Reproducción comunitaria de la vida. Pensando la trans-formación social en el presente*
Raquel Gutiérrez / Huáscar Salazar Lohman
Resumen
Acercándonos críticamente a la pregunta ¿Es posible la transformación social?, argumentamos que el punto de partida para responderla está en el conjunto de actividades concretas colectivas y/o comunitarias destinadas a garantizar la reproducción material y simbólica de la vida social. Sostenemos que el asunto de la transformación no consiste, ni principal ni únicamente, en el bosquejo de un horizonte abstracto a futuro sino que es un flujo sistemático de acciones de resistencia y luchas en el presente que defienden y amplían las posibilidades concretas de reproducción de la vida ‒humana y no humana‒ en su conjunto. A partir de tal premisa analizamos las tensiones y contradicciones entre tales posibilidades de reproducción de la vida y la lógica estructurante del capital en sus continuos ciclos de acumulación. Desde esta perspectiva indagamos en algunas de las dificultades teóricas que han confrontado las luchas recientes en América Latina, en su vertiente popular-comunitaria; en particular, en las trabas al despliegue del carácter social del trabajo concreto más allá de la mediación del valor y en las polimorfas formas de producción colectiva de decisión política.
Palabras clave: transformación social, producción de lo común, trabajo concreto, valor de uso, luchas popular-comunitarias.
* Muchas de las ideas presentadas en este documento hacen parte de la discusión que se desarrolla en el Seminario de Investigación Permanente “Entramados Comunitarios y Formas de lo Político”, que se lleva a cabo en el Posgrado en Sociología del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.
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uno Consideramos imprecisa y hasta cierto punto estéril la pregunta: ¿es posible la transformación social? Sobre todo cuando tal interrogante se lanza hacia el futuro. Estéril pues entonces la reflexión parte de cierta concepción de un mundo que está dado, que ha sido establecido, y que es, por tanto, inmóvil, configurado, terminado. Este análisis se decanta, por expresarlo sintéticamente, atendiendo a la totalidad de la dominación en el presente abrumando a quienes pretenden confrontarla. Asumiendo tal punto de partida, lo que nos queda es pensar el futuro como possibilis, es decir, como un contrafactum de lo que tenemos hoy, convirtiendo la transformación social en una negación imaginaria ‒por muchos deseada y por otros no tanto‒ del presente. La cuestión de la transformación, así planteada, con frecuencia ha sido productora o bien de contrafácticos teleológicos, o de sofisticadas justificaciones ad hoc. Únicamente nos da pie a pensar lo que deberíamos hacer ‒y que no se hace en el presente‒ o a justificar lo que se ha hecho; orientándose hacia lo que deberíamos construir ‒y que no está construido en el presente‒. Una vez que nos situamos en tal perspectiva de negación imaginaria del presente ‒que puede estar mediada por buenas intenciones y por mucha creatividad‒ podemos responder afirmativamente a la pregunta aunque quedaremos entrampados, casi seguramente, en la pre-concepción diseñada. ¿Qué si no es el mito de la revolución socialista? En palabras de Bolívar Echeverría: “El mito de la revolución es justamente el que cuenta de la existencia de un momento de creación o re-creación absoluto, en el que los seres humanos echan todo abajo y todo lo re-generan; en el que se destruyen todas las formas de la socialidad y se construyen otras nuevas, a partir de la nada” (Echeverría, 1998: 68), y que además, dice este autor, ese mito se construye a partir de los propios imaginarios de la modernidad capitalista. Para llegar a preguntas más útiles y para seguir pensando en términos de transformación social, es necesario concebirla más allá
de su acepción típica de diccionario que establece: “convertir una cosa en otra mediante un proceso determinado”. El prefijo “trans” etimológicamente hace referencia a un “más allá” o “al otro lado”, entonces trans-formar nos refiere a una capacidad de producir forma más allá o en contra y más allá de lo dado. La trans-formación social deviene así en el despliegue de la capacidad humana de producir y reproducir formas colectivas de habitar el mundo desde otro lugar que no es el de la dominación, la explotación y el despojo. Si la transformación social es concebida así, nuestra preocupación deja de estar centrada en la totalidad: lo fundamental no es ya la conversión de un orden social que percibimos como totalidad en otro orden social que también concebimos como totalidad, juzgando a priori que es mejor que el primero. Al abandonar el punto de vista de la totalidad, aparecen frente a nosotros nuevas preguntas: ¿cómo desplegamos colectivamente la capacidad, específicamente humana, de trans-formación social?, ¿qué categorías, nociones e ideas resultan fértiles para pensar en ello y cuáles bloquean el pensamiento?, ¿cómo producimos cotidianamente transformación social?, ¿cómo conservamos las condiciones del despliegue de trans-formación social?, ¿cómo perseveramos en la actividad trans-formadora? Las respuestas a estas preguntas no consisten en deducciones lógicas que se desprenden de determinados principios, sino que dependerán de una estrategia teórica que nos permita dar cuenta tanto de los “alcances prácticos” de las luchas cotidianas y desplegadas como de los “horizontes de deseo” (Gutiérrez, 2009; 2013) de los hombres y mujeres que día a día trans-forman y se empeñan en trans-formar su realidad social concreta y situada.
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La existencia y persistencia de estructuras sociales que reproducen la vida de manera no-capitalista ‒o no plenamente capitalista‒ ha sido uno de los principales temas de discusión que ha tenido el
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marxismo durante el siglo XX. La producción de un discurso crítico que se sostiene en una concepción lineal de la historia derivó en el planteamiento de una legalidad epistémica tendiente a mostrarla –a la historia– como sucesión de etapas; de tal suerte que, más allá de las especificidades de cada sociedad, el paso de una a otra podía ser explicado “objetivamente”, como siguiendo un guión predeterminado. Así, en el capitalismo, todo aquello que no estuviera subsumido real o formalmente al capital era denominado como “pre-capitalista” y, de lo que se trataba, era de explicar cómo las leyes de la historia llevarían de manera inexorable a convertir tales prácticas concretas de producción de riqueza social –que en ocasiones configuraban sociedades‒ en relaciones abstractas, es decir, modernas y capitalistas en algún momento de la historia; otra deriva del mismo debate reflexionaba sobre si ese “pre-capitalismo” era una necesidad histórica del propio capital. Una conclusión bastante reveladora de tales discusiones es la siguiente: “La existencia del campesinado al interior del modo de producción capitalista se nos muestra como resultado de las necesidades de reproducción de este modo de producción” (Bartra, 1979: 65). Todo quedaba, así, determinado por la propia necesidad del capitalismo, del modo de producción más avanzado en términos de la sucesión de etapas. En contraste con lo anterior, nos interesa entonces plantear una serie de argumentos interpretativos para entender lo no-capitalista, lo no plenamente capitalista, y lo tendencialmente anti-capitalista como una trans-formación presente, es decir, como una manera de dar forma a la vida social desde un otro lugar distinto al habilitado por el capital y a su forma política estatal de normar la vida. Para esto recurrimos a la noción de lo comunitario, que básicamente entendemos como una forma de establecer y organizar relaciones sociales de “compartencia” (Martínez Luna, 2014) y co-operación ‒vínculos y haceres compartidos y coordinados‒ que tienden a generar equilibrios dinámicos no exentos de tensión con el fin de reproducir la vida social, en medio de los cuales una colectividad tiene y asume la capacidad autónoma, auto-determinada y auto-regulada de decidir sobre los asuntos relativos
a la producción material y simbólica necesaria para garantizar su vida biológica y social a través del tiempo.1 Lo comunitario como una forma de reproducir la vida social, entonces, no únicamente es la negación de la dominación existente, no solamente es no-capitalista o no-estatal, es eso y al mismo tiempo, mucho más que eso. Lo comunitario no está determinado ex ante por la dominación, lo comunitario no existe únicamente por el capital, ni a partir del capital aunque sea en términos de negación.2 Pensar toda forma de reproducción de la vida social en términos de su relación antagónica derivada con el capital puede llevarnos a caer en la misma trampa epistémica de los debates marxistas mencionados atrás. En un caso la sociedad capitalista produce lo pre-capitalista porque lo necesita, en el otro caso lo no-capitalista surge únicamente como antítesis de la sociedad capitalista, como producción no deseada pero aparentemente necesaria para el capital. Bajo tal malla conceptual no hay lugar para una amplia constelación de prácticas y esfuerzos que se afirman en la reproducción de la vida social a través de la generación y re-generación de vínculos concretos que garantizan y amplían las posibilidades de existencia colectiva –y por tanto individual‒ en tanto producen una trama social siempre susceptible de renovación, de autoregeneración. Tales tramas abigarradas y complejas de relaciones sociales –a las cuales solemos llamar entramados comunitarios‒ se hacen claramente
1 Ensayamos una reformulación positiva de lo comunitario a partir de propuestas previas de Gutiérrez (2009), ampliadas y enriquecidas por las ideas de Federici (2013 [2004]), Navarro (2012) y Linsalata (2015). 2 En esta afirmación se halla vigente e inconclusa una discusión de fondo con el marxismo crítico y las formas reflexivas y argumentales desde la dialéctica negativa. El núcleo de la diferencia es que nosotros consideramos que la vida –humana y no humana– contiene en sí misma una fuerza positiva hacia su propia autoreproducción. Dicha fuerza puede pensarse como una negatividad que confronta sistemáticamente la muerte; sin embargo, razonar desde esa clave complejiza todavía más nuestro razonamiento por lo que, por lo pronto, preferimos utilizar la formulación positiva.
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visibles y se vuelven inteligibles en comunidades indígenas, originarias, campesinas; sobre todo en momentos de lucha o de fiesta. Sin embargo, también están presentes por fuera de éstas, por ejemplo, en la vida urbana, en todas aquellas relaciones, creaciones y prácticas, mucho más efímeras y volátiles, que permiten o facilitan la reproducción de la vida y que no están mediadas por el capital.3 Entendemos pues, los entramados comunitarios como constelación de relaciones sociales de “compartencia” –jamás armónica o idílica, sino pletórica de tensiones y contradicciones‒ que operan coordinada y/o cooperativamente de forma más o menos estable en el tiempo con objetivos múltiples –siempre concretos, siempre distintos en tanto renovados‒ que tienden a satisfacer o a ampliar la satisfacción de necesidades básicas de la existencia social y por tanto individual. Ahora bien, claramente esta forma de las relaciones sociales se potencia en los momentos de profundización del antagonismo social, en los cuales se despliegan acciones de lucha que desafían, contienen o hacen retroceder las relaciones capitalistas. Lo comunitario, entonces, es una clave interpretativa para ahondar sobre aquella carencia analítica que Bolívar Echeverría encuentra en el marxismo y que viene desde el propio Marx: se estudian las determinaciones del proceso de acumulación capitalista, pero los estudios no hacen alusión a la contraparte, es decir, a la “forma natural” de reproducir la vida centrada en el “valor de uso”.4
3 Es necesario diferenciar una práctica comunitaria posteriormente funcionalizada por el capital, de una que es realizada, de entrada, para el capital. El primer tipo de prácticas pueden significar esfuerzos por reproducir la vida más allá del capital –incluso en contra– y si bien éste logra apropiarse, por distintos mecanismos de explotación y despojo, de la energía humana desplegada en tales prácticas; en tanto éstas existan significa que siempre hay algo más, es decir, que se produce o regenera un producto material y/o social que no es para el capital y que, de una u otra manera, cumplirá el fin de reproducir la vida. 4 “Pensamos […] que el aporte central de Marx a una comprensión crítica de la modernidad adolece de una disimetría o unilateralidad; que las amplias y penetrantes investigaciones del proceso de acumulación del valor capitalista –de uno de los dos
Por supuesto que esto no quiere decir que lo comunitario perviva en una burbuja aparte, en un mundo idílico sin capital; estas formas variadas de reproducir la vida están constantemente asediadas por el capital, y buena parte de las relaciones que se generan y regeneran y de la riqueza social concreta que se crea a partir de ellas están subordinadas y funcionalizadas por el capital, así como muchas de ellas mediadas por la forma estatal de la política. Todas aquellas determinaciones que utilizamos para entender lo comunitario, por tanto, deben ser entendidas y matizadas en contextos particulares para comprender la manera en que contradictoria y ambiguamente se resuelven ‒o no lo hacen‒ en el marco del capital mundializado. Lo relevante, sin embargo, es afirmar que la trans-formación, heterogénea y multiforme, que emerge de los entramados comunitarios implica la capacidad de dar forma a su reproducción de la vida social, trastocando, de-formando o re-formando la propia forma de la dominación, de tal manera que su propia reproducción sea posible a través del tiempo, y al hacerlo se contrapone al capital: por eso es que lo comunitario es por definición antagónico al capital, aunque su producción no esté definida por éste.
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Desde una lectura marxista, Tapia (2012) nos propone que los dos momentos configurantes de la realidad social son el productivo y el político, a lo que nosotros agregaríamos que lo que vincula a ambos es un sentido de mundo o múltiples desgarrados y contradictorios significados de realidad ‒lo que los antropólogos podrían denominar
lados del comportamiento contradictorio de la sociedad moderna– no se acompañan de investigaciones similares, capaces de hacerles contrapeso, en el terreno del otro lado de ese comportamiento, el del ‘valor de uso’ y su reproducción. Justificamos así nuestro trabajo, como un aporte a la reconstrucción de esa concepción de la ‘forma natural’ de las cosas como ‘valores de uso’, concepción implícita en la ‘crítica de la economía política’ y sin cuyo esclarecimiento ella queda incompleta y en muchos sentidos enigmática” (Echeverría, 1998 [1984]).
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como cultura‒. Los seres humanos necesitamos satisfacer necesidades materiales e inmateriales y para eso producimos riqueza social –valores de uso– al mismo tiempo que vamos entablando un conjunto de relaciones para gestionar la vida colectiva: gestionamos para producir (entre otras cosas más) y producimos para gestionar (entre otras cosas más); y así nos reproducimos en tanto especie, en tanto colectivos y en tanto particulares. La producción hace parte de la reproducción humana, no viceversa. La gestión de la vida social o la política hacen parte de la reproducción humana, no viceversa. Y la producción y la gestión son sociales y por tanto, tomando el proceso de reproducción de la existencia5 como punto de partida del análisis, son uno solo; la reproducción social, realmente, es un proceso indivisible, aunque esté maldita y violentamente separada por el pensamiento moderno, por el pensamiento que brota cuando es la producción del capital lo que se coloca en el centro del análisis (Federici, 2013 [2004]). Este pensamiento, al cual estamos acostumbrados, separa la producción de la política y empuja a la reproducción a un ámbito oscuro y subordinado de la producción en tanto horizonte y en tanto práctica. En el capitalismo ocurre que los diversos procesos de reproducción de la existencia se subordinan a la producción de capital, apareciendo como conjuntos de actividades fragmentadas, secundarias y sin significado propio; ocurre, también, que la política, en este caso la política estatal ‒aparentemente el único lugar para la realización de la gestión colectiva‒, se sitúa por encima de la sociedad, velando –según su propio decir‒ por el “bien común” y relegando la reproducción social al ámbito de lo privado. En otras palabras, el capital produce apariencias: la riqueza social se nos presenta bajo la forma de cúmulo de mercancías, mientras que la riqueza concreta que nutre cotidianamente la reproducción de la vida social no solo se invisibiliza
5 Distinguimos entonces, al menos dos puntos de partida para la reflexión sobre la trans-formación: aquel que pone en el centro la producción de capital –para garantizar su acumulación o para realizar la crítica; y aquel que sitúa la reproducción de la existencia material y significativa, humana y no humana– como punto de partida.
sino que las actividades que la generan quedan conceptualizadas como opacos conjuntos de asuntos secundarios. A fin de cuentas, el capital es una relación social que de-forma la reproducción social sostenida en el valor de uso, suplantando violentamente la capacidad colectiva de decisión sobre la producción por la toma de decisiones emergida desde la propiedad privada6. El capital mediatiza las relaciones sociales que reproducen la vida y se apropia privadamente de tales relaciones, transformándolas en mecanismo de valorización; en el capitalismo, entonces, la reproducción de la vida sólo es posible si es “traicionada en su esencia”, porque únicamente puede lograrse siempre y cuando se la realice en los términos que establece la valorización del capital. Pero por eso mismo es que el capital no puede pensarse sin la reproducción de la vida, aunque su fin no sea ésta.7 Si vemos las cosas así, entonces comprendemos que bajo el capitalismo la reproducción en tanto especie, en tanto colectividad y en tanto particulares es una reproducción desequilibrada de la vida, porque por un lado se despoja riqueza material y simbólica, y se despoja, también, capacidad colectiva de decisión, mientras que por el otro lado se acumula privadamente esa riqueza y las prerrogativas sobre las decisiones colectivas.8 El capital –y los heterogéneos procesos de su producción‒, abstractalizan los valores de uso que conforman la riqueza social para poder sujetarlos a relaciones mercantiles; únicamente de esta forma el valor puede valorizarse en bucles incesantes. Por su parte, la reproducción de la vida (humana y no humana) o los polimorfos procesos de reproducción comunitaria de la existencia se basan en el cuidado y producción de una enorme multiplicidad de vínculos y de
6 Sobre el punto ver Los orígenes de la ley negra de E.P. Thompson (2010). 7 Si hay una “marca de origen” del capital es el haberse constituido –en tanto relación social– como negación sistemática de la reproducción comunitaria de la vida; siendo ésta, al mismo tiempo, su condición de existencia. 8 Para profundizar sobre la cuestión del despojo de lo político conviene consultar el trabajo de Mina Navarro (2012): Luchas por lo común.
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valores de uso que garantizan la satisfacción de una amplia variedad de necesidades humanas. La producción de tales riquezas concretas y su gestión no están, de entrada, escindidas: hay múltiples caminos para buscar su equilibrio. Lo político, así, no es necesariamente una actividad autonomizada de la reproducción. Según nuestra perspectiva, lo comunitario –o, hasta cierto punto, lo “comunitario-popular”9 ‒ nos permite visibilizar la reproducción de la vida como núcleo configurador de relaciones sociales, más allá de la diferenciación étnica que pueda existir entre matrices culturales. En las relaciones sociales que emergen desde los entramados comunitarios, lo que entendemos como política y economía10 son, de manera clara y evidente, componentes destinados a garantizar la reproducción de la vida y, por tanto, de la misma red de relaciones que configura el entramado. “Producir y consumir transformaciones de la naturaleza resulta ser, simultáneamente y sobre todo, ratificar y modificar la figura concreta de la socialidad. Dos procesos en uno: en la reproducción del ser humano, la reproducción física de la integridad del cuerpo comunitario del sujeto sólo se cumple en la medida en que ella es reproducción de la forma política (polis) de la comunidad
9 El análisis de lo comunitario por lo general parte o toma como ejemplos paradigmáticos, conjuntos de prácticas que se desarrollan en el área rural y que están inmediatamente centradas en la producción de alimentos. Sin embargo, prácticas animadas por lógicas comunitarias reformuladas, también se encuentran en ámbitos urbanos e incluso en espacios transnacionalizados. De ahí la noción de “comunitario-popular” que resulta más abarcativa y flexible a la hora de pensar, sobre todo, contextos de reproducción atravesados más profundamente por el capital. Sobre el punto ver: (Linsalata, 2015; Gago, 2014). 10 Cuando en este documento hacemos referencia a la economía en sentido comunitario, aludimos no a lo que se entiende desde la ciencia económica moderna, sino al sentido antiguo y etimológico del término que tan claramente fue diferenciado por Aristóteles, quién en su Política entenderá a la oikonomia como la administración doméstica –y que, por tanto, puede entenderse como la gestión y producción para la reproducción–; mientras que la crematística viene a ser lo que en la modernidad entendemos por economía y que se relaciona con la acumulación de riqueza o dinero.
(koinonía). Proceso dual siempre contradictorio, por cuanto su estrato ‘político’ implica necesariamente una exageración (hybris), un forzamiento de la legalidad propia de su estrato físico” (Echeverría, 1998 [1984]: 167). La producción –de riqueza material‒ que gira en torno a las relaciones comunitarias siempre deviene “forzada” por la política comunitaria, ya que es la trama comunitaria la que va a definir sus alcances y significados en términos de la reproducción colectiva. Afirmamos pues, que el proceso productivo –relanzado en medio de una trama comunitaria‒ no es un proceso exclusivamente material y/o físico, sino que es fundamentalmente social. Un ejemplo muy interesante de todo esto son las redes transnacionales de reproducción y expansión de la vida social producidas por los migrantes bolivianos en Buenos Aires que combinan taller textil, feria o mercado, organización de la vida cotidiana en las villas y fiesta de una forma, simultáneamente ambigua y promiscua, aunque siempre en lucha contra lo que se impone como norma y destino (Gago, 2014). Teniendo esto presente presentaremos algunas nociones que permitan profundizar un poco más en lo concerniente a la producción y la gestión social de lo comunitario, es decir, a la reproducción de la vida en su forma comunitaria. Tal exposición analítica diferencia la economía de la política como momentos distinguibles de la reproducción pero nunca escindidos, pues de lo que se trata es de mostrar que ambas esferas hacen parte de un mismo proceso reproductivo social, contradictorio, cercado y confrontado con la crematística, esto es, con los procesos de acumulación de capital –que son a los que suele calificarse como “económicos”.
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Presentaremos ahora algunas reflexiones acerca de las tensiones y antagonismos entre los innumerables esfuerzos por garantizar la posibilidad de reproducción comunitaria de la vida y los sistemáticos
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procesos de producción de capital. Para ello, recuperaremos críticamente formulaciones clásicas del marxismo, atendiendo a una pregunta específica: ¿por qué resulta tan difícil pensar el carácter social del trabajo concreto? Cuando los seres humanos producimos los bienes necesarios para dar continuidad a nuestro ciclo vital, lo hacemos de manera social, i.e., nos apropiamos de un cúmulo de conocimientos producidos colectivamente a través de la historia, y de medios de existencia ‒ algunos de los cuales son medios de producción (De Angelis, 2012)‒ que en la gran mayoría de los casos también han sido producidos por otros seres humanos. A partir de tales conocimientos y bienes producimos otros bienes –y otras relaciones‒ que nos sirven y son útiles para satisfacer nuestras necesidades o para volver a producir, es decir, que tienen un valor de uso. Pero además, y por lo general, producimos también para otros en el marco de lo que se entiende como la división social del trabajo. Necesitamos los bienes que resultan del trabajo de otros y los otros necesitan de los bienes que resultan de nuestro trabajo particular. Así, más que el propio trabajo en su sentido concreto –que aún podemos considerar como el desgaste de energía física y mental con un fin determinado‒, la capacidad de trabajar socialmente es una de las prácticas más formidables que caracteriza a nuestra especie. No sólo vamos a hacer cosas, sino que vamos a generar dispositivos y códigos para que esas cosas sean usufructuadas por otros, a su vez que usufructuamos del trabajo de otros; tales dispositivos y códigos no están en las cosas materiales, sino que se constituyen desde las relaciones sociales; hacen parte, siguiendo a Bolívar Echeverría, de la dimensión semiótica de la cultura así como, añadimos nosotros, de su dimensión práctica. Las relaciones humanas son socialmente generadas y re-generadas a través de la interacción, siempre colectiva, entre los hombres y las mujeres y el “mundo natural” del cual son parte; de ahí la dimensión eminentemente práctica –no únicamente “estructural” de tales relaciones‒ que además es significativa, semiótica en tanto produce relaciones y sentido y no únicamente “cosas”, bienes o productos.
En El Capital, Marx nos muestra con colosal claridad la manera en que a partir, justamente, del trabajo social –que ya no puede reproducirse autónomamente a sí mismo en tanto trabajo social– se produce la acumulación de capital: la apropiación privada por parte de unos del trabajo de otros, que no es otra cosa que la explotación. Para esto Marx va a explicar que en el capitalismo esos bienes producidos se convierten en mercancías; es decir, describirá y analizará procesos en los cuales el trabajo social deviene privado a partir de relaciones de producción mediadas por la propiedad jurídica privada de los medios de producción y por determinadas relaciones de fuerza, por lo general asociadas a la monopolización del “derecho de matar”, que dan lugar a la explotación. Aquí hay una primera reducción por parte de Marx, criticada sistemáticamente por Federici, pues él, en concordancia con la economía política clásica considera que el trabajador libre existe de por sí –tras el período de la acumulación originaria que una vez descrito queda situado en el pasado‒ de tal forma que el proceso reproductivo bajo el capital únicamente será comprendido como un proceso de consumo y ya no como un auténtico proceso de producción tanto de nuevos seres humanos como de relaciones cotidianas para garantizar la reproducción de la vida humana y no humana11. Ahora bien, siguiendo con el argumento previo, afirmamos que las relaciones de producción capitalistas fetichizan la actividad social presentando sus productos y creaciones bajo la forma de mercancía, en la medida en que el intercambio entre ellas –entre mercancías‒ se realiza a partir del valor de cambio, que no es otra
11 Una línea de reflexión que no exploraremos en este trabajo pero que se abre a partir de aquí, son los términos y condiciones de la “explotación múltiple” de los procesos reproductivos, parafraseando a Navarro y su noción de “despojo múltiple”: la explotación del trabajo por el capital que ocurre en el proceso de producción de capital no es la única explotación que ocurre bajo el capital pues, justamente, para que la explotación del trabajo “libre” por el capital pueda ocurrir, habrá de engarzar con otro conjunto de acciones de explotación específicamente capitalista del conjunto de actividades reproductivas que habilitan la existencia de dicho trabajo “libre” (Navarro, 2012).
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cosa que la determinación de los términos de intercambio de un bien producido socialmente pero apropiado privadamente a partir del tiempo de trabajo socialmente necesario para producir dicho bien e intercambiarlo por otros bienes que sean equivalentes a ese tiempo de trabajo socialmente necesario. Ese proceso de intercambio, a su vez, está mediado por un equivalente general que es el dinero. Tal manera de producir e intercambiar permite la apropiación de la plusvalía, garantiza el control privado de los excedentes y fomenta la recreación de todo el proceso de explotación que ya conocemos. Lo que buscamos destacar, a través de las afirmaciones anteriores, es que el intercambio bajo el dominio del capital se realiza –socialmente‒ desde la dictadura del valor de cambio, medido en un tipo específico de tiempo de trabajo socialmente necesario y que interesa al capital en términos no de la utilidad del bien, sino de su capacidad de ser intercambiable, de contener un valor universal y acumulable que pareciera emanar del propio bien y que no es otra cosa que el desgaste de una fuerza humana física y mental común a la producción de todos los bienes. Esto es lo que Marx denomina trabajo abstracto. En el capitalismo el trabajo abstracto es la condición para que el trabajo se convierta en trabajo social; la reducción de trabajos concretos a una magnitud de valor medida en tiempo de trabajo socialmente necesario y, el correspondiente proceso de fetichización de la mercancía, son lo que permite generar equivalencias para acceder a otros bienes, y todo esto es gestionado privadamente consolidando la forma específicamente capitalista de apropiación privada del plusvalor. Cabe destacar acá y no olvidar jamás, que el tiempo que constituye la medida del trabajo abstracto no es tiempo “natural” sino que es el tiempo lineal, vacío y homogéneo (Benjamin, 2008 [1940]) que como plaga parasita y obstruye los múltiples procesos reproductivos pletóricos de ritmos y ciclos discontinuos y alternados. Estamos de acuerdo con Holloway cuando expresa que en el capitalismo “opera así una abstracción del acto de producir: todo lo que importa es el valor producido” (Holloway, 2013: 16). Al capital
lo que le interesa es el trabajo abstracto para acceder al equivalente general: el dinero, y así generar un proceso de acumulación ampliada. El fin, por tanto, no es el valor de uso. Entonces, en una sociedad capitalista, la organización de la reproducción de la vida social no es un fin en sí mismo; sino un conjunto de operaciones para acelerar la creación y la circulación del valor de cambio; el valor de cambio no puede existir sin el valor de uso, pero el segundo queda subordinado a la dictadura del primero. Esto es particularmente claro en los procesos campesinos o indígenas de producción de alimentos así como en los procesos de producción autónomos que se centran en el valor de uso de sus productos y en las relaciones que crean y afianzan a partir de ello. El trabajo abstracto deviene, entonces, en la forma específicamente capitalista mediante la cual el trabajo social se nos presenta: es la corrupción del trabajo social que se convierte en trabajo-para-elcapital y que hace que ante nuestros ojos la reproducción de la vida aparezca como un componente de la producción de mercancías. En el capitalismo, el “progreso” o el “desarrollo” tiene que ver con esto: con el aceleramiento vertiginoso de la producción de mercancías, y sí al final del día logramos reproducir nuestro ciclo vital, pues, ¡que bueno por nosotros!; aunque tal cosa no necesariamente ocurrirá. Entonces, ¿cuál es la diferencia específica de la reproducción comunitaria de la vida respecto a la que es habilitada por el capital? Consideramos que un aspecto central ‒sin pretender reducir la totalidad de la diferencia a ese aspecto‒ es la forma social que asume el trabajo concreto –y particular‒ en las relaciones comunitarias. Si la forma que asume el trabajo social bajo el capitalismo es la del trabajo abstracto, ocurre entonces que el trabajo concreto queda despojado de su capacidad social; el valor de uso es sólo la cosa misma, su materialidad, y el fin del trabajo concreto, desde la plataforma del trabajo abstracto, es únicamente la creación de esa cosa material: lo producido con fines concretos es despojando ex ante de la capacidad de ser un trabajo-para-otros; se amputa o se dificulta el despliegue de su carácter social.
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Por tanto, la capacidad del valor de uso de convertirse en riqueza social, bajo el capitalismo, es atributo únicamente del trabajo abstracto: la materialidad producida por el trabajador no le pertenece en tanto no puede concebirla –más que de manera “limitada”, “cercada” y “mediada”‒ también como un producto para otros; esto es, como trabajo social más allá del valor de cambio. Las relaciones sociales concretas, centradas en la reproducción material de la vida social, sufrirán un aplastamiento en su capacidad de producir colectivamente también significado –amputación de la capacidad semiótica‒, en tanto este amplísimo ámbito de la vida social sea definido por el capital a partir de las determinaciones del valor de cambio. En palabras de Marx “El cuerpo mismo de la mercancía, tal como el hierro, trigo, diamante, etc., es pues un valor de uso o un bien”, “Llamamos, sucintamente, trabajo útil [trabajo concreto] al trabajo cuya utilidad se representa así en el valor de uso de su producto, o en que su producto sea un valor de uso”, “En contradicción directa con la objetividad sensorialmente grosera del cuerpo de las mercancías, ni un solo átomo de sustancia natural forma parte de su objetividad en cuanto valores [en cuanto tiempo de trabajo socialmente necesario]” (Marx, 2010 [1867]: 44, 51, 58). Hemos llegado aquí, a un punto crucial de la discusión contemporánea: el relativo a la tiranía del dinero. Más allá del hecho práctico de tal tiranía, el problema que se expresa es un asunto no del orden del “medio” de la circulación, sino de la carencia de medida para pensar el intercambio concreto de valores de uso más allá del capital. Valores de uso, insistimos, que no son ni única ni principalmente cosas, sino ante todo vínculos y relaciones sociales establecidas más allá de figuras contractuales. Es decir, confrontamos el problema de que para poder pensar –y desplegar como lucha‒ el carácter social del trabajo concreto ‒contra la tiranía del trabajo abstracto impuesto como única medida del intercambio y de la riqueza social‒, es necesario regenerar nuevas formas de medida que aporten nuevos significados a los intercambios concretos de valores de uso y, en general, a los
siempre asimétricos procesos de reproducción de la vida. ¿Cómo puede, pues, el trabajo concreto ser trabajo también para otros? Únicamente desplegándose en medio de una trama comunitaria que organiza y mide sus intercambios y obligaciones de otra manera que no sea la tiranía del trabajo abstracto. Ahora bien, en la reproducción de la vida social de las comunidades12 y en los pueblos indígenas ‒y también en los esfuerzos colectivos autónomos de creación de bienes y lazos contra y más allá del capital‒ aquello que entendemos como trabajo concreto en el capitalismo no está despojado de contener en sí mismo una doble finalidad: la de la cosa misma que es su valor de uso y la de ser un trabajo-para-otros, el disfrute del producto resultado de ese trabajo es ambas cosas a la vez. En tal sentido la función del trabajo abstracto como vehículo que convierte el trabajo concreto –particular‒ en social, deja de tener sentido y, por tanto, en el interior de la trama comunitaria, también deja de tener sentido la diferenciación analítica entre trabajo concreto y trabajo abstracto. El trabajo comunitario13 ‒como lo denominaremos para fines expositivos‒ no está violentado por la separación que el proceso de valorización ejerce sobre el trabajador y el producto de su trabajo. Podríamos decir que es un trabajo en su “forma natural”. El trabajo comunitario produce bienes comunitarios ‒los cuales también
12 Evidénciese la dificultad que encontramos para argumentar la reproducción de la vida comunitaria. Primero fue necesario exponer algunos rasgos de la reproducción de la vida bajo el capital para luego, recién, contraponer lo comunitario. La vocación totalizante del capital es egocéntrica en el sentido que nos obliga a desprender cualquier análisis de la realidad social desde sus términos. Esto no es un hecho menor, tiene que ser tomado en cuenta, pues es parte de la dificultad de la “inversión copernicana” en la comprensión del asunto social en la cual estamos empeñados. 13 Otra veta para acercarnos a la misma problemática es seguir el hilo a la “producción de lo común”, es decir, atender a los rasgos de las actividades colectivas que se despliegan para producir algún tipo de riqueza que se usufructúa en común. “Trabajo comunitario” es otra forma de aludir a este mismo heterogéneo y polimorfo conjunto de actividades. Gutiérrez (2015) y Linsalata (2015) se ocupan ampliamente de la noción de “producción de lo común”.
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trascienden la diferenciación entre valor de uso y valor de cambio que constituye a la mercancía‒ que están cargados de fines para satisfacer necesidades biológicas y culturales a través del consumo individual y colectivo ‒de la materialidad misma–; y, al mismo tiempo, tales bienes comunitarios también tienen el fin de satisfacer las necesidades de otros a partir de la propia trama de sentido que generan –dimensión semiótica de la cultura– por lo cual son “objetos” que están dotados de sentido más allá del valor de cambio14. Podemos hablar, entonces, de un sistema de circulación y flujo de bienes comunitarios, en el cual los productos del trabajo –bienes‒ pueden ser intercambiados a partir de dispositivos y códigos establecidos por la misma comunidad; tales dispositivos y códigos –dimensión semiótica de la cultura que desafía, también, el orden simbólico dominante– son producidos e interiorizados en cada uno de los reiterados procesos de trabajo comunitarios particulares como parte inmanente de su fin. Resulta entonces que ese sistema de circulación y flujo de bienes comunitarios, no sólo permite la reproducción fisiológica o eminentemente material de los miembros de la comunidad, sino que también genera y reafirma sus mecanismos de inclusión y reproduce –reiterando‒ la socialidad de ésta: produce orden simbólico que dota de sentido a las exuberantes formas de reciprocidad de la vida comunitaria. Los específicos dispositivos y códigos que organizan la circulación y flujo de los bienes comunitarios definen una y otra vez distintas maneras del intercambio de bienes a partir del establecimiento de nociones de equiparabilidad ‒no de equivalencia. Tales nociones de equiparabilidad a veces pueden fundarse en la comparación de tiempos de trabajo a intercambiar (como en la mano-vuelta o en el ayni), pero
14 Un ejemplo elocuente de esta clase de “bienes comunitarios” son los castillos de cohetes que adornan las fiestas comunitarias: son complejos artefactos destinados únicamente a ser quemados durante la fiesta. Agradecemos a Jaime Martínez Luna por insistir en este ejemplo durante el Coloquio sobre Reproducción Social de la Vida y Transformación Social, Puebla, 8 y 9 de septiembre de 2014.
lo que tiene que quedar claro es que el trabajo comunitario no queda subordinado ni a la determinación abstracta de lapsos medibles de trabajo abstracto, ni del valor de cambio, sino a la posibilidad de reproducir la vida comunitaria: “En las formas comunales el tiempo de trabajo no sólo no es una cualidad abstracta de la actividad de los individuos pues está supeditada a formas rituales y simbólicas, sino que además ese tiempo no existe como sustancia social de la riqueza ni forma de intercambiabilidad; a lo más es un requisito material subyacente al sentido y finalidad de la actividad de los individuos” (García, 1995: 267, énfasis original). El ayni o la mano-vuelta, por ejemplo, pueden presentarse como un intercambio de trabajos particulares a partir de la cuantificación estimada de un tiempo de trabajo ‒una jornada de trabajo por una jornada de trabajo; sin embargo, el significado más profundo de ese intercambio está mediado por el sentido de los bienes comunitarios a producirse, comenzando por el reforzamiento de los propios lazos entre quienes intercambian. Es a partir de tales intercambios que confieren carácter social al trabajo concreto, como se regenera y recrea, de forma cada vez distinta aunque análoga, el lazo social entre quienes comparten una trama comunitaria y a la vez, “pertenecen” a ella. La organización y el disfrute de la fiesta, el conjunto de comportamientos que aseguran el prestigio, la ratificación de vínculos mediante prácticas de compadrazgo, etc., así como los lazos y compromisos que se establecen en momentos de lucha; son todas ellas, relaciones cargadas de simbolismo que antes que nada, tienden a reproducir y conservar los lazos sociales de la comunidad.15 Es esta manera de reproducir la vida la que organizará
15 Otro ejemplo más complejo es el del chuqu o minka, que se realiza cuando se requieren grandes cantidades de trabajo, generalmente para la siembra o la cosecha en un solo día. El comunario que realiza esta actividad, solicita a otros que asistan a su chacra para trabajar durante todo un día y, al finalizar la jornada, éste debe ofrecer comida y chicha en abundancia. A todos los que trabajaron se les entrega una porción importante de comida y bebida para que la compartan con familiares o amigos –aunque no necesariamente todos ellos hayan trabajado. Como resultado, la actividad finaliza en una pequeña fiesta. Es interesante visibilizar que
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–y quizá determinará‒ un sistema de flujo de bienes comunitarios y de intercambio de trabajo concreto. Dependiendo de la específica malla cultural habilitada y reproducida a través de tales intercambios, existirá dentro de aquella una lógica específica –en tanto guía de la racionalidad‒ que permitirá un conjunto de cálculos y estrategias para el desempeño individual en medio de la trama (Gago, 2014). Ordenando nuevamente lo hasta aquí argumentado: la posibilidad misma del trabajo comunitario –o de actividades colectivas para la producción de lo común– deviene de un proceso dinámico que gestiona y organiza la reproducción de la vida comunitaria. El sistema de circulación y flujo de bienes comunitarios no puede surgir “de la nada” –como pretende haber surgido la red de comercio mercantil basado en el intercambio abstracto de equivalentes que oculta el proceso de destrozo de la capacidad de producción de riqueza concreta que siempre precede la apertura de la circulación mercantil. Tal sistema de circulación y flujo de bienes comunitarios tampoco consiste en una serie de reglas que se establecen de una vez y para siempre –como pretenden algunos etnógrafos positivistas‒, y mucho menos depende del altruismo de los miembros de la comunidad. El sistema de intercambio y flujo de bienes comunitarios se funda, antes que en cualquier otra cosa, en la capacidad de decisión colectiva sobre aquello a intercambiar y sobre los términos mismos del intercambio.
esta forma de trabajo comunitario es producida con la finalidad de reproducir un lazo social, además del propio trabajo concreto. La compartición al final del proceso de trabajo es parte del sentido del trabajo comunitario y eso representa compartir socialmente en el marco de la relación establecida –no se puede pagar ese trabajo y disfrutar de los valores de uso al margen de esa socialidad–. En este sentido no hay un intercambio directo de trabajos equiparables, aunque sí indirectamente, porque en cualquier momento que sea necesario, otro comunario podrá convocar a un chuqu y el que antes recibió el trabajo del resto, ahora deberá participar en el de otro comunario. Como estos existen muchísimos ejemplos más, que dependerán del lugar y la actividad, e incluso están las prácticas utilizadas en las luchas, todas estas son relaciones cargadas de simbolismos que antes que nada tienden a reproducir los lazos sociales de la comunidad, y es esta manera de reproducir la vida lo que determinará ese sistema de flujo de bienes comunitarios.
Esto justamente es lo que permite, otra vez en palabras de Bolívar Echeverría: la “politicidad” del proceso reproductivo que incluye diversos sistemas de circulación y flujo de bienes que configuran una red de intercambios materiales y simbólicos.16
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Para dar cuenta de la politicidad de los múltiples procesos de trabajo colectivo que configuran la reproducción comunitaria, conviene recordar con Foucault que “toda relación social es una relación de poder”, en la medida en que “toda relación social no es otra cosa que el despliegue de ciertas capacidades en función de determinadas necesidades de unas personas respecto a otras y que, para realizarse, necesitan gestionar, regular, neutralizar, afectar o destacar las capacidades y las necesidades de otros, esto es, ‘las conductas de otros’” (Gutiérrez, 2001:59). Cabe aquí una precisión no menor: no toda relación de poder es una relación de dominación. Existen múltiples dispositivos sociales y mecanismos colectivos que permiten generar equilibrios a partir de las asimetrías sociales existentes; en caso de operar tales dispositivos las relaciones de poder entre distintos serán fluidas, podrán ser reconfiguradas una y otra vez y podrán oscilar
16 Es claro que esta clase de redes comunitarias de intercambios –de viejo y nuevo cuño– están cercadas y acechadas, sistemáticamente, por el capital. Una de las tareas pendientes, que en este documento dejamos únicamente bosquejada, es la relativa a la profundización de la noción de equiparabilidad que guía tales intercambios; lo cual remite, tal como señalamos anteriormente, a una noción renovada de “medida” que no se ciña ni a la identidad numérica –meramente cuantitativa– que funda la posibilidad de enumerar y comparar sino que explore la comparabilidad cualitativa por lo demás, esta era una de las posibilidades intelectuales abiertas en los albores de la modernidad como puede rastrearse del trabajo de “los llamados `eruditos medioevales´” (Álvarez, 2012). Medida y equiparación son nociones que pueden alentar la reflexión renovada sobre sistemas dinámicos de intercambio que oscilan en torno al equilibrio –no al desequilibrio sistemático como sucede en la crematística del capital.
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en torno a equilibrios siempre renovados. En contraste con ello, puede suceder que determinadas relaciones de poder se cristalicen volviéndose rígidas y fijas, dando paso a una clase de vínculos no sólo asimétricos sino fuertemente jerárquicos: clases de relaciones en las cuales un polo dirige las conductas de otros y quienes se concentran en el otro polo “aceptan ser dirigidos”. Tal cristalización y fijación es la génesis de una relación de dominación –que por lo general se expresa en la ley‒ mediante la cual se concentra y deposita la capacidad de decisión sobre cuestiones que atañen a ambos polos de la relación, en uno sólo de ellos. “En la forma comunitaria de política la soberanía social no se delega sino que se ejerce directamente. No se parte de un hecho contractual de entrega (e hipoteca) de la voluntad individual, sino que los mecanismos de gestión del asunto común se construyen a partir de los acuerdos entre sujetos concretos que comparten actividades y destinos” (Gutiérrez, 2001: 70); aún si éstos sujetos son distintos entre sí y disponen de capacidades también diferentes. En las tramas comunitarias cuyas actividades se centran en garantizar la satisfacción de las necesidades de la reproducción social o en ampliar las posibilidades de su satisfacción (notar que no estamos hablando, desde ningún punto de vista, ni única ni principalmente de cuestiones de “sobreviencia”), las relaciones de poder son eminentemente fluidas y discurren a partir de acuerdos que obligan. Es decir, la pertenencia a una trama comunitaria no “concede derechos” sino que “obliga a hacerse cargo” de una parte de las decisiones colectivas; es más, es el cumplimiento de los acuerdos colectivamente deliberados y producidos, lo que garantiza la pertenencia de cada quien a la trama comunitaria. El contraste entre esta forma de lo político y de la política con la llamada “democracia formal” es completo: el único derecho que la democracia formal no concede en tanto se basa en la delegación, es el derecho fundamental de la trama comunitaria, aunque en ella tal derecho se expresa como una obligación. Obligación de asumir las necesidades a satisfacer, a deliberar con los demás acerca de cómo hacerlo, de encargarse colectivamente de su ejecución, etc.
Obligación pues, de “acordar colectivamente”, obligación de generar consenso como condición de posibilidad de la reproducción. Así, la manera en que se van a establecer y restablecer permanentemente acuerdos entre los miembros de una trama comunitaria, a partir de marcos de significación propios siempre susceptibles de ajuste, es la específica práctica social que vuelve imposible la solidificacióncristalización de las relaciones de poder: es una gestión compartida de lo que se “puede” ‒en términos de poder-hacer‒, de lo que los otros y uno mismo puede-podemos hacer. Dentro de este dispositivo político nadie tiene el monopolio de la decisión y nadie delega su capacidad de producir –en conjunto con otros– la decisión. Cada quien mantiene autonomía y soberanía sobre su, digamos, “cuota proporcional de poder”, aunque eso sí, ninguno cuenta con “poder” –no cuenta con ninguna capacidad‒ si no lo despliega colectivamente a partir de la trama. Esta es, justamente, la base de lo que Zibechi ha llamado la “dispersión del poder” (Zibechi, 2006). La politicidad concreta y colectiva que se genera en la trama comunitaria es pues, también, una dimensión específica de la producción de lo común que se basa en una dimensión específica del trabajo comunitario: el “servicio” o trabajo para lo común –k’ax k’ol es el término específico en quiché para aludir a esta clase de trabajo comunitario eminentemente concreto. En contraste con lo anterior, el trabajo abstracto es el vehículo para la monopolización de la capacidad de decidir sobre los procesos de producción. La abstractalización del trabajo habilita un específico mecanismo de concentración del poder a partir, sobre todo, de controlar y configurar el tiempo vital. Las únicas maneras de apropiarse privadamente del producto de un proceso de producción social son, o bien la coerción ‒clásicos ejemplos de ello son la esclavitud o la imposición de tributos‒ o la separación violenta del proceso de trabajo en trabajo concreto y trabajo abstracto, quedando el trabajador enajenado del producto de su trabajo concreto y su reproducción a disposición del valor de su fuerza de trabajo, i.e., del trabajo
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abstracto homogéneo cuantificable en tiempo. La solidificación de las relaciones de poder ‒la dominación‒ en el capitalismo, permite la monopolización de la decisión sobre el proceso de producción y, por tanto, la sistemática y creciente separación del trabajo abstracto y del trabajo concreto. Tal monopolización es la base de la forma estatal de la política. Por su parte, el trabajo comunitario, en contraposición a lo anterior, se funda en la producción colectiva de significados –concretos‒ que organizan los procesos de trabajo y el usufructo de los productos del trabajo social; se abre entonces, de forma inmediata, una dimensión política de lo social donde discurren las contradicciones y tensiones propias de la actividad social, y donde también se regula y contiene la violencia. Así, es posible la producción colectiva de significados para regular tanto la producción como los intercambios de los productos del trabajo social, a través de los dispositivos y códigos compartidos, heredados y reactualizados por la propia trama comunitaria que se reproduce. De ahí que sea posible documentar y reflexionar sobre las diversas estrategias prácticas de auto-regulación comunitaria, en tanto oscilaciones y ajustes dinámicos en torno al equilibrio. Cuando se producen bienes comunitarios al interior de una trama social centrada en la conservación y ampliación de las posibilidades de reproducción de la vida, tales bienes comunitarios pasan a ser parte de flujo social de relaciones y bienes útiles –¿flujo social del hacer?– que se intercambian y distribuyen entre los miembros del entramado comunitario. Aun siendo parte de ese flujo social, los bienes comunitarios no se despersonalizan como sucede con los valores de uso convertidos en mercancía, siguen siendo expresión de trabajos concretos: de trabajos con nombre y apellido, con lugar de origen y significado propio. La posibilidad de usufructuar –desde dentro de la trama reproductiva– los bienes de ese flujo queda determinada por la participación del trabajo que aportan sus miembros; y es siempre objeto de agudas y difíciles controversias que encausan equilibrios siempre difusos y contenciosos que configuran
el ámbito específicamente político de lo comunitario17; es decir, le otorgan a la trama comunitaria centrada en la reproducción capacidades de autorregulación. Enfatizamos que hablamos de procesos de autorregulación de las propias personas y de sus trabajos, y de ninguna manera de la supuesta autorregulación del intercambio de mercancías fetichizadas, independientes de su trabajo concreto, tal como argumentan quienes promueven eso que se llama “libre mercado”. Una última idea sobre esta cuestión es que, si bien los equilibrios que una y otra vez se reactualizan en el ámbito específicamente político de la trama de reproducción comunitaria pueden contener –ocasionalmente‒ intercambios basados en equivalencias; usualmente suelen desplegarse en términos de equiparar diferencias para, justamente, equilibrarlas. Esto significa que pueden ocurrir usufructos similares –equiparables‒ a partir de trabajos totalmente disímiles, como es el caso del trabajo de los ancianos y de los jóvenes. Lo importante acá es entender que tales equilibrios son establecidos a partir de acuerdos comunes –producidos en común y que obligan a todos– que además, son fluidos, es decir, cuyos términos son redefinidos permanentemente en reiteradas acciones de deliberación
17 “De cada quien según sus capacidades y a cada quien según sus necesidades” es, a nuestro juicio, una frase marxista incompleta, ya que asume un supuesto axiológico desde los distintos particulares en un mundo comunista. La pregunta inmediata que puede hacerse: ¿y qué pasa si alguien decide que sus capacidades son nulas y sus necesidades enormes? Exhibe claramente la debilidad de la formulación. Marx, seguramente, no entendía la cuestión de manera simplista –aunque muchos de sus seguidores sí lo hicieron. Sin embargo, lo que argumentamos es que la producción de bienes comunitarios y el usufructo de tales bienes es evidentemente posible sí, y solo sí, existe un proceso de producción de equilibrios en el tiempo a partir de la capacidad social de producción colectiva de decisiones políticas, esto es, “acuerdos que obliguen”; los cuales, a la larga habiliten la autorregulación de la propia trama que ensaya y despliega sus formas específicas de reproducción. Por lo demás, esta manera de entender la producción de bienes comunitarios, nos permite descartar el tan poco fértil y metafísico debate sobre si los seres humanos son buenos o malos, si son egoístas o desprendidos “por naturaleza”.
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para garantizar la reproducción colectiva y, también, la reproducción particular de cada uno de sus miembros. El trabajo comunitario es la condensación de tales procesos de reiterada producción colectiva de decisiones, por lo cual permite la modificación y regeneración sistemática del flujo de intercambio y distribución de los bienes que tienen alguna utilidad-para-otros, estos bienes están preñados de sentidos diversos y múltiples que provienen de los variados acuerdos en común, esto es, de la capacidad colectiva de auto-regulación que hace inviables otras formas de reproducción de la vida centradas en la acumulación de valor.18 Visto así el proceso reproductivo comunitario se funda en una exigencia tensa y siempre exigente de reactualización que conjuga de manera dinámica los procesos eminentemente productivos –económicos– y las actividades políticas. No hay escisión entre estos dos ámbitos de la vida social. Y, por lo demás, bajo esta perspectiva no se requiere de un marco axiológico o normativo ex ante: ni los comunarios hacen las cosas de determinada manera porque son “buenos” por naturaleza, ni la vida social es algo idílico y exento de tensión. Lo que se destaca es pues, la relevancia de reflexionar y auspiciar formas de organizar la vida social y de asegurar posibilidades de su reproducción en términos totalmente distintos a los que impone la dinámica del capital y sus ciclos interminables de acumulación, plenos de bucles autoreforzantes de la concentración de la riqueza a partir del eje organizador de la propiedad privada sostenida en la abstracta noción de “individuo” autónomo.
18 En otro trabajo, Gutiérrez está desarrollando un argumento acerca de la necesidad de entender la “capacidad de autorregulación” como “una propiedad de ciertos sistemas complejos, de su dinámica. De ahí que los sistemas complejos, en particular los sistemas vivos –que son sistemas complejos muy interesantes– a partir de su capacidad de autorregulación, simultáneamente se conservan y se transforman a sí mismos: se conservan pues, por lo general, reiteran la dinámica que los distingue y caracteriza –es decir, llevan adelante los intercambios de la misma manera a través de la cual alcanzaron estabilidad dinámica; pero al mismo tiempo, en caso de alteración de las condiciones de intercambio con el exterior, tienen también la capacidad de realizar modificaciones a sí mismos, a fin de alcanzar nuevos equilibrios” (Gutiérrez, 2014).
Aclaramos una vez más: no estamos tratando de argumentar la existencia de este tipo de relaciones sociales comunitarias ni de la dinámica que las regenera, aludiendo a algún “estado de pureza”; nos anima más bien, comprender con la mayor claridad posible y con cierto margen de formalidad, ciertas formas del “hacer” específicamente humanas que se afianzan en la satisfacción de necesidades vitales, y que dibujan tramas comunitarias centradas en la reproducción de la vida. Al analizar casos específicos siempre pueden hallarse situaciones en las que los equilibrios ambicionados reproducen desigualdades y jerarquías o, lo que es lo mismo, donde existen tendencias hacia la solidificación de ciertas relaciones de poder. Sin embargo, también es cierto que tales rigideces y cristalizaciones pueden ser enfrentadas desde la propia dinámica comunitaria que tiende a re-actualizarse permanentemente, desplegando procesos auto-regulatorios que se encaprichan en dispersar sistemáticamente el poder. Esta capacidad la entendemos como un marcador de la vitalidad de la trama comunitaria.
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Llegamos, finalmente, a una nueva pregunta: ¿cómo entender la dinámica comunitaria dentro del mundo del capital mundializado? Si vamos a pensar la lógica totalizante del capital que asedia y cerca a lo comunitario tenemos que dar cuenta de la lógica de la subsunción del trabajo comunitario desde la propia trama comunitaria en su conjunto; es decir, no desde los procesos individualizados de subsunción del proceso de trabajo inmediato que el capital impone: subsunción formal y real del proceso de trabajo inmediato. Efectivamente, el capital se apropia de trabajo comunitario y lo convierte en plusvalía que va a ser añadida a la masa global de plusvalor, generando un proceso de explotación en la comunidad, pero lo hace sin contar con la propiedad de los medios de producción y menos implantando un proceso de trabajo específicamente capitalista. En este sentido
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nos resulta fértil recuperar algunas ideas de Armando Bartra (1979) quien las expondrá en su intento de hacer inteligible la especificidad del proceso de explotación campesino, aunque las retomamos de otra manera, inscribiéndolas en el argumento que hasta acá hemos expuesto. En primer lugar se debe dar cuenta de una explotación en la que el proceso de trabajo no es controlado por el capital, donde ni los medios de producción ni el producto final del proceso de trabajo le pertenecen. Entonces ¿cómo se puede producir un proceso de explotación bajo estas condiciones? La respuesta se sostiene en la diferencia cualitativa –¡otra vez la cuestión de la medida!‒ existente entre los bienes y valores de uso producidos por el trabajo comunitario y las mercancías producidas por el capital. Los primeros están determinados por su utilidad y significado concreto, mientras que las segundas lo están por su propiedad de ser portadoras de plusvalor. A quienes son parte de una comunidad les interesa acceder a valores de uso que no son producidos al interior de la comunidad, mientras que al capital le interesa realizar la plusvalía. Es esta diferencia cualitativa entre los productos del trabajo ‒que en el mercado del capital aparecen de manera indiferenciada‒ lo que permite que aquellos bienes comunitarios colapsen en unidades de medida ajenas: ¡precios! Esto es, cantidades abstractas de valor que pueden no incorporar la cuota media de ganancia e incluso, en muchos casos, pueden ser vendidos a precios por debajo de los costos de producción ‒porque el cálculo interno a la producción comunitaria se funda en el valor de uso. “La condición de la explotación se cumple en el proceso de producción, por cuanto éste se desarrolla con vistas a la reproducción y con medios que no han cobrado la forma libre del capital, pero la explotación se consuma en el mercado donde el campesino transfiere su excedente a través de un intercambio desigual” (Bartra, 1979: 89).19 Esta es la base de la explotación “múltiple” de lo comunitario, aunque también
19 En el mismo texto de Bartra se pueden consultar varias otras formas más de explotación, no únicamente la relacionada con la venta de productos campesinos, aunque la lógica es la misma.
constituye su posibilidad de existencia frente al capital en términos de subsistencia material, i.e., en la medida en que la comunidad produce una gran masa de bienes que no entran al mercado del capital, y que mantienen su forma comunitaria de distribución, la comunidad puede seguir reproduciendo las condiciones de su vida material, así esto implique ceder una parte de su excedente al capital, pero nunca todo.20 De ahí que los entramados comunitarios casi nunca están total y completamente desposeídos ‒como ocurre en el discurso vulgar acerca de la desposesión completa del obrero, que oculta cualquier tipo de riqueza generada y re-generada, casi siempre por mujeres, en el ámbito doméstico, es decir, reproductivo de la clase obrera‒, sino que logran acumular colectivamente bases materiales que les permiten enfrentar situaciones adversas, desde desastres climatológicos hasta procesos de lucha de largo aliento, en los que esa pequeña porción de riqueza material concreta funge como un colchón que permite redirigir la fuerza humana destinada al trabajo productivo. Así pues, sería más conveniente hablar de procesos de subsunción general21 del trabajo comunitario, en tanto no han ocurrido o no completamente, procesos de subsunción formal ni real de los procesos de reproducción de la vida comunitaria. Es decir, el capital logra valorizar un conjunto heterogéneo de procesos de trabajo que
20 Claramente esto no siempre es posible, en muchos casos se dan situaciones de reproducción restringida en el que se generan procesos de pauperización continua que pueden hacer que en determinado momento la reproducción de la comunidad se vuelva inviable. 21 Bartra desarrolla la idea de subsunción general del trabajo campesino al capital a partir de la siguiente explicación planteada por Marx: “Es esto a lo que denomino subsunción formal del trabajo en el capital. Es la forma general de todo proceso capitalista de producción, pero es a la vez una forma particular respecto al modo de producción específicamente capitalista, desarrollado, ya que la última incluye la primera, pero la primera no incluye necesariamente a la segunda” (Marx, 2009 [1866]: 54). La subsunción formal implica una subsunción particularizada a la producción de capital, mientras que la subsunción general conllevaría la posibilidad del capital de subsumir lo que no es capitalista, en este caso, lo comunitario.
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no tienen como fin la producción de plusvalor, pero lo hace a través del asedio de formas de reproducción de la vida social y a partir de mecanismos “impropios” de su lógica; la mera existencia de la comunidad de-forma el proceso de explotación capitalista,22 no lo elimina pero lo condiciona. De ahí que también podamos reflexionar sobre procesos de “explotación múltiple”; aunque, pese al asedio, las comunidades siguen reproduciéndose también ‒aunque obviamente no de manera exclusiva‒ por fuera y en contra del capital y, además, a partir de sus propios procesos de auto-regulación política, producen y ajustan, una y otra vez, mecanismos para seguir reproduciéndose como entramados comunitarios pese al capital y en lucha cotidiana contra él.
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La trans-formación social pensada en clave comunitaria nos permite entender, entonces, que el capitalismo no es total, pese a su lógica totalizante; que en el presente se dibujan y despliegan distintas maneras de reproducir la vida que no son ‒o no totalmente‒ regidas por las relaciones capitalistas. De ahí que los variados y sistemáticos esfuerzos colectivos por garantizar las posibilidades de reproducción de la vida implican, siempre, lucha contra el capital, confrontación y antagonismo a distintos niveles. La manera como los entramados comunitarios, en sus reiterados ciclos reproductivos, enfrentan al capital es estableciendo límites a
22 Se puede entender a la subsunción general como un proceso de dominación gestionado, hasta cierto punto, desde ambos polos de la relación. En alguna medida los entramados comunitarios, si bien suelen verse obligados –por la serie de asedios, cercamientos y despojos de los que son objeto– a acceder a mercancías producidas por el capital, también tienen cierta capacidad de determinar las condiciones de su subsunción al capital al menos de dos maneras: por un lado, a partir de sus propios procesos de auto-gestión y auto-regulación colectiva, los cuales limitan al capital en su intención de apropiarse de toda la energía producida por el trabajo comunitario. Por otro, en tanto, desde sí mismos, adoptan y adaptan determinadas mercancías y saberes que les son relevantes o útiles.
su ampliación, produciendo colectivamente “capacidad de veto” a sus planes y proyectos de acumulación ampliada, desorganizando sus ritmos laborales y, ante todo, conservando y regenerando vínculos sociales concretos y relaciones sociales orientadas a reproducir la vida trans-formada en términos comunitarios. Esto expresa una lucha sin cuartel para eludir y confrontar la subsunción formal y real de los diversos procesos de trabajo comunitarios y, a su vez, implica establecer un veto al intento estatal de expropiar la capacidad de producir decisiones colectivas. En este sentido, el telos, o el horizonte de deseo que media la lucha comunitaria es el despliegue de su propia forma de reproducir la vida, es ampliar su capacidad de transformación. En esta clave, la Revolución social no tiene nada que ver con transformar de una vez y para siempre las cosas a partir de imaginarios pre-concebidos, sino que se convierte en una revolución por alejamientos sucesivos o por distorsiones recurrentes es decir, aludimos a un proceso en el que importa el pathos y no tanto el momento en el que todo queda convertido en otra totalidad. La trans-formación social cotidiana y desplegada en luchas de distintas escalas, conlleva entonces el despliegue de diversas formas de reproducir lo comunitario que van no sólo vetando la lógica totalizante del capital, sino que poco a poco van cercando ‒desde el otro lado del antagonismo social‒ las relaciones sociales que se establecen por y para la acumulación del capital. Un ejemplo de que ello ocurre fueron las sucesivas oleadas de insurgencia y movilización que se han vivido en Bolivia, en Ecuador, en Argentina, en México y en otras muchas partes de América Latina durante la última década y media. Nosotros pensamos que vale la pena seguir pensando desde esas capacidades desplegadas y reflexionar sobre los fines y anhelos que resplandecieron en los momentos más enérgicos de las luchas.
Puebla, México, septiembre de 2014.
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