Carnaval en el bastión rebelde de Nicaragua
En Masaya reciben a los líderes estudiantiles de las protestas como héroes y al son de marimbas
11 JUN 2019 - 20:49 CEST
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Carnaval en el bastión rebelde de Nicaragua La represión de Ortega golpea al bastión rebelde de Nicaragua
Masaya, la ciudad rebelde de Nicaragua, el bastión opositor que el año pasado sufrió la peor parte de la represión de las fuerzas irregulares del régimen de Daniel Ortega, celebraba este martes la liberación de los presos políticos como si se tratara de un carnaval. Hasta la imagen de San Jerónimo, el fiestero santo de la localidad, salió cargado para bailar al son de chicheros —un grupo con instrumentos de viento que en Nicaragua se usan para amenizar una fiesta o acompañar un sepelio— entre decenas de personas que se abrazaban y lloraban. En la casa de Yubrank Suazo, estudiante de Psicología de 28 años, se habían reunido unas 200 personas para recibirlo como un héroe. “¡Bienvenido, Yubrank!”, le gritaban. “¡Viva Nicaragua libre!” El joven se unió al jolgorio y bailó al son que marcaban los músicos.
“Estoy feliz y agradecido con mi pueblo, que me ha mostrado su cariño y solidaridad”, dijo a EL PAÍS el joven. “Daniel Ortega tiene terror porque sabe que nosotros no le tenemos miedo a su régimen. Vamos a continuar luchando en la calle, haciendo valer el derecho que tenemos de protestar, que está en la Constitución”. Suazo relató el horror que vivió en la presión La Modelo, localizada a las afueras de Managua. Dijo que estaba atado de pies y manos y golpeado por los guardas. También le echaron gas pimienta en los ojos y más tarde lo aislaron en una celda de seguridad conocida como El Infiernillo por los detenidos. Estuvo tres meses. A esa celda también fue trasladado el periodista Miguel Mora, liberado el martes. Con la bandera de Nicaragua al hombro, vestido con un pantalón corto y una camiseta, Suazo bailaba al son de la música nicaragüense.
Durante el momento más álgido de las protestas contra Ortega que iniciaron en abril de 2018, los masayas convirtieron su ciudad —capital del folclore de Nicaragua— en el principal centro de resistencia. Se levantaron más de 200 barricadas para protegerla del asedio de las fuerzas oficiales y sus habitantes se organizaron para abastecer de alimentos y medicinas a los jóvenes que las protegían, armados tan solo con bombas artesanales. Hasta las parroquias se unieron a la rebeldía y entre ellas la de San Miguel Arcángel, administrada por el párroco Edwin Román, donde fueron atendidos los heridos por la represión. Román es uno de los héroes de Masaya, un hombre que arriesgó su vida para interceder y liberar a detenidos en las manifestaciones y exigir paz en medio de las balas. Fue en su pequeña iglesia donde falleció un chico de apenas 15 años, asesinado por las fuerzas policiales. Es una de las 325 víctimas mortales que dejó la brutal represión desatada por Daniel Ortega.
Masaya cayó a mediados de junio, cuando el mandatario nicaragüense lanzó la llamada Operación Limpieza, movilización de centenares de hombres cargando armamento de guerra, que dejaron una estela de muerte en el país. Hubo decenas de fallecidos en la ciudad, miles de sus vecinos huyeron al exilio y los líderes estudiantiles, como Yubrank Suazo, fueron encarcelados. Al régimen le pesaba que esta ciudad se declarara independiente. Era un desafío que Ortega no podía permitir. Desde entonces la llamada Ciudad de las Flores perdió su brillo y su alegría. Los chicheros eran contratados solo para acompañar los entierros y las marimbas, instrumento de percusión típico de la localidad, callaron. Hasta el martes, cuando la liberación de los detenidos fue celebrada como un carnaval.
Hasta aquí se trasladó Vilma Núñez, defensora de derechos humanos en Nicaragua, presidenta del Cenidh, organismo al que Ortega retiró su personalidad jurídica en diciembre. Emocionada, Núñez dijo que llegó hasta Masaya para constatar la condición de los presos liberados. “Es un momento emocionalmente fuerte”, aseguró. “Considero que este es el inicio del fin de la dictadura, de la impunidad que la ha caracterizado”. La mujer, de paso pausado por su edad (81 años) y condición física, se unía al jolgorio, la fiesta por tanto tiempo esperada en una ciudad agotada por la muerte y la violencia. Masaya, la rebelde, volvía a bailar al son de sus chicheros.