Cartografiar la contraofensiva: el espectro del feminismo

Los feminismos han desafiado a los poderes establecidos y estos han desencadenado una triple contraofensiva: eclesial, económica y militar, que tiene uno de sus anclajes en la denuncia de la «ideología de género». Una de las operaciones relacionadas es asociar la «ideología de género» al colonialismo. Otra consiste en infantilizar el feminismo como política trivial, de clase media, frente a la urgencia popular del hambre.
Estamos presenciando un momento de contraofensiva: es decir, de reacción a la fuerza desplegada por los feminismos en la región. Es importante remarcar la secuencia: la contraofensiva responde a una ofensiva, a un movimiento anterior. Esto supone ubicar la emergencia de los feminismos en relación con el posterior giro a la derecha en la región, incluso con tonalidades protofascistas, y a escala global. Se desprenden de aquí dos consideraciones. En términos metodológicos: ubicar la fuerza de los feminismos en primer lugar, como fuerza constituyente. En términos políticos: afirmar que los feminismos, en su capacidad de devenir masivos y radicales, ponen en marcha una amenaza hacia los poderes establecidos y activan una dinámica de desobediencias que se intenta contener contraponiéndole formas de represión, disciplinamiento y control en varias escalas. La contraofensiva es un llamado al orden y su agresividad se mide en relación con la percepción de amenaza a la que está respondiendo.



Cartografiar la contraofensiva: el espectro del feminismo

Verónica Gago
https://nuso.org
Rebelión
05-09-2019

Los feminismos han desafiado a los poderes establecidos y estos han desencadenado una triple contraofensiva: eclesial, económica y militar, que tiene uno de sus anclajes en la denuncia de la «ideología de género». Una de las operaciones relacionadas es asociar la «ideología de género» al colonialismo. Otra consiste en infantilizar el feminismo como política trivial, de clase media, frente a la urgencia popular del hambre.

Estamos presenciando un momento de contraofensiva: es decir, de reacción a la fuerza desplegada por los feminismos en la región. Es importante remarcar la secuencia: la contraofensiva responde a una ofensiva, a un movimiento anterior. Esto supone ubicar la emergencia de los feminismos en relación con el posterior giro a la derecha en la región, incluso con tonalidades protofascistas, y a escala global. Se desprenden de aquí dos consideraciones. En términos metodológicos: ubicar la fuerza de los feminismos en primer lugar, como fuerza constituyente. En términos políticos: afirmar que los feminismos, en su capacidad de devenir masivos y radicales, ponen en marcha una amenaza hacia los poderes establecidos y activan una dinámica de desobediencias que se intenta contener contraponiéndole formas de represión, disciplinamiento y control en varias escalas. La contraofensiva es un llamado al orden y su agresividad se mide en relación con la percepción de amenaza a la que está respondiendo. Por eso, la feroz contraofensiva desatada hacia los feminismos nos da una lectura a contrapelo, en reversa, de la fuerza de insubordinación que se ha percibido como ya aconteciendo y a la vez con posibilidad de radicalización.

Veamos las líneas de la contraofensiva para luego volver sobre los contornos de la caracterización de qué es lo que se delinea como «amenaza», ya que eso nos permitirá entender por qué estamos presenciando la construcción del feminismo como nuevo «enemigo interno». O por qué el feminismo funciona como espectro al que distintos poderes se proponen conjurar.

Uno: la contraofensiva eclesial

Mediante el concepto de «ideología de género» se sintetiza hoy una auténtica cruzada encabezada por la Iglesia católica contra la desestabilización feminista. «La ideología de género es una estrategia discursiva ideada desde el Vaticano y adoptada por numerosos intelectuales y activistas católicos y cristianos para contraatacar la retórica de la igualdad de derechos para mujeres y personas lgbti», argumenta Mara Viveros Vigoya. Eric Fassin señala que la embestida contra el término «género» empieza abiertamente a mediados de la década de 1990 desde grupos católicos de derecha estadounidenses, en ocasión de la Conferencia sobre Población y Desarrollo de la Organización de las Naciones Unidas ( onu ), realizada en El Cairo en 1994, y durante las reuniones preparatorias de la Conferencia de Beijing (1995) en Nueva York. Varias crónicas señalan como la lobbista más activa del Vaticano a Dale O’Leary, una periodista católica conservadora que plasmó esta discusión en el libro The Gender Agenda [La agenda de género], cuyo argumento principal es que el género se presentaba como «una herramienta neocolonial de una conspiración feminista internacional». Según Mary Anne Casey, el ataque surge primero contra leyes y políticas y luego se concentrará en la teoría y señalará a Judith Butler como la «papisa del género». Son campañas impulsadas desde arriba, como argumenta Sonia Corrêa en una entrevista con María Alicia Gutiérrez: «no han sido gestadas en la base de nuestras sociedades, sino más bien en las altas esferas de las negociaciones internacionales y la elucubración teológica».

Uno de los textos más emblemáticos de la «cruzada» es (editado originalmente en italiano por Edizioni Dehoniane de Bologna en 2003). La «entrada» género está escrita por (1952-2010), teóloga católica alemana que traza las coordenadas de la discusión apuntando a Butler como responsable de desacoplar el sexo biológico de la categoría «cultural» de género y de habilitar su proliferación indiscriminada. Como también se constata en otros tantos textos eclesiásticos, Burggraf muestra preocupación por la recepción de la palabra «género» en organismos internacionales como la onu y la vía de recursos que estas instancias implican. Pero lo que más me interesa remarcar –para luego seguir el hilo de esta argumentación– es la afinidad que ella traza entre la ideología de género y una «antropología individualista del neoliberalismo radical».

Antes de Butler, el linaje teórico que se describe en estas publicaciones de pelaje variado se remonta a Friedrich Engels y Simone de Beauvoir. De manera particular, sin embargo, el énfasis del antecedente de la «ideología de género» se traza con las teorizaciones de la Escuela de Fráncfort en la década de 1930 y, en particular, con el modo en que sus conceptos se diseminaron en las revueltas de los años 60 en los movimientos radicales. El «marxismo cultural» de la Escuela de Fráncfort sería el enemigo de la cristiandad occidental. La conversión del vocablo «género» en un anatema, una maldición, recrea y actualiza toda la fábula de la amenaza a la civilización cristiana y occidental, pero con un agregado: destacando su capacidad de «transversalidad» ideológica y, por tanto, su fuerza de propagación que iría más allá de la reconocible «izquierda».

La disputa es enorme. Según la Iglesia católica, lo que está en juego es la naturaleza humana porque se está cuestionando el binarismo de género que constituye la célula base de la reproducción heteronormada; es decir, la familia. Por eso, en la cruzada toman también progresiva relevancia las identidades y corporalidades trans y las tecnologías dedicadas a la reproducción. Ambas «cuestiones» son representadas como una etapa superior de la ideología de género, la consagración del desacople del sexo respecto del género y, por tanto, la amenaza a la teoría antropológica-teológica cristiana de la complementariedad entre lo masculino y lo femenino. Para resumirlo en palabras de Sarah Bracke y David Paternotte: «El Vaticano considera la noción analítica de género como una amenaza a la Creación Divina». La noción de género, entonces, usurpa –y por eso amenaza– el poder divino de creación. Crear géneros diversos –o poner «el género en disputa» para usar el título más famoso de Butler– aparece, desde la Iglesia, como una disputa directa con Dios.

En 2017, los investigadores David Paternotte y Roman Kuhar se preguntan algo fundamental: cómo se ha producido la traducción de un concepto teórico a los discursos religiosos y, especialmente, cómo luego esos discursos pasan a convocar movilizaciones a escala global. La hipótesis que exploran es, en el contexto europeo, su intersección con el nacionalismo y los populismos de derecha. Con la misma preocupación por su articulación política con la derecha, Agnieszka Graff y Elżbieta Korolczuk subrayan –a partir del análisis del caso polaco, pero luego extendiéndose a Europa– que el ataque antigénero identifica a quienes propagan la ideología como liberales, miembros de elite, mientras que la cruzada religiosa estaría defendiendo a las clases trabajadoras, que portarían una suerte de conservadurismo que emana de la condición de ser las «víctimas» de la globalización: «los ‘generistas’ estarían bien financiados y conectados con las elites globales mientras que la gente común estaría pagando el precio de la globalización». La asociación entre neoliberalismo y género insiste por varias vías y prepara el terreno para argumentar –como lo veremos en relación con el debate argentino– que el antineoliberalismo solo puede venir de la mano de una conservación de los «valores familiares» y de la disciplina del trabajo a los que estos están íntimamente asociados.Uno de sus voceros argentinos se jacta de estar a la vanguardia de esta teorización. El abogado católico cordobés Jorge Scala publicó en 2010 el libro La ideología de género. O el Género como herramienta de poder (según afirma el autor, con más de 10 ediciones en España). Allí caracteriza la «ideología de género» como un «totalitarismo»: «La ideología de género busca imponerse de forma totalitaria, mediante el ejercicio del poder absoluto, en especial a nivel supranacional –y desde allí recalar en los distintos pueblos y naciones–, mediante el control de los medios de propaganda y de elaboración cultural», sintetiza en su publicidad. Dice detectar tres vías por las cuales la «ideología de género» se expande: el sistema educativo formal, los medios de comunicación y los derechos humanos. Lo totalitario sería lo propio de un sistema cerrado, de un «lavado de cerebro global». En 2012, el libro fue traducido y publicado en Brasil. En marzo de 2013, ante la consagración de Jorge Bergoglio como papa Francisco, Scala escribió:

Hay una coincidencia que me resulta particularmente significativa: el 13 de marzo de 2012 la Corte Suprema de Justicia de la República Argentina dictó un fallo inicuo pretendiendo legalizar el aborto a petición en dicha Nación. Exactamente un año después, el 13 de marzo de 2013, el Colegio Cardenalicio eleva a la Sede de Pedro al cardenal primado de la Argentina. Es como una caricia del Espíritu Santo.

Para Mary Anne Casey, los dos papas que han encarnado «la guerra del Vaticano contra la ideología de género» son Benedicto xvi y Francisco. El hecho de que provengan de Alemania y Argentina respectivamente no pasa inadvertido:

De maneras no previamente analizadas, Ratzinger parece haber estado reaccionando directamente a los acontecimientos recientes de entonces en Alemania, incluyendo, por un lado, la presencia de libros de feministas que subrayaban la construcción social de los roles de género (…) en las listas de best-seller locales y, por otro lado, el mandato constitucional de la legislación federal alemana que garantiza a los individuos la oportunidad legal de cambiar de sexo. Los reclamos de derechos trans fueron, junto con los reclamos feministas, un componente fundacional, y no un agregado reciente, a la esfera de preocupaciones del Vaticano sobre el «género» y al enfocar tal preocupación en el desarrollo de las leyes seculares. Tal como Ratzinger puede haber llevado con él a Roma su memoria de los acontecimientos en Alemania, lo mismo Jorge Mario Bergoglio, quien viajó a Roma en 2013 para convertirse en papa Francisco, dejando atrás una Argentina que solo un año antes había aprobado, con la oposición de Bergoglio pero sin ninguna oposición legislativa, una ley sobre identidad de género que está entre las más generosas del mundo respecto a las personas que desean legalmente cambiar de sexo.Según la investigadora, sin embargo, lo que caracteriza a Francisco es haberle encontrado un giro táctico al combate: la «ideología de género» pasa a ser asociada por el papa argentino con una «ideología colonizadora», especialmente impulsada por ong y organismos internacionales. De este modo, el papa que viene del «Tercer Mundo» moviliza una retórica pseudoantiimperialista para librar la batalla contra los derechos de mujeres y lgtbi +. Un segundo logro le atribuye Casey a Francisco: haber conseguido unificar distintos credos (especialmente católicos, evangélicos y mormones) en la cruzada contra la «ideología de género», amalgamados por la expansión de la «amenaza». Fue en los últimos pocos años cuando la doctrina eclesial devino hashtag multiuso y herramienta de movilización que salió a disputar las calles: . En ella se inscriben, por ejemplo, las manifestaciones alrededor del eslogan «Con mis hijos no te metas». La «ideología de género» sería, en este caso, el contenido de una nueva currícula escolar que al incorporar nociones como «igualdad de género» e «identidad de género» promovería, según los manifestantes en Perú, por ejemplo, «la homosexualidad y el libertinaje sexual en los escolares». En Argentina, hay que notar la ofensiva contra la ley nacional 26150 que crea el derecho a recibir Educación Sexual Integral ( esi ) desde el inicio de la escolaridad; ley que fue defendida por organizaciones que popularizaron la consigna «La educación es una causa feminista», mientras monseñor Héctor Aguer (arzobispo de La Plata) declaraba que «el aumento de los femicidios tiene que ver con la desaparición del matrimonio». En Colombia, la llamada «ideología de género» jugó un papel clave en la campaña que agitó la «amenaza del género» a favor del triunfo del «No» a los Acuerdos de Paz entre el gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia ( farc ) de 2016. Sonia Correa agrega sobre el mapa latinoamericano:

A principios de 2017, las campañas antigénero estallaron en el contexto de la Reforma Constitucional del Distrito Federal en México y poco después un autobús «antigénero» comenzó a circular por todo el país. Dos meses después, el mismo autobús estaba viajando por Chile, justo antes de la votación final de la reforma a la ley que dejó atrás la prohibición de la terminación del embarazo promulgada por el régimen pinochetista en los 80. Llevaron a cabo también una campaña contra la «ideología de género» en el plan de estudios de la educación pública en Uruguay, un país conocido por su laicismo. En Ecuador, una disposición legal que intentaba limitar la violencia de género fue atacada por grupos conservadores religiosos antigénero. La Corte Constitucional boliviana derogó la Ley de Identidad de Género recientemente aprobada, argumentando que la dignidad de la persona tiene su raíz en el binario sexual de lo humano.

Este 2019 se abrió con el estreno del extremista de derecha Jair Bolsonaro en Brasil, cuyo primer discurso presidencial estuvo referido al combate contra la «ideología de género». Unas semanas después, el joven empresario Nayib Bukele ganó la Presidencia de El Salvador con la misma bandera. La batalla del siglo xxi va así tomando diversas escenas y modalidades. Pero lo que cabe resaltar es de qué manera se declina esta batalla como contienda política en cada situación local y cómo logra justamente presentarse enhebrada a coyunturas bien diversas, construyendo un paisaje del giro conservador en la región. Es imposible entender este devenir en consigna de movilización de la cruzada religiosa fundamentalista –es decir, fabricarle su «movimiento social»– sin tomar en cuenta el auge de masividad y radicalidad de los feminismos que han tomado las calles en dinámicas transnacionales.

En Argentina hay un punto de quiebre: es la «marea verde» a favor de la legalización del aborto que durante 2018 inundó las calles y difundió su impacto a escala mundial. La ampliación del debate sobre el aborto en términos de soberanía, autonomía y clase, su radicalización militante por las nuevas generaciones y la proyección política de sus demandas en la atmósfera feminista desataron una virulencia nueva de la contraofensiva eclesial. Hemos visto el lanzamiento a las calles del movimiento «celeste», las frases de defensa sobre las «dos vidas» y llamamientos al odio en escuelas religiosas y púlpitos. Pero, sobre todo, una militancia enardecida en hospitales, en juzgados y en los medios de comunicación contra el aborto. Esta campaña llegó a la aberración durante 2019 con los casos de una niña de 12 años en Jujuy y otra de 11 en Tucumán y la reivindicación de la violación y maternidad forzada de las menores por un editorial del diario La Nación.

Espiritualidad política. Como movimiento múltiple, el feminismo pone en escena la disputa por la soberanía de los cuerpos. Y claro está: de los cuerpos feminizados en términos de su jerarquía diferenciada. De esos cuerpos que históricamente fueron declarados no soberanos. Sentenciados como no aptos para decidir por sí mismos. Es decir: de los cuerpos tutelados.

Pero el feminismo habla de los cuerpos al mismo tiempo que pone en disputa una espiritualidad política. Y que es política justamente porque no separa el cuerpo del espíritu, ni la carne de las fantasías, ni la piel de las ideas. El feminismo (como movimiento múltiple) tiene una mística. Trabaja desde los afectos y las pasiones. Abre ese campo espinoso del deseo, de las relaciones amorosas, de los enjambres eróticos, del ritual y la fiesta y de los anhelos más allá de sus bordes permitidos. El feminismo, a diferencia de otras políticas que se consideran de izquierda, no despoja a los cuerpos de su indeterminación, de su no saber, de su ensoñamiento encarnado, de su potencia oscura. Y por eso trabaja en el plano plástico, frágil y a la vez movilizante de la espiritualidad.

El feminismo no cree que haya un opio de los pueblos: cree, por el contrario, que la espiritualidad es una fuerza de sublevación. Que el gesto de rebelarse es inexplicable y, a la vez, la única racionalidad que nos libera. Y que nos libera sin volvernos sujetos puros, heroicos ni buenos.

La Iglesia ha entendido esto desde todos los tiempos. Podemos referirnos una vez más a Calibán y la bruja, de Silvia Federici, para recordar por qué la quema de brujas, herejes y sanadoras fue una escena predilecta para desprestigiar el saber femenino sobre los cuerpos y aterrorizar su efervescencia curadora y su fuerza de tecnología de amistad entre mujeres. O al aún más clásico Witches, Midwives and Nurses: A History of Women Healers [Brujas, parteras y enfermeras. Una historia de las mujeres sanadoras] de Bárbara Ehrenreich y Deirdre English, donde por ejemplo se analiza la guía de quema de brujas del siglo xv –Malleus maleficarum [El martillo de las brujas]–, que aseguraba que «nada le hace más daño a la Iglesia católica que las parteras», que por supuesto son también las aborteras.

Hoy vemos en las calles, en las casas, en las camas y en las escuelas una batalla por la espiritualidad política (que, en su movimiento masivo, tiñe todo de verde, como un principio-esperanza). Y por eso, de nuevo, la Iglesia católica, a través de sus representantes y voceros varones, siente que tiene una misión que cumplir, una tarea de salvación de almas que se traduce en una guerra por el monopolio del tutelaje sobre los cuerpos femeninos. Hay un punto fundamental en la actualidad de esta cruzada y es el rol del papa Francisco, especialmente por su conexión en Argentina con varios movimientos sociales.

La Iglesia de los «pobres». Con particular énfasis, esta disputa por los cuerpos se despliega cuando se trata del tutelaje de mujeres «pobres». Y sucede justo en el momento en que el feminismo se hace fuerte desde los barrios, desde las generaciones jóvenes pero al mismo tiempo como nueva alianza entre madres e «hijes», y cuando hay un debate clasista sobre la diferencia de riesgos que comporta el aborto. Como lo expuso en el Congreso de la Nación una joven de la organización Orilleres de la Villa 21-24 y Zavaleta, en la ciudad de Buenos Aires: «En nuestros barrios intervienen instituciones como las iglesias que se encargan de moralizar nuestros cuerpos, nuestras decisiones, y que operan para que las mujeres no tengamos acceso al aborto legal. Sin derechos sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas estamos condenadas a seguir siendo vulneradas».

Unos días antes, un conocido cura «villero» había insistido en que el aborto no es un reclamo popular. Argumentó que «el fmi [Fondo Monetario Internacional] es aborto» (título con el que circuló mediáticamente su discurso). Con esto, la Iglesia pretende instalar que la autodeterminación de las mujeres, el propio derecho a decidir sobre el cuerpo, es una cuestión neoliberal. Desconocen y falsean tanto las luchas históricas por el aborto como la actualidad del movimiento feminista, donde esta demanda está asociada a un reclamo de vida digna y contra el ajuste neoliberal, y en cuya amalgama se hicieron pañuelazos en muchos barrios y villas.

En su pretensión de mostrarse como los únicos antiliberales, los voceros de la Iglesia refieren esta argumentación a las «mujeres pobres»: a quienes ellos consideran que deben conducir especialmente, a quienes quitan la capacidad de decisión en nombre de su condición social, a quienes visibilizan como resistentes solo si son madres. De este modo, la trampa que tienden parece reivindicarse «clasista», pero en verdad es justamente lo contrario: intentan trazar una distinción de clase que justificaría que a las mujeres pobres no les queda más alternativa que ser católicas y conservadoras, porque solo tienen como opción su maternidad. De este modo, se intenta reducir el abortar (es decir, decidir sobre el deseo, la maternidad y la propia vida) a un gesto excéntrico de la clase media y alta (que, claro está, puede poner en juego recursos económicos diferentes). El argumento «clasista», que por supuesto existe en términos de posibilidades diferenciadas para acceder a un aborto seguro, se invierte: pasa a funcionar como justificación de la clandestinidad. El derecho a decidir, para la Iglesia, debe permanecer así alejado de los barrios populares. Esta cruzada por infantilizar a las mujeres «pobres» es la punta de lanza, porque si se desarma, la Iglesia misma se queda sin fieles. Lo más brutal es el modo en que, para sostener esto, tienen que hacer oídos sordos –desconocer y negar– lo que dicen las propias mujeres de las villas y las organizaciones que trabajan en ellas. Aun cuando ellas están insistiendo en todos lados con la consigna «dejen de hablar por nosotras».

Queda claro que la Iglesia, a través de sus voceros varones, no quiere dejar de legislar sobre el cuerpo de las mujeres y que encuentra en el movimiento feminista una amenaza directa a su poder, edificado sobre el control de los cuerpos y las espiritualidades feminizadas. Porque es el control de la vida y de los modos de vida (toda una guerra se despliega sobre el propio vocablo «vida») lo que está en juego para hacer de la espiritualidad un sinónimo de obediencia y de renovadas formas de tutelaje.

Volvamos al argumento que se renueva y refuerza: querer asociar feminismo y neoliberalismo. El aborto como sinónimo de «cultura del descarte» que enarbola la propaganda eclesial tiene este propósito. Pero es justamente un feminismo anti-neoliberal lo que se ha venido fortaleciendo en los últimos años y lo que pone en jaque esta falaz argumentación de la institución que es del reino celeste.

Dos: la contraofensiva moral… y económica

Estamos hablando de la disputa por la definición de neoliberalismo y, en particular, de qué sería el antineoliberalismo. Y aún más: de qué prácticas implica lo popular en su capacidad estratégica de construir antineoliberalismo. Ahí está el corazón del debate. Quienes denuncian la «ideología de género» proponen un combate al neoliberalismo a través de un retorno a la familia, al trabajo disciplinado como único proveedor de dignidad y a la maternidad obligatoria como reaseguro del lugar de la mujer.

El neoliberalismo, así, queda definido como una política y un modo de subjetivación de la pura disgregación del orden familiar y laboral. Que ese orden sea patriarcal, por supuesto, no es problematizado, sino ratificado. Llegamos a una suerte de contradicción lógica: ¿puede el antineoliberalismo sustentarse en un orden patriarcal cuya estructura biologicista y colonial es indisimulable? Esto es justamente lo que han dejado claro los feminismos en su radicalización masiva: no hay capitalismo neoliberal sin orden patriarcal y colonial. La trinidad es indisimulable.El argumento que intenta instalar la doctrina de Francisco es que la «ideología de género» es «colonial» y «liberal». Parece paradójico que la institución que debe sus cimientos en nuestro continente a la colonización más cruenta enarbole un discurso «anticolonial». Parece paradójico que, en un momento en que la jerarquía de la Iglesia católica se ve impugnada por las denuncias de abuso sexual a menores por parte de sus integrantes, surja por arriba la bandera de un antineoliberalismo de corte miserabilista y patriarcal para señalar al feminismo como enemigo interno. Parece paradójico que en un momento en que el «inconsciente-colonial» como lo llama Suely Rolnik o las «prácticas descolonizadoras» de las que habla Silvia Rivera Cusicanqui tienen en los feminismos un enorme espacio de problematización y resonancia, sea la Iglesia católica apostólica romana la que quiere presentarse como anticolonial.

Veamos cómo se articula la contraofensiva eclesial con la contraofensiva económica. El ajuste económico de los últimos años, que en el caso de Argentina se traduce en inflación y aumento de tarifas básicas, en despidos y en recortes de servicios públicos, tiene especial impacto sobre las mujeres y, de modo más general, sobre las economías feminizadas. Varias integrantes de organizaciones sociales cuentan que no cenan como modo de autoajuste frente a la escasez de comida y para lograr repartir mejor lo que hay entre hijos e hijas.

Técnicamente se llama «inseguridad alimentaria». Políticamente, evidencia cómo las mujeres ponen de manera diferencial el cuerpo, también así, ante la crisis. Esto se ve reforzado por la bancarización de los alimentos mediante las tarjetas «alimentarias» (parte de la bancarización compulsiva de las ayudas sociales de la última década), que se canjean solo en ciertos comercios y que están «atadas» a la especulación de algunos supermercados a la hora de fijar precios. El fantasma del saqueo a los comercios de alimentos se agita como amenaza de represión e incentiva la persecución de las protestas en nombre de la «seguridad».

Encierro, deuda y biología. Con la contraofensiva económica vemos un rasgo fundamental del neoliberalismo actual: la profundización de la crisis de reproducción social que es sostenida por un incremento del trabajo feminizado, que reemplaza las infraestructuras públicas y queda implicado en dinámicas de superexplotación. La privatización de servicios públicos o la restricción de su alcance se traducen en que esas tareas (salud, cuidado, alimentación, etc.) deben ser suplidas por las mujeres y los cuerpos feminizados como tarea no remunerada y obligatoria.

Varias autoras han destacado el aprovechamiento moralizador que se articula a esta misma crisis reproductiva. Acá surge una clave fundamental: las bases de convergencia entre neoliberalismo y conservadurismo. Como sostiene Melinda Cooper, necesitamos situar cuándo el neoliberalismo, para justificar sus políticas de ajuste, revive la tradición de la responsabilidad familiar privada y lo hace en el idioma de… ¡la «deuda doméstica»! Endeudar a los hogares es parte de su llamado a la responsabilización neoliberal, pero al mismo tiempo condensa el propósito conservador de plegar sobre los confines del hogar cisheteropatriarcal la reproducción social.

Encierro, deuda y biología: tal es la fórmula de la alianza neoliberal-conservadora. La reinvención estratégica de la responsabilidad familiar frente al despojo de infraestructura pública permite esta convergencia muy profunda entre neoliberales y conservadores.

Esto lo vemos claramente en cómo la contraofensiva económica es también contraofensiva moralizadora y saca su fuerza del empobrecimiento acelerado, que tiene como espacio de expansión la financiarización de las economías familiares que hace que los sectores más pobres (y ahora ya no solo esos sectores) deban endeudarse para pagar alimentos y medicamentos y para financiar en cuotas con intereses descomunales el pago de servicios básicos. Si la subsistencia cotidiana por sí misma genera deuda, lo que vemos es una forma intensiva y extensiva de explotación que encuentra en las economías populares feminizadas su laboratorio.

Pero la torsión conservadora es un aspecto fundamental que intenta reforzar, por un lado, la obligación de contraprestación de la ayuda social con exigencias familiaristas como lógica de cuidado y responsabilidad; por otro, hace que las iglesias sean hoy canales privilegiados para la redistribución de recursos. Vemos consolidarse así una estructura de obediencia sobre el día a día y sobre el tiempo por venir que obliga a asumir de manera individual y privada los costes del ajuste y a recibir condicionamientos morales a cambio de los recursos escasos.

Caracterizamos así la contraofensiva económica como terror financiero porque se despliega como «contrarrevolución» cotidiana en dos sentidos: porque nos quiere hacer desear la estabilidad a cualquier costo y porque opera sobre el tejido del día a día, el mismo que los feminismos ponen en cuestión porque es allí donde se estructura micropolíticamente toda forma de obediencia. No es casual entonces que militancias políticas cercanas al Vaticano quieran construir un falso antagonismo: feminismo versus hambre. De nuevo, la operación consiste en infantilizar el feminismo como política trivial, de clase media, frente a la urgencia popular del hambre. Más bien lo contrario es cierto: no hay oposición entre la urgencia del hambre a la que nos somete la crisis y la política feminista. Es el movimiento feminista en toda su diversidad el que ha politizado de manera nueva y radical la crisis de la reproducción social como crisis a la vez civilizatoria y de la estructura patriarcal de la sociedad. A eso se contrapone una asistencia social focalizada (forma predilecta de la intervención estatal neoliberal), que busca reforzar una jerarquía de merecimientos en relación con la obligación de las mujeres según sus roles en la familia patriarcal: tener hijos, cuidarlos, escolarizarlos, vacunarlos.

Lo que la contraofensiva religiosa no soporta es que enfrentando al hambre se desafíe también el mandato patriarcal de la reproducción de la norma familiar, del confinamiento doméstico y de la obligación de parir. Lo que la contraofensiva religiosa busca en la contraofensiva económica es una oportunidad para reponer una imagen de lo popular como conservador y de lo conservador como genuino porque, de nuevo, trae una idea de lo «antineoliberal» que no hace más que ocultar la alianza entre neoliberalismo y conservadurismo que vemos hoy en el giro neofascista regional y global.El movimiento feminista crece dentro de organizaciones diversas y por ello está presente en las luchas más desafiantes del presente, y desde ahí realiza los diagnósticos no fascistas de la crisis de reproducción social. El hambre no es una definición biologicista. Las jefas de hogar sacan las ollas a la calle y le ponen el cuerpo a la denuncia del ajuste, la inflación y la deuda. Las pibas en situación de calle discuten qué son las violencias de las economías ilegales. Las presas denuncian la máquina carcelaria como lugar privilegiado de humillación. Pero es necesario desconocer estos potentes lugares de enunciación para poder sostener el falso antagonismo «hambre versus feminismo».

Pero demos una vuelta más al vínculo actual entre neoliberalismo y conservadurismo. ¿Por qué se amalgaman en economías de la obediencia impulsadas desde la moral religiosa y desde la moral financiera? ¿Por qué esta alianza encuentra en las economías ilegales un flujo paralelo y a la vez explotable de armas y dinero? Podemos ir a una pregunta anterior que hemos desarrollado para hacer una lectura feminista de la deuda: ¿qué pasa cuando la moralidad de los trabajadores y las trabajadoras no se produce en la fábrica y a través de sus hábitos de disciplina adheridos a un trabajo mecánico repetitivo? ¿Qué tipo de dispositivo de moralización es la deuda en reemplazo de esa disciplina fabril? ¿Cómo opera la moralización sobre una fuerza de trabajo flexible, precarizada y, desde cierto punto de vista, indisciplinada? ¿Qué tiene que ver la deuda como economía de obediencia con la crisis de la familia heteropatriarcal? ¿Qué tipo de educación moral es necesaria para una juventud endeudada y precarizada? Como lo escribimos en Una lectura feminista de la deuda:

No nos parece casual que se quiera impulsar una educación financiera en las escuelas al mismo tiempo que se rechaza la implementación de la Educación Sexual Integral ( esi ), lo cual se traduce en recortes presupuestarios, en su tercerización en ong religiosas y en su restricción a una normativa preventiva. La esi es limitada y redireccionada para coartar su capacidad de abrir imaginarios y legitimar prácticas de otros vínculos y deseos, más allá de la familia heteronormativa. Combatirla en nombre del #ConMisHijosNoTeMetas es una «cruzada» por la remoralización de lxs jóvenes, mientras se la quiere complementar con una «educación financiera» temprana.

La respuesta eclesiástica a la contraofensiva económica es la reposición familiarista de la reproducción, el apuntalamiento de la obediencia a cambio de recursos, la despolitización de las redes feministas para enfrentar el hambre y la desestructuración de las familias como norma y el intento de remoralizar el deseo. La respuesta económica a la contraofensiva religiosa es unificar la moralidad deudora con la moralidad familiarista.

Tres: la contraofensiva militar

El asesinato de lideresas territoriales, la criminalización de las luchas de las comunidades indígenas y la persecución judicial, así como formas de represión selectivas en las manifestaciones, se han incrementado en los últimos años. El asesinato de la activista lesbiana negra Marielle Franco en 2018 condensa el de muchas y en particular apunta a las mujeres negras y a las disidencias como nuevo «enemigo» y enemigo «principal».

Entonces, ¿cómo explicar la alianza actual entre neoliberalismo y neofascismos?

El fascismo actual es una política que construye un enemigo «interno». Ese enemigo interno está encarnado por quienes históricamente han sido considerados extranjeros en el ámbito «público» de la política. Hoy el enemigo interno al que apunta el fascismo es el movimiento feminista en toda su diversidad y los y las migrantes, como sujetos también feminizados. El fascismo actual lee nuestra fuerza de movimiento feminista, antirracista, antibiologicista, antineoliberal y, por tanto, antipatriarcal.

La agresividad del fascismo actual, sin embargo, no tiene que hacernos perder de vista algo fundamental: expresa un intento de estabilizar la continua crisis de legitimidad política del neoliberalismo. Tal crisis está siendo producida como despliegue de fuerzas por el movimiento feminista transnacional, plurinacional, que actualmente inventa una política de masas radical justamente por su capacidad de tramar «alianzas insólitas», para usar el término de Mujeres Creando, ahora en una escala inédita. Son esas formas prácticas de transversalidad las que materializan el carácter anticapitalista, anticolonial y antipatriarcal del movimiento. Las alianzas, como tejido político construido pacientemente en temporalidades y espacios que no suelen ser reconocidos como estratégicos, formulan una nueva estrategia de insurrección entre los históricamente considerados no ciudadanos del mundo.

Quisiera terminar con una pregunta recientemente lanzada por Butler, porque nos permite situar aún más precisamente la investigación que nos queda por delante: «Entonces podemos preguntarnos ahora si el movimiento de la ideología antigénero es parte del fascismo, o si podemos decir que comparte algunos atributos, que contribuye a los fascismos emergentes, o que es en algún sentido sintomático del nuevo fascismo».

Nota: este artículo es un adelanto del libro La potencia feminista. O sobre el deseo de cambiarlo todo (Tinta Limón, Buenos Aires, en prensa).