Absoluto Toledo
Hermann Bellinghausen
La Jornada
Así de inolvidable como conocer el mar, un gran amor o ese momento preciso que divide el mundo en un antes y un después del viaje sicotrópico que abre las puertas de la percepción definitivamente, guardo en la memoria la primera vez que vi un Toledo, hace más de 50 años. Ninguna gran cosa, una acuarela con animales haciendo alguna cochinada. Una pieza que, siendo menor, no lo era. Corrían los años de la arrogante Ruptura y yo era casi un niño, embobado con la pintura mexicana del reciente pasado, y la actual y vibrante de Vicente Rojo, Lilia Carrillo, José Luis Cuevas, Fernando García Ponce y el joven y estimulante Felipe Ehrenberg. Pero aquel pedazo de papel colgado en alguna extinta galería de la Zona Rosa resultaría pronto el umbral de una revelación. La totalidad de su trabajo inundaría el aire, le había nacido al mundo un artista absoluto, ilimitado en sí mismo, callado y portentoso, una fuerza de la naturaleza. Ninguna técnica, ningún material, ningún género, ninguna maravilla de lo real serían ajenos a sus portentosas manos. Cómo no rendirse a la feraz espesura de su todo. Tlacuaches, conejos, garzas, alacranes y alcaravanes, coyotes, gatos, perros, changos, culebras, sapos, sirenas y chapulines van parejos a los elotes, magueyes, tunas, cerros, coños, pitos, mujeres masturbándose o apareándose con algo o alguien de la selva virgen, papalotes, bicicletas, máscaras, collares, ríos, peces, mierda entre las flores, mil mitos repentinos. Ni el sol, ni el sexo, ni la escatología divina guardaron secretos para él.
Nada se compara con un artista absoluto que donde pone el lápiz nace un mundo. Cada pieza suya nos obsequia el privilegio de mirar, de verlo arder y nosotros con él a fin de cuentas. Suya la maravilla sin freno. Francisco Toledo está más allá de la inteligencia, pero las inteligencias delicadas le son afines. Los ojos de Luis Cardoza y Aragón fueron quizá los que mejor lo observaron. Miró y miró, escribió y escribió, lo asedió por décadas sin interpretarlo. Toledo no necesita interpretación, cada obra es parte contundente de su propia e inenarrable creación. Heredero de José Guadalupe Posada, y ríase la muerte de la muerte.
Me permito un párrafo de puro “como escribe Cardoza y Aragón” de entre sus miles de líneas y aforismos como versos incrustados en ensayos de aliento mítico dedicados a Toledo: Rompió la monotonía del arte en México. Estamos ante el sueño de un niño anciano. No se ha renovado, nació renovado. Como el arte precolombino, nos provoca su ardua adaptación de lo real. Carece de museo secreto, es inocente. Me complace que antes que universal sea del pueblo. Toledo y Juchitán, hijo de la tierra, niño del viento. Nunca olvida ser ardiente. Lo que hace no está bautizado. En fin (gracias Luis), “quien no escucha su remota sangre poco encuentra de la verdad de sus sensaciones ópticas, de su manera de ver y de ser, y el abrazo amoroso de lo indio, de lo magnífico indio”.
Ese ser que se llamará siempre Francisco Toledo, que pudo ser sólo famoso, rico y adorado, desde siempre decidió pelear con los suyos y mantener la acción, y no sólo su obra, en lo de abajo, las resistencias de su gente, la dignificación estética y ética de Oaxaca, el estímulo artístico de su lengua díidxa záa y las demás lenguas del estado, la lucha contra el maíz transgénico y los adefesios del neoliberalismo. Trabaja con alfareros, bordadoras, hojalateros, fundidores, grabadores, albañiles, zapateros, pescadores, jardineros, campesinos, poetas, tejedores, cartoneros. Hace de la mujer prado florido. Siembra sin pudor 11 mil falos entre la maleza. Pare lo que sin él no hubiera nacido, posee el don de transformar cada objeto que toca, hasta el más deleznable, en pieza imperecedera de vida y milagro, en broma cósmica, en piñata eterna. Ninguna injusticia le es indiferente, ninguna pequeñez le deja de resultar inmensa. Como Pica-sso, del plato donde comió un pescado, del vaso que vació en su boca, del olote y el hueso del aguacate hace objetos que se disputarán los museos.
Nadie como él, en barro de alta temperatura, transfirió el horror de nuestras masacres cotidianas a la materia del grito trascendente. Nadie como él para recordarnos que los 43 son miles y cuando regresen serán millones. Su libertad nos pone alas. Nadie como él para demostrar que la realidad y su ensueño siempre llegan más allá de lo meramente lejos. No nos bastará el siglo para admirar todo lo que nos dio a ver Francisco Toledo.