Palestina: las demoliciones como instrumento de la limpieza étnica

Quien conoce la cultura palestina sabe que, para un padre de familia, construir su casa es mucho más que asegurarse un techo: es como inaugurar una dinastía, ya que en esa vivienda de varias plantas -generalmente levantada por sus propias manos y con ayuda familiar y solidaria- vivirán sus hijos e hijas, yernos y nueras, nietos y nietas. Para las mujeres, la casa es su habitat, el centro de su vida, el nido donde crían a sus hijas e hijos y cuidan a sus mayores cuando llega la vejez, el refugio donde resguardan el afecto y los vínculos familiares ante la hostilidad del mundo exterior. Cuando la casa es destruida, la crisis no es solo económica: con ella se derrumban el futuro, los sueños, la posibilidad de proyectarse, los pilares mismos que sostienen unida a una familia; y sus impactos afectan a toda una comunidad, que se mira en el espejo de la tragedia.



Palestina, las cosas por su nombre
Las demoliciones como instrumento de la limpieza étnica

María Landi
Desinformémonos
29 julio 2019 0

No hay nada demasiado nuevo en las demoliciones del 22 de julio en Wadi al-Hummus, un sector del barrio palestino de Sur Bahir, en Jerusalén ocupada. Es una operación más de la guerra demográfica que Israel libra en la ciudad para judaizarla por completo, deshaciéndose de la población palestina.

Wadi al-Hummus puede verse como un microcosmos del régimen de ocupación colonial y apartheid israelí: la tierra palestina es apropiada y ocupada para construir colonias para uso exclusivo judío (ilegales según el Derecho Internacional); para proteger a las colonias se construye una barrera/muro de separación y se toma otras medidas de ‘seguridad’ (retenes militares, restricciones a la libertad de movimiento y de construcción); se fragmenta el territorio ocupado y se asigna diferentes documentos de identidad y permisos de residencia a sus habitantes; se implementan políticas de segregación para expulsar a la población no judía residente (mucho más cuando se trata de Jerusalén), estrangulándola y acosándola mediante reglamentos y exigencias kafkianas; se desconoce y atropella cualquier tipo de jurisdicción de la Autoridad Palestina, dejando claro quién es el único poder que manda entre el Mediterráneo y el Jordán; y sobre todo, el Ejército toma las decisiones sobre la vida y la muerte de la población ocupada, y el sistema judicial -al servicio de los intereses del poder ocupante- se limita a validarlas. En síntesis, un Ejército de ocupación gobierna disfrazado de democracia (‘la única de Medio Oriente’, según la propaganda sionista para consumo occidental).

No está de más recordar que todas las acciones de desalojo, expulsión de la población ocupada, demolición de sus propiedades, apropiación de su tierra y asentamiento en ella de población ocupante son estrictamente crímenes de guerra -cometidos diariamente por el Estado de Israel– según el IV Convenio de Ginebra y el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, bajo el Derecho Internacional Humanitario que es la legislación aplicable en el territorio palestino ocupado.

Vivir en el limbo

Estas no fueron las primeras viviendas demolidas en esa zona, ni serán las últimas. Muchas otras construcciones están bajo la misma amenaza. El 22 de julio, 17 personas -dos familias-, de las cuales 11 son menores de edad, quedaron sin techo, y otras 350 perdieron sus casas antes de haberlas estrenado. Además de perderlas (y por supuesto no recibir indemnización alguna), las familias están obligadas a pagar el ‘servicio’ de demolición, tal como establece la perversa normativa israelí.

No obstante, dos rasgos hacen especial a esta demolición: la cantidad de unidades destruidas (más de 70, por tratarse de 11 edificios) y el hecho de que las viviendas -a diferencia de la mayoría de las que son demolidas habitualmente por el régimen israelí- sí tenían permiso de construcción, y en ese sentido eran totalmente legales. El permiso había sido otorgado por la Autoridad Palestina (que -en teoría- tiene jurisdicción en algunas zonas de Cisjordania, según los tramposos Acuerdos de Oslo), ya que Wadi al-Hummus no es considerado parte de Jerusalén. Pero como sucede casi siempre, tras una larga batalla judicial, enormes sumas de dinero y una cantidad inconmensurable de estrés, angustia e incertidumbre durante años, los propietarios palestinos perdieron el recurso de apelación, y la Corte Suprema de Israel ratificó la decisión del Ejecutivo.

La razón esgrimida para la demolición es tan simple como brutal: las viviendas palestinas constituyen un peligro para la seguridad de la población judía que habita en las colonias vecinas, pues están construidas demasiado cerca de la barrera de separación (versión suburbana del Muro). Estos días las familias residentes en Sur Bahir se enteraron de que una orden militar del Ejército israelí emitida en 2011 (y no comunicada a la población palestina) prohíbe la construcción de viviendas a menos de 200 metros de la barrera de separación. Una barrera que el mismo Estado de Israel ha construido desde 2002 para fragmentar y robar el territorio palestino, aislar a Jerusalén de Cisjordania y dejar fuera de la ciudad a las comunidades palestinas.

El hecho es que el barrio de Sur Bahir -al que pertenece Wadi al-Hummus- está en un limbo administrativo y territorial, atrapado entre la barrera de separación y la jurisdicción municipal israelí. Aunque el Muro/barrera las dejó del lado de Jerusalén, las zonas de Wadi al-Hummus, al-Muntar y Deir al-Amud y sus residentes no fueron incorporadas dentro de los límites municipales de la ciudad.

«Es como si viviéramos en el limbo», dijo un residente de Wadi al-Hummus a Mondoweiss. «Estamos legalmente bajo la jurisdicción de la Autoridad Palestina, pero el gobierno israelí no permite que la AP ejerza su autoridad más allá del muro». Aunque la AP no tiene permitido prestar servicios a estas zonas, el ayuntamiento de Jerusalén tampoco lo hace (excepto recolección de residuos), porque las zonas están técnicamente fuera de los límites municipales. Toda la infraestructura -pavimento, electricidad, agua, etc.- fue construida por los propios residentes.

La casa: hogar, familia, comunidad, patria

En Palestina no existe un mercado inmobiliario dinámico; la gente no se muda de un lugar a otro. Las familias palestinas son numerosas, la natalidad es alta, y es muy difícil acceder a una vivienda, no tanto por su costo, sino por la falta de oferta habitacional, debido a que cada vez hay menos tierras disponibles (apropiadas por Israel para sus colonias) y a la negativa israelí de otorgar permisos de construcción a la población palestina -especialmente en Jerusalén-. Por eso la gente debe construir sin permiso (y arriesgar una demolición) o buscar un lugar fuera de la ciudad donde el permiso sea otorgado por la Autoridad Palestina -pero a riesgo de perder su ‘permiso de residencia’ en Jerusalén, aunque hayan nacido allí-. En cualquier caso, construir una casa implica años de ahorro y sacrificio, y no menos esfuerzos y gastos para sortear la burocracia israelí y obtener los permisos necesarios.

Quien conoce la cultura palestina sabe que, para un padre de familia, construir su casa es mucho más que asegurarse un techo: es como inaugurar una dinastía, ya que en esa vivienda de varias plantas -generalmente levantada por sus propias manos y con ayuda familiar y solidaria- vivirán sus hijos e hijas, yernos y nueras, nietos y nietas. Para las mujeres, la casa es su habitat, el centro de su vida, el nido donde crían a sus hijas e hijos y cuidan a sus mayores cuando llega la vejez, el refugio donde resguardan el afecto y los vínculos familiares ante la hostilidad del mundo exterior. Cuando la casa es destruida, la crisis no es solo económica: con ella se derrumban el futuro, los sueños, la posibilidad de proyectarse, los pilares mismos que sostienen unida a una familia; y sus impactos afectan a toda una comunidad, que se mira en el espejo de la tragedia.

La obscenidad de las fuerzas de ocupación

Los operativos de limpieza étnica en la tierra ultrajada de Palestina nunca son procedimientos asépticos. Son despliegues de terrorismo estatal llevados a cabo por unas fuerzas de ocupación adictas a la violencia y entrenadas para ejercerla sin piedad -y hasta con gozo- contra la población ocupada. Es la arrogancia que dan siete décadas de impunidad absoluta, llevada al paroxismo en la era Trump.

Las demoliciones del 22 de julio no fueron excepción. Las escenas parecían las que hemos visto en el cine de las fuerzas nazis expulsando a la población judía de sus hogares, casa por casa, manzana por manzana, barrio por barrio, a punta de metralleta, entre gritos, golpes, destrucción y saqueo.

A las 3 de la madrugada, 700 policías y 200 soldados (900 en total) irrumpieron violentamente en los hogares, y con sadismo brutalizaron, insultaron y golpearon a las familias y a las/os activistas internacionales que les acompañaban; entre burlas les tiraron gas pimienta a la cara, arrojaron gas lacrimógeno dentro de habitaciones cerradas, arrastraron de los pelos escaleras abajo, dieron patadas y culatazos y quebraron huesos de personas que solo trataban de permanecer en sus hogares por última vez, demorando su destrucción. Una veintena de palestinos e internacionales terminaron en el hospital por golpes, heridas, fracturas o intoxicación con gas lacrimógeno. Poco después, las mismas fuerzas de ocupación celebraban y reían luego de la explosión que destruyó un edificio de varios pisos.

Desesperación y resiliencia

Como ha explicado la psiquiatra palestina Samah Jabr, el régimen de ocupación colonial israelí busca destruir la voluntad y la identidad colectivas así como el sistema de valores de la sociedad palestina. Eso es claro en las políticas de castigo colectivo destinadas a quebrar a la gente para que deje de resistir y abandone su patria. Según Jabr, el trauma más común que sufre la población palestina tiene que ver con la humillación, la cosificación, la impotencia y la exposición cotidiana a un estrés tóxico.

Nada ilustra mejor esto que la vivencia de las personas y familias que presencian la demolición de sus casas sin poder hacer nada para evitarlo. Lo peor para un hombre es no poder proteger a su familia, no poder salvar el hogar que construyó para ella con tanto esfuerzo. No menor es el trauma experimentado por las mujeres y por los niños y niñas que ven cómo su hogar -su mundo- se viene abajo ante sus ojos.

Al mismo tiempo, se ha dicho muchas veces que el palestino es el pueblo más resiliente del mundo. Lleva un siglo resistiendo a un proyecto de muerte -verdadera necropolítica– que busca eliminarlo de la faz de su tierra. Samah Jabr también señala que la capacidad de resistir colectivamente es la respuesta más sana que un pueblo oprimido puede tener: según su experiencia profesional, «la población palestina participa en un activismo maduro y en actos planificados de resistencia a la ocupación: estas personas suelen ser seguras de sí mismas, sinceras, altruistas y valientes, y poseen la inteligencia y la sensibilidad para sentir el dolor causado por la opresión. (…) ven que la enfermedad es la ocupación, no su reacción a ella, y adoptan una postura saludable contra la ocupación: resisten.»

Quienes hemos sido testigos de esa actitud vital -que se expresa en el concepto árabe sumud-, y hemos escuchado una y otra vez de boca de quienes acaban de sufrir una demolición: «No nos vamos a rendir. Vamos a permanecer en nuestra tierra a cualquier precio. Vamos a reconstruir nuestras casas», sabemos que no es retórica. Para el pueblo palestino, Existir es Resistir no es una simple consigna: es la única forma que conoce de estar en el mundo desde hace siete décadas.