, por el contrario, efecto e
instrumento de sus arreglos o maniobras. Pero ?el
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DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA 185
sexo no es acaso, respecto del poder, lo “otro”,
mientras que es para la sexualidad el foco en
torno al cual distribuye ?sta sus efectos? Pero, justamente, es esa idea del sexo la que no se puede
admitir sin examen. ?El “sexo”, en la realidad, es
el ancoraje que soporta las manifestaciones de la
“sexualidad”, o bien una idea compleja, hist?ricamente formada en el interior del dispositivo de
sexualidad? Se podr?a mostrar, en todo caso, c?mo
esa idea “del sexo” se form? a trav?s de las diferentes estrategias de poder y qu? papel definido
desempe?? en ellas.
A lo largo de las l?neas en que se desarroll? el
dispositivo de sexualidad desde el siglo XIX, vemos elaborarse la idea de que existe algo m?s que
los cuerpos, los ?rganos, las localizaciones som?ticas, las funciones, los sistemas anatomofisiol?g?cos, las sensaciones, los placeres; algo m?s y algo
diferente, algo dotado de propiedades intr?nsecas y
leyes propias: el “sexo”. As?, en el proceso de histerizaci?n de la mujer, el “sexo” fue definido de
tres maneras: como lo que es com?n al hombre y
la mujer; o como lo que pertenece por excelencia
al hombre y falta por lo tanto a la mujer; pero
tambi?n como lo que constituye por s? solo el
cuerpo de la mujer, orient?ndolo por entero a las
funciones de reproducci?n y perturb?ndolo sin
cesar en virtud de los efectos de esas mismas funciones; en esta estrategia, la historia es interpretada como el juego del sexo en tanto que es lo
“uno” y lo “otro”, todo y parte, principio y carencia. En la sexualizaci?n de la infancia, se elabora la idea de un sexo presente (anat?micamente)
y ausente (fisiol?gicamente), presente tambi?n si
se considera su actividad y deficiente si se atiende
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186 DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA
a su finalidad reproductora; o asimismo actual en
sus manifestaciones pero escondido en sus efectos,
que s?lo m?s tarde aparecer?n en su gravedad patol?gica; y en el adulto, si el sexo del ni?o sigue
presente, lo hace en la forma de una causalidad
secreta que tiende a anular el sexo del adulto (fue
uno de los dogmas de la medicina de los siglos
XVIII y XIX suponer que la precocidad del sexo
provoca luego esterilidad, impotencia, frigidez,
incapacidad de experimentar placer, anestesia de
los sentidos) ; al sexualizar la infancia se constituy? la idea de un sexo marcado por el juego esencial de la presencia y la ausencia, de lo oculto y
lo manifiesto; la masturbaci?n, con los efectos que
se le prestaban, revelar?a de modo privilegiado ese
juego de la presencia y la ausencia, de lo manifiesto y lo oculto. En la psiquiatrizaci?n de las
perversiones, el sexo fue referido a funciones biol?gicas y a un aparato anatomofisiol?gico que le
da su “sentido”, es decir, su finalidad; pero tambi?n fue referido a un instinto que, a trav?s de
su propio desarrollo y seg?n los objetos a los que
puede apegarse, torna posible la aparici?n de conductas perversas e inteligible su g?nesis; asi el
“sexo” es definido mediante un entrelazamiento
de funci?n e instinto, de finalidad y significaci?n;
y en esta forma, en parte alguna se manifiesta
mejor que en la perversi?n-modelo, ese “fetichismo” que, al menos desde 1877, sirvi? de hilo conductor para el an?lisis de todas las dem?s desviaciones, pues en ?l se le?a claramente la fijaci?n del
instinto a un objeto con arreglo a la manera de la
adherencia hist?rica y de la inadecuaci?n biol?gica. Por ?ltimo, en la socializaci?n de las conductas procreadoras, el “sexo” es descrito corno
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DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA 187
atrapado entre una ley de realidad (cuya forma
m?s inmediata y m?s abrupta es la necesidad econ?mica) y una econom?a de placer que siempre
trata de esquivarla, cuando no la ignora; el m?s
c?lebre de los “fraudes”, el coitus interruptus, representa el punto donde la instancia de lo real
obliga a poner un t?rmino al placer y donde el
placer logra realizarse a pesar de la econom?a prescrita por lo real. Como se ve, en esas diferentes
estrategias la idea “del sexo” es erigida por el dispositivo de sexualidad; y en las cuatro grandes
formas: la histeria, el onanismo, el fetichismo y el
coito interrumpido, hace aparecer al sexo como
sometido al juego del todo y la parte, del principio y la carencia, de la ausencia y la presencia,
del exceso y la deficiencia, de la funci?n y el instinto, de la finalidad y el sentido, de la realidad
y el placer. As? se form? poco a poco el armaz?n
de una teor?a general del sexo.
Ahora bien, la teor?a as? engendrada ejerci? en
el dispositivo de sexualidad cierto n?mero de funciones que la tornaron indispensable. Sobre todo
tres fueron importantes. En primer lugar, la noci?n de “sexo” permiti? agrupar en una unidad
artificial elementos anat?micos, funciones biol?gicas, conductas, sensaciones, placeres, y permiti?
el funcionamiento como principio causal de esa
misma unidad ficticia; como principio causal, pero
tambi?n como sentido omnipresente, secreto a descubrir en todas partes: el sexo, pues, pudo Iuncionar como significante ?nico y como significado
universal. Adem?s, al darse unitariamente como
anatom?a y como carencia, como funci?n y como
latencia, como instinto y como sentido, pudo trazar la l?nea de contacto entre un saber de la sexuawww.esnips.com/web/Linotipo
188 DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA
lidad humana y las ciencias biol?gicas de la reproducci?n; as? el primero, sin tomar realmente nada
de las segundas -salvo algunas analog?as inciertas
y algunos conceptos trasplantados-, recibi? por
privilegio de vecindad una garant?a de cuasi-cientificidad; pero, por esa misma vecindad, ciertos
contenidos de la biolog?a y la fisiolog?a pudieron
servir de principio de normalidad para la sexualidad humana. Finalmente, la noci?n de sexo asegur? un vuelco esencial; permiti? invertir la representaci?n de las relaciones del poder con la
sexualidad, y hacer que ?sta aparezca no en su
relaci?n esencial y positiva con el poder, sino como
anclada en una instancia espec?fica e irreducible
que el poder intenta dominar como puede; as?,
la idea “del sexo” permite esquivar lo que hace el
“poder” del poder; permite no pensarlo sino como
ley y prohibici?n. El sexo, esa instancia que parece dominarnos y ese secreto que nos parece subyacente en todo lo que somos, ese punto que nos
fascina por el poder que manifiesta y el sentido
que esconde, al que pedimos que nos revele lo que
somos y nos libere de lo que nos define, el sexo,
fuera de duda, no es sino un punto ideal vuelto
necesario por el dispositivo de sexualidad y su funcionamiento. No hay que imaginar una instancia
aut?noma del sexo que produjese secundariamente
los m?ltiples efectos de la sexualidad a lo largo
de su superficie de contacto con el poder. El sexo,
por el contrario, es el elemento m?s especulativo,
m?s ideal y tambi?n m?s interior en un dispositivo
de sexualidad que el poder organiza en su apoderamiento de los cuerpos, su maternidad, sus fuerzas, sus energ?as, sus sensaciones y sus placeres.
Se podr?a a?adir que “el sexo” desempe?a otra
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DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA 189
funci?n a?n, que atraviesa a las primeras y las
sostiene. Papel m?s pr?ctico que te?rico esta vez.
En efecto, es por el sexo, punto imaginario fijado
por el dispositivo de sexualidad, por lo qu’e cada
cual debe pasar para acceder a su propia inteligibilidad (puesto que es a la vez el elemento encubierto y el principio productor de sentido), a la
totalidad de su cuerpo (puesto que es una parte
real y amenazada de ese cuerpo y constituye simb?licamente el todo), a su identidad (puesto que
une a la fuerza de una pulsi?n la singularidad
de una historia). Merced a una inversi?n que sin
duda comenz? subrepticiamente hace mucho tiempo -ya en la ?poca de la pastoral cristiana de la
carne- hemos llegado ahora a pedir nuestra inteligibilidad a lo que durante tantos siglos fue considerado locura, la plenitud de nuestro cuerpo a
lo que mucho tiempo fue su estigma y su herida,
nuestra identidad a lo que se percib?a como oscuro
empuje sin nombre. De ah? la importancia que le
prestamos, el reverencial temor con que lo rodeamos, la aplicaci?n que ponemos en conocerlo. De
ah? el hecho de que, a escala de los siglos, haya
llegado a ser m?s importante que nuestra alma,
m?s importante que nuestra vida; y de ah? que
todos los enigmas del mundo nos parezcan tan ligeros comparados con ese secreto, min?sculo en
cada uno de nosotros, pero cuya densidad lo torna
m?s grave que cualesquiera otros. El pacto f?ustico cuya tentaci?n inscribi? en nosotros el dispositivo de sexualidad es, de ahora en adelante, ?ste:
intercambiar la vida toda entera contra el sexo
mismo, contra la verdad y soberan?a del sexo. El
sexo bien vale la muerte. Es en este sentido, estr?etamente hist?rico, como hoy el sexo est? atravewww.esnips.com/web/Linotipo
190 DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA
sado por el instinto de muerte. Cuando Occidente, hace ya mucho, descubri? el amor, le acord?
suficiente precio como para tornar aceptable la
muerte; hoy, el sexo pretende esa equivalencia,
la m?s elevada de todas. Y mientras que el dispositivo de sexualidad permite a las t?cnicas de poder la invasi?n de la vida, el punto ficticio del
sexo, establecido por el mismo dispositivo, ejerce
sobre todos bastante fascinaci?n como para que
aceptemos o?r c?mo gru?e all? la muerte.
Al crear ese elemento imaginario que es “el
sexo”, el dispositivo de sexualidad suscit? uno de
sus m?s esenciales principios internos de funcionamiento: el deseo del sexo -deseo de tenerlo,
deseo de acceder a ?l, de descubrirlo, de liberarlo, de articularlo como discurso, de formularlo
como verdad. Constituy? al “sexo” mismo como
deseable. Y esa deseabilidad del sexo nos fija a
cada uno de nosotros a la orden de conocerlo, de
sacar a la luz su ley y su poder; esa deseabilidad
nos hace creer que afirmamos contra todo poder
los derechos de nuestro sexo, cuando que en realidad nos ata al dispositivo de sexualidad que ha
hecho subir desde el fondo de nosotros mismos,
como un espejismo en el que creemos reconocernos, el brillo negro del sexo.
“Todo es sexo -dec?a Kate, en La serpiente
emplumada-, todo es sexo. Qu? bello puede ser
el sexo cuando el hombre lo conserva poderoso y
sagrado, cuando llena el mundo. Es como el sol
que te inunda, te penetra con su luz.”
Por lo tanto, no hay que referir a la instancia
del sexo una historia de la sexualidad, sino que
mostrar c?mo el “sexo” se encuentra bajo la dependencia hist?rica de la sexualidad. No hay que
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DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA 191
poner el sexo del lado de lo real, y la sexualidad
del lado de las ideas confusas y las ilusiones; la
sexualidad es una figura hist?rica muy real, y ella
misma suscit?, como elemento especulativo reque?
rido por su funcionamiento, la noci?n de sexo. No
hay que creer que diciendo que s? al sexo se diga
que no al poder; se sigue, por el contrario, el
hilo del dispositivo general de sexualidad. Si mediante una inversi?n t?ctica de los diversos mecanismos de la sexualidad se quiere hacer valer, contra el poder, los cuerpos, los placeres, los saberes
en su multiplicidad y posibilidad de resistencia,
conviene liberarse primero de la instancia del sexo.
Contra e! dispositivo de sexualidad, e! punto de
apoyo del contrataque no debe ser el sexo-deseo,
sino los cuerpos y los placeres.
“Hubo tanta acci?n en el pasado –dec?a D. H.
Lawrence-, particularmente acci?n sexual, una
tan mon?tona y cansadora repetici?n sin ning?n
desarrollo paralelo en el pensamiento y la como
prensi?n. Actualmente, nuestra tarea es compren?
der la sexualidad. Hoy, la comprensi?n plenamente consciente de! instinto sexual importa m?s que
el acto sexual.”
Quiz? alg?n d?a la gente se asombrar?. No se
comprender? que una civilizaci?n tan dedicada a
desarrollar inmensos aparatos de producci?n y de
destrucci?n haya encontrado el tiempo y la infinita paciencia para interrogarse con tanta ansiedad
respecto al sexo; quiz? se sonreir?, recordando
que esos hombres que nosotros habremos sido
cre?an que en e! dominio sexual resid?a una verdad al menos tan valiosa como la que ya hab?an
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192 DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA
pedido a la tierra, a las estrellas y a las formas
puras de su pensamiento; la gente se sorprender?
del encarnizamiento que pusimos en fingir arrancar de su noche una sexualidad que todo -nuestros discursos, nuestros h?bitos, nuestras instituciones, nuestros reglamentos, nuestros saberes–
produc?a a plena luz y reactivaba con estr?pito. Y
el futuro se preguntar? por qu? quisimos tanto
derogar la ley del silencio en lo que era la m?s
ruidosa de nuestras preocupaciones. Retrospectivamente, el ruido podr? parecer desmesurado, pero
a?n m?s extra?a nuestra obstinaci?n en no descifrar en ?l m?s que la negativa a hablar y la consigna de callar. Se interrogar? sobre lo que pudo
volvernos tan presuntuosos; se buscar? por qu?
nos atribuimos el m?rito de haber sido los primeros en acordar al sexo, contra toda una moral
milenaria, esa importancia que decimos le corresponde y c?mo pudimos glorificamos de habernos
liberado a fines del siglo xx de un tiempo de
larga y dura represi?n -el de un ascetismo cristiano prolongado, modificado, avariciosa y minuciosamente utilizado por los imperativos de la econom?a burguesa. Y all? donde nosotros vemos hoy
la historia de una censura dif?cilmente vencida, se
reconocer? m?s bien el largo ascenso, a trav?s de
los siglos, de un dispositivo complejo para hacer
hablar del sexo, para afincar en ?l nuestra atenci?n
y cuidado, para hacernos creer en la soberan?a de
su ley cuando en realidad estamos trabajados por
los mecanismos de poder de la sexualidad.
La gente se burlar? del reproche de pansexualismo que en cierto momento se objet? a Freud
y al psicoan?lisis. Pero los que parecer?n ciegos
ser?n quiz? menos quienes lo formularon que
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DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA 193
aquellos que lo apartaron de un rev?s, como si
tradujera ?nicamente los terrores de una vieja
pudibundez. Pues los primeros, despu?s de todo,
s?lo se vieron sorprendidos por un proceso muy
antiguo del cual no vieron que los rodeaba ya por
todas partes; atribuyeron nada m?s al genio malo
de Freud lo que habla sido preparado desde anta?o; se equivocaron de fecha en cuanto al establecimiento, en nuestra sociedad, de un dispositivo general de sexualidad. Pero los segundos, por
su parte, se equivocaron sobre la naturaleza del
proceso; creyeron que Freud restitula por fin al
sexo, gracias a un vuelco s?bito, la parte que se
le debla y durante tanto tiempo habla estado impugnada; no vieron que el genio bueno de Freud
lo coloc? en uno de los puntos decisivos se?alados
desde el siglo XVIII por las estrategias de saber y
de poder; que as? ?l reactivaba, con admirable
eficacia, digna de los m?s grandes religiosos y directores de conciencia de la ?poca cl?sica, la conminaci?n secular a conocer el sexo y conformarlo
como discurso. Con frecuencia se evocan los innumerables procedimientos con los cuales el cristianismo antiguo nos habrla hecho detestar el cuerpo; pero pensemos un poco en todas esas astucias
con las cuales, desde hace varios siglos, se nos ha
hecho amar el sexo, con las cuales se nos torn?
deseable conocerlo y valioso todo lo que de ?l se
dice; con las cuales, tambi?n, se nos incit? a desplegar todas nuestras habilidades para sorpren?
derlo, y se nos impuso el deber de extraer la verdad; con las cuales se nos culpabiliz? por haberlo
ignorado tanto tiempo. Ellas son las que hoy merecerlan causar asombro. Y debemos pensar que
quiz?s un d?a, en otra econom?a de los cuerpos
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194 DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA
y los placeres, ya no se comprender? c?mo las astucias de la sexualidad, y del poder que sostiene
su dispositivo, lograron someternos a esta austera
monarqu?a del sexo, hasta el punto de destinarnos
a la tarea indefinida de forzar su secreto y arrancar a esa sombra las confesiones m?s verdaderas.
Iron?a del dispositivo: nos hace creer que en
ello reside nuestra “liberaci?n”.