Crónicas del siglo 21 (xxviii). Año 2004 y lo que hemos aprendido de los últimos 10 años de revuelta: ¿Hay que enfocar las luchas en el estado o mejor damos la espalda al estado e intentamos cambiar el mundo sin tomar el poder?

Hablar un lenguaje que los poderosos no entienden, cantar una canción que lastima sus oídos, vestirnos de colores que lastiman sus ojos, hacer con una lógica que transgrede su razón, mover con ritmos que no captan: esto es lo que hemos aprendido de Argentina, Bolivia, de los zapatistas y de los últimos diez años de revuelta en todo el mundo.



Los Nuevos Movimientos Sociales y la cuestión del Poder. John Holloway

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02.Mar.04

Intervención de John Holloway en el foro “Los nuevos movimientos sociales y la cuestión del poder en América latina”, realizado el 13 de febrero de 2004 en el Auditorio ‘Che’ Guevara de la UNAM.

México, Argentina, Bolivia…América latina:
Los Nuevos Movimientos Sociales y la cuestión del Poder

John Holloway

I

La cuestión del poder y del estado es una cuestión práctica. En América Latina y en todo el mundo hay una oleada enorme de luchas en contra del neoliberalismo. ¿Cómo fortalecemos estos movimientos? ¿Cómo hacemos para que otro mundo sea posible? ¿Hay que enfocar las luchas en el estado, en el intento de ganar influencia dentro del estado, o de conquistar el control del estado? ¿O mejor damos la espalda al estado e intentamos cambiar el mundo sin tomar el poder?

Esta es la pregunta central para los movimientos de resistencia en América Latina y para el movimiento altermundista en todo el mundo. De los reportajes que llegaron del Foro Social Mundial en Mumbai, está claro que este fue el tema principal de los debates, y también es la cuestión central en Argentina, en Bolivia, Ecuador, Chiapas, San Salvador Atenco, Tlalnepantla.

La pregunta está clara, pero no existe ninguna respuesta fácil. Es importante señalar esto porque en la discusión de las diferencias de opinión es fácil perder de vista que todos somos compañeros involucrados en la misma lucha para crear una sociedad digna (es decir una sociedad comunista). Exagerar las diferencias es un peligro, pero también existe el otro peligro de no querer discutir las diferencias simplemente porque todos estamos en la misma lucha. Dentro de la lucha por otro mundo es importante discutir las diferencias, pero teniendo presente que nadie tiene las respuestas, que no existe ninguna línea correcta, que el camino hacia adelante tiene que ser a través de la discusión y no a través de la descalificación mutua.

Quiero hablar de los problemas de ambos enfoques y explicar por qué, a pesar de sus problemas, pienso que tenemos que enfocarnos en cambiar el mundo sin tomar el poder. Y después quiero hablar de los casos específicos de Argentina y Bolivia.

En toda esta discusión voy a asumir que la lucha no es solamente en contra del neoliberalismo sino en contra del capitalismo. La destrucción de la humanidad que se está llevando a cabo ahora no es porque los gobiernos escogieron políticas incorrectas, sino porque la organización capitalista de la sociedad, es decir, la organización de la sociedad sobre la base de la ganancia, es en contra de la humanidad. La existencia misma del capitalismo es una agresión en contra de la humanidad. La creación de un mundo digno significa abolir el capitalismo y no solamente cambiar las políticas de los gobiernos.

¿Cómo deshacernos del capitalismo, entonces? La perspectiva ortodoxa es que enfoquemos nuestras luchas en el estado y que intentemos conquistar el control del estado, sea por la vía electoral, sea por la lucha armada. Una vez que tengamos el control del estado, vamos a poder introducir cambios sociales radicales, socializar los medios de producción, transformar la organización del trabajo, etc. Por supuesto, dicen, no puede haber socialismo en un país, pero el control del estado nos dará la posibilidad de cambiar las condiciones dentro de un país y una base para conquistar el control en otros países.

El argumento en contra de esta perspectiva tiene dos momentos. Primero, la perspectiva estadocéntrica exagera el poder del estado. El estado (cualquier estado) está estrechamente integrado en la totalidad de las relaciones sociales capitalistas, a tal grado que sería muy difícil para cualquier estado (cualquiera que sea la intención de sus líderes) implementar medidas que tuvieran el efecto de reducir la rentabilidad del capital. Si un estado implementa tales medidas, el capital se irá del país y el país será más pobre. Tal vez sea posible restringir la salida del capital, pero entonces el capital dejaría de fluir al país, con el mismo resultado. Es por el miedo de que esto podría pasar que los gobiernos de izquierda generalmente hacen un esfuerzo particular para convencer a los capitalistas que no van a hacer nada para reducir las ganancias del capital.

Esto es cierto para gobiernos reformistas, gobiernos que no tienen ninguna intención de romper con el capitalismo. Pero ¿qué de los gobiernos revolucionarios? (Primero hay que decir que una pregunta muy abstracta, porque no existe en el mundo un partido revolucionario que tenga la más remota posibilidad de conquistar el poder estatal. Pero imaginemos …) Los gobiernos revolucionarios obviamente se enfrentarían con una salida masiva del capital y un incremento en la pobreza. En una situación revolucionaria, puede ser que la gente acepte una reducción en sus niveles de vida para crear otro tipo de sociedad, pero si no hay una verdadera autodeterminación social, la pobreza y el distanciamiento del liderazgo pueden conducir muy fácilmente a un régimen autoritario. La clave es la autodeterminación social. Pero la verdadera autodeterminación social implica una forma de organización social que no sea el estado, una forma antagónica a la forma estatal, algún tipo de organización consejista, y esta no se puede crear desde el estado. En otras palabras, el éxito de la revolución dependerá de la autodeterminación, y la autodeterminación va en contra del estado.

Esto nos lleva al segundo (y más importante) argumento en contra de la canalización de la lucha hacia la conquista del poder estatal. Centrar la lucha en el estado significa empobrecer la lucha. Una oleada de lucha como la oleada actual es una explosión increíble de creatividad: la gente inventa nuevas formas de pelear por lo que desean, nuevas formas de expresarse, nuevas formas de divertirse. Sus sueños y sus aspiraciones van mucho más allá de lo inmediatamente posible: “seamos realistas, exijamos lo imposible”. Se desarrollan nuevas formas de organización, se derrumban viejas instituciones y viejos liderazgos. La rebeldía es expresiva, no instrumental: es una rebeldía en-contra-de, una explosión de lo reprimido, no un movimiento consciente y calculado, diseñado para llegar a cierta meta. La rebeldía habla un lenguaje que el estado capitalista no entiende, usa una gramática que no tiene sentido para los que mandan, canta una canción que lastima los oídos de los poderosos.

Canalizar esta rebeldía hacia la conquista del poder estatal, sea por la vía electoral sea por la lucha armada, significa domar la rebeldía, enseñarle el lenguaje y la gramática y la música del poder, moverla a otro terreno (al terreno de las elecciones o de la lucha armada), un terreno en el cual el capital se siente totalmente a gusto. Pero esto es empobrecer la rebeldía, quitarle su color, hacerla aburrida. Implica introducir jerarquías: jerarquías entre los líderes y las masas, jerarquías entre las actividades serias que contribuyen a la conquista del poder y las actividades frívolas o pequeñoburguesas que no lo hacen. Centrar el movimiento en el estado socava la fuerza del movimiento. Puede ser que esta canalización del movimiento conduzca de hecho a la conquista del poder estatal, pero el movimiento que llega al poder va a ser un movimiento mucho más burocratizado y estrecho que antes, un movimiento mucho menos capaz de resistir cuando sus líderes estén absorbidos por el mundo de relaciones sociales capitalistas del cuál ya son parte. La desilusión, la traición, la burocratizacion son por lo tanto los conceptos claves de la historia de la izquierda estadocéntrica.

Pero, si no a través del estado, entonces ¿cómo? La rebeldía no es suficiente. No es suficiente porque los horrores del mundo no existen simplemente: se están generando todo el tiempo y lo que los genera es la organización capitalista de la sociedad, la organización de nuestro hacer como trabajo orientado hacia la producción de ganancia, es decir, como trabajo que produce valor y plusvalía. La rebeldía se tiene que convertir en revolución no en el sentido de una cambio desde arriba, sino en el sentido de crear un mundo en el cuál el hacer no exista como trabajo enajenado: sólo entonces podemos decir que otro mundo es posible.

¿Cómo podemos hacer eso? Tenemos que tomar como punto de partida las rebeldías, insumisiones, desobediencias que existen y verlas como fisuras, como grietas en la dominación capitalista, espacios en donde la gente está diciendo “NO, aquí no manda el capital”, aquí vamos a determinar nuestras vidas como queramos nosotros”. Estas fisuras existen por todos lados, grandes y pequeñas. El problema es pensar cómo las podemos expandir y multiplicar. No existe ninguna razón para pensar que la expansión de la rebeldía debería llevarse a cabo a través del estado, una forma de relaciones sociales desarrollada históricamente con el propósito de suprimir la desobediencia. No existe ninguna razón por qué la extensión y multiplicación de las insumisiones deba requerir una forma de organización centralizada: lo que se necesita (y lo que está pasando actualmente) es el desarrollo de redes informales de apoyo, de inspiración y de información.

Existen, por supuesto, muchos problemas para pensar cómo este enfoque se pueda desarrollar. Un problema central es la de la organización material de nuestro hacer. Para crear un mundo diferente, tenemos que organizar nuestro hacer de otra forma, de una forma no capitalista, no orientado hacia el mercado. Existen muchos proyectos y experimentos en este sentido, pero están limitados por el hecho de que el capital es propietario de los medios de producción, es decir que controla el acceso a la riqueza del hacer humano. Para desarrollarse, el movimiento de la insumisión tiene que enfrentar la propiedad capitalista y, por lo tanto, también las fuerzas de represión que protegen la propiedad capitalista. ¿Significa esto que necesitamos controlar el estado para cambiar la ley que protege la propiedad y para controlar el ejército y la policía? No creo, porque el estado no es una forma de organización que se pueda usar en contra de la ley, la propiedad, el ejército y la policía: el control del estado tiende a convertirse en control por el estado. Probablemente tenemos que pensar más bien en cómo el movimiento de insumisión pueda penetrar y subvertir la ley, la propiedad, la policía y el ejército.

Criticar el enfoque estadocéntrico no significa que el enfoque alternativo (es decir el intento de cambiar el mundo sin tomar el poder) no tenga sus problemas. El hecho de que ellos (los estadocéntricos) no tienen las respuestas no quiere decir que nosotros sí las tenemos. Uno podría pensar que los dos enfoques se deberían combinar, y hasta cierto grado esto es lo que está pasando en los movimientos de hoy en contra del neoliberalismo. Está bien así, pero también hay que reconocer que hay tensiones entre los dos enfoques, que nos llevan en direcciones diferentes.

A pesar de los problemas, pienso que el camino hacia adelante se tiene que pensar en términos de cambiar el mundo sin tomar el poder. La orientación hacia el estado canaliza la rebeldía, la sofoca. Pero también hay otra consideración: lo que los zapatistas llaman “dignidad”, o los situacionistas “autenticidad”, lo que a veces se discute en términos del carácter “ético” del nuevo concepto de la rebeldía. Mientras que el viejo concepto plantea que la revolución es como una guerra y que estamos obligados a adoptar los métodos del enemigo (la lucha armada o las elecciones) para vencer al capital, el enfoque de la dignidad dice que la revolución no se puede entender con metáforas militares, que adoptar los métodos del enemigo es derrotarnos a nosotros mismos, y que lo importante es desarrollar nuestros propios métodos y formas de organización que a la vez expresan nuestro sentido de la dignidad humana y prefiguran la sociedad que queremos crear. Lo importante es que la lucha salga de nosotros, que sea una expresión y no una represión, un gusto y no un sacrificio.

Lo importante, entonces, cuando pensamos en términos de éxito o fracaso es el movimiento de nuestra dignidad colectiva y no la conquista de posiciones de poder. No existe una medida instrumental (si logramos tomar el poder o no), solamente la cuestión de la fuerza y la dignidad del movimiento.

Esto implica - y esto es muy importante - otra temporalidad. En el concepto tradicional de la revolución, existe un concepto de tiempo que tiene como su eje el momento revolucionario. Hay un antes y un después, todo se concibe en términos de la expectativa de este momento, de la revolución que transformará la sociedad y creará un después radicalmente distinto. Esta expectativa está centrada en una serie de situaciones revolucionarias que puedan surgir antes de la revolución misma. Es una temporalidad de aplazamiento, de expectativa y de oportunidades específicas: si estas oportunidades se pierden, se ve como un fracaso del movimiento.

En el concepto del anti-poder, hay otra temporalidad, una temporalidad doble. Por un lado, la revolución es urgente: no puede esperar, empieza hoy, no en el futuro, no cuando surja la situación revolucionaria. Hoy tenemos que decir NO, hoy tenemos que dejar de hacer el capitalismo, hoy tenemos que construir otro mundo. ¡Ya basta! ¡Que se vayan todos! Pero detrás del Aquí-y-ahora impaciente (pero sin socavarlo o debilitarlo) hay otra temporalidad, la temporalidad de la paciencia, precisamente porque la revolución es la construcción de otro tiempo, de otro ritmo de vida. Los zapatistas y algunos de los piqueteros y los movimientos en Bolivia y Ecuador han insistido mucho en este punto: tenemos que imponer nuestros propios ritmos, no aceptar los ritmos que el estado intenta imponer (a través de las elecciones, por ejemplo). Caminamos, no corremos, porque vamos muy lejos. Esta no es una temporalidad de expectativa y oportunidad: no hay expectativa, porque la revolución es ahora, cada momento es una situación revolucionaria; y el movimiento no es un movimiento de oportunidades logradas o fracasadas, sino de una práctica paciente y de amor para construir otra sociedad. Esta no es una perspectiva reformista o gradualista, porque en cada momento estamos desafiando y rompiendo los límites del capitalismo, pero reconociendo al mismo tiempo que cada ruptura orgásmica se tiene que fortalecer a través de la lucha de largo aliento.

La cuestión del tiempo es muy importante cuando consideramos las implicaciones de las luchas en Argentina y Bolivia.

II

El argumento de aquellos que centran sus luchas en el estado es claro. Dicen: “En Bolivia, el levantamiento fracasó porque fue incapaz de tomar el poder estatal y dejó al vicepresidente asumir el lugar del presidente. En Argentina también, el levantamiento popular fracasó porque no tenía un proyecto de tomar el poder, y por eso se dispersó en una multitud de proyectos pequeños, dejando a Kirchner ganar las elecciones y restaurar el orden burgués. En ambos casos hacía falta un partido revolucionario que pudiera haber canalizado el movimiento hacia la toma del poder estatal. En la derrota de estos movimientos, parte de la responsabilidad cae en los intelectuales que arguyen en contra de la toma del poder. Las experiencias de Argentina y Bolivia demuestran claramente que el enfoque anti-estatal está equivocado”.

Hay varias respuestas a este argumento. Primero, no existía un partido revolucionario ni en Argentina ni en Bolivia que habría podido tomar el poder, simplemente porque en ambos casos la fuerza del movimiento rebasó por mucho a los partidos revolucionarios. Si la gente hubiera estado organizada en partidos, los levantamientos no habrían pasado. La fuerza del movimiento surgió del hecho de que la rabia de la gente no estaba canalizada hacia la conquista del poder.

En segundo lugar, si los movimientos hubieran tomado el poder, habría significado una jerarquización del movimiento. Hubieran sido los “líderes” quienes se habrían convertido en líderes del estado. El movimiento hubiera sido dividido y burocratizado desde el momento en que asumiera el poder estatal, desde el momento en que asumiera el proyecto de tomar el poder. Los colores brillantes de la rebelión se hubieran tornado gris. Las rebeliones están llenas de riqueza, fantasía, resignificaciones de tradiciones comunitarias profundas, sueños realistas de desatar lo imposible. Canalizar todo eso en cálculos de poder hubiera significado socavar la rebelión, quitarle su fuerza. A través de las elecciones y las maniobras poselectorales, el estado (en Argentina) ha logrado hacer esto hasta cierto grado, pero nos toca a nosotros resistir el proceso, no participar en él.

En tercer lugar, aún si las rebeliones hubieran tomado el poder, no habrían podido cambiar gran cosa. Si Luis Zamora hubiera llegado a ser presidente en Argentina, o Evo Morales o Felipe Quispe en Bolivia ¿qué habría sido el resultado? Casi seguro, habría sido una historia de “traición” y desilusión, como siempre. El gobierno habría sido limitado por las relaciones globales del capital, de las cuales el estado es parte. Hubiera sido bajo presión enorme para resolver la crisis económica, y esto sólo podría significar la restauración de la rentabilidad del capital, en contra de las demandas del movimiento popular. Ningún keynesianismo, ninguna plan económico alternativo puede resolver esta contradicción. Un programa revolucionario de socializar toda la producción tendría la fuerza necesaria para sobrevivir sólo si hubiera tenido el apoyo popular masivo, y este apoyo masivo existiría solamente si las medidas surgieran del público mismo, sin la mediación del estado.

La toma del poder es un espejismo. Parece ser una solución rápida, y no lo es. Parece que con la toma del estado por un partido revolucionario, el proletariado llegaría al poder. Pero no es cierto, porque el estado como forma de organización es un proceso de excluir al proletariado y a la gente en general.

Lo que indican las experiencias en Argentina y Bolivia, la experiencia zapatista en México y muchos otros movimientos actuales es que los tiempos revolucionarios son distintos, que no son los tiempos del concepto tradicional leninista. Las reflexiones actuales sobre la experiencia argentina, por ejemplo, ponen mucho énfasis en esta cuestión. Hay un reflujo del movimiento pero no una derrota, porque muchos de los movimientos han adquirido una nueva profundidad que no se refleja necesariamente en términos del número de gente directamente activa, y han aprendido a tener confianza en sus propios ritmos, su propia temporalidad. El argumento que dice que los movimientos fracasaron porque no tomaron el poder está basado en un espejismo y en un concepto totalmente falso de los tiempos de la revolución. Nuestros ritmos no son los de esperar y luego tomar las oportunidades. Nuestro ritmo es más bien un ritmo doble: por un lado el ¡YA! – las explosiones orgasmicas como el 19/20 de diciembre de 2001 y el derrumbe de Goni, pero también a pequeña escala – la búsqueda constante de la ruptura del capital en cada momento, el rechazo, el NO, el grito; pero al mismo tiempo la construcción profunda de otro hacer, de otro mundo que da cuerpo y fuerza a este NO al capitalismo. Esto es lo que está pasando en Chiapas con los Caracoles zapatistas, y también en Bolivia, en Argentina.

Hablar un lenguaje que los poderosos no entienden, cantar una canción que lastima sus oídos, vestirnos de colores que lastiman sus ojos, hacer con una lógica que transgrede su razón, mover con ritmos que no captan: esto es lo que hemos aprendido de Argentina, Bolivia, de los zapatistas y de los últimos diez años de revuelta en todo el mundo.

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