Posprogresismos, polarización y democracia en Argentina y Brasil

El fin del ciclo progresista ha transformado el escenario político regional, con importantes consecuencias en dos países: Argentina y Brasil. Una lectura de los progresismos como populismos, explicitando algunas de las similitudes y diferencias entre los procesos de ambos Estados, permite precisar los contornos del giro a la derecha y avanzar en una reflexión más general sobre la nueva reacción conservadora/autoritaria y sus alcances desigualitarios.



Posprogresismos, polarización y democracia en Argentina y Brasil

Maristella Svampa
Viernes, 06/09/2019

El fin del ciclo progresista ha transformado el escenario político regional, con importantes consecuencias en dos países: Argentina y Brasil. Una lectura de los progresismos como populismos, explicitando algunas de las similitudes y diferencias entre los procesos de ambos Estados, permite precisar los contornos del giro a la derecha y avanzar en una reflexión más general sobre la nueva reacción conservadora/autoritaria y sus alcances desigualitarios.

Nuevos vientos ideológicos recorren América Latina. El final del ciclo progresista, al menos tal como lo conocimos, parece un hecho consumado. El ocaso se habría iniciado en 2015, en Brasil, con el golpe parlamentario contra la presidenta Dilma Rousseff, y luego, en Argentina, con el triunfo electoral de Mauricio Macri; se profundizaría en 2017, con la transición ecuatoriana, tras la victoria de Lenín Moreno, cuyo gobierno implicó un distanciamiento de las coordenadas del progresismo, y se completó en Chile, en 2018, con el regreso de Sebastián Piñera al gobierno. El «fin de ciclo» incluye también otras mutaciones, como la deriva autoritaria del gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela, país que desde hace años atraviesa una crisis generalizada y de alcances geopolíticos, a lo que se añade la consolidación de un régimen abiertamente represivo en Nicaragua, con sus muertos y centenares de presos, digno de una dictadura. Asimismo, fue en 2018 cuando el giro conservador tuvo su vuelta de tuerca autoritaria en Brasil, con el encarcelamiento de Luiz Inácio Lula da Silva y el inesperado triunfo en las elecciones presidenciales de Jair Bolsonaro, un político alineado con la extrema derecha, que profesa sin pudor alguno valores antidemocráticos y políticas militaristas de mano dura. Por añadidura, se vislumbra un recrudecimiento conservador y represivo en países como Colombia, con Iván Duque, un político asociado al uribismo. En 2018 y pese a los Acuerdos de Paz firmados con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc), se contabilizaron «648 asesinatos, 1.151 casos de amenaza de muerte, 304 lesionados, 48 atentados, 22 desapariciones forzadas, tres agresiones sexuales y 243 detenciones arbitrarias. En lo que va corrido de 2019 (mes de mayo), han sido asesinados al menos 62 líderes sociales»[i]. Lejos de ir a contramano de lo que sucede en otras latitudes, los nuevos vientos político-ideológicos que atraviesan la región se hacen eco del contexto internacional, marcado por la expansión de nuevos populismos de derecha e incluso por el crecimiento de grupos y partidos de extrema derecha antisistema, abiertamente xenófobos y antieuropeos.

Los escasos sobrevivientes del ciclo progresista latinoamericano son, de momento, Uruguay y Bolivia. En Uruguay, desde 2005 gobierna el Frente Amplio, uno de los partidos más institucionalistas de la región, poco proclive a los excesos populistas de sus vecinos. Por su parte, en el país andino, Evo Morales, pese a conservar capital político y una envidiable estabilidad económica, aparece despojado de capital ético, pues entre otras cosas desconoció el referéndum de 2016 –en el que triunfó el «No» a la posibilidad de reelección– y forzó las instituciones con el objetivo de ser habilitado nuevamente como candidato presidencial por la vía judicial. De triunfar en octubre de 2019, sería su cuarta gestión, junto con el vicepresidente Álvaro García Linera.

México parece ser la excepción al «cambio de ciclo», luego del triunfo resonante de Andrés López Obrador, aun si hay que decir que su gobierno se instala ya en una suerte de progresismo fuera de ciclo (o de «progresismo tardío», como lo denomina Massimo Modonesi[ii]). Incluso en un país como en Argentina, donde el peronismo/kirchnerismo tiene posibilidades de volver a ser gobierno, en caso de triunfar en las elecciones de octubre de 2019 con la fórmula Alberto Fernández-Cristina Fernández de Kirchner, el discurso político y económico ha tomado connotaciones más centristas. A esto se añade que la aún popular figura de la ex-presidenta Fernández de Kirchner, así como las de no pocos altos ex-funcionarios de la larga gestión kirchnerista (2003-2015), se encuentran muy golpeadas por hechos de corrupción y afrontan varios procesos judiciales en curso.

Otros elementos abonan al cierre del ciclo político-económico, aunque en un sentido más amplio, ligado a los hechos de corrupción ocurridos durante el boom de los commodities, tal como lo muestra Perú, donde cuatro ex-presidentes fueron llevados a la justicia por el caso Odebrecht (vinculado al pago de sobornos de la contratista brasileña). En marzo de 2018, el presidente en ejercicio, Pedro Pablo Kuczynski, debió renunciar, y en abril de 2019, el dos veces presidente Alan García, líder del alicaído Partido Aprista Peruano (pap), produjo una conmoción internacional al elegir la vía del suicidio antes que comparecer en los estrados judiciales.

Sin embargo, donde ha golpeado fuertemente la acción de la justicia es en la credibilidad de los gobiernos progresistas, que ahora son conceptualizados por sectores de derecha y una parte importante de la sociedad como «populismos irresponsables» y reducidos sin más a una matriz de corrupción. Ciertamente, hay que leer los gobiernos progresistas como regímenes populistas, pero a condición de abandonar la visión unidimensional y peyorativa de sus detractores y reconocer que los populismos latinoamericanos del siglo xxi –como sus predecesores del siglo xx–, en tanto regímenes políticos, fueron ambivalentes, complejos y multidimensionales.

En este artículo no me propongo deconstruir el concepto de «populismo», aun si debo dar algunas definiciones esenciales para enmarcar mi propuesta de lectura. En realidad, me interesa colocar el eje de análisis en las dinámicas de polarización y, muy especialmente, en los contextos posprogresistas o pospopulistas de Argentina y Brasil, dos de los países que encabezaron el final del ciclo. Así, la pregunta siempre inquietante no está instalada tanto en el «mientras tanto» (referida a los populismos), sino más bien en el «después» de la experiencia. El objetivo es dar cuenta de las cadenas de equivalencia[iii] que se fueron forjando al calor de la polarización salvaje y de sus dinámicas recursivas, instituidas durante el ciclo progresista pero que se extienden más allá; subrayar similitudes y diferencias, así como avanzar en una reflexión más general sobre los nuevos tiempos políticos que se abren.

Variantes (y valoraciones) interpretativas

En América Latina, hacia fines de la primera década del siglo xxi, la categoría «populismo» fue ganando terreno hasta tornarse nuevamente un lugar común. Así, una vez más, devino un campo de batalla político e interpretativo. Tal como los entiendo, los populismos –así, en plural– constituyen un fenómeno político complejo y contradictorio que presenta una tensión constitutiva entre elementos democráticos y elementos no democráticos. De modo recurrente, los populismos comprenden la política en términos de polarización y de esquemas binarios, lo cual tiene varias consecuencias: por un lado, contribuye a la simplificación del espacio político, a través de la división en bloques antagónicos (el bloque popular versus el bloque oligárquico); por otro lado, promueve la selección y jerarquización de determinados antagonismos en detrimento de otros, los cuales tienden a ser denegados o minimizados en su relevancia y/o validez (cuando no a ser expulsados de la agenda política), así como la subestimación del pluralismo político y social. Asimismo, en términos de relación líder/organizaciones, la forma histórica que asumen en la región es el modelo de participación social controlada, esto es, la subordinación de los actores colectivos al líder, bajo el tutelaje estatal.

En esa línea, los populismos latinoamericanos del siglo xxi presentan similitudes con los populismos clásicos del siglo xx (desarrollados entre las décadas de 1930 y 1950). Ciertamente, los gobiernos de Hugo Chávez, Néstor Kirchner y Cristina Fernández, Rafael Correa y Evo Morales, incluso el de Lula da Silva y Dilma Rousseff, provenientes de países con una notoria tradición populista, habilitaron el retorno del uso del concepto en sentido fuerte (populismos de alta intensidad)[iv], sostenido en la reivindicación del Estado como constructor de la nación, un tipo de vinculación con las organizaciones sociales, el ejercicio de la política como permanente contradicción entre dos polos antagónicos y, por último, la centralidad de la figura del líder.

Por encima del lenguaje de guerra, lo propio de los populismos es la consolidación de un esquema de gobernanza, de un pacto social, en el cual conviven –aun de manera contradictoria– la tendencia a la inclusión social (expansión de derechos, beneficios a los sectores más postergados e inclusión por el consumo) y el pacto con el gran capital (agronegocios, sectores extractivos, incluso, en algunos casos, con los sectores financieros). En esa línea, y pese al proceso de nacionalizaciones (que hay que analizar en cada caso y en cada país), los progresismos populistas establecieron alianzas con grandes corporaciones transnacionales, lo que aumentó el peso de estas en la economía nacional. Ejemplos de ello son Ecuador, donde las empresas más importantes incrementaron sus ganancias respecto del periodo anterior; Argentina, que durante el ciclo kirchnerista mostró una mayor concentración y extranjerización de la cúpula empresarial; o Brasil, donde el consenso lulista impulsó la alianza con el sector de los agronegocios, al tiempo que favoreció al sector financiero.

Una aclaración se hace necesaria. A diferencia del caso argentino, que aparece como emblemático, pocas veces se ha reconocido que la experiencia del Partido de los Trabajadores (pt) en el gobierno también forma parte de los populismos latinoamericanos. Ciertamente, el caso del pt tiene sus peculiaridades y puede ser leído como un populismo transformista; o, de modo más gramsciano, en términos de «revolución pasiva». Para el brasileño André Singer, este último concepto es clave en la explicación del lulismo, pues este vendría a instituirse en una variante conservadora de la modernización[v]. En realidad, la estrategia política del pt se expresó en el llamado «pacto lulista», un modelo que proponía satisfacer a la vez los intereses de los trabajadores y las clases medias, mediante reformas sociales graduales y la expansión del consumo, y los intereses de los empresarios, mediante una política de apertura a las inversiones y de fomento estatal. El «pacto lulista» funcionó entre 2003 y 2013, en el marco del crecimiento económico impulsado por el «Consenso de los Commodities»6[vi], muy atado al sistema financiero, e implicó un mejoramiento de la situación de las clases populares en uno de los países más desiguales de la región. Al mismo tiempo, conllevó la creciente burocratización del pt, la temprana deriva en la corrupción (expresada en el mensalão, en 2005)[vii], el progresivo abandono de la política de reforma agraria, la expansión del agronegocio y el acaparamiento de tierras en manos de latifundistas. En suma, no solo a causa de sus políticas, sino por el temprano cambio de su composición orgánica, el pt, el principal partido de izquierda clasista del continente, devino en el poder, transformismo mediante, en un régimen populista[viii].

Ahora bien, en términos más generales, en un contexto de polarización, las dinámicas políticas y su carácter recursivo suelen acelerarse, adoptar giros imprevistos, umbrales de pasaje que nos enfrentan a situaciones cualitativamente diferentes respecto del momento anterior. Leída a la vez como apertura y como cierre, la noción de umbral nos obliga menos a reconocer el carácter mutante de lo social que a entender el porqué de la instalación de nuevas fronteras sociales, que reconfigura nuestra percepción de los hechos y establece nuevos consensos.

Por otro lado, en términos más específicos, en este contexto de polarización y recursividad acelerada, la dualidad y la ambivalencia propias de los populismos resultan políticamente insostenibles en el tiempo, pues en la medida en que estos revelan sus limitaciones y sus déficits, los más beneficiados terminan siendo los sectores más conservadores y reaccionarios. Esto explica asimismo por qué, en general, la salida de los regímenes populistas suele ser traumática, pues no solo abre a episodios revanchistas en términos sociales y políticos, sino que además el contexto de polarización genera nuevas oportunidades políticas, a partir de las cuales se habilitan lenguajes y demandas más conservadoras y autoritarias.

Así, del lado de los progresismos, la polarización produjo una exacerbación de las hipótesis conspirativas: todo terminaba siendo culpa del «imperio», de la derecha o de los grandes medios de comunicación. Toda crítica a los progresismos realizada desde la izquierda ecologista, indígena o clasista terminaba siendo «funcional» a la lógica de los sectores más concentrados. En el marco de este realineamiento, poca posibilidad había de que emergieran nuevas opciones dentro del campo de la centroizquierda u otras izquierdas, lo cual tendió a agravarse, al calor del proceso de concentración del poder en los líderes o las lideresas. Del lado del campo opositor (político y mediático), lo usual fue la demonización de las diferentes experiencias progresistas, las que, hacia el fin de ciclo, comenzaron a ser caracterizadas como «populismos irresponsables», reducidos sin más a una pura matriz de corrupción y culpables de haber desperdiciado la época de bonanza económica asociada al boom de los commodities.

Argentina y Brasil: las vías de la polarización y el giro a la derecha

El devenir populista de los progresismos latinoamericanos conoce una temporalidad propia en cada país. En Argentina, la piedra de toque fue el conflicto por la renta agraria extraordinaria que, en 2008[ix], enfrentó a Cristina Fernández, apenas asumió como presidenta, con los sectores agrarios (oposición que aglutinó al conjunto de las corporaciones agrarias). Pronto, el desacuerdo por el aumento de las retenciones agropecuarias adoptó dimensiones políticas: tanto la respuesta inflexible del gobierno (llamándolos «piquetes de la abundancia») como la rápida reacción de sectores de clase media porteña, que salieron a la calle en apoyo del «campo» y cuestionaron el estilo beligerante del gobierno, sirvieron para reactualizar viejos esquemas de carácter binario, que atraviesan la cultura política argentina: civilización/barbarie; peronismo/antiperonismo; pueblo/antipueblo; nación/antinación. Como en otras épocas de la historia argentina, los esquemas dicotómicos, que comenzaron siendo principios reductores de la complejidad en un momento de conflicto, terminaron por funcionar como una estructura de inteligibilidad de la realidad política, tanto para aquellos que se identificaban con el campo popular democrático como para aquellos identificados con el campo liberal-republicano. Amén de ello, la polarización social ilustraba una suerte de fractura instalada en el corazón mismo de las clases medias argentinas[x].

En Brasil, 2013 marcó el parteaguas. El país se vio envuelto en una crisis inicialmente de orden financiero, que marcaría luego el inicio de un ciclo de protestas, una «apertura societaria», como propone pensarla el sociólogo Breno Bringel, visible en la confluencia y disputa en la calle de sectores con tradiciones políticas muy diversas: desde el alteractivista (con fuerte protagonismo en el Movimiento Pase Libre), el campo liberal-conservador (que apoyó la operación Lava Jato y mantendría una política agresiva contra el «campo popular-democrático» representado por el pt), hasta el temido campo autoritario-reaccionario (de talante antidemocrático, nostálgico de la dictadura militar)[xi]. El fin del ciclo progresista en Brasil es conocido: el golpe de Estado parlamentario contra Rousseff consolidó la «radicalización conservadora»[xii] con Michel Temer. Posteriormente, en 2018, el encarcelamiento de Lula y la imposibilidad de que este se presentara a elecciones generales pusieron de manifiesto la debilidad del campo popular-democrático (del pt y de los movimientos sociales que lo acompañaron, entre ellos el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra, mst) y habilitaron discursos de carácter antidemocrático, promovidos desde el campo autoritario-reaccionario. Se inició así el pasaje de una derecha más conservadora y neoliberal, que accedió a través de un golpe parlamentario, al de una nueva derecha radical, que lo hizo por la vía de las urnas. En contraste con Argentina, la polarización no irrumpió en un periodo de auge económico, sino que coincidió con el fin del boom de los commodities y el agotamiento del «pacto lulista» hacia 2013.

Argentina hizo el pasaje a una derecha conservadora y neoliberal, aunque por la vía democrática. En 2015, el ascenso de Macri se dio en un contexto de intensificación de la polarización, en el cual confluyeron el cansancio respecto a una sobreactuada épica populista y los primeros impactos de la crisis económica. Una parte importante de la sociedad planteaba la necesidad de una alternancia, algo que brindara una bocanada de aire fresco en términos políticos y que, al mismo tiempo, abriera la posibilidad a un mejoramiento de sus oportunidades económicas. En ese marco, la centroderecha antikirchnerista logró articular otras demandas, por ejemplo, las promesas de crecimiento económico, de mano de la eficiencia económica (la prometida «lluvia de inversiones»); esta se vinculó con la demanda de las clases medias urbanas y rurales, pequeños y medianos empresarios y economías regionales, que votaron a Macri porque creyeron que, siendo empresario (y, además, hijo de inmigrantes europeos), este podría entenderlos y apoyarlos. Asimismo, no pocos argentinos de clase media baja también lo votaron en contra de la «patria asistencialista», para confirmar su distancia en relación con los más pobres, asistidos por el Estado. Cerraba fuertemente la cadena de equivalencias el discurso contra la corrupción y la promesa de un orden normal republicano, menos conflictivo y pospolítico[xiii].

Sin embargo, apenas Macri asumió el gobierno, volvió a desempolvarse el léxico de la derecha neoliberal, típico de la década de 1990, que se creía definitivamente desterrado junto con ajustes, tarifazos, predominio de los mercados, altas tasas de desocupación, vuelta al Fondo Monetario Internacional (fmi), riesgo país… Pese a los golpes y los desastrosos indicadores económicos y sociales, en octubre de 2017, la consolidación de un escenario de polarización política entre kirchnerismo y macrismo, reimpulsada por el oficialismo, habilitó la posibilidad de que la sociedad decidiera darle nuevamente el aval en las elecciones parlamentarias de medio término. En 2019, a pesar de la polarización reinante, el escenario pareciera ser otro: para quienes fueron sus votantes, el gobierno de Macri, perdido en el laberinto del retroceso social y el agravamiento de la pobreza y la inflación, se reveló finalmente como un fraude. Al calor de la crisis económica, social y financiera y el ajuste permanente, aquella cadena de equivalencias políticas que lo llevó de modo casi inesperado a la Casa Rosada se ha quebrado[xiv]. Si quedan eslabones de ella, para las elecciones presidenciales de octubre de este año lo que estará disponible para la oferta macrista –y a lo que apuesta denodadamente el oficialismo– es el antikirchnerismo en estado puro (como «pesada herencia», como «populismo irresponsable», como sinónimo de «corrupción», «mayor riesgo país» y «aislamiento del mundo», como retorno al «conflicto» y a la «venganza», entre otros), pero sin un imaginario conservador positivo como propuesta alternativa.

Así, para muchos argentinos, la opción por una derecha conservadora y neoliberal, en el marco de una polarización salvaje, reveló tener consecuencias socioeconómicas muy duras. No es casual que en mayo de 2019, la propia ex-presidenta Cristina Fernández de Kirchner, advertida finalmente de los alcances nacionales –y regionales–[xv] de lo que los argentinos llaman «la grieta», haya apostado a un llamado a la despolarización, presentando como candidato a presidente a Alberto Fernández, un político peronista de centro, no confrontativo y «dialoguista» con todos los sectores del poder. El gesto de moderación centrista fue leído como la oportunidad política de oxigenar a una sociedad que arrastra con cierto hartazgo los efectos tóxicos de la polarización política, junto con la peor crisis económica desde 2001. Sin embargo, nada asegura que la derecha neoliberal haya perdido su oportunidad de ser reelegida, en un marco en el cual la polarización se acentúa y la asociación del kirchnerismo con la corrupción y el «retorno del pasado» continúa dando réditos políticos.

En suma, luego de 11 años de polarización salvaje (2008-2019), Argentina nos devuelve la imagen de una sociedad muy dañada, en la cual la derecha conservadora y neoliberal continúa con chances de seguir en el gobierno, mientras que el progresismo se ha desplazado hacia el centro político. Los resultados electorales en las provincias nos recuerdan cuán lejos estamos de las movilizaciones de 2001-2002 y de su exigencia de renovación política. En realidad, los realineamientos por centroderecha, que se hacen en nombre del llamado a la despolarización, continúan alimentando la polarización, a la vez que confirman que la Argentina de los próximos tiempos vendrá sellada por pactos de gobernabilidad cuyo objetivo es aplacar la demanda social, pero al mismo tiempo garantizar el consecuente pago de la deuda externa y la sed de los mercados.

El caso de Brasil es indudablemente de otro calibre, por sus alcances políticos. La crisis del sistema democrático, con el escándalo de Odebrecht, conllevó la caída de la clase política y empresarial, y fue reflejando un escenario de descomposición del sistema político tradicional. Al calor del escándalo, en el periodo que va de la destitución de Rousseff (2015) al posterior encarcelamiento de Lula (2018), se fue tejiendo una cadena de equivalencias sobre la cual se montaron las demandas del campo más autoritario y conservador, las cuales encontraron una traducción político-electoral. En lo político, y más allá del sentimiento antipetista de las clases medias y altas y de la eficacia de las fake news, el triunfo de Bolsonaro expresó un llamado social a restablecer los valores morales tradicionales y las jerarquías depuestas. Emergió así una nueva oferta política, un populismo de extrema derecha, con importantes elementos de fascismo explícito, en el cual convergen la apelación a un orden capitalista clásico/autoritario y el llamado al orden patriarcal tradicional, el de la previsibilidad de las divisiones binarias, el de la distinción entre «lo normal y lo patológico/lo desviado».

En esa línea, el vertiginoso ascenso de Bolsonaro resitúa a América Latina en el escenario político global, en consonancia con lo que sucede en los Estados Unidos de Donald Trump y en los países europeos, donde se expanden los partidos antisistema, de la mano de la extrema derecha xenófoba, antiglobalista y proteccionista. En el marco de una reacción antiprogresista generalizada, el populismo de extrema derecha surgió como una de las ofertas disponibles, vehiculando un discurso anticorrupción a través del cual se visibilizan otras demandas, desde aquellas que proclaman la defensa de la familia tradicional en contra del Estado, la crítica al garantismo y a la política de derechos humanos, a la «ideología de género» y la diversidad sexual[xvi], hasta las que habilitan incluso la defensa de la dictadura militar o la justificación de la tortura.

Así, Argentina y Brasil comparten el giro a la derecha, pero de modo diferente. Mientras que una lo hizo de la mano de una derecha más conservadora y neoliberal, más ligada –incluso en su propio fracaso– a los años 90; el caso de Brasil ilustra la emergencia de una nueva derecha antidemocrática. Sin embargo, en el plano social, en Argentina existen elementos propios del giro reaccionario-autoritario que encontramos en Brasil, aunque este encontró otras vías de expresión, más específicas: primero durante la discusión y sanción de la Ley de Matrimonio Igualitario en 2010, luego, de manera más virulenta, con el proyecto de legalización del aborto, en 2018. Ese debate, acompañado por enormes movilizaciones feministas, instaló en la agenda pública no solo la problemática de la violencia de género, sino también un potente discurso juvenil de decidido corte antipatriarcal. Prontamente, la discusión sobre la legalización del aborto entró en la espiral polarizadora y dividió a la sociedad entre, por un lado, el campo liberal-democrático y el radical-feminista y, por otro lado, el campo liberal-conservador y el reaccionario-autoritario. Este último campo, autodenominado «provida», desarrolló una gran capacidad de movilización, de la mano de sectores pentecostales y el catolicismo conservador; y ejercería una abierta presión sobre los legisladores y las legisladoras nacionales para rechazar el proyecto de ley del aborto en el Senado, además de impulsar interpretaciones forzadas, lesivas e incluso desquiciadas –como comparar el derecho al aborto con el nazismo, o con la última dictadura militar argentina–. La marea feminista constituye el movimiento social más potente e innovador de Argentina del siglo xxi. Arrancó en 2015, con el movimiento Ni Una Menos, que denunció la pasividad del Estado ante el aumento de la violencia de género y los femicidios; se manifestó de modo masivo con la presencia de centenares de miles de jóvenes, jovencísimas, el 8 de marzo de 2017; y reapareció, fortalecida, convertida en una imparable marea verde, en 2018 frente al Congreso Nacional, para exigir el aborto legal, seguro y gratuito. En esta gran movilización convergieron dos olas: la primera, representada por aquellas mujeres y colectivos feministas que desde hace décadas vienen bregando por la legalización del aborto; la segunda, ilustrada por la flamante vitalidad antipatriarcal de las más jóvenes. La lucha por la legalización del aborto hizo que este movimiento policlasista e intergeneracional se convirtiera en una nueva fuerza social, una revolución de alcances inesperados, en la que las mujeres expresan una nueva solidaridad, un nuevo ethos que se coloca por encima de los clivajes ideológicos (la sororidad y la autonomía de los cuerpos).

Hoy, la marea verde feminista tiene también su backlash, no solo en el norte del país, donde la reacción conservadora suele ser más automática y notoria, con la activa complicidad de funcionarios locales, sino a partir del protagonismo creciente de sectores evangélicos y católicos conservadores, que suelen movilizarse para obstaculizar la realización de abortos no punibles (en casos de violación y aun cuando existe peligro para la vida o la salud de la mujer, algo que la legislación argentina garantiza desde 1921), así como también en el rechazo hacia la Ley de Educación Sexual Integral (esi) en las escuelas, cuyo carácter progresista es innegable. La nueva presentación del proyecto de ley de aborto legal, realizada en mayo de 2019 ante el Congreso nacional, presagia la reedición de contiendas y espirales de polarización.En el marco de la reacción conservadora, el dato más novedoso de las elecciones provinciales recientes es el de una de las provincias consideradas más progresistas, Santa Fe, donde una ex-modelo y panelista televisiva, Amalia Granata, que se opone al aborto legal, obtuvo 20% de los votos. Ella, junto con otros cinco candidatos de su lista, serán ahora diputados provinciales, en nombre de un partido recientemente creado, Unite por la Familia y la Vida. En esta línea, es probable que la elección de Granata encuentre réplicas y que asistamos al surgimiento de grupos y partidos políticos reaccionarios en cuyos discursos se destacan el llamado a la familia, la división entre «lo normal y lo desviado», el discurso antigarantista.

En suma, el ascenso de Macri y, posteriormente, el de Bolsonaro se explican en un escenario de desencanto y de decepción, en un marco de disputas sociales y de aceleración de la polarización. Pero hay importantes diferencias entre ambos casos: mientras el gobierno de Macri se mantuvo en una línea de convergencia entre clasismo y neoliberalismo, entre conservadurismo y liberalismo cultural (la vieja derecha neoliberal, con algunos elementos nuevos ligados a la retórica pospolítica), Bolsonaro expresa el ascenso de una nueva derecha radical o extrema derecha, a partir de la legitimación de valores abiertamente antidemocráticos y jerárquicos, la visibilización de un fascismo social que, en el límite, propone la eliminación del otro diferente, así como una vuelta radical a los dualismos patriarcales tradicionales y desigualitarios (pares binarios que oponen y jerarquizan un polo sobre otro, en términos raciales, sociales, de género y generacionales). Así, mientras la derecha neoliberal no pretende combatir el igualitarismo –aun si intenta despolitizarlo y articularlo en clave de mercado, de nuevas oportunidades «aspiracionales»–, la derecha radical propone desinstalar la clave igualitaria y expulsarla del dispositivo político institucional, para rearmar el esquema en clave jerárquica y volver a los dualismos tradicionales.

Vale reiterar que, a diferencia de Brasil, en Argentina la polarización no tuvo su despliegue inicial en un periodo de declive económico, sino todo lo contrario; tampoco la reacción autoritaria golpeó de lleno al populismo como régimen, sino que más bien se orientó contra la marea verde feminista y su agenda de derechos, ya bajo un gobierno de derecha. Sin embargo, más allá de la diversidad de escenarios políticos y de tiempos económicos, algo que cuenta de modo importante a la hora de leer las dinámicas recursivas, lo llamativo es que estas corrientes sociales desigualitarias y jerárquicas atraviesan el conjunto de los países latinoamericanos, con diferentes grados de expresión y visibilidad, ilustradas por la movilización de los sectores pentecostales y católicos conservadores, así como por la emergencia de nuevas agrupaciones de derecha y extrema derecha, que batallan en contra de lo que denominan el «marxismo cultural» (el discurso garantista, el feminismo y la diversidad sexual) y proponen un regreso a las divisiones binarias tradicionales.

Lo novedoso en América Latina no es la polarización propia del ciclo progresista, ya clausurado, sino más bien la fragilidad del escenario político posprogresista emergente. El posprogresismo en clave latinoamericana trae la amenaza de un backlash, de una reacción virulenta en contra de la expansión de derechos, de retorno de lo reprimido, capaz de desplegarse a través de peligrosas cadenas de equivalencia y que engarza tanto con las nuevas derechas tradicionalistas como con los fundamentalismos religiosos. En Brasil, esas corrientes sociales encontraron sorpresivamente una traducción y una convergencia política electoral. En Argentina, apuntan a golpear al movimiento social más potente surgido en los últimos 30 años, la marea verde feminista. Sin embargo, no está dicho que la reacción autoritaria haya llegado para quedarse, pues son múltiples las fuerzas igualitarias que recorren el continente, de la mano de diferentes tradiciones de lucha, desde aquellos que redoblan la acción antineoliberal ante el regreso de los tiempos de oscuridad (organizaciones sindicales y movimientos socioterritoriales urbanos), hasta aquellos que encarnan la expansión de nuevos derechos y bregan por abrir a otros horizontes civilizatorios (movimientos feministas, luchas socioambientales e indigenistas). Aun así, es necesario estar muy alerta, pues hay que pensar lo que sucede en Brasil e incluso, de modo más acotado, en Argentina, como el síntoma de algo más profundo, presente en todas las sociedades latinoamericanas y en mayor sintonía con lo que ocurre a escala global. En un contexto posprogresista –marcado por nuevos conflictos sociales, mayor desigualdad, creciente desorganización social, discursos punitivos, crisis de los partidos políticos y emergencia de nuevas agrupaciones de derecha–, las vías de la polarización salvaje no solo abren la posibilidad a un giro conservador/neoliberal, a la usanza de los años 90; también pueden visibilizar corrientes profundas que recorren la sociedad, instalando y legitimando discursos desigualitarios y conductas fascistizantes que se creían erradicados y que colocan en un gran tembladeral derechos y valores democráticos. O incluso, como en el caso de Brasil, las recursividades y sus vueltas de tuerca pueden traducirse en un umbral de pasaje e instalar nuevas fronteras y, con ello, conllevar un grave retroceso político, social y cultural.

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[i] «Carta abierta de académicos a Presidente Iván Duque sobre exterminio en Colombia», 21/5/2019, disponible en https://comosoc.org/carta-abierta-academicos-a-Duque.

[ii] M. Modonesi: «México: el gobierno progresista ‘tardío’. Alcances y límites de la victoria de amlo» en Nueva Sociedad No 276, 7-8/2018, disponible en www.nuso.org.

[iii] Utilizo el concepto de «cadenas de equivalencia» introducido por Ernesto Laclau, que refiere a la capacidad de un discurso (un significante vacío) de articular demandas sociales heterogéneas, sin por ello apelar al esquema interpretativo de este autor en relación con el populismo. E. Laclau: La razón populista, FCE, Buenos Aires, 2005.

[iv] Retomo y reformulo un tipo ideal propuesto por el sociólogo Aníbal Viguera (1993), que establece dos dimensiones para definir el populismo: una, según el tipo de participación; y la otra, según las políticas sociales y económicas. En esa línea, distingo entre un populismo de baja intensidad, vinculado al carácter unidimensional (estilo político y liderazgo, que puede coexistir con políticas neoliberales) y un populismo de alta intensidad, que ensambla estilo político con políticas sociales y económicas que apuntan a la inclusión social. Asimismo, existen diferentes tipos de populismos de alta intensidad, pues no es lo mismo el populismo de clases medias, representado por el kirchnerismo y el correísmo, que el populismo plebeyo, ilustrado por los casos boliviano y venezolano. He abordado el punto en Debates latinoamericanos. Indianismo, desarrollo, dependencia y populismo (Edhasa, Buenos Aires, 2016) y en Del cambio de época al fin de ciclo. Gobiernos progresistas, extractivismos y movimientos sociales en América Latina (Edhasa, Buenos Aires, 2017).

[v] Ver M. Modonesi: Revoluciones pasivas en América, UAM/ Conacyt / Itaca, Ciudad de México, 2017) y A. Singer: Os sentidos do lulismo: reforma gradual e pacto conservador, Companhia das Letras, San Pablo, 2012.

[vi] M. Svampa: «‘Consenso de los Commodities’ y lenguajes de valoración en América Latina» en Nueva Sociedad No 244, 3-4/2013, disponible en www.nuso.org.

[vii] El mensalão (mensualidad) alude a la compra de votos en el Parlamento brasileño

[viii] Para Singer, el resultado de las elecciones en 2006 muestra que, mientras el PT pierde electores históricos entre las franjas más escolarizadas y progresistas del sudeste, compensa esa pérdida con la adhesión de individuos que vieron mejorar sus condiciones de vida material con programas como el Bolsa Família, sobre todo del nordeste. Es decir, en su evolución política, el pt habría cambiado tanto de composición orgánica (de clases populares a clases medias, respecto de sus dirigentes) como de bases electorales (de clases progresistas a sectores populares excluidos).

[ix] No hay que olvidar que, pese a la crisis financiera internacional, la región latinoamericana vivía el boom de los commodities.

[x] Hemos desarrollado el punto en M. Svampa: Del cambio de época al fin de ciclo, cit.

[xi] Bringel desarrolla el concepto de «campos de acción», que define como «configuraciones sociopolíticas y culturales, que expresan órdenes societales en los cuales los actores interactúan entre ellos y otros campos» y que incluyen no solo movimientos sociales, sino partidos políticos y otros grupos en disputa. Esta conceptualización propone ir más allá de la noción de matrices sociopolíticas contestatarias para analizar la dinámica de movilización social, a fin de incluir a los movimientos y grupos de derecha e incluso de extrema derecha. B. Bringel y José Mauricio Domingues: Brasil. Cambio de era: crisis, protestas y ciclos políticos, Catarata, Madrid, 2018.

[xii] Salvador Schavelzon: «La llegada de Temer: radicalización conservadora y fin de ciclo» en Andamios No 2, 9/2016.

[xiii] Según Gabriel Vommaro, se trataría de una nueva derecha que busca la desconflictualización de la política, que atribuye la idea de conflicto e ideología al kirchnerismo y a los partidos tradicionales. Sin embargo, el fracaso económico de un proyecto que inicialmente quería colocarse en el centro hizo que este impulsara aún más la polarización. G. Vommaro: La larga marcha de Cambiemos. La construcción silenciosa de un proyecto de poder, Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2017.

[xiv]En realidad, el imaginario político conservador, portador de una visión empresarial, con responsabilidad limitada y negadora de las ideologías, pero abierto a la posibilidad de un pacto social, económico y moral, solo vivió de modo efímero en el imaginario de los votantes, machacado una y otra vez por los grandes medios de comunicación que abiertamente jugaron en favor de Macri, aun en plena recesión.

[xv] Esta decisión de presentarse como candidata a vicepresidenta y resignar así la candidatura a la Presidencia no es ajena a lo sucedido en la región, sobre todo con Lula en Brasil en las elecciones generales de 2018.

[xvi] Sobre los alcances de la crítica al llamado «marxismo cultural», que apunta sobre todo a la llamada «ideología de género» y a la diversidad sexual, así como al discurso garantista y de derechos humanos, v. Pablo Stefanoni: «Biblia, buey y bala… recargados. Jair Bolsonaro, la ola conservadora en Brasil y América Latina» en Nueva Sociedad No 278, 11-12/2018, disponible en www.nuso.org.