La realidad material del anti-poder
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25.Jul.05
La realidad material del anti-poder
(Cap. 9 del libro de John Holloway “Cambiar al mundo sin tomar el poder”)
“Romántico”. “Noble, pero no muy realista”. “Tenemos que ocuparnos de la realidad de la lucha de clases, no de abstracciones sobre el anti-poder”.
¿Cómo podemos cambiar el mundo sin tomar el poder? La idea es un sueño atractivo y a todos nos gustan los sueños atractivos, pero, ¿cuál es su realidad? ¿Cómo podemos soñar luego de la experiencia del siglo veinte, cuando tantos sueños han fracasado, y otros tantos terminaron en miseria y desastres?
¿Dónde está el anti-poder que es la esperanza de la humanidad? ¿Cuál es la realidad material del anti-poder? Porque si no tiene realidad material, entonces nos estamos engañando. Todos queremos soñar que es posible una sociedad diferente pero, ¿lo es realmente? Los revolucionarios de la primera parte del siglo veinte construyeron sus sueños sobre las organizaciones de masas del proletariado, pero esas organizaciones ya no existen, y si existen, no son como en los sueños.
Nos hemos desecho de mucho. ¿Y cuántas cosas importantes hemos perdido? Un sujeto definido ha sido reemplazado por una subjetividad indefinible. El poder del proletariado ha sido reemplazado por un anti-poder indefinido. Esta clase de movimiento teórico a menudo se asocia con la desilusión, con el abandono de la idea de revolución en favor de la sofisticación teórica. Esta no es nuestra intención. Pero entonces, ¿dónde está el anti-poder?
Yo grito. Pero, ¿estoy sólo? Entre los lectores, algunos tambien gritan. Nosotros gritamos. Pero, ¿que indicio hay de la fuerza material del grito?
II
El primer punto es que el anti-poder es ubicuo.
La televisión, los periódicos, los discursos de los políticos, dan poco indicio de la existencia del anti-poder. Para ellos, la política es la política del poder, el conflicto político tiene que ver con ganar el poder, la realidad política es la realidad del poder. Para ellos, el anti-poder es invisible.
Sin embargo, mira más de cerca. Mira el mundo que nos rodea, observa más allá de los periódicos, de los partidos políticos y de las instituciones del movimiento laboral y podrás ver un mundo de lucha: las municipalidades autónomas en
Chiapas, los estudiantes en la UNAM, los estibadores de Liverpool, la ola de demostraciones internacionales contra el poder del capital dinero, las asambleas barriales y los piqueteros en Argentina, las luchas de los trabajadores migrantes, las de los trabajadores en todo el mundo contra la privatización.
Los lectores pueden redactar su propia lista: siempre hay nuevas luchas. Existe todo un mundo de lucha que no apunta de ningún modo a ganar el poder, todo un mundo de lucha contra el poder-sobre. Existe todo un mundo de lucha que a veces no va más allá de decir “¡No!” (el sabotaje, por ejemplo) pero que, a menudo, en el transcurso de ese decir, desarrolla formas de autodeterminación y articula concepciones alternativas de cómo debería ser el mundo. Si los principales medios de comunicación informan acerca de tales luchas lo hacen filtrándolas a través de los anteojos del poder: esas luchas sólo son visibles en la medida en que se considera que afectan al poder político.’
El primer problema al hablar del anti-poder es su invisibilidad. No es invisible porque sea imaginario sino porque nues tros conceptos para mirar el mundo son conceptos de poder (de identidad, del indicativo). Para ver el anti-poder necesitamos conceptos diferentes (de no-identidad, de todavía-no, del subjuntivo).
Todos los movimientos rebeldes son movimientos contra la invisibilidad. Quizás, el ejemplo más claro sea el del movimiento feminista, en el que gran parte de la lucha ha consistido en tornar visible aquello que era invisible: tornar visible la explotación y la opresión de las mujeres pero, principalmente, tornar visible la presencia de las mujeres en este mundo, volver a escribir una historia en la que su presencia había sido ampliamente eliminada. La lucha por la visibilidad es también central para el actual movimiento indígena, expresada más enérgicamente en el uso zapatista del pasamontañas: nos cubrimos el rostro para poder ser vistos, nuestra lucha es la lucha de los sin rostro.
Sin embargo, hay que plantear aquí una distinción importante. El problema del anti-poder no es emancipar una identidad oprimida (las mujeres, los indígenas) sino emancipar una no-identidad oprimida, el no ordinario, cotidiano e invisible, los murmullos de subversión mientras caminamos por la calle, el silencioso volcán mientras estamos sentados. Al dar al descontento una identidad, al decir “somos mujeres”, “somos indígenas”, ya le estamos imponiendo una nueva limitación, ya lo estamos definiendo, He ahí la importancia del pasamontañas zapatista que no sólo dice “somos indígenas luchando porque nuestra identidad sea reconocida”, sino algo más profundo: “nuestra lucha es la lucha de la no-identidad, es la lucha de lo invisible, la de los sin voz y sin rostro”.
El primer paso en la lucha contra la invisibilidad es poner el mundo del revés, pensar desde la perspectiva de la lucha, tomar partido. El trabajo de los sociólogos, los historiadores, los antropólogos sociales radicales, etcétera, nos ha hecho conscientes de la ubicuidad de la oposición al poder, en el lugar de trabajo, en el hogar, en las calles. En el mejor de los casos, tal trabajo abre una nueva sensibilidad, a menudo asociada a las luchas contra, la invisibilidad y comenzando conscientemente a partir de esas luchas (el movimiento feminista, el homosexual, el indígena, etc.). La cuestión de la sensibilidad se encuentra bien planteada en el proverbio etíope citado por Scott: “Cuando el gran señor pasa el campesino sabio hace una reverencia profunda y se tira un pedo silencioso”. A los ojos, los oídos y la nariz del señor, el pedo del campesino es completamente imperceptible. Para el campesino mismo, para los otros campesinos y para los que comienzan a partir del antagonismo del campesino contra el señor, el pedo es, sin embargo, demasiado evidente. Es parte del mundo oculto de la insubordinación: oculto, en cambio, sólo a los que ejercen el poder y a los que, por entrenamiento o conveniencia, aceptan las anteojeras del poder.
Lo que es oprimido y resiste no es sólo un quién sino un qué. Los oprimidos no son sólo grupos particulares de personas (mujeres, indígenas, campesinos, trabajadores fabriles, etc.) sino también (y quizás especialmente) aspectos particulares de la personalidad de todos nosotros: nuestra confianza, nuestra sexualidad, nuestra naturaleza juguetona, nuestra creatividad. El desafio teórico es ser capaz de mirar a la persona que camina por la calle junto a nosotros o que está sentada a nuestro lado en el ómnibus y ver el volcán silencioso en su interior. Vivir en una sociedad capitalista no nos convierte necesariamente en un insubordinado pero, de manera inevitable, significa que nuestra existencia está desgarrada por el antagonismo entre subordinación e insubordinación. Vivir en el capitalismo significa que estamos auto-divididos, no sólo que permanecemos de un lado del antagonismo entre clases, sino que el antagonismo entre clases nos despedaza. Puede ser que no seamos rebeldes, pero inevitablemente la rebelión existe dentro de nosotros, como un volcan silencioso, como proyección hacia un futuro posible, como la existencia presente de aquello que todavía-no existe, como frustración, como neurosis, como principio de placer reprimido, como la no identidad que, frente a la repetida insistencia del capital de qu esomos trabajadores, estudiantes, maridos, esposas, mexicanos, irlandeses, franceses dice: “no somos, no somos, no somos, no somos lo que somos y somos lo que no somos (o lo que todavía no somos)”. Seguramente esto es lo que los zapatistas quieren decir cuando afirman que son “personas comunes, es decir, rebeldes” ; eso es, seguramente, lo que ellos entienden por dignidad: la rebelión que está en todos nosotros, la lucha por una humanidad que es un nosotros negado, la lucha contra la mutilación de la humanidad que somos. La dignidad es una lucha intensamente vivida que ocupa cada detalle de nuestra vida cotidiana. A menudo la lucha por la dignidad es no-subordinada en lugar de ser abiertamente insubordinada, a menudo se la considera privada en lugar de considerarla política o anticapitalista en todo sentido. Sin embargo, la lucha no-subordinada por la dignidad es el sustrato material de la esperanza. Este es el punto de partida, política y teóricamente.
Probablemente nadie ha sido tan perceptivo a la fuerza y a la ubicuidad de los sueños contenidos como Ernst Bloch, quien en los tres volúmenes de Principio esperanza delinea las múltiples formas de proyección hacia un futuro mejor, la existencia presente del todavía-no en sueños, cuentos de hadas, música, pintura, utopías políticas y sociales, arquitectura, religión: testimonios todos de la presencia en nosotros de una negación del presente, un empujón hacia un mundo radicalmente diferente, una lucha por caminar erectos.
El anti-poder no sólo existe en las luchas abiertas y visibles de los insubordinados, el mundo de la “izquierda”. Existe también -de manera problemática, contradictoria (aunque el mundo de la izquierda no es menos problemático o contradictorio)- en nuestras frustraciones diarias, en la lucha cotidiana por mantener nuestra dignidad frente al poder, en la lucha diaria por retener o recuperar el control sobre nuestras vidas. El anti-poder está en la dignidad de la existencia cotidiana. El anti-poder está en las relaciones que establecemos todo el tiempo: relaciones de amor, amistad, camaradería, comunidad, cooperación. Obviamente tales relaciones están atravesadas por el poder a causa de la naturaleza de la sociedad en la que vivimos, pero el amor, la amistad y la camaradería residen en la ludia constante que libramos contra el poder para establecer esas relaciones sobre la base del reconocimiento mutuo de la dignidad del otro.
La invisibilidad de la resistencia es un aspecto que no se puede erradicar de la dominación. La dominación no implica que se ha superado la resistencia sino que esa resistencia (o por lo menos parte de ella) está sumergida, invisible. La opresión siempre implica la invisibilidad del oprimido. Por el hecho de que un grupo se vuelva visible no se supera el problema general de la visibilidad. En la medida en que lo invisible se vuelve visible, que el volcán silencioso se convierte en militancia manifiesta, ya se está enfrentado con sus propios límites y con la necesidad de superarlos. Pensar la oposición al capitalismo simplemente en términos de militancia manifiesta es ver sólo el humo que se eleva desde el volcán.
La dignidad (el anti-poder) existe donde sea que los seres humanos vivan. La opresión implica lo opuesto, la lucha es por vivir como humanos. En todo lo que vivimos cada día, la enfermedad, el sistema educativo, el sexo, los hijos, la amistad, la pobreza o cualquier otra cosa, existe una lucha por hacer las cosas con dignidad, por hacerlas correctamente. Por supuesto que nuestras ideas acerca de lo correcto están impregnadas por el poder, pero esto es contradictorio; por supuesto que somos subjetividades dañadas, pero no destruidas. La lucha por hacer lo correcto, por vivir moralmente, preocupa durante gran parte del tiempo a la mayoría de las personas. Por supuesto, la moralidad es una moralidad privatizada, una moralidad inmoral, que generalmente evade cuestiones tales como la propiedad privada y, por consiguiente, la naturaleza de las relaciones entre las personas; es una moralidad que se define a sí misma como “hacer lo correcto con quienes nos son cercanos y dejar al resto del mundo librado a su propia suerte”; es una moralidad que, por ser privada, identifica, distingue entre “aquellos que nos son cercanos” (la familia, la nación, las mujeres, los hombres, los blancos, los negros, los decentes, la “gente como uno”) y el resto del mundo, los que viven más allá del margen de nuestra moral particular. Y sin embargo, en la lucha cotidiana por “hacer lo correcto” existe una lucha por reconocer y ser reconocido y no sólo por identificar, por emancipar el poder-hacer y no simplemente ceder ante el poder-sobre, una furia contra lo que deshumaniza, una resistencia compartida (aunque fragmentada), por lo menos una no-subordinación. Se puede objetar que es totalmente erróneo ver esto como anti-poder ya que, en tanto fragmentada y privatizada, tal “moralidad” reproduce funcionalmente el poder-sobre. Puede argumentarse que, a menos que se tenga conciencia de las interconexiones, a menos que se tenga conciencia política (de clase), tal moralidad privada está totalmente desarmada contra el capital o que de hecho contribuye activamente a su reproducción proporcionando la base para el orden y el buen comportamiento. Así es, y sin embargo, cualquier forma de no-subordinación, cualquier proceso de decir “somos más que las máquinas objetivadas que el capital requiere”, deja un residuo. Las ideas acerca de lo correcto, aunque estén privatizadas, son parte de la “transcripción oculta” de la oposición, del sustrato de la resistencia que existe en cualquier sociedad opresiva. Ciertamente, el pedo del campesino etíope no hace caer de su caballo al señor que pasa pero, sin embargo, es parte del substrato de la negatividad que, aunque generalmente invisible, puede explotar en momentos de aguda tensión social. Este sustrato de negatividad es la materia de los volcanes sociales. Este estrato de no-subordinación inarticulada, sin rostro, sin voz, tantas veces despreciado por la “izquierda”, es la materialidad del anti-poder, la base de la esperanza.
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