Hipnotizados por los muros

Los muros tienen algo: no podemos dejar de mirarlos. Entre más cerca está uno de paredes y muros, resulta más difícil ignorarlos, y a fuerza de la constancia aprendemos a descifrarlos. El muro extremo es el de encierro. Sea frontera hirsuta (todas lo son), cárcel o campo de concentración o esclavitud, consiste en un obstáculo torturador de feo aspecto. Hipnótico, obsesionante.



Postales de la revuelta

Hipnotizados por los muros
Hermann Bellinghausen
Desinformémonos
21 julio 2019

Los muros tienen algo: no podemos dejar de mirarlos. Entre más cerca está uno de paredes y muros, resulta más difícil ignorarlos, y a fuerza de la constancia aprendemos a descifrarlos. El muro extremo es el de encierro. Sea frontera hirsuta (todas lo son), cárcel o campo de concentración o esclavitud, consiste en un obstáculo torturador de feo aspecto. Hipnótico, obsesionante.

¿Qué tienen hoy los muros, que nos hacen hablar? De ellos, con ellos, contra ellos. Separan o protegen, pero hay un además.

El prisionero más refundido, a solas con sus uñas, descascara la pútrida pared de su mazmorra y de cualquier manera escribe Aquí Estoy. El asfixiante apando de Revueltas, caja dentro de la caja de la matriushka del encierro, acaba en jaulas. El muro que nos separa y nos divide de las llanuras y desiertos del norte, al correr de las lunas se ha vuelto opresivo, amenazador, omnipresente y prohibido. ¿Y qué hacemos? Vamos en banda, plebe o colectivo, o bien a solas, todo subrepticio, y lo pintamos, lo rayamos, le estampamos nuestros gritos. Orinamos sus barras para que se oxiden, nos mofamos de sus agujeros, le plantamos túneles, le pintamos mocos. Escribimos los nombres de nuestros muertos. Cómplices instantáneos de cualquiera que lo traspase, su sola existencia nos ofende.

Pero es que de por sí algo tenemos en México con las paredes. Denme un muro, clamaban los muralistas de la Escuela Mexicana de Pintura, reivindicando un derecho no sólo revolucionario, sino milenario. Y se los dieron, faltaba más. ¿No nos habían acostumbrado los largos siglos del virreinato a persignarnos en santuarios y conventos con sus paredes pobladas por los frescos de una cristiandad bizarra, sincrética, a su manera didáctica, delirante como lo es cualquier representación religiosa? Pero no necesitaban llegar los españoles para que aquí las paredes dijeran y figuraran sobre las mil acepciones de la palabra edificio, en el ojo de la pirámide, el templo de la victoria, el tzompantli fatídico, el entierro de un tirano en la selva, el salón de intimidad ritual de un monarca enloquecido.

¿Y acaso no aquellos caudalosos pueblos, enteras civilizaciones sucesivas, saquearon a sus antecesores para construir ciudades nuevas, nuevos monumentos a los nuevos dioses y edificios con las piedras y estelas de los viejos mundos? Lo hicieron los mexicanos con sus míticos abuelos teotihuacanos, lo practicaron los pobladores tardíos de Toniná, y lo hará el mal llamado Tren Maya, novísima piedra de sacrificios.

El clásico maya, esa civilización grandiosa y desconocida, sólo dejó su voz en los muros. Y si Tatiana Proskouriakoff rompió el secreto de los signos mayas, fue gracias a los muros de Piedras Negras. México es de los pocos países modernos que podría declarar todo su territorio como sitio arqueológico, con más ciudades extintas y sepultadas que nadie. Lo cual nos hace un poco macabros, fantasmagóricos en al raso modo de un Pedro Páramo de raíz antigua. ¡Ah! también están las paredes de Comala, que puras mentiras hablan.

Las fachadas de nuestras ciudades contemporáneas, les guste o no a los formalistas, se han vuelto muy platicadoras e ilustradas. Lo suficiente en forma y contenido como para disputar el espacio a la dictadura mural de la publicidad oficial, trasnacional, de entretenimiento, basura existencial y alimentaria. Bien que hablan las paredes liberadas. Lo hacen de parte de los artistas que las manchan, las tachan, las firman, las intervienen, las adornan, las fulminan, las deforman o transforman, del gusano feo a la mariposa de muchos pisos de altura y sonrisa simpática, flores en el pelo y toda la cosa. Decoradas están las tomas de agua, los pozos, las bardas de escuelas, panteones y baldíos. Con cualquier loquera surrealista.

Al menos desde el XIX, las pulquerías tienen las paredes interiores más cotorras de una ciudad millonaria en historias. Son pioneras del figurativismo clásico del siglo XX y del neofigurativismo callejero que hoy predomina a webo, aunque lo siga reprimiendo la autoridad correspondiente con el garrote y la brocha del mal gusto, la cursilería y la deleznable propaganda política. En temporada electoral nos empuercan las bardas con palabras vacías. Lo bueno es que pronto el abandono y el caos los recupera para la verdad profunda de lo que necesitamos decir, en perenne disputa con la publicidad impúdica y agresiva.

Desde nivel más básico de los baños públicos -púbicos e impúdicos como son- a las fachadas que acompañan el trazo de la vertebral avenida Insurgentes por ejemplo: el Poliforum, el Teatro de los Insurgentes, el Estadio Olímpico, la casi absurda de tan ilustrada Biblioteca Central de Ciudad Universitaria. Qué decir de la inexplicable finura de los murales en el mercado Abelardo Rodríguez, en el corazón plebeyo de la urbe. Y claro, toda esa galería interior de los edificios públicos, donde cualquier pared es un lienzo, una página escrita, un relato de tragedia o heroísmo. Ningún régimen del comunismo o el socialismo o el fascismo mundial se aduló mejor y con mejor arte que el Estado nacionalista mexicano del siglo pasado. No en balde Diego aprendió como nadie los trucos del Renacimiento, Orozco revolucionó la perspectiva monumental y Siqueiros se arriesgó materialmente como ninguno. Pero prohibió el uso popular de los muros, porque le incomodaba la libertad de expresión.

Los grafiteros de toda laya, los interventores del esténcil y el spray, el engrudo y la navaja en su a-que-no-me-alcanzas, son sencillamente los nuevos habitantes de estos muros tan sobados. Rotulistas al revés, vándalos, pintores de luz. Hace apenas unas tres décadas que los muros se independizaron del mercado y del Estado, tal vez un efecto posterior al terremoto de 1985, cuando las paredes y los muros de la capital desaparecieron o quedaron en entredicho, pero no la determinación vital de sus habitantes.

Paredes, fachas y bardas, muros divisorios, pilares bajo los puentes, y hasta el último cul de sac, colonia adentro, siguen diciendo, susurrando, recitando a veces frases ingeniosas, protestas, insultos, iluminaciones para ayudarnos a navegar la tempestad de signos que mantiene despierto al ojo vivo. Aquí ni los sepulcros pueden ser blanqueados. Los muros en México no saben callarse. Es un hábito de siglos.