Producir lo común para sostener la vida

Vivimos tiempos de crisis de la reproducción social de la vida colectiva. Esto se manifiesta, sobre todo, en la innumerable cantidad de luchas ‘en defensa de la vida’. Estas, como constelación, se han vuelto a desplegar por todo el continente y sacuden a regímenes abiertamente proneoliberales, con tendencias incluso fascistas, y también a los gobiernos que quedan en pie del llamado ‘ciclo progresista’.



PRODUCIR LO COMÚN PARA SOSTENER LA VIDA
Notas para entender el despliegue de un horizonte comunitario-popular que impugna, subvierte y desborda el capitalismo depredador

Raquel Gutiérrez Aguilar
Claudia López Pardo
¿Cómo se sostiene la vida en América Latina?

Raquel Gutiérrez Aguilar, matemática, maestra en Filosofía, doctora en Sociología y luchadora social mexicana. Es profesora e investigadora del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, especializada en movimientos indígenas en América Latina, resistencia y transformación social. Algunas de sus obras principales son: Horizonte Comunitario-Popular. Antagonismo y producción de lo común en América Latina (Puebla, México, 2015), Los ritmos del Pachakuti. Movilización y levantamiento indígena-popular en Bolivia (2000-2005) (México, D.F., 2009), Desandar el laberinto. Introspección en la feminidad contemporánea (La Paz, Bolivia, 1999), ¡A desordenar! Por una historia abierta de la lucha social (La Paz, Bolivia,1995).
Claudia López Pardo, bióloga boliviana, maestra en Estudios Socioambientales de la Flacso-Ecuador. Actualmente es doctorante de Sociología en el Seminario de Entramados Comunitarios y Formas de lo Político del ICSYH- BUAP, Puebla. Trabaja en temas relacionados a conflictos socioambientales, ecología política y feminismos.

Vivimos tiempos de crisis de la reproducción social de la vida
colectiva. Esto se manifiesta, sobre todo, en la innumerable cantidad de luchas ‘en defensa de la vida’. Estas, como constelación, se han vuelto a desplegar por todo el continente y sacuden a regímenes abiertamente proneoliberales, con tendencias incluso fascistas, y también a los gobiernos que quedan en pie del llamado ‘ciclo progresista’. Nuestro modo de acercarnos a la reflexión sobre lo que acontece se propone una explicación de mediano plazo y parte de una idea central: está en crisis un modo de expropiación de la fuerza colectiva cultivada cotidianamente en innumerables y heterogéneas prácticas de producción de lo común, capaces de generar sentidos y horizontes políticos. Esta formulación sintetiza dos procesos que se suelen presentar de manera separada: por un lado, reconoce la fuerza y las capacidades colectivas de producción tanto de riqueza material como de decisiones políticas, anidadas en polimorfas figuras asociativas, centradas en la reproducción de la vida. Por otro, entiende que esas fuerzas y capacidades colectivas, que lograron sostener importantes luchas a comienzos del siglo XXI y trastocaron el horizonte liberal de lo político y la política, han sido neutralizadas en la última década por andamiajes legislativos y construcciones institucionales reconstruidos dentro del paradigma ‘nacional-popular’, que ha reeditado versiones grotescas del añejo anhelo nacionalista revolucionario de desarrollo del capitalismo en varios países de América Latina. Para comprender la actual amenaza fascista, evidente sobre todo en Brasil y Argentina, sostenemos que, durante el ciclo progresista, se estabilizó ‘un modo de expropiar’ las capacidades políticas y económicas gestadas en luchas anteriores, y que tales dispositivos expropiatorios y normalizadores de la dominación han entrado actualmente en crisis (Salazar, 2015; Gutiérrez Aguilar y López Pardo, 2017). Este punto de partida es fértil por dos razones. En primer lugar, porque, al tiempo que indaga en el desarrollo objetivo de los
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acontecimientos de resistencia y lucha a través de los cuales se
instalaron algunos regímenes progresistas en América Latina, incluye dentro del argumento las dificultades y límites de las propias fuerzas sociales en pugna y se hace cargo de las dificultades para entender cabalmente los procesos de expropiación de la fuerza social; de esta manera, rebasa la opaca disyuntiva ‘gobiernos progresistas/derechas fascistas’, que a veces oculta más que alumbra. Así, el argumento no colapsa en algún recuento de ‘traiciones’ y errores ejercidos por algunos y padecidos por muchos. Más bien, se empeña en entender el curso concreto y práctico de los flujos de antagonismo que desgarran al mosaico móvil de fragmentos confrontados al que llamamos ‘sociedad’. En segundo lugar, el acercamiento es fértil en tanto requiere de una perspectiva crítica renovada que no se construye únicamente de manera formal sino que se produce de forma análoga a como ocurre una gestalt: se reúnen elementos que empujan las capacidades de ‘darnos cuenta’ de lo que quedaba cubierto u oculto desde otros marcos argumentales como capacidad propia enajenada. Este acercamiento crítico renovado debe mucho a la revitalización contemporánea de las luchas de diversos colectivos, movimientos y asociaciones de mujeres, quienes, al tiempo que luchan ‘contra todas las violencias machistas’, también llevan adelante una crítica epistémica profunda y radical.1 Si se reinstala una perspectiva teórica que sigue el curso de las luchas y se indaga en aquello que las hace posibles, se vuelve visible y audible, lo que por lo general queda negado en otras narrativas que se proponen dar cuenta del suceso social: la multiforme

1 En los últimos años es posible rastrear un amplio debate sobre la temática, desde el reciente libro de María Galindo (2017) en Bolivia, No hay libertad política si no hay libertad sexual, a la nueva producción de Chávez León et al. (2019) Mujeres tejiendo y narrando conocimientos desde su cotidiano. Articulándose en Ecuador, se ha producido una muy relevante perspectiva latinoamericanista que introduce acertadas críticas epistemológicas en Cruz D. et al, (2019) y en el Cono Sur puede revisarse la amplia producción del Colectivo de Mujeres Minervas (2016), cuyas discusiones epistemológicas se recogieron en el primer número de Escucharnos decir. Feminismos populares en América Latina.
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capacidad colectiva de producción de lo común como fuente
inmensa de fuerza colectiva y de posibilidades políticas. Nuestra mirada parte desde esos lugares heterogéneos y diversos. Desde hace varios años, hemos impulsado, como programa colectivo de investigación,2 una perspectiva que enfoca la atención en la variopinta y polimorfa manera en que diversos colectivos humanos, indígenas y no indígenas, se empeñan en luchar de manera cotidiana y extraordinaria para garantizar las condiciones materiales y simbólicas de su propia
(re)producción, mediante prácticas políticas que llamamos producción de lo común. Sobre esta temática versará la primera parte de este trabajo. En la segunda parte, presentaremos, de forma ordenada, algunas de las síntesis parciales que hemos alcanzado en el trabajo colectivo de investigación. El objetivo es poner a discusión algunos elementos de lo que consideramos un horizonte de transformación social comunitario-popular en franco desenvolvimiento, que bajo otras claves analíticas no alcanza a ser comprendido como tal.

Producción de lo común y capacidades políticas de transformación social

El afán por entender y, en todo lo posible, practicar las heterogéneas y variopintas formas comunitarias de regeneración de vínculos y pensamientos que se cultivan en este continente tiene ya cierta densidad en el tiempo. En particular, brota del empeño de varias décadas por comprender, documentar, apoyar y participar en diversas luchas indígenas y populares de matriz comunitaria, principalmente en Bolivia y también en México, Guatemala, Ecuador, Perú, Chile y Colombia. En tales experiencias aprendimos a distinguir los rasgos comunitarios de prácticas específicas de lucha, siempre singulares y distintas, aunque a su vez semejantes, emparentadas. Contrastamos tales rasgos, rastreados en contextos muy diversos, con las formas
2 El Seminario de Entramados Comunitarios y Formas de lo Político es un espacio permanente de investigación que tiene sede en el posgrado de Sociología del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), en la ciudad de Puebla, México. https://horizontescomunitarios.wordpress.com/seminario-de-entramados-comunitarios/.
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liberales de la política; sobre todo con el nudo que consideramos la columna vertebral de tal forma política: la organización de la
actividad pública en torno a la delegación de la capacidad colectiva de intervenir en asuntos generales que a todos incumben porque a todos afectan (Gutiérrez, 2001; 2008). En contraste, un rasgo de similitud que reconocimos en las formas políticas comunitarias, que será el punto de partida de nuestra reflexión, es el hecho de que las “luchas por lo común” (Navarro, 2015a) casi siempre se organizan y despliegan en torno a esfuerzos colectivos en defensa de las condiciones materiales y simbólicas para garantizar la reproducción de la vida común. Cabe reconocer, en este proceso, la relevancia que ha tenido el trabajo de Silvia Federici (2013a, 2013b) para expresar nuestros argumentos. Con ella hemos mantenido una fértil conversación desde que tuvimos la suerte de conocerla y de dialogar con sus ideas. Organizar la reflexión poniendo en el centro los esfuerzos colectivos por garantizar la reproducción material y simbólica de la vida —humana y no humana— ha significado nuestra propia ‘revolución copernicana’. Acostumbradas, como dicta el sentido común dominante, a colocar en el centro del análisis la acumulación del capital y la política estadocéntrica que le es funcional, ha significado mucho para nosotras entroncar con la perspectiva feminista radical de los setenta que, por diversos caminos, ha alumbrado aquellos ámbitos sociales —y políticos— que desde el marxismo clásico quedaban obscurecidos en el opaco mundo del consumo. Resulta que si, como es costumbre en la modernidad capitalista, patriarcal y colonial, la reflexión parte de la producción y acumulación de capital —y se emplea el lenguaje generado para pensar desde ahí—, se alumbran procesos productivos y de consumo, y se indaga en sus interrelaciones. Al colocar la acumulación capitalista como punto de partida, se invisibiliza y se niega la amplia galaxia de actividades y procesos materiales, emocionales y simbólicos que se realizan y despliegan en los ámbitos de actividad humana que no son, de manera inmediata, producción de capital, aunque ocurren en medio de toda clase de cercos, reducciones y agresiones. Quedan ocultos y son considerados ‘anómalos’ los procesos creativos y productivos que
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sostienen cotidianamente la vida humana y no humana, así como el conjunto de actividades y tareas destinadas a la procreación y sostén de las siguientes generaciones. Se desconocen y se niegan las capacidades humanas de generación de vínculos sociales de todo tipo, que se orientan más allá de las relaciones mercantiles asociadas a la producción de valor, pese a que, casi siempre, se desarrollan en medio de los cercos impuestos por la expansivamente agresiva lógica de la valorización del valor. Todos esos paisajes sociales exuberantes de prácticas colectivas que sostienen la vida cotidiana, negados e invisibles para la mirada productivista del capitalismo contemporáneo, se han convertido en punto de partida de nuestro trabajo. Dentro de todo esto, ponemos énfasis en los grandes volúmenes de trabajo más invisibilizados: los realizados por las mujeres para sostener de manera inmediata la vida colectiva, humana y no humana. Desde tales lugares, hemos aprendido a distinguir y expresar, también de forma sintética, que en el despliegue de las más enérgicas luchas indígenas por territorio, por apropiación común de riqueza material expropiada y por autogobierno, así como en una parte relevante de la amplia constelación de luchas protagonizadas históricamente por las mujeres, se regeneran y reactualizan relaciones cotidianas no mediadas plenamente por el capital, o por el patriarcado. Igualmente, formas de producción de acuerdo pautan renovadas formas de obligación hacia lo colectivo y de garantía de usufructo de la riqueza material compartida y cultivada, y desafían, una y otra vez, la herencia colonial que se funda en segmentar y confrontar. Distinguimos, pues, formas políticas que son distintas y contradictorias —en muy variados planos— a los particulares y rígidos ‘usos y costumbres’ liberales de la modernidad capitalista. En nuestro grupo de trabajo consideramos que estos dos rasgos: la centralidad de la garantía de la reproducción material y simbólica de la vida colectiva y las multiformes prácticas políticas comunitarias que la regulan son los ejes de diversos horizontes comunitario-populares que construyen y alumbran caminos de emancipación social más allá de las lógicas del Estado moderno y de la acumulación del capital (Gutiérrez, 2015a; Linsalata, 2016; Navarro, 2016). Ahora bien, todos estos procesos creativos y productivos empeñados
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en la garantía de reproducción material y simbólica de la vida desde hace siglos ocurren siempre cercados y amenazados por la incesante presión de la lógica acumulativa del capital en cualquiera de sus
formas (mercantil, industrial, agroindustrial, extractivista, maquilador, financiero, criminal). Nuestra reflexión se orienta hacia entender siempre las multiformes y heterogéneas luchas contra las separaciones, cercos y agresiones explícitas que una y otra vez entrampan, dificultan o rompen las capacidades y saberes prácticos que hombres y mujeres poseen —y son capaces de cultivar— en tanto partes de tramas culturales igualmente diversas. Desde tales premisas, hemos labrado una plataforma metodológica, abierta a la siempre renovada construcción colectiva que se despliega en las luchas y no pretende presentarse, desde ningún punto de vista, como una síntesis conceptual cerrada. Más bien, parte del registro de las diferencias y especificidades de variopintas y heterogéneas prácticas sociales de lucha cotidiana y desplegada en torno a los dos ejes ya señalados —garantía de la reproducción material y simbólica de la vida colectiva, y variedad de formas políticas para la regulación de tales tareas. Indaga en las semejanzas de tales prácticas, en sus ambigüedades y contradicciones, en las capacidades de resistencia y lucha anidadas en ellas. Asimismo, se orienta hacia las dificultades que una y otra vez confrontan estas prácticas al ser sistemáticamente cercadas, agredidas, amenazadas y subsumidas a los diversos procesos de reconfiguración capitalista neoliberal-colonial, progresista o neofascista, que ambiciona expandir la geografía social y las fuerzas vitales disponibles a la acumulación de capital, mediante formas de violencia cada vez más extensa y brutal (Paley, 2014). Esta perspectiva nos ha empujado a diagramar un campo de reflexión organizado a través de dos ejes analíticos. El primero distingue la calidad del tiempo, que comprende la diferencia entre tiempos cotidianos y tiempos extraordinarios, y mantiene a la vista la continuidad que existe entre ambos. Las vidas humanas singulares y la vida colectiva o social se organizan mediante variaciones en la calidad del tiempo que se habita. A decir de Bolívar Echeverría (1998b), los tiempos para la fiesta, el juego y el arte son tiempos extraordinarios, que trastocan y alteran los ordinarios.

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Para nosotras, los tiempos cuando se despliegan las luchas son,
igualmente, extraordinarios, porque la actividad cotidiana se altera y se reorganiza. La calidad del tiempo es siempre diversa y heterogénea, por más que exista una fuerte presión del capital por fijarlo en su calidad lineal y homogénea, donde cada instante es igual al anterior y será idéntico al próximo (Benjamin, 2005). El segundo eje analítico se concentra en comprender la específica politicidad relacionada con las prácticas conexas con la sostenibilidad de la vida colectiva y las múltiples formas de autorregulación de tales conjuntos prácticos de actividades sociales, esto es, la constelación de formas políticas que organizan y conducen tales actividades colectivas. A partir de estos dos grandes ejes, nuestro trabajo se desarrolla en al menos cuatro vertientes entrelazadas, aunque cada una específica. La primera se deriva de lo aprendido del conjunto de procesos de lucha protagonizados por diversos movimientos indígenas en América Latina (Gutiérrez y Escárzaga, 2005; 2006) durante los tiempos extraordinarios de lucha desplegada. Aquí registramos la manera expansiva en que prácticas comunitarias cotidianas se han hecho presentes en el espacio público, mediante la subversión y el bloqueo de los formatos contemporáneos de dominación y explotación, a pesar de que su politicidad resulta negada por la mirada dominante (Gutiérrez, 2008; 2015a). La segunda deriva se concentra en el estudio meticuloso de las formas cotidianas de producción y sostén de lo comunitario, entendido como práctica y regeneración de vínculos de interdependencia autorregulados, cuyo cultivo es actividad inmediata, diaria y reiterada, que ilumina los rasgos políticos diferenciados de tales acciones colectivas (Linsalata, 2015; Tzul, 2016). Nuestro aporte más importante en este terreno ha sido profundizar en la reflexión sobre la politicidad comunitaria, que se aprende y se cultiva cotidianamente mediante significativas y complejas actividades individuales y colectivas, efectuadas, de manera reiterada y continua, en las múltiples tramas de reproducción de la vida. Esto ocurre pese a la drástica negación e invisibilización —igualmente insistente— de su carácter eminentemente político, por los diversos regímenes modernos de gobierno y dominio. Esta deriva se ha nutrido de los aportes de dos
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filósofos latinoamericanos contemporáneos: Bolívar Echeverría y Luis Tapia. Desde perspectivas distintas, cada uno ha contribuido a alumbrar añejos saberes políticos que habitan las multiformes redes de interdependencia, casi siempre locales, que en ocasiones se despliegan como enérgicas luchas emancipatorias. No es poco, pues, lo que nuestra perspectiva debe a la reflexión sobre la “política salvaje” de Tapia (2008) y a la recuperación crítica de, entre otras, la noción de “valor de uso” por Echeverría (1998). La tercera deriva se centra en indagar en las luchas por garantizar la reproducción de la vida colectiva en condiciones de amenaza y despojo. Estas son luchas recurrentes por lo común, que se cultivan en tiempos cotidianos y gestan, con sus prácticas, las capacidades políticas que se despliegan en tiempos extraordinarios —como cuando una colectividad se enfrenta con una amenaza inminente de despojo de lo que hasta ese momento habían sido bienes comunes (Navarro y Composto, 2014; Gutiérrez et.al. 2014). Esta deriva ha dialogado incansablemente con el marxismo crítico o abierto, sostenido en Puebla principalmente por John Holloway (2010; 2011) y Sergio Tischler (2005), y que mantiene vigentes varios frentes de debate (Gutiérrez, 2015a). Finalmente, la cuarta deriva se ha propuesto entender la contribución específica de las mujeres al interior de las tramas comunitarias, y ha trenzado la clave antipatriarcal de sus acciones y luchas colectivas con todo el argumento. Nuestro trabajo nos ha conducido a reflexionar acerca de la capacidad humana colectiva de producir lo común (Gutiérrez, Navarro y Linsalata, 2016b) e indagar sobre ella con cuidado. Se la entiende como una lucha contra la imposición expansiva de separaciones y rupturas sobre añejas y reactualizadas formas de reproducción de la vida. Estas separaciones y rupturas son siempre el vehículo de la acumulación del capital (Navarro, 2015b) y de la reiteración de jerarquías políticas y sociales que refuerzan rasgos patriarcales y coloniales en nuestras sociedades. En diálogo con lo sostenido por el marxismo abierto, heredero de la Dialéctica Negativa de Adorno, que nutre la reflexión desde una perspectiva negativa a través de nociones como “flujo social del hacer” o “flujo social de la lucha” o de la rebeldía; recuperamos distinciones marxistas ampliamente

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analizadas por Echeverría, como “trabajo abstracto” y “trabajo
concreto”. En este aspecto, nos preguntamos sobre la posibilidad de visibilizar y ampliar los “flujos del trabajo concreto” (Gutiérrez y Salazar, 2015) y sobre las condiciones de sostenibilidad del “hacer común” en tiempos cotidianos y en ámbitos no solo rurales sino también urbanos (Navarro, 2016).

Producción de lo común y horizontes comunitarios de transformación: tres cuestiones para la discusión

Durante estos años de investigación, hemos producido varias síntesis parciales que expresan lo aprendido. Las llamamos ‘síntesis parciales’ en tanto consideramos que el proceso de producción del conocimiento es abierto, crítico y situado. Esta perspectiva nos compromete con el estudio riguroso de experiencias particulares, a partir de las cuales realizamos ensayos de generalización y evitamos colapsar en la universalización que homogeneiza. Entonces, sabemos que las luchas comunitarias y popular-comunitarias del siglo XX (Linsalata, 2016; Gutiérrez, 2015a; Gutiérrez, Salazar y Tzul, 2016), muchas de raíz indígena, al desplegarse con fuerza durante décadas a lo largo y ancho del continente, han desafiado y puesto en crisis varios pilares de la dominación y la explotación. Estos son: a) la amalgama de la dominación colonial-republicana-liberal y la explotación capitalista organizada en el marco del estado-nación; b) la estructura de la propiedad agraria y de la riqueza concreta que sostiene añejas relaciones de dominio y tutela política; c) la ola de renovados despojos múltiples (Navarro, 2015a) —de riqueza material y de capacidades políticas— que vino de la mano de la reacción
neoliberal en las últimas décadas, y d) las formas canónicas de organización inmediata de la reproducción material de la vida colectiva, desde donde los rasgos patriarcales de la estructuración social se trenzan —y amplifican— con todo lo anterior. Por lo general, en las más profundas y radicales luchas protagonizadas por mujeres y varones de los pueblos indígenas, estos cuatro pilares de la dominación y la explotación no han sido puestos en crisis de forma simultánea. Más bien, desde lo que ha quedado
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en pie, se ha vuelto a reconstruir el edificio de la dominación, casi siempre como expropiación —como captura semántica, política y organizativa— de los anhelos más hondos puestos en juego en los momentos de lucha desplegada. Sobre esta temática, también sobre el caso de Bolivia, Salazar (2015) ha estudiado en profundidad cómo se produjo la ‘expropiación’ del proceso de lucha social comunitaria para reinstalar un orden de mando patriarcal-capitalista travestido de plurinacionalidad. Por otra parte, en años recientes nos hemos enfocado en registrar cómo la energía transformadora regenerada en esfuerzos comunitarios de lucha y emancipación ha sido brutalmente atacada a través de varios mecanismos. En primer lugar, mediante modalidades contemporáneas de guerra y terror que están devastando los territorios y diezmando las tramas comunitarias que los habitan a través del asesinato y la desaparición de sus hijas e hijos (Paley, 2016; Reyes, 2017). En segundo lugar, este ataque ha ocurrido debido a políticas liberales articuladas en clave identitaria, que han construido un rígido y sofisticado andamiaje legal y procedimental para distraer y capturar la fuerza colectiva, encaminándola hacia la negociación de términos de reconocimiento de tal condición identitaria, así como para reinstalar formas renovadas de despojo y tutela que se combinan con el regateo interminable de derechos no cumplidos (Almendra, 2016). El último mecanismo es la reconstrucción clientelar o corporativa de rígidas formas de control social a partir de políticas de subsidios individuales y focalizados, que fijan a las personas como ‘eternos carentes’ que demandan atención específica. Sobre esta arquitectura —ampliamente desarrollada en regímenes de corte progresista— se ha organizado una rígida pinza política binaria, donde toda pluralidad y creatividad política queda atrapada en dos polos que se presentan como contradictorios: ‘derecha’/gobierno progresista. Estos han sido los principales caminos de una virulenta y generalizada estrategia de contrainsurgencia ampliada (Paley, 2016) cuyo corazón, a nuestro juicio, ha sido entorpecer e intentar cerrar las vetas creativas de la lucha comunitaria en marcha, empañando y confundiendo parcialmente los horizontes de transformación comunitario-populares (Gutiérrez, 2015a).
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Una temática ligada a lo anterior indaga en la memoria de las luchas, al rastrear la tensión entre el recuerdo y el olvido. Sobre este tema, para nosotras es central la noción de ‘organización de la experiencia’ que se despliega en tradiciones de lucha, casi siempre arraigadas territorialmente (Méndez, 2017). Mediante el lenguaje y la activación de la memoria por la potencia del recuerdo compartido que se reactualiza en la conversación, no solo se recupera la experiencia de luchas anteriores, sino que se regeneran sentidos compartidos que, justamente, al ‘hacer sentido’ permiten que la experiencia singular se entrelace con los demás; esto contribuye a la organización de la experiencia común. En realidad, a través de la palabra compartida e iluminada por el recuerdo, la experiencia de lo hecho logra ‘autoorganizarse’ como experiencia común. De ahí la importancia decisiva del lenguaje para crear y regenerar vínculos. Este rasgo importantísimo de las luchas campesinas e indígenas también se ha vuelto a hacer presente en las luchas feministas y de mujeres en defensa de la vida y contra todas las violencias, a lo largo y ancho del continente. En particular, el Colectivo de Mujeres Minervas, de Uruguay, lleva adelante, mediante su Escuela de Formación Feminista, una sofisticada reflexión sobre estas cuestiones. Con todo este camino recorrido, avanzamos desde la reflexión
sobre los alcances prácticos, contradicciones y ambigüedades que ocurren durante los tiempos extraordinarios de las luchas desplegadas, hasta la comprensión de la específica politicidad crítica que se cultiva en las tramas comunitarias que sostienen la vida material y simbólica cotidiana. Extraordinariamente, hemos hilado al menos tres claves analíticas para ir más a fondo en la comprensión de lo comunitario.
Primera clave: lo comunitario no es necesariamente indígena y lo indígena no es necesariamente comunal
Hemos alimentado la discusión sobre el carácter no necesariamente indígena de lo comunitario desde dos vetas. En primer lugar, a partir de la experiencia de participar, entre 2000 y 2001, en la Guerra del Agua en Cochabamba, Bolivia. Esta fue protagonizada por
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una potente articulación social entre al menos tres experiencias de
resistencia y lucha: una de raíz comunitaria –el tejido de comunidades de regantes de los valles interandinos de Cochabamba—, otra de matriz popular-sindical –expresada en la Federación de Trabajadores Fabriles de Cochabamba— y otra comunitario-popular, constituida por los hombres y mujeres acuerpados en los sistemas independientes de agua potable, desparramados sobre todo en las zonas periféricas de la ciudad. La densidad política de aquellos sucesos, cuando se conjugaron cooperativa y creativamente múltiples experiencias y prácticas políticas, alumbró posibilidades inéditas de producción, no solo de horizontes de sentido compartidos, sino de articulación de diferentes dispuestos a generar relaciones sociales plenamente anticapitalistas y, desde ahí, tensamente antiestatales. Aquellas luchas alumbraron la fuerza de la calidad expansiva de lo comunitario más allá de la clave indígena y exhibieron la condición estratégica de sus formas de enlace y producción de acuerdo. En segundo lugar, pudimos alimentar la discusión sobre el carácter no necesariamente comunitario de lo indígena a partir de la reflexión crítica sobre las luchas comunitarias indígenas en Guatemala, largamente negadas. Estas, durante más de una década quedaron bloqueadas debido a que sus contenidos más vitales de transformación se redujeron al reconocimiento de ciertos derechos culturales acotados en el Estado y reconstruido a partir de los Acuerdos de Paz en 1996. Tales acuerdos, que Tzul (2016) estudia de manera crítica, negaban lo relativo a la posesión y usufructo de tierras y aguas por parte de los diversos pueblos indígenas de ese país. Asimismo, desconocían y ocultaban radicalmente sus propios y variados sistemas de gobierno de producción colectiva de acuerdo, de decisión política y de autoridad. El acercamiento crítico a estas dos experiencias a lo largo del tiempo, así como la reflexión de los alcances y límites de la fuerza del movimiento indígena, principalmente en Bolivia, México, Ecuador y recientemente en Guatemala, para transformar —o entramparse en— las estructuras estatales de dominación política, nos empujaron a distinguir con claridad la clave étnica exteriormente determinada
que identifica a los pueblos indígenas de América Latina –y por

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tanto, habilita su administración estatal.3 Del mismo modo,
distinguimos las prácticas comunitarias de subversión e impugnación del orden político y económico de dominación vigente, que alteran las texturas y significados sociales de múltiples acciones colectivas y que en ocasiones abren paso hacia nuevas e insólitas alianzas. Esta distinción analítica no niega, de ninguna manera, que sean los pueblos indígenas de América quienes con mayor perseverancia han cultivado la capacidad colectiva de producir y cuidar lo común. Es más, reconoce y se empeña por aprender de los aportes de las luchas históricas y contemporáneas de los pueblos indígenas. Sin embargo, se propone enfatizar que la clave étnica de análisis no es necesariamente comunitaria, y que lo comunitario y la capacidad de producir lo común no necesariamente se fundan en comunidades étnicamente distinguidas. Esta distinción nos impulsó a indagar más profundamente en lo relativo a lo comunitario y las capacidades colectivas de producción de lo común.
Segunda clave: lo comunitario es una relación social y, por tanto, se practica y se cultiva
La clave comunitaria o comunitario-popular de la transformación social nos ha permitido volver inteligibles conjuntos de potencias y dificultades del curso de las luchas sociales protagonizadas, sobre todo —aunque no únicamente—, por pueblos indígenas que, bajo otra
3 Un ejemplo de esto ocurrió en Bolivia, cuando la clave política para organizar la comprensión de los sucesos históricos transitó desde cómo transformar las prácticas políticas coloniales y capitalistas inscritas en el aparato de Estado recién ocupado, que era uno de los contenidos que alumbraban la convocatoria a Asamblea Constituyente en 2006, a ‘cómo hacer caber’ a los pueblos indígenas en la estructura política heredada. El objetivo político mutó y también la codificación de los protagonistas de la lucha: de los empeños por alterar y subvertir el andamiaje institucional y legal de todo el país, al regateo de prerrogativas para las colectividades indígenas dentro de sus circunscripciones territoriales. Uno de los artefactos para echar a andar todo esto fue la necesidad de que expertos estatales determinaran quiénes son ‘pueblos indígenas’ y que, por tanto, determinaran también quiénes no lo son.
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perspectiva, no logran ser explicitadas ni cabalmente comprendidas. Tal es el contenido, por ejemplo, de la discusión crítica que Tzul (2016) realiza en torno a las prácticas y objetivos políticos del llamado Movimiento Maya en Guatemala. Esta autora se enfoca en dos rasgos centrales de la potencia política de las tramas comunitarias de Totonicapán: la centralidad del trabajo colectivo o k´ax k´ol, que reiteradamente reproduce el entramado comunitario, así como la habilidad de esa misma trama para regenerar anualmente sus vínculos, revitalizando formas de autoridad en sistemas de gobierno local que regulan el cuidado y uso de la riqueza material disponible. El trabajo de Linsalata (2015) sobre los sistemas comunitarios independientes de agua potable en Cochabamba también coloca en el centro de la reflexión el trabajo comunitario de servicio, colectivo y creativo, como fuente primordial de la capacidad de producción de lo común; lo liga a la garantía de la reproducción de la vida —en este caso específico, al acceso al agua— y al cultivo de formas políticas autónomas. De ahí la relevancia que para nosotras fue adquiriendo la calidad autoproducida —autopoiética— de las tramas comunitarias y del cultivo de sus capacidades políticas específicas, así como la centralidad de peculiares figuras del trabajo colectivo ligadas a la reproducción material y simbólica de la vida para producir lo común
—o para cuidar, usufructuar y regenerar aquello que se comparte— y para generar y cultivar formas de regulación y gobierno de lo común basadas en la coproducción de acuerdos que obligan y hacen brotar formas de autoridad no liberales. En este punto, no es poco lo que aprendimos de la reflexión de Jaime Martínez Luna (2013, 251) sobre el trabajo comunal:
La ‘comunalidad’ como llamamos al comportamiento resultado de la dinámica de las instancias reproductoras de nuestra organización ancestral y actual descansa en el trabajo, nunca en el discurso; es decir, el trabajo para la decisión (la asamblea), el trabajo para la coordinación (el cargo), el trabajo para la construcción (el tequio) y el trabajo para el goce (la fiesta).
Este camino crítico, enlazado con la implicación, el registro y la reflexión sobre otro amplio abanico de luchas contra los “despojos
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múltiples” (Navarro, 2015a), que en tiempos recientes se designan también como luchas socioambientales contra toda clase de extractivismo y que nosotras entendemos como constelaciones de luchas por lo común, nos empujó hacia la noción de ‘lo común’ en su doble significado: como relación social y como categoría crítica. Este recorrido, además, se nutrió profusamente de la perspectiva de la ecología política, cultivada, sobre todo, por Mina Navarro (Navarro y Fini, 2016), que amplió la perspectiva de investigación conjunta de la dinámica íntima de las tramas comunitarias y nos convocó a incluir claves como la ‘interdependencia’ y la autorregulación. En este sentido, a raíz de un trabajo común (Gutiérrez, Navarro, Linsalata, 2016b), consideramos que:
Lo común se produce, se hace entre muchos, a través de la generación y constante reproducción de una multiplicidad de tramas asociativas y relaciones sociales de colaboración que habilitan continua y constantemente la producción y el disfrute de una gran cantidad de bienes materiales e inmateriales de uso común. Aquellos bienes que solemos llamar “comunes” como el agua, las semillas, los bosques, los sistemas de riego de algunas comunidades, algunos espacios urbanos autogestivos, etc. no podrían ser lo que son sin las relaciones sociales que los producen. Mejor dicho, no pueden ser comprendidos plenamente al margen de las personas, de las prácticas organizativas, de los procesos de significación colectiva, de los vínculos afectivos, de las relaciones de interdependencia y reciprocidad que les dan cotidianamente forma, que producen tales bienes en calidad de comunes (388).
Entendemos el contenido crítico de la producción de lo común, dado que:
[Las múltiples y diversas formas de producción de lo común] si bien coexisten de forma ambigua y contradictoria con las relaciones sociales capitalistas no se producen, o solo en una mínima parte, en el ámbito capitalista de la producción de valor. Se producen y refuerzan generalmente más allá, contra y más allá de las relaciones sociales capitalistas, habilitando la capacidad misma del despliegue de las luchas, dado que solo si somos capaces de producir vínculos no mediados o no plenamente mediados por la relación del capital logramos generar riqueza concreta.
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En la mayoría de los casos, las relaciones sociales que producen
común suelen emerger a partir del trabajo concreto y cooperativo de colectividades humanas autoorganizadas que tejen estrategias articuladas de colaboración para enfrentar problemas y necesidades comunes y garantizar así la reproducción y el cuidado del sustento material y espiritual de sus comunidades de vida. En este sentido, sostenemos que lo común da cuenta antes que nada de una relación social, una relación social de asociación y cooperación capaz de habilitar cotidianamente la producción social y el disfrute de riqueza concreta en calidad de valores de uso; es decir, de bienes tangibles e intangibles necesarios para la conservación y reproducción satisfactoria de la vida (388-389).
Entender lo común de esta manera nos llevó también a abrir la noción de lo comunitario más allá de lo étnico o de lo heredado, para iluminarlo como lucha, hacer y creación colectiva. Mina Navarro (2016), en particular, ha indagado en la fragilidad, pero también en la potencia, del “hacer común en las ciudades”. Reiteramos que, sin ningún afán de desconocer la riqueza de las enseñanzas que las perseverantes y esforzadas luchas de los pueblos indígenas andinos y mesoamericanos nos han brindado, nos abrimos a la comprensión de lo común como capacidad específicamente humana —y por tanto colectiva e individual— de cultivo de vínculos para satisfacer deseos y necesidades-desesidades (Pérez Orozco, 2014), de tejido de tramas, basadas en la obligación recíproca y en el compromiso por producir acuerdos para usufructuar y gestionar lo creado. Entendimos, además, el cuidado cotidiano y despliegue de tal “capacidad de forma” (Echeverría, 1995; 1998) como clave e hilo conductor de la comprensión de la transformación social en tanto subversión sistemática de lo existente, que puede regenerar vínculos colectivos capaces de sostener la reproducción de la vida, contra y más allá del orden colonial y patriarcal del capital y del Estado. Tenemos, pues, varias derivas o retoños que han brotado una vez lograda la anterior síntesis parcial de nuestras investigaciones. La primera es la necesidad de someter a crítica la imagen de ‘revolución’ heredada del siglo XVIII, como ilusión de ruptura total con un pasado que demoler y voluntad de refundación social que comienza desde cero, como surgía de la subjetividad alumbrada por el ethos
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romántico (Echeverría, 1995). Esta imagen y sus variantes —más o menos deformadas o diluidas— han acompañado al pensamiento de izquierda hasta nuestros días. Sin embargo, para nosotras, atender cuidadosamente a la tensión entre conservación de la riqueza material y simbólica —heredada o regenerada— y la transformación de las formas de apropiación política de esa riqueza material, insinúa un camino más fértil para explorar los contenidos subversivos que se gestan en las luchas. Tales contenidos de transformación social se expresan no únicamente como programas políticos sino también como deseos compartidos que se ponen en práctica, como anhelos colectivos no plenamente expresables de manera sintética y explícita, que alumbran horizontes de ruptura con aquello que niega la posibilidad misma de producción de lo común, al tiempo que resignifica la disposición a conservar y cuidar aquello que lo sostiene (Castro, 2017). Si se entiende de esta manera, entre otras cosas, se rompe también con la idea progresiva del tiempo heredada de la modernidad capitalista que considera la ‘novedad’, la ‘alteración de lo anterior’, como intrínsecamente pertinente y útil. Lo es, por supuesto, para relanzar ciclos de acumulación de capital, no para abrir posibilidades de debate sobre la alteración política de la sociedad. Nuestro trabajo dialoga con la perspectiva de la comunalidad cultivada en Oaxaca, México, que expresa la ‘paradoja comunal’ como adecuación entre conservar y crear. El carácter crítico de nuestro acercamiento, que piensa la creación común como afirmación y como negación, más que distancia es contrapunto que se afana en conversar sobre aquello que comparten experiencias históricas específicas, encarnadas en conjuntos de mujeres y varones que luchan para “continuar siendo lo que son, al tiempo que se desplazan del sitio donde el orden dominante los coloca”, parafraseando la afortunada expresión acuñada por López Bárcenas (2002) sobre los pueblos indígenas.
El contenido antipatriarcal en la perspectiva de la producción de lo común
A lo largo de nuestro trabajo, hemos procurado mantener a la vista el carácter sexuado de las relaciones sociales, es decir, evitamos colapsar
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en la ilusión moderna acerca de una figura ‘individual’ independiente y pretendidamente neutra, aunque, en realidad, sea un adulto masculino y su existencia se base en algún patrón de ‘dependencia’ que se fetichiza como ‘independencia’ al negar la interdependencia (Hernando, 2012). Sin embargo, son las luchas renovadas de las mujeres, urbanas y rurales ‘contra todas las violencias machistas’ y ‘en defensa de la vida’, las que han empujado nuestras reflexiones hacia los contenidos antipatriarcales radicales que se despliegan en tales acciones de lucha. Para acercarnos a esta temática introducimos una distinción que nos permite ordenar un poco la discusión: reconocemos la presencia de al menos dos torrentes diferenciados de luchas renovadas de las mujeres, que, sin embargo, no son ajenos en sus prácticas y contenidos ni plenamente contradictorios, son sencillamente distintos. Nos referimos, por un lado, a las luchas renovadas de las mujeres contra múltiples formas de despojo en regiones y territorios del área rural, que enuncian los contenidos más íntimos de sus empeños como acciones ‘en defensa de la vida’. Por otro, a la revitalización en los últimos cinco años de amplísimos esfuerzos de luchas de feministas urbanas, que impulsan luchas ‘contra todas las violencias machistas’. En relación con lo primero hay abundante literatura que registra una interesante particularidad contemporánea en las luchas contra alguna manifestación del extractivismo dominante: en prácticamente todos los casos, las mujeres, dentro de alguna trama comunitaria situada y local, ‘detonan’ el despliegue de las luchas ‘en defensa de la vida’; ellas subvierten y muchas veces rebasan los acuerdos y negociaciones admitidos por sus compañeros varones mediante estructuras asociativas canónicas (sindicatos, comités, comisariados ejidales, etc.). En México, en Michoacán, Guerrero y Oaxaca, se han documentado experiencias donde las mujeres, como parte de una trama comunitaria agredida por algún tipo de despojo en marcha con fines de ampliación extractiva, se han plantado frente a los agresores con un nivel de radicalidad y decisión que ha obligado a detener los proyectos en cuestión (Ramírez, 2016; Gutiérrez et al., 2014). Acciones similares se han documentado en Bolivia durante la histórica lucha en defensa del Tipnis (Rivera, 2018), actualmente en Tariquía (López y Chávez, 2019) y en otros varios casos. Algo similar ocurre en Perú, Ecuador, Colombia y el sur de Argentina.
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Los regímenes progresistas que se sostienen en variantes de un modelo de acumulación extractivista han activado una virulenta lógica de repatriarcalización (Cruz et al., 2019), que, además, refuerza los rasgos sociales coloniales al atacar la garantía colectiva de sustento, por ejemplo, afectando fuentes de agua, bosques o diversidad de cultivos. Esto ha puesto en crisis, nuevamente, la posibilidad de garantizar la reproducción de la vida colectiva, humana y no humana. Bajo esta pauta, el desarrollo económico capitalista hegemónico irrumpe sobre las formas anteriores de reproducción social de la vida y los medios de existencia, ataca el trabajo comunitario no asalariado y refuerza la expropiación del trabajo reproductivo de las mujeres, de los conocimientos tradicionales, de los cultivos de autoabastecimiento, y debilita o niega cualquier forma de autogobierno local. En medio de este conjunto de procesos simultáneos de expropiación, incremento de la explotación y anulación de capacidades políticas, se refuerza y reactualiza la amalgama entre capitalismo, patriarcado y colonialidad (Gutiérrez, Sosa y Reyes, 2017) tejida a lo largo de siglos. Así, el régimen político extractivista empuja su ofensiva en todos los frentes: al atacar la garantía de sustento alcanzada por alguna colectividad específica para abrir nuevas opciones a la acumulación de capital, debilita la posición de las mujeres en sus tramas comunitarias, al tiempo que boicotea o anula capacidades políticas colectivas. Esto conduce a que estas tramas comunitarias, centradas en la reproducción colectiva de la vida, se vuelvan todavía más frágiles, con lo cual la ofensiva extractivista se expande. La dinámica se presenta, con frecuencia, como una auténtica “guerra contra las mujeres” (Federici, 2013b; Segato, 2016), en tanto desconoce y pone en crisis la reproducción de la vida colectiva y niega la vida política comunitaria. Ahora bien, en la mayoría de las experiencias que conforman tal constelación de luchas en defensa de la vida que se han generalizado por toda América Latina, las mujeres han recuperado para sí capacidades políticas a partir, inicialmente, de fijar vetos a los proyectos extractivos, mediante regeneradas alianzas entre ellas. La cohesión y fuerza regeneradas, sobre todo a través de la práctica del “entre mujeres” (Menéndez, 2018), ha impulsado sus luchas y ha permitido el despliegue del deseo femenino de intervenir políticamente en la vida

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colectiva, con el fin de impedir que se ejecuten proyectos extractivistas
en los territorios comunitarios. No hablamos de la adscripción de mujeres diversas a alguna clase de ‘feminismo ideológico’; señalamos, más bien, la tendencia a desbordar lo instituido, protagonizada por múltiples alianzas de mujeres que despliegan, inicialmente, un colectivo deseo negativo: no dejar pasar los planes extractivos. Ahora bien, en medio de tales acciones suele ocurrir un doble movimiento: por un lado, las mujeres se afirman a sí mismas en tanto que mujeres en lucha cuando desafían la amenaza a la garantía de sustento colectivo representada por los proyectos extractivos de toda clase. Por otro, en muchos casos, tal acción pone en crisis añejas estructuras de contención social de ellas mismas, subvirtiendo los mecanismos y prácticas que con frecuencia marcan una inclusión diferenciada (Tzul, 2016) de las mujeres en las propias tramas comunitarias, sobre todo en lo que se refiere a producir decisiones políticas. Así, las luchas en defensa del agua, de los bosques, de los cultivos de sustento, entre otras, es decir, de los medios de existencia en su gran variedad, impulsan contenidos anticapitalistas y, simultáneamente, antipatriarcales; lo uno por lo otro y viceversa. Muchísimas mujeres en la última década han conformado toda clase de comités, asociaciones, asambleas y más, dispersas por diversas geografías, a fin de enlazarse y desplegar sus luchas contra específicos proyectos extractivos. Esto suele poner en crisis las estructuras sexogenéricas en las propias tramas comunitarias. Insistimos: no se afirma que los varones no participan de las luchas, destacamos que, con frecuencia, las mujeres sostienen y refuerzan la capacidad colectiva de veto a lo que las niega. A partir de ello, abren paso a nuevas formas de politicidad y regeneración de lo común. En las ciudades y áreas periurbanas de casi todos los países de América Latina, en medio de la precarización intensa de la vida colectiva, de la gestión clientelar-financiera de las necesidades más inmediatas y de la sobreexplotación del trabajo que han puesto en crisis el llamado “patriarcado del salario” (Federici, 2018), también se han movilizado y levantado cientos de agrupaciones y colectivos de mujeres contra ‘todas las violencias machistas’, que ya no están dispuestas a soportar ni a mantener en el silencio. En Argentina,
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Uruguay, Chile, México, Colombia, Bolivia, entre otros países, ha brotado una incontenible insurrección de mujeres diversas y otros cuerpos feminizados que denuncian y repudian el feminicidio y, en general, todo el complejo de violencia (Paley, 2018) en el que se las obliga a desarrollar sus tareas cotidianas. Al reunirse y hablar entre sí para significar sus experiencias más duras y cotidianas, han expresado con energía creciente su rechazo a las agresiones cotidianas que sufren en ámbitos privados y públicos, así como su hartazgo con la sobrecarga de trabajo productivo y reproductivo realizado en condiciones crecientemente violentas. De esta manera, han abierto nuevas formas de politización que ligan sentimiento y palabra, emoción y razón por donde se despliegan, en medio de álgidas discusiones y flujos crecientes de antagonismo antipatriarcal que fractura la añeja amalgama que funde patriarcado con capitalismo y colonialidad. Se ha abierto también en las ciudades un ‘tiempo de rebelión’ en el que cada vez más mujeres diversas, enlazadas a través de la palabra compartida y la experiencia puesta en común se proponen “cambiarlo todo” (Gago et al., 2018). Estos dos amplios conjuntos de luchas ‘en defensa de la vida’ y ‘contra todas las violencias’, distinguibles aunque no ajenos, van poco a poco tejiendo, no sin contradicciones, un nuevo tipo de interseccionalidad feminista que también pone en crisis anteriores marcos clasificatorios. La práctica feminista y antipatriarcal de las acciones impulsadas desborda las clasificaciones y reconecta asuntos que se presentaban como fragmentados, pues quedan codificados en registros distintos bajo la lógica capitalista-patriarcal dominante. En este sentido, se lucha por aborto libre y seguro, al tiempo que se repudia la política de endeudamiento que agobia la vida popular; se defiende el agua y los territorios mientras se tejen vínculos intersindicales que critican la precarización creciente del mundo laboral; se denuncia el acoso y la violencia en centros de trabajo y hogares; se exige atención a la educación y se defiende el Estado laico; se cruzan las campañas por reconocimiento al trabajo sexual y se organizan encuentros plurinacionales, al tiempo que se critican los mandatos de maternidad lanzados bajo el régimen patriarcal. Se abren, así,
inusitadas posibilidades de reconexión entre diversas, que, en sus
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prácticas, exhiben renovadas capacidades de regenerar lazos y
vínculos, cohabitando un espacio de producción de sentido común disidente en vertiginosa construcción. En Argentina y Uruguay, sobre todo, se ha comenzado a hablar masivamente de nuevas formas de asumir y gestionar la interdependencia de la vida colectiva, más allá de los compartimientos impuestos por la institución de la familia patriarcal, la escuela y el trabajo asalariado. “Las luchas renovadas de las mujeres todo lo están mezclando”, anotaban compañeras argentinas en una de las potentes asambleas situadas, donde ponen en común sus desesidades, como diría Amaia Pérez (2014), al tiempo que trazan los planes para alcanzarlos. Justamente desde el registro e implicación en esta amplia galaxia de esfuerzos, ensayamos ahora la siguiente síntesis parcial.
Tercera clave: las luchas renovadas de las mujeres en defensa de la vida y contra todas las violencias machistas
Estas luchas, desplegadas en múltiples espacios de la vida social, están poniendo en crisis los llamados ‘espacios mixtos’ de la vida pública y privada, exhibiendo el andamiaje patriarcal de sentidos, prácticas e instituciones que organizan la trenza de dominación-expropiación y explotación que se proponen subvertir. Renuevan, por tanto, el camino de la revolución. La forma como las mujeres ponen en crisis los llamados espacios mixtos4 se registra claramente cuando su hacer político revitalizado entra en brusca tensión con el amplio conjunto de prácticas de corte patriarcal que se ponen en escena en los espacios colectivos de producción de decisión política, donde se reproduce el tradicional monopolio masculino de la palabra. Al empujar palabra y participación,
las mujeres ‘en defensa de la vida’ desafían y desbordan los

4 Usamos la expresión ‘espacio mixto’ porque con ella se pretende contener la lucha feminista acusándola de divisionista. Nos referimos, sobre todo, a las organizaciones políticas, sindicales, universitarias, comunitarias estructuradas patriarcalmente que entran en crisis cuando las mujeres se desplazan del lugar asignado y recuperan la voz enlazándose entre ellas y, por tanto, subvirtiendo el orden anterior. Este es un fenómeno generalizado en América Latina.
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tradicionales mecanismos de anulación de su voz en los ámbitos mixtos, que en realidad son patriarcales. Cuando las mujeres perseveran en su alianza cotidianamente política y la refuerzan, vencen el miedo que las silencia y lanzan la voz: en esa acción de habla, desplazamiento y grito, se mantienen enlazadas, rompen con la mediación patriarcal, que es la más íntima de las formas de relacionamiento entre varones y mujeres para garantizar el orden que sostiene capitalismo y colonialidad. Desde ahí comienza una cascada imparable de rupturas y reacomodos en diversos niveles: las mujeres eluden y confrontan los esfuerzos patriarcales que anulan su voz y sus pensamientos, reconocen la violencia que sostiene tales prácticas y avanzan. Enuncian, entonces, que despliegan sus luchas contra todas las violencias machistas. El edificio social entero se tambalea íntegramente: la alianza insólita entre diversas que se sostienen entre sí para lanzar sus deseos y dar sus luchas literalmente ‘mueve el piso’ donde se asienta todo el edificio de la dominación-expropiación-explotación. Desde lo cotidiano, lanzándose a recuperar las calles y el espacio público, alimentan una política no estadocéntrica, que abre posibilidades a nuevas creaciones y planteamientos que se proponen subvertirlo todo, como lo enuncian y practican en Argentina y en Uruguay. Las mujeres acuerpadas en formas innumerables de feminismos en lucha empujan a la sociedad con claridad, hacia horizontes de transformación que reinstalan, una vez más, la defensa de la vida, la garantía de su reproducción colectiva y el respeto a la pléyade de prácticas políticas y conocimientos que brota desde tales actividades, como corazón de posibilidades renovadas de regenerar el mundo como se mira y se siente, con enorme fuerza, sobre todo en el Cono Sur.
A manera de conclusión

Reconocemos una amplia constelación de luchas que se va desarrollando ante nuestros ojos, sostenida en tramas comunitarias que habilitan una específica y sexuada subjetividad colectiva en marcha, capaz de autoproducir renovadas formas de interdependencia, con capacidad de generar riqueza concreta —bajo alguna de sus formas— que persevera reflexiva y críticamente para garantizar la
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reproducción material y simbólica de la vida colectiva, así como la perdurabilidad y equilibrio de los vínculos producidos, haciéndose cargo, también, de la diferencia sexual. Por ello, las tramas comunitarias que se empeñan en (re)producir lo común nunca son algo dado o meramente heredado, sino que son creaciones colectivas plásticas y diversas; son ensayos reiterados para producir vínculos estables y capaces de conservar, ajustando y equilibrando, formas de autorregulación que sostengan su existencia en el tiempo, y dotarse de ellas. Al estudiar una gama tan amplia de prácticas y luchas, puede parecer que nuestros esfuerzos son vanos. Consideramos que este no es el caso y, más bien, nos empeñamos en distinguir con cuidado y de la manera más clara posible lo que el capital y sus formas políticas liberales ocultan y niegan. Ensayamos formas sintácticas renovadas que nos permitan eludir el rasgo universalista de cierta lógica que estructura el lenguaje colonial que hablamos: el castellano, el cual delimita y pauta qué puede y qué no puede decirse. Por ello disputamos paso a paso los significados más hondos de ciertos términos, trastocándolos y abriéndolos a renovados contenidos. Percibimos, con el cuerpo todo, que nuestro trabajo vale la pena en tanto necesitamos regenerar capacidades sensibles e intelectuales —actualmente rotas y segmentadas— para comprender el mundo desde la clave de la interdependencia. Para esto, practicar y estudiar lo común como relación social inmediatamente antagónica al capital en muy diversos niveles y escalas se nos presenta como un camino fértil. Este es el camino que hemos elegido para descubrir y alumbrar horizontes comunitarios y populares que nos permitan salir de la cárcel patriarcal del capitalismo colonial que hemos agrietado en otras luchas, pero que hasta ahora ha sido capaz de recomponerse. Nuestra lucha es larga y diversa, tanto como la vida misma.

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