Prólogo
La invitación
Pablo González Casanova
Este libro no pertenece a las ciencias sociales acostumbradas. Sus autores buscan unir el rigor académico a la lucha por la emancipación. En sus trabajos vinculan los problemas epistemológicos y los éticos de tal modo que la solución de aquéllos es impensable sin la de éstos. Mi incursión en la obra es de mero comentarista, asombrado por el curso y el giro de la investigación. Andrés Aubry, historiador destacado y conocedor de larga data de temas indígenas de Chiapas, me llamó una mañana y me dijo que quería tomar un café conmigo. Yo estaba en San Cristóbal de Las Casas. Quedamos de encontrarnos una hora después en la cafetería que está al otro lado de catedral, frente al jardín. Ahí me contó del proyecto y de las inesperadas experiencias que había tenido. Una de ellas dio inicio a mis sorpresas. “Para ver si podíamos realizar la investigación –me dijo– fuimos a solicitar permiso a la Junta de Buen Gobierno. Nos pidieron que les dejáramos el proyecto y que ‘ya nos contestarían’. Poco después nos invitaron a verlos”. —Bueno –dijo uno de ellos–, pues hemos acordado que sí pueden hacer la investigación. “Tras nuestro agradecimiento y gusto –siguió Aubry–, me preparé a explicarles los problemas que queríamos investigar”. —¡Ah!, ¡no!, ¡no! –me interrumpieron–, los problemas los ponemos nosotros y ustedes hacen la investigación. Este relato de Aubry me trajo a la memoria aquello que Durkheim sostuvo: “Para hacer de la sociología una ciencia debemos estudiar los fenómenos sociales como cosas”. Ahora resultaba que “las cosas” nos plantean los problemas que debemos investigar… Pocos meses después de esa conversación, Aubry falleció en un accidente automovilístico. Para todos fue una pérdida muy dolorosa. Si hoy escribo estas líneas es porque sus jóvenes colaboradores me renovaron la invitación, e incluso me invitaron a participar en un extraño seminario del que hablaré después.
Los investigadores y sus perspectivas
Ahora quiero referirme a los investigadores. Se trata de un grupo de personas de varias nacionalidades y disciplinas, todos comprometidos con el proyecto zapatista de emancipación, y conscientes de las diferencias entre la “investigación participativa” que Ackoff (1974) precisó hace años, y esta otra, moral e intelectualmente comprometida a resolver los problemas de los pueblos indios lejos de todo espíritu paternalista o asistencialista, indigenista o indianista, y plenamente conscientes de que están investigando en medio de una gran lucha que no busca sólo resolver problemas locales, o nada más de los pueblos indios, sino problemas que de una manera u otra atañen a todos los seres humanos, como los de la autonomía, la dignidad, el coraje de quienes “no se rinden ni se venden”.
Los investigadores participantes han vivido su compromiso trabajando y luchando por la construcción de la alternativa a que los pueblos están entregados, en medio de asedios, de incursiones, despojos, asesinatos individuales y colectivos, y acciones de guerra llamadas “acciones cívicas”. Con un temple ejemplar han alcanzado la legitimidad que les da su identidad en la lucha con las comunidades. Vienen de México y otras partes del mundo, uno de El Colegio de México, otra del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), otro más de la Universidad de Eastern Michigan, por no citar con nombre y centro académico sino a los coordinadores: Bruno Baronnet, Mariana Mora Bayo, Richard Stahler-Sholk. A ellos se añaden el propio Andrés Aubry, Shannon Speed, Neil Harvey, Alejandro Cerda García, Raúl Gutiérrez Narváez, Kathia Núñez Patiño, Cecilia Santiago Vera, Ximena Antillón Najlis, Angélica Rico Montoya, Melissa Forbis, Alejandra Aquino Moreschi, Adriana Gómez Bonilla. Todos ellos tienen muy claro que los pueblos zapatistas luchan por alternativas de gobierno y de organización social “desde abajo”. Todos se dan cuenta de lo que el pensamiento cosificador y colonizador, eurocentrista y racista nunca pudo deshacerse: logran reconocer que los indios tsotsiles, tseltales, tojolab’ales, ch’oles son “agentes fundamentales” en la teorización de sus propias experiencias y en el conocimiento práctico de sus teorías sobre las luchas que dan y las organizaciones que construyen. Ven en sus construcciones y luchas sus propias posibilidades de construir un mundo alternativo que sustituya al modo actual excluyente e insostenible. Combinan sus conocimientos con los de los pueblos, y combinan también sus saberes con los de los pueblos. No enfrentan conocimientos y saberes como categorías maniqueas y metafísicas. Descubren con los pueblos lo nuevo de la historia universal. En la alternativa los pueblos zapatistas no buscan la alternativa del pasado, ni en el camino, el camino de la toma del poder o del acceso al gobierno de los movimientos revolucionarios anteriores. Esa posición no los hace renunciar al poder como articulación de sus propias fuerzas. Es más, los pueblos construyen gobiernos que son otro tipo de gobiernos. A éstos les atribuyen el derecho y la obligación de mandar pero obedeciendo los lineamientos que sus pueblos les señalan. Insertan el movimiento de los pueblos zapatistas en la historia de la nación y del Estado-nación en México, y en el peso que en ella tienen los pueblos indios, sin que pretendan que otros sigan igual camino en todo el mundo. No cometen el error de que su posición sea paradigma de la posición de todos los pobres y los pueblos de la Tierra. Aunque sin hacerla suya, respetan la vía por la que marchan, por ejemplo, los cubanos o los bolivianos. Dentro de esa flexibilidad, no dan cabida a la menor concesión en lo que a la autonomía y la dignidad se refiere. Miran con la visión de los vencedores. La forma misma en que cultivan la práctica de las utopías, y de las políticas emancipadoras, es prueba de su conciencia de que otra política se hace necesaria, y de que en ella tienen pleno derecho a participar quienes vienen de otras creencias y otras ideologías, siempre que como ya lo han ellos hecho igualen con su conducta el conocimiento y el saber. Los investigadores redescubren y precisan lo que ya veían como una ciencia humanizada y moral durante la investigación realizada.
El seminario de la Lacandona en San Cristóbal
En enero 2008, los coordinadores me invitaron a un seminario en la Universidad de la Tierra/ CIDECI en San Cristóbal para discutir los trabajos de la investigación.
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Fue una experiencia inolvidable. Al seminario asistieron investigados e investigadores. En torno a una larga mesa se creó ese “espacio de reflexión mutua y de retroalimentación interactiva” de quienes teniendo una misma posición frente al opresor, parten de distintas posiciones. El seminario buscaba no sólo desentrañar las variadas prácticas de la autonomía en las comunidades sino “aclarar en forma explícita las contradicciones inherentes al trabajo de campo” y que exigen aclaraciones entre los investigadores y los investigados. Es más, el seminario tomaba en cuenta que los especialistas eran objeto y sujeto de investigación, y que los investigados habían actuado numerosas veces como investigadores y en ambos papeles unos y otros se apersonaban. Lo concreto, como general y particular, logró profundizar hasta el nivel de las raíces. Permitió subir nuevamente “de abajo y a la izquierda”, a dos objetivos característicos: el del pensamiento crítico y el del pensamiento alternativo. No se quedó en las innovaciones conceptuales ni en las del lenguaje hablado o escrito. De pronto uno de los participantes, que era miembro de la Junta de Buen Gobierno de un remoto Caracol de la Selva nos explicó la importancia de vencer el miedo y de vivir la fraternidad y la fiesta como formas de mantener claridad en la mente y fortaleza en la lucha. Fue una rara ponencia sin disconfirmaciones y antes con una prueba irrefutable. Para que supiéramos de qué hablaba el miembro de la Junta de Buen Gobierno que en la Selva manda obedeciendo nos pidió que con la mano derecha tomáramos la mano de quien estaba sentado de ese lado, y que otro tanto hiciéramos con la mano izquierda. Cuando ya todos nos habíamos agarrado de la mano dijo: “¡Ahora levántense! y a poco volvió ordenar: ¡Ahora siéntense!, ¡Ahora levántense! ¡Ahora salten!” Y todos nos pusimos a saltar muertos de risa, viviendo la fraternidad, la alegría y la esperanza, en medio de ese mundo asediado… De ese mundo viene este libro, que nos lleva al futuro de una humanidad capaz de emanciparse y de sobrevivir.
Mayo de 2010
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Bruno Baronnet Mariana Mora Bayo Richard Stahler-Sholk
El 6 de julio de 2007 se celebró el Segundo Encuentro de los Pueblos Zapatistas con los Pueblos del Mundo, un encuentro que sobresale frente a la docena de encuentros realizados en territorio zapatista desde 1994 porque los representantes de los gobiernos autónomos de las cinco regiones, conocidas como Caracoles, presentaron por primera vez, pública y detalladamente, una evaluación de su desempeño como autoridades civiles, ubicando sus esfuerzos en una trayectoria histórica de lucha social local. En sus narraciones fue evidente la teorización de lo político que emerge a raíz de más de una década de prácticas cotidianas de la autonomía. En el Caracol IV Torbellino de nuestras palabras, con sede en el ejido Morelia, ubicado en la región que abarca el municipio oficial de Altamirano, Aurelia,* joven tseltal de 17 años, relató cómo trabajan las mujeres del municipio autónomo 17 de Noviembre:
En los colectivos de las mujeres trabajamos en la hortaliza, cuidamos gallinas, tenemos conejos, y aprendemos a bordar y hacer artesanía. Pero no sólo eso, es sólo el principio. De ahí también tenemos pláticas, reflexionamos sobre la vida que tenemos en la casa. Las más grandes nos van explicando a las jóvenes cómo tenemos que defender nuestros derechos. La autonomía es contra el mal gobierno y también contra cuando los hombres no tratan bien a las mujeres. Hablamos y nos reímos cuando estamos haciendo pan. Contamos de nuestras vidas, a veces lloramos y a veces nos reímos. Y también tenemos encuentros de puras mujeres. Vemos que los hombres, cuando tienen sus reuniones, pura plática echan. Y se empiezan a quedar
*Nombre ficticio.
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dormidos. En cambio nosotras no. Combinamos pláticas con el juego. Salimos a jugar básquetbol y movemos el cuerpo. Así nos da más ánimo para trabajar. Es así como estamos haciendo la política. Así es como estoy aprendiendo a hacer la política en la autonomía… Yo represento la primera generación de la educación autónoma. A mi lado está mi maestro, y hoy aquí estoy con ustedes.
Este libro se dedica precisamente a recopilar textos con base en trabajos de campo realizados entre 2003-2007, que analizan las prácticas indígenas de autonomía política en las diferentes zonas de influencia zapatista en Chiapas. Estas prácticas generan una reconceptualización de lo político que emerge desde los espacios de la educación, en los talleres de salud, en las asambleas, en los colectivos de producción de las mujeres y de los hombres, tal como menciona Aurelia. Nuestro enfoque principal está en las comunidades bases de apoyo aunque reconocemos sus prácticas políticas como parte del movimiento zapatista más amplio. En ese sentido partimos de la premisa de que el zapatismo, al ser un movimiento social, implica la aglutinación de una constelación diversa de personas y grupos que buscan un cambio social radical y rechazan las restricciones de las instituciones y formas convencionales de “hacer política”. Ello se inscribe en el marco de un “movimiento de movimientos”, representado por el Foro Social Mundial con su lema “Otro mundo es posible”, notorio por su audacia en su actuar de tomar y reconfigurar desde abajo los nuevos espacios de la época de la globalización (Jelín, 2003; Mertes, 2004; Baschet et al., 2009). Tomamos en cuenta el impacto del movimiento no sólo en la vida cotidiana de sus militantes o integrantes más directamente involucrados, sino también su incidencia histórica en los procesos más amplios de transformación social. Es a partir de estas reflexiones que proviene una serie de experiencias políticas particulares donde las bases de apoyo zapatista ofrecen reflexiones universales, o mejor dicho pluriversales; es decir, la convivencia de “múltiples y diversos proyectos ético-políticos, en donde pueda existir una real comunicación y diálogo horizontal con igualdad entre los pueblos del mundo” (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007). En este contexto, ubicamos la construcción de alternativas “muy otras” por parte de las bases de apoyo zapatista en un conjunto de prácticas contrahegemónicas, distintas a la dominante. La frase “luchas muy otras” que aparece en el título del presente libro quizás no sea admisible para la Real Academia de la Lengua Española, pero representa la forma cotidiana de hablar en lo que le llaman “castilla” en las
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comunidades indígenas de Chiapas.1 Refleja las especificidades culturales de la población local, a la vez que se reconoce las prácticas sociales de las bases de apoyo en una genealogía global de movimientos antisistémicos. Por movimientos antisistémicos nos referimos a los que critican y se oponen a las políticas económicas y culturales del capital, y a los rezagos históricos de la colonialidad. Si bien la etapa del colonialismo como momento histórico ha quedado en el pasado, el legado hegemónico continúa manteniendo a los pueblos indígenas y a las poblaciones de sus descendientes de América Latina en los estratos más bajos de la sociedad (Wallerstein, 2004; González Casanova, 2006). Aquí enfatizamos la apropiación y resignificación de la “otredad” como un eje central de lucha de estos grupos subalternos, retomando el lema altermundista de que “Otro mundo es posible”. Se reproduce en la denominación de La otra campaña zapatista, referencia irónica a la campaña electoral de 2006 que los zapatistas rechazaron por su vacuidad. La otra campaña no-electoral condujo a que varias agrupaciones de adherentes y simpatizantes se autodenominaran La otra Jovel, La otra Tijuana, etcétera. A lo largo de la compilación, nos enfocamos en dos elementos principales que identificamos como aportaciones fundamentales de las bases de apoyo zapatista a las nuevas formas de hacer política de los grupos subalternos y antisistémicos: la autonomía como eje de nuevas prácticas del poder y de la democracia, y la producción de nuevas identidades políticas. Antes de abordar estas aportaciones consideramos necesario detenernos brevemente en una recapitulación histórica del movimiento zapatista.
El movimiento zapatista desde la literatura existente
Como es conocido, la fase de lucha armada del movimiento duró apenas doce días, del 1 al 12 de enero de 1994. El conflicto armado se transformó al plano político debido, en parte, a las movilizaciones masivas de la sociedad civil nacional e internacional que lograron un cese al fuego, abriendo espacio para las intervenciones mediadoras de una Comisión Nacional de Intermediación (Conai) encabezada por
1 Sobre la apropiación local de palabras del castellano, como por ejemplo la frase “de por sí”, véase comentario en Mentinis (2006:159-162); y el análisis sociolingüístico de Lenkersdorf (2002) y Paoli (2003).
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el entonces obispo Samuel Ruiz García (†) (1924-2011), y una multipartidaria Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa) en representación del Congreso de la Unión. Entonces, las estructuras de la rebelión armada constituidas por insurgentes y milicianos dieron paso a las iniciativas de organización social y política de los civiles que integraban las bases de apoyo. La unidad básica de la estructura político-civil zapatista es la comunidad de los pueblos tsotsil, tseltal, ch’ol, tojolab’al, junto con población mestiza en las zonas Altos, Selva, Norte y Fronteriza de Chiapas que habitan ejidos, rancherías, y “nuevos poblados” establecidos en tierras que fueron tomadas tras el levantamiento, sobre todo en el primer año de la rebelión.2 Cada comunidad elige sus dirigentes, adopta sus normas, y toma sus decisiones (por ejemplo, sobre el uso y beneficio de las tierras colectivas y el trabajo comunitario que le toca a cada familia) por medio de asambleas periódicas. A partir de diciembre de 1994 se declararon 38 municipios autónomos rebeldes zapatistas, o MAREZ (número que luego fluctuaría), al rechazar las estructuras locales del gobierno oficial que el zapatismo caracterizaba como “mal gobierno”. Las comunidades correspondientes a cada MAREZ (cuyas demarcaciones geográficas difieren de los muncipios oficiales) eligen por periodos definidos por cada zona (generalmente de uno a tres años) a los representantes al concejo municipal y a los comités de educación, salud, agraria, y de honor y justicia que funciona como sistema judicial alternativo al oficial. Las distintas corrientes de movimientos campesinos e indígenas y sus expresiones políticas que confluyeron en las décadas anteriores a la rebelión, además de los cambios críticos en la economía política con sus resultantes desplazamientos y recomposiciones sociales, constituyeron el caldo de cultivo del zapatismo que ahora se ve reflejado en los municipios autónomos.3 Si bien nos enfocamos en las
2 Algunas monografías que enfocan el tema del reparto agrario en el contexto del levantamiento zapatista, son los estudios de Van der Haar (2001) y de Núñez Rodríguez (2004). Un enfoque complementario es el libro de Bobrow-Strain (2007), sobre la reacción de los terratenientes de la zona norte de Chiapas ante el resquebrajamiento de las relaciones sociales históricas. 3 Para entender las ópticas y las opciones de las comunidades, véase el trabajo de Neil Harvey (1998), que analiza el cruce del impacto de las políticas neoliberales, la experiencia de distintas corrientes históricas de organización campesina, y la emergente identidad política indígena en Chiapas. Maya Lorena Pérez Ruiz (2005) ahonda en el tema de las diversas organizaciones
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prácticas de los actores sociales que optaron por el “¡Ya basta!”, es reconociendo que el zapatismo se inserta en una diversa gama de largos procesos organizativos en la región. De hecho al reconocerlos como un eje de una larga tradición de luchas sociales, nos diferenciamos claramente de aquellos que insisten en ver al zapatismo como una imposición de actores externos que se manifiesta principalmente en la forma de una organización militarizada (Tello, 2000; Estrada, 2007 y 2009). En este sentido, Estrada Saavedra (2007), adopta un enfoque bastante crítico del zapatismo basado principalmente en las perspectivas de luchadores sociales no zapatistas y ex zapatistas de una región de la Selva Lacandona.4 El mencionado trabajo se enfoca en el aspecto político-militar de la insurgencia a partir de 1994, pasando por alto la construcción del proyecto de autonomía de las bases de apoyo civiles. En contraste, esta compilación se ubica como parte de la literatura existente que pretende entender los procesos de lucha cotidiana de los actores civiles que le han apostado a la autonomía y la auto-determinación de los pueblos, incluyendo comunidades no-zapatistas. Esos textos dan cuenta de la relevancia de las demandas de autonomía en las comunidades indígenas y del impacto aunque sea indirecto del zapatismo en ese entorno. Incluye los trabajos de Mattiace, Hernández Castillo y Rus (2002) y de Pérez Ruiz (2004), compilaciones que recogen experiencias concretas en el ámbito de las comunidades indígenas chiapanecas. Otros trabajos recopilan más teóricamente el concepto de autonomía para las comunidades indígenas, como por ejemplo los de las antropólogas Hernández Castillo (2001) y Nash (2001).
campesinas que formaban parte del contexto cuando surgió el zapatismo. La compilación de Viqueira y Ruz (1995) recopila el ensayo muy astuto de Jan Rus sobre los mecanismos priístas de cooptación de las jerarquías indígenas “tradicionales” en Los Altos de Chiapas. El antropólogo George Collier (1998) aporta importantes observaciones sobre la dimensión religiosa en la zona de Los Altos. Para la región de la Selva Lacandona, véanse los trabajos de historia social de Leyva y Ascencio (1996) y De Vos (2002). Para un análisis de las estructuras de la tenencia de la tierra véase Reyes Ramos, Moguel Viveros y Van der Haar (1998) y de Villafuerte Solís (2002). Para contextualizar el conflicto actual desde la historiografía véanse Aubry (2005), Benjamin (1995), y Olivera y Palomo (2005). 4 Hermann Bellinghausen (2008), “Previsible, nuevo activismo de la Cocopa en Chiapas”. La Jornada, 21 de noviembre. Hermann Bellinghausen (2008), “Privilegia AN su visión editorial sobre la situación en Chiapas”, La Jornada, 23 de noviembre. Rosaluz Pérez (2008), “Academia y contrainsurgencia en Chiapas”, La Jornada/Ojarasca, 21 de abril.
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Además, se destacan estudios comparativos de diversos modelos de autonomía indígena, incluyendo algunos contrastes con el caso zapatista, como la propuesta de Regiones Autónomas Pluriétnicas (RAP), basada en un concepto de autonomía concebida como descentralización de los poderes del Estado; en los trabajos de Díaz-Polanco (1997), Mattiace (2003), las compilaciones de Burguete Cal y Mayor (1999), de Gabriel y López y Rivas (2005 y 2008), y de Gasparello y Quintana Guerrero (2009). Uno de los más recientes de este corpus es la compilación de Leyva, Burguete, y Speed (2008), que explícitamente aborda el tema metodológico de la “posicionalidad” del investigador y su relación con los actores sociales en la construcción del conocimiento. Consideramos que el escuchar y tomar en serio la palabra de los sujetos con respecto a su propio movimiento, reconociendo honestamente la “posicionalidad” del investigador al acompañar el proceso desde adentro de la comunidad, es parte de una práctica de descolonización de las ciencias sociales (Speed, 2008:2-11). En vez de retomar una postura positivista clásica que propone una distancia y objetividad en relación al movimiento estudiado, los autores en esta compilación hacen explícito su posicionamiento político frente a lo social. Todos los estudios arriba citados forman parte del corpus de conocimiento en torno a las experiencias autónomas. Esta compilación complementa el enfoque territorial/regional de la mayoría de ellos, desde un abordaje temático –por ejemplo, temas de educación y salud autónoma, agroecología, identidad étnica, economía política y sustentabilidad. La literatura sobre procesos autonómicos ofrece una buena base para evaluar de forma integral la experiencia de la autonomía impulsada por el zapatismo, y sobre todo el salto organizativo representado por la conformación en 2003 de los cinco Caracoles con sus respectivas Juntas de Buen Gobierno (JBG) como centros regionales de autogestión. Fue a partir de agosto de 2003 que se anunció otro nivel de gobierno autónomo por zona, conformado por cinco centros conocidos como Caracoles (véase mapa) ubicados en La Realidad (I), Oventik (II), La Garrucha (III), Morelia (IV) y Roberto Barrios (V), en donde las funciones de gobierno están a cargo de JBG.5 Las nombradas JBG están conformadas por representantes rotativos de los MAREZ,
5 Ese año también fue el décimo aniversario del levantamiento. Para una recopilación de testimonios directos de las mismas comunidades indígenas véase Muñoz Ramírez (2003).
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permitiendo una coordinación de prioridades e iniciativas en un sentido más amplio. Las declaraciones del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) explícitamente reconocen este paso como un esfuerzo por recuperar para las comunidades la capacidad de tomar decisiones, para no dejar la autoridad en manos de los mandos militares zapatistas o de las organizaciones no gubernamentales simpatizantes que llegaban a “ayudar”. En ese sentido representa una ampliación y maduración del proceso de autonomía, tras casi diez años de experiencia en la resistencia y rebeldía abierta. Los integrantes de las JBG cumplen su servicio rotativo por periodos de entre ocho días y un mes (según el Caracol), turnándose entre una terna elegida por tres años en asambleas de las comunidades (Fernández, 2010). Las autoridades de los tres niveles de gobierno autónomo –comunidad, municipio y Caracol– prestan su servicio sin salario, aunque sus respectivas comunidades pueden tomar acuerdos de apoyar con mano de obra en sus parcelas y colaborar para sus gastos de transporte en el periodo correspondiente a su turno. Cabe aclarar que las comunidades zapatistas no son unidades territoriales o sociales cerradas, sino que se definen por la pertenencia voluntaria a redes que se rigen por las normas y prácticas alternativas de autogobierno. Muchos de sus servicios, entre ellos los de mediación y justicia, están abiertos a no zapatistas, y de hecho los “territorios zapatistas” existen sobre terrenos altamente politizados, en que las bases de apoyo coexisten con miembros de organizaciones campesinas que no simpatizan con el zapatismo, con miembros de los distintos partidos políticos en una misma comunidad e incluso pueden ser de la misma familia extensa. Desde el levantamiento armado, la presencia del Estado se ha dado en gran parte mediante una militarización de las regiones, una presencia de las fuerzas armadas que si bien ha cambiado con el tiempo, ha sido una constante. Para entender la complejidad de estos procesos, son pocos los textos que reúnen datos y testimonios directamente de las comunidades zapatistas. El libro de Híjar González (2008) recopila las voces de autoridades y promotores de diversos proyectos y de algunos acompañantes de la sociedad civil. Otros observadores externos se ofrecen como cajas de resonancia para reflejar las perspectivas de la base social del movimiento, entre ellos los textos de Jan de Vos (2003) y de la Comisión Civil Internacional de Observación por los Derechos Humanos en Chiapas, CCIODH (2002, 2008). Una mirada con enfoque en el tema de la justicia es la
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interpretación de Speed (2007), basada en el trabajo con defensores comunitarios de derechos humanos. En esta categoría destacan trabajos centrales que recogen específicamente las voces de mujeres indígenas. Entre los primeros esfuerzos sistemáticos en ese sentido estarían los de Rovira (1997) y de Ortiz (2001). Luego se publicaron varias compilaciones más interpretativas enfocadas en temas de mujeres y género, como las de Eber y Kovic (2003) y de Speed, Hernández Castillo y Stephen (2006), y otras compilaciones más amplias sobre luchas de mujeres indígenas, como la de Hernández Castillo (2008). En el presente libro, el tema de género es central en el capítulo de Melissa Forbis, nueva versión traducida de su texto en el libro coordinado por Speed, Hernández Castillo y Stephen (2006). Sin embargo, reconocemos que es un aspecto fundamental del movimiento que requiere más trabajo analítico y que ha sido abordado de forma más directa en los estudios ya mencionados. Estos trabajos comentados representan esfuerzos importantes por recentrar el análisis y abrir espacios para las voces tradicionalmente excluidas desde las comunidades. Nuestra compilación también rescata ese tipo de perspectiva directa, explorando temas y problemáticas específicas en las prácticas autonómicas con el objetivo de reflexionar sobre su relevancia más amplia. Los capítulos aquí expuestos enfatizan las acciones y las reflexiones de los propios sujetos, de las mujeres y los hombres tseltales, tsotsiles, tojolab’ales y ch’oles, bases de apoyo zapatista. Es a partir de sus esfuerzos de todos los días en que se forjan alternativas sociales frente a un Estado mexicano que se niega a reconocer sus plenos derechos como pueblos, frente a un escenario de guerra integral de desgaste, y frente a la territorialización de nuevas lógicas del capital. Es importante mencionar que la influencia de los principios y prácticas zapatistas se extiende más allá del núcleo de comunidades donde brotó la rebelión, incorporándose en espacios sociales tan variados como los grupos que se consideran presos políticos en las cárceles de Chiapas, jóvenes urbanos, otras comunidades indígenas en diversos estados en la República y en colectivos solidarios dispersos por todo el mundo. La presente compilación nace precisamente de la inquietud de escuchar las reflexiones teóricas del quehacer político de estas mujeres y hombres campesinos zapatistas tseltales, tsotsiles, tojolab’ales y ch’oles. Las siguientes dos secciones apuntan hacia dos aportaciones fundamentales: la autonomía como una redefinición del poder y de la democracia, y la producción de nuevas identidades políticas.
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La autonomía como una redefinición del poder y de la democracia
La fase actual de la globalización bajo el paradigma neoliberal ha impulsado una readecuación del papel del Estado en su función reguladora de la acumulación capitalista. Por lo tanto, el poder –entendido como la concentración de relaciones que abarcan la toma de decisiones, capacidad disciplinaria y la producción de conocimientos– no se aglutina en las instituciones del Estado; los ejes de contradicción y conflicto en el sistema posfordista –de producción trasnacional móvil y flexible– no se encuentran tan fijos en el tiempo y el espacio como fue el caso en décadas atrás. A esto Michael Hardt y Antonio Negri lo identifican como parte de nuevas expresiones de reterritorialización del capital, en la que los saberes, las ideas, la cultura y los servicios, se convierten en esferas principales de regularización y de mercantilización. Los autores retoman el concepto de biopoder de Michel Foucault para ubicar las formas en que las fuerzas regulatorias del Estado se articulan a estos nuevos modos de producción a tal grado que son inseparables de la vida social y biológica de poblaciones (Hardt y Negri, 2004). Sobre este mismo terreno se ejercen nuevas expresiones de resistencia y de rebeldía. Los capítulos de esta compilación apuntan hacia las diversas formas en las que las comunidades indígenas zapatistas cuestionan cómo la colonialidad del poder mantienen la sociedad mexicana estructurada en jerarquías basadas en la intersección de etnia, clase y género. Sus prácticas autonómicas en su territorio reflejan intentos de ejercer mayor control sobre la reproducción social y cultural de la población como aspectos inseparables del quehacer político. En ese sentido, son reflejo de una intensificación de las expresiones de lucha dedicadas a tener mayor control sobre las diversas formas de vivir, a lo que Hardt y Negri (2004) denominan producciones biopolíticas de actores subalternos. A la vez, las actividades cotidianas en los municipios autónomos representan la readecuación correspondiente de formas de lucha que intentan transformar las relaciones de poder desde los márgenes del Estado. Se suman a nuevas dinámicas de protesta volátil y móvil, como la batalla de Seattle en ocasión de la reunión ministerial de la Organización Mundial de Comercio (OMC) en 1999, o la construcción de nuevas redes de organización militante que rebasan los límites territoriales del Estado. No es de sorprender, entonces, que los viejos paradigmas de tomar por asalto armado el poder del Estado se vean limitados frente a una nueva realidad, en donde el Estado no es el único cuerpo en el que se concentran las capacidades
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regulatorias hegemónicas ni la producción de subjetividades ligadas a los nuevos intereses del capital. Esto nos obliga a repensar el concepto de revolución, ya que el eje de cambio no necesariamente reside en las instituciones estatales (Foran, 2003). Muchos movimientos antisistémicos –y no todos los movimientos políticos y sociales lo son, porque algunos se reducen al ámbito electoral– ya no apuntan hacia la toma del poder estatal, sino que buscan la transformación de las sociedades “desde abajo”, es decir, desde las mismas relaciones sociales de los sectores subalternos. Esa visión de iniciativas descentralizadas y diversas representa un posible desafío al capitalismo como paradigma global, que en su fase actual implica una homogenización desde arriba que fomenta y facilita la acumulación privada de excedentes. Esta expresión de lucha al margen de las instituciones estatales es particularmente evidente en el caso del movimiento zapatista. A partir de la transformación de un ejército a un movimiento social, la estrategia del EZLN se ha enfocado en la movilización de la sociedad civil. En una consulta organizada por los simpatizantes del movimiento a nivel nacional el 27 de agosto de 1995, en la cual participaron 1 300 000 personas, se expresó la preferencia por seguir organizándose como fuerza independiente en vez de la opción de crear o juntarse con partidos políticos. El zapatismo efectivamente definió un camino de transformación al margen de las instituciones estatales y del sistema partidista, y desde ahí pretende generar prácticas democráticas basadas en la participación y acción directa de la sociedad civil, en vez de las opciones armada o electoral. Paulatinamente se han construido nuevas estructuras de gobierno alternativo en el ámbito de la comunidad, municipio autónomo y, a partir de 2003, en las Juntas de Buen Gobierno (González Casanova, 2003). En la medida en que las estructuras autónomas generan sistemas alternativos de educación, salud, justicia, y proyectos alternos de agroecología, producción y comercialización, medios de comunicación, etcétera (Mattiace, Hernández Castillo, y Rus, 2002; Pérez Ruiz, 2004), se están construyendo nuevas relaciones sociales además de un eje alternativo de legitimidad política. Cabe hacer notar que durante algunas fases de “silencio” y aparente desaparición del movimiento (durante periodos extendidos de falta de declaraciones públicas del Subcomandante insurgente Marcos), la realidad al interior de las comunidades ha sido de intensa organización y actividad política y social. Los procesos autonómicos, por supuesto, no están exentos de contradicciones, aunque en principio representan un experimento de democracia radical (Esteva,
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2002) que emerge en gran medida por concentrarse en generar espacios de toma de decisiones propios en vez de transformar las instituciones estatales. Mediante asambleas y encuentros se busca crear espacios horizontales y participativos, con la meta de construir un modelo de “mandar obedeciendo”, en el que la asamblea comunitaria o municipal “manda” y el gobierno autónomo “obedece” (Olivera, 2004; Aguirre Rojas, 2007). Esas prácticas, en procesos continuos de desarrollo, son nuestro enfoque de estudio. Los capítulos de esta compilación detallan las múltiples formas en las que las bases de apoyo zapatista generan una redefinición del concepto de poder, a la vez que interactúan constantemente con fuerzas estatales que buscan seguir reinsertando su soberanía y lógicas de dominación, sobre todo mediante el monopolio de la violencia. Lo novedoso del actuar zapatista es que no solamente han negociado una nueva relación Estado-sociedad o un nuevo pacto ciudadano, sino que han ocupado ese espacio sin pedir ni esperar permiso. Queremos aclarar que incluso cuando las bases de apoyo rechazan las instituciones estatales, eso no quiere decir que se encuentren al margen del Estado o que éste no ejerce su fuerza en los territorios bajo influencia zapatista. La expresión más evidente es la vigilancia y la represión a partir de la presencia de las fuerzas de seguridad. Aunque con distintos enfoques e intensidades, en las administraciones de Salinas (1988-1994), Zedillo (1994-2000), Fox (2000-2006), y Calderón (desde 2006) se han desarrollado estrategias de contrainsurgencia, apoyándose inclusive en grupos paramilitares, fomentando conflictos intracomunitarios, y ofreciendo incentivos selectivos para repuntar la hegemonía y ocultar la mano del aparato represivo. Ese conjunto de políticas es lo que se ha denominado “guerra de baja intensidad” (GBI) o “guerra integral de desgaste”, que tiene como objetivo lograr el colapso aparentemente interno del proyecto alternativo mientras se minimiza el costo visible de la contrainsurgencia. De ahí que la construcción política zapatista se da necesariamente en un contexto de guerra, o del “conflicto armado no resuelto” de Chiapas, lo cual implica un proceso simultáneo de resistencia y de construcción de formas de gobierno alternativa. En ese contexto de lucha cotidiana, el eje del movimiento no es tanto en el ideario escrito del zapatismo sino en la construcción (en medio de circunstancias adversas) de prácticas políticas y sociales alternativas –por ejemplo de educación, salud y economía– proceso que conlleva sus tensiones y contradicciones, mismas que se aprecian al adentrarse en la vida de las comunidades autónomas.
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La construcción de nuevos sujetos políticos
La redefinición del quehacer político pasa necesariamente por dos procesos que son abordados en esta compilación, el mandar obedeciendo y la producción de conocimiento de la lucha misma. El primero, al ser una propuesta que invierte el vínculo entre la autoridad y la base, plantea una transformación en las relaciones de poder y un intento de difundir el ejercicio de toma de decisión entre la población, en vez de concentrarlo en el liderazgo. El segundo, también se refiere al ejercicio de poder, en este caso vinculado al conocimiento. Existe un reconocimiento explícito por parte de las bases de apoyo en las regiones en las que se llevaron a cabo los estudios de esta compilación, que ambos procesos desempeñan un papel significativo en la producción de nuevas identidades políticas. Una nueva identidad política radical implica la transformación del ejercicio de poder entre las autoridades y las bases, y pasa por los debates y discusiones que generan nuevas ideas sobre la lucha misma. Por lo tanto, en la medida en que se crean espacios públicos alternativos y culturales distintos a los dominantes, se rompen parcialmente las capacidades regulatorias del Estado, incluyendo la coerción, que se dirigen hacia los pueblos indígenas. Lo que esta compilación demuestra es que al compartir una ética democrática radical y un apego a su territorio rural, los nuevos sujetos políticos son comunidades de campesinos indígenas con estrategias y recursos diversos –y a veces desiguales– que construyen en su cotidianeidad novedosas formas de autogobierno. Un viejo dilema de la izquierda ha sido la problemática de la “conciencia falsa”, la tendencia de los actores sociales de pensar y actuar de una forma distinta a la que la teoría predice que serían sus intereses objetivos. De ahí las prácticas desafortunadas de vanguardismo, verticalismo y racismo de muchos modelos organizativos históricos. El zapatismo también tiene algunos antecedentes en las viejas estructuras jerárquicas y clandestinas, defecto de origen que reconoce el propio subcomandante insurgente Marcos (2001) al aclarar que los integrantes del núcleo insurgente que inicialmente encabezaron el alzamiento armado no pueden ser líderes del movimiento. Por otro lado, cualquier movimiento antisistémico se enfrenta contra un sistema que tiene sus instrumentos para imponer definiciones de identidades y liderazgos. En el caso mexicano, esas prácticas hegemónicas se han manejado de forma bastante sofisticada, durante y después de lo que el escritor peruano Mario Vargas
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Llosa describió como el reino de la “dictadura perfecta” del Partido Revolucionario Institucional (PRI) (Rus, 1998; Hernández, Paz y Sierra, 2004). El viejo modelo del partido-Estado imponía identidades colectivas corporativistas a los pueblos indígenas, y el que no se conformaba era sujeto a expulsión de la comunidad por parte de los caciques intermediarios del poder. En la actualidad el modelo neoindigenista intenta articular y producir nuevos sujetos indígenas como parte de proyectos de desarrollo neoliberales, en nombre de una supuesta libertad de las comunidades a ejercer “sus intereses” frente a las opciones que ofrece el mercado. Mediante una reinterpretación de procesos históricos sociales como parte de las prácticas cotidianas en las comunidades zapatistas, emergen nuevas identidades políticas que representan un desafió a los dos esquemas arriba mencionados. Estas identidades emergentes incluyen, aunque no se reducen a, el ejercicio de facto de sus derechos colectivos como indígenas y campesinos y amplían nociones de ciudadanía. Si bien es cierto que dichas subjetividades que se construyen a partir de la práctica de la autonomía zapatista son el reflejo y el resultado de diversas estrategias de lucha (Swords, 2008), se debe reconocer que las identidades siempre son construcciones sociales que se producen y reproducen –a veces estratégicamente– en contextos históricos de intereses encontrados. Si bien la reforma al artículo 4 constitucional en 1992 había reconocido el carácter pluricultural de la nación, las demandas zapatistas en la negociación de los Acuerdos de San Andrés de 1996 apuntaban a una reforma del Estado al plantear nuevos derechos que les corresponderían a los pueblos indígenas. El movimiento zapatista optó por cuestionar la definición hegemónica del Estado nación en México –cuestionamiento avalado en el artículo 39 de la Constitución de 1917– para reivindicar los mismos derechos históricos de la Revolución Mexicana, reclamando también como suya la figura histórica de Emiliano Zapata. Reconoce las luchas campesinas históricas como parte del proceso de formación del Estadonación y de los derechos ciudadanos, pero a la vez el movimiento insiste en el derecho a la diferencia derivada de las historias colectivas específicas de los pueblos originarios. En este caso, se trata de una demanda eventualmente aceptada con la firma, en 1996, de los Acuerdos de San Andrés sobre derechos y cultura indígena; que fueron llevadas a cabo muy parcialmente por el Estado mexicano tras las reformas constitucionales en materia de derechos y cultura indígena en 2001. Esa construcción de múltiples dimensiones de identidad y derechos colectivos es lo que se ha denominado ciudadanía étnica (Harvey, 2007, Leyva, 2007). Combina los
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derechos correspondientes a la identidad que abarca la ciudadanía mexicana, con los derechos pertenecientes a la identidad de los pueblos indígenas que implica autonomía para definir estructuras en la toma de decisiones y uso de recursos dentro de un hábitat histórico. Los derechos, tanto indígenas como ciudadanos, se inscriben dentro del ámbito del derecho internacional, que incluye el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la Declaración de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (2007), así como los demás componentes del marco de los derechos humanos universales. Mientras algunos autores de esta compilación se enfocan en la ampliación y resignificación de los derechos y de la ciudadanía, otros se centran en la producción de identidades políticas que trascienden las capacidades regulatorias de los mismos, sobre todo a partir de nuevas relaciones entre las autoridades y los “gobernados” (Speed, 2007; Holloway, Matamoros y Tischler, 2008). A su vez, al constituirse en autoridades locales alternativas, rechazando los programas del “mal gobierno” oficial, para adoptar una estrategia que llaman “resistencia”, las bases zapatistas enfrentan el reto de lo que Leyva, Burguete y Speed (2008) denominan “gobernar en la diversidad”. Las nuevas formas de hacer política que están evolucionando en espacios zapatistas están vinculadas a las identidades territoriales que enmarcan el ejercicio de formas propias –y a veces contradictorias– de autonomía a escala comunal y regional, y que constituyen el núcleo de la invitación a la sociedad civil en general para reorganizar sus espacios sociales de una forma más democrática y horizontal. Ahora bien, los textos que conforman este libro documentan las prácticas de rebeldía que los pueblos zapatistas construyen en la cotidianidad de su movimiento. En parte, esta lucha social se sostiene en su potencial organizativo con el fin de construir puentes entre diversos actores políticos desde sus diferencias, en vez de imponerles una categoría homogénea y uniforme. Así, se confirma que la identidad social no es algo estático ni reducido a un concepto de cultura vaciado de relaciones de poder, sino el resultado de una producción constante de sentido por parte de los nuevos sujetos políticos del sureste chiapaneco. Como lo comprueban varios capítulos del presente volumen, esto ocurre en un contexto territorial donde impactan los efectos de la desigualdad social, de la guerra integral de desgaste, del deterioro ambiental y de la dominación masculina. Además, otros capítulos confirman que la construcción de identidad política en las familias engloba a los niños y los jóvenes quienes aparecen como sujetos en camino de formación en
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sus respectivos territorios. Ellos figuran en efecto en las decisiones de política educativa y en el calendario cultural de las comunidades de los MAREZ. Al enfocarnos en este rinconcito del sureste mexicano, no es que estemos planteando que la experiencia de las comunidades autónomas zapatistas sea el primer ni el único intento de construir nuevas identidades políticas; sino que un escrutinio desde adentro puede enriquecer el conocimiento y la práctica de las luchas sociales contrahegemónicas.
Breve historial del proyecto de libro colectivo
Este libro colectivo nace en 2005 a raíz de una alerta roja del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que limitó el acceso de actores externos a su territorio. Entonces un grupo de activistas sociales e investigadores nos empezamos a reunir en San Cristóbal de Las Casas. La alerta roja, de la que posteriormente nace la iniciativa de La otra campaña, fue oportuna para reflexionar sobre el desempeño que les corresponde a distintos actores en determinado momento, además de analizar la situación política y la trayectoria de resistencia de los nueve años previos en los municipios autónomos. Nos encontrábamos ante una coyuntura que requería de nuevas definiciones y posturas políticas por parte de actores que han estado apoyando y acompañando, de diversas formas y desde distintos espacios, las propuestas autónomas zapatistas. Se debe recordar que, en ese momento, se estaba consolidando la autonomía mediante los hechos. Dos años antes, en agosto de 2003, el subcomandante Marcos había anunciado la creación de los cinco Caracoles, para sustituir a los centros político-culturales zapatistas previamente denominados Aguascalientes (González Casanova, 2003). No fue un simple cambio de nombre, ya que también designaron nuevas autoridades. La ampliación de los órganos autonómicos implicó no solamente consolidar los espacios de toma de decisiones civiles frente a las estructuras político-militares sino también redefinir las relaciones con actores externos. En el mismo comunicado en que se anuncian las JBG, Marcos critica el papel de muchos simpatizantes solidarios fundamentado en la “lástima y la limosna”. Los zapatistas exigen romper con estos modelos solidarios de dependencia (Rovira, 2009; Barmeyer, 2009) para fomentar actos de rebeldía en conjunto –la “solidaridad mutua” en vez de
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la “solidaridad altruista”, cada quien desde su “propia trinchera” (Olesen, 2005; Dellacioppa, 2009). Este giro pretendió que la lucha zapatista no se concentrara exclusivamente en los municipios autónomos, sino que se fuera extendiendo a lo largo de la República. En este sentido se lanzó la Sexta declaración de la Selva Lacandona en junio de 2005, con un comunicado del EZLN que anunció una iniciativa conocida como La otra campaña, en la víspera de una campaña electoral en donde el candidato de la Coalición por el bien de todos, Andrés Manuel López Obrador, se promovió como alternativa de cambio a escala nacional. La otra reiteró la convicción zapatista de que los cambios fundamentales no vienen de la clase política. Pero también fue un nuevo llamado a la sociedad civil a movilizarse, dejando a un lado los sectarismos y verticalismos de la vieja izquierda para construir otra forma de hacer política (Harvey, 2005; González Casanova, 2006). Implícitamente, ha sido un reconocimiento de que una rebelión local por sí sola no es suficiente para enfrentar al capitalismo global y al Estado neoliberal. Esa lección parece aún más urgente si se considera el giro más represivo y autoritario que ha representado la administración del gobierno de Felipe Calderón, y la respuesta bastante fragmentada de las izquierdas ante la coyuntura, como advirtió Marcos en su nueva caracterización de Delegado Zero (Castellanos, 2008). La otra campaña marcó un nuevo momento de la lucha zapatista que se puede definir por cuatro periodos de su trayectoria desde el levantamiento del primero de enero de 1994. El periodo de definición del curso del movimiento ocurrió en los años 1994-1995. Luego, con el estancamiento de las negociaciones con el gobierno federal, se lanzó una serie de iniciativas, tanto dentro como fuera de las comunidades, en 1997. En 2003 se dio un salto cualitativo en la estructura organizativa del movimiento con la creación de los Caracoles a cargo de las Juntas de Buen Gobierno. Y, por último, en 2005 se anunció el inicio de La otra campaña, que ha implicado definir una estrategia de alianzas sin perder de vista la visión de la autonomía desde el interior de las comunidades. Fue justo ante el inicio de esa etapa más reciente, que los autores de los capítulos aquí incluidos nos empezamos a reunir para reflexionar sobre los desafíos que en el momento se vislumbraban e identificar cuáles eran los nuevos papeles que deberíamos tomar ante ellos. El libro nació de tres inquietudes principales. En primer lugar, de la necesidad política de analizar y reflexionar sobre los caminos ya emprendidos, para recuperar las lecciones que nos podrían ser útiles en una nueva fase del movimiento social.
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Naturalmente, estas experiencias se concentraban en los municipios autónomos. Por ello, surgió la necesidad de recuperar las nuevas formas de hacer política desde las propias experiencias de las bases de apoyo zapatista. Esto lo considerábamos particularmente importante en relación con una serie de desafíos en el marco del lanzamiento de La otra. Las reuniones preparatorias en 2005 revelaron la profundidad del trabajo pendiente por incluir en la construcción de nuevos sujetos sociales las identidades de los pueblos indígenas y de género, no relegadas a categorías auxiliares en la lucha anticapitalista y desde abajo (Mora, 2007). Otro dilema que se ha enfrentado en esa fase del zapatismo ha sido su relación con las luchas paralelas en otras partes del mundo, como elemento de un movimiento social de carácter global (Wallerstein, 2006; Zibechi, 2006b), un reto que sigue cobrando mayor relevancia. Si bien las luchas son dispersas en esta época de la globalización neoliberal, el reto es cómo salir de las experiencias particulares para entenderlas de forma articulada. En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, nuestras reflexiones sobre la autonomía se insertan en un contexto de reticencia inicial de los zapatistas a comprometerse con las luchas en otros países e incluso con organizaciones y actores que incluyen la participación en las estructuras y políticas partidarias o gubernamentales entre su repertorio de lucha –como por ejemplo el MST de Brasil y los movimientos indígenas de Ecuador y Bolivia. A partir de 2006, esto se fue flexibilizando hasta cierto punto, reflejado por algunos acercamientos con delegados del MST y de la red Vía Campesina, particularmente en el Encuentro de los pueblos indígenas zapatistas con los pueblos del mundo en 2006. Y sin embargo, en el ámbito continental, esta nueva etapa de lucha emergió en un contexto de nueva efervescencia política, desde la toma del poder de figuras como Evo Morales en Bolivia (en 2005); la disputa en contra de la hegemonía estadounidense por parte del bloque político que constituye la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA) impulsada por Hugo Chávez a partir de 2001 y ampliada en 2007 con la fundación del Banco del Sur, procesos de suma relevancia política para el continente y que a la vez se han mantenido alejados del zapatismo (Barrett, Chávez y Rodríguez-Garavito, 2008). Nuestro interés fue entonces aportar en los debates sobre la nueva composición de la “izquierda” latinoamericana y respecto de nuevas formas de hacer política como parte de procesos de descolonización en el continente, como tanto ha enfatizado el movimiento indígena popular en Bolivia, pero fuera de las esferas de los partidos políticos (Stahler-Sholk, Vanden y Kuecker, 2008).
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En tercer lugar, este proyecto nació por el compromiso de contribuir a las discusiones que giran en torno al papel que tiene la investigación en los procesos de lucha social, partiendo desde la premisa que la investigación sí puede estar al servicio y formar parte de luchas sociales. La trayectoria de Andrés Aubry y sus reflexiones críticas nos sirvieron como guía. Él nos planteaba que la mejor “investigación es una investigación asociada, y la solución no pertenece al investigador –porque es necesariamente social–, pero lo menos que se puede esperar del investigador es que proporcione instrumentos para agilizar o consolidar la acción colectiva” (véase Aubry en este volumen). Los movimientos antisistémicos de América Latina en la época neoliberal confrontan el modelo representativo de la democracia liberal y la mano invisible del mercado con la participación y la visibilización de los sectores excluidos de la sociedad y con la construcción de nuevas culturas de solidaridad; y por lo tanto requieren de nuevas epistemologías que cuestionan las relaciones de dominación implícitas en la tradicional posición del científico social externo a la realidad del sujeto social (Motta, 2009). Por ello, las investigaciones de esta compilación están basadas en trabajo de campo realizado por los autores en las poblaciones por periodos prolongados. La mayoría de los textos se terminaron de escribir en 2007, con algunas actualizaciones posteriores; en su conjunto reflejan la interdisciplinariedad de los autores, y tienen como eje central una reflexión analítico-teórica sobre las diversas prácticas de autonomía en las comunidades. Todas las investigaciones se realizaron con una modalidad participativa, tomando como punto de partida la perspectiva de los mismos sujetos sociales –comunidades indígenas–, y con el permiso de las autoridades autónomas correspondientes. El enfoque metodológico enfatiza la investigación cualitativa y de participación-observación, mediante una combinación de rigor académico y compromiso directo con las comunidades, analizando explícitamente la relación investigador/sujeto en los procesos de producción del conocimiento. En este sentido, el trabajo se ubica dentro de líneas de investigación que argumentan que los métodos de investigación colaborativos generan resultados profundos (Hale, 2008). Es un reconocimiento explícito del posicionamiento del investigador en relación con los sujetos sociales, a diferencia de los trabajos que siguen apelando a una supuesta neutralidad y objetividad académica. Creemos que este enfoque, con base en la confrontación de perspectivas, puede aportar elementos interesantes no solamente para entender el zapatismo, sino para entender
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las problemáticas que enfrentan tanto las comunidades indígenas de Chiapas como los estudiosos y solidarios. Esta compilación no pretende ser un estudio objetivo que analiza los procesos autonómicos de las comunidades zapatistas desde una postura neutral. Todo lo contrario. Partimos de la premisa de que el conocimiento siempre está “situado” en su contexto (Haraway, 1995; Rockwell, 2009a), al emerger a partir de un ir y venir constante entre la teoría y la práctica. De nuevo, para citar a Andrés Aubry, el problema de la objetividad, desalienado de la fetichización u objetivación de nuestros conocimientos mediatizados, no es otra cosa que la relación inevitable y deseable entre sujeto y objeto al que no puede escapar el investigador en ciencias sociales. ¿O es posible la neutralidad ante la injusticia sin faltar a la moral? (véase Aubry en este libro). Los capítulos en su conjunto representan el compromiso de unir la multiplicidad de voces de las mismas bases de apoyo zapatista, de académicos e investigadores, y de miembros de organizaciones no gubernamentales o sociales. Voces que representan el zapatismo en su pluralidad y que sirven para articular, en determinado momento, los procesos “internos” de la autonomía con los “externos” (véase Harvey en este libro). Lo que nos une es un proyecto conjunto, donde las alternativas parten de lo concreto –del trabajo de educación, salud, producción agrícola, incluso de investigación– y tienen implicaciones pluriversales (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007).
Esquema temático del libro
La primera sección de las cinco que conforman este libro, aborda justo el tema de la investigación como parte de una lucha social. Andrés Aubry, entusiasta y admirable impulsor de la presente publicación, tituló su ensayo “Otro modo de hacer ciencia: miseria y rebeldía de las ciencias sociales”, en el cual aborda problemas epistemológicos y prácticos de la investigación social, apuntando lecciones que obtuvo de su propia experiencia al conformar el equipo de trabajo que tradujo el contenido de los Acuerdos de San Andrés a los idiomas indígenas chiapanecos. Enfatiza que la antropología clásica, particularmente la tradición etnográfica de la escuela de Harvard y la investigación aplicada del Instituto Nacional Indigenista (INI), representa una tradición neocolonialista por basarse en la extracción del conocimiento. Frente a esta tradición específica de la investigación positivista, en
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la que el científico social es un observador, aparentemente neutral y sin relación significativa entre investigador y “objeto” de investigación, Aubry propone ser simultáneamente espectador y actor partícipe de las soluciones al problema social que está en estudio. En ese sentido, un investigador o investigadora es sujeto de sus propios estudios porque “camina preguntando”. La investigación y la acción más que estar separadas representan dos dimensiones del mismo “acto científico”, porque “sin faltar a la congruencia no se puede aislar la ciencia social de la práctica social, ni la investigación del compromiso”. La meta de este tipo de investigación no es sólo un documento para ser publicado, sino pretende también un cambio en la conciencia social, lo que refleja un paso colectivo hacia la transformación de nuestra sociedad. En este esquema, Aubry plantea la prioridad de horizontalizar los saberes, y la transformación entre saberes, a través de la traducción-comunicación desde las diferencias históricas y de experiencias de vida. En ese sentido, su propuesta se ubica en líneas con los proyectos recientes de otros investigadores comprometidos con los movimientos indígenas y campesinos, incluyendo los que trabajan desde planteamientos de “co-labor” (Burguete, Speed y Leyva, 2008), desde una investigación comprometida (Cerda, 2005; Gutiérrez, 2005; Martínez-Torres, 2006), dialógica (Hernández, 2006) y activista (Forbis, 2006; Newdick, 2005). A la vez, resalta la importancia de la transdisciplinaridad como parte de esta capacidad de generar conocimiento más allá de las barreras disciplinarias. Retoma la experiencia de los diálogos de San Andrés y la traducción del documento, y los sitúa a la par de la Comuna de París para recordarnos que las grandes teorías que sacuden las ciencias sociales surgen primero en las calles para posteriormente ser teorizadas. Aubry enfatiza la tradición marxista, pero bien nos podría además hablar, como lo hace Mora en esta compilación, de las teorías feministas, de los estudios poscoloniales que parten de la tradición de Frantz Fanon, y de los estudios críticos de raza (critical race theory) de la tradición anglosajona. El artículo de Mariana Mora aporta una ilustración a esta reflexión crítica y constructiva, al examinar la investigación que realizó en el municipio autónomo 17 de Noviembre. Ella revisa de forma crítica las formas en que las mismas bases de apoyo condicionaron la investigación y la sujetaron a los procesos de la autonomía, particularmente al mandar obedeciendo. La autora describe tres procesos: la toma de decisiones en todos los niveles de los municipios autónomos para discutir la
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relevancia de una investigación; proceso en el que el método de la investigación fue cambiando según los propios intereses de las bases; y sobre cómo el gobierno autónomo revisó y cuestionó las transcripciones de las entrevistas. Mora coincide con Aubry en que la lucha por crear condiciones de una democracia intelectual existe a la par de una democracia directa. En este sentido, la forma en que las bases cuestionaron la división de labores en el espacio de una investigación apunta hacia dicha prioridad. Mora recupera el método de investigación dialógica, en un sentido parecido al de Aubry, donde se permite enfrentar las relaciones de poder que uno a la vez se encuentra investigando. Argumenta que es un primer paso fundamental para la descolonización del conocimiento en el marco de una lucha social. Ambas aportaciones complementarias vienen conformando una sugestiva invitación ética por reconsiderar la práctica científica en un sentido liberador, encaminada a encarar los desafíos teóricos que el proceso de lucha por la autonomía está planteando, concretamente en la cotidianidad. Estos dos ensayos cuestionan el convencional planteamiento de los científicos sociales de que los expertos son los que se forman en las universidades y se deben mantener alejados de la realidad social para preservar su “objetividad”. A la vez, visibilizan toda una genealogía de investigaciones comprometidas en el estado de Chiapas desde la década de 1970, incluyendo los proyectos de antropólogos, además de los arriba citados, como Mercedes Olivera y Jan Rus.
Identidad política y ciudadanía en los municipios autónomos
El segundo bloque se enfoca en la producción de nuevas identidades políticas, entendiendo éstas como emergentes de una relación dialéctica entre acciones políticas, las reinterpretaciones constantes de las mismas, y los poderes regulatorios del Estado junto con las lógicas del capital. Un primer punto de partida consiste en identificar cómo los procesos hegemónicos mantienen un ordenamiento vertical de la sociedad al interior de un Estado-nación, para así identificar las prácticas culturales zapatistas que buscan lo contrario. Esto es lo que enfatiza Alejandro Cerda en su trabajo etnográfico sobre la construcción de una ciudadanía étnica y diferenciada desde las experiencias en el municipio autónomo Vicente Guerrero en el Caracol de Morelia. Cerda
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argumenta que los municipios autónomos, al crear sentidos distintos de lo público, basado sobre todo en un reconocimiento explícito de sus composiciones pluriétnicas (en el caso de Vicente Guerrero entre tojolab’ales y tseltales), se contraponen a los usos igualitaristas y excluyentes de la ciudadanía liberal. A partir de una descripción sobre esta noción clásica de ciudadanía, él argumenta que a pesar de basarse en un ideal de igualdad de condiciones entre ciudadanos, genera formas de exclusión e invisibilización de los pueblos indígenas de México. Frente a ello, las culturas políticas de la autonomía zapatista son procesos contrahegemónicos en construcción que pretenden crear otros pactos sociales entre ciudadanos, y entre éstos y el Estado. El concepto de la ciudadanía étnica reconoce la cultura como un proceso social e histórico, resultado de las luchas de los movimientos sociales, ya sean indígenas o de otras colectividades. Cerda identifica las problemáticas o las cuestiones que generan nuevos intereses públicos en esta región tojolab’al que pertenece al Caracol de Morelia, en donde cruzan constantemente actores de diversas etnias y afiliaciones políticas en el mismo espacio. Lo que se disputa en este proceso de pugna por definir la “ciudadanía local” incluye el uso y control de tierras y territorio, los mecanismos para la resolución de conflictos, la instalación y uso de programas o servicios como parte de políticas sociales y, por último, la participación electoral y la interlocución con autoridades oficiales. Recalca que lo que está en juego en estos procesos es una redefinición de lo que se entiende por el bien común y el espacio público, no simplemente como un reconocimiento de las diferencias culturales (como sería por ejemplo la versión gubernamental de la puesta en práctica de los Acuerdos de San Andrés, que sólo reconoce a los indígenas como sujetos de “interés público”), sino por las formas en que éstas son enmarcadas por una redistribución de recursos naturales como parte de un reordenamiento territorial. A la vez, esta reapropiación de lo público como pueblos indígenas demuestra que son ellos quienes transforman las relaciones de poder y dominación, basándose sobre todo en su capacidad y derecho de autogobernarse. En su texto, Shannon Speed nos recuerda que estas pugnas de poder están marcadas por lógicas neoliberales en que el Estado mexicano regula a los sujetos ciudadanos, en parte mediante el discurso de los derechos (enfocado en los derechos individuales y los derechos colectivos identitarios formulados de tal manera que invisibiliza las enormes desigualdades sociales y estructurales). Los derechos
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humanos, por lo tanto, se vuelven terrenos de disputa, ya que muchos grupos marginados en México y las ONG se han apropiado de ellos como herramientas de lucha. Speed argumenta que al ejercer los derechos por la vía de los hechos, es decir sin esperar el reconocimiento estatal, las bases de apoyo zapatista logran frenar la capacidad reguladora de las instituciones estatales y sus discursos hegemónicos. Las prácticas culturales de las Juntas de Buen Gobierno, los concejos autónomos y las comisiones encargadas de impartir justicia, como serían las comisiones de honor y justicia, representan un desafío radical al Estado. Escribe la autora, “Este paso desplazó efectivamente al Estado como el poder soberano que puede otorgar o quitar derechos mediante la ley, un golpe directo al sitio principal de legitimación y procesos de construcción de sujetos del Estado neoliberal”. Desde esta lógica, el mandar obedeciendo refleja una estructura de poder alternativa a la del Estado, basada no en los mecanismos de dominación y de cooptación, sino mediante la toma de decisiones comunales y consensuales, reconociendo la diversidad en lo colectivo. Las prácticas culturales de los gobiernos autónomos representan así una propuesta radical y novedosa frente a importantes trayectorias de la “izquierda” en el continente, que a pesar de tener propuestas novedosas en otras esferas, no han logrado crear lógicas contrahegemónicas de ser gobierno. Mientras Speed enfatiza las implicaciones de nuevas formas de hacer política en el periodo de lanzamiento de las JBG en el 2003 y 2004, Neil Harvey se enfoca en la etapa de lucha social enmarcada en La otra campaña. Nos recuerda que la Sexta Declaración y el lanzamiento de La otra en 2005 ha sido claramente un intento de articular luchas locales, nacionales e internacionales, y de vincular los procesos de los municipios autónomos con otras luchas. A la vez esta etapa de rebelión es un signo de la crisis y de la transformación de los Estados capitalistas alrededor del mundo. Harvey demuestra cómo un giro hacia el imperio a nivel global está marcado por una red de relaciones de poder que reproducen el capitalismo a partir de la constante reorganización de la vida social y de los recursos naturales. En México, debido a su cercanía con Estados Unidos, es una combinación de imperio con el imperialismo, en que un Estadonación compite por dominar a otros. La combinación hace que las expresiones de resistencia se vean modificadas, dejando a un lado la idea de un pueblo unificado y reconociendo la diversidad.
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Argumenta que el zapatismo es un movimiento “hacia afuera”, reflejado en La otra, y simultáneamente “hacia adentro”, en los municipios autónomos. En este sentido, la Sexta Declaración de 2005 es claramente un intento de articular luchas locales, nacionales e internacionales, pero su éxito requiere de la capacidad de los zapatistas para consolidar sus propias formas de autonomía en el territorio bajo influencia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. A la vez, el zapatismo refleja una tendencia hacia luchar, ya no por la hegemonía ni por “tomar el poder”, sino por participar en esfuerzos de crear espacios autónomos de resistencia y de creatividad. A partir de un análisis de la propuesta de La otra en 2005 y 2006, sobre todo desde los testimonios de las bases de apoyo en el Encuentro de los pueblos zapatistas con los pueblos del mundo (agosto 2006), Harvey muestra cómo la construcción cotidiana de la autonomía refleja la producción de una identidad política colectiva, en el sentido de la vida social de la multitud, como una subjetividad anticapitalista donde el zapatismo sin pretensiones de vanguardia genera un proyecto alternativo de sociedad. Los pueblos zapatistas demuestran que una transformación radical de la sociedad en el ámbito local es capaz de crear alternativas económicas y políticas basadas en la defensa del territorio y de la propiedad comunal, y a partir de ese ejemplo invitan a otros a buscar sus propias alternativas.
Enseñanzas de la otra educación: cultura indígena y zapatista en la escuela
El tercer bloque del libro documenta la originalidad de las experiencias recientes de las escuelas zapatistas en distintos Caracoles (véanse Baronnet, Gutiérrez Narváez, Núñez Patiño, en esta compilación). Se señala que los comités de educación autónoma en las comunidades y los promotores intervienen en proyectos municipales de educación de acuerdo con las culturas y la identidad zapatista. Los capítulos dedicados a la educación de los “autónomos” de Chiapas aportan elementos de comprensión de cómo y por qué sus prácticas van en una dirección “muy otra” a los discursos interculturalistas del neoindigenismo del Estado-nación en América Latina (Hernández et al., 2004; Dietz et al., 2008; Rockwell, 2009b). En las escuelas “oficiales” se evidencia un déficit de formación y de participación de los maestros y de la sociedad en la orientación y evaluación de las actividades
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educativas. De cierto modo, la retórica de la educación “intercultural” está disfrazando en el ámbito nacional la realidad de la castellanización y la asimilación cultural, lo que encubre relaciones desiguales de poder dentro del ámbito educativo. A contracorriente de la política educativa del Estado, las experiencias de los indígenas zapatistas indican que no tiene sentido definir una enseñanza pertinente desde un punto de vista cultural desde afuera de las comunidades étnicas y sus instancias de representación interna. Los proyectos alternativos de educación demuestran que –en vez de privatizar sus escuelas para obtener mayor autonomía local– es posible municipalizar y regionalizar la organización escolar administrada de manera comunitaria. El autogobierno de las escuelas redefine radicalmente la manera de construir políticas culturales y educativas. Asimismo, redefine el carácter público de la educación al intervenir en ella las comunidades como sujetos sociales resolutivamente “públicos”. Más concretamente, ellos son los participantes activos en los comités, consejos, comisiones y asambleas de educación autónoma; es decir, las autoridades, los promotores, alumnos, madres, padres y ancianos. En términos más amplios, el modelo del multiculturalismo neoliberal (Hale, 2002) va cerrando espacios públicos y críticos de educación, pero los autores en cambio señalan que el proyecto de educación autónoma está defendiendo y redefiniendo otra manera de reforzar el carácter público de la escuela en el marco de su gestión participativa. Es gracias a sus formas de gobierno comunal, municipal y regional que las familias zapatistas inventan, experimentan y transforman los modos de transmitir conocimientos. Como analiza Bruno Baronnet en su ensayo, el surgimiento de las escuelas “autónomas” no responde a una lógica de apropiación privada e individual de los beneficios de la profesionalización docente, sino a un proceso autogenerado, puesto bajo control comunitario mediante la participación en las asambleas y los cargos de responsabilidad en materia de educación. Al contrario del maestro oficial que tiende a monopolizar cuotas de poder político-cultural gracias a su legitimidad conferida por el Estado, el promotor de educación no se diferencia socialmente de los demás militantes bases zapatistas porque sigue perteneciendo al campesinado indígena implicado dentro de la construcción colectiva del proyecto autónomo. Cientos de jóvenes promotores zapatistas dan clases a los niños en su lengua y, pese a no ser profesionales de la educación básica, se muestran muy “capaces” en su contexto social y cultural.
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Además de contextualizar y comparar las prácticas de los actores educativos en las comunidades zapatistas con las observadas en las escuelas oficiales, se reconoce que otros proyectos de educación intercultural han surgido en distintas regiones en las dos últimas décadas, a la iniciativa de dirigentes y educadores indígenas, ONG y grupos académicos o religiosos. En un estudio sobre la educación secundaria en el municipio autónomo de San Andrés Sakamch’en de los Pobres en Los Altos de Chiapas, los métodos de investigación educativa (véase Rockwell, 2009a) aplicados por Raúl Gutiérrez Narváez en una secundaria oficial y en la autónoma de Oventik lo llevan a comentar en su capítulo los fuertes contrastes entre ambas, sobre todo en las currícula, que demuestran que los procesos educativos reflejan proyectos de sociedad divergentes. De acuerdo con Kathia Núñez Patiño en su investigación en una comunidad ch’ol cercana a Palenque, donde el educador también tiene un cargo de promotor de agroecología, el salón de clase de los zapatistas es el espacio de recreación de relaciones interculturales. Ahí se recurre a elementos de la cultura indígena, la cultura zapatista y la cultura nacional. Núñez Patiño muestra a partir de un trabajo etnográfico el proceso de aprendizaje de los alumnos de una escuela rebelde, mismo que se desprende de la cultura escolar dominante que impone una ruptura arbitraria con la socialización infantil originada en el hogar indígena. Esto tiene fuertes implicaciones al evitar exacerbar las contradicciones de la cultura escolar con la cultura familiar. En efecto, la educación autónoma permite que los niños reciban una enseñanza formal integral y culturalmente pertinente. La propuesta zapatista apunta a descolonizar la cultura escolar para devolver al conocimiento un poder liberador. Fundamental en el desarrollo del movimiento zapatista, el sector educativo –que no es monolítico sino plural y diverso– ilustra formas inéditas de hacer política, lo que significa que se está construyendo paso a paso una auténtica política educativa indígena que surge de la experiencia cotidiana de las mismas comunidades autónomas organizadas en municipios autónomos y Caracoles. Los tres textos documentan las formas en que los pueblos zapatistas –que son multiétnicos y reciben en su territorio visitas solidarias de orígenes culturales “muy otros”– están llevando a buen término la posibilidad de que otra política de educación indígena es factible en la medida en que son las prácticas autónomas de las comunidades mismas las que garantizan el carácter endógeno, crítico y pertinente de los procesos educativos. Son las familias y autoridades quienes determinan, controlan y evalúan
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lo que es social, política y culturalmente oportuno estudiar en la escuela, sin que se entrometan en sus estructuras de decisión colectiva los agentes del Estado, las iglesias y las organizaciones no gubernamentales. En este sentido, los textos dedicados a la educación autónoma coinciden en subrayar su función determinante en la preparación de los niños, jóvenes y adultos como verdaderos participantes –y no receptores pasivos– de los procesos sociales propios a sus comunidades, así como del autogobierno de las escuelas. Si bien es cierto que las escuelas oficiales tienen más recursos económicos que las autónomas, los ensayos aclaran que el desafío central no es la cantidad de recursos, sino sus criterios de asignación, mismos que diferencian los dos proyectos. Por ende, se destacan los recursos no monetarios que tiene la educación autónoma, ya que son recursos sociales, culturales y políticos a partir de los cuales viene consolidándose esta experiencia novedosa desde hace más de una década. La producción de conocimientos escolares se genera con base en la identidad y la acción de sus principales interesados. Los tres autores argumentan que es una educación radicalmente alternativa a la del gobierno federal, puesto que es construida –y legitimada internamente– por grupos de campesinos indígenas y activos militantes en su comunidad y su municipio. Sin olvidar que los simpatizantes de los rebeldes contribuyen también a legitimar las prácticas de educación autónoma gracias al apoyo político, material y pedagógico a las escuelas. Con sus propios recursos, las bases zapatistas se encargan de toda la gestión administrativa y pedagógica de las escuelas, a diferencia de los proyectos que emanan de ciertas organizaciones campesinas que colaboran con el gobierno estatal, como la Asociación Regional de Interés Colectivo (ARIC) “Unión de Uniones Histórica”. Por ejemplo, no es cuantificable la disponibilidad de las comunidades que dedican largos periodos a las asambleas hasta tomar acuerdos que den seguimiento a sus asuntos pendientes en materia educativa. Las experiencias de educación autónoma contribuyen a aportar una crítica constructiva a los retos actuales de las políticas del gobierno federal, ya que resignifican concreta y radicalmente el carácter público, crítico e intercultural de la escuela. Si bien hay dificultades en la práctica, siempre tienen que ubicarse dentro del contexto de guerra, de discriminación y de las fallas inevitables en un proceso de construcción de algo inédito, como esta nueva forma de hacer política educativa. En ese sentido, el gobierno rotativo no sólo de las escuelas sino de todas las actividades de los municipios zapatistas forma parte de un proceso de formación
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intergeneracional invaluable. Es decir, se trata de una educación informal dentro del movimiento social que genera subjetividades y fortalece las conciencias, lo que permite dinamizarlo y proyectarlo hacia el futuro (Zibechi, 2005). Así, como lo nombra en su caso el Movimiento de los trabajadores rurales Sin Tierra (MST) de Brasil, toda la organización civil y democrática de los zapatistas es una gran escuela. No obstante, la formación de los promotores de educación del movimiento rebelde no se puede asemejar a un laboratorio experimental, o más bien a una escuela de cuadros como la del MST, sino a un objetivo colectivo de generar una manera políticamente proporcionada de orientar y controlar desde su propio ser indígena, campesino y zapatista, todo lo que implica la acción educativa tanto formal como informal en su territorio. Se trata de una suerte de educación popular y cívica a partir de una nueva subjetividad social apartada de las relaciones de dominación establecidas en el ámbito existente de interacciones Estado/sociedad. Así, según el filósofo Cornelius Castoriadis (1993), el objetivo de la autonomía es hacer de cada individuo un “ser capaz de gobernar y ser gobernado”.
Otra forma de hacer salud
El capítulo titulado “Salud y comunidad” subraya que cualquier análisis de los esfuerzos de las bases de apoyo de crear alternativas sociales se debe entender que lo hacen en un contexto de guerra. Probablemente el eje de la autonomía que enfrenta de forma más directa estas tácticas gubernamentales es el de la salud. Sin embargo, como nos demuestra el texto de Ximena Antillón, en muchas regiones autónomas la noción de salud es entendida no como el estado de ausencia de la enfermedad física, sino una noción integral del ser, que incluye el espíritu, lo afectivo, el fortalecimiento de lazos comunitarios y el bienestar de la naturaleza –todos aspectos que van más allá del individuo. Es por ello que en muchas regiones zapatistas el trabajo de los promotores de salud ha estado muy ligado al de producción agrícola y al trabajo de la educación autónoma. La autora aborda varias de las actividades realizadas por promotores de salud en el Caracol de Roberto Barrios entre 2005 y 2007, en la zona norte, quienes, al trabajar desde esta noción de salud, han creado respuestas creativas para no solamente enfrentar los efectos de una guerra integral de desgaste, sino también fortalecer los espacios mismos de la autonomía. La zona norte de Chiapas es un
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sitio importante de análisis, ya que ha sido escenario de esta estrategia de GBI, cuyos efectos en la población se identifican en la aparición de enfermedades psicosomáticas, miedo, desgaste, ruptura del proyecto vital individual y colectivo, hasta la desorganización. Antillón presenta diversas formas en que el sistema de salud autónomo integra estrategias de afrontamiento individuales, comunitarias y colectivas. Esto responde a una visión integral de la salud comunitaria en la que pesan tanto los síntomas individuales como las consecuencias en lo comunitario, organizativo y político; y pone de relieve la relación entre ellos. Argumenta que dichas prácticas de salud comunitaria rebasan los parámetros bajo los cuales se definen conceptos hegemónicos de salud, y representan un aporte fundamental de las experiencias de estas comunidades indígenas zapatistas al trabajo psicosocial en regiones de conflicto. Por su parte Angélica Rico también analiza los efectos de una guerra integral de desgaste, enfocándose en las percepciones de los niños zapatistas en el municipio autónomo Ricardo Flores Magón, correspondiente al Caracol de La Garrucha. Señala que los niños son un blanco específico para las tácticas de contrainsurgencia ya que representan la siguiente generación de posibles actores rebeldes. Sin embargo, por no ser considerados actores políticos, otros estudios sobre Chiapas no les han incorporado dentro de los marcos analíticos y de esta manera han invisibilizado componentes centrales de la guerra integral de desgaste. Mediante una interpretación psicosocial de los dibujos, juegos y fantasías de los niños, Rico demuestra cómo ellos no sólo soportan la GBI sino que elaboran sus propias estrategias creativas de resistencia. Los niños inyectan con sus propios significados cómo la autonomía representa una alternativa para mantener el lado represivo del Estado al margen de su vida cotidiana. Rico comenta que las actividades de la educación autónoma desempeñan papeles fundamentales en estos esfuerzos. El texto de Cecilia Santiago parte de un marco analítico de la tradición de psicología social de liberación latinoamericana que enfatiza la importancia de conocer no solamente el contexto en que se genera esta guerra, sino también reconocer e impulsar los recursos positivos que la población tiene para enfrentar dicha realidad. Para Santiago, la guerra es entendida como una Guerra Integral de Desgaste de los procesos organizativos rebeldes. Dicha reconceptualización está motivada para delimitar la lógica militarista gubernamental de la lógica civil de la población, ya que la llamada “guerra de baja intensidad” lo es desde el plano armamentístico y por la política interna de Estados Unidos, quienes exportan dicha estrategia de
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contrainsurgencia. Se destaca la diferenciación no como términos indistintos sino porque al referir integral y de desgaste permitimos entender el impacto que esta guerra tiene entre la población, para entonces fortalecer una resistencia desde la propia identidad y creatividad de los pueblos. Parte de un marco analítico de la tradición de psicología social de liberación latinoamericana que enfatiza la importancia de conocer no solamente el contexto en que se genera esta guerra integral de desgaste, sino también reconocer e impulsar los recursos positivos que la población tiene para enfrentar dicha realidad. A partir de su labor psicosocial en la región, Santiago detalla los recursos colectivos de resistencia expresados tanto por el movimiento zapatista como por organizaciones adherentes a la Sexta Declaración de la Selva Lacandona. Pone énfasis en el papel central que desempeña la memoria histórica colectiva, la lucha contra la impunidad y por la justicia reparadora, la recuperación de una vida digna en lo cotidiano, el papel de las mujeres en esta búsqueda y una visión compartida de cambios sociales de largo aliento. La autora destaca el papel activo y no victimizador de la población para enfrentar la adversidad como signos claves para la construcción y fortalecimiento del movimiento popular. Si entendemos el tema de salud en un sentido integral y en su contexto histórico, el estado de descuido y falta de atención adecuada en cuanto al sistema de salud para las comunidades indígenas de Chiapas es emblemático del paradigma neoliberal, que subvalora las necesidades de los que poco poder tienen en el mercado y así termina estableciendo una ciudadanía formalmente igualitaria pero en la práctica bastante dispar. El texto de Melissa Forbis, basado en trabajo con mujeres promotoras de salud en varias zonas de Las Cañadas, explica cómo el proyecto zapatista se distingue de los programas gubernamentales de corte asistencialista, como Progresa (posteriormente reemplazado por Oportunidades), con enfoques individuales que terminan reforzando las desigualdades y creando dependencias que debilitan las relaciones sociales colectivas. Las palabras de las promotoras que recoge Forbis dan cuenta de un proceso de recuperación de identidades derivadas de los conocimientos ancestrales de plantas medicinales que “se perdieron”. Pero no se trata de un esencialismo indígena, ya que las mismas migraciones de las últimas décadas implican que las promotoras no se encuentran en “sus” territorios y más bien tienen que capacitarse en medicina herbolaria así como alópata. Forbis demuestra cómo las indígenas promotoras de salud están forjando nuevas identidades, en un proceso geográficamente constituido
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y a la vez racializado y marcado por su género. Se trata de nuevas formas de relacionarse en la cotidianidad, más allá de lo formalmente codificado en la Ley Revolucionaria de Mujeres difundida por el EZLN en 1994.
Economía política y recursos naturales: planteando una transformación desde lo local hacia lo global
Los tres textos de este último capítulo ubican los procesos autonómicos de las comunidades zapatistas en su entorno, donde enfocan la relación entre lo que se vive en el ámbito micro y el contexto macro. A la vez, exploran la relación entre la base material de la reproducción económica de las comunidades y la construcción de nuevas percepciones y modelos de organización. En un contexto nacional de unos 25 años de políticas de ajuste económico de corte neoliberal que implican una radical apertura a las fuerzas del mercado, lo que genera una crisis prolongada del campo mexicano, uno de los debates centrales en donde se inserta el zapatismo está en torno a la viabilidad del campesinado. Frente al Consenso de Washington, mismo que argumenta la no existencia de alternativas a la eficiencia del capitalismo integrado a escala global –de ahí que el campesinado esté destinado a desaparecer– se encuentra el argumento de que el capitalismo sólo aparenta ser eficiente porque no valoriza ni contabiliza elementos tales como la conservación del ambiente y los valores locales de la comunidad (Barkin, 2006). Paralelamente, junto a la tranformación radical de las comunidades campesinas, se ve un proceso de recomposición que permite visualizar un “campesinado global” definido por nuevos circuitos de reproducción (Kearney, 1996; Edelman, 1999), que son menos anclados en un territorio e incluso pueden cruzar fronteras en una suerte de globalización desde abajo. El apartado de Richard Stahler-Sholk enmarca la autonomía zapatista en el contexto de un desafío al manejo neoliberal del concepto de “sustentabilidad”; el autor argumenta que las estructuras que condicionan la viabilidad de un modelo económico reflejan programas y prioridades políticas, y que la alternativa zapatista representa una ruptura con los supuestos que están latentes en ese concepto de sustentabilidad. Mientras el zapatismo como movimiento anticapitalista plantea una transformación estructural macro, el reto está en la construcción de la base material de la autonomía, elemento fundamental de la resistencia.
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Alejandra Aquino Moreschi en su trabajo sobre la migración enfoca los conceptos de comunidad y del mismo proyecto zapatista, en una forma ampliada que incluye diversas estrategias de reproducción económica y social. Mediante la recopilación de la palabra de los mismos migrantes y de sus comunidades, reconoce la realidad de la migración trasnacional como fenómeno que se puede concebir en el sentido de una ruptura con las formas restringidas de definir lo que es la viabilidad de las comunidades. La sobrevivencia, para comunidades campesinas indígenas, forma parte de su resistencia organizada. La investigación que hace Adriana Gómez Bonilla respecto de las percepciones de un municipio autónomo acerca de la protección de ecosistemas también rechaza la dicotomía entre sustentabilidad –en este caso ambiental– y comunidades campesinas. Demuestra cómo los mismos actores visualizan su interacción integral con el hábitat como una forma de resistencia a las depredaciones del modelo de desarrollo impulsado por el gobierno. Otra aportación del zapatismo que se ve reflejada en el análisis en este capítulo es lo que se podría llamar la visibilización de la “mano invisible” del mercado global. Los trabajos aquí expuestos rechazan la falsa separación entre lo económico y lo político, así como la supuesta neutralidad y automaticidad del mercado. El tema del medio ambiente permite ver la mano del Estado en la definición de perspectivas “conservacionistas” que buscan separar la naturaleza –vista como mercancía– de los seres humanos que interactúan con ella. Eso va desde programas históricos de ganadería hasta los más recientes como el Procede, el ecoturismo y la bioprospección. Se dejan expuestas las lógicas del supuesto “reordenamiento” territorial, de la contrarreforma agraria, y de un modelo de desarrollo oficial que excluye la participación de los sujetos sociales en la definición de sus propias prioridades. Frente al modelo trasnacional de acumulación capitalista que centraliza y oculta las estructuras de decisión, se contrapone un modelo participativo basado en asambleas comunitarias. Una tercera aportación de la experiencia zapatista a los debates más amplios sobre economía política y recursos está en su enfoque sobre qué significa ser anticapitalista. Dentro de un sistema mundial capitalista (Wallerstein, 2004), las comunidades autónomas representan un espacio para la construcción de alternativas que pueden ser aleccionadoras. Apoyándose por ejemplo en una reforma agraria de facto que recupera tierras para uso colectivo, en relaciones comerciales trasnacionales de comercio justo, y en lo que se podría llamar el capital
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social (o mejor dicho, la solidaridad) de las comunidades que permite varias formas de inversión social; los integrantes de las comunidades zapatistas se las están ingeniando para dejar constancia de otro mundo posible. A corto plazo se pueden concebir las comunidades autónomas como un espacio de resistencia, pero a largo plazo la pregunta sería: ¿resistencia en función de qué? Ahí es donde entra nuevamente el concepto de sustentabilidad, pero contemplando una transformación estructural de las reglas del juego. No se trata simplemente de acomodarse a los nuevos nichos de mercado, a las nuevas posibilidades de comercializar la naturaleza, o al flujo de remesas que puede acompañar la reorganización trasnacional de los mercados de trabajo. Si bien el concepto de sustentabilidad tiene significados en el ámbito económico, ambiental, y sociocultural, el esquema capitalista neoliberal lo reduce a una visión limitada de rentabilidad, en un cálculo que sólo valoriza la apropiación individual de excedentes en un sistema de propiedad privada. El proyecto zapatista de autonomía permite visualizar otra jerarquización de las distintas vertientes de la sustentabilidad, devolviéndole su centralidad a los sujetos sociales –colectivos– para priorizar la reproducción de la comunidad y de su medio ambiente. Para finalizar, los trabajos de este apartado resaltan el tema de la identidad en medio de los procesos de globalización. No es casual que por toda América Latina se vea una reivindicación de identidades y derechos colectivos, indígenas; precisamente esto es una respuesta a la época neoliberal, en lo que se ha denominado el “desafío posliberal” (Yashar, 2005). Frente a megaproyectos de desarrollo como el denominado Plan Puebla Panamá (Bartra, 2001) y los modelos de desarrollo que propone el desalojo de comunidades –con excepción de algunas “muestras” de cultura que se pueden empaquetar y comercializar como ecoturismo–, las comunidades en resistencia están construyendo otras identidades con base en visiones que combinan la defensa de la Madre tierra con los derechos de controlar los beneficios económicos del uso de los recursos naturales. Los proyectos colectivos de las comunidades, y los procesos participativos de toma de decisiones en cuanto al destino de sus excedentes, van reforzando las identidades comunitarias. La misma migración al exterior presenta el desafío de cómo construir identidades de una comunidad trasnacional, haciendo congruentes las múltiples identidades de la lógica migrante con la identidad política zapatista, es decir, la tensión entre el individuo y la comunidad. En fin, se plantea no solamente la búsqueda de un modelo económico alternativo viable en lo individual,
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sino también que sustente la colectividad social, arraigada a sus territorios como parte de la identidad colectiva de las comunidades indígenas. En la experiencia cotidiana de los indígenas zapatistas, además del cultivo colectivo de la milpa y la edificación propia de infraestructuras comunes, está la producción colectiva de conocimientos políticos, educativos, sanitarios y agroecológicos. El carácter colectivo de la construcción de la autonomía como proyecto de sociedad está presente en las palabras, arriba citadas, de la joven Aurelia en el Segundo encuentro de los pueblos zapatistas con los pueblos del mundo, cuando dice que en los “colectivos” de mujeres de su región “las más grandes nos van explicando a las jóvenes cómo tenemos que defender nuestros derechos”. Poco después, en el Tercer encuentro “La Comandanta Ramona y las zapatistas”, en diciembre de 2007 realizado en el Caracol de La Garrucha, la representante de una cooperativa de artesanas del Caracol de Morelia dijo: “Trabajar en colectivo sirve para resistir al mal gobierno que trata de dividir; aunque es difícil, es el camino mejor para las mujeres y para la lucha zapatista”.