Historia de la sexualidad. 1 La voluntad de saber (Primera parte)

Mucho tiempo habr?amos soportado, y padecer?amos a?n hoy, un r?gimen victoriano. La gazmo?er?a imperial figurar?a en el blas?n de nuestra sexualidad retenida, muda, hip?crita.
Todav?a a comienzos del siglo XVII era moneda corriente, se dice, cierta franqueza. Las pr?cticas no buscaban el secreto; las palabras se dec?an sin excesiva reticencia, y las cosas sin demasiado disfraz; se ten?a una tolerante familiaridad con lo il?cito. Los c?digos de lo grosero, de lo obsceno y de lo indecente, si se los compara con los del siglo XIX, eran muy laxos. Gestos directos, discursos sin verg?enza, trasgresiones visibles, anatom?as exhibidas y f?cilmente entremezcladas, ni?os desvergonzados vagabundeando sin molestia ni esc?ndalo entre las risas de los adultos: los cuerpos se pavoneaban.
A ese d?a luminoso habr?a seguido un r?pido crep?sculo hasta llegar a las noches mon?tonas de la burgues?a victoriana. Entonces la sexualidad es cuidadosamente encerrada. Se muda. La familia conyugal la confisca. Y la absorbe por entero en la seriedad de la funci?n reproductora. En torno al sexo, silencio. Dicta la ley la pareja leg?tima y procreadora. Se impone como modelo, hace valer la norma, detenta la verdad, retiene el derecho de hablar -reserv?ndose el principio del secreto. Tanto en el espacio social como en el coraz?n de cada hogar existe un ?nico lugar de sexualidad reconocida, utilitaria y fecunda: la alcoba de los padres. El resto no tiene m?s que esfumarse.



HISTORIA DE LA SEXUALIDAD. 1 LA VOLUNTAD DE SABER

MICHEL FOUCAULT

primera edici?n en franc?s. 1976
?ditions gallimard, par?s

:tNDlCE
l. NOSOTROS, LOS VIGrORIANOS 7
11. LA HIP?TESIS REPRESIVA 23
l. La incitaci?n a los discursos 25
2. La implantaci?n perversa 48
III. SCIENTIA SEXUALIS 65
IV. EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD 93
l. La apuesta 99
2. M?todo 112
3. Dominio 126
4. Periodizaci?n 140
V. DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE
lA VIDA 161
[5]

l. NOSOTROS, LOS VICTORIANOS

Mucho tiempo habr?amos soportado, y padecer?amos a?n hoy, un r?gimen victoriano. La gazmo?er?a imperial figurar?a en el blas?n de nuestra
sexualidad retenida, muda, hip?crita.
Todav?a a comienzos del siglo XVII era moneda
corriente, se dice, cierta franqueza. Las pr?cticas
no buscaban el secreto; las palabras se dec?an sin
excesiva reticencia, y las cosas sin demasiado disfraz; se ten?a una tolerante familiaridad con lo
il?cito. Los c?digos de lo grosero, de lo obsceno y
de lo indecente, si se los compara con los del
siglo XIX, eran muy laxos. Gestos directos, discursos sin verg?enza, trasgresiones visibles, anatom?as
exhibidas y f?cilmente entremezcladas, ni?os desvergonzados vagabundeando sin molestia ni esc?ndalo entre las risas de los adultos: los cuerpos se
pavoneaban.
A ese d?a luminoso habr?a seguido un r?pido
crep?sculo hasta llegar a las noches mon?tonas de
la burgues?a victoriana. Entonces la sexualidad es
cuidadosamente encerrada. Se muda. La familia
conyugal la confisca. Y la absorbe por entero en la
seriedad de la funci?n reproductora. En tomo
al sexo, silencio. Dicta la ley la pareja leg?tima y
procreadora. Se impone como.modelo, hace valer
la norma, detenta la verdad, retiene el derecho de
hablar -reserv?ndose el principio del secreto.
Tanto en el espacio social como en el coraz?n de
cada hogar existe un ?nico lugar de sexualidad
reconocida, utilitaria y fecunda: la alcoba de los
padres. El resto no tiene m?s que esfumarse; la
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10 NOSOTROS, WS VICTORIANOS
conveniencia de las actitudes esquiva los cuerpos,
la decencia de las palabras blanquea los discursos.
y el est?ril, si insiste y se muestra demasiado, vira
a lo anormal: recibir? la condici?n de tal y deber? pagar las correspondientes sanciones.
Lo que no apunta a la generaci?n o est? trasfigurado por ella ya no tiene sitio ni ley. Tampoco
verbo. Se encuentra a la vez expulsado, negado y
reducido al silencio. No s?lo no existe sino que
no debe existir y se har? desaparecer a la menor
manifestaci?n -actos o palabras. Por ejemplo, es
sabido que los ni?os carecen de sexo: raz?n para
prohib?rselo, raz?n para impedirles que hablen de
?l, raz?n para cerrar los ojos y taparse los o?dos en
todos los casos en que lo manifiestan, raz?n para
imponer un celoso silencio general. Tal ser?a lo
propio de la represi?n y lo que la distingue de
las prohibiciones que mantiene la simple ley pe?
nal: funciona como una condena de desaparici?n,
pero tambi?n como orden de silencio, afirmaci?n
de inexistencia, y, por consiguiente, comprobaci?n de que de todo eso nada hay que decir, ni ver,
ni saber. As? marchar?a, con su l?gica baldada, la
hipocres?a de nuestras sociedades burguesas. Forzada, no obstante, a algunas concesiones. Si verdaderamente hay que hacer lugar a las sexualidades
ileg?timas, que se vayan con su esc?ndalo a otra
parte: all? donde se puede reinscribirlas, si no en
los circuitos de la producci?n, al menos en los
de la ganancia. El burdel y el manicomio ser?n
esos lugares de tolerancia: la prostituta, el cliente
y el rufi?n, el psiquiatra y su hist?rico –esos
“otros victorianos”, dir?a Stephen Marcus- parecen haber hecho pasar subrepticiamente el placer
que no se menciona al orden de las cosas que se
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NOSOTROS, WS VICTORIANOS 11
contabilizan; las palabras y los gestos, autorizados
entonces en sordina, se intercambian al precio
fuerte. ?nicamente all? el sexo salvaje tendr?a de?
recho a formas de lo real, pero fuertemente insularizadas, y a tipos de discursos clandestinos, circunscritos, cifrados. En todos los dem?s lugares el
puritanismo moderno habr?a impuesto su triple
decreto de prohibici?n, inexistencia y mutismo.
?Estar?amos ya liberados de esos dos largos siglos
donde la historia de la sexualidad deber?a leerse
en primer t?rmino como la cr?nica de una represi?n creciente? Tan poco, se nos dice a?n. Quiz?
por Freud. Pero con qu? circunspecci?n, qu? prudencia m?dica, qu? garant?a cient?fica de inocuidad, y cu?ntas precauciones para mantenerlo todo,
sin temor de “desbordamiento”, en el espacio m?s
seguro y discreto, entre div?n y discurso: a?n otro
cuchicheo en un lecho que produce ganancias. ?Y
podr?a ser de otro modo? Se nos explica que si a
partir de la edad cl?sica la represi?n ha sido, por
cierto, el modo fundamental de relaci?n entre poder, saber y sexualidad, no es posible liberarse
sino a un precio considerable: har?a falta nada
menos que una .trasgresi?n de las leyes, una anulaci?n de las prohibiciones, una irrupci?n de la
palabra, una restituci?n del placer a lo real y toda
una nueva econom?a en los mecanismos del poder; pues el menor fragmento de verdad est? sujeto a condici?n pol?tica. Efectos tales no pueden
pues ser esperados de una simple pr?ctica m?dica
ni de un discurso te?rico, aunque fuese riguroso.
As?, se denuncia el conformismo de Freud, las funciones de normalizaci?n del psicoan?lisis, tanta
timidez bajo los arrebatos de Reich, y todos los
efectos de integraci?n asegurados por la “.ciencia”
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12 NOSOTROS, LOS VICTORIANOS
del sexo o las pr?cticas, apenas sospechosas, de la
sexolog?a.
Bien se sostiene este discurso sobre la moderna
represi?n del sexo. Sin duda porque es f?cil de
sostener. Lo protege una seria cauci?n hist?rica y
pol?tica; al hacer que nazca la edad de la represi?n
en el siglo XVII, despu?s de centenas de a?os de
aire libre y libre expresi?n, se lo lleva a coincidir
con el desarrollo del capitalismo: formar?a parte
del orden burgu?s. La peque?a cr?nica del sexo
y de sus vejaciones se traspone de inmediato en
la historia ceremoniosa de los modos de producci?n; su futilidad se desvanece. Del hecho mismo
parte un principio de explicaci?n: si el sexo es
reprimido con tanto rigor, se debe a que es incompatible con una dedicaci?n al trabajo general
e intensiva; en la ?poca en que se explotaba sistem?ticamente la fuerza de trabajo, ?se pod?a tolerar que fuera a dispersarse en los placeres, salvo
aquellos, reducidos a un m?nimo, que le permitiesen reproducirse? El sexo y sus efectos quiz? no
sean f?ciles de descifrar; su represi?n, en cambio,
as? restituida, es f?cilmente analizable. Y la causa
del sexo -de su libertad, pero tambi?n del conocimiento que de ?l se adquiere y del derecho que
se tiene a hablar de ?l- con toda legitimidad se
encuentra enlazada con el honor de una causa
pol?tica: tambi?n el sexo se inscribe en el porvenir. Quiz? un esp?ritu suspicaz se preguntar?a si
tantas precauciones para dar a la historia del sexo
un padrinazgo tan considerable no llevan todav?a
la huella de los viejos pudores: como si fueran
necesarias nada menos que esas correlaciones valorizantes para que ese discurso pueda ser pronunciado o recibido.
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NOSOTROS, WS VICTORIANOS 13
Pero tal vez hay otra raz?n que torna tan gratificante para nosotros el formular en t?rminos de
represi?n las relaciones del sexo y el poder: lo
que podr?a llamarse el beneficio del locutor. Si
el sexo est? reprimido, es decir, destinado a la prohibici?n, a la inexistencia y al mutismo, el solo
hecho de hablar de ?l, y de hablar de su represi?n, posee como un aire de trasgresi?n deliberada. Quien usa ese lenguaje hasta cierto punto
se coloca fuera del poder; hace tambalearse la ley;
anticipa, aunque sea poco, la libertad futura. De
ah? esa solemnidad con la que hoy se habla del
sexo. Cuando ten?an que evocarlo, los primeros
dem?grafos y los psiquiatras del siglo XIX estimaban que deb?an hacerse perdonar el retener la
atenci?n de sus lectores en temas tan bajos y f?tiles. Despu?s de decenas de a?os, nosotros no
hablamos del sexo sin posar un poco: consciencia
de desafiar el orden establecido, tono de voz que
muestra que uno se sabe subversivo, ardor en conjurar el presente y en llamar a un futuro cuya
hora uno piensa que contribuye a apresurar. Algo
de la revuelta, de la libertad prometida y de la
pr?xima ?poca de otra ley se filtran f?cilmente
en ese discurso sobre la opresi?n del sexo. En el
mismo se encuentran reactivadas viejas funciones
tradicionales de la profec?a. Para ma?ana el buen
sexo. Es porque se afirma esa represi?n por lo que
a?n se puede hacer coexistir, discretamente, lo
que el miedo al rid?culo o la amargura de la historia impiden relacionar a la mayor?a de nosotros:
la revoluci?n y la felicidad; o la revoluci?n y un
cuerpo otro, m?s nuevo, m?s bello; o incluso la
revoluci?n y el placer. Hablar contra los poderes,
decir la verdad y prometer el goce; ligar entre s?
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14 NOSOTROS, LOS VICTORIANOS
la iluminaci?n, la liberaci?n y multiplicadas voluptuosidades; erigir un discurso donde se unen
el ardor del saber, la voluntad de cambiar la ley
y el esperado jard?n de las delicias: he ah? indudablemente lo que sostiene en nosotros ese encarnizamiento en hablar del sexo en t?rminos de represi?n; he ah? lo que quiz? tambi?n explica el
valor mercantil atribuido no s?lo a todo lo que
del sexo se dice, sino al simple hecho de prestar
el o?do a aquellos que quieren eliminar sus efectos. Despu?s de todo, somos la ?nica civilizaci?n
en la que ciertos encargados reciben retribuci?n
para escuchar a cada cual hacer confidencias sobre
su sexo: como si el deseo de hablar de ?l y el inter?s que se espera hubiesen desbordado ampliamente las posibilidades de la escucha, algunos han
puesto sus o?dos en alquiler.
Pero m?s que esa incidencia econ?mica, me parece esencial la existencia en nuestra ?poca de
un discurso donde el sexo, la revelaci?n de la verdad, el derrumbamiento de la ley del mundo, el
anuncio de un nuevo d?a y la promesa de cierta
felicidad est?n imbricados entre s?. Hoyes el sexo
lo que sirve de soporte a esa antigua forma, tan
familiar e importante en occidente, de la predicaci?n. Una gran pr?dica sexual -que ha tenido
sus te?logos sutiles y sus voces populares-e- ha
recorrido nuestras sociedades desde hace algunas
decenas de a?os; ha fustigado el.. antiguo orden,
denunciado las hipocres?as, cantado el derecho de
lo inmediato y de lo real; ha hecho so?ar con otra
ciudad. Pensemos en los franciscanos. Y pregunt?monos c?mo ha podido suceder que el lirismo y
la religiosidad que acompa?aron mucho tiempo al
proyecto revolucionario, en las sociedades indoswww.esnips.com/web/Linotipo
NOSOTROS, LOS VICTORIANOS 15
triales y occidentales se hayan vuelto, en buena
parte al menos, hacia el sexo.
La idea del sexo reprimido no es pues s?lo una
cuesti?n de teor?a. La afirmaci?n de una sexualidad que nunca habr?a sido sometida con tanto
rigor como en la edad de la hip?crita burgues?a,
atareada y contable, va aparejada al ?nfasis de un
discurso destinado a decir la verdad sobre el sexo,
a modificar su econom?a en lo real, a subvertir la
ley que 10 rige, a cambiar su porvenir. El enunciado de la opresi?n y la forma de la predicaci?n
se remiten el uno a la otra; rec?procamente se
refuerzan. Decir que el sexo no est? reprimido o
decir m?s bien que la relaci?n del sexo con el
poder no es de represi?n corre el riesgo de no
ser sino una paradoja est?ril. No consistir?a ?nicamente en chocar con una tesis aceptada. Consistiria en ir contra toda la econom?a, todos los “intereses” discursivos que la subtienden.
En este punto desearla situar la serie de an?lisis
hist?ricos de los cuales este libro es, a la vez, la
introducci?n y un primer acercamiento: localizaci?n de algunos puntos hist?ricamente significativos y esbozos de ciertos problemas te?ricos. Se
trata, en suma, de interrogar el caso de una sociedad que desde hace m?s de un siglo se fustiga
ruidosamente por su hipocres?a, habla con prolijidad de su propio silencio, se encarniza en detallar lo que no dice, denuncia los poderes que
ejerce y promete liberarse de las leyes que la han
hecho funcionar. Desearla presentar el panorama
no s?lo de esos discursos, sino de la voluntad que
los mueve y de la intenci?n estrat?gica que los
sostiene. La pregunta que quema formular no
es: ?por qu? somos reprimidos?, sino: ?por qu?
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16 NOSOTROS, LOS VICTORIANOS
decimos con tanta pasi?n, tanto rencor contra
nuestro pasado m?s pr?ximo, contra nuestro presente y contra nosotros mismos que somos reprimidos? ?Por qu? espiral hemos llegado a afirmar
que el sexo es negado, a mostrar ostensiblemente que lo ocultamos, a decir que lo silenciamos
-y todo esto formul?ndolo con palabras expl?citas, intentando que se lo vea en su m?s desnuda
realidad, afirm?ndolo en la positividad de su poder y de sus efectos? Con toda seguridad es leg?timo preguntarse por qu?, durante tanto tiempo,
se ha asociado sexo y pecado (pero habr?a que
ver c?mo se realiz? esa asociaci?n y cuidarse de
decir global y apresuradamente que el sexo estaba
“condenado”), mas habr?a que preguntarse tambi?n la raz?n de que hoy nos culpabilicemos tanto
por haberlo convertido anta?o en un pecado. ?Por
cu?les caminos hemos llegado a estar “en falta”
respecto de nuestro propio sexo? ?Y a ser una civilizaci?n lo bastante singular como para decirse
que ella misma, durante mucho tiempo y a?n hoy,
ha “pecado” contra el sexo por abuso de poder?
?C?mo ha ocurrido ese desplazamiento que, pretendiendo liberarnos de la naturaleza pecadora del
sexo, nos abruma con una gran culpa hist?rica
que habr?a consistido precisamente en imaginar
esa naturaleza culpable y en extraer de tal creencia efectos desastrosos?
Se me dir? que si hay tantas personas actualmente que se?alan esa represi?n, ocurre as? porque es hist?ricamente evidente. Y que si hablan
de ella con tanta abundancia y desde hace tanto
tiempo, se debe a que la represi?n est? profundamente anclada, que posee ra?ces y razones s?lidas,
que pesa sobre el sexo de manera tan rigurosa que
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NOSOTROS, LOS VICTORIANOS 17
una ?nica denuncia no podr?a liberarnos; el trabajo s?lo puede ser largo. Tanto m?s largo sin
duda cuanto que lo propio del poder -y especialmente de un poder como el que funciona en nuestra sociedad- es ser represivo y reprimir con particular atenci?n las energ?as in?tiles, la intensidad
de los placeres y las conductas irregulares. Era
pues de esperar que los efectos de liberaci?n respecto de ese poder represivo se manifestasen con
lentitud; la empresa de hablar libremente del sexo
y de aceptarlo en su realidad es tan ajena al hilo
de una historia ya milenaria, es adem?s tan hostil
a los mecanismos intr?nsecos del poder, que no
puede sino atascarse mucho tiempo antes de tener
?xito en su tarea.
Ahora bien, frente a lo que yo llamar?a esta
“hip?tesis represiva”, pueden enarbolarse tres dudas considerables. Primera duda: ?la represi?n del
sexo es en verdad una evidencia hist?rica? Lo que
a primera vista se manifiesta -y que por consiguiente autoriza a formular una hip?tesis inicial-
?es la acentuaci?n o quiz? la instauraci?n, a partir
del siglo XVII, de un r?gimen de represi?n sobre
el sexo? Pregunta propiamente hist?rica. Segunda
duda: la mec?nica del poder, y en particular la
que est? en juego en una sociedad como la nuestra, ?pertenece en lo esencial al orden de la represi?n? ?La prohibici?n, la censura, la denegaci?n
son las formas seg?n las cuales el poder se ejerce
de un modo general, tal vez, en toda sociedad, y
seguramente en la nuestra? Pregunta hist?ricote?rica. Por ?ltimo, tercera duda: el discurso cr?tico que se dirige a la represi?n, ?viene a cerrarle
el paso a un mecanismo del poder que hasta entonces hab?a funcionado sin discusi?n o bien forwww.esnips.com/web/Linotipo
18 NOSOTROS, LOS V?CI’ORIANOS
ma parte de la misma red hist?rica de lo que
denuncia (y sin duda disfraza) llam?ndolo “represi?n”? ?Hay una ruptura hist?rica entre la edad
de la represi?n y el an?lisis cr?tico de la represi?n?
Pregunta hist?rico-pol?tica. Al introducir estas tres
dudas, no se trata s?lo de erigir contrahip?tesis,
sim?tricas e inversas respecto de las primeras; no
se trata de decir: la sexualidad, lejos de haber sido
reprimida en las sociedades capitalistas y burguesas, ha gozado al contrario de un r?gimen de constante libertad; no se trata de decir: en sociedades
como las nuestras, el poder es m?s tolerante que
represivo y la cr?tica dirigida contra la represi?n
bien puede darse aires de ruptura, con todo forma
parte de un proceso mucho m?s antiguo que ella
misma, y seg?n el sentido en que se lea el proceso
aparecer? como un nuevo episodio en la atenuaci?n de las prohibiciones o como una forma m?s
astuta o m?s discreta del poder.
Las dudas que quisiera oponer a la hip?tesis
represiva se proponen menos mostrar que ?sta es
falsa que colocarla en una econom?a general de
los discursos sobre el sexo en el interior de las
sociedades modernas a partir del siglo XVII. ?Por
qu? se ha hablado de la sexualidad, qu? se ha
dicho? ?Cu?les eran los efectos de poder inducidos
por lo que de ella se dec?a? ?Qu? lazos exist?an
entre esos discursos, esos efectos de poder y los
placeres que se encontraban invadidos por ellos?
?Qu? saber se formaba a partir de all?? En suma,
se trata de determinar, en su funcionamiento y
razones de ser, el r?gimen de poder-saber-placer
que sostiene en nosotros al discurso sobre la sexualidad humana. De ah? el hecho de que el punto
esencial (al menos en primera instancia) no sea
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NOSOTROS, LOS VlCTOIlIANOS 19
saber si al sexo se le dice s? o no, si se formulan
prohibiciones o autorizaciones, si se afirma su importancia o si se niegan sus efectos, si se castigan
o no las palabras que lo designan; el punto esencial es tomar en consideraci?n el hecho de que
se habla de ?l, qui?nes lo hacen, los lugares y
puntos de vista desde donde se habla, las instituciones que a tal cosa incitan y que almacenan y
difunden lo que se dice, en una palabra, el “hecho discursivo” global, la “puesta en discurso” del
sexo. De ahl tambi?n el hecho de que el punto
importante ser? saber en qu? formas, a trav?s de
qu? canales, desliz?ndose a lo largo de qu? discursos llega el poder hasta las conductas m?s tenues y m?s individuales, qu? caminos le permiten
alcanzar las formas infrecuentes o apenas perceptibles del deseo, c?mo infiltra y controla el placer
cotidiano -todo ello con efectos que pueden ser
de rechazo, de bloqueo, de descalificaci?n, pero
tambi?n de incitaci?n, de intensificaci?n, en suma: las “t?cnicas polimorfas del poder”. De ah?,
por ?ltimo, que el punto importante no ser? determinar si esas producciones discursivas yesos
efectos de poder conducen a formular la verdad
del sexo o, por el contrario, mentiras destinadas
a ocultarla, sino aislar y aprehender la “voluntad
de saber” que al mismo tiempo les sirve de soporte y de instrumento.
Entend?monos: no pretendo que el sexo no haya
sido prohibido o tachado o enmascarado o ignorado desde la edad cl?sica; tampoco afirmo que
lo haya sido desde ese momento menos que antes.
No digo que la prohibici?n del sexo sea una enga?ifa, sino que lo es trocarla en el elemento
fundamental y constituyente a partir del cual se
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20 NOSOTllOS, LOS VICTORIANOS
podr?a escribir la historia de lo que ha sido dicho
a prop?sito del sexo en la ?poca moderna. Todos
esos elementos negativos -prohibiciones, rechazos,
censuras, denegaciones- que la hip?tesis represiva reagrupa en un gran mecanismo central destinado a decir no, sin duda s?lo son piezas que
tienen un papel local y t?ctico que desempe?ar
en una puesta en discurso, en una t?cnica de poder, en una voluntad de saber que est?n lejos de
reducirse a dichos elementos.
En suma, desear?a desprender el an?lisis de los
privilegios que de ordinario se otorgan a la econom?a de escasez y a los principios de rarefacci?n,
para buscar en cambio las instancias de producci?n discursiva (que ciertamente tambi?n manejan
silencios), de producci?n de poder (cuya funci?n
es a veces prohibir) , de las producciones de saber
(que a menudo hacen circular errores o ignorancias sistem?ticos) ; desear?a hacer la historia de esas
instancias y sus trasformaciones. Pero una primera
aproximaci?n, realizada desde este punto de vista,
parece indicar que desde el fin del siglo XVI la
“puesta en discurso” del sexo, lejos de sufrir un
proceso de restricci?n, ha estado por el contrario
sometida a un mecanismo de incitaci?n creciente;
que las t?cnicas de poder ejercidas sobre el sexo
no han obedecido a un principio de selecci?n rigurosa sino, en cambio, de diseminaci?n e implantaci?n de sexualidades polimorfas, y que la voluntad de saber no se ha detenido ante un tab?
intocable sino que se ha encarnizado -a trav?s,
sin duda, de numerosos errores- en constituir una
ciencia de la sexualidad. Son estos movimientos
los que querr?a (pasando de alguna manera por
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NOSOTROS, LOS VIcr<>RIANOS 21
detr?s de la hip?tesis represiva y de los hechos de
prohibici?n o exclusi?n que invoca) hacer aparecer ahora de modo esquem?tico a partir de algunos hechos hist?ricos que tienen valor de hitos.

11. LA HIP?TESIS REPRESIVA

l. LA INCITACI?N A LOS DISCURSOS
Siglo XVII: ser?a el comienzo de una edad de represi?n, propia de las sociedades llamadas burguesas, y de la que quiz? todav?a no estar?amos completamente liberados. A partir de ese momento,
nombrar el sexo se habr?a tornado m?s dif?cil y
costoso. Como si para dominarlo en lo real hubiese sido necesario primero reducirlo en el campo del lenguaje, controlar su libre circulaci?n en
el discurso, expulsarlo de lo que se dice y apagar
las palabras que lo hacen presente con demasiado
vigor. Y aparentemente esas mismas prohibiciones
tendr?an miedo de nombrarlo. Sin tener siquiera
que decirlo, el pudor moderno obtendr?a que no
se lo mencione merced al solo juego de prohibiciones que se remiten las unas a las otras: mutismos que imponen el silencio a fuerza de callarse.
Censura.
Pero considerando esos ?ltimos tres siglos en sus
continuas trasformaciones, las cosas aparecen muy
diferentes: una verdadera explosi?n discursiva en
torno y a prop?sito del sexo. Entend?monos. Es
bien posible que haya habido una depuraci?n
-y riguros?sima- del vocabulario autorizado. Es
posible que se haya codificado toda una ret?rica
de la alusi?n y de la met?fora. Fuera de duda,
nuevas reglas de decencia filtraron las palabras:
polic?a de los enunciados. Control, tambi?n, de las
enunciaciones: se ha definido de manera mucho
m?s estricta d?nde y cu?ndo no era posible hablar
[25]
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26 LA HIP?TESIS REPRESIVA
del sexo; en qu? situaci?n, entre qu? locutores, y
en el interior de cu?les relaciones sociales; as? se
han establecido regiones, si no de absoluto silencio, al menos de tacto y discreci?n: entre padres
y ni?os, por ejemplo, o educadores y alumnos,
patrones y sirvientes. All? hubo, es casi seguro,
toda una econom?a restrictiva, que se integra en
esa pol?tica de la lengua y el habla -por una parte espont?nea, por otra concertada- que acompa?? las redistribuciones sociales de la edad cl?sica.
En desquite, al nivel de los discursos y sus dominios, el fen?meno es casi inverso. Los discursos
sobre el sexo -discursos espec?ficos, diferentes a
la vez por su forma y su objeto- no han cesado
de proliferar: una fermentaci?n discursiva que se
aceler? desde el siglo XVIII. No pienso tanto en la
multiplicaci?n probable de discursos “il?citos”, discursos de infracci?n que, con crudeza, nombran
el sexo a manera de insulto o irrisi?n a los nuevos
pudores; lo estricto de las reglas de buenas maneras veros?milmente condujo, como contrae?ecto,
a una valoraci?n e intensificaci?n del habla indecente. Pero lo esencial es la multiplicaci?n de discursos sobre el sexo en el campo de ejercicio del
poder mismo: incitaci?n institucional a hablar
del sexo, y cada vez m?s; obstinaci?n de las instancias del poder en o?r hablar del sexo y en hacerlo hablar acerca del modo de la articulaci?n
expl?cita y el detalle infinitamente acumulado.
Sea la evoluci?n de la pastoral cat?lica y del
sacramento de penitencia despu?s del concilio de
Trento, Poco a poco se vela la desnudez de las
preguntas que formulaban los manuales de confesi?n de la Edad Media y buen n?mero de las que
a?n ten?an curso en el siglo XVII. Se evita entrar
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LA INCITACI?N A WS DISCURSOS 27
en esos pormenores que algunos, como S?nchez o
Tamburini, creyeron mucho tiempo indispensables
para que la confesi?n fuera completa: posici?n
respectiva de los amantes, actitudes, gestos, caricias, momento exacto del placer: todo un puntilloso recorrido del acto sexual en su operaci?n
misma. La discreci?n es recomendada con m?s y
m?s insistencia. En lo relativo a los pecados contra
la pureza es necesaria la mayor reserva: “Esta materia se asemeja a la pez, que de cualquier modo
que se la manipule y aunque s?lo sea para arrojarla lejos, sin embargo mancha y ensucia siempre.” 1 Y m?s tarde Alfonso de Liguori prescribir?
que conviene comenzar -sin perjuicio de reducirse a ello, sobre todo con los ni?os- con preguntas
“indirectas y algo vagas”.”
Pero la lengua puede pulirse. La extensi?n de
la confesi?n, y de la confesi?n de la carne, no deja
de crecer. Porque la Contrarreforma se dedica en
todos los pa?ses cat?licos a acelerar el ritmo de la
confesi?n anual. Porque intenta imponer reglas
meticulosas de examen de s? mismo. Pero sobre
todo porque otorga cada vez m?s importancia en
la penitencia -a expensas, quiz?, de algunos otros
pecados- a todas las insinuaciones de la carne:
pensamientos, deseos, imaginaciones voluptuosas,
delectaciones, movimientos conjuntos del alma
y del cuerpo, todo ello debe entrar en adelante, y
en detalle, en el juego de la confesi?n y de la
direcci?n. Seg?n la nueva pastoral, el sexo ya no
debe ser nombrado sin prudencia; pero sus aspec1 P. Segneri, L’jnstnu:tjon du p?nitent, traducci?n de 1695,
p. !lO!.
? A. de Liguori, Pratique des confesseurs (trad. francesa,
1854), p. 140.
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28 LA HIP?TESIS REPRESIVA
tos, correlaciones y efectos tienen que ser seguidos
hasta en sus m?s finas ramificaciones: una sombra
en una enso?aci?n, una imagen expulsada demasiado lentamente, una mal conjurada complicidad
entre la mec?nica del cuerpo y la complacencia
del esp?ritu: todo debe ser dicho. Una evoluci?n
doble tiende a convertir la carne en ra?z de todos
los pecados y trasladar el momento m?s importante desde el acto mismo hacia la turbaci?n, tan
dif?cil de percibir y formular, del deseo; pues es
un mal que afecta al hombre entero, y en las formas m?s secretas: “Examinad pues, diligentemente, todas las facultades de vuestra alma, la memoria, el entendimiento, la voluntad. Examinad
tambi?n con exactitud todos vuestros sentidos…
Examinad a?n todos vuestros pensamientos, todas
vuestras palabras y todas vuestras acciones. Incluso
examinad hasta vuestros sue?os, para saber si despiertos no les hab?is dado vuestro consentimiento … Por ?ltimo, no estim?is que en esta materia
tan cosquillosa y peligrosa pueda haber algo insignificante o ligero.’” Un discurso obligado y atento debe, pues, seguir en todos sus desv?os la l?nea
de uni?n del cuerpo y el alma: bajo la superficie de los pecados, saca a la luz la nervadura ininterrumpida de la carne. Bajo el manto de un
lenguaje depurado de manera que el sexo ya no
pueda ser nombrado directamente, ese mismo sexo
es tomado a su cargo (y acosado) por un discurso
que pretende no dejarle ni oscuridad ni respiro.
Es quiz? entonces cuando se impone por primera vez, en la forma de una coacci?n general, esa
conminaci?n tan propia del occidente moderno.
? P. Segneri, loco cit., pp. 1I01-S02.
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LA INCITACi?N A LoS DISCURSOS 29
No hablo de la obligaci?n de confesar las infrac-
.ciones a las leyes del sexo, como lo exig?a la penitencia tradicional; sino de la tarea, casi infinita,
de decir, de decirse a s? mismo y de decir a alg?n
atto, lo m?s frecuentemente posible, todo lo que
puede concernir al juego de los placeres, sensaciones y pensamientos innumerables que, a trav?s del
alma y el cuerpo, tienen alguna afinidad con el
sexo. Este proyecto de una “puesta en discurso”
del sexo se hab?a formado hace mucho tiempo, en
una tradici?n asc?tica y mon?stica. El siglo XVII
lo convirti? en una regla para todos. Se dir? que,
en realidad, no pod?a aplicarse sino a una reducid?sima ?lite: la masa de los fieles que no se confesaban sino raras veces en el a?o escapaban a
prescripciones tan complejas. Pero lo importante,
sin duda, es que esa obligaci?n haya sido fijada
al menos como punto ideal para. todo buen cristiano. Se plantea un imperativo: no s?lo confesar
los actos contrarios a la ley, sino intentar convertir el deseo, todo el deseo, en discurso. Si es posible, nada debe escapar a esa formulaci?n, aunque
las palabras que emplee deban ser cuidadosamente neutralizadas. La pastoral cristiana ha inscrito
como deber fundamental llevar todo lo tocante al
sexo al molino sin fin de la palabra” La prohibici?n de determinados vocablos, la decencia de
las expresiones, todas las censuras al vocabulario
podr?an no ser sino dispositivos secundarios respecto de esa gran sujeci?n: maneras de tornarla
moralmente aceptable y t?cnicamente ?til.
” La pastoral reformada. aunque de maneta m?s discreta.
tambi?n ha formulado reglas acerca del discurso sobre el sexo.
Esto ser? desarrollado en el siguiente volumen, La carne “Y
el cuerpo.
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30 LA HIP?TESIS REPRESIVA
Podr?a trazarse una lfnea recta que ir?a desde
la pastoral del siglo XVII hasta lo que fue su proyecci?n en la literatura, y en la literatura “escandalosa”. Decirlo todo, repiten los directores: “no
s?lo los actos consumados sino las caricias sensuales, todas las miradas impuras, todas las palabras
obscenas…, todos los pensamientos consentidos”.”
Sade vuelve a lanzar la conminaci?n en t?rminos
que parecen trascritos de los tratados de gu?a espiritual: “Vuestros relatos necesitan los detalles
m?s grandes y extensos; no podemos juzgar en qu?
la pasi?n que nos cont?is ata?e a las costumbres
y caracteres del hombre sino en la medida en que
no disfrac?is circunstancia alguna; por lo dem?s,
las menores circunstancias son infinitamente ?tiles para lo que esperamos de vuestros relatos.” 6
y en las postrimer?as del siglo XIX el an?nimo
autor de My Secret Lije se someti? tambi?n a la
misma prescripci?n; sin duda fue, al menos en
apariencia, una especie de libertino tradicional;
pero a esa vida que hab?a consagrado casi por eatero a la actividad sexual, tuvo la idea de acompa?arla con el m?s meticuloso relato de cada uno
de sus episodios. Se excusa a veces haciendo valer
su preocupaci?n de educar a los j?venes, ?l que
hizo imprimir s?lo algunos ejemplares de sus once
vol?menes dedicados a las menores aventuras, placeres y sensaciones de su sexo; vale m?s creerle
cuando deja infiltrarse en su texto la voz del puro
imperativo: “Narro los hechos como se produjeron, en la medida en que puedo recordarlos; es
I A. de Liguor?, Pr?cel’te. .ur le sixMme comTlUlndemenl
(trad. 1835), p. 5.
I D.?A. de Sade, Le. 120 JDUm?es de Sodome, ed, Pauvert,
1, pp. 139-140.
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LA INCITACI?N A LOS DISCURSOS 31
todo lo que puedo hacer”; “una vida secreta no
debe presentar ninguna omisi?n; no hay nada de
lo cual avergonzarse (…) jam?s se conocer? demasiado la naturaleza humana”.’ El solitario de la
Vida secreta a menudo dice, para justificar las
descripciones que ofrece, que sus m?s extra?as
pr?cticas eran ciertamente comunes a millares de
hombres sobre la superficie de la tierra. Pero el
principio de la m?s extra?a de esas pr?cticas, la
que consiste en contarlas todas, en detalle y d?a
tras d?a, hab?a sido depositado en el coraz?n del
hombre moderno dos buenos siglos antes. En lugar de ver en este hombre singular al evadido
valiente de un “victorianismo” que lo constre??a
al silencio, me inclinar?a a pensar que, en una
?poca donde dominaban consignas muy prolijas
de discreci?n y pudor, fue el representante m?s
directo y en cierto modo m?s ingenuo de una
plurisecular conminaci?n a hablar del sexo. El
accidente hist?rico estar?a constituido m?s bien
por los pudores del “puritanismo victoriano”; ser?an en todo caso una peripecia, un refinamiento.
un giro t?ctico en el gran proceso de puesta en
discurso del sexo.
M?s que su soberana, ese ingl?s sin identidad
puede servir de figura central a la historia de una
sexualidad moderna que en buena parte se forma
ya con la pastoral cristiana. De modo opuesto
a esta ?ltima. para ?l sin duda se trataba de aumentar las sensaciones que experimentaba gracias al
pormenor de lo que dec?a de ellas; como Sade,
?l escrib?a, en el sentido fuerte de la expresi?n.
“para su placer”; mezclaba cuidadosamente la redacci?n y la relectura de su texto con escenas er?7 An., My Secret Lite. reeditado por Grove Preso, 1964.
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32 LA HIP?TESIS REPRESIVA
ticas cuya repetici?n, prolongaci?n y est?mulo eran
esa redacci?n y relectura. Pero, despu?s de todo,
tambi?n la pastoral cristiana buscaba producir
efectos espec?ficos sobre el deseo, por el solo hecho de ponerlo, ?ntegra y aplicadamente, en discurso: efectos de dominio y desapego, sin duda,
pero tambi?n efecto de reconversi?n espiritual, de
retorno hacia Dios, efecto f?sico de bienaventurado dolor al sentir en el cuerpo las dentelladas
de la tentaci?n y el amor que se le resiste. All?
est? lo esencial. Que el hombre occidental se haya
visto desde hace tres siglos apegado a la tarea de
decirlo todo sobre su sexo; que desde la edad cl?sica haya habido un aumento constante y una
valoraci?n siempre mayor del discurso sobre el
sexo; y que se haya esperado de tal discurso —cuidadosamente anal?tico- efectos m?ltiples de desplazamiento, de intensificaci?n, de reorientaci?n
y de modificaci?n sobre el deseo mismo. No s?lo
se ha ampliado el dominio de lo que se pod?a
decir sobre el sexo y constre?ido a los hombres a
ampliarlo siempre, sino que se ha conectado el
discurso con el sexo mediante un dispositivo como
pIejo y de variados efectos, que no puede agotarse
en el v?nculo ?nico con una ley de prohibici?n.
?Censura respecto al sexo? M?s bien se ha construido un artefacto para producir discursos sobre
el sexo, siempre m?s discursos, susceptibles de funcionar y de surtir efecto en su econom?a misma.
Tal t?cnica quiz? habr?a quedado ligada al destino de la espiritualidad cristiana o a la econom?a
de los placeres individuales si no hubiese sido
apoyada y reimpulsada por otros mecanismos.
Esencialmente, un “inter?s p?blico”. No una curiosidad o una sensibilidad nuevas; tampoco una
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LA INCITACi?N A LOS DISCURSOS 88
nueva mentalidad. S?, en cambio, mecanismos de
poder para cuyo funcionamiento el discurso sobre
e! sexo -por razones sobre las que habr? que
volver- ha llegado a ser esencial. Nace hacia el
siglo XVIII una incitaci?n pol?tica, econ?mica y
t?cnica a hablar de! sexo. Y no tanto en forma
de una teor?a general de la sexualidad, sino en
forma de an?lisis, contabilidad, clasificaci?n y especificaci?n, en forma de investigaciones cuantitativas o causales. Tomar “por su cuenta” el sexo,
pronunciar sobre ?l un discurso no ?nicamente
de moral sino de racionalidad, fue una necesidad
lo bastante nueva como para que al principio se
asombrara de s? misma y se buscase excusas. ?C?mo
un discurso de raz?n podr?a hablar de eso? “Rara
vez los fil?sofos han dirigido una mirada tranquila
sobre esos objetos colocados entre la repugnancia y
e! rid?culo, donde se necesitaba evitar, a la vez, la
hipocres?a y e! esc?ndalo.” 8 Y cerca de un siglo
despu?s, la medicina, de la cual se habr?a podido esperar que estuviese menos sorprendida ante
lo que deb?a formular, tambi?n trastabilla en el
momento de expresarse: “La sombra que envuelve
esos hechos, la verg?enza y la repugnancia que
inspiran, alejaron siempre la mirada de los observadores… Mucho tiempo he dudado en hacer entrar en este estudio e! cuadro nauseabundo ……
Lo esencial no est? en todos esos escr?pulos, en el
“moralismo” que traicionan, en la hipocres?a que
en ellos se puede sospechar, sino en la reconocida
necesidad de que hay que superarlos. Se debe hablar de! sexo, se debe hablar p?blicamente y de
8 Condorcet, citado por J. L. Flandrin, Familles, 1976.
A. Tardieu, ?tude m?dico-l?gale sur les attentats aux
mo.urs, IB57, p. 114.
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34 LA HIP?TESIS REPRESIVA
un modo que no se atenga a la divisi?n de lo
l?cito y lo il?cito, incluso si el locutor mantiene
para s? la distinci?n (para mostrarlo sirven esas
solemnes declaraciones Iiminares) ; se debe hablar
como de algo que no se tiene, simplemente, que
condenar o tolerar, sino que dirigir, que insertar
en sistemas de utilidad, regular para el mayor bien
de todos, hacer funcionar seg?n un ?ptimo. El
sexo no es cosa que s?lo se juzgue, es cosa que se
administra. Participa del poder p?blico; solicita
procedimientos de gesti?n; debe ser tomado a cargo por discursos anal?ticos, En el siglo XVIII el sexo
llega a ser asunto de “polic?a”. Pero en el sentido
pleno y fuerte que se daba entonces a la palabra
-no represi?n del desorden sino mejor?a ordenada de las fuerzas colectivas e individuales: “Afianzar y aumentar con la sabidur?a de sus reglamentos el poder interior del Estado, y como ese poder
no consiste s?lo en la Rep?blica en general y en
cada uno de los miembros que la componen, sino
tambi?n en las facultades y talentos de todos los
que le pertenecen, se sigue que la polic?a debe
ocuparse enteramente de esos medios y de ponerlos al servicio de la felicidad p?blica. Ahora bien,
no puede alcanzar esa meta sino gracias al conocimiento que tiene de esas diferentes ventajas.” ,.
Polic?a del sexo: es decir, no el rigor de una prohibici?n sino la necesidad de reglamentar el sexo
mediante discursos ?tiles y p?blicos.
Nada m?s algunos ejemplos. En el siglo XVIII,
una de las grandes novedades en las t?cnicas del
poder fue el surgimiento, como problema econ?-
,. J. van Jusli, El?ments g?n?rau” de police, trad. 1769,
p.20.
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1,A INCITACI?N A LOS DISCURSOS 85
mico y pol?tico, de la “poblaci?n”; la poblaci?n.
riqueza, la poblaci?n-mano de obra o capacidad
de trabajo, la poblaci?n en equilibrio entre su
propio crecimiento y los recursos de que dispone.
Los gobiernos advierten que no tienen que v?rselas con individuos simplemente, ni siquiera con
un “pueblo”, sino con una “poblaci?n” y sus
fen?menos espec?ficos, sus variables propias: natalidad, morbilidad, duraci6n de la vida, fecundidad, estado de salud, frecuencia de enfermedades,
formas de alimentaci?n y de vivienda. Todas esas
variables se hallan en la encrucijada de los movimientos propios de la vida y de los efectos particulares de las instituciones: “Los Estados no se
pueblan seg?n la progresi?n natural de la propagaci?n, sino en raz?n de su industria, de sus pro?
ducciones y de las distintas instituciones… Los
hombres se multiplican como las producciones del
suelo y en proporci?n con las ventajas y recursos
que encuentran en sus trabajos.” 11 En el coraz?n
de este problema econ?mico y pol?tico de la po.
blaci?n, el sexo: hay que analizar la tasa de natalidad, la edad del matrimonio, los nacimientos
leg?timos e ileg?timos, la precocidad y la frecuencia de las relaciones sexuales, la manera de tornarlas fecundas o est?riles, el efecto del celibato
o de las prohibiciones, la incidencia de las pr?cticas anticonceptivas –esos famosos “secretos funestos” que seg?n saben los dem?grafos, en v?speras de la Revoluci?n, son ya corrientes en el
campo. Por cierto, hac?a mucho tiempo que se
afirmaba que un pa?s deb?a estar poblado si que?
r?a ser rico y poderoso. Pero es la primera vez que,
11 c. J. Herbert, Essai SUT la po??ce g?n?Tal. des grain. (175S),
pp. S20-S21.
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36 LA HIP?TESIS REPRESIVA
al menos de una manera constante, una sociedad
afirma que su futuro y su fortuna est?n ligados no
s?lo al n?mero y virtud de sus ciudadanos, no s?lo
a las reglas de sus matrimonios y a la organizaci?n
de las familias, sino tambi?n a la manera en que
cada cual hace uso de su sexo. Se pasa de la desolaci?n ritual acerca del desenfreno sin fruto de los
ricos, los c?libes y los libertinos a un discurso en
el cual la conducta sexual de la poblaci?n es tomada como objeto de an?lisis y, a la vez, blanco
de intervenci?n; se va de las tesis masivamente
poblacionistas de la ?poca mercantil a tentativas
de regulaci?n m?s finas y mejor calculadas, que
oscilar?n, seg?n los objetivos y las urgencias, hacia
una direcci?n natalista o antinatalista. A trav?s
de la econom?a pol?tica de la poblaci?n se forma
toda una red de observaciones sobre el sexo. Nace
el an?lisis de las conductas sexuales, de sus determinaciones y efectos, en el l?mite entre lo biol?gico Ylo econ?mico. Tambi?n aparecen esas campa?as sistem?ticas que, m?s all? de los medios tradicionales -exhortaciones morales y religiosas,
medidas fiscales-e tratan de convertir el comportamiento sexual de las parejas en una conducta
econ?mica y pol?tica concertada. Los racismos de
los siglos XIX Yxx encontrar?n all? algunos de sus
puntos de anclaje. Que el Estado sepa lo que sucede con el sexo de los ciudadanos y el uso que
le dan, pero que cada cual, tambi?n, sea capaz de
controlar esa funci?n. Entre el Estado y el individuo, el sexo ha llegado a ser el pozo de una
apuesta, y un pozo p?blico, invadido por una trama de discursos, saberes, an?lisis y conminaciones.
Igual ocurre en cuanto al sexo de los ni?os. Se
dice con frecuencia que la edad cl?sica lo someti?
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LA INCITACI?N A LOS DISCURSOS 87
a un ocultamiento del que no se desprendi? antes de los Tres ensayos o las ben?ficas angustias
del peque?o Hans. Es verdad que desapareci? una
antigua “libertad” de lenguaje entre ni?os y adultos, o alumnos y maestros. Ning?n pedagogo del
siglo XVlI habrla aconsejado p?blicamente a su
disclpulo sobre la elecci?n de una buena prostituta, como lo hace Erasmo en sus Di?logos. Y las
risas sonoras que hablan acompa?ado tanto tiempo -y, al parecer, en todas las clases sociales– a
la sexualidad precoz de los ni?os, se apagaron poco
a poco. Mas no por ello se trata de un puro y
simple llamado al silencio. Se trata m?s bien de
un nuevo r?gimen de los discursos. No se dice
menos: al contrario. Se dice de otro modo; son
otras personas quienes lo dicen, a partir de otros
puntos de vista y para obtener otros efectos. El
propio mutismo, las cosas que se -rehusa decir o
se prohibe nombrar, la discreci?n que se requiere
entre determinados locutores, son menos el l?mite
absoluto del discurso (el otro lado, del que estar?a
separado por una frontera rigurosa) que elementos que funcionan junto a las cosas dichas, con
ellas y a ellas vinculadas en estrategias de conjunto. No cabe hacer una divisi?n binaria entre lo
que se dice y lo que se calla; habrla que intentar
determinar las diferentes maneras de callar, c?mo
se distribuyen los que pueden y los que no pueden hablar, qu? tipo de discurso est? autorizado
o cu?l forma de discreci?n es requerida para los
unos y los otros. No hay un silencio sino silencios
varios y son parte integrante de estrategias que
subtienden y atraviesan los discursos.
Sean los colegios del siglo XVIlI. Globalmente, se
puede tener la impresi?n de que casi no se habla
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38 LA HIP?TESIS REPRESIVA
del sexo. Pero basta echar una mirada a los dispositivos arquitect?nicos, a los reglamentos de disciplina y toda la organizaci?n interior: el sexo
est? siempre presente. Los constructores pensaron
en ?l, y de manera expl?cita. Los organizadores lo
tienen en cuenta de manera permanente. Todos
los poseedores de una parte de autoridad est?n en
un estado de alerta perpetua, reavivado sin descanso por las disposiciones, las precauciones y el
juego de los castigos y las responsabilidades. El
espacio de la clase, la forma de las mesas, el arreglo de los patios de recreo, la distribuci?n de los
dormitorios (con o sin tabiques, con o sin cortinas), los reglamentos previstos para el momento
de ir al lecho y durante el sue?o, todo ello remite, del modo m?s prolijo, a la sexualidad de los
ni?os.” Lo que se podr?a llamar el discurso interno de la instituci?n -el que se dice a s? misma
y circula entre quienes la hacen funcionar- est?
en gran parte articulado sobre la comprobaci?n
de que esa sexualidad existe, precoz, activa y permanente. Pero hay m?s: el sexo del colegial lleg?
a ser durante el siglo XVIII -de un modo m?s
particular que el de los adolescentes en general-
‘2 R?glement de poliee por les lyc?es (1809). arlo 67: “Habr?
siempre, durante las horas de clase y de estudio, un maestro
de estudio vigilando el exterior. para impedir a los alumnos
que hayan salido por sus necesidades, Quedarse afuera y re..
unirse.
68. Despu?s de la oraci?n de la noche, los alumnos ser?n
llevados al dormitorio, donde los maestros los har?n acostarse
de inmediato.
69. Los maestros no se acostar?n sino despu?s de haberse
cerciorado de que cada alumno est? en su lecho.
70. Los lechos estar?n separados por tabiques de dos metros
de altura. Los dormitorios permanecer?n iluminados durante
la noche.”
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LA INCITACI?N A LOS DISCURSOS 89
un problema p?blico. Los m?dicos se dirigen a los
directores de establecimientos y a los profesores,
pero tambi?n dan sus opiniones a las familias; los
pedagogos forjan proyectos y los someten a las autoridades; los maestros se vuelven hacia los alumnos, les hacen recomendaciones y redactan para
ellos libros de exhortaci?n, de ejemplos morales
o m?dicos. En torno al colegial y su sexo prolifera
toda una literatura de preceptos, opiniones, observaciones, consejos m?dicos, casos cl?nicos, esquemas
de reforma, planes para instituciones ideales. Con
Basedow y el movimiento “filantr?pico” alem?n
esa puesta en discurso del sexo adolescente adquiri? una amplitud considerable. Incluso Saltzmann
hab?a organizado una escuela experimental cuyo
car?cter particular consist?a en un control y una
educaci?n del sexo tan bien pensados que el universal pecado de juventud no deb?a practicarse
jam?s all?. Y en medio de todas esas medidas, el
ni?o no deb?a ser s?lo el objeto mudo e inconsciente de cuidados concertados por los adultos
?nicamente; se le impon?a cierto discurso razonable, limitado, can?nico y verdadero sobre el
sexo -una especie de ortopedia discursiva. Puede
servirnos de vi?eta la gran fiesta organizada en
el Philanthropinum en mayo de 1776. Fue -en la
forma mezclada del examen, los juegos florales,
la distribuci?n de premios y el consejo de revisi?n- la primera comuni?n solemne del sexo adolescente y del discurso razonable. Para mostrar el
?xito de la educaci?n sexual que se daba a sus
alumnos, Basedow invit? a los notables de Alemania (Goethe fue uno de los pocos que declin? la
invitaci?n). Ante el p?blico reunido, uno de los
profesores, Wolke, plante? a los alumnos pregunwww.esnips.com/web/Linotipo
40 LA HIP?TESIS REPRESIVA
tas escogidas acerca de los misterios del sexo, del
nacimiento, de la procreaci?n: les hizo comentar
grabados que representaban a una mujer encinta,
una pareja, una cuna. Las respuestas fueron inteligentes, sin verg?enza, sin desaz?n. No las perturb? ninguna risa chocante, salvo, precisamente, de
parte de un p?blico adulto m?s pueril que los
ni?os y al que Wolke reprendi? severamente. Por
?ltimo se aplaudi? a aquellos jovencitos mofletudos que, frente a los mayores, tejieron con h?bil
saber las guirnaldas del discurso y del sexo.”
Ser?a inexacto decir que la instituci?n pedag?gica impuso masivamente el silencio al sexo de los
ni?os y los adolescentes. Desde el siglo XVIII, por
el contrario, multiplic? las formas del discurso
sobre el tema; le estableci? puntos de implantaci?n diferentes; cifr? los contenidos y calific? a los
locutores. Hablar del sexo de los ni?os, hacer hablar a educadores, m?dicos, administradores y
padres (o hablarles), hacer hablar a los propios
ni?os y ce?irlos en una trama de discursos que
tan pronto se dirigen a ellos como hablan de ellos,
tan pronto les imponen conocimientos can?nicos
como forman a partir de ellos un saber que no
pueden asir: todo esto permite vincular una intensificaci?n de los poderes con una multiplicaci?n de los discursos. A partir del siglo XVIII el
sexo de ni?os y adolescentes se torn? un objetivo
importante y a su alrededor se erigieron innumerables dispositivos institucionales y estrategias discursivas. Es bien posible que se haya despojado
a los adultos y a los propios ni?os de cierta manera
13 J. Schummel, Fritxens Re?se nach Dessau (1776), dtado
por A. Pinloche, La T?forme de ?’?duca/ion en Allemagne au
XVIII- si?cle (1889), pp. 125?129.
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LA INCITACI?N A LOS DISCURSOS 41
de hablar del sexo infantil, y que se la haya descalificado por directa, cruda, grosera. Pero eso no
era sino el correlato y quiz? la condici?n para el
funcionamiento de otros discursos, m?ltiples, entrecruzados, sutilmente jerarquizados y todos aro
ticulados con fuerza en torno de un haz de re.aciones de poder.
Se podr?an citar otros muchos focos que entraron en actividad, a partir del siglo XVIII o del XIX,
para suscitar los discursos sobre el sexo. En primer
lugar la medicina, por mediaci?n de las “enfermedades de los nervios”; luego la psiquiatr?a,
cuando se puso a buscar en el “exceso”, luego en
el onanismo, luego en la insatisfacci?n, luego en
los “fraudes a la procreaci?n” la etiolog?a de las
enfermedades mentales, pero sobre todo cuando
se anex? como dominio propio el conjunto de las
perversiones sexuales; tambi?n la, justicia penal,
que durante mucho tiempo hab?a tenido que encarar la sexualidad, sobre todo en forma de cr?menes
“enormes” y contra natura, y que a mediados del
siglo XIX se abri? a la jurisdicci?n menuda de los
peque?os atentados, ultrajes secundarios, perver?
siones sin importancia; por ?ltimo, todos esos
controles sociales que se desarrollaron a fines del
siglo pasado y que filtraban la sexualidad de las
parejas, de los padres y de los ni?os, de los adolescentes peligrosos y en peligro -emprendiendo la
tarea de proteger, separar y prevenir, se?alando
peligros por todas partes, llamando la atenci?n,
exigiendo diagn?sticos, amontonando informes, oro
ganizando terap?uticas—; irradiaron discursos alrededor del sexo, intensificando la consciencia de
un peligro incesante que a su vez reactivaba la
incitaci?n a hablar de ?l.
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42 LA HIP?TESIS REPIlESIVA
Un obrero agr?cola del pueblo de Lapcourt, un
tanto simple de esp?ritu, empleado seg?n las estaciones por unos o por otros, alimentado aqu? o
all? por un poco de caridad y para los peores
trabajos, alojado en las granjas o los establos, fue
denunciado un d?a de 1867: al borde de un campo
hab?a obtenido algunas caricias de una ni?a, como
ya antes lo hab?a hecho, como lo hab?a visto hacer, como lo hac?an a su alrededor los pilluelos
del pueblo; en el lindero del bosque, o en la cuneta de la ruta que lleva a Saint-Nicolas, se jugaba
corrientemente al juego llamado de “la leche cuajada”. Fue, pues, se?alado por los padres al alcalde del pueblo, denunciado por el alcalde a los
gendarmes, conducido por los gendarmes al juez,
inculpado por ?ste y sometido a un m?dico prime.
ro, luego a otros dos expertos, quienes redactaron
un informe y posteriormente lo publicaron.” ?La
importancia de esta historia? Su car?cter min?sculo; el hecho de que esa cotidianidad de la sexualidad aldeana, las ?nfimas delectaciones montaraces, a partir de cierto momento hayan podido
llegar a ser no s?lo objeto de intolerancia colectiva
sino de una acci?n judicial, de una intervenci?n
m?dica, de un examen cl?nico atento y de toda
una elaboraci?n te?rica. Lo importante es que ese
personaje, parte integrante hasta entonces de la
vida campesina, haya sido sometido a mediciones
de su caja craneana, a estudios de la osamenta de
su cara, a inspecciones anat?micas a fin de descubrir los posibles signos de degeneraci?n; que se
lo haya hecho hablar; que se lo haya interrogado
sobre sus pensamientos, inclinaciones, h?bitos,
,. H. Bonnet y J. Rulard, RapJ>orI m?dico-ligal sur /’ital
mental de Ch.-J. Jouy, 4 de enero de 1868.
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LA INCITACI?N A LOS DISCURSOS 43
sensaciones, juicios. Y que se haya decidido finalmente, consider?ndolo inocente de todo delito,
convertirlo en un puro objeto de medicina y de
saber, objeto por hundir hasta el fin de su vida
en el hospital de Mar?ville, pero tambi?n digno
de ser dado a conocer al mundo cient?fico mediante un an?lisis pormenorizado. Se puede apostar que en la misma ?poca el maestro de Lapcourt
ense?aba a los peque?os aldeanos a pulir su lenguaje y a no hablar de todas esas cosas en voz
alta. Pero sin duda ?sa era una de las condiciones
para que las instituciones de saber y de poder
pudieran recubrir ese peque?o teatro cotidiano
con sus discursos solemnes. He aqu? que nuestra
sociedad -la primera en la historia, sin dudaha invertido todo un aparato de discurrir, de analizar y de conocer en esos gestos sin edad, en esos
placeres apenas furtivos que intercambiaban los
simples de esp?ritu con los ni?os despabilados.
Entre el ingl?s libertino que se encarnizaba en
escribir para s? mismo las singularidades de su
vida secreta y su contempor?neo, ese tonto de al.
dea que daba algunas monedas a las ni?as a cambio de complacencias que las mayores le rehusaban, hay sin duda alguna un lazo profundo: de
un extremo al otro, el sexo se ha convertido,
de todos modos, en algo que debe ser dicho, y dicho exhaustivamente seg?n dispositivos discursivos
diversos pero todos, cada uno a su manera, coactivos. Confidencia sutil o interrogatorio autoritario, refinado o r?stico, el sexo debe ser dicho. Una
gran conminaci?n polimorfa somete tanto al an?nimo ingl?s como al pobre campesino de Lorena,
del que quiso la historia que se llamara Jouy.?
? Alusi?n al verbo [oulr: gozar. Las tres personas del ainwww.esnips.com/web/Linotipo
44 LA HIP?TESIS REPRESIVA
Desde e! siglo XVIII el sexo no ha dejado de
provocar una especie de eretismo discursivo generalizado. Y tales discursos sobre el sexo no se han
multiplicado fuera de! poder o contra ?l, sino en
el lugar mismo donde se ejerc?a y como medio de
su ejercicio; en todas partes fueron preparadas
incitaciones a hablar, en todas partes dispositivos
para escuchar y registrar, en todas partes procedimientos para observar, interrogar y formular. Se lo desaloja y constri?e a una existencia
discursiva. Desde el imperativo singular que a cada
cual impone trasformar su sexualidad en un permanente discurso hasta los mecanismos m?ltiples
que, en e! orden de la econom?a, de la pedagog?a,
de la medicina y de la justicia, incitan, extraen,
arreglan e institucionalizan e! discurso del sexo,
nuestra sociedad ha requerido y organizado una
inmensa prolijidad. Quiz? ning?n otro tipo de
sociedad acumul? jam?s, y en una historia relativamente tan corta, semejante cantidad de discursos sobre el sexo. Bien podr?a ser que habl?semos de ?l m?s que de cualquier otra cosa; nos
encarnizamos en la tarea; nos convencemos, por
un extra?o escr?pulo, de que nunca decimos bastante, de que somos demasiado t?midos y miedosos, de que nos ocultamos la enceguecedora evidencia por inercia y sumisi?n, y de que lo esencial
se nos escapa siempre y hay que volver a partir
en su busca. Respecto al sexo, la sociedad m?s inagotable e impaciente bien podr?a ser la nuestra.
Pero ya este primer vistazo a vuelo de p?jaro
lo muestra: se trata menos de un discurso sobre e!
sexo que de una multiplicidad de discursos proguiar del presente del Indicativo, as! como el participio pasado,
se pronuncian exactamente igual que el apellido Jouy. [r.]
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LA INCITACi?N A LOS DISCURSOS 45
ducidos por toda una serie de equipos que func?onan en instituciones diferentes. La Edad Media
hab?a organizado alrededor del tema de la carne
y de la pr?ctica de la penitencia un discurso no
poco unitario. En los siglos recientes esa relativa
unidad ha sido descompuesta, dispersada, resuelta
en una multiplicidad de discursividades distintas,
que tomaron forma en la demograf?a, la biolog?a,
la medicina, la psiquiatr?a, la psicolog?a, la moral, la pedagog?a, la cr?tica pol?tica. M?s a?n: el
s?lido v?nculo que un?a la teolog?a moral de
la concupiscencia con la obligaci?n de la confesi?n
(el discurso te?rico sobre el sexo y su formulaci?n en primera persona), tal v?nculo fue, ya que
no roto, al menos distendido y diversificado: entre la objetivaci?n del sexo en discursos racionales y el movimiento por el que cada cual es puesto
a narrar su propio sexo, se produjo, desde el siglo XVIlI, toda una serie de tensiones, conflictos,
esfuerzos de ajuste, tentativas de re trascripci?n. No
es, pues, simplemente en t?rminos de extensi?n
continua como cabe hablar de ese crecimiento discursivo; en ella debe verse m?s bien una dispersi?n de los focos. emisores de los discursos, una
diversificaci?n de sus formas y el despliegue complejo de la red que los enlaza. M?s que la un?forme preocupaci?n de ocultar el sexo, m?s que
una pudibundez general del lenguaje, lo que marca a nuestros tres ?ltimos siglos es la variedad, la
amplia dispersi?n de los aparatos inventados para
hablar, para hacer hablar del sexo, para obtener
que ?l hable por s? mismo, para escuchar, reg?strar, trascribir y redistribuir lo que se dice. Alrededor del sexo, toda una trama de discursos
variados, espec?ficos y coercitivos: ?una censura
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46 LA HIP?TESIS REPRESIVA
masiva, despu?s de las decencias verbales impuestas por la edad cl?sica? Se trata m?s bien de una
incitaci?n a los discursos, regulada y polimorfa.
Sin duda, puede objetarse que si para hablar
del sexo fueron necesarios tantos est?mulos y
tantos mecanismos coactivos, ocurri? as? porque
reinaba, de una manera global, determinada prohibici?n fundamental; ?nicamente necesidades
precisas -urgencias econ?micas, utilidades pol?ticas– pudieron levantar esa prohibici?n y abrir
al discurso sobre el sexo algunos accesos, pero
siempre limitados y cuidadosamente cifrados; tanto hablar del sexo, tanto arreglar dispositivos insistentes para hacer hablar de ?l, pero bajo estrictas condiciones, ?no prueba acaso que se trata
de un secreto y que se busca sobre todo conservarlo as?? Pero, precisamente, habr?a que interrogar este tema frecuent?simo de que el sexo est?
fuera del discurso y que s?lo la eliminaci?n de
un obst?culo, la ruptura de un secreto puede abrir
la ruta que lleva hasta ?l. ?No forma este tema
parte de la conminaci?n mediante la cual se suscita el discurso? ?No es para incitar a hablar del
sexo, y para recomenzar siempre a hablar de ?l,
por Jo que se lo hace brillar y convierte en se?uelo
en el l?mite exterior de todo discurso actual, como
el secreto que es indispensable descubrir, como algo abusivamente reducido al mutismo y que es,
a un tiempo, dif?cil y necesario, peligroso y valioso mentado? No hay que olvidar que?la pastoral
cristiana, al hacer del sexo, por excelencia, lo que
debe ser confesado, lo present? siempre como el
enigma inquietante: no lo que se muestra con
obstinaci?n, sino lo que se esconde siempre, una
presencia insidiosa a la cual puede uno permanewww.esnips.com/web/Linotipo
LA INCITACI?N A LOS DISCURSOS 47
cer sordo pues habla en voz baja y a menudo disfrazada. El secreto del sexo no es sin duda la realidad fundamental respecto de la cual se sit?an
todas las incitaciones a hablar del sexo -ya sea
que intenten romper el secreto, ya que mantengan su vigencia de manera oscura en virtud del
modo mismo como hablan. Se trata m?s bien de
un tema que forma parte de la mec?nica misma
de las incitaciones: una manera de dar forma a la
exigencia de hablar, una f?bula indispensable
para la econom?a indefinidamente proliferante del
discurso sobre el sexo. Lo propio de las sociedades
modernas no es que hayan obligado al sexo a permanecer en la sombra, sino que ellas se hayan
destinado a hablar del sexo siempre, haci?ndolo
valer, poni?ndolo de relieve como el secreto.
2. LA IMPLANTACI?N PERVERSA
Objeci?n posible: ser?a un error ver en esa proliferaci?n de los discursos un simple fen?meno
cuantitativo, algo corno un puro crecimiento, corno
si fuera indiferente lo que se dice en tales discursos, corno si el hecho de hablar fuera en s? m?s
importante que las formas de imperativos que
se imponen al sexo al hablar de ?l. Pues, ?acaso
la puesta en discurso del sexo no est? dirigida a la
tarea de expulsar de la realidad las formas de sexualidad no sometidas a la econom?a estricta de
la reproducci?n: decir no a las actividades infecundas, proscribir los placeres vecinos, reducir o
excluir las pr?cticas que no tienen la generaci?n
corno fin? A trav?s de tantos discursos se multiplicaron las condenas judiciales por peque?as perversiones; se anex? la irregularidad sexual a la
enfermedad mental; se defini? una norma de desarrollo de la sexualidad desde la infancia hasta la
vejez y se caracteriz? con cuidado todos los posibles desv?os; se organizaron controles pedag?gicos
y curas m?dicas; los moralistas pero tambi?n (y
sobre todo) los m?dicos reunieron alrededor de
las menores fantas?as todo el enf?tico vocabulario
de la abominaci?n: ?no constituyen otros tantos
medios puestos en acci?n para reabsorber, en provecho de una sexualidad genitalmente centrada,
tantos placeres sin fruto? Toda esa atenci?n charlatana con la que hacernos ruido en torno de la
sexualidad desde hace dos o tres siglos, ?no est?
[48]
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LA IMPLANTACI?N PERVERSA 49
dirigida a una preocupaci?n elemental: asegurar
la poblaci?n, reproducir la fuerza de trabajo, mantener la forma de las relaciones sociales, en s?ntesis: montar una sexualidad econ?micamente ?til
y pol?ticamente conservadora?
Yo todav?a no s? si tal es, finalmente, el objetivo. Pero, en todo caso, no fue por reducci?n como
se intent? alcanzarlo. El siglo XIX y el nuestro
fueron m?s bien la edad de la multiplicaci?n:
una dispersi?n de las sexualidades, un refuerzo
de sus formas disparatadas, una implantaci?n m?ltiple de las “perversiones”. Nuestra ?poca ha sido
iniciadora de heterogeneidades sexuales.
Hasta fines del siglo XVIII, tres grandes c?digos
expl?citos -fuera de las regularidades consuetudinarias y de las coacciones sobre la opini?n- reg?an las pr?cticas sexuales: derecho can?nico, pastoral cristiana y ley civil. Fijaban, .cada uno a su
manera, la l?nea divisoria de lo l?cito y lo il?cito.
Pero todos estaban centrados en las relaciones matrimoniales: el deber conyugal, la capacidad para
cumplirlo, la manera de observarlo, las exigencias y las violencias que lo acompa?aban, las caricias in?tiles o .indebidas a las que serv?a de
pretexto, su fecundidad o la manera de tornarlo
est?ril, los momentos en que se lo exig?a (periodos peligrosos del embarazo y la lactancia, tiempo
prohibido de la cuaresma o de las abstinencias),
su frecuencia y su rareza -era esto, especialmente,
lo que estaba saturado de prescripciones. El sexo
de los c?nyuges estaba obsedido por reglas y recomendaciones. La relaci?n matrimonial era el
m?s intenso foco de coacciones; sobre todo era
de ella de quien se hablaba; m?s que cualesquiera
otras, deb?a confesarse con todo detalle. Estaba
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50 LA HIP?TESIS IlEPRESIVA
bajo estricta vigilancia: si ca?a en falta, ten?a que
mostrarse y demostrarse ante testigo. El “resto”
permanec?a mucho m?s confuso: pi?nsese en la
incertidumbre de la condici?n de la “sodom?a” o
en la indiferencia ante la sexualidad de los ni?os.
Adem?s, esos diferentes c?digos no establec?an
divisi?n neta entre las infracciones a las reglas de
las alianzas y las desviaciones referidas a la genitalidad. Romper las leyes del matrimonio o buscar
placeres extra?os significaba, de todos modos, condenaci?n. En la lista de los pecados graves, separados s?lo por su importancia, figuraban el estupro
(relaciones extramatrimoniales) , el adulterio, el
rapto, el incesto espiritual o carnal, pero tambi?n
la sodom?a y la “caricia” rec?proca. En cuanto
a los tribunales, pod?an condenar tanto la homosexualidad como la infidelidad, el matrimonio sin
consentimiento de los padres como la bestialidad.
Lo que se tomaba en cuenta, tanto en el orden civil como en el religioso, era una ilegalidad de conjunto. Sin duda el “contra natura” estaba marcado
por una abominaci?n particular. Pero no era percibida sino como una forma extrema de lo que
iba “contra la ley”; infring?a, tambi?n ella, decretos tan sagrados como los del matrimonio y que
hab?an sido establecidos para regir el orden de las
cosas y el plano de los seres. Las prohibiciones
referidas al sexo eran fundamentalmente de naturaleza jur?dica. La “naturaleza” sobre la cual se
sol?a apoyarlas era todav?a una especie de derecho.
Durante mucho tiempo los hermafroditas fueron
criminales, o reto?os del crimen, puesto que su
disposici?n anat?mica, su ser mismo embrollaba y
trastornaba la ley que distingu?a los sexos y prescrib?a su conjunci?n.
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LA IMPLANTACI?N PERVERSA 51
La explosi?n discursiva de los siglos XVIII y XIX
provoc? dos modificaciones en ese sistema centrado en la alianza leg?tima. En primer lugar, un
movimiento centr?fugo respecto a la monogamia
heterosexual. Por supuesto, contin?a siendo la regla interna del campo de las pr?cticas y de los
placeres. Pero se habla de ella cada vez menos, en
todo caso con creciente sobriedad. Se renuncia a
perseguirla en sus secretos; s?lo se le pide que se
formule d?a tras d?a. La pareja leg?tima, con su
sexualidad regular, tiene derecho a mayor discreci?n. Tiende a funcionar como una norma, quiz?
m?s rigurosa, pero tambi?n m?s silenciosa. En
cambio, se interroga a la sexualidad de los ni?os,
a la de los locos y a la de los criminales; al placer
de quienes no aman al otro sexo; a las enso?aciones, las obsesiones, las peque?as man?as o las
grandes furias. A todas estas figuras, anta?o apenas advertidas, les toca ahora avanzar y tomar la
palabra y realizar la dif?cil confesi?n de lo que
son. Sin duda, no se las condena menos. Pero se
las escucha; y si ocurre que se interrogue nuevamente a la sexualidad regular, es as? por un movimiento de reflujo, a partir de esas sexualidades
perif?ricas.
De all?, en el campo de la sexualidad, la extracci?n de una dimensi?n espec?fica del “contra
natura”. En relaci?n con las otras formas condenadas (y que lo son cada vez menos), como el
adulterio o el rapto, adquieren autonom?a: casarse con un pariente pr?ximo, practicar la sodom?a,
seducir a una religiosa. ejercer el sadismo, enga?ar
a la esposa y violar cad?veres se convierten en cosas esencialmente diferentes. El dominio cubierto
por el sexto mandamiento comienza a disociarse.
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52 LA HIP?TESIS REPRESIVA
Tambi?n se deshace, en el orden civil, la confusa
categor?a de “desenfreno”, que durante m?s de un
siglo hab?a constituido una de las razones m?s
frecuentes de encierro administrativo. De sus restos surgen, por una parte, las infracciones a la
legislaci?n (o a la moral) del matrimonio y la
familia, y, por otra, los atentados contra la regularidad de un funcionamiento natural (atentados
que la ley, por lo dem?s, puede sancionar). Quiz?
se alcance aqu? una raz?n, entre otras, del prestigio de Don Juan, que tres siglos no han apagado.
Bajo el gran infractor de las reglas de la alianza
-ladr?n de mujeres, seductor de v?rgenes, verg?enza de las familias e insulto a maridos y padres- se deja ver otro personaje: e! que se halla
atravesado, a despecho de s? mismo, por la sombr?a
locura del sexo. Debajo del libertino, el perverso.
Infringe la ley deliberadamente, pero al mismo
tiempo algo como una naturaleza extraviada lo
conduce lejos de toda naturaleza; su muerte es
el momento en que el retorno sobrenatural de la
ofensa y la vindicta interrumpe la huida hacia
el contra natura. Los dos grandes sistemas de regias que Occidente ha concebido para regir e! sexo
-la ley de la alianza y el orden de los deseosson destruidos por la existencia de Don Juan, surgida en su frontera com?n. Dejemos a los psicoanalistas interrogarse para saber si era homosexual, narcisista o impotente.
No sin lentitud y equ?voco, leyes naturales de
la matrimonialidad y reglas inmanentes de la sexualidad comienzan a inscribirse en dos registros
diferentes. Se dibuja un mundo de la perversi?n,
que no es simplemente una variedad de! mundo
de la infracci?n legal o moral, aunque tenga una
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LA IMPLANTACI?N PERVERSA 53
posici?n de secante en relaci?n con ?ste. De los
antiguos libertinos nace todo un peque?o pueblo,
diferente a pesar de ciertos primazgos. Desde las
postrimer?as del siglo XVIII hasta e! nuestro, corren
en los intersticios de la sociedad, perseguidos pero
no siempre por las leyes, encerrados pero no siempre en las prisiones, enfermos quiz?, pero escandalosas, peligrosas v?ctimas presas de un mal extra?o que tambi?n lleva el nombre de vicio y a
veces el de delito. Ni?os demasiado avispados, ni?itas precoces, colegiales ambiguos, sirvientes y
educadores dudosos, maridos crueles o mani?ticos,
coleccionistas solitarios, paseantes con impulsos
extra?os: pueblan los consejos de disciplina, los
reformatorios, las colonias penitenciarias, los tribunales y los asilos; llevan a los m?dicos su infamia y su enfermedad a los jueces. Tratase de la
innumerable familia de los perversos, vecinos de
los de!incuentes y parientes de los locos. A lo largo de! siglo llevaron sucesivamente la marca de la
“locura moral”, de la “neurosis genital”, de la
“aberraci?n del sentido gen?sico”, de la “degeneraci?n” y del “desequilibrio ps?quico”.
?Qu? significa la aparici?n de todas esas sexualidades perif?ricas? ?El hecho de que puedan aparecer a plena luz es e! signo de que la regla se
afloja? ?O el hecho de que se les preste tanta
atenci?n es prueba de un r?gimen m?s severo y
de la preocupaci?n de tener sobre ellas un control
exacto? En t?rminos de represi?n, las cosas son
ambiguas. Indulgencia, si se piensa que la severidad de los c?digos a prop?sito de los delitos
sexuales se atenu? considerablemente durante el
siglo XIX, ‘Y que a menudo la justicia se declar?
incompetente en provecho de la medicina. Pero
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54 LA HIP?TESIS REPRESIVA
astucia suplementaria de la severidad si se piensa
en todas las instancias de control y en todos los
mecanismos de vigilancia montados por la pedagog?a o la terap?utica. Es muy posible que la intervenci?n de la Iglesia en la sexualidad conyugal
y su rechazo de los “fraudes” a la procreaci?n
hayan perdido mucho de su insistencia desde hace
200 a?os. Pero la medicina ha entrado con fuerza
en los placeres de la pareja: ha inventado toda
una patolog?a org?nica, funcional o mental, que
nacer?a de las pr?cticas sexuales “incompletas”
ha clasificado con cuidado todas las formas anexas
de placer; las ha integrado al “desarrollo” y a las
“perturbaciones” del instinto; y ha emprendido
su gesti?n.
Lo importante quiz? no resida en el nivel de
indulgencia o la cantidad de represi?n, sino en
la forma de poder que se ejerce. Cuando se nombra, como para que se levante, a toda esa vegetaci?n de sexualidades dispares, ?se trata de excluirlas de lo real? Al parecer, la funci?n del
poder que aqu? se ejerce no es la de prohibir; al
parecer, se ha tratado de cuatro operaciones muy
diferentes de la simple prohibici?n.
1] Sean las viejas prohibiciones de alianzas consangu?neas (por numerosas y complejas que fueran) o la condenaci?n del adulterio, con su inevitable frecuencia; sean, por otra parte, los controles
recientes con los cuales, desde el siglo XIX, se ha
invadido la sexualidad infantil y perseguido sus
“h?bitos solitarios”, Es evidente que no se trata
del mismo mecanismo de poder. No s?lo porque
se trata aqu? de medicina y all? de la ley; aqu? de
educaci?n, all? de penalidad; sino tambi?n porque no es la misma la t?ctica puesta en acci?n. En
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LA IMPLANTACI?N PERVERSA 55
apariencia, se trata en ambos casos de una tarea
de eliminaci?n siempre destinada al fracaso y obligada a recomenzar siempre. Pero la prohibici?n
de los “incestos” apunta a su objetivo mediante
una disminuci?n asint?tica de lo que condena; el
control de la sexualidad infantil lo hace mediante
una difusi?n simult?nea de su propio poder y del
objeto sobre el que se ejerce. Procede seg?n un
crecimiento doble prolongado al infinito. Los pedagogos y los m?dicos han combatido el onanismo de los ni?os como a una epidemia que se
quiere extinguir. En realidad, a lo largo de esa
campa?a secular que moviliz? el mundo adulto
en torno al sexo de los ni?os, se trat? de encontrar un punto de apoyo en esos placeres tenues,
constituirlos en secretos (es decir, obligarlos a esconderse para permitirse descubrirlos), remontar
su curso, seguirlos desde los or?genes hasta los
efectos, perseguir todo lo que pudiera inducirlos
o s?lo permitirlos; en todas partes donde exist?a
el riesgo de que se manifestaran se instalaron dispositivos de vigilancia, se establecieron trampas
para constre?ir a la confesi?n, se impusieron discursos inagotables y correctivos; se alert? a padres
y educadores, se sembr? en ellos la sospecha de
que todos los ni?os eran culpables y el temor
de serlo tambi?n ellos si no se tornaban bastante
suspicaces; se los mantuvo despiertos ante ese peligro recurrente; se les prescribi? una conducta y
volvi? a cifrarse su pedagog?a; en el espacio familiar se anclaron las tomas de contacto de todo un
r?gimen m?dico-sexual. El “vicio” del ni?o no es
tanto un enemigo como un soporte; es posible
designarlo como el mal que se debe suprimir; el
necesario fracaso, el extremado encarnizamiento
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56 LA HIP?TESIS REPRESIVA
en una tarea bastante vana permiten sospechar que
se le exige persistir, proliferar hasta los l?mites de
lo visible y lo invisible, antes que desaparecer
para siempre. A lo largo de ese apoyo el poder
avanza, multiplica sus estaciones de enlace y sus
efectos, mientras que el blanco en el cual deseaba
acertar se subdivide y ramifica, hundi?ndose en
lo real al mismo paso que el poder. Se trata, en
apariencia, de un dispositivo de contenci?n; en
realidad, se han montado alrededor del ni?o l?neas de penetraci?n indefinida.
2] Esta nueva caza de las sexualidades perif?ricas produce una incorporaci?n de las perversiones
y una nueva especificaci?n de los individuos. La
sodom?a -la de los antiguos derechos civil y can?nico- era un tipo de actos prohibidos; el autor
no era m?s que su sujeto jur?dico. El homosexual
del siglo XIX ha llegado a ser un personaje: un
pasado, una historia y una ?nfancia, un car?cter,
una forma de vida; asimismo una morfolog?a,
con una anatom?a indiscreta y quiz?s misteriosa
fisiolog?a. Nada de lo que ?l es in toto escapa a
su sexualidad. Est? presente en todo su ser: subyacente en todas sus conductas puesto que constituye su principio insidioso e indefinidamente
activo; inscrita sin pudor en su rostro y su cuerpo
porque consiste en un secreto que siempre se traiciona. Le es consustancial, menos como un pecado en materia de costumbres que como una naturaleza singular. No hay que olvidar que la categor?a
psicol?gica, psiqui?trica, m?dica, de la homosexualidad se constituy? el d?a en que se la caracteriz?
-el famoso art?culo de Westphal sobre las “sensaciones sexuales contrarias” (1870) puede valer
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LA IMPLANTACI?N PERVERSA 57
como fecha de nac?m?eruo-> no tanto por un tipo
de relaciones sexuales como por cierta cualidad de
la sensibilidad sexual, determinada manera de invertir en s? mismo lo masculino y lo femenino. La
homosexualidad apareci? como una de las figuras
de la sexualidad cuando fue rebajada de la pr?ctica de la sodom?a a una suerte de androginia
interior, de hermafroditismo del alma. El sodomita era un relapso, el homosexual es ahora una
especie.
Del mismo modo que constituyen especies todos esos peque?os perversos que los psiquiatras
del siglo XIX entomologizan d?ndoles extra?os
nombres de bautismo: existen los exhibicionistas
de Lasegue, los fetichistas de Binet, los zo?filos y
zooerastas de Krafft-Ebing, los automonosexualistas de Rohleder; existir?n los mixoescop?filos, los
ginecomastas, los presbi?filos, los .invertidos sexoest?ticos y las mujeres dispareunistas. Esos bellos
nombres de herej?as remiten a una naturaleza que
se olvidar?a de s? lo bastante como para escapar
a la ley, pero se recordar?a lo bastante como para
continuar produciendo especies incluso all? donde ya no hay m?s orden. La mec?nica del poder
que persigue a toda esa disparidad no pretende
suprimirla sino d?ndole una realidad anal?tica, visible y permanente: la hunde en los cuerpos, la
desliza bajo las conductas, la convierte en principio de clasificaci?n y de inteligibilidad, la
constituye en raz?n de ser y orden natural del
desorden. ?Exclusi?n de esas mil sexualidades
aberrantes? No. En cambio, especificaci?n, solidificaci?n regional de cada una de ellas. Al disemi-
? We’lphal. Archiv !?r Neurologie, 1870.
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58 LA HIP?TESIS REPRESIVA
narlas, se trata de sembrarlas en lo real y de incorporarlas al individuo.
3] Para ejercerse, esta forma de poder exige, m?s
que las viejas prohibiciones, presencias constantes,
atentas, tambi?n curiosas; supone proximidades;
procede por ex?menes y observaciones insistentes;
requiere un intercambio de discursos, a trav?s de
preguntas que arrancan confesiones y de confidencias que desbordan los interrogatorios. Implica
una aproximaci?n f?sica y un juego de sensaciones
intensas. La medicalizaci?n de lo ins?lito es, a un
tiempo, el efecto y el instrumento de todo ello.
Internadas en el cuerpo, convertidas en car?cter
profundo de los individuos, las rarezas del sexo
dependen de una tecnolog?a de la salud y de lo patol?gico. E inversamente, desde el momento en que
se vuelve cosa m?dica o medicalizable, es en tanto
que lesi?n, disfunci?n o s?ntoma como hay que ir
a sorprenderla en el fondo del organismo o en la
superficie de la piel o entre todos los signos del
comportamiento. El poder que, as?, toma a su cargo a la sexualidad, se impone el deber de rozar
los cuerpos; los acaricia con la mirada; intensifica
sus regiones; electriza superficies; dramatiza momentos turbados. Abraza con fuerza al cuerpo sexual. Acrecentamiento de las eficacias -sin duday extensi?n del dominio controlado. Pero tambi?n
sensualizaci?n del poder y beneficio del placer. Lo
que produce un doble efecto: un impulso es dado
al poder por su ejercicio mismo; una emoci?n recompensa el control vigilante y lo lleva m?s lejos; la intensidad de la confesi?n reactiva la curiosidad del interrogador; el placer descubierto
fluye hacia el poder que lo ci?e. Pero tantas preguntas acuciosas singularizan, en quien debe reswww.esnips.com/web/Linotipo
LA IMPLANTACI?N PERVERSA 59
ponderlas, los placeres que experimenta; la mirada los fija, la atenci?n los a?sla y anima. El poder
funciona como un mecanismo de llamado, como
un se?uelo: atrae, extrae esas rarezas sobre las que
vela. El placer irradia sobre el poder que lo pero
sigue; el poder ancla el placer que acaba de desembozar. El examen m?dico, la investigaci?n psi.
qui?trica, e! informe pedag?gico y los controles
familiares pueden tener por objetivo global y aparente negar todas las sexualidades err?ticas o improductivas; de hecho, funcionan como mecanismos de doble impulso: placer y poder. Placer de
ejercer un poder que pregunta, vigila, acecha, esp?a, excava, palpa, saca a la luz; y del otro lado,
placer que se enciende al tener que escapar de
ese poder, al tener que huirlo, enga?arlo o desnaturalizarlo. Poder que se deja invadir por e! placer
al que da caza; y frente a ?l, placer que se afirma
en e! poder de mostrarse, de escandalizar o de
resistir. Captaci?n y seducci?n; enfrentamiento y
reforzamiento rec?proco: los padres y los ni?os, e!
adulto y el adolescente, el educador y los alumnos,
los m?dicos y los enfermos, e! psiquiatra con su
hist?rica y sus perversos no han dejado de jugar
este juego desde el siglo XIX. Los llamados, las
evasiones, las incitaciones circulares han dispuesto
alrededor de los sexos y los cuerpos no ya fronteras infranqueables sino las espirales perpetuas de!
poder y del placer.
4] De all? esos dispositivos de saturaci?n sexual
tan caracter?sticos del espacio y los ritos sociales
de! siglo XIX. Se dice con frecuencia que la sociedad moderna ha intentado reducir la sexualidad
a la de la pareja, pareja heterosexual y, en lo posible, leg?tima. Tambi?n se podr?a decir que si
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60 LA HIP?TESIS REPRESIVA
bien no los invent?, al menos aprovech? cuidadosamente e hizo proliferar los grupos con elementos
m?ltiples y sexualidad circulante: una distribuci?n de puntos de poder, jerarquizados o enfrentados; de los placeres “perseguidos”, es decir, a la
vez deseados y hostigados; de las sexualidades parcelarias toleradas o alentadas; de las proximidades
que se dan como procedimientos de vigilancia
y que funcionan como mecanismos de intensificaci?n; de los contactos inductores. As? ocurre con
la familia, o m?s exactamente con toda la gente
de la casa, padres, hijos y sirvientes en algunos
casos. ?La familia del siglo XIX era realmente una
c?lula monog?mica y conyugal? Tal vez en cierta
medida. Pero tambi?n era una red placeres-poderes articulados en puntos m?ltiples y con relaciones trasformables. La separaci?n de los adultos
y de los ni?os, la polaridad establecida entre el
dormitorio de los padres y el de los hijos (que
lleg? a ser can?nica en el curso del siglo, cuando
se emprendi? la construcci?n de alojamientos populares), la segregaci?n relativa de varones y
muchachas, las consignas estrictas de los cuidados
debidos a los lactantes (lactancia maternal, higiene), la atenci?n despierta sobre la sexualidad infantil, los supuestos peligros de la masturbaci?n,
la importancia acordada a la pubertad, los m?todos
de vigilancia sugeridos a los padres, las exhortaciones, los secretos y los miedos, la presencia a la
vez valorada y temida de los sirvientes -todo ello
hac?a de la familia, incluso reducida a sus dimensiones m?s peque?as, una red compleja, saturada
de sexualidades m?ltiples, fragmentarias y m?viles. Reducirlas a la relaci?n conyugal, sin perjuicio de proyectar ?sta, en forma de deseo prohiwww.esnips.com/web/Linotipo
LA IMPLANTACi?N PERVERSA 61
bido, sobre los hijos, no alcanza a dar raz?n de ese
dispositivo que era, respecto a esas sexualidades,
menos principio de inhibici?n que mecanismo incitador y multiplicador. Las instituciones escolares o psiqui?tricas, con su poblaci?n numerosa, su
jerarqu?a, sus disposiciones espaciales, sus sistemas
de vigilancia, constitu?an, junto a la familia, otra
manera de distribuir el juego de los poderes y los
placeres; pero dibujaban, tambi?n ellas, regiones
de alta saturaci?n sexual, con sus espacios o ritos
privilegiados como las aulas, el dormitorio, la visita o la consulta. Las formas de una sexualidad
no conyugal, no heterosexual, no mon?gama, son
all? llamadas e instaladas.
La sociedad “burguesa” del siglo XIX, sin duda
tambi?n la nuestra, es una sociedad de la perversi?n notoria y patente. Y no de manera hip?crita,
pues nada ha sido m?s manifiesto. y prolijo, m?s
abiertamente tomado a su cargo por los discursos
y las instituciones. No porque tal sociedad, al q uerer levantar contra la sexualidad una barrera demasiado rigurosa o demasiado general, hubiera a
pesar suyo dado lugar a un brote perverso y a una
larga patolog?a del instinto sexual. Se trata m?s
bien del tipo de poder que ha hecho funcionar
sobre el cuerpo y el sexo. Tal poder, precisamente, no tiene ni la forma de la ley ni los efectos de
la prohibici?n. Al contrario, procede por desmultiplicaci?n de las sexualidades singulares. No fija
fronteras a la sexualidad; prolonga sus diversas
formas, persigui?ndolas seg?n l?neas de penetraci?n indefinida. No la excluye, la incluye en el
cuerpo como modo de especificaci?n de los individuos; no intenta esquivarla; atrae sus variedades
mediante espirales donde placer y poder se refuerwww.esnips.com/web/Linotipo
62 LA HIP?TESIS REPRESIVA
zan; no establece barreras; dispone lugares de
m?xima saturaci?n. Produce y fija a la disparidad
sexual. La sociedad moderna es perversa, no a despecho de su puritanismo o como contrapartida
de su hipocres?a; es perversa directa y realmente.
Realmente. Las sexualidades m?ltiples -las que
aparecen con la edad (sexualidades del beb? o del
ni?o), las que se fijan en gustos o pr?cticas (sexualidad del invertido, del geront?filo, del fetichista …) , las que invaden de modo difuso ciertas
relaciones (sexualidad de la relaci?n m?dico-enfermo, pedagogo-alumno, psiquiatra-loco), las que
habitan los espacios (sexualidad del hogar, de la
escuela, de la c?rcel) - todas forman el correlato
de procedimientos precisos de poder. No hay que
imaginar que todas esas cosas hasta entonces toleradas llamaron la atenci?n y recibieron una calificaci?n peyorativa cuando se quiso dar un papel
regulador al ?nico tipo de sexualidad susceptible
de reproducir la fuerza de trabajo y la forma de
la familia. Esos comportamientos polimorfos fueron realmente extra?dos del cuerpo de los hombres y de sus placeres; o m?s bien fueron solidificados en ellos; mediante m?ltiples dispositivos
de poder, fueron sacados a la luz, aislados, intensificados, incorporados. El crecimiento de las perversiones no es un tema moralizador que habr?a
obsesionado a los esp?ritus escrupulosos de los victorianos. Es el producto real de la interferencia
de un tipo de poder sobre el cuerpo y sus placeres. Es posible que Occidente no haya sido capaz
de inventar placeres nuevos, y sin duda no descubri? vicios in?ditos. Pero defini? nuevas reglas
para el juego de los poderes y los placeres: all? se
dibuj? el rostro fijo de las perversiones.
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LA IMPLANTACI?N PERVERSA 63
Directamente. La implantaci?n de perversiones
m?ltiples no es una burla de la sexualidad que
as? se venga de un poder que le impone una ley
represiva en exceso. Tampoco se trata de formas
parad?jicas de placer que se vuelven hacia el poder para invadirlo en la forma de un “placer a
soportar”, La implantaci?n de las perversiones es
un efecto-instrumento: merced al aislamiento, la
intensificaci?n y la consolidaci?n de las sexualidades perif?ricas, las relaciones del poder con el
sexo y el placer se ramifican, se multiplican, miden el cuerpo y penetran en las conductas, Y con
esa avanzada de los poderes se fijan sexualidades
diseminadas, prendidas a una edad, a un lugar, a
un gusto, a un tipo de pr?cticas. Proliferaci?n de
las sexualidades por la extensi?n del poder: aumento del poder al que cada una de las sexualidades regionales ofrece una superficie de intervenci?n: este encadenamiento, sobre todo a partir
del siglo XIX, est? asegurado y re levado por las
innumerables ganancias econ?micas que gracias a
la mediaci?n de la medicina, de la psiquiatr?a,
de la prostituci?n y de la pornograf?a se han conectado a la vez sobre la desmultiplicaci?n anal?tica del placer y el aumento del poder que lo
controla. Poder y placer no se anulan: no se vuelven el uno contra el otro; se persiguen, se encabalgan y reactivan. Se encadenan seg?n mecanismos complejos y positivos de excitaci?n y de
incitaci?n.
Sin duda, pues, es preciso abandonar la hip?tesis de que las sociedades industriales modernas
inauguraron acerca del sexo una ?poca de represi?n acrecentada. No s?lo se asiste a una explosi?n
visible de sexualidades her?ticas. Tambi?n -y
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64 LA HIP?TESIS REPRESIVA
?ste es el punto importante- un dispositivo muy
diferente de la ley, incluso si se apoya localmente
en procedimientos de prohibici?n, asegura por
medio de una red de mecanismos encadenados la
proliferaci?n de placeres espec?ficos y la multiplicaci?n de sexualidades dispares. Nunca una sociedad fue m?s pudibunda, se dice, jam?s las instancias de poder pusieron tanto cuidado en fingir que
ignoraban lo que prohib?an, como si no quisieran
tener con ello ning?n punto en com?n. Pero, al
menos en un sobrevuelo general, lo que aparece
es lo contrario: nunca tantos centros de poder;
jam?s tanta atenci?n manifiesta y prolija; nunca
tantos contactos y lazos circulares; jam?s tantos
focos donde se encienden, para diseminarse m?s
lejos, la intensidad de los goces y la obstinaci?n
de los poderes.
III. SCIENTIA SEXUALIS

Supongo que se me conceden los dos primeros
puntos; imagino que se acepta decir que el discurso sobre el sexo, desde hace ya tres siglos hoy, ha
sido multiplicado m?s bien que rarificado; y que
si ha llevado consigo interdicciones y prohibiciones, de una manera m?s fundamental ha asegurado la solidificaci?n y la implantaci?n de toda
una disparidad sexual. Queda en pie que todo ello
parece haber desempe?ado esencialmente un papel
de defensa. Al hablar tanto del sexo, al descubrirlo
desmultiplicado, compartimentado y especificado
justamente all? donde se ha insertado, no se buscar?a en el fondo sino enmascararlo: discurso encubridor, dispersi?n que equivale a evitaci?n. Al
menos hasta Freud, el discurso sobre el sexo -el
discurso de cient?ficos y te?ricos- no habr?a cesado de ocultar aquello de lo que hablaba. Se
podr?a tomar a todas esas cosas dichas, precauciones meticulosas y an?lisis detallados, por otros
tantos procedimientos destinados a esquivar la insoportable, la demasiado peligrosa verdad del sexo.
y el solo hecho de que se haya pretendido hablar
desde el punto de vista purificado y neutro de
una ciencia es en s? mismo significativo. Era, en
efecto, una ciencia hecha de fintas, puesto que en
la incapacidad o el rechazo a hablar del sexo mismo, se refiri? sobre todo a sus aberraciones, perversiones, rarezas excepcionales, anulaciones patol?gicas, exasperaciones m?rbidas. Era igualmente
una ciencia subordinada en lo esencial a los imperativos de una moral cuyas divisiones reiter?
[67]
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68 SCIENTIA SEXUALlS
bajo los modos de la norma m?dica. So pretexto
de decir la verdad, por todas partes encend?a miedos; a las menores oscilaciones de la sexualidad
prestaba una dinast?a imaginaria de males destinados a repercutir en generaciones enteras; afirm?
como peligrosos para la sociedad entera los h?b?tos furtivos de los t?midos y las peque?as man?as
m?s solitarias; como fin de los placeres ins?litos
puso nada menos que la muerte: la de los individuos, la de las generaciones, la de la especie.
Tambi?n se lig? as? a una pr?ctica m?dica insistente e indiscreta, locuaz para proclamar sus
repugnancias, lista para correr en socorro de la ley
y la opini?n, m?s servil con las potencias del
orden que d?cil con las exigencias de lo verdadero. Involuntariamente ingenua en el mejor de los
casos, y. en los m?s frecuentes, voluntariamente
mentirosa, c?mplice de lo que denunciaba, altanera y acariciadora, instaur? toda una indecencia
de lo m?rbido, caracter?stica del ?ltimo tramo del
siglo XIX; m?dicos como Camier, Pouillet y Ladoucette fueron en Francia sus escribas sin gloria,
y Rollinat su chantre. Pero m?s all? de esos placeres turbios reivindicaba ella otros poderes; se
defin?a como instancia soberana de los imperativos de higiene, uniendo los viejos temores al mal
ven?reo con los temas nuevos de la asepsia, los
grandes mitos evolucionistas con las recientes instituciones de salud p?blica; pretend?a asegurar el
vigor f?sico y la limpieza moral del cuerpo social;
promet?a eliminar a los titulares de taras, a los
degenerados y a las poblaciones bastardeadas. En
nombre de una urgencia biol?gica e hist?rica justificaba los racismos de Estado, entonces inminentes. Los fundaba en la “verdad”.
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SCIENTlA SEXUALIS 69
Sorprende la diferencia cuando se compara lo
que en la misma ?poca era la fisiolog?a de la reproducci?n animal y vegetal con esos discursos
sobre la sexualidad humana. Su d?bil tenor, no
digo ya en cientificidad, sino en mera racionalidad
elemental, pone a tales discursos en un lugar aparte en la historia de los conocimientos. Forman una
zona extra?amente embrollada. Todo a lo largo
del siglo XIX, el sexo parece inscribirse en dos registros de saber muy distintos: una biolog?a de la
reproducci?n que se desarroll? de modo continuo
seg?n una normatividad cient?fica general, y una
medicina del sexo que obedeci? a muy otras regias de formaci?n. Entre ambas, ning?n intercambio real, ninguna estructuraci?n rec?proca; la primera, en relaci?n con la otra, no desempe?? sino
el papel de una garant?a lejana, y muy ficticia:
una cauci?n global que serv?a de pretexto para
que los obst?culos morales, las opciones econ?micas o pol?ticas, los miedos tradicionales, pudieran
reescribirse en un vocabulario de consonancia
cient?fica. Todo ocurrir?a como si una fundamental resistencia se hubiera opuesto a que se pronunciara un discurso de forma racional sobre el sexo
humano, sus correlaciones y sus efectos. Semejante
desnivelaci?n ser?a el signo de que en ese g?nero
de discursos no se trataba de decir la verdad, sino
s?lo de impedir que se produjese. En la diferencia
entre la fisiolog?a de la reproducci?n y la medicina de la sexualidad habr?a que ver otra cosa (y
m?s) que un progreso cient?fico desigual o una
desnivelaci?n en las formas de la racionalidad; la
primera depender?a de esa inmensa voluntad de
saber que en Occidente sostuvo la instituci?n del
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70 SCIENTIA SEXUAUS
discurso cient?fico; la segunda, de una obstinada
voluntad de no saber.
Es innegable: el discurso cient?fico formulado
sobre el sexo en el siglo XIX estuvo atravesado por
credulidades sin tiempo, pero tambi?n por cegueras sistem?ticas: negaci?n a ver y o?r; pero -sin
duda es el punto esencial- negaci?n referida a
lo mismo que se hac?a aparecer o cuya formulaci?n se solicitaba imperiosamente. Pues no puede
haber desconocimiento sino sobre el fondo de una
relaci?n fundamental con la verdad. Esquivarla,
cerrarle el acceso, enmascararla: t?cticas locales,
que como una sobreimpresi?n (y por un desv?o
de ?ltima instancia) daban una forma parad?jica
a una petici?n esencial de saber. No querer reconocer algo es tambi?n una peripecia de la voluntad de saber. Que sirva aqu? de ejemplo la
Salp?triere de Charcot: era un inmenso aparato
de observaci?n, con sus ex?menes, sus interrogatorios, sus experiencias, pero tambi?n era una maquinaria de incitaci?n, con sus presentaciones p?blicas, su teatro de las crisis rituales cuidadosamente preparadas con ?ter o nitrito de amilo, su
juego de di?logos, de palpaciones, de imposici?n
de manos, de posturas que los m?dicos, mediante
un gesto o una palabra, suscitan o borran, con la
jerarqu?a del personal que esp?a, organiza, provoca, anota, informa, y que acumula una inmensa
pir?mide de observaciones y expedientes. Ahora
bien, sobre el fondo de esa incitaci?n permanente
al discurso y a la verdad. jugaban los mecanismos
propios del desconocimiento: tal el gesto de Charcot interrumpiendo una consulta p?blica en la
que demasiado manifiestamente comenzaba a tratarse de “eso”; as? tambi?n, con mayor frecuencia,
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SCIENTIA SEXUAUS 71
el desvanecimiento progresivo en los expedientes
de lo que, en materia de sexo, hab?a sido dicho y
mostrado por los enfermos, pero tambi?n visto,
solicitado por los m?dicos mismos, y que las observaciones publicadas eliden casi por entero.’ Lo
importante. en esta historia. no es que los sabios
se taparan ojos y o?dos ni que se equivocaran; sino,
en primer lugar, que se construyera en torno al
sexo y a prop?sito del mismo un inmenso aparato
destinado a producir. sin perjuicio de enmascararla en el ?ltimo momento, la verdad. Lo importante es que el sexo no haya sido ?nicamente una
cuesti?n de sensaci?n y de placer, de ley o de interdicci?n, sino tambi?n de verdad y de falsedad,
que la verdad del sexo haya llegado a ser algo
esencial, ?til o peligroso, precioso o temible; en
suma, que el sexo haya sido constituido como una
apuesta en el juego de la verdad. Lo que hay que
localizar, pues, no es el umbral de una racionalidad nueva cuyo descubrimiento corresponder?a
a Freud -o a otrlr-, sino la formaci?n progresiva
(y tambi?n las trasformaciones) de ese “juego
de la verdad y del sexo” que nos leg? el siglo XIX
y del cual nada prueba que nos hayamos liberado,
1 el.. por ejemplo. Bourneville, lconographie de la Salp?.
tri?re, pp. 110 ss, Los documentos in?ditos sobre las lecciones
de Charcot, que a?n se encuentran en la Salp?rr?ere, son sobre
este punto m?s expl?citos que los textos publicados. Los juegos
de Ia incitaci?n y de la elisi?n se leen all? con gran claridad.
Una nota manuscrita narra la sesi?n del 25 de noviembre de
1877. El sujeto presenta una contracci?n hist?rica; Charcot sus..
pende una crisis colocando. primero. las manos, luego un bast?n, sobre los ovarios. Retira el bast?n, la crisis recomienza, Ia
acelera con inhalaciones de nitrito de amilo. La enferma reclama entonces el bast?n-sexo con palabras que no implican ninguna met?fora. El manuscrito a?ade: “Se hace desaparecer a
G., cuyo delirio contin?a:’
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72 SCIENTlA SEXUAUS
incluso si hemos logrado modificarlo. Desconocimientos, evasiones y evitaciones no han sido posibles, ni producido sus efectos, sino sobre el fondo
de esa extra?a empresa: decir la verdad del sexo.
Empresa que no data del siglo XIX, aun si entonces le prest? forma singular el proyecto de una
“ciencia”. Es el pedestal de todos los discursos aberrantes, ingenuos o astutos en los que el saber sobre el sexo se extravi? al parecer tanto tiempo.
Ha habido hist?ricamente dos grandes proced?mientos para producir la verdad del sexo.
Por un lado, las sociedades -fueron numerosas:
China, Jap?n, India, Roma, las sociedades ?rabes
musulmanas– que se dotaron de una ars erotica.
En el arte er?tico, la verdad es extra?da del placer
mismo, tomado como pr?ctica y recogido como
experiencia; el placer no es tomado en cuenta en
relaci?n con una ley absoluta de lo permitido y
lo prohibido ni con un criterio de utilidad, sino
que, primero y ante todo en relaci?n consigo mismo, debe ser conocido como placer, por lo tanto
seg?n su intensidad, su calidad espec?fica, su duraci?n, sus reverberaciones en el cuerpo y el alma.
M?s a?n: ese saber debe ser revertido sobre la
pr?ctica sexual, para trabajarla desde el interior
y amplificar sus efectos. As? se constituye un saber
que debe permanecer secreto, no por una sospecha de infamia que manchar?a a su objeto, sino
por la necesidad de mantenerlo secreto, ya que
seg?n la tradici?n perder?a su eficacia y su virtud
si fuera divulgado. Es, pues, fundamental la relaci?n con el maestro poseedor de los secretos; ?l,
?nicamente, puede trasmitirlo de manera esot?www.esnips.com/web/Linotipo
SCIENTIA SEXUALIS 7~
rica y al t?rmino de una iniciaci?n durante la cual
gu?a, con un saber y una severidad sin fallas, el
avance de su disc?pulo. Los efectos de ese arte magistral, mucho m?s generosos de lo que dejar?a
suponer la sequedad de sus recetas, deben trasfigurar al que recibe sus privilegios: dominio absoluto del cuerpo, goce ?nico, olvido del tiempo
y de los l?mites, elixir de larga vida, exilio de la
muerte y de sus amenazas.
Nuestra civilizaci?n, a primera vista al menos,
no posee ninguna ars erotica. Como desquite, es
sin duda la ?nica en practicar una scientia sexualis. O mejor: en haber desarrollado durante siglos,
para decir la verdad del sexo, procedimientos que
en lo esencial corresponden a una forma de saber
rigurosamente opuesta al arte de las iniciaciones
y al secreto magistral: se trata de la confesi?n.
Al menos desde la Edad Media, las sociedades
occidentales colocaron la confesi?n entre los rituales mayores de los cuales se espera la producci?n
de la verdad: reglamentaci?n de! sacramento de
penitencia por e! concilio de Letr?n, en 1215, desarrollo consiguiente de las t?cnicas de confesi?n,
retroceso en la justicia criminal de los procedimientos acusatorios, desaparici?n de ciertas pruebas de culpabilidad Uuramentos, duelos, juicios
de Dios) y desarrollo de los m?todos de interrogatorio e investigaci?n, parte cada vez mayor de
la administraci?n real en la persecuci?n de las
infracciones y ello a expensas de los procedimientos de transacci?n privada, constituci?n de los tribunales de inquisici?n: todo ello contribuy? a dar
a la confesi?n un pape! central en e! orden de los
poderes civiles y religiosos. La evoluci?n de la pawww.esnips.com/web/Linotipo
74 SCIENTIA SEXUAUS
labra aveu ? y de la funci?n jur?dica que ha designado es en s? caracter?stica: del aoeu, garant?a de
condici?n y estatuto, de identidad y de valor acordado a alguien por otro, se ha pasado al aueu, reconocimiento por alguien de sus propias acciones
o pensamientos. Durante mucho tiempo el individuo se autentific? gracias a la referencia de los
dem?s y a la manifestaci?n de su v?nculo con otro
(familia, juramento de fidelidad, protecci?n) ; despu?s se lo autentific? mediante el discurso verdadero que era capaz de formular sobre s? mismo
o que se le obligaba a formular. La confesi?n de
la verdad se inscribi? en el coraz?n de los procedimientos de individualizaci?n por parte del
poder.
En todo caso, al lado de los rituales consistentes
en pasar por pruebas, al lado de las garant?as dadas por la autoridad de la tradici?n, al lado de los
testimonios, pero tambi?n de los procedimientos
cient?ficos de observaci?n y demostraci?n, la confesi?n se convirti?, en Occidente, en una de las
t?cnicas m?s altamente valoradas para producir lo
verdadero. Desde entonces hemos llegado a ser
una sociedad singularmente confesante. La confesi?n difundi? hasta muy lejos sus efectos: en la
justicia, en la medicina, en la pedagog?a, en las
relaciones familiares, en las relaciones amorosas,
en el orden de lo m?s cotidiano, en los ritos m?s
solemnes; se confiesan los cr?menes, los pecados,
? Aveu: 1] en la Edad Media. su primera acepci?n era: “Declaraci?n escrita comprobando el compromiso del vasallo hacia
su se?or. en raz?n del feudo que ha recibido” (Robert): 2] en
el siglo XVII su primera acepci?n ha llegado a ser: “Acci?n de
tIVOue1″ (confesar). de reconocer ciertos hechos m?s o menos
penosos de revelar” (Robert). A esta evoluci?n se refiere el
autor en el pasaje que sigue. [T.]
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SCIENTIA SEXUAUS 75
los pensamientos y deseos, el pasado y los sue?os,
la infancia; se confiesan las enfermedades y las
miserias; la gente se esfuerza en decir con la mayor exactitud lo m?s dif?cil de decir, y se confiesa
en p?blico y en privado, a padres, educadores, m?dicos, seres amados; y, en el placer o la pena, uno
se hace a s? mismo confesiones imposibles de hacer a otro, y con ellas escribe libros. La gente confiesa -o es forzada a confesar. Cuando la confesi?n
no es espont?nea ni impuesta por alg?n imperativo interior, se la arranca; se la descubre en el
alma o se la arranca al cuerpo. Desde la Edad
Media, la tortura la acompa?a como una sombra
y la sostiene cuando se esquiva: negras mellizas.’
La m?s desarmada ternura, as? como el m?s sangriento de los poderes, necesitan la confesi?n. El
hombre, en Occidente, ha llegado a ser un animal
de confesi?n. ,
De all?, sin duda, una metamorfosis literaria:
del placer de contar y o?r, centrado en el relato
heroico o maravilloso de las “pruebas” de valent?a
o santidad, se pas? a una literatura dirigida a la
infinita tarea de sacar del fondo de uno mismo,
entre las palabras, una verdad que la forma misma
de la confesi?n hace espejear como lo inaccesible. De all?, tambi?n, esta otra manera de filosofar: buscar la relaci?n fundamental con lo verdadero no simplemente en uno mismo -en alg?n
saber olvidado o en cierta huella originaria- sino
en el examen de uno mismo, que libera, a trav?s
de tantas impresiones fugitivas, las certidumbres
, Ya el derecho griego habfa unido tortura y confesi?n, al
menos para los esclavos. Pr?ctica que ampli? el derecho romano imperial. Estos temas ser?n retomados en Le pouvoir de la
lh!ril?.
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76 SCIENTIA SEXUAUS
fundamentales de la consciencia. La obligaci?n de
confesarnos llega ahora desde tantos puntos diferentes, est? ya tan profundamente incorporada a
nosotros que no la percibimos m?s como efecto de
un poder que nos constri?e; al contrario, nos parece que la verdad, en lo m?s secreto de nosotros
mismos, s?lo “pide” salir a la luz; que si no lo
hace es porque una coerci?n la retiene, porque
la violencia de un poder pesa sobre ella, y no podr? articularse al fin sino al precio de una especie
de liberaci?n. La confesi6n manumite, el poder
reduce al silencio; la verdad no pertenece al orden
del poder y en cambio posee un parentesco originario con la libertad: otros tantos temas tradicionales en la filosof?a, a los que una “historia
pol?tica de la verdad” deber?a dar vuelta mostrando que la verdad no es libre por naturaleza, ni
siervo el error, sino que su producci?n est? toda
entera atravesada por relaciones de poder. La confesi?n es un ejemplo.
Es preciso que uno mismo haya ca?do en la celada de esta astucia interna de la confesi6n para
que preste un papel fundamental a la censura, a
la prohibici?n de decir y de pensar; tambi?n es
necesario haberse construido una representaci?n
harto invertida del poder para llegar a creer que
nos hablan de libertad todas esas voces que en
nuestra civilizaci6n, desde hace tanto tiempo, repiten la formidable conminaci6n de decir lo que
uno es, lo que ha hecho, lo que recuerda y lo
que ha olvidado, lo que esconde y lo que se esconde, lo que uno no piensa y lo que piensa no
pensar. Inmensa obra a la cual Occidente someti? a generaciones a fin de producir -mientras
que otras formas de trabajo aseguraban la acumuwww.esnips.com/weblLinotipo
SCIENTIA SEXUALIS 77
laci?n del capital- la sujeci?n de los hombres;
quiero decir: su constituci?n como “sujetos”, en
los dos sentidos de la palabra. Que el lector imagine hasta qu? punto debi? de parecer exorbitante, a comienzos del siglo XIII, la orden dada
a los cristianos de arrodillarse al menos una vez
por a?o para confesar, sin omitir ninguna, cada
una de sus faltas. Y que piense, siete siglos m?s
tarde, en ese oscuro militante que va a reunirse,
entre las monta?as, con la resistencia servia; sus
jefes le piden que escriba su vida; y cuando entrega esas pocas y pobres hojas, borroneadas en la
noche, no las miran, s?lo le dicen: “Recomienza,
y escribe la verdad.” Las famosas prohibiciones
de lenguaje a las que se otorga tanto peso, ?deber?an hacer olvidar este milenario yugo de la confesi?n?
Ahora bien, desde la penitencia cristiana hasta
hoy, el sexo fue tema privilegiado de confesi?n.
Lo que se esconde, suele decirse. ?Y si por el contrario fuera lo que, de un modo muy particular,
se confiesa? ?Si la obligaci?n de esconderlo no
fuese sino otro aspecto del deber de confesarlo
(encubrirlo tanto m?s y con tanto m?s cuidado
cuanto que su confesi?n es m?s importante, exige
un ritual m?s estricto y promete efectos m?s decisivos)? ?Si el sexo fuera, en nuestra sociedad, a
una escala de varios siglos ahora, lo que est? colocado bajo el r?gimen sin desfallecimiento de la
confesi?n? La puesta en discurso del sexo, de
la que m?s arriba se hablaba, la diseminaci?n y el
refuerzo de la disparidad sexual, quiz? sean dos
piezas de un mismo dispositivo; se articulan en
?l gracias al elemento central de una confesi?n
que constri?e a la enunciaci?n ver?dica de la sinwww.esnips.com/web/Linotipo
78 SCIENTlA SEXUAUS
gularidad sexual, por extremada que sea. En Grecia la verdad y el sexo se ligaban en la forma de
la pedagog?a, por la trasmisi?n, cuerpo a cuerpo,
de un saber precioso; el sexo serv?a de soporte
a las iniciaciones del conocimiento. Para nosotros,
la verdad y el sexo se ligan en la confesi?n, por la
expresi?n obligatoria y exhaustiva de un secreto
individual. Pero esta vez es la verdad la que sirve
de soporte al sexo y sus manifestaciones.
Ahora bien, la confesi?n es un ritual de discurso en el cual el sujeto que habla coincide con el
sujeto del enunciado; tambi?n es un ritual que
se despliega en una relaci?n de poder, pues no se
confiesa sin la presencia al menos virtual de otro,
que no es simplemente el interlocutor sino la instancia que requiere la confesi?n, la impone, la
aprecia e interviene para juzgar, castigar, perdonar,
consolar, reconciliar; un ritual donde la verdad se
autentifica gracias al obst?culo y las resistencias
que ha tenido que vencer para formularse; un
ritual, finalmente, donde la sola enunciaci?n, independientemente de sus consecuencias externas,
produce en el que la articula modificaciones
intr?nsecas: lo torna inocente, lo redime, lo purifica, lo descarga de sus faltas, lo libera, le promete
la salvaci?n. La verdad del sexo, al menos en
cuanto a lo esencial, ha sido presa durante siglos
de esa forma discursiva, y no de la de la ense?anza
(la educaci?n sexual se limitar? a los principios
generales y a las reglas de prudencia), ni de la
de la iniciaci?n (pr?ctica esencialmente muda, que
el acto de despabilar o de desflorar s?lo torna risible o violenta). Es una forma, como se ve, lo
m?s lejana posible de la que rige al “arte er?tico”. Por la estructura de poder que le es inmanenwww.esnips.com/web/Linotipo
SCIENTlA SEXUALIS 79
te, el discurso de la confesi?n no sabr?a provenir
de lo alto, como en el ars erotiea, por la voluntad
soberana del maestro, sino de abajo, como una
palabra obligada, requerida, que por una coerci?n
imperiosa hace saltar los sellos de la discreci?n y
del olvido. Lo que de secreto supone tal discurso
no est? ligado al elevado precio de lo que tiene
que decir y al peque?o n?mero de los que merecen recibir sus beneficios, sino a su oscura familiaridad y a su general bajeza. Su verdad no est?
garantizada por la autoridad altanera del magisterio ni por la tradici?n que trasmite, sino por el
v?nculo, la pertenencia esencial en el discurso entre quien habla y aquello de lo que habla. En
desquite, la instancia de dominaci?n no est? del
lado del que habla (pues es ?l el coercionado)
sino del que escucha y se calla; no del lado del
que sabe y formula una respuesta, sino del que
interroga y no pasa por saber. Por ?ltimo, este
discurso ver?dico tiene efectos en aquel a quien
le es arrancado y no en quien lo recibe. Con tales
verdades confesadas estamos lo m?s lejos posible
de las sabias iniciaciones en el placer, con su t?cnica y su m?stica. Pertenecemos, en cambio, a una
sociedad que ha ordenado alrededor del lento ascenso de la confidencia, y no en la trasmisi?n del
secreto, el dif?cil saber del sexo.
La confesi?n fue y sigue siendo hoy la matriz general que rige la producci?n del discurso ver?dico
sobre el sexo. Ha sido, no obstante, considerablemente trasformada. Durante mucho tiempo permaneci? s?lidamente encastrada en la pr?ctica de
la penitencia. Pero poco a poco, despu?s del prowww.esnips.com/web/Linotipo
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restantismo, la Contrarreforma, la pedagog?a del
siglo XVIII y la medicina del XIX, perdi? su ubicaci?n ritual y exclusiva; se difundi?; se la utiliz?
en toda una serie de relaciones: ni?os y padres,
alumnos y pedagogos, enfermos y psiquiatras, delincuentes y expertos. Las motivaciones y los efectos esperados se diversificaron, as? como las formas
que adquiri?: interrogatorios, consultas, relatos
autobiogr?ficos, cartas; fueron consignados, trascritos, reunidos en expedientes, publicados y comentados. Pero, sobre todo, la confesi?n se abri?,
si no a otros dominios, al menos a nuevas maneras
de recorrerlos. Ya no se trata s?lo de decir lo que
se hizo -el acto sexual- y c?mo, sino de restituir en ?l y en torno a ?l los pensamientos, las
obsesiones que lo acompa?an, las im?genes, los deseos, las modulaciones y la calidad del placer que
lo habitan. Por primera vez sin duda una sociedad
se inclin? para solicitar y o?r la confidencia misma de los placeres individuales.
Diseminaci?n, pues, de los procedimientos de
la confesi?n, localizaci?n m?ltiple de su coacci?n,
extensi?n de su dominio: poco a poco se constituy? un gran archivo de los placeres del sexo.
Durante mucho tiempo este archivo se disimul?
a medida que se constitu?a. No dej? huellas (as?
lo quer?a la confesi?n cristiana), hasta que la
medicina, la psiquiatr?a y tambi?n la pedagog?a
comenzaron a solidificarlo: Campe, Salzmann, luego sobre todo Kaan, Krafft-Ebing, Tardieu, Molle,
Havelock Ellis, reunieron con cuidado toda esa
l?rica pobre de la heterogeneidad sexual. As? las
sociedades occidentales comenzaron a llevar el indefinido registro de sus placeres. Establecieron
su herbario, instauraron su clasificaci?n; descriwww.esnips.com/web/Linotipo
SCIENTIA SEXUAUS 81
bieron las deficiencias cotidianas tanto como las
rarezas o las exasperaciones. Momento importante:
es f?cil re?rse de los psiquiatras del siglo XIX que
enf?ticamente se excusaban, por los horrores a
los que daban la palabra, evocando “atentados a las
costumbres” o ‘'’aberraciones de los sentidos gen?sicos”. Yo me inclinar?a m?s bien a saludar su
seriedad: ten?an el sentido del acontecimiento. Era
el momento en que los placeres m?s singulares
eran llamados a formular sobre s? mismos un discurso ver?dico que ya no deb?a articularse con el
que habla del pecado y la salvaci?n, de la muerte
y la eternidad, sino con el que habla del cuerpo y
de la vida —–<:on el discurso de la ciencia. Hab?a
motivos para hacer temblar las palabras; se constitu?a entonces esta cosa improbable: una cienciaconfesi?n, una ciencia que se apoyaba en los rituales de la confesi?n y en sus contenidos, una
ciencia que supon?a esa extorsi?n m?ltiple e insistente y se daba como objeto lo inconfesableconfesado. Esc?ndalo, por supuesto, repulsi?n en
todo caso, del discurso cient?fico, tan grandemente
institucionalizado en el siglo XIX, cuando debi?
tomar a su cargo todo ese discurso de abajo. Paradoja te?rica y metodol?gica: las largas discusiones
sobre la posibilidad de constituir una ciencia del
sujeto, la validez de la introspecci?n, la evidencia
de lo vivido o la presencia a s? de la conciencia,
respond?an sin duda al problema inherente al funcionamiento de los discursos sobre la verdad en
nuestra sociedad: ?es posible articular la producci?n de la verdad seg?n el viejo modelo jur?dicoreligioso de la confesi?n, y la extorsi?n de la confidencia seg?n la regla del discurso cient?fico? Dejemos hablar a los que creen que la verdad del
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82 SCIENTIA SEXUAUS
sexo fue elidida m?s rigurosamente que nunca en
el siglo XIX, por un temible mecanismo de bloqueo
y un d?ficit central del discurso. No d?ficit, sino
sobrecarga, reduplicaci?n, m?s bien demasiados
(antes que no bastantes) discursos, en todo caso
interferencia entre dos modalidades de producci?n
de lo verdadero: los procedimientos de la confesi?n y la discursividad cient?fica.
y en lugar de contar los errores, ingenuidades
y moralismos que poblaron en el siglo XIX los discursos sobre la verdad del sexo, m?s valdr?a descubrir los procedimientos por los cuales esa voluntad de saber relativa al sexo, que caracteriza
al Occidente moderno, hizo funcionar los rituales
de la confesi?n en los esquemas de la regularidad
cient?fica: ?c?mo se logr? constituir esa inmensa
y tradicional extorsi?n de confesi?n sexual en formas cient?ficas?
1] Por una codificaci?n cl?nica del “hacer hablar”: combinar la confesi?n con el examen, el
relato de s? mismo con el despliegue de un COI).-
junto de signos y s?ntomas descifrables; el interrogatorio, el cuestionario apretado, la hipnosis
con la rememoraci?n de recuerdos, las asociaciones libres: otros tantos medios para reinscribir el
procedimiento de la confesi?n en un campo de
observaciones cient?ficamente aceptables.
2] Por el postulado de una causalidad general
‘Y difusa: el deber decirlo todo y el poder interrogar acerca de todo encontrar?n su justificaci?n
en el principio de que el sexo est? dotado de un
poder causal inagotable y polimorfo. Al m?s discreto acontecimiento en la conducta sexual -accidente o desviaci?n, d?ficit o exceso– se lo
supone capaz de acarrear las consecuencias m?s
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SCIENTIA SEXUAUS 85
variadas a lo largo de toda la existencia; no hay
enfermedad o trastorno f?sico al cual el siglo XIX
no le haya imaginado por lo menos una parte de
etiolog?a sexual. De los malos h?bitos de los ni?os
a las tisis de los adultos, a las apoplej?as de los
viejos, a las enfermedades nerviosas y a las degeneraciones de la raza, la medicina de entonces
teji? toda una red de causalidad sexual. Puede
parecernos fant?stica. El principio del sexo como
“causa de todo y de cualquier cosa” es el reverso
te?rico de una exigencia t?cnica: hacer funcionar
en una pr?ctica de tipo cient?fico los procedimientos de una confesi?n que deb?a ser total, meticulosa y constante. Los peligros ilimitados que el
sexo conlleva justifican el car?cter exhaustivo de
la inquisici?n a la cual es sometido.
3] Por el principio de una latencia intr?nseca
de la sexualidad: si hay que arranc~r la verdad del
sexo con la t?cnica de la confesi?n, no sucede as?
simplemente porque sea dif?cil de decir o est? bloqueada por las prohibiciones de la decencia, sino
porque el funcionamiento del sexo es oscuro; por?
que est? en su naturaleza escapar siempre, porque
su energ?a y sus mecanismos se escabullen; porque su poder causal es en parte clandestino. Al
integrarla a un proyecto de discurso cient?fico, el
siglo XIX desplaz? a la confesi?n; ?sta tiende a no
versar ya sobre lo que el sujeto desear?a esconder,
sino sobre lo que est? escondido para ?l mismo
y que no puede salir a la luz sino poco a poco y
merced al trabajo de una confesi?n en la cual, cada
uno por su lado, participan el interrogador y el
interrogado. El principio de una latencia esencial
de la sexualidad permite articular en una pr?ctica cient?fica la obligaci?n de una confesi?n diwww.esnips.com/web/Linotipo
84 SCIENTIA SEXUALIS
f?cil. Es preciso arrancarla, y por la fuerza, puesto
que se esconde.
4] Por el m?todo de la interpretaci?n: si hay
que confesar, no es s?lo porque el confesor tenga
el poder de perdonar, consolar y dirigir, sino porque el trabajo de producir la verdad, si se quiere
validarlo cient?ficamente, debe pasar por esa relaci?n. La verdad no reside en el sujeto solo que,
confesando, la sacar?a por entero a la luz. Se constituye por partida doble: presente, pero incompleta, ciega ante s? misma dentro del que habla,
s?lo puede completarse en aquel que la recoge. A
?ste le toca decir la verdad de esa verdad oscura:
hay que acompa?ar la revelaci?n de la confesi?n
con el desciframiento de lo que dice. El que escucha no ser? s?lo el due?o del perd?n, el juez
que condena o absuelve; ser? el due?o de la verdad. Su funci?n es hermen?utica. Respecto a la
confesi?n, su poder no consiste s?lo en exigirla,
antes de que haya sido hecha, o en decidir, despu?s de que ha sido proferida; consiste en constituir, a trav?s de la confesi?n y descifr?ndola, un
discurso verdadero. Al convertir la confesi?n no ya
en una prueba sino en un signo, y la sexualidad en
algo que debe interpretarse, el siglo XIX se dio la
posibilidad de hacer funcionar los procedimientos
de la confesi?n en la formaci?n regular de un discurso cient?fico.
5] Por la medicalizaci?n de los efectos de la
confesi?n: la obtenci?n de la confesi?n y sus efectos son otra vez cifrados en la forma de operaciones terap?uticas. Lo que significa en primer lugar
que el dominio del sexo ya no ser? colocado s?lo
en el registro de la falta y el pecado, del exceso
o de la trasgresi?n, sino -lo que no es m?s que
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SCIENTIA SEXUAUS 85
una trasposici?n- bajo el r?gimen de lo normal
y de lo patol?gico; por primera vez se define una
morbilidad propia de lo sexual; aparece como un
campo de alta fragilidad patol?gica: superficie de
repercusi?n de las otras enfermedades, pero tambi?n foco de una nosograf?a propia, la del instinto, las inclinaciones, las im?genes, el placer, la
conducta. Ello quiere decir que la confesi?n adquirir? su sentido y su necesidad entre las intervenciones m?dicas: exigida por el m?dico, necesaria para el diagn?stico y por s? misma eficaz para
la curaci?n. Lo verdadero sana, es curativo si lo
dice a tiempo y a quien conviene aquel que, a
un tiempo, es el poseedor y el responsable.
Tomemos puntos de referencia amplios: nuestra sociedad, rompiendo con las tradiciones de la
ars erotica, se dio una seientia sexualis. M?s precisamente, continu? la tarea de proseguir discursos
verdaderos sobre el sexo, ajustando, no sin trabajo, el antiguo procedimiento de la confesi?n a las
reglas del discurso cient?fico. La scientia sexualis,
desarrollada a partir del siglo XIX, conserva parad?jicamente como n?cleo el rito singular de la
confesi?n obligatoria y exhaustiva, que en el Occidente cristiano fue la primera t?cnica para producir la verdad del sexo. Este rito, a partir del
siglo XVI, se desprendi? poco a poco del sacramento de la penitencia, y por mediaci?n de la
conducci?n de las almas y la direcci?n de las conciencias — hacia las relaciones entre adultos y ni?os, hacia
las relaciones familiares, hacia la medicina y la
psiquiatr?a. En todo caso, desde hace casi ciento
cincuenta a?os, est? montado un dispositivo complejo para producir sobre el sexo discursos verdawww.esnips.com/web/Linotipo
86 SCIENTIA SEXUAUS
deros: un dispositivo que atraviesa ampliamente
la historia puesto que conecta la vieja orden de
confesar con los m?todos de la escucha cl?nica. Y
fue a trav?s de ese dispositivo como, a modo de
verdad del sexo y sus placeres, pudo aparecer algo
como la “sexualidad”.
La “sexualidad”: correlato de esa pr?ctica discursiva lentamente desarrollada que es la scientia
sexualis. Los caracteres fundamentales de esa sexualidad no traducen una representaci?n m?s o
menos embrollada, borroneada por la ideolog?a,
o un desconocimiento inducido por las prohibiciones; corresponden a exigencias funcionales del
discurso que debe producir su verdad. En la intersecci?n de una t?cnica de confesi?n y una discursividad cient?fica, all? donde fue necesario hallar entre ellas algunos grandes mecanismos de
ajuste (t?cnica de la escucha, postulado de causalidad, principio de latencia, regla de interpretaci?n, imperativo de rned?calizac??n) , la sexualidad
se defini? “por naturaleza” como: un dominio
penetrable por procesos patol?gicos, y que por lo
tanto exig?a intervenciones terap?uticas o de normalizaci?n; un campo de significaciones que descifrar; un lugar de procesos ocultos por mecanismos espec?ficos; un foco de relaciones causales
indefinidas, una palabra oscura que hay que desemboscar y, a la vez, escuchar. Es la “econom?a”
de los discursos, quiero decir su tecnolog?a intr?nseca, las necesidades de su funcionamiento, las
t?cticas que ponen en acci?n, los efectos de poder
que los subtienden y que conllevan -es esto y no
un sistema de representaciones lo que determina
los caracteres fundamentales de lo que dicen. La
historia de la sexualidad -es decir, de lo que funwww.esnips.com/web/Linotipo
SCIENTIA SEXUAUS 87
cion? en el siglo XIX como dominio de una verdad
espec?fica- debe hacerse en primer t?rmino desde
el punto de vista de una historia de los discursos.
Adelantemos la hip?tesis general del trabajo. La
sociedad que se desarrolla en el siglo XVIII -ll?mesela como se quiera, burguesa, capitalista o industrial-, no opuso al sexo un rechazo fundamental a reconocerlo. Al contrario, puso en acci?n
todo un aparato para producir sobre ?l discursos
verdaderos. No s?lo habl? mucho de ?l y constri??
a todos a hacerlo, sino que se lanz? a la empresa
de formular su verdad regulada. Como si lo sospechase de poseer un secreto capital. Corno si tuviese
necesidad de esa producci?n de la verdad. Como
si fuese esencial para ella que el sexo est? inscrito
no s?lo en una econom?a del placer, sino en un
ordenado r?gimen de saber. As?, se convirti? poco
a poco en el objeto de un gran recelo; el sentido
general e inquietante que a pesar nuestro atraviesa nuestras conductas y nuestras existencias; el
punto fr?gil por donde nos llegan las amenazas
del mal; el fragmento de noche que cada uno lleva
en s?. Significaci?n general, secreto universal, causa omnipresente, miedo que no cesa. Tanto y tan
bien que en esta “cuesti?n” del sexo (en los dos
sentidos. ” interrogatorio y problematizaci?n; exigencia de confesi?n e integraci?n a un campo de
racionalidad) se desarrollan dos procesos, y siempre cada uno de ellos remite al otro: le pedimos
que diga la verdad (pero como es el secreto y
? IfQuestion”; actualmente, entre otros. posee los significados
de “cuesti?n” y de “pregunta”; pero antiguamente. y a este
sentido alude el autor, denomin?base la question, por eufemismo, a la tortura infligida a un acusado para arrancarle
confesiones. [T.]
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escapa a s? mismo, nos reservamos el derecho de
decir nosotros la verdad finalmente iluminada, finalmente descifrada, de su verdad) ; y le pedimos
que diga nuestra verdad o, mejor, le pedimos que
diga la verdad profundamente enterrada de esa
verdad de nosotros mismos que creemos poseer en
la inmediatez de la consciencia. Le decimos su verdad, descifrando lo que ?l nos dice de ella; ?l nos
dice la nuestra liberando lo que se esquiva. Desde
hace varios siglos, con ese juego se constituy?, lentamente, un saber sobre el sujeto; no tanto un
saber de su forma, sino de lo que lo escinde; de lo
que quiz? lo determina, pero, sobre todo, hace que
se desconozca. Esto pudo parecer imprevisto, pero
no debe asombrar cuando se piensa en la larga
historia de la confesi?n cristiana y judicial, en los
desplazamientos y trasformaciones de esa forma de
saber-poder, tan capital en Occidente, que es la
confesi?n: seg?n c?rculos cada vez m?s estrechos,
el proyecto de una ciencia del sujeto se puso a
gravitar alrededor de la cuesti?n del sexo. La causalidad en el sujeto, el inconsciente del sujeto, la
verdad del sujeto en el otro que sabe, el saber en
el otro de lo que el sujeto no sabe, todo eso hall?
campo propicio para desplegarse en el discurso
del sexo. No, sin embargo, en raz?n de alguna
propiedad natural inherente al sexo mismo, sino
en funci?n de las t?cnicas de poder inmanentes en
tal discurso.
Scientia scxualis contra ars erotica, sin duda. Pero
hay que notar que la ars erotica, con todo, no ha
desaparecido de la civilizaci?n occidental; tampoco estuvo ausente del movimiento con que se
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SCIENTIA SEXUAUS 89
busc? producir la ciencia de lo sexual. Hubo en
la confesi?n cristiana, pero sobre todo en la direcci?n y e! examen de conciencia, en la b?squeda
de la uni?n espiritual y del amor de Dios, toda
una serie de procedimientos que se vinculan a un
arte er?tica: gu?a por e! maestro a lo largo de
un camino de iniciaci?n, intensificaci?n de las
experiencias hasta en sus componentes f?sicos, aumento de los efectos gracias al discurso que los
acompa?a; los fen?menos de posesi?n y de ?xtasis,
que tuvieron tanta frecuencia en el catolicismo
de la Contrarreforma, fueron sin duda los efectos
incontrolados que desbordaron la t?cnica er?tica
inmanente en esa sutil ciencia de la carne. Y hay
que preguntarse si desde el siglo XIX, la scientia
sexualis, bajo e! afeite de su positivismo decente,
no funciona al menos en algunas de sus dimensiones corno una ars erotica. Quiz? la producci?n
de verdad, por intimidada que est? por e! modelo
cient?fico, haya multiplicado, intensificado e incluso creado sus placeres intr?nsecos. A menudo se
dice que no hemos sido capaces de imaginar placeres nuevos. Al menos inventarnos un placer diferente: placer en la verdad del placer, placer en
saberla, en exponerla, en descubrirla, en fascinarse al verla, al decirla, al cautivar y capturar a los
otros con ella, al confiarla secretamente, al desenmascararla con astucia; placer espec?fico en e! discurso verdadero sobre el placer. No es en e! ideal
de una sexualidad sana, prometido por la medicina, ni en la enso?aci?n humanista de una sexualidad completa y desenvuelta, ni, menos, en el
lirismo de! orgasmo y los buenos sentimientos de
la bioenerg?a, donde habr?a que buscar los elementos m?s importantes de un arte er?tica ligada
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90 SCIENTIA SEXUAUS
a nuestro saber sobre la sexualidad (todo eso se
refiere s?lo a su utilizaci?n normalizadora), sino
en esa multiplicaci?n e intensificaci?n de los placeres ligados a la producci?n de la verdad sobre
el sexo. Los libros cient?ficos, escritos y le?dos, las
consultas y los ex?menes, la angustia de responder
a las preguntas y las delicias de sentirse interpretado, tantos relatos contados a uno mismo y a los
dem?s, tanta curiosidad, tantas numerosas confidencias cuyo esc?ndalo sostiene, no sin temblar
un poco, el deber de ser veraz, la pululaci?n de
fantas?as secretas que tan caro cuesta cuchichear
a quien sabe o?rlas, en una palabra: el formidable
“placer del an?lisis” (en el sentido m?s amplio de
la ?ltima palabra), que desde hace varios siglos el
Occidente ha fomentado sabiamente, todo ello
forma los fragmentos errantes de un arte er?tica
que, en sordina, trasmiten la confesi?n y la ciencia del sexo. ?Hay que creer que nuestra scientia
sexualis no es m?s que una forma singularmente
sutil de ars erotica? ?y qu? es la versi?n occidental
y quintaesenciada de esa tradici?n aparentemente
perdida? ?O hay que suponer que todos esos placeres no son sino los subproductos de una ciencia
sexual, un beneficio que sostiene los innumerables esfuerzos de la misma?
En todo caso, la hip?tesis de un poder de represi?n ejercido por nuestra sociedad sobre el sexo
por motivos de econom?a parece muy exigua si
hay que dar raz?n de toda esa serie de refuerzos e
intensificaciones que un primer recorrido hace
aparecer: proliferaci?n de discursos, y de discursos
cuidadosamente inscritos en exigencias de poder;
solidificaci?n de la discordancia sexual y constituci?n de los dispositivos capaces no s?lo de aislarwww.esnips.com/web/Linotipo
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la, sino de suscitarla, de constituirla en focos de
atenci?n, de discurso y de placeres; producci?n
obligatoria de confesiones e instauraci?n a partir
de all? de un sistema de saber leg?timo y de una
econom?a de placeres m?ltiples. Mucho m?s que
un mecanismo negativo de exclusi?n o rechazo, se
trata del encendido de una red sutil de discursos,
de saberes, de placeres, de poderes; no se trata de
un movimiento que se obstinar?a en rechazar el
sexo salvaje hacia alguna regi?n oscura e inaccesible, sino, por el contrario, de procesos que lo diseminan en la superficie de las cosas y los cuerpos, que lo excitan, lo manifiestan y lo hacen
hablar, lo implantan en lo real y lo conminan a
decir la verdad: toda una titilaci?n visible de
lo sexual que emana de la multiplicidad de los
discursos, de la obstinaci?n de los poderes y de
los juegos del saber con el placer;
?Ilusi?n, todo esto? ?Impresi?n apresurada detr?s
de la cual una mirada m?s cuidadosa redescubrir?a la grande y conocida mec?nica de la represi?n?
M?s all? de estas pocas fosforescencias, ?no hay
que redescubrir la oscura ley que dice siempre
no? Responder?, o deber?a responder, la investigaci?n hist?rica. Indagaci?n de la manera en que
se form? desde hace tres buenos siglos el saber
sobre el sexo; de la manera en que se multiplicaron los discursos que lo tomaron como objeto,
y de las razones por las cuales hemos llegado a
otorgar un precio casi fabuloso a la verdad que
pensaban producir. Quiz?s esos an?lisis hist?ricos
terminar?n por disipar lo que parece sugerir este
primer recorrido. Pero el postulado de partida
que yo querr?a mantener el,mayor tiempo posible,
consiste en que esos dispositivos de poder y saber,
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92 SCIENTIA SEXUALIS
de verdad y placeres, no son forzosamente secundarios y derivados; y que, de todos modos, la
represi?n no es fundamental ni triunfante. Se trata pues de considerar con seriedad esos dispositivos
y de invertir la direcci?n del an?lisis; m?s que de
una represi?n generalizada y de una ignorancia
medida con el patr?n de lo que suponemos saber, hay que partir de esos mecanismos positivos,
productores de saber, multiplicadores de discursos,
inductores de placer y generadores de poder; hay
que partir de ellos y seguirlos en sus condiciones
de aparici?n y funcionamiento, y buscar c?mo se
distribuyen, en relaci?n con ellos, los hechos de
prohibici?n y de ocultamiento que les est?n ligados. En suma, se trata de definir las estrategias de
poder inmanentes en tal voluntad de saber. Y, en
el caso preciso de la sexualidad, constituir la “econom?a pol?tica” de una voluntad de saber.