Argentina: notas para la caracterización de la situación política

Un buen análisis de Argentina que se deja llevar por el predominio de la pugna entre Macri y el peronismo negándose a considerar el tiempo-espacio correspondiente a las dinámicas autónomas y comunitarias, con lo que los autores muestran su vocación estatista.



22-06-2019

Notas para la caracterización de la situación política
¿La emergencia de un nuevo ciclo político?

Adrián Piva y Martín Mosquera
Revista Intersecciones

El macrismo es un experimento derechista cuyo principal propósito es la restauración de la autoridad del capital a nivel social y en el lugar de trabajo. Un aspecto esencial de su acción y programa ha sido el intento de identificar esa tarea con la de una restauración del orden y de la autoridad de la ley sin más adjetivos. De ese modo, al tiempo que expresó la demanda de orden de amplios sectores de la población buscó dar bases sólidas a la construcción de consenso en torno a un proyecto de disciplinamiento de la clase trabajadora. Esa fusión particular define el contenido reaccionario de su programa. Su objetivo inmediato es recrear las condiciones de la acumulación capitalista por la vía de un aumento extensivo e intensivo de la explotación de la fuerza de trabajo.[2] Pero ello se enlaza con un objetivo estratégico de la clase dominante local: la subordinación duradera de la clase trabajadora, es decir, la reducción del poder de los sindicatos, de los límites legales a la explotación laboral, de las expectativas de consumo de las clases populares, de la vitalidad de los movimientos sociales, etc.; todos aspectos que hacen a cierta excepcionalidad argentina en el panorama latinoamericano.

Sin embargo, el macrismo emprendió su programa de ofensiva capitalista en un contexto parcialmente desfavorable: su ajustada victoria electoral y su ascenso al gobierno no fueron producto de una gran derrota social de las clases populares o de la explosión del modelo kirchnerista en una gran crisis que facilitara la legitimación del ajuste. Esto abrió un pulso social de final abierto: un gobierno que avanzaba, pero con dificultades que daban cuenta de la persistencia de las relaciones de fuerza post 2001 y en el contexto de un ciclo de grandes movilizaciones sociales desde el inicio del mandato. El llamado gradualismo de 2016 y 2017 fue el resultado de esa puja, los avances en el proceso de ajuste (sobre todo en el aumento de tarifas) se desarrollaron a un ritmo adecuado a aquellas relaciones de fuerza pero incompatible con las necesidades de reducción del déficit y con los objetivos de reducción de la presión tributaria sobre la gran burguesía. De este modo, la evolución del déficit fiscal y el ritmo de endeudamiento externo durante esos dos años dejan de ser variables de modelos macroeconómicos para transformarse en una medida de las relaciones de fuerza sociales: de la brecha entre el ajuste que buscaba el gobierno y el que pudo conseguir.

Pero el gradualismo se reflejó, sobre todo, en la postergación del programa de fondo del gobierno: las reformas laboral, previsional y tributaria. La triple reforma es el capítulo local de un programa capitalista a nivel global (ha sido el eje de la conflictividad social y política en Europa desde la crisis de 2008, cuyo episodio más dramático se desarrolló en Grecia) y evidencia la presión por una reestructuración capitalista en un marco de profundas transformaciones tecnológicas, del proceso de trabajo y de la competencia de la producción china. En la Argentina resulta más acuciante porque la dinámica de acumulación de capital durante la post convertibilidad fue predominantemente capital extensiva- es decir, con una baja tasa de reemplazo de trabajo por capital - lo que explica la rápida reducción del desempleo hasta 2007 pero indica una baja tasa de cambio tecnológico. La devaluación y ajuste de 2002 permitieron la salida de la crisis de 2001, fundamentalmente, porque era relativamente reciente la reestructuración productiva del capital en Argentina, desarrollada en la primera mitad de los años ’90. Hoy, no parece que una recuperación económica consolidada sea posible sin un proceso de inversión que transforme, al menos parcialmente, la base productiva. La triple reforma busca ser la punta de lanza de un nuevo período de reformas contra la clase obrera.

El intento de salir del gradualismo después de las elecciones de medio término de octubre de 2017 –en las que el gobierno obtuvo cerca de un 40% a nivel nacional imponiéndose sobre un peronismo fragmentado– se desarrolló a través del lanzamiento del reformismo permanente, una ofensiva legislativa contra los trabajadores. El mejor momento de Cambiemos mostró al oficialismo enhebrando la triple reforma con el programa de restauración del orden. Las elecciones de octubre se desarrollaron sobre el trasfondo de la aparición del cuerpo de Santiago Maldonado en el río Chubut y de las denuncias de la familia y las organizaciones de DDHH después de casi ochenta días de desaparición. La victoria electoral en ese contexto fue un espaldarazo de la política del gobierno de relegitimación del accionar de las fuerzas represivas frente a la protesta social y en el disciplinamiento cotidiano de las clases populares. El presidente presentó su política de reformas insertándola en su programa de reordenamiento de la sociedad, apelando a la “épica de un país ordenado”.[3] Sin embargo, los límites de las relaciones de fuerza sociales a la ofensiva capitalista se pusieron de manifiesto, en primer lugar, en la fractura de la CGT frente a la reforma laboral, que postergó su tratamiento en el Congreso, y en segundo lugar, en la rebelión de Plaza Congreso del 14 y 18 de diciembre de 2017 contra la modificación del cálculo de la movilidad jubilatoria. Ambos días, las movilizaciones populares, de carácter fundamentalmente obrero, desbordaron la Plaza de los dos congresos y culminaron en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad. El 18 a la noche cacerolazos masivos en toda la Ciudad de Buenos Aires derivaron en una nueva movilización a la plaza, a pesar de la dura represión de la tarde. Si bien el gobierno logró aprobar la ley, el resultado político de la movilización y de los enfrentamientos callejeros fue el entierro del resto de las reformas.

El cambio de escenario político provocó un nuevo giro en la política económica. A fin de diciembre se anunciaba un cambio (una suba) en las metas de inflación y el inicio de un sendero de reducción de las tasas de interés. Se intentaba canjear inflación por crecimiento y paz social. Pero la tendencia al alza del dólar evidenciada ya en enero y febrero y la persistencia de la debilidad de la inversión anunciaban que ya no quedaba más tiempo para soluciones de compromiso. En ese sentido, la corrida cambiaria de abril y mayo de 2018, aunque tuviera como detonante coyuntural el aumento de las tasas de interés en Estados Unidos, fue la respuesta descoordinada de los capitales individuales a la movilización de diciembre de 2017. Frente a la evidencia del bloqueo popular al programa del gobierno, la salida de capitales produjo el pasaje de la fase de estancamiento a la de crisis abierta.

Es en este contexto que se inserta la pregunta más relevante desde el punto de vista de una política de izquierda: ¿logró el gobierno –y en ese caso en qué medida- modificar la relación de fuerzas entre las clases que bloqueaba el ajuste y la reestructuración? Si observamos el proceso desde diciembre de 2017 la respuesta debiera ser negativa. El gobierno debió renunciar a la triple reforma al costo del estallido de la crisis. Al ritmo de esa crisis, además, se profundizó la pérdida de apoyo social del gobierno, iniciada en diciembre de 2017. En octubre de ese año pocos dudaban de la vitalidad del proyecto reeleccionista de Mauricio Macri, hoy la probabilidad de una derrota electoral, aunque el escenario sea todavía incierto, es relativamente alta. Sin embargo, si respondemos la pregunta a la luz del contragolpe capitalista de mayo de 2018 y del acuerdo del gobierno con el FMI las cosas resultan más complejas.

Analizar la actual relación de fuerzas sociales y las dinámicas en curso exige prestar atención a la relativa desmovilización que sobrevino al duro deterioro salarial de 2018, al aumento de las suspensiones y despidos en el sector privado y a la aceleración del ajuste en el gasto público. Si el gobierno había evitado descargar una terapia de choque sobre las clases populares, la corrida cambiaria lo obligó a cambiar de estrategia y abandonar forzosamente el veranito gradualista. Y, sin embargo, logró pilotear este salto sin enfrentarse a un estallido social ni un derrumbe electoral (“En la Argentina nunca se hizo un ajuste así sin que caiga el gobierno”, presumió el ministro de Economía Dujovne). Durante el primer trimestre del año hubo un aumento de la conflictividad social que prolongó el impulso de diciembre de 2017, pero rápidamente se desmovilizó. Los datos disponibles del ex Ministerio de trabajo para el segundo trimestre de 2018 muestran una caída de los conflictos con paro respecto del mismo período en 2017 (Fuente: http://www.trabajo.gob.ar/estadisticas/conflictoslaborales/ ). Ese dato adquiere mayor significación si lo comparamos con lo sucedido en 2014 y 2016: años de devaluación, recesión y ajuste frente a los cuales se dieron picos de conflictividad obrera.

Si bien en las explicaciones convencionales de la izquierda suele haber una atribución de responsabilidad rutinaria y excesiva a las direcciones políticas y sindicales (“las masas quieren luchar pero las direcciones traicionan”), subestimando que las burocracias sindicales o políticas expresan relaciones de fuerza y estados de conciencia reales en la clase trabajadora, en este caso la responsabilidad de las direcciones fue decisivo, explícito y difícil de exagerar. Juan Grabois se convirtió en el portavoz de este rechazo del conflicto social, llegando retrospectivamente a rechazar el carácter progresivo del estallido de 2001 [4]. Lo que el discurso de Grabois hacía explícito era también un “secreto a voces” entre la militancia kirchnerista: desde el Instituto Patria se bajó la línea de que era contraproducente que “caiga Macri” y se resolvió entonces contener el impulso de la movilización con el objetivo de esperar a un ajuste de cuentas electoral con el gobierno. A su vez, la orientación institucional de la acción de sindicatos y movimientos sociales y la capacidad disciplinante de la movilización de las direcciones sindicales y sociales están estrechamente vinculados a la institucionalización del conflicto, legado duradero de los gobiernos kirchneristas.

No se trató de la única razón de la relativa desmovilización: la propia dinámica de la crisis tuvo un papel disciplinador: contra otro relato convencional en la izquierda, que indica que la crisis conduce a la movilización, a menudo la crisis económica produce un pánico disciplinante y un achatamiento de expectativas sociales funcional al ajuste. Mucha gente se preguntó en esos días “por qué no explota todo” [5]. En cualquier caso, la corresponsabilidad del peronismo, y del kirchnerismo en particular, en la desmovilización social del último periodo de Macri será un elemento clave para analizar la actual transición hacia un nuevo ciclo social y político.

A falta de victorias sociales, las esperanzas de detener el ajuste se trasladaron al terreno electoral y a las presidenciales de 2019. Esta expectativa electoral reforzó la dinámica desmovilizadora en curso. Aunque no tenemos datos para el primer semestre de 2019, todo indica que el conflicto laboral no se ha recuperado respecto de 2018, las paritarias vuelvan a cerrar a la baja prácticamente sin conflictos de envergadura, y las elecciones se desarrollan en un clima de normalización institucional y paz social. Toda una “gestión controlada de la crisis” con la que probablemente no se atrevían a soñar los estrategas del macrismo en sus momentos más líricos.

Pero, además, en la confrontación del gobierno con el movimiento de masas fue quedando en evidencia un tercer actor que participaba, aunque de forma silenciosa, en la dinámica política en curso: una cohesionada franja de masas de apoyo al nuevo gobierno o, para decirlo en términos al uso, la minoría intensa macrista. Es decir, una derecha social que ha mostrado, por el momento, disposición a ciertos sacrificios económicos en beneficio de un ajuste de cuentas político con la experiencia populista, dando cuenta de una notable autonomía política en beneficio del programa de disciplinamiento de las clases dominantes. Un verdadero politicismo de derecha. Se trata de un sector que se fue politizando en el ciclo de movilizaciones anti-kirchneristas (2008, 2012, 2014), con anclaje en sectores medios y un sector de la clase trabajadora formal (es decir, no se reduce a las clases altas). Cambiemos fue el instrumento político del que se dotó tardíamente esa base social, que estuvo vacante de representación política durante casi todo el ciclo kirchnerista. Esta base social parece mantenerse todavía bastante inconmovible ante el deterioro económico, lo que explica la notable resiliencia electoral del gobierno. Aquí radica una diferencia clave con 2001: en aquel momento los sectores medios tuvieron una intervención social decisiva y giraron a la izquierda, quebrando en parte sus fidelidades políticas precedentes (lo que significó el desfondamiento de la UCR). En este caso, el eventual fracaso electoral de Cambiemos dejaría una base de masas en disponibilidad para futuras alternativas o realineamientos políticos. Es decir, aun si el macrismo es desalojado del gobierno, no se habrá derrotado adecuadamente a este macrismo de base, donde se combina el rechazo a la politización de las necesidades sociales, la apología del mercado como asignador de recursos (“de la crisis se sale trabajando”) y el reclamo de orden y de intervención represiva contra la delincuencia y la protesta social. Reacción en espejo, de desarrollo paulatino y todavía minoritaria, al “ciclo 2001”: es decir, a la centralidad de la “política” (y el Estado) como solución a las demandas sociales, a la presencia casi permanente de la movilización callejera, a la limitación del factor coercitivo como respuesta a la protesta social y a un gobierno (moderadamente) progresista como representación estatal de este ciclo. La supervivencia ideológico-cultural de esta derecha social es también una consecuencia de la “gestión controlada de la crisis” que perpetró el gobierno con el concurso invalorable del peronismo.

Sin embargo, la excepción significativa a la desmovilización ha sido el movimiento feminista. Transformado en un actor central desde 2015 con el inicio de las multitudinarias marchas de “Ni Una Menos”, protagonizó una de las concentraciones populares más masivas de la historia en ocasión del tratamiento legislativo de la Ley por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito. Las movilizaciones feministas de 2019 señalan la vitalidad del movimiento. La significación de la excepción está dada no sólo por su masividad y relevancia política sino también por una característica de esa movilización que refuerza los argumentos precedentes: a pesar de su masividad y capacidad de incidir en la agenda política y en el plano institucional es, al mismo tiempo, un movimiento escasamente institucionalizado. Organizativamente sigue siendo un entramado plural, horizontal, participativo y democrático que ha logrado aunar descentralización con movilización unitaria; en sus vínculos con el estado no predomina la articulación institucional sino su capacidad de fracturar al sistema de partidos a través de una fuerte movilización en todas las esferas del espacio público. Ambos elementos dificultan la traducibilidad política del feminismo al mismo tiempo que impiden ignorarlo, lo que le otorga una enorme potencia en la disputa ideológico–cultural con la derecha social.

Las elecciones como condensación política de las relaciones sociales de fuerza

La combinación paradójica de una relativa desmovilización social junto al probable fracaso electoral del gobierno macrista habla de una relación de fuerzas inestable y fluctuante. La relativa debilidad (o relativa fortaleza) de las fuerzas sociales en pugna muestra un impasse que no puede extenderse indefinidamente. En este contexto, las próximas elecciones se transforman en un momento crucial de la definición de las relaciones de fuerza a nivel social. La derrota electoral de Macri es de enorme relevancia para la clase obrera y el movimiento popular. Un triunfo de Macri significa la relegitimación de la ofensiva capitalista en todos los planos y una nueva oportunidad para construir una mayoría social alrededor de un programa reaccionario de restauración del orden. Implicaría la galvanización de la alianza entre el programa de reformas del gran capital y la demanda de orden de la derecha social a través de la consolidación del macrismo como su articulador político.

El carácter de momento crucial en la definición de las relaciones de fuerza entre las clases de las próximas elecciones resulta sobredeterminado, además, por la situación regional y global. La ofensiva de las clases dominantes se desenvuelve a nivel regional y está inserta en -y atravesada por– la política de Estados Unidos hacia la región en su disputa global con China. En términos precisos, todo el análisis precedente presupone esa dimensión regional de la lucha de clases. De la misma manera en que la victoria de Bolsonaro en Brasil suponía un paso adelante en el rumbo derechista y antipopular iniciado con el impeachment a Dilma Roussef y la victoria electoral de Macri (imaginemos este mismo proceso electoral si hubiera triunfado el PT), la victoria de Macri implica la consolidación de ese proceso y condiciones más adversas y de mayor aislamiento para las resistencias obreras y populares en Sudamérica.

Todo ello otorga a una decisión táctica –la decisión de llamar a votar contra Macri– un contenido estratégico, en la medida que es capaz de incidir en las relaciones de fuerzas y abrir un espacio a la resistencia obrera y popular a la ofensiva del capital. El voto contra Macri se transforma en un arma –no en un fin en si mismo– en cuanto se inscribe en ese proceso más general de la lucha de clases. Pero la derrota de Macri no basta, solo abre un escenario de mejores condiciones para una intervención de masas. La institucionalización del conflicto, la subordinación de la movilización obrera y popular a la gobernabilidad del próximo gobierno, puede conducir por otros caminos, más sinuosos, a una derrota popular.

A pesar de ello, no resulta extraño en este marco que la posibilidad de un retorno al poder del peronismo alimente expectativas en sectores del movimiento popular. Pero, ¿cuáles son los anclajes objetivos de esa expectativa? ¿Qué condiciones existen para una reedición de la estrategia kirchnerista post 2003? ¿Cuál es el carácter de esa fuerza política?

El agotamiento de la estrategia kirchnerista (2003-2012)

El kirchnerismo desenvolvió desde su llegada al gobierno el 25 de mayo de 2003 una estrategia de recomposición del poder de estado post crisis de 2001 sobre la base de la satisfacción gradual de demandas populares. Ello supuso desde el inicio una tensión entre su función de partido del orden y el modo en que desenvolvió la restauración de ese orden: por medio de la incorporación política de demandas y sujetos que emergieron en las calles y rutas de la Argentina desde mediados de los años ’90 y, en particular, en 2001. Una estrategia política no puede ser reducida a un reflejo de condiciones objetivas, hubo sin duda un elemento irreductible de organización de una voluntad colectiva, de decisión política. Pero tampoco puede comprenderse sin referencia a las condiciones que la hacen posible y a los límites que presenta.

La estrategia kirchnerista –simplificando- tuvo dos grandes condiciones de posibilidad. La primera, fue el quiebre en las relaciones de fuerza que significó la insurrección de diciembre de 2001. Ese cambio en las relaciones de fuerza sociales fue suficiente para bloquear el ajuste sin fin de los años ’90 y hacer estallar la convertibilidad, pero insuficiente para producir procesos de radicalización que pusieran en cuestión los efectos más profundos de la ofensiva capitalista de los años ’90. La segunda, fue el aumento del precio mundial de los commodities que permitió al gobierno disponer de superávit de cuenta corriente (el ingreso de dólares por exportaciones superaba la salida por importaciones, pago de deuda externa, fuga de capitales y remisión de utilidades). Esto significó un mayor margen de maniobra para un gobierno que, sobre esta base, gozó también de superávit fiscal.

Estas condiciones permiten también comprender los límites de la estrategia kirchnerista. En primer lugar, las condiciones profundas de funcionamiento de la economía en lo esencial no se habían transformado. Por lo tanto, el aumento del empleo, del salario real y de la demanda interna ya en 2005, y sobre todo desde 2007, entraron en contradicción con una acumulación de capital basada en la exportación de commodities. Ello se tradujo, mientras duraron los superávit gemelos, en desequilibrios cuyos efectos recesivos se pudo postergar, el principal de ellos la inflación, y en la reducción de los superávit. Pero, en 2010 y 2011 los superávit gemelos eran historia, y desde 2013 empezó el sendero descendente del precio de los commodities a nivel global –un efecto rezagado de la crisis mundial de 2008 y del crecimiento mundial débil posterior-. Y con ello se estrecharon los márgenes de maniobra del estado. La internacionalización del capital, que pareció poder ignorarse mientras los dólares sobraban, reapareció como un límite de hierro a los ensayos de desconexión del mercado nacional del mercado mundial (cepo cambiario, restricción de importaciones). Se inició entonces un sendero de estancamiento y tendencia a la crisis agravado desde la devaluación de 2014.

En segundo lugar, la relación de fuerzas sociales sobre la que la estrategia kirchnerista se desarrolló se transformó en un límite en cuanto aparecieron los desequilibrios económicos y más aún cuando se angostaron los márgenes de autonomía del estado. Se le presentó como un límite por izquierda cuando enfrentó la rebelión de la burguesía agraria. El kirchnerismo, en la medida que se reducía el superávit fiscal y se evidenciaban desequilibrios de las distintas variables económicas, intentó aumentar la captura del excedente de la burguesía agroindustrial. Pero, entonces, enfrentó una rebelión del conjunto de la gran burguesía contra un nuevo aumento de la presión tributaria. Para asombro del propio oficialismo la rebelión patronal lo derrotó en las calles y tradujo esa victoria en el parlamento. Se le presentó como un límite por derecha cuando buscó avanzar por el camino del ajuste gradual, la llamada sintonía fina. Los intentos de reducir subsidios a las tarifas producían procesos de deslegitimación letales para un gobierno cuya estrategia de construcción de consenso se basaba en la satisfacción de demandas. De esta manera, el bloqueo al ajuste que había sido su condición de posibilidad era ahora un límite.

El kirchnerismo pudo recrearse después de la derrota de 2008/2009, fugó hacia adelante con la estatización de las AFJP –que le permitió instrumentar la AUH– y retomando una agenda democrática (ley de medios, matrimonio igualitario, ley de identidad de género, etc.). De esa manera volvió a ser una fuerza atractiva para sectores de la izquierda y el progresismo. Pero lo hizo a costa de agudizar las contradicciones y hasta los límites que le impuso una economía estancada. Desde 2012, el veto de la gran burguesía al aumento de la presión tributaria y la posterior caída de los precios de los commodities, derivó en un aumento de la presión tributaria sobre los obreros formales a través del impuesto a las ganancias. El descontento obrero se expresó en el fuerte acatamiento a las huelgas generales convocadas por el sindicalismo opositor (nucleado en torno al moyanismo). Pero también se manifestó en la rebelión de las clases medias urbanas, atizadas además por el control de cambios y el aumento de la presión tributaria sobre los pequeños propietarios. La gran burguesía desde 2008 había incrementado sus niveles de enfrentamiento, pero desde 2013 articuló en el Foro de Convergencia Empresaria un espacio de oposición política que impulsaba un proyecto de ajuste y reestructuración. Si en la primera etapa las concesiones permitieron recomponer el estado y la acumulación, desde 2007 ponían en cuestión las condiciones mismas de la acumulación y no permitían siquiera estabilidad política.

Sin embargo, esta desagregación del espacio de fuerzas sociales que hizo posible al kirchnerismo resulta incomprensible sin referir al último de los límites de la estrategia kirchnerista: su propia coalición política, el elemento irreductible a las condiciones objetivas. El kirchnerismo no fue ni más ni menos que una estrategia de reorganización del peronismo, como lo fue en el pasado el menemismo. Y eso es lo que le permitió ser el partido del orden, ya que el peronismo contiene en su coalición política el poder territorial de intendentes y gobernadores y a la CGT. Pero eso mismo hace del peronismo una coalición política conservadora. En cada momento en que el desarrollo de la estrategia de reconstrucción/reproducción del consenso sobre la base de la satisfacción gradual de demandas populares empujó al kirchnerismo a un choque con las clases dominantes, perdió una parte de su coalición, debilitándose. En 2005 la fractura del duhaldismo reflejó disputas de aparato pero también disidencias con las políticas de DDHH y con los primeros conflictos con fracciones de la burguesía: ganaderos, petroleros, peleas con la conducción de la UIA. En 2008, frente al conflicto con la burguesía agraria se retiraron el PJ de Córdoba y parte de los PJ de Santa Fe y de la Provincia de Buenos Aires. En 2013 se fracturó el PJ de la Provincia de Buenos Aires con la salida de Massa junto a un grupo de intendentes.

En los últimos años en torno al kirchnerismo se reeditó el viejo dilema que articulara los debates sobre el fin de la ISI (“Industrialización por Sustitución de Importaciones”): interrupción o agotamiento. ¿La ISI fue interrumpida por la dictadura militar o se agotó? Del mismo modo que en aquel debate, en la discusión sobre la interrupción o el agotamiento de la estrategia kirchnerista se esconden posiciones políticas opuestas. Queda claro que aquí sostenemos que la estrategia kirchnerista post convertibilidad está agotada: porque el mundo que la hizo viable ya no existe; porque se desintegró en las propias relaciones de fuerza que la hicieron posible, ya que nunca intentó modificarlas y se limitó a surfear sobre ellas mientras pudo; y solo hizo eso porque su propia coalición política le impedía hacer otra cosa, porque el kirchnerismo es el PJ, y lo que no es el PJ es electoralmente marginal. Todo ello hace muy improbable que la estrategia kirchnerista pueda ser reeditada.

El regreso del “partido del orden”

Como es evidente, el anuncio de la fórmula Fernandez-Fernandez conmovió el panorama político. La grandeza interna de la maniobra táctica ha sido ampliamente reconocida. CFK se enfrentaba a un dilema de difícil resolución: si era candidata, como pretendía el gobierno, se arriesgaba a beneficiar al macrismo, que sobrevive en buena medida gracias a la polarización con la corrupción kirchnerista, y eventualmente a perder la elección. Si bien habían crecido significativamente en las encuestas (muchas ya empezaban a darla ganadora en una probable segunda vuelta[6]), una eventual victoria la obligaba a hacerse cargo de un futuro gobierno en condiciones extremadamente adversas y con la animadversión de las clases dominantes, lo que ponía en riesgo la futura gobernabilidad. Si decidía no ser candidata, en cambio, corría el riesgo de quedar expuesta a la persecución judicial y a la desaparición política, incluso en beneficio del candidato que ella encumbrara, que podía convertirse en su eventual principal adversario (como fue el caso de la relación Correa-Lenin Moreno). El hecho insólito de que resolviera ubicarse como candidata a vicepresidenta, ungiendo como candidato presidencial a un operador político sin volumen electoral propio, pero con imagen de moderación, honestidad y amplitud, es un intento audaz de resolver este dilema.

Los resultados no se hicieron esperar: inmediatamente dieron apoyo a la nueva fórmula seis gobernadores peronistas que seguían resistiendo a CFK como candidata (Juan Manzur de Tucumán, Rosana Bertone de Tierra del Fuego, Gerardo Zamora de Santiago del Estero, Sergio Uñac de San Juan, Domingo Peppo de Chaco y Lucía Corpacci de Catamarca); se sumaron a ellos los apoyos de la cúpula de la CGT, la mayor parte los movimientos sociales-territoriales e incluso las organizaciones de izquierda que se habían integrado tardíamente al kirchnerismo con expectativa en la candidatura de CFK (las nucleadas en el Frente Patria Grande, etc.). La reunificación del PJ se cierra con el acuerdo con Sergio Massa, el único candidato del peronismo alternativo que tenía un volumen electoral propio. En lo fundamental, la maniobra apunta a recomponer lo que se rompió desde el 2008, es decir, la escisión de sectores importantes del PJ y la desconfianza de las clases dominantes. Precisamente, la dinámica política que le granjeó apoyos en las franjas progresistas de la base electoral del kirchnerismo.

Si la audaz maniobra táctica tiene un objetivo electoral orientado a captar votantes peronistas anti-kirchneristas o sectores desencantados de Cambiemos, a los que la centralidad de la figura de CFK seguía haciendo difícil acceder, sin embargo, apunta sobre todo a una estrategia de gobernabilidad futura. Empieza a delinearse una amplia base de sustentación política y social: el grueso del PJ (gobernadores e intendentes), la Iglesia (dirigida por el “Papa argentino”), la burocracia sindical y la mayor parte de los movimientos sociales-territoriales son parte de este bloque político en ascenso, que probablemente cuente con mayoría en ambas cámaras, volumen electoral y “control de la calle”.

El PJ vuelve a aparecer como árbitro y figura de relevo en un contexto de crisis, como en 1989 y 2001. Si el “último kirchnerismo”, con sus tensiones con las clases dominantes y su sectarismo político, había lesionado el papel del PJ como “partido del orden” (sin el cual hubiese sido impensable la emergencia de una nueva derecha política), la auto-licuación del kirchnerismo en una nueva reorganización conservadora del peronismo intenta retrotraer el camino recorrido.

El kirchnerismo, la clase dominante y las ilusiones de la izquierda

El cambio de relación entre las clases dominantes y el kirchnerismo desde 2008 tuvo como correlato un cambio de la caracterización del kirchnerismo en sectores de la militancia de la izquierda y de los movimientos sociales. Este cambió se profundizó una vez convertido en oposición a la derecha macrista: empezó a ser visto como la representación política de una aspiración social defensiva contra el ajuste, que se condensaba en una candidatura resistida por las clases dominantes. Este rechazo cerrado de la burguesía a la candidatura de CFK (que permite hacer una comparación con la experiencia del peronismo histórico post-55) produjo mucha confusión estratégica en torno al papel que la dirección kirchnerista iba a cumplir en la nueva etapa (del mismo modo que la vuelta de Perón en los años setenta, para seguir con la analogía). Tal vez valga la pena recordar la advertencia de Trotsky, cuando escribía: “La política del proletariado no se deriva, de ninguna manera, automáticamente de la política de la burguesía, poniendo sólo el signo opuesto (esto haría de cada sectario un estratega magistral)” [7]. Basta recordar la desconfianza que generó en “los mercados” la candidatura de Menem en 1989 o de la Alianza diez años después para tomar nota de que, en su forma “pura”, meramente económica o corporativa, antes de la mediación partidaria o estatal, las clases dominantes suelen hacer gala de un maximalismo craso que no es necesariamente un criterio fiable de orientación para la izquierda.

En este contexto, la cesión de la candidatura a Alberto Fernández está cargada de un fuerte simbolismo que tiene como destinatario a las clases dominantes. Alberto Fernández es la figura que rompe con el kirchnerismo cuando éste comienza a tener roces con las clases dominantes: quien ante el “conflicto con el campo” y con Clarín, se quedó con la oligarquía rural y el monopolio mediático. El anuncio de su candidatura vino a coronar una serie de señales que daban forma a la estrategia del kirchnerismo ante la actual etapa: recomposición con el peronismo (que se prefiguró, en las elecciones provinciales, en la subordinación del kirchnerismo a los jerarcas peronistas locales), garantías al FMI y al capital financiero internacional y señales generales de gobernabilidad y concordia a las clases dominantes locales. Si en algún lugar radica la “jugada magistral” de CFK es en el reconocimiento de que ella misma y su candidatura se habían convertido en el mayor obstáculo para su propia estrategia conservadora de gobernabilidad. No se trata de que el ala “progresista” del peronismo fue derrotada por el ala conservadora. CFK consigue elegir el papel que quiere ocupar en el nuevo gobierno, en cierta forma y hasta cierto punto, como producto de su fortaleza política, no de su debilidad. Ningún “operativo clamor”, ningún “Ella le gana”, hubiese modificado esto. Si el gobierno creía que la debilidad de CFK (atosigada judicialmente, expuesta a la desaparición política) la obligaba a ser candidata a presidenta, su empoderamiento reciente le permitió no serlo.

Es evidente que en el bloque socio-político en ascenso hay intereses contradictorios. Se trata, al menos en esta etapa de bloque de oposición emergente, de un nuevo “compromiso de clase”, pero en un contexto que achica dramáticamente los márgenes para los “compromisos de clase”. La evolución del futuro gobierno no puede predecirse: estará condicionado por las relaciones de fuerza entre las clases, las condiciones económicas internacionales, la estrategia del FMI y el imperialismo, las propias tensiones internas de la coalición política. La “alianza social” debajo de este bloque político no necesariamente va a perpetuarse: muchas veces el ejercicio del gobierno es el terreno en el que estos acuerdos iniciales se quiebran, donde las decisiones no logran o no pueden conformar a todos. Puede romperlo la clase trabajadora desafiando el “pacto social”, como también el mismo gobierno, si percibe condiciones y necesidad para acelerar un giro conservador.

Sin embargo, afirmar sin más que este gobierno va a ser el resultado de las relaciones de fuerza sociales a menudo sirve para obviar el propio papel que el mismo gobierno pretende representar y su rol asimétrico respecto a las fuerzas sociales en pugna. Ningún gobierno es mera presa de relaciones de fuerza “exteriores”, es también un agente actuante con cierto margen de autonomía. No se limita a traducir e inscribir políticamente las contradicciones sociales y las relaciones de fuerza, incide sobre ellas, las organiza, estructura e incluso puede doblegarlas. Todo gobierno es una estrategia. Y el bloque político en ascenso apunta a estabilizar (atenuando) el ajuste en curso, para lo que necesita blindarse políticamente y consolidar la pasivización social. No se trata de aplicar una excesiva y pesimista “hermenéutica de la sospecha” sobre promesas progresistas de campaña para llegar a esta conclusión: basta con ver las declaraciones explícitas y los actos de los más encumbrados dirigentes kirchneristas (CFK, Alberto Fernández, Axel Kicillof, Álvaro Ágis). Si bien no se puede adivinar la evolución del eventual futuro gobierno, sí puede reconstruirse con cierta facilidad hacia dónde se propone ir: lo pone en evidencia sus señales de garantías a los fondos de inversión y al FMI, las personalidades anunciadas como posibles ministros (donde destaca el economista neoliberal Guillermo Nielsen), su recomposición con el conjunto del PJ, su estrategia de “pacto social” para contener los reclamos salariales.

El significado político de la designación de Pichetto

A la jugada del kirchnerismo le siguió la jugada del macrismo. La designación de un peronista de derecha como Miguel Pichetto como acompañante en la fórmula presidencial de Macri tiene un doble sentido. En primer lugar, en términos electorales, intenta consolidar el apoyo de la “derecha social”, evitando desgranamientos hacia otras candidaturas, fortaleciendo la señal estatal-autoritaria y tratando de acceder a votantes peronistas anti-kirchneristas. Por otro, y más importante, apunta a construir una estrategia de gobernabilidad futura. Un eventual segundo mandato de Macri abría un signo de interrogante sobre su sustentabilidad política: sin “luna de miel” con el electorado, con minoría en ambas cámaras y amputado ya de su recurso a la polarización con la “pesada herencia kirchnerista”. Con esta designación, el macrismo se abre a un cogobierno con el peronismo (incluso con los gobernadores y legisladores que actualmente acompañan la fórmula oficial). En este caso, el “último Macri” podría tener algún parecido con el ciclo Temer en Brasil, quien hizo de su debilidad, fortaleza: débil consensualmente, Temer fue intransigentemente sostenido por los factores de poder mediáticos, económicos y políticos, convirtiendo a su gobierno en un “grupo de tareas” de corto plazo, insensible a la movilización social y recostado sobre el factor estatal-coercitivo. En el caso de Macri, su posición resultaría fortalecida porque sí tendría un respaldo electoral de origen. El resto del sistema político podría estar dispuesto a garantizarle gobernabilidad a fin de que termine el “trabajo sucio” (“reformas estructurales”, deterioro del salario) y a sabiendas de que no es un rival amenazante a futuro.

Es interesante observar el significado ambivalente de la designación de Pichetto: enfatiza el discurso afín a la “derecha social” pero se abre un juego futuro de negociaciones que viabilice la triple reforma, la posible más que la deseable. La reacción eufórica, aunque probablemente efímera, de los mercados apuntó a este significado. Paradójicamente, continuó y profundizó las señales de alivio posteriores a la proclamación de la fórmula Fernández – Fernández. La clase dominante sigue prefiriendo a Macri, y las señales de racionalidad del peronismo irracional no permiten despejar todas las dudas, pero empieza a dibujarse un nuevo escenario político.

Este escenario político, sin embargo, es por ahora solo un escenario electoral. Su transformación en una estabilización del régimen político sobre la base de una normalización del conflicto social requiere de la consolidación de la desmovilización obrera y popular que viabilice la ofensiva del capital.

Escenarios

Una victoria electoral del macrismo significaría un aval a su programa de disciplinamiento social, un gran respaldo a la estrategia imperialista en la región y probablemente una desmoralización del movimiento de masas. Por eso es importante su derrota.

¿Qué hipótesis abre, por su lado, una eventual victoria electoral del peronismo? En primer lugar, la posibilidad de que un gobierno peronista tenga éxito en estabilizar el ajuste por medio de una política de pasivización social e integración política. Es decir, por el recurso a lo que Gramsci denomina prácticas transformistas. La propensión a la institucionalización del conflicto social, la tendencia a la caída de la conflictividad callejera del último año, el antecedente de la subordinación de la mayoría de los movimientos sociales a las estrategias electorales del kirchnerismo, la propia experiencia del peronismo en general y el kirchnerismo en particular como fenómenos muy eficaces de contención social, muestran que es un escenario perfectamente factible. Un cierto componente de la conciencia popular se alinea con esta eventual “gestión moderada del ajuste”: el achatamiento de expectativas que produjo la ofensiva macrista, primero, la crisis económica luego y ahora el moderado discurso kirchnerista en la oposición. En la población tal vez no se está desarrollando una expectativa desmesurada en torno al retorno de los “mejores años kirchneristas” sino la mera expectativa de atenuar el ajuste en curso. El propio peronismo necesita a la vez ganar las elecciones y moderar las expectativas sociales que su eventual victoria puede estimular: no hay “pacto social” que estabilice el retroceso salarial sin control de la conflictividad social y, por lo tanto, de las expectativas populares.

Si se concretara esta hipótesis, teniendo en cuenta la fuerte presión del FMI y la losa de la deuda, no hay que descartar que el nuevo gobierno efectivice alguna versión de las reformas estructurales que el macrismo no pudo conseguir en su gobierno (tal vez de forma más moderada y negociada). Sobran ejemplos históricos que muestran que el método para la aplicación de ciertas políticas de ajuste no es necesariamente la ofensiva directa, sino la negociación y la pasivización social, sobre todo a través de la integración y cooperación de la burocracia sindical.

Si sirve la analogía, este escenario podría parecerse al que vivió la convulsionada Francia hace unos pocos años. En Francia se había iniciado un ciclo de ascenso de la lucha de clases luego de las huelgas de 1995 contra las “reformas Juppe”, que dio lugar a un largo ciclo de inestabilidad política y conflictividad social, que ralentizó la contraofensiva neoliberal. Llegado cierto momento, sin embargo, el gobierno de derecha radical de Sarkozy logró unificar a las clases dominantes e infringir una derrota significativa a las clases populares con la aprobación de la reforma de las pensiones en 2010, contra la movilización de tres millones de personas. Al igual que en nuestra actual situación, ante la ausencia de victorias sociales, la expectativa de cambio todavía vigorosa se transfirió entonces al campo electoral y produjo la derrota de Sarkozy y el triunfo del Partido Socialista con un discurso de oposición “a la austeridad y a las finanzas”. Cuando el nuevo gobierno socialista de Hollande se mostró decidido a continuar en lo fundamental la orientación trazada por la derecha, generó una desmoralización política que cerró el círculo que había abierto la desmovilización social. Es decir, solo la actuación sucesiva de los dos términos del régimen político pudo cerrar el llamado “ciclo antiliberal” francés: una derecha agresiva primero, y una socialdemocracia continuista, luego, que instala el thatcherista “no hay alternativa” y desmoraliza a su propio campo social.

La probabilidad de un escenario de este tipo podría incluso resultar fortalecida por una agudización de la crisis, con sus efectos disciplinantes, a lo largo del proceso electoral o durante la transición entre ambos gobiernos. Es necesario igualmente precisar que si se produjera en nuestro país una inflexión negativa en las relaciones de fuerza de este tipo, sin embargo no parece probable una derrota histórica como la que se desarrolló con la crisis hiperinflacionaria de 1989 y que dio lugar a la hegemonía menemista. Aun en la peor de las hipótesis, lo más probable es un reflujo social de otra magnitud. La habitual analogía con 1989 como medida de posibles derrotas sociales de las clases populares es un poco excesiva. En ese caso, se trató de una derrota histórica a nivel internacional, que cerró toda una época de la lucha de clases, donde coincidió el impacto duradero de la dictadura militar, el derrumbe del “campo socialista” y la emergencia de una hegemonía robusta del capitalismo neoliberal globalizado. Para retomar nuestro ejemplo francés, unos años después de la decepción de Hollande asistimos a la irrupción juvenil de Nuit Debout, a la larga huelga de los ferroviarios y ahora a la irrupción explosiva de los “chalecos amarillos”.

Una segunda hipótesis es, naturalmente, que un nuevo gobierno peronista fracase en su intento de contención social, ya sea porque las demandas de las clases dominantes y el FMI resultan excesivas e imposibles de adecuar a las necesidades de legitimación política, ya sea porque la derrota del macrismo genera un cambio del clima político que estimula la percepción popular de que hay condiciones favorables para “recuperar lo perdido”. En este segundo escenario, las tendencias a la integración y a la pasivización son sobrepasadas por la reanimación de las expectativas que inevitablemente el mismo gobierno suscita. En este caso, el componente de la conciencia popular que prima no es el “realismo minimalista”, sino la reactivación de expectativas que podrían renovar las luchas salariales y los movimientos sociales. Para dar un paralelo histórico clásico, el retorno de Perón en los setenta tuvo el objetivo de contener el ascenso de la lucha de clases, pero su acceso al gobierno reactivó las expectativas populares de recuperación de conquistas sociales que habían sido lesionadas por los gobiernos militares, lo que generó una intensificación de la lucha de clases que el mismo peronismo no pudo estabilizar. El resultado más probable de un curso de este tipo es una profundización y agudización de la crisis, con consecuencias políticas difíciles de predecir.

En este segundo escenario, además, resulta relevante la ausencia de desmovilización del movimiento feminista. Los vasos comunicantes entre la diversidad de luchas del movimiento popular es un hecho reconocido. En Estados Unidos durante la década del ’60, el movimiento por los derechos civiles dio inicio a un ciclo de movilización que se extendió hasta los primeros años de la década del ’70 a través de la activación del movimiento pacifista, del movimiento feminista y finalmente del movimiento LGBT. Si uno de los elementos de la desmovilización social relativa que estamos atravesando es la ausencia de victorias significativas, no hay que descartar que una victoria en la lucha por la legalización del aborto pueda desbordar al movimiento feminista y producir procesos de activación más generales.

Perspectivas para un nuevo ciclo político

Un eventual peronismo de “extremo centro” en el gobierno dispuesto a gestionar el ajuste que reclaman las clases dominantes, con algunos compromisos atenuantes, inauguraría un nuevo ciclo político y daría lugar a una nueva experiencia de las masas con el peronismo, diferente a los periodos anteriores (tanto del menemismo como del “primer kirchnerismo”). En un contexto de ese tipo, posiblemente afloren las tensiones internas del nuevo bloque político-social, dentro de cual no pueden descartarse rupturas o radicalizaciones en la medida en que el gobierno emprenda un camino de moderación y ajuste. El actual kirchnerismo es portador de una característica contradictoria: nunca la integración de fracciones de izquierda y de los movimientos sociales fue tan vasta y exitosa y nunca fue tan conservadora su orientación política. De hecho, es probable que un nuevo gobierno del PJ signifique el cierre del ciclo progresista del peronismo que se condensó en la experiencia kirchnerista. Este hecho puede tener importantes consecuencias en el futuro. Como sucede siempre que fenómenos populares heterogéneos y subordinados a direcciones burguesas entran en su fase crítica y empiezan a descargar la crisis sobre las clases populares, es fundamental estar atentos a la posible dislocación de un sector de su base militante y sus franjas izquierdas y estar dispuestos a empalmar con ellas.

Prepararnos para una etapa de este tipo requiere colocar en el centro el combate contra las tendencias a la pasivización social y a la integración institucional que van a presionar a los movimientos sociales y sindicales que se vincularon al peronismo, desarrollar las movilizaciones contra el tentativo “pacto social” y retomar la demorada tarea de construir una alternativa política que pueda recoger las expectativas y el activismo que puso sus esperanzas de cambios sociales progresivos en el kirchnerismo, en beneficio de otro proyecto político, con otros métodos, liderazgos y ambiciones político-estratégicas.

Notas:
[2] Ello incluye la reducción de la presión tributaria sobre la gran burguesía que requería, en los primeros años de la administración Cambiemos, una reducción del gasto público superior a la exigida por el déficit fiscal primario heredado de los gobiernos kirchneristas, un aumento de la presión tributaria sobre las clases populares o una combinación de ambos.

[3] “Muchos dicen que a esta propuesta de un país ordenado le falta épica. No estoy de acuerdo: qué más aventura épica que una sociedad que se quiere desarrollar” (Ámbito Financiero, 29/12/2017).

[4] Dice Grabois en una entrevista con el Diario Perfil: “Yo fui parte de la generación, voy a decirlo con una expresión muy dura, que volteó a De la Rúa (..) y con los años fui aprendiendo que eso estuvo orquestado (…)) Me usaron, o instrumentalizaron una lucha legítima, donde siempre la sangre la ponen los jóvenes y los pobres. Ahora que soy más grande, y que milito con los jóvenes y los pobres, voy a hacer todo lo que esté a mi alcance para que los jóvenes y los pobres no pongan la sangre para que otros hagan negocios. Además, porque creo que es importante que Macri termine su mandato”. Ver https://www.perfil.com/noticias/politica/cristina-no-tiene-derecho-a-renunciar.phtml