La fantasía de la individualidad. Sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno (I)

Hasta la década de 1960 el origen del comportamiento humano se explicaba a través de proyecciones al pasado de los rasgos de sociedades cazadoras-recolectoras actuales (en el mejor de los casos), ignorando el hecho de que antes de la aparición del Homo sapiens cazador habían existido formas humanas (Homo habilis, rudolfensis, ergaster, erectus, neandertal, etc., y no humanas, como el Australopithecus) muy alejadas de la que actualmente nos caracteriza.
Nosotros decimos que hemos estudiado la cultura, cuando debemos primero estudiar la especie humana, de allí la importancia de la lectura y estudio de los libros de Darwin y Kropotkin sobre el origen de las especies y el apoyo mutuo, así podemos comprender el patriarcado, el feminismo y la actual lucha por el común.



La fantasía de la individualidad
Sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno

Almudena Hernando

Índice
Prefacio a la edición de 2018 13
Agradecimientos 19
1. Planteamientos generales 25
2. Sexo y género 47
3. El origen 55
El origen de la humanidad y los modelos de comportamiento primate 57
¿Qué tenemos los humanos que no tengan los bonobos?
68 Recapitulación y punto de partida 72
4. La identidad cuando no se tiene poder sobre el mundo 75
La identidad relacional 75
El género en las llamadas sociedades igualitarias 84
5. La individualidad. O la identidad cuando se posee poder sobre el mundo 95
6. Identidad relacional/identidad individualizada. La apariencia de las cosas 109
La construcción histórica de la identidad 110
7. La fantasía de la individualidad I. Mujeres e identidad de género 121
La represión de la movilidad y de la escritura en las mujeres 132
8. La fantasía de la individualidad II. La actuación (inconsciente) de la identidad relacional por parte de los hombres 143
9. Individualidad dependiente e individualidad independiente 155
La individualidad dependiente 155
La individualidad independiente 159
10. A vueltas con el sexo y con el género 171
Sobre el género 171
Sobre la sexualidad 174
Conclusiones 179
Bibliografía 199

Prefacio a la edición de 2018

En 2012 se publicó por primera vez La Fantasía de la Individualidad en Katz Editores. Fue el resultado de una larga etapa de incubación y maduración, durante la cual se fueron mezclando lecturas, viajes, convivencias con otros grupos, intercambios intelectuales e inquietudes personales que, al final, sin pretenderlo intencionalmente, cristalizaron en el desarrollo de una teoría sobre el modo en el que se ha construido la identidad de hombres y mujeres en la sociedad occidental. El tiempo de su escritura fue un tiempo feliz, de alumbramiento dulce y potenciador, muy concentrado y energizante. Como expliqué en el prólogo original, tuvo lugar durante una estancia de investigación en el Real Colegio Complutense en Harvard, dedicada en exclusividad a ese fin. Escribía once horas diarias, en las que no deseaba otra cosa que seguir escribiendo, sin esfuerzo ni dudas, lo que constituyó una experiencia completamente diferente a las que había tenido previamente con la escritura. Esta sensación de fluidez y satisfacción en la propia elaboración del texto se prolongó después durante la vida y los avatares del libro, una vez iniciada su vida independiente. Su acogida en ámbitos muy distintos (sociología, filosofía, economía, feminismo, arqueología, historia…) me permitió constatar, una vez más, que la interdisciplinaridad es esencial para poder reflexionar sobre los complejos matices de la identidad y la experiencia humana. Al mismo tiempo, su recepción en grupos de trabajo con
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mujeres (o de hombres luchando por la igualdad) me permitió escapar del ámbito académico para comprobar la satisfacción que genera sentir que unas ideas que fueron concebidas en un plano puramente abstracto son útiles en el mundo de lo concreto y lo real. Y confirmar, además, el interés y bienestar que me suscita combinar la vida académica con la actuación concreta en ámbitos de lucha por la igualdad de género. Es un libro que me ha enseñado muchas cosas, que me ha abierto puertas y me ha permitido ir encauzando mi propio camino por paisajes y derroteros que no había explorado previamente y a los que he sido generosamente invitada de su mano. Esas puertas se me abrieron también en el ámbito anglosajón, gracias a Springer, y ahora en su renacimiento en español a través de Traficantes de Sueños. Es un libro que está teniendo varias vidas, todas ellas muy deseadas y queridas para mí, al mismo tiempo que distintas. En esta nueva edición hemos respetado literalmente el texto original, pues me reafirmo en todos los argumentos. Pero en sus algo más de cinco años de existencia, matizaría un concepto e incorporaría una variable más a la reflexión, una variable tan esencial y tan poco atendida en nuestra ilustrada sociedad como es la del cuerpo. Matizaría el concepto de «emoción» (en oposición al de «razón»), cuya importancia ha sido negada por los hombres con masculinidad hegemónica (en términos de Connell, 1995) y su discurso ilustrado, según argumento en el texto. En algunas ocasiones he podido comprobar que este término suscitaba alguna confusión que necesitaba ser aclarada definiendo algunos matices. La masculinidad hegemónica no deja de cultivar ni desprecia el cultivo de las emociones en general, sino solo de las relacionadas con el vínculo y el amor, potenciando abiertamente, en cambio, las que tienen que ver con la autonomía, la rivalidad o el yo, es decir, con la individualidad. Por supuesto que ese tipo de hombres expresa muy abiertamente emociones como la agresividad, el enfado o la rabia, pero no son socializados para identificarse con las relacionadas con el cuidado, la paciencia o la empatía, por poner solo algunos ejemplos. Esto no quiere decir que no construyan vínculos. Lo hacen, pero a través de una dependencia contradictoria de quien se la garantiza, que son las mujeres, pues al haber sido socializados en una minusvaloración de lo relacional en la construcción de lo
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masculino, necesitan tanto ese apoyo externo como desprecian la identidad de quien lo cultiva. En segundo lugar, como decía, incorporaría la variable «cuerpo» a toda la reflexión. No voy a detenerme pormenorizadamente en ello aquí, porque es parte de una investigación en curso que aún no está finalizada, pero permítaseme anticipar algunas ideas. Hace cinco años argumentaba que la identidad relacional, imprescindible para la supervivencia, fue siendo progresivamente negada por los hombres en el mundo occidental a medida que iban desarrollando la individualidad. Que no por negarla dejaban de necesitar construirla, porque solo en tanto que parte de una comunidad, de un sentido de pertenencia, puede la persona sentir que está en condiciones de sobrevivir en un universo tan extremadamente complejo y dinámico como el nuestro. La Ilustración idealizó la razón (asociada a la individualidad) y generó un discurso en el que identificaba el desarrollo de la razón abstracta con la evolución «del hombre» (sapere aude, decía Kant), quedando la emoción (vincular) como característica de las mujeres y de esos pueblos cuya inferioridad legitimaba la dominación occidental. Pero como la construcción de vínculos es imprescindible para sentir seguridad ontológica, los hombres que se individualizaban utilizaron el mecanismo tramposo de impedir que las mujeres también lo hicieran (hasta llegar a la modernidad) para que mantuvieran sin cambios su identidad relacional, y a través de relaciones heterosexuales normativas, les garantizasen a ellos la inserción en redes vinculares de sostenimiento emocional. Sin embargo, como fueron los hombres quienes generaron el discurso ilustrado, esta parte de la historia quedó oculta, construyéndose así la fantasía de que la individualidad podía sostenerse a ella misma, leitmotiv del orden lógico (patriarcal) en el que nos seguimos socializando. La Ilustración idealizó la razón y negó la importancia de la emoción, decía en el texto y ratifico ahora, pero semejante construcción se acompañaba de otra no menos importante: la Ilustración idealizó la mente y negó la importancia del cuerpo, idealizó las ideas y negó la importancia de la materialidad. Lo que he ido viendo con progresiva claridad a lo largo de este tiempo es que la identidad relacional se construye básicamente a través del cuerpo, mientras que la individualidad lo hace a través de la mente, esencialmente a partir de la aparición de la
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escritura. Cuando ésta no existía, necesariamente la construcción de todas las formas de la identidad pasaba por el cuerpo, y así, la diferenciación de jefes y príncipes constatada desde el Calcolítico, pero sobre todo en la Edad del Bronce y del Hierro, pasaba por su asociación a una cultura material inaccesible al resto del grupo y por una apariencia distintiva. De hecho, ese mecanismo aún pervive. Pero con él la individualidad tiene un escaso margen de desarrollo, que solo pudo superarse cuando la escritura apareció. Como espero que quede claro en el texto, con la escritura apareció la idea de la existencia de la mente, porque la escritura permite visualizar las palabras, y con ellas, el propio pensamiento, al que, de hecho, empieza a poder analizarse como un objeto de observación. Así que, desde su aparición, el contenido de nuestra mente comenzó a ser considerado el núcleo primordial de lo que somos, integrado tanto por nuestros pensamientos (recuérdese el famoso cogito ergo sum) como por la conciencia de nuestra subjetividad (definida por Olson, 1998: 261) como «el reconocimiento de los estados mentales de uno mismo y de los otros como estados mentales»). De ahí que, a mayor abstracción, más conciencia de contenido diferencial de la mente y, por tanto, de diferencia personal. Esto explica también que la individualidad sea un tipo de identidad consciente de sí, de sus pensamientos y proyectos vitales, caracterizada por la reflexividad, y organizada a través de la sucesión de cambios que cada persona ha ido experimentando a través del tiempo. De esta forma, podríamos decir que la individualidad se construye a través de 1) la idea del «yo», 2) la mente y la reflexividad, 3) la conciencia de los pensamientos y de las emociones íntimas, y 4) el tiempo y los cambios. Por el contrario, la identidad relacional es «actuada» por cada persona sin ser consciente de ello. Es un modo de identidad que nos permite sentir seguridad ontológica y nos da una idea de lo que somos a través de: 1) los vínculos, 2) las acciones, 3) el cuerpo, 4) la cultura material y 5) el espacio y la recurrencia. La identidad relacional nos dice quiénes somos a través de mecanismos no reflexivos y completamente inconscientes: la reafirmación que nos da sentirnos parte de un vínculo, el tipo de acciones que componen nuestra rutina, una apariencia compartida con el resto del grupo (la moda, los cortes de pelo…), una determinada hexis corporal (en términos de Bourdieu -la manera de saludarnos,
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de sentarnos, de expresarnos con el cuerpo…-), y la seguridad que nos da el sentido de pertenencia a espacios conocidos (la nacionalidad, el pueblo, la casa propia…) y de tradiciones y actividades que se mantienen sin cambios. Cada uno de esos paquetes de rasgos forma parte de una misma dinámica identitaria, la de la individualidad o la de la identidad relacional. Así que decir que la Ilustración idealizó el yo y negó la importancia de los vínculos y la pertenencia, es lo mismo que decir que idealizó la razón y negó la importancia de las emociones vinculares, o que idealizó la mente y negó la importancia del cuerpo. Porque en realidad lo que hizo fue idealizar la individualidad y negar la importancia de la identidad relacional, que es la clave para entender el orden patriarcal, como argumento en el libro. Podríamos decir entonces que negar la importancia del cuerpo forma parte de una lógica patriarcal, en la que solo la mente se considera locus digno de la identidad de la persona. Como se leerá en el texto, la individualidad es un modo de identidad que, en mi opinión, comenzaron a desarrollar los hombres por razones que tienen que ver con nuestro origen como género Homo. Se trata de un modo de identidad que fueron construyendo gradualmente y en proporción inversa a la atención que dedicaban a su identidad relacional, que se mantenía actuada de forma inconsciente a través de relaciones entre pares masculinos y de relaciones desiguales de género (es decir, a través de homosociabilidad masculina y de heterosexualidad normativa asociada al género). De ahí que, a medida que los hombres se individualizaban, la única identidad de la que iban siendo conscientes era la relacionada con su parte individualizada. Y de esta manera, el discurso en el que nos socializamos, construido por ellos en tanto que detentadores del poder, solo reconoce la importancia de la mente, el yo y las ideas, y oculta la de los vínculos y la del cuerpo y sus manifestaciones. Y, sin embargo, revelando la misma relación sostenida entre la individualidad y la identidad relacional en la construcción identitaria de los hombres patriarcales, no por no reconocer su importancia el cuerpo dejaba de constituir la instancia desde la que siguieron (y todas las personas seguimos) construyendo identidad relacional. Como bien sabemos, nuestro discurso parece querer convencernos de que la esencia de cada uno reside
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en el mundo etéreo de nuestras ideas y proyectos, o tal vez en el mundo más etéreo aún de alguna esencia espiritual desde la que se pueden contemplar con cierto distanciamiento incluso las ideas y los proyectos, pero nunca pone el énfasis en el cuerpo, que permanece olvidado, como si fuera solo un soporte inerte de todo lo demás. Y, sin embargo, «somos» cuerpo, a través de él (y de la cultura material) nos construimos personal y socialmente, pero sobre todo construimos identidad relacional. A través de su materialidad nos ajustamos a la expectativa del orden social, nos construimos como parte de un grupo y aceptamos la subordinación. El cuerpo de las mujeres es un cuerpo mucho más intervenido por la cultura que el cuerpo de los hombres, porque es, en gran medida, a través de él y de los cánones de belleza (que las propias mujeres asumimos como propios) cómo se construye nuestra cualidad de «objetos» y de seres permanentemente infantiles o inmaduros (a través de la depilación, por ejemplo, o del rechazo al envejecimiento que mostraría un pelo canoso o un rostro arrugado). Es necesario entender la función del cuerpo en la construcción identitaria, porque al hacerlo se desvelan gran parte de los mecanismos a través de los que se construye la identidad relacional, tanto en hombres (véase la construcción de grupos de pares a la que se alude en el capítulo 8 de este libro) como en mujeres. Y se demuestra que el olvido del cuerpo y la idealización de la mente constituyen la base sobre la que se asientan mecanismos profundos de la construcción identitaria que ha definido al orden patriarcal. Ése será el tema de futuras investigaciones cuyo trabajo de campo se encuentra en este momento en curso. Sólo quiero dejarlo apuntado ahora como muestra de la fecundidad que espero siga teniendo este texto, no sólo en términos de mi propio proceso de pensamiento personal sino, sobre todo, como resultado de los propios procesos que desencadene en quienes lo quieran leer y de la interacción a la que pueda dar lugar. Agradezco a Traficantes de Sueños la plataforma que me ofrece para seguir posibilitándola.
Almudena Hernando Madrid, 11 de enero de 2018

Agradecimientos

Este libro es resultado de muchos años de trabajo, dudas y elaboración intelectual y personal. La información que contiene es resultado de varias estancias de investigación de al menos tres meses cada una en las universidades de California-Los Ángeles (ucla), Berkeley, Chicago y Harvard, entre 1995 y 2004. Fueron posibles gracias a dos Becas Complutense del Amo, un permiso de movilidad del Ministerio de Educación y Ciencia español y una beca del Real Colegio Complutense en Harvard. Pero su redacción fue resultado de un trabajo muy intenso y concentrado, que generó un borrador inicial, realizado de nuevo en Harvard entre los meses de marzo y mayo de 2011, gracias a una nueva beca del Real Colegio Complutense y a la financiación del Ministerio de Ciencia e Innovación (proyecto HAR200908666). Deseo agradecer la afiliación como Visiting Scholar a su Departamento de Antropología Social, y en particular al profesor Bar-Yosef y a su director Gary Urton. Pero, sobre todo, deseo agradecer al director del Real Colegio Complutense, Ángel Sáenz Badillos, el ambiente de trabajo, respeto, amabilidad, apoyo, estímulo y libertad que encontré en el Colegio, y el amigable encuentro intelectual y personal que permitía. A Elizabeth Kline y a Cristina Herrero les debo el haberme cuidado cuando fui víctima de un accidente y del particular funcionamiento del sistema sanitario norteamericano.
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Aunque la progresiva equiparación entre ciencias naturales y sociales está dificultando cada vez más la libertad de elección de los temas de investigación, he tenido la inmensa suerte de pertenecer a una generación en la que todavía era posible elegir la propia dedicación en términos ajenos a la productividad bruta de sus resultados. De hecho, a partir de cierto momento, siempre he tenido la sensación de que ni siquiera era yo quien decidía las etapas de esa investigación, la dirección que quería tomar en el siguiente proyecto, en el próximo libro, sino que esa dirección me venía marcada por la propia lógica de los razonamientos; que los temas se me iban imponiendo con el peso de una exigencia a la que no me quedaba otro remedio que atender. La propia investigación marcaba mi camino, y no viceversa. La consecuencia era que ese camino se iba alejando cada vez más de la especialización tradicional de mi área disciplinar, el estudio de la Prehistoria. Por eso, deseo expresar mi más sincero agradecimiento al Departamento de Prehistoria de la Universidad Complutense, al que pertenezco desde hace más de veinte años. He tenido la inmensa suerte y el enorme privilegio de formar parte de un departamento en el que la mayoría de sus miembros ha perseguido de manera honesta, inteligente y generosa el conocimiento en sus respectivas áreas de estudio, lo que ha generado un ambiente personal e intelectual difícil de encontrar en muchos otros contextos académicos. El clima de respeto absoluto por los cambios de dirección que iba tomando mi investigación, además del apoyo y la amistad que he encontrado en algunos de sus miembros, han sido esenciales para poder definir los verdaderos intereses de mi trabajo. Sin este margen de libertad me hubiera sido imposible seguir la lógica de una investigación que era crecientemente inseparable de mis propias preocupaciones vitales, lo que deseo agradecer dedicándoles un libro que no existiría sin su ayuda. El sinuoso camino de mi trayectoria investigadora me llevó a realizar varios proyectos con grupos indígenas actuales, guiada por la necesidad de entender cómo percibe el mundo y a sí mismo dentro de él quien nace en una sociedad sin escritura, en una sociedad oral. El último de estos proyectos fue el de los Awá-Guajá, al que me referiré en el texto. Fue un proyecto I+D (HUM2006-06276), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación y titulado Etnoarqueología de los Awá-Guajá, un grupo
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de cazadores-recolectores en transición a la agricultura (Maranhão, Brasil), en el que participaron también Elizabeth Beserra Coelho, Gustavo Politis y Alfredo González Ruibal. Agradezco a la funai y al cnpq brasileños las autorizaciones y los permisos, y por supuesto a los Awá su paciencia, generosidad y hospitalidad. Paralelamente a los trabajos de campo iniciales con poblaciones orales, mi vida personal seguía avanzando, y se me iba haciendo claro que los hombres y las mujeres tenemos distintas perspectivas para abordar los mismos problemas y, sobre todo, distintas soluciones para resolverlos. Advertía que, en general, hombres y mujeres tenemos un modo distinto de construir la identidad. Y que así como en el encuentro entre grupos orales y la sociedad moderna siempre es la sociedad moderna la que tiene el poder, en el encuentro entre hombres y mujeres, son los hombres los que disponen de los mecanismos que acaban por darles el poder. Y empecé a preguntarme qué relación existía entre ambas dinámicas, entre esos dos tipos de subordinación, qué relación podía existir entre la identidad de las sociedades orales y la identidad de género femenina. En el Instituto de Investigaciones Feministas de la Universidad Complutense de Madrid encontré el ámbito de discusión intelectual y apoyo emocional que me permitió empezar a reflexionar sobre temas de mujeres e identidades, que es ajeno a la mayor parte de los prehistoriadores y arqueólogos. Sin embargo, también en el campo de la arqueología encontré compañeras con quienes compartir mis intereses y por las que siempre me he sentido acompañada y estimulada. Entre ellas destaco a Margarita SánchezRomero, y, muy especialmente, a Sandra Montón. Ella dirige el proyecto I+D HAR2009-08666, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación de España, entre cuyos resultados se incluye este libro, al que ha apoyado incondicionalmente (conceptual y económicamente) para que pudiera ver la luz. En ella siempre he encontrado ánimo y estímulo, reconocimiento y complicidad. Mi visión multidisciplinar del conocimiento fue exigiendo un creciente trabajo en equipo, que se concretó en dos grupos de lectura, guiados exclusivamente por la búsqueda de conocimiento y el apoyo para la reflexión de quienes los componíamos. El primero de ellos estaba dedicado a la teoría moderna para el análisis de la cultura. Debo destacar aquí a Alfredo González Ruibal y a Víctor
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Fernández, sin cuya iniciativa y aportaciones de textos siempre novedosos e interesantes el grupo no hubiera podido iniciarse, o a Núria Gallego, Manuel Sánchez-Elipe, Lucía Moragón, Beatriz Marín, Sandra Lozano, José Luis Hergueta, Alfonso Fraguas, o tantos otros, que participaron y enriquecieron las discusiones. Pero fue el Grupo de Lectura sobre Mujeres y Poder, creado juntamente con (y por iniciativa de) Nora Levinton, psicoanalista y amiga, donde encontré un espacio de reflexión, amistosa e inteligente, sobre algunos de los temas concretos tratados en este libro. Además de ella, Julia Herce, Maite San Miguel, Fátima Arranz, Carolina Meloni y María Luisa Lasheras forman su núcleo permanente. Aunque todas participamos de una posición crítica feminista, cada una parte de una dedicación profesional diferente, lo que en mi opinión constituye una de las claves del estímulo y enriquecimiento que el grupo supone para todas. La experiencia derivada de esta interacción me demuestra que, aunque el trabajo intelectual tiene una parte necesariamente individualizada, personal e intransferible, el trabajo en grupo permite entender los límites que tiene el propio pensamiento, observar las carencias del propio paradigma y descubrir problemas nuevos que sólo son visibles desde la mirada fresca y no contaminada de alguien ajeno a la propia especialidad. Por otro lado, tal y como también me ha demostrado siempre la docencia, la comunicación emocional es fundamental para el crecimiento intelectual, pues sirve de puente para que el intercambio de información permita el desarrollo creativo de quien la recibe. En este sentido, la interacción personal no me parece sustituible por la sostenida con ordenadores (o libros), porque la relación emocional directa, persona a persona, permite abrir las puertas a un tipo de proceso intelectual que no se activa del mismo modo a través de máquinas u objetos interpuestos. Mi experiencia es que el pensamiento no es resultado sólo del aumento de la información, sino de muchos procesos psicológicos de carácter emocional (estímulo, reconocimiento, valoración, legitimación…), que se han dado cita en estos grupos de lectura. Las alianzas intelectuales y emocionales con otras mujeres que se encontraban con los mismos problemas, dudas y confusiones que definían mi propia vida me resultó esencial para entender que no tenían que ver con deficiencias o insuficiencias mías, sino que manifestaban un problema más amplio y general, al que
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he dedicado este libro. Estas alianzas se cifran, además de las señaladas en el grupo de lectura mencionado, en un grupo de amigas muy concreto, que en parte integran también aquél: Julia Herce, Nora Levinton, Pilar Aguilar, Fátima Arranz, Pilar Rubio y Laura Freixas. Sin ellas no me hubiera sido posible encontrar la seguridad que siento cuando pienso en los argumentos que he vertido aquí. Y a ellas debo, junto a Carolina Meloni, la lectura y los útiles comentarios de partes o de la totalidad de un primer borrador de este libro. A Juan Gutiérrez, Ángela Dewar, y Ana, Sofía, Sally y Gabriela Gutiérrez Dewar debo el privilegio de haber encontrado una segunda familia, en la que el reconocimiento intelectual es tan importante como el amor incondicional que expresan entre sí y a quienes tenemos la suerte de formar parte de su núcleo extendido. Creo que la importancia de las emociones se me hizo más clara a través de ellos, por su capacidad cálida y generosa para expresar el afecto sin más límites que los derivados del escrupuloso y delicado cuidado y respeto hacia el otro. Y por último, este libro es resultado de toda una experiencia de vida en una familia de cinco hermanas y un hermano, que se mantiene muy unida, y cuyos conflictos, silencios, necesidades y resoluciones han servido de materia prima para todas mis reflexiones. Para todos ellos, mi más sincera gratitud y mi más profundo cariño

1. Planteamientos generales

I
Tal vez fue porque a mi madre le gustaba vestirnos igual a mi hermana melliza y a mí, aunque no nos parecíamos nada, e incluso a nuestra tercera hermana, y a la cuarta… Tal vez fue por eso, pienso, que nunca acabé de confiar en las apariencias. Porque aun cuando de adultas siempre hemos tenido una excelente relación, el hecho es que bajo aquella encantadora estampa de armoniosa sincronización infantil subyacían tantos conflictos como los que cabe esperar de la relación normal entre los seis hermanos que llegamos a ser. Tal vez también pudo ser esto lo que me llevó, sin saberlo, a estudiar arqueología, porque después de haber dedicado una tesis doctoral al Calcolítico del sureste español me di cuenta de que apenas me interesaba lo que había ocurrido en el 2.500 a.C., y se convirtió en un misterio profundo la causa que podía haberme conducido hasta allí. Sin embargo, ahora me parece meridianamente claro que sin la prehistoria y la arqueología no podría pensar las cosas que me interesan del modo en que me interesa pensarlas. Tardé un tiempo en entender lo que ya habían comprendido Freud y Foucault mucho antes que yo: que lo que me atraía de la arqueología era que, utilizada en sentido metafórico, me ofrecía un procedimiento de análisis genealógico, de largo plazo, que enseña a bucear en las raíces y los
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fundamentos de los procesos visibles, fijando la atención en la lógica profunda que les da sentido y no en la apariencia que su expresión puede revestir en un momento dado. Entendí también que la prehistoria enseña a considerar los orígenes como una de las claves esenciales de esos procesos, que no se entienden de la misma manera sin esa variable fundamental. Pero, sobre todo, comprendí que el estudio de la cultura material, en la que se especializa la arqueología en tanto que disciplina, proporciona un instrumento particularmente interesante para abordar el estudio de una sociedad cuando se desea huir de las apariencias, porque dirige la mirada a lo que la gente hace y no, como en el caso de la historia, a lo que ha decidido contar de sí misma. Cuando se observa con mirada de arqueóloga a las sociedades actuales, sean indígenas o industriales, saltan a la luz datos muy interesantes, porque se comprueba que, en general, lo que la gente dice de sí misma no coincide con lo que se observa que hace. William Rathje (1992), que recibió el premio de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia por su proyecto de arqueología sobre la basura, demostró, por ejemplo, que cuando hoy se les pregunta a los estadounidenses sobre sus hábitos de consumo dicen cosas que no se corresponden con lo que se encuentra en los cubos de basura que hay en la puerta misma de sus casas, y que esto no sucede necesariamente porque mientan, sino porque no reconocen determinadas cosas que hacen. De ahí que mi formación como arqueóloga me lleve a estar convencida de que si se quiere averiguar cómo es la gente en realidad, no hay que analizar lo que dice, sino lo que hace. Hay toda una parte de nuestro comportamiento que no es reconocida en nuestro discurso consciente y explícito, porque no es valorada socialmente, o porque representa partes de nosotros mismos que preferimos no tener presentes. La consecuencia es que esa parte puede ser negada, en el sentido de que puede no ser vista, ser ignorada por la propia persona que, sin embargo, está poniéndola en práctica delante de nuestros ojos. Debe entenderse que estas personas no están mintiendo, sino que ellas mismas no reconocen ante sí mismas lo que hacen. Cuando en este texto se haga alusión a una negación no se estará haciendo referencia, por tanto, al hecho de negar que se sabe algo cuando sí se sabe, sino al hecho de no saber, de no tener conciencia de estar haciendo lo que sin embargo se está haciendo.
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Pues bien, lo que propongo es dirigir una mirada de prehistoriadora (teniendo en cuenta procesos de largo plazo que empiezan en los orígenes), y de arqueóloga (observando qué es lo que hacen sus representantes) a determinados aspectos del orden social en el que vivimos, aquellos que afectan a la relación entre hombres y mujeres. Este orden ha sido denominado patriarcal porque es resultado de toda una trayectoria histórica definida por la dominación de los hombres y la subordinación de las mujeres, relación de poder que, en cuanto norma social, sigue manteniéndose en la actualidad. Mi esperanza es que las próximas páginas permitan desentrañar algunas nuevas claves para entender la lógica que lo guía, pero, sobre todo, que su comprensión pueda ayudar a luchar contra esa subordinación.
II
Cada sociedad produce su propia verdad, que a su vez sostiene el poder que la rige. Se trata de un procedimiento circular, que Foucault (1992: 187) denominó «régimen de verdad»: «La verdad está ligada circularmente a los sistemas de poder que la producen y la mantienen, y a los efectos de poder que induce y que la acompañan». El poder se sostiene porque la sociedad considera verdaderos los principios en los que se fundamenta, lo que lleva a su vez a alcanzar el poder a quien cree que esos principios son verdaderos, potenciando así el régimen de verdad. En nuestra sociedad, «la “verdad” está centrada en el discurso científico y en las instituciones que lo producen» (ibídem; también Adorno y Horkheimer, 1994: 61), por lo que si queremos desentrañar la lógica que guía nuestro orden social habrá que preguntarse qué relación existe entre la ciencia y la lógica del poder que lo caracteriza. Aunque tanto desde la propia Física como desde las ciencias naturales o sociales se vienen generando desde hace tiempo formulaciones alternativas y críticas, el estereotipo de racionalidad científica más divulgado socialmente sigue aún modelado de acuerdo a los métodos de la Física del siglo xvii (Midgley, 2004: 31). En ellos, se comparaba el funcionamiento y el movimiento de las partículas físicas con los de una máquina que, por tanto, podía utilizarse como analogía para describir
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cualquier organismo integrado por dichas partículas. Descartes incluyó como ejemplo de estos organismos el cuerpo humano, y aunque dejó fuera la mente, otros autores ampliaron la analogía también a este dominio, lo que llevó a interpretar como verdaderas las explicaciones que referían la sociedad humana a comportamientos mecanicistas y computables, semejantes a los de una máquina (ibídem: 49). Esta forma reduccionista de entender la sociedad (que conocemos como positivismo) no sólo dejaba fuera la dimensión emocional de lo humano, sino también la propia complejidad de las interacciones que componen el universo en general. Empezaremos por esto último. Entender el universo desde el punto de vista de su complejidad constituye un ejercicio en muchos sentidos opuesto al de la ciencia positiva. Ésta se caracteriza por analizar elementos discretos y separados, detallando sus rasgos y características, clasificando, computando y midiendo sus componentes. Sin embargo, desde hace tiempo y en número creciente, investigadores de todas las disciplinas (incluida la Física) consideran un error aplicar este enfoque al estudio de cualquier dinámica, argumentando que la forma o las características que adopta cada uno de los elementos de un sistema es el resultado de su interacción compleja con los demás, lo que introduce una dimensión de desorden no computable a través del modelo trivial de las máquinas.1 Para entender los procesos de los que esos elementos participan, deben anularse las disociaciones con las que opera la ciencia positiva, que referidas a los fenómenos humanos son, por ejemplo, del tipo sujeto-objeto, sociedad-persona, culturanaturaleza, cuerpo-mente, dominador-dominado, etc.2 Pondré el ejemplo que me resulta más cercano para explicar mejor aquello a lo que me refiero: la interacción sujeto-objeto.
1 Morin (2005) señala que aunque el universo es resultado de lo que denomina «dialógica entre el orden y el desorden» (p. 426), las ciencias positivas han considerado que «la organización dependía pura y simplemente del orden» (p. 427), equiparando así el funcionamiento (no trivial) de la sociedad con el de una máquina artificial (trivial), que se diferencia de la primera en que no admite el desorden; si éste aparece, deja de funcionar, mientras que la «máquina viva» encuentra en ese desorden la posibilidad de libertad, creatividad y cambio (p. 430). 2 Numerosos autores han insistido en la dificultad de comprender distintos tipos de procesos si se aíslan las partes que los integran. Pueden verse, por ejemplo, Elias (2001), Morin (2005), Viveiros de Castro (1996), Descola (1996, 2005), Haraway (1985), Latour (1993), Callon (1991), Strathern (1988), o, en general, todo el pensamiento estructuralista y postestructuralista, poscolonial, decolonial o feminista.
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La arqueología tradicional ha interpretado (e interpreta) los objetos como un resultado pasivo generado por sociedades guiadas siempre por una misma lógica (que obviamente es la propia del arqueólogo/a), por lo que le basta recuperar y describir los objetos o los datos económicos para explicar esa sociedad. Sin embargo, posiciones más recientes comienzan a demostrar la imposibilidad de separar sujetos y objetos en el análisis de una cultura: si los objetos de distintas culturas son diferentes es porque las personas que los fabrican también lo son. Desde este punto de vista, resulta obvio que las personas construyen la cultura material tanto como la cultura material construye a las personas. Es decir, somos como somos porque utilizamos determinados objetos, y porque somos así, fabricamos unos objetos y no otros.3 Para explicarlo mejor, comenzaré dando un ejemplo extraído de mi propia experiencia de viajar por la zona del mundo que más conozco y quiero, Latinoamérica: viajar en autobús por zonas indígenas latinoamericanas implica introducirse en una realidad social que apenas se define a través de rasgos de individualización. Esos autobuses no suelen caracterizarse, coherentemente con ello, por asientos individualizados, sino por bancos corridos en los que siempre cabe mucha más gente de la que una imaginación entrenada en la parcelada (y resistente al contacto físico con desconocidos) imaginación occidental alcanzaría nunca a concebir. Si se convive con esos grupos indígenas, se observará, a su vez, que la comida no suele disponerse en platos individuales, sino en recipientes colectivos de los que cada uno toma lo que desea, para lo que normalmente utiliza los dedos, y no cubiertos. Nada de esto es imaginable en una cultura tan individualizada como la del contexto urbano europeo donde vivo, Madrid, cuyo transporte público se caracteriza por presentar asientos claramente separados, y donde alimentarse en grupo exige pulcras e higiénicas medidas de separación interpersonal. No se trata sólo de que producimos objetos individualizados porque nosotros lo estamos, sino de que a través del uso
3 Las últimas corrientes de la Arqueología (por ejemplo, la llamada Arqueología Simétrica) y los estudios de Cultura Material Contemporánea vienen insistiendo recientemente en este punto. Véanse, por ejemplo, González Ruibal et al. (2011), Hernando y González Ruibal (2011), Olsen (2010), Holbraad (2009), Knappett y Malafouris (eds.) (2008), o Witmore (2007), entre otros.
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rutinario de esos objetos nos vamos individualizando cada vez más, por lo que en el futuro generaremos objetos crecientemente individualizados que potenciarán la lógica de la tendencia social. Piénsese, a este respecto, en la transformación que han experimentado las relaciones personales en los últimos veinte años y se hará evidente que no sería posible concebirlas sin los soportes materiales que constituyen su vehículo (teléfonos móviles, ordenadores, etc.); o recuérdese el cambio que están experimentando las pantallas de cine de los aviones, simultáneamente al aumento de la individualidad que nos caracteriza: hasta hace pocos años, todo viajero que volara en clase turista tenía una única opción de entretenimiento, expuesta en grandes pantallas que luego se fueron parcelando en otras más pequeñas repartidas entre los asientos. Los últimos modelos de avión han asignado, sin embargo, una pequeña pantalla a cada asiento, en la que cada pasajero puede elegir entre una variada oferta, lo que permite poner en juego los deseos personales en lugar de tener que adaptarse al deseo del programador de la compañía aérea. La cuestión es que el pasajero no sólo puede elegir, sino que tiene que hacerlo, lo que le obliga a plantearse cuáles son sus deseos y, en consecuencia, a reforzar así, de manera cotidiana e inconsciente, su individualidad (basta con intentar comprar un bocadillo en algunas cadenas de Estados Unidos para comprender a qué me refiero).4 Con estos ejemplos pretendo demostrar que la cultura material no es un instrumento pasivo de la cultura, sino que, muy por el contrario, es uno de los términos de relación a través de los que aquélla se construye, por lo que ambas están entretejidas y mutuamente determinadas. En consecuencia, su estudio será siempre significativo para entender aquello sobre lo que la propia sociedad no reflexiona ni expresa de manera explícita. En este sentido, podríamos decir que la cultura material expresa los rasgos estructurales profundos, el inconsciente de la cultura. Y aunque no es posible hacer el estudio de las personas del pasado en los mismos términos utilizados con las del presente, sí puede derivarse de todo ello la conclusión de que si la gente del pasado tenía cultura material diferente es porque ella misma era diferente, tenía una manera distinta de entender el mundo, formas distintas de construir su identidad.
4 Elias (1990a: 144) ya hizo alusión a la «obligación» (y no sólo a la posibilidad) de elegir que implica la individualidad.
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La misma imposibilidad de separar las partes acontece en todas las demás interacciones. Estamos acostumbrados a pensar la realidad como si los elementos que la componen pudieran separarse entre sí siguiendo el modelo de las máquinas, cuando lo que ocurre es que si existen con la forma en que existen es por su constante codeterminación e interacción. Tomemos ahora, por ejemplo, la relación sociedad-persona. Tradicionalmente existían dos tipos de posiciones al respecto: las que daban la prioridad a la sociedad en la determinación de la persona, y las que se la daban a las personas en la determinación de las características de su sociedad. Sin embargo, va tomando peso la idea de que una y otra no pueden pensarse como entidades separadas, porque no son sino dos caras de una misma moneda. Sigmund Freud (2006: 90), en su célebre El malestar en la cultura, establecía «trascendentes analogías» entre el «individuo» y la cultura. A su juicio, en ambos se expresaban fenómenos similares, lo que daba origen a patologías comparables. Sin embargo, alertaba sobre el riesgo de intentar aplicarles remedios semejantes, dado que se trataba «únicamente de analogías». Más allá del profundo desconocimiento de datos etnológicos y del carácter netamente evolucionista que caracteriza el pensamiento (y la sociedad) de Freud, podría decirse que esa percepción de la relación entre persona y cultura rige el pensamiento más actual sobre las dinámicas humanas. De hecho, la relación se considera ahora mucho más profunda aun, pues a diferencia de Freud, que la consideraba una mera analogía, diversos autores (con los que me identifico), están utilizando desde los años noventa el concepto de relación fractal.5 Con él aluden a la imposibilidad de diferenciar a la persona de la cultura, ya que ambas instancias son expresión de un mismo proceso a diferentes escalas, donde la distinción entre el todo y la parte carece de significado. Si la sociedad capitalista se define, por ejemplo, por ciertos rasgos económicos o sociales es porque las personas que la constituyen
5 En Hernando y González Ruibal (2011: 14) puede rastrearse el uso de este concepto en las ciencias sociales. Wagner (1991), Abraham (1993), MacWhinney (1990), Haraway (1985) y Strathern (1990) establecieron sus bases. Recientemente, autores como Viveiros de Castro (2001) o Kelly (2005) lo utilizan para analizar grupos del Amazonas. A diferencia de algunas de esas complejas interpretaciones, me limitaré a utilizar el concepto en el sentido de considerar que «individuo y grupo son falsas alternativas […] pues cada uno de ellos implica al otro» (Wagner, 1991: 162), y que su relación es de escala y no de determinación, como se explica en el texto.
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interaccionan de un modo y no de otro, lo que se debe a que su subjetividad está construida de una cierta manera que les lleva a interaccionar así y no de otra forma. Del mismo modo, una sociedad igualitaria de cazadores-recolectores no implica sólo una forma de organización socioeconómica, sino una determinada modelación de la subjetividad de sus miembros, y así sucesivamente (más adelante trataremos este punto con más detenimiento). Esto significa que los rasgos que caracterizan a una sociedad son sólo la expresión del modo de ser persona que tienen quienes la constituyen, es decir, de su modo de identidad. La idea continúa una línea de pensamiento representada desde hace años por autores como Bourdieu (1977), Giddens (2003), Elias (1993) o Morin (2005), quienes plantearon una constante interacción y codeterminación entre la sociedad y las personas, en el sentido de que, con su lenguaje, sus normas, sus prohibiciones o su conocimiento, la sociedad va definiendo el modo de ser persona de quienes nacen en ella, y debido al particular modo en que han sido socializadas las personas van generando a su vez nuevas dinámicas que irán definiendo y cambiando poco a poco su sociedad. Pondré un ejemplo que a todos nos es familiar: debido al hecho de haber sido educado en un contexto caracterizado por determinadas dinámicas, necesidades, actitudes y potencialidades, a Mark Zuckeberg se le ocurrió la idea de Facebook, que vino a satisfacer esas necesidades y a su vez comenzó a crear un tipo de dinámicas novedosas que están cambiando la sociedad. Sin entender el contexto cultural de Zuckeberg no es posible entender Facebook, y sin Facebook no se pueden entender determinadas dinámicas que están modificando el modo en que las jóvenes generaciones serán socializadas a partir de ahora. El orden social y la subjetividad de sus miembros constituyen dos niveles en los que se observa una misma estructura.
III
Nuestra sociedad está caracterizada por la convicción de que nuestro grupo es más fuerte que los demás porque hemos desarrollado la razón y reprimido la emoción más que ningún otro. Esto se refleja no sólo en el discurso social que nos modela, elevado a
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la categoría de verdad al llegar a la Ilustración, sino también en el tipo de ciencia que sigue constituyendo el modelo de explicación más divulgado (el positivista) y en la identidad de los hombres que ocupan las posiciones más elevadas de poder, desde donde siguen reproduciendo ese discurso, en una realimentación interminable entre orden social y subjetividad. Se trata de diferentes escalas de una misma dinámica de relación con el mundo. Como ya ha sido analizado con profundidad por distintos autores, al pretender la ciencia positiva que las emociones no participan en nuestro conocimiento, resulta imposible introducir esa dimensión en las dinámicas estudiadas, y de esta manera contemplar la naturaleza completa de las relaciones y la complejidad del comportamiento humano.6 Podríamos decir que las emociones constituyen el componente de desorden que se produce en la interacción social, y los modelos dominantes en las ciencias sociales y en las humanidades han contemplado paradigmáticamente sólo los elementos ordenados y previsibles, siguiendo el modelo de las máquinas. De esta forma, ofrecían una imagen de la sociedad regida por mecánicas no sólo controlables, sino también susceptibles de diseño y planificación. Esta valoración reduccionista del fenómeno humano se fue gestando históricamente a medida que la sociedad incrementaba su complejidad socioeconómica y desarrollaba la ciencia y la tecnología, y llegó a constituir la base del discurso social en el siglo xviii, en la llamada Ilustración. En ella, la emoción quedó definitivamente negada como componente determinante del comportamiento humano ideal, que debía basarse sólo en la razón en tanto que garante del orden, la emancipación y el progreso: cuanto más usara la razón, más libre sería el ser humano, más emancipado y poderoso. Sin embargo, la puesta en práctica de ese proyecto ilustrado no ha conducido a la sociedad a la liberación y la emancipación que pretendía, sino a un creciente malestar personal y a una cosificación muy destructiva del mundo (humano y nohumano). De hecho, se ha llegado a formas aberrantes de racionalización (basta pensar en el holocausto nazi), o a situaciones de
6 Migley (2004: 206) observa, con acierto, que para la mayor parte de los investigadores «estudiar fenómenos subjetivos equivale a “ser subjetivo”», lo que constituye el mismo tipo de error que si se pensara que «el estudio de la locura debe ser él mismo loco, o que el estudio de la conducta malvada es malvado en sí mismo».
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injusticia, desigualdad y sufrimiento que no parecen ser resultado de un diseño planificado y consciente, como si la realidad se nos escapara de las manos sin que podamos explicar fácilmente la causa. Deambulamos confusos y desorientados ante un futuro que cada vez nos parece menos planificado, menos liberador y menos ajustado a valores y principios humanitarios. En su famosa obra La dialéctica de la Ilustración, Adorno y Horkheimer argumentaron que este desajuste entre lo previsto por la Ilustración y el desarrollo histórico residía en el tipo de razón que la sociedad estaba utilizando. En su opinión, el proyecto ilustrado sólo podría cumplirse si se dejaba de utilizar la razón kantiana puramente instrumental, y se empezaba a poner en práctica una razón crítica que tuviera en cuenta los objetivos últimos y las consecuencias de las acciones, es decir, la moralidad de los actos, que la razón instrumental había relegado al terreno del oscurantismo. Habermas (2002: 99), por su parte, defendió igualmente que las sociedades occidentales modernas «fomentan una comprensión distorsionada de la racionalidad, centrada en aspectos cognitivo-instrumentales y, en este sentido, sólo particular». En esta misma dirección se van encaminando las críticas actuales, que sin embargo, a diferencia de las anteriores, introducen ya claramente la negación de la dimensión emocional como la clave del problema. Mary Midgley (2004: 127 y 130), por ejemplo, argumenta que la idea ilustrada de que el individuo es esencialmente «una voluntad usando un intelecto», capaz de generar un pensamiento «imparcial, desapegado, racional e impersonal», es uno de los tantos mitos con los que opera nuestra cultura, ya que razón y emoción no pueden deslindarse entre sí. Y es precisamente a esta conclusión a la que comienzan a llegar los más recientes estudios neurológicos, para los que toda la cognición y el pensamiento humanos son el resultado de una combinación inseparable de ambos dominios: razón y emoción (Damasio, 2009). De hecho, estos estudios sostienen que es la emoción, la capacidad de empatía, la que permite evaluar la lógica racional que debe aplicarse en cada situación para conseguir la mayor eficacia, y que se generan resultados desastrosos para la propia vida cuando, debido a daños cerebrales, la persona no puede activar los centros neurológicos relacionados con la emoción. Como Edgar Morin (2005: 438) señalaba en relación con los sistemas sociales, la racionalidad se mueve en esos últimos casos en «un sistema lógico cerrado, aislado, incapaz de ver lo real».
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Los argumentos de este libro profundizan en esta misma línea de pensamiento: el brillante y emancipador futuro que la Ilustración preveía se está desmoronando ante nuestra incrédula y atemorizada mirada, porque fue diseñado conforme a una convicción falsa que aún pervive como sostenedora del orden social, de la ciencia clásica y de la identidad de los hombres que rigen la sociedad (en relación fractal). Esta convicción es que el individuo puede concebirse al margen de la comunidad, y que la razón puede existir al margen de la emoción; que cuanto más individualizada está una persona, menos necesita vincularse con una comunidad para sentirse segura, y que cuanto más utiliza la razón para relacionarse con el mundo, menos utiliza la emoción. Esta convicción, que rige los ideales de nuestro sistema social (fijados en la Ilustración), y sobre la que se apoya la seguridad personal de la mayor parte de los hombres que ocupan posiciones de poder, está basada en una fantasía, como intentaré demostrar en las páginas que siguen. La he llamado la fantasía de la individualidad. Se podrá aducir que las posiciones posmodernas ya aceptaron hace tiempo que la emoción juega un papel relevante en la relación de conocimiento. Ciertamente es así, pero la importancia que dieron a la subjetividad fue tan elevada que reducían el conocimiento a un simple relato, mediado siempre por las condiciones particulares de cada sujeto, lo que impedía establecer condiciones objetivas de validación. La consecuencia es que el discurso posmoderno no puede constituir una herramienta de crítica social, objetivo que en mi opinión debe ser irrenunciable entre quienes tenemos el privilegio de dedicar la vida a la reflexión intelectual. Los argumentos que se irán desgranando en las siguientes páginas se alejan por ello de los argumentos posmodernos y se insertan en la línea crítica de lo que podría llamarse teoría de la complejidad, representada hoy día por investigadores de todas las disciplinas científicas. Parten del principio de que el conocimiento debe poder validarse y por tanto considerarse objetivo, pero al mismo tiempo escapan de la ciencia positiva que identifica las dinámicas humanas con las de las máquinas, ordenadas, previsibles y controlables. Como iremos viendo, en los argumentos que siguen se tendrá en cuenta no sólo el orden de la razón y de los comportamientos reconocidos y conscientes, sino también el
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desorden de la emoción y de los comportamientos negados e inconscientes.7 La diferencia que presentarán mis argumentos respecto de otros ya desarrollados en la misma dirección es que, a través de ellos, intentaré demostrar que la convicción de que puede existir el individuo autónomo de la comunidad, y una razón autónoma, separada de la emoción, se relaciona de manera intrínseca, indisociable y directa con la necesidad de subordinación de las mujeres, porque es precisamente la negación de la importancia de los vínculos emocionales lo que hizo (y hace) imprescindible esa subordinación. En este sentido, podría decirse que la Ilustración elevó a la categoría de verdad la clave más profunda sobre la que se construye el llamado orden patriarcal. Esto quiere decir que las razones por las que el orden social se ha construido históricamente sobre la subordinación de las mujeres no son conscientes y explícitas, sino que pertenecen al orden de lo negado. De ahí que no resulte suficiente (aunque sí es, obviamente, necesario) argumentar sólo en el nivel de lo reconocido y consciente, en el nivel de la razón, para desarrollar un proyecto social realmente emancipador basado en la igualdad de derechos entre los dos sexos. Por más importante y necesaria que sea la lucha por cambiar las leyes y por conseguir que un número creciente de mujeres accedan al poder, la desigualdad se mantendrá con toda su vigencia si no se combate en otro nivel, intentando sacar a la luz lo que el discurso social niega, aquello que las personas hacen sin saber que lo hacen. Porque sólo en este nivel puede encontrarse la causa última de esa desigualdad, el motivo que explica que, por ejemplo, puedan existir hombres con un claro discurso a favor de la igualdad de género, que sin embargo sostienen relaciones desiguales (llenas de afecto, quizá, pero desiguales en términos de poder) en su vida personal. Estos hombres no suelen reconocer la relación de poder inherente a su relación, atribuyéndola a complementariedades necesarias, cualidades femeninas que les resultan particularmente atractivas, u otras razones del mismo cariz. La razón que explica la contradicción entre su discurso y su vida personal es que ni la contradicción ni la relación de poder inherente a la desigualdad son
7 Damasio (2009: 175-176) reconoce que desde la neurología se observa «un campo enorme de procesos no conscientes, parte de los cuales es susceptible de explicación psicológica y parte de los cuales no lo es».
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en general visibles para ellos mismos, ni por tanto susceptibles de transformación mediante argumentos racionales. De ahí que considere que para luchar en favor de la igualdad no basta con pedir a esos hombres que apliquen la razón, porque la relación de dominación no está cimentada en razones que los hombres (inteligentes) se empeñen de ningún modo en defender, sino en emociones que no pueden entender y que por eso niegan. Y es este hecho, que sólo es visible cuando se observa lo que esos hombres hacen, y no lo que dicen, lo que considero necesario poner en evidencia si se quieren desvelar los mecanismos que rigen la relación de dominación entre hombres y mujeres.
IV
El argumento básico de este libro, el eje sobre el que va a discurrir, es que el mundo occidental ha ido construyéndose gradualmente sobre un orden lógico definido por una creciente disociación entre razón y emoción, idealizando la razón como único fundamento de la seguridad y la supervivencia humana y negando que el vínculo emocional constituya la base de esa seguridad. Argumentaré que, por el contrario, el sentimiento de pertenencia a un grupo, construido a través de la conexión emocional entre sus miembros, no sólo es imprescindible, sino que constituye la única estrategia irrenunciable de todo ser humano para poder sentir seguridad sobre su capacidad de supervivencia: ésta puede generarse activando exclusivamente mecanismos emocionales (los mitos de los cazadores-recolectores) sin que existan los racionales; pero no puede generarse a través de mecanismos racionales sin que existan los emocionales. El mundo occidental fue construyendo, sin embargo, un discurso social en el que a medida que se desarrollaban los mecanismos de la razón (conocimiento científico, control tecnológico, poder personal), se ocultaban los de la emoción (sentido de la pertenencia al grupo), que no dejaban de existir, sino que simplemente dejaban de reconocerse, se invisibilizaban. Para poder creer que no se necesita lo que en realidad es imprescindible (la conexión emocional que genere sentido de pertenencia) y elevar esta apariencia de las cosas al incuestionable nivel de la verdad, el orden social fue desarrollando toda una serie
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de estrategias, entre las cuales se encuentra (aunque no sólo) la dominación de las mujeres. Lo que aquí se defenderá es que los hombres no han necesitado dominar a las mujeres por el hecho de ser mujeres, sino porque ellas se especializaron en el sostenimiento de los vínculos del grupo, que era un mecanismo de seguridad imprescindible para ellos, pero cuyo reconocimiento fue guardando una relación inversamente proporcional al que merecía la razón como vía para obtener control y poder sobre el mundo. Y sucedió así por la simple razón de que ambos se basan en mecanismos contradictorios, como veremos. Ninguna esencia derivada del sexo de la persona puede explicar la relación de poder que ha caracterizado a la sostenida entre hombres y mujeres durante la mayor parte de nuestra historia. De ahí que considere que para entenderla es necesario profundizar en el conocimiento de las dinámicas de socialización que la han venido definiendo.
V
Entender cómo se ha podido construir la fantasía de que la razón puede ser autónoma −que no es otra cosa que entender cómo se pudo construir un orden social caracterizado por la desigualdad de género (el llamado orden patriarcal)− puede ayudar a liberar no sólo a las mujeres, sino también a los hombres. Es cierto que ellos ocupan mayoritariamente las posiciones de poder, pero lo hacen a costa de ocultar y reprimir en ellos mismos esa dimensión que los ha llevado a ocultar y reprimir a las mujeres: la dimensión emocional. En este sentido, creo que tal vez sería útil sustituir el término orden patriarcal por el de orden disociado razón-emoción. Esto permitiría entender, por un lado, que si algunas mujeres acceden al poder sin poner en cuestión la lógica que lo sostiene, no estarán transformando, sino reforzando, el orden social al que creen combatir, perpetuando la subordinación de la mayoría de las demás mujeres. De ahí que la lucha por la igualdad no deba limitarse al aumento del número de mujeres en el poder, sino en poner en evidencia y transformar la lógica que hasta ahora ha caracterizado ese poder (político, científico, económico, etc.). Y hablar de un orden disociado razón-emoción facilitaría, por otro lado, que los hombres entendieran que la lucha por la igualdad
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de derechos entre hombres y mujeres no persigue sólo reclamar derechos para las mujeres, sino también el derecho de ellos mismos a dejar de negar la trascendental importancia que para ellos tienen las emociones y los vínculos, liberándose con ello de un tipo de socialización que los obliga a reprimirlas y ocultarlas.8
VI
Este libro no pretende ser un ensayo erudito en ningún sentido. Tal vez aunque lo intentara no podría hacerlo, pero en todo caso, no deseo intentarlo. Me limitaré a tratar de realizar una serie de reflexiones desde una perspectiva multidisciplinar y heterodoxa en torno al problema de la desigualdad entre hombres y mujeres en nuestra sociedad y a su relación con la prioridad que el discurso en que nos socializamos y, por tanto, reproducimos, da a la razón sobre la emoción. Aunque pienso que varios de los argumentos que sostendré serían aplicables a otras culturas, me centraré exclusivamente en la nuestra, pues me parece imprescindible conocer los contextos históricos para poder realizar afirmaciones de cualquier tipo. Para construirlo teóricamente, he combinado datos históricos (y prehistóricos) de nuestra trayectoria cultural con un razonamiento teórico especulativo. Aunque explicar el origen y desarrollo de la desigualdad de género que caracteriza nuestro orden social constituye un atrevimiento necesariamente especulativo, he procurado desarrollar argumentos que pudieran apoyarse de algún modo en los datos empíricos existentes, tanto de la sociedad moderna occidental como de otras sociedades actuales
8 Way (2011) analiza cómo el proceso de socialización lleva a los adolescentes estadounidenses a pasar de reconocer abiertamente la importancia de sus emociones a negarlas cuando empiezan a sentirse adultos. Tanto ella como Carol Gilligan (1990) hablan de la «crisis de conexión» que van sufriendo de manera creciente los adolescentes, impelidos por un discurso social que identifica la «madurez» de los hombres con «independencia y estoicismo emocional» (ibídem: 268). Esto les provoca sufrimientos que aun son capaces de reconocer en el paso a la adolescencia, pero que más tarde, identificados con el sistema, ya no pueden expresar. De hecho, existen en la actualidad grupos de apoyo creados por hombres que luchan por escapar de lo que denominan masculinidad hegemónica (Connell, 1995). Pueden verse distintos aspectos de la discusión actual sobre el concepto de masculinidad en Carabí y Armengol (eds.) (2008), Lomas (ed.) (2002), o Bonino (1999), entre otros.
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con menor nivel de complejidad socioeconómica. He construido las especulaciones a partir de datos etnológicos y etnoarqueológicos, resultado tanto de búsquedas bibliográficas en varias universidades norteamericanas (ucla, Berkeley, Chicago y Harvard), como de mis propios proyectos de campo (en Guatemala y en Brasil especialmente), así como de los datos arqueológicos e históricos obtenidos por otros. La bibliografía no pretende ser exhaustiva, pues tener en cuenta todos los elementos que interaccionaron en el proceso sería inabarcable. Supondría observarlo desde todos los puntos de vista posibles, considerando los infinitos factores que intervinieron en la construcción y el desarrollo de nuestra sociedad. Resulta ridículo pretender siquiera que eso sea posible, sobre todo si se parte de la necesidad de estudiar las interacciones y no los elementos aislados. De modo que me he limitado a estudiar algunas de estas interacciones, desde un punto de vista muy parcial, reconociendo desde estas primeras páginas su insuficiencia. Me limitaré a analizar cómo se ha ido construyendo la identidad de hombres y mujeres a lo largo de nuestra historia, para entender su relación con el aumento del poder de los primeros y con la creciente valoración, asociada a ese poder, de la razón sobre la emoción.
VII
Mi objetivo se limita a intentar demostrar que la disociación razónemoción constituye la clave del llamado orden patriarcal y a analizar cómo las trayectorias históricas diferenciadas (en términos de identidad) de hombres y mujeres han dado como resultado distintos modos de construir la individualidad moderna en unos y en otras. Para ello, utilizaré constantemente el término identidad, de tan flexible significado. Con él haré referencia a la idea que cada persona tiene sobre quién es y cómo es el mundo que la rodea. Para la mayor parte de las personas la identidad no tiene un nivel reflexivo, lo que quiere decir que no es pensada ni definida intelectualmente. Simplemente es actuada. Se es de una manera o de otra, y como consecuencia de ello se establecen unas relaciones u otras, se siente más o menos poder o inseguridad en
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el mundo, se hacen más o menos abstracciones sobre sus dinámicas, o se da más o menos importancia al hecho de establecer vínculos o de pertenecer a colectivos y grupos. En general, la mayor parte de la gente es tan inconsciente de que tiene una identidad que vive con la falsa convicción de que el resto de la población mundial percibe el mundo igual que ellos, de lo que se deduce que si toman decisiones distintas a las que ellos tomarían, o los mismos hechos les producen emociones o reacciones distintas, se debe a que los demás están equivocados, o tal vez son ignorantes, poco inteligentes o poco desarrollados, porque les parece obvio que la única o al menos la mejor manera de relacionarse con los distintos fenómenos o circunstancias del mundo es la que ellos mismos tienen. Sin embargo, los seres humanos tenemos identidades muy diferentes, necesidades y valoraciones distintas ante los mismos hechos. Más aun, la identidad de una misma persona puede ir cambiando a lo largo de la vida. Inicialmente se construye mediante la identificación con la manera de ser y de ver el mundo de nuestros padres (identidad viene de idem, que significa lo mismo), a través de quienes nos vamos modelando en la misma manera de entender el mundo que tiene el grupo social en el que nos incluimos (Jenkins, 1996: 4-5). Pero la identidad constituye siempre un proceso dinámico e interactivo que tiene como principal función generar en nosotros la idea de que estamos seguros en el mundo, de que tenemos capacidad de sobrevivir en él, por lo que puede ir cambiando si cambia nuestra capacidad de control sobre él. Los mecanismos a través de los cuales construimos la idea de lo que el mundo es para nosotros y cuál es nuestra posición en él son de variado tipo. En otro lugar (Hernando, 2002) tuve ocasión de analizar su estructura principal, construida básicamente a través del modo en el que percibimos y representamos el tiempo y el espacio. No voy a referirme aquí, por tanto, a este nivel de análisis, sino que me limitaré a llamar la atención sobre un aspecto particular de los mecanismos de construcción de la identidad, especialmente relevante para entender las fantasías sobre las que se construye el orden patriarcal. Se trata de la necesidad que tiene todo ser humano de sentirse vinculado a un grupo para sentir que tiene una capacidad eficaz de supervivencia.
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VIII
Aunque se sigue discutiendo si los primeros representantes de nuestra especie, Homo sapiens sapiens, y la cultura moderna que ahora nos caracteriza aparecieron sincrónicamente o no (McBrearty y Brooks, 2000), todos los investigadores parecen aceptar que hacia el 50.000-40.000 a.C. un nuevo tipo de comportamiento caracterizaba a esos grupos humanos que, desde África, comenzaban a extenderse por todo el mundo, hasta ocupar por primera vez América y Oceanía. La cultura moderna se caracteriza por rasgos diversos, entre los que destaca la capacidad simbólica. Esto quiere decir que, a diferencia de los Homo anteriores (habilis, ergaster, erectus, antecessor, heidelbergensis, neanderthal, etc.), el sapiens podía dotar al mundo de significados que no eran inherentes a él, que lo trascendían y enriquecían: podía imaginar dioses que lo protegían, espíritus que lo acompañaban, explicaciones que lo tranquilizaban, y dar así sentido a un mundo cuya extremada complejidad estaba ahora en condiciones de percibir, precisamente por su mayor inteligencia. Desde nuestra aparición como especie, los sapiens nunca hemos abandonado esta búsqueda de sentido, esta lucha contra la perplejidad y la angustia en la que nos podría sumir la lúcida comprensión de nuestra pequeñez, insuficiencia e impotencia esencial frente a un mundo que nos supera en todas sus dimensiones. Nunca hemos abandonado esta necesidad de dotar al mundo de una lógica que nos permita pensar que sabemos dónde estamos y que controlamos en medida suficiente las circunstancias en las que vivimos. Y la respuesta callada e inconsciente a esta demanda, no reflexionada ni separada de la propia idea de lo que es el mundo para cada cual, es la base de lo que constituye la identidad. Los mecanismos de la identidad cumplen la función de devolvernos una imagen de nosotros mismos como seres capaces de sobrevivir en un mundo que, de otra forma, podría parecernos inabordable. De ahí que dependiendo de la capacidad real de control material de cada grupo (más adelante nos ocuparemos del nivel personal), su identidad se construirá de manera distinta para generar, sin embargo, la misma imagen en todos ellos: la de que el propio grupo conoce las claves para poder sobrevivir mejor que los demás.
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Para construir esta fantasía, la mente humana considera que la realidad está integrada sólo por aquellos fenómenos que puede controlar o entender en medida suficiente, y los selecciona mediante su ordenación a través de los parámetros de tiempo y espacio (Elias, 1992; Hernando, 2002). Esto quiere decir que todo aquello que no sea ordenado a través de estos parámetros no existirá como parte integrante de lo que cada grupo humano considera la realidad en la que vive. Pensemos, por ejemplo, en la imposibilidad que tiene la mente moderna occidental para concebir qué hay más allá del universo. Los límites que ponemos al mundo imaginable son los mismos tras los que un grupo de cazadores del Amazonas sitúa a Europa, por ejemplo, porque al no disponer de mapas, la realidad que hay más allá de lo que puede conocer caminando queda fuera de lo que es capaz de ordenar mentalmente. Y así, Europa está para ellos tan afuera de lo que es susceptible de ser pensado como el más allá del universo para nuestra mente occidental. De esta forma, cada grupo va construyendo un mundo a la medida de su capacidad de controlarlo, porque sólo incluirá en él el conjunto de fenómenos que sea capaz de ordenar y por tanto de pensar organizadamente. Además de la construcción del mundo, todos los grupos humanos han desarrollado dos estrategias de reafirmación y legitimación para construir un discurso social que tiene como fin devolvernos siempre la misma idea: el grupo propio es el único que conoce realmente las claves de la supervivencia, por lo que puede considerarse el elegido entre los demás para sobrevivir. Dentro de nuestro grupo, parecen decir, podemos estar tranquilos, olvidarnos de los miedos e incluso negar que los tenemos, porque sólo a nosotros nos protege la instancia que rige el destino del mundo. Las estrategias mencionadas son las siguientes: a) la creación de un discurso de legitimación (Hernando, 2006), que a su vez puede ser de dos tipos: el mito, propio de los grupos que tienen un escaso control de sus condiciones de vida y que por lo tanto rechazan los cambios, porque implican riesgos, y la historia, que sustituye al mito como discurso de legitimación social a partir de un cierto nivel de complejidad socioeconómica y por tanto de control tecnológico de la realidad, cuando es el cambio, por el contrario, lo que representa la condición de la supervivencia. Ambos discursos
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devuelven la misma idea al grupo que los genera y cree en ellos: el grupo de cada uno es el que ha sido elegido (por dios o por el destino) para sobrevivir; b) la vinculación al grupo al que pertenecemos −estrategia a cuya discusión dedicaré este libro− es, si cabe, más necesaria que la anterior. Cada uno de nosotros necesita sentir que no es una instancia de existencia aislada, sino que es parte de una unidad mayor, mucho más fuerte y poderosa, porque sólo así será capaz de sentir que tiene fuerza frente a ese universo que de otro modo resultaría amenazante y angustioso: cada uno de nosotros necesita sentir que es parte del grupo al que pertenece. Es imposible renunciar a esta pertenencia, porque el aislamiento dejaría en evidencia nuestra pequeñez y la incapacidad de hacer frente a la enormidad del universo que nos rodea. Como consecuencia, resulta comprensible que esta necesidad sea tanto más reconocida y explícita cuanto menor control material se tiene de las circunstancias en las que se vive. Piénsese, por ejemplo, en los cazadores-recolectores o en las llamadas tribus urbanas, integradas por adolescentes que necesitan sentirse poderosos en contextos de los que no tienen ningún control y cuando están en franjas de edad donde resulta particularmente manifiesta su inseguridad frente al mundo. En ambos casos, la persona se siente segura sólo en tanto forma parte de un grupo mayor que es el que le da seguridad. De ahí que unifiquen la apariencia, como veremos más adelante. Esto quiere decir que cuanto menor control material se tiene sobre el mundo, más se reconoce la necesidad de los vínculos con los demás miembros del grupo para poder generar la sensación de control y capacidad de supervivencia en él. El problema reside en que a medida que fue incrementándose el control tecnológico −proceso indisociable de la multiplicación de funciones y la especialización del trabajo−, se fue negando esa necesidad, hasta que en el siglo xvii se identificó el concepto de persona con el de individuo (Mauss, 1991; Elias, 1990a: 184; Weintraub, 1993: 49). En ese siglo, una mayoría de hombres del grupo social comenzaron a percibirse a sí mismos como instancias concebibles de forma aislada y separada del grupo al que pertenecían, porque ya no consideraban que la clave de su fuerza y
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de su seguridad residiera en su pertenencia al grupo, sino en su particular capacidad de razonar (cogito ergo sum). Pero esto, sencillamente, es una fantasía. Si el ser humano se percibiese realmente de manera aislada, se le haría evidente su impotencia frente al mundo, y no podría sobrevivir. La individualidad pretende que cada uno de nosotros, aislados, tenemos una seguridad y un poder que no tenemos, lo que quedaría en evidencia si en realidad tuviéramos que enfrentarnos individualizadamente al universo en que vivimos. Pues bien, entender cómo pudo construirse esta fantasía sin que quedara en evidencia su artificio significa, en mi opinión, entender las claves de la inconsistencia profunda, la fantasía en que se sustenta el discurso que sostiene nuestro orden social. Significa también comprender las dos trayectorias distintas que han definido la individualización de los hombres y de las mujeres: progresiva y gradual la primera, y repentina y brusca, sólo a partir de la modernidad, la segunda. Y significa, por último, entender las diferencias que ahora caracterizan a la individualidad de hombres y mujeres, y por qué considero que es la segunda la que ofrece el modelo identitario a seguir si se quiere construir una sociedad regida por la igualdad de derechos entre todos sus miembros. A todo ello dedicaré las siguientes páginas. Tras revisar someramente la génesis y el significado del concepto de género, comenzaré por analizar la información relativa a nuestros propios orígenes como especie. A los ojos de una prehistoriadora, sólo desde aquí puede entenderse el resto del proceso

2. Sexo y género

El término género ha permeado de tal manera el habla común que ya forma parte del lenguaje cotidiano, como si hubiera existido siempre, o como si todo aquel que lo usa se estuviera refiriendo a lo mismo. Sin embargo, este concepto puede hacer alusión a contenidos de muy distinta índole (Scott, 1986; Cobo, 2005), tanto en sus aspectos teóricos como políticos o metodológicos. Aunque sigue habiendo autores que lo consideran un concepto exclusivamente gramatical y lo definen como mera «concordancia» (por ejemplo, Roca, 2005: 25), en general se tiende a emplear género como forma de hacer referencia «a la organización social de las relaciones entre sexos» (Scott, 1986: 1053). En cuanto a los orígenes del término, es interesante señalar que mientras en francés y en español el concepto de género se había utilizado tradicionalmente casi con exclusividad para hacer alusión a distinciones gramaticales, en inglés, sin embargo (en que el género gramatical es prácticamente irrelevante), el uso del concepto de género para referirse a masculinidad y feminidad estaría presente ya en el siglo xiv.1 De hecho, la bipolaridad sexogénero parece haber evolucionado paralelamente a otros pares de términos que, procedentes uno del latín o del francés, y otro del sajón, expresaban valores físicos versus simbólicos o concretos versus abstractos del mismo concepto: por ejemplo, dark vs. obscure,
1 Según el Oxford English Dictionary.
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deep vs. profound, o shallow vs. superficial.2 De ahí que cuando el término fue nuevamente utilizado por John Money en 1955, fuera rápida y fácilmente extendido en la lengua inglesa, de donde sería exportado a las demás. John Money era un psiquiatra norteamericano perteneciente al Departamento de Psiquiatría y Pediatría del Hospital de la John Hopkins University (Baltimore, Maryland), a cuyo cargo estaba la definición del sexo de los bebés hermafroditas. En su opinión (y en la de la mayor parte de la sociedad), definir el sexo de una persona era imprescindible para que tuviera una vida adaptada y saludable psíquicamente, dado que el reconocimiento social pasa por adaptarse a esa norma, como puso en evidencia críticamente la Teoria Queer (Butler, 2006). Al profundizar en dicha cuestión, descubrió que el sexo de cada persona es el resultado de la combinación de cinco componentes biológicos (Money, 1965: 11): a) sexo genético: determinado por los cromosomas X e Y; b) sexo hormonal: el balance estrógenos-andrógenos; c) sexo gonadal: presencia de testículos u ovarios; d) morfología de los órganos reproductivos internos; e) morfología de los órganos reproductivos externos. En principio, la mayor parte de las personas presenta coherencia en la orientación de los cinco componentes anteriores, de manera que nacemos con un sexo definido por la sociedad como hombre o como mujer. Pero en el caso de los hermafroditas, la combinación puede ser muy variada, por lo cual Money debía decidir cuáles eran los rasgos dominantes para potenciarlos y lograr que la persona se insertara sin problemas en la sociedad. Así, descubrió que si cometía un error y comenzaba un tratamiento para potenciar una identidad sexual de mujer, por ejemplo, y al pasar el tiempo la evolución física del bebé demostraba que de manera natural se desarrollaban más los rasgos de hombre, era imposible que la persona recuperara la identidad dominante de hombre, porque tanto ella misma como todo su contexto familiar y social se/lo consideraba ya una mujer, y esta convicción de serlo determinaba completamente que lo fuera, mucho más que
2 Agradezco esta información al filólogo José Manuel Bueso.
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las características genéticas o biológicas con las que había nacido (ibídem: 12). Aunque esta teoría ha sido cuestionada posteriormente (Haraway, 1991: 133; Butler, 2006: cap. 3), esta experiencia condujo a Money a recuperar el antiguo concepto de género para referirse a la «identidad psicosexual» de una persona, que, en su opinión, se fija durante los primeros meses de vida como consecuencia de la interacción social. El estudio de los hermafroditas lo llevó a comprobar que la sociedad identificaba completamente el cuerpo de un hombre con determinadas actitudes, creencias o potencialidades, y el cuerpo de una mujer con otras distintas, haciendo que ambos crecieran con identidades diferenciadas que se presentaban con rasgos tan marcados y permanentes que a la sociedad le costaba creer que no procedieran «de algo innato, instintivo y no sujeto a la experiencia y el aprendizaje postnatal» (Money, 1965: 12). Posteriormente, Robert Stoller desarrolló el concepto de «identidad de género» y lo importó al psicoanálisis, a partir de sus discusiones con Ralph Greenson. Lo presentó por primera vez en el xxiii Congreso Internacional de Psicoanálisis, publicado en 1964 (Dio Bleichmar, 1998: 79), para referirse a la masculinidad y a la feminidad de los comportamientos, algo relacionado con actitudes y no con el cuerpo en sí. De esta manera quedó establecido un concepto que sólo posteriormente sería importado a las ciencias sociales, y que permite diferenciar sexo de género. El primero se refiere al hecho biológico y a las características físicas de los cuerpos, mientras que el segundo se refiere a los significados que cada sociedad atribuye a esa diferenciación (Burin, 1996: 63). La cuestión es que las diferencias en las «creencias, rasgos de personalidad, actitudes, sentimientos, valores, conductas y actividades que diferencian a mujeres y varones» (ibídem: 64) y que definen lo que es el género describen el modo en que se organizan los sexos en su relación social, por lo que el concepto implica siempre una relación. Esta relación ha sido definida como una «relación de poder», constitutiva del propio concepto de género (Scott, 1986: 1067; Molina Petit, 2000: 281). Aunque no puedo más que concordar con esta identificación en todas las sociedades caracterizadas por una cierta división de funciones (donde hay posiciones de poder diferenciadas) previas o ajenas a la modernidad, me gustaría sin embargo dejar abierto el tema del uso de esta categoría y de su asociación con el
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poder, tanto en las sociedades de cazadores-recolectores llamadas igualitarias como en la modernidad; tendremos ocasión de discutir esto más adelante. En todo caso, el concepto de género siempre implica una relación, que se define por la complementariedad de funciones sociales entre los dos sexos. Sin embargo, en muchos estudios se pierde ese contenido relacional y se utiliza el concepto de género como si fuera sinónimo de mujer, identificando los estudios de género simplemente con los estudios sobre las mujeres o la identidad de género con la identidad de las mujeres. En esas ocasiones, su uso no se acompaña necesariamente de un análisis de las relaciones de poder en las que se incluyen esas mujeres, ni menos aun se hace una interpretación teórica de las causas que dieron origen y sustento a dicha relación, lo que desactiva la capacidad analítica y crítica que deberían serle inherente (cf. Cobo, 2005; Engelstad, 2007). La dificultad para analizar esta cuestión se complica cuando resulta obvio, por otro lado, que, salvo excepciones,3 el concepto de género se considera de tal modo asociado al de sexo, que existe una categorización binaria del mismo —que le dio el propio Money—, por lo que hablar de género suele implicar siempre hablar de la dicotomía masculino/femenino, asociada a los cuerpos sexuados hombre/mujer. En general, el concepto de género se identifica de manera tan generalizada con un conjunto cerrado de rasgos, que algunas autoras (como Herdt, 1994, o Gilchrist, 1999: 58-64) entienden que habría que hablar de géneros distintos a los tradicionales —masculino y femenino— en aquellos casos en que personas cuyo sexo no está bien definido adoptan identidades no convencionales en sociedades premodernas; o cuando, pese a tener el sexo bien definido, sin embargo visten y actúan —de manera voluntaria o impuesta— siguiendo pautas contrarias a las que se esperarían, con las lógicas variaciones en el resultado. Como intentaré demostrar, considero necesaria una enorme prudencia en este uso del concepto como un conjunto cerrado de rasgos, pues esclerotiza lo que debe ser entendido como un juego dinámico, flexible y, por tanto transformable, de rasgos de identidad.
3 La teoría queer ha puesto en cuestión el propio concepto de sexo. Véase Butler (2006). Desde la biología, Fausto-Sterling (2006) ha desarrollado interesantes estudios en el mismo sentido.
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Además, asociar de manera estricta determinadas actitudes o formas de comportamiento con hombres o con mujeres conlleva el riesgo de naturalizarlos, conduciendo así a reforzar, en lugar de combatir, el orden patriarcal. Ésta puede ser una de las consecuencias derivadas, por ejemplo, de los argumentos sostenidos por el llamado feminismo de la diferencia sexual, partidario de explicar las diferencias de género en virtud de las diferencias que la maternidad y otras supuestas esencias establecen entre ambos sexos (cf. Posada Kubissa, 2007a, 2007b). La cuestión es que defender la existencia de algún tipo de vínculo esencial entre lo masculino y el sexo de los hombres y lo femenino y el sexo de las mujeres dificulta en grado sumo la lucha por la igualdad, porque si se parte de leyes naturales o esencias no transformables, no parece muy viable un diálogo que la permita. Esta misma naturalización parece subyacer muchas veces a las teorías que hacen recaer la desigualdad en la capacidad reproductiva de las mujeres, sin que medie ninguna explicación para semejante asociación entre maternidad y subordinación. Así, por ejemplo, las posturas materialistas (Nicholson, 1990; Jónasdóttir,1993; Sanahuja, 2002) parten de la apropiación por los varones de la labor reproductora de la mujer, o de la objetivación sexual de las mujeres por parte de los hombres, sin explicar por qué los varones pudieron establecer inicialmente las condiciones de esa apropiación, por qué las mujeres no opusieron resistencia ante una situación que las perjudicaba o por qué se asume que la función reproductora tenía menos valor social que la productora desde el comienzo de las trayectorias históricas. El punto de llegada (el menor valor social de las funciones realizadas por las mujeres) se toma en estos argumentos como base natural de la que partir, lo que no hace sino reforzar los presupuestos que pretende combatir. Por su parte, las posiciones lacanianas consideran que el género es una expresión de la necesidad psíquica humana de clasificar el mundo simbólicamente para poder ordenarlo y pensarlo, por lo que, siguiendo los planteamientos de Lévi-Strauss, estaría contenido en la misma organización simbólica del lenguaje, sin que se explique tampoco en este caso por qué el lenguaje se habría configurado así inicialmente y no de otra manera que no implicara desigualdad (cf. Butler, 2006: 71). El mismo Lévi-Strauss estableció que el tabú del incesto constituía uno de los fundamentos de la
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sociedad, por lo que la exogamia o intercambio de mujeres, y por tanto su cosificación por parte de los hombres, sería parte constitutiva de todo orden social. Sin embargo, Roy Wagner (1972) demostró hace ya muchos años la insostenibilidad de semejante argumento, que, sin embargo y a pesar de subsecuentes críticas (Rubin, 1975; Amorós, 2009), se ha seguido reproduciendo hasta el día de hoy. Abundando en el mismo problema de considerar natural un comienzo histórico basado en la desigualdad para el que en consecuencia no se busca ninguna explicación, los más brillantes representantes de la antropología estructuralista actual (Descola, 2001; Viveiros de Castro, 2001; Vilaça, 2002; Taylor, 2001) han defendido en los últimos años la conveniencia de ignorar el concepto de género, porque lo consideran subsumido en otras dos categorías más amplias y significativas de organización social: los rasgos del género femenino derivarían de las características que definen las relaciones de consanguinidad (aquellas que se sostienen con parientes y personas pertenecientes al propio círculo social) y los del género masculino de las que definen a las relaciones de afinidad (sostenidas con los extraños). De las primeras parecen encargarse las mujeres, y de las segundas los hombres en la mayor parte de las sociedades conocidas, lo que a juicio de estos autores habría determinado la subordinación de las primeras no por su sexo, sino porque la afinidad es jerárquicamente superior, ya que constituye la «dimensión de la matriz de relación cósmica», mientras que la consanguinidad limita su alcance a las relaciones humanas (Viveiros de Castro, 2001: 19 y 26). De hecho, Viveiros de Castro (ibídem: 27) afirma que la consanguinidad puede definirse esencialmente como la falta de afinidad, reactualizando así la consabida definición, que tantas resonancias evoca, de lo femenino como ausencia de lo masculino. Aunque la función reproductiva de las mujeres parece estar en la base de esa asociación, estos autores no suelen explicitar la causa que en su opinión conduce a la especialización de unos y otras en los distintos tipos de relación, y en todo caso nunca explican por qué ambos tipos de relación deben leerse en clave jerárquica y no complementaria e igualitaria (cf. Hernando, 2010). Como vemos, todos los argumentos parecen partir de la asunción de que la dominación del varón (en el caso de los materialistas) o de lo masculino (en el caso de los lacanianos y los estructuralistas) es natural, no tiene comienzo ni requiere de
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mayor explicación, porque es inherente a la propia constitución de la sociedad. A lo largo de este libro defenderé, sin embargo, una visión muy diferente de esta cuestión, pues en mi opinión el concepto de género no se refiere a otra cosa que a las diferencias en el grado de individualización de hombres y mujeres. Como veremos, partiendo de una identidad que llamo relacional (no individualizada), que caracteriza a los dos sexos en las sociedades cazadoras-recolectoras, la trayectoria histórica de nuestro grupo social se fue definiendo por un aumento gradual de los rasgos de individualización en los hombres, mientras que hasta llegar a la modernidad las mujeres mantuvieron la misma identidad relacional que al comienzo tenían todos los miembros del grupo. La diferencia entre los grados de individualización de hombres y mujeres alcanzó un punto máximo (y una máxima generalización) en el momento en el que John Money realizó su estudio (mediados de la década de 1950 en la sociedad norteamericana), pero en todo el proceso histórico precedente fue tanto menos marcada cuanto menor era la complejidad socioeconómica de la sociedad. Esto quiere decir que el concepto de género hace alusión a distintos grados de diferencia entre las identidades de los hombres y de las mujeres, aunque esa diferencia implicó, a partir de cierto momento histórico, una relación de poder en todos los casos. Digo «a partir de cierto momento histórico» porque no pienso que las relaciones entre los sexos implicaran siempre una relación de poder, razón por la cual me suscita dudas la cuestión de si puede hablarse de género en las sociedades en las que el poder no definía (o define) la relación, esto es, en las que fueron llamadas por Fried (1967) «sociedades igualitarias». El proceso histórico debió ir caracterizándose por un aumento tan sutil y gradual de los rasgos de individualización/poder de los hombres que puede pensarse que las propias mujeres participaron de esa dinámica sin advertir la relación de subordinación a la que acabaría dando lugar. Y cuando ésta se produjo, la dinámica era ya irreversible. Esto significa que no considero universal la subordinación de las mujeres, sino resultado de un proceso histórico que se irá dando en todas las trayectorias culturales por ciertas razones que es necesario explicar en clave cultural, porque no se derivan de manera natural de su función reproductiva (aunque ésta constituya la condición y punto de partida), como intentaré argumentar a continuación.
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Comenzaremos por revisar nuestros orígenes como especie para entender la base biológica de la que partimos. Posteriormente analizaremos el modo en que las sociedades sin ninguna división de funciones (salvo la determinada por la complementariedad de los sexos) ni especialización del trabajo construyen su identidad para poder analizar con mayor profundidad ese problemático punto de partida

3. El origen

Hasta la década de 1960 el origen del comportamiento humano se explicaba a través de proyecciones al pasado de los rasgos de sociedades cazadoras-recolectoras actuales (en el mejor de los casos), ignorando el hecho de que antes de la aparición del Homo sapiens cazador habían existido formas humanas (Homo habilis, rudolfensis, ergaster, erectus, neandertal, etc., y no humanas, como el Australopithecus) muy alejadas de la que actualmente nos caracteriza. En esa década, Louis Leakey, de origen keniata, que estudió antropología, paleontología y arqueología en Cambridge (Johanson y Edey, 1981: 83-84), se propuso establecer un nuevo punto de partida para los estudios sobre los orígenes del comportamiento humano: si queríamos comprender cómo habían sido nuestros comienzos, no había que proyectar el modo que caracterizaba el final del proceso (los cazadores actuales), sino dirigir la mirada a la base desde la que se había arrancado. Esto hizo que Leakey comenzara a dirigir tesis doctorales dedicadas a estudiar el comportamiento de los actuales representantes de la familia de los hominidae (orangutanes, estudiados por Birutè Galdikas, gorilas por Dian Fossey y chimpancés por Jane Goodall), que transformaron el conocimiento y la visión de nuestros primeros pasos evolutivos. Como sabemos, entre todos los hominoideos, el chimpancé (Pan troglodytes) presenta una máxima semejanza genética con nuestra especie (Kehrer-Sawatzki y Cooper, 2007), por lo que comenzó a ser tomado como modelo al que asimilar nuestro comportamiento inicial.
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Obviamente, las conclusiones derivadas de estas investigaciones son de enorme relevancia para valorar la trayectoria seguida por las sociedades humanas, ya que sirven para establecer el punto de partida biológico o evolutivo sobre el que se comenzó a construir la cultura. De ahí la trascendencia que adopta cualquier declaración sobre el comportamiento de los chimpancés, y el tipo de intereses y sesgos que se mueven en torno a ellas.1 Hasta la década de 1980, sólo se conocía un tipo de chimpancé, el Pan troglodytes o chimpancé común, objeto de la tesis doctoral de Jane Goodall. El trabajo que esta investigadora realizó en Gombe (Tanzania) se ha continuado hasta el día de hoy, y nos ha permitido saber, por ejemplo, que el chimpancé común puede comer carne y utilizar (aunque no fabricar) instrumentos; que vive en comunidades dirigidas por machos que llegan a enfrentarse letalmente con machos de otros grupos para defender su territorialidad; que al llegar a la pubertad, las hembras abandonan sus comunidades natales, pasando a formar parte de grupos vecinos, y que su sexualidad puede describirse como de «promiscuidad casual» bajo selección de los machos, que la practican guiados por los imperativos irrenunciables del periodo de celo (Stanford, 1998: 400-401). Goodall demostró la existencia de verdaderas guerras entre bandas rivales, de casos de canibalismo2 y de no tan infrecuentes matanzas y consumo de la carne de monos de especies distintas. De esta manera, el chimpancé común, que ofrecía el único modelo conocido para pensar en la organización sociobiológica de la que pudo haber arrancado nuestra especie, ofrecía una
1 Sarah Blaffer Hrdy (1999) demostró, por ejemplo, la atención que la primatología había prestado tradicionalmente al comportamiento de los machos en detrimento del concedido a las hembras, lo que inducía a conclusiones parciales cuando no claramente erradas. Por su parte, Donna Haraway (1989) dedicó un libro a demostrar, entre otros sesgos, los generados por los vínculos existentes entre el contexto sociopolítico del mundo occidental (las guerras mundiales, por ejemplo), y el énfasis depositado en los aspectos más agresivos o más cooperativos de los chimpancés. 2 Blaffer Hrdy (1999, cap. 5) pasa revisión a la conducta asesina y caníbal que machos de varias especies primates, entre las que se encuentra el chimpancé, muestran con las crías de grupos ajenos. Aunque al principio se consideraban comportamientos aberrantes, ahora se sabe que el comportamiento es generalizado.
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justificación natural al patriarcado.3 Sólo a partir de la Ilustración, las mujeres (las hembras de la especie) habrían comenzado a liberarse (a través del desarrollo de la razón) de la dominación de la que habían arrancado, dominación que, por otro lado, al estar inscrita en la naturaleza, podía considerarse perfectamente legítima desde el punto de vista social. Se entenderá bien, entonces, el interés que existe por invisibilizar y quitar crédito a otro tipo de chimpancé que sólo empezó a conocerse a partir de las décadas de 1980-1990 y que ofrecía un modelo alternativo a esa interpretación de nuestros orígenes, porque entre ellos no existe relación de dominación de los machos sobre las hembras. Se trata del Pan paniscus, también conocido como chimpancé pigmeo, enano, o bonobo. Pero vayamos por partes para entender los pormenores de la argumentación.
El origen de la humanidad y los modelos de comportamiento primate
Hasta 1974, los estudios sobre el origen de la humanidad sostenían que el proceso de hominización había consistido en una transformación gradual de los rasgos de las especies que nos habían precedido evolutivamente. Se suponía que el bipedismo, la encefalización (a la que me referiré como el aumento de la inteligencia) y la fabricación de instrumentos habían sido rasgos asociados y paralelamente desarrollados en un mismo proceso
3 Blaffer Hrdy (1999) elaboró una hipótesis más compleja (desde bases sociobiológicas), que, sin embargo, seguía sosteniendo que la dominación de las mujeres arrancaba linealmente de los rasgos que habían caracterizado a primates como el chimpancé común. En su opinión (ibídem: 187), las hembras primates habrían desarrollado a lo largo de la historia evolutiva varias estrategias para fomentar la incertidumbre sobre la paternidad de los machos, por las ventajas que esto conlleva para la supervivencia de las crías. Entre ellas, habría estado el desarrollo de «la receptividad sexual fuera del estro, la ocultación de la ovulación y la sexualidad asertiva». De manera que cuando llegó el momento histórico en que los grupos humanos quisieron garantizar la filiación paterna, los hombres (y sus familias) habrían tenido que controlar la sexualidad de las mujeres, desarrollando «prácticas culturales que enfatizaran la subordinación de las mujeres y que permitieran la autoridad masculina sobre ellas». Y, presumiblemente, ellas se habrían «adaptado» a estas coacciones «haciéndose, entre otras cosas, más discretas y sumisas».
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evolutivo, que había tenido lugar en África Oriental por efecto de la reactivación de la falla del Rift. Sin embargo, desde 19744 se sabe que esos tres rasgos no aparecieron simultáneamente, sino que primero, hace unos 7-6 m.a. (millones de años) apareció el bipedismo, dando lugar a primates que prácticamente sólo se diferenciaban de los chimpancés en que andaban erguidos. Y sólo mucho tiempo después, nada menos que unos 4 millones de años después, hace 2,5 m.a., a este bipedismo se unió el incremento de la inteligencia y la fabricación de instrumentos. Este segundo paso evolutivo es el que marca la aparición del Homo, que fue desarrollando una progresiva capacidad craneal (e intelectual) hasta desembocar en la capacidad de uso de símbolos y de cultura compleja del Homo sapiens (iniciada hacia el 50.000 a.C.). De esta manera, reflexionar sobre el comportamiento de nuestros ancestros evolutivos pasó a exigir que se interpretaran sus rasgos en dos etapas diferentes: una primera etapa homínida, de primates bípedos no inteligentes (como los Australopithecus), que podría fecharse entre 6 m.a. y 2,5 m.a., y una segunda etapa de Homo, de primates bípedos inteligentes y capaces de fabricar instrumentos, cuya aparición hace 2,5 m.a. dio lugar al comienzo de la prehistoria. La interpretación del comportamiento en la primera etapa fue abordada por Manuel Domínguez Rodrigo (1994; 1997: 116-132) en lo que denominó «modelo del contrato social», con el que proponía pensar en el comportamiento de esos primeros homínidos a través de una conjunción de los rasgos que caracterizan a otros dos grupos de primates: los chimpancés (comunes), por ser los más cercanos a nosotros evolutivamente, y los cercopitécidos — sobre todo papiones o babuinos—, por ser los únicos primates
4 En este año se fecha el descubrimiento de Lucy (una hembra de Australopithecus afarensis) por Donald Johanson en Etiopía. Lucy era perfectamente bípeda, pero no fabricaba instrumentos, entre otras cosas porque tenía la misma inteligencia que un chimpancé (entre 400 y 450 cm3). También se fechan en estos años los estudios realizados por Charles Brain en las cuevas de África del Sur donde se descubrieron los primeros Australopithecus. Brain demostró que, lejos de lo defendido por su descubridor inicial, Raymond Dart, estos seres no eran cazadores agresivos, sino, por el contrario, víctimas casi indefensas de los ataques de los peligrosos depredadores de la sabana africana. Es decir que en la primera fase evolutiva de la hominización, el bipedismo no se había asociado con el consumo de carne, la fabricación de instrumentos, la caza, ni la inteligencia. Cf. Johanson y Edey (1981).
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capaces de sobrevivir en la sabana, circunstancia que habrían tenido que afrontar igualmente los primeros bípedos. Gracias a Goodall se sabe que cuanto más abierto es el ecosistema en el que viven los chimpancés, más ecléctica es su dieta y más cooperativo es el grupo —pues las amenazas de los depredadores aumentan—, pero por más que se organicen estos primates no pueden sobrevivir en un espacio tan abierto y lleno de peligros como es la sabana. Sin embargo, los papiones sí lo hacen, a través de una organización social denominada oligárquico-jerárquica, es decir, de machos dominantes, en las que el macho alfa, de mayor tamaño y corpulencia que los demás, es capaz de enfrentarse en lucha abierta a los fieros depredadores de la sabana. Domínguez Rodrigo propuso imaginar el comportamiento de esos primeros homínidos bípedos no inteligentes como una síntesis del que presentan los chimpancés más cooperativos y de dieta más ecléctica, por un lado, y los cercopitécidos de machos dominantes, por otro. De ser así, el Australopithecus habría tenido un comportamiento que podría imaginarse como una combinación del que caracteriza al chimpancé y al babuino. La capacidad de defensa y amedrentamiento que representan los potentes caninos de estos últimos sería sustituida por la posibilidad de amenazar con piedras o palos de los Australopithecus, dada la liberación de las manos que implica su bipedismo. Para comprobar el acierto de esta hipótesis, habría que demostrar que, por un lado, los Australopithecus tenían machos significativamente más grandes que las hembras (como los babuinos, lo que indicaría la existencia de machos dominantes) y, por otro, una organización social consistente en grupos que se movieran unidos, como los chimpancés (Domínguez Rodrigo, 2004: 69). Y ambos rasgos se han ido confirmando, en efecto, a través distintos hallazgos paleontológicos y arqueológicos.5 O sea que esa primera etapa de hominización, de bípedos no inteligentes, parece poder interpretarse a través de una dinámica de organización grupal regida por machos
5 El primero gracias al hallazgo de las famosas pisadas de Australopithecus afarensis en Laetoli (Tanzania) y al hallazgo del ejemplar masculino AL-444-2 en Hadar, de tamaño significativamente mayor al de Lucy u otras hembras (cf. Kimbel et al., 1994). El segundo, gracias al descubrimiento de la llamada «Primera Familia» encontrada también por Johanson en Hadar en 1975, integrada por trece individuos —entre ellos cinco infantiles— que murieron a la vez (Johanson y Edey, 1981: 208-219).
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dominantes, síntesis de la cooperación de los chimpancés y la estructura oligárquico-jerárquica de los papiones, como anticipaba Domínguez Rodrigo. Ahora bien, ¿sirve este mismo modelo también para esa segunda etapa que, a partir de los 2.5 m.a., se caracteriza por el aumento de la inteligencia y la fabricación de instrumentos en seres que ya eran bípedos? Curiosamente, la investigación no parece estar interesada en responder a esta interesante pregunta, aplicando en consecuencia, por extensión, el modelo que se demuestra adecuado para la etapa anterior y manteniendo así la legitimación natural o biológica de la dominación masculina en el origen de nuestra especie. Sin embargo, existe abundante información que permite orientar la reflexión en otro sentido. Antes de desarrollarla, resulta necesario, sin embargo, comprender en qué consistió exactamente la aparición del género Homo, para entender que no constituyó un desarrollo gradual de rasgos anteriores, sino una transformación radical de las características biológicas y de comportamiento que habían definido a los primates de la primera etapa. La aparición de los rasgos que definen lo que conocemos como Homo fue resultado de un cambio genético denominado «neotenia B», que se produjo en África oriental hace unos 2.5 m.a., y como consecuencia del cual se habrían prolongado los tiempos de desarrollo o fases de crecimiento de las crías de alguno de esos grupos ya bípedos, es decir, sus periodos de vida fetal, infantil y juvenil (Bermúdez de Castro y Domínguez Rodrigo, 1992; Thompson et al., 2003). Semejante cambio se pone en evidencia si comparamos los tiempos de desarrollo del chimpancé común y del Homo sapiens: mientras que un chimpancé tiene una vida infantil que dura hasta los 4 años y una vida juvenil que finaliza a los 11 o 12, nosotros somos infantiles hasta los 10-12 años y jóvenes hasta los 18-20 (Domínguez Rodrigo, 1996: 157). Esta prolongación se advierte igualmente en la duración de la gestación, periodo durante el cual el cerebro de los primates alcanza la mitad del tamaño que tendrá en fase adulta. La cuestión es que este crecimiento se completa en los demás primates en el interior del útero materno, y así, por ejemplo, un chimpancé nace con unos 200 cm3 de capacidad cerebral —y será de 450 cm3 el tamaño máximo que alcanzará en su fase adulta (ibídem)—. Sin embargo, nuestra especie tiene un cerebro tan grande (una media
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de 1.350 cm3) que si naciéramos al terminar la gestación, es decir, cuando nuestro cerebro alcanza la mitad de ese volumen, unos 700 cm3, no podríamos atravesar un canal de parto compatible con el bipedismo (piénsese que 700 cm3 es el volumen que tiene la cabeza de un/a niño/a de 1 año de vida, es decir, una cría con 21 meses de gestación). De manera que la naturaleza adoptó una solución adaptativa que rompió la pauta que caracteriza a los demás primates (incluyendo a los que habían protagonizado la primera etapa, como los Australopithecus) (ibídem: 158); a diferencia de todas ellas, nuestras crías nacen con sólo un tercio del tamaño craneal que tendrán en fase adulta, una media de unos 380 cm3. Este volumen se alcanza a los 9 meses de gestación, por lo que, una vez producido el parto, los primeros 12 meses de vida extrauterina están dedicados, básica y esencialmente, a completar ese crecimiento. Esto significa que la gestación de nuestra especie, el Homo sapiens, dura 21 meses, que es el tiempo que tarda el cráneo en alcanzar la mitad de su tamaño adulto, pero sólo podemos desarrollar nueve de ellos intrauterinamente, porque de otra forma la cabeza no podría atravesar el canal de parto (ibídem; véase también Arsuaga, 2001: 225-226). Este hecho ya fue observado en 1941 por Adolf Portmann, quien señaló que «el crecimiento del cerebro se produce durante los doce meses posteriores al parto al mismo ritmo acelerado que en el útero, y sólo después de un año de vida extrauterina desciende la velocidad del crecimiento relativo del cerebro (respecto del crecimiento del cuerpo)» (Arsuaga, 2001: 225). Aunque los primeros Homo tenían una media de capacidad craneal menor que la del posterior sapiens, la información disponible permite pensar que todo el género Homo se habría caracterizado por desarrollar parte de la gestación extrauterinamente, y es precisamente el conjunto de implicaciones de este hecho lo que definió el comportamiento de Homo. Esto quiere decir que nuestro género tiene las crías más inteligentes —pues su cerebro crece durante mucho más tiempo—, pero también más frágiles y más dependientes de todo el reino animal, pues al ser tan prematuras, presentan un estado extremadamente pasivo y frágil durante el primer año de vida, muy similar al que presentarían dentro del útero (Domínguez Rodrigo, 1997: 77-78), lo que debió obligar a toda una reestructuración de las dinámicas de cooperación dentro del grupo para que pudieran sobrevivir.
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Este cambio genético coincidió con un cambio climático en África Oriental que los datos paleontológicos y palinológicos registran desde hace unos 2.8 m.a., provocando un claro resecamiento de la sabana hacia los 2.5 m.a., es decir, coincidiendo con el cambio genético que marcó la aparición de Homo (Arsuaga, 2001: 285286). La consecuencia es que las dificultades para encontrar el alimento se añadieron a la mayor fragilidad y dependencia de las crías de Homo, lo que permite pensar que sólo a través de una reestructuración total de las relaciones sociales, con un aumento significativo de la cooperación entre machos y hembras, se hizo posible su supervivencia.6 Este aumento de la cooperación habría facilitado a su vez la fluidez en el intercambio de información en una especie caracterizada por una creciente capacidad de aprendizaje (dado el aumento de sus periodos de infancia y de su consecuente capacidad craneal), lo que tuvo como resultado la aparición de los primeros utensilios fabricados y de los primeros yacimientos arqueológicos, es decir, el comienzo de la prehistoria, hace unos 2.5 m.a. El género Homo se habría caracterizado entonces, compelido por imperativos biológicos, por un comportamiento intensamente cooperativo entre todos los miembros del grupo para favorecer la supervivencia de unas crías sumamente indefensas y frágiles durante el primer año de vida en las difíciles condiciones de la sabana seca. No parece que de otra forma hubiera sido posible alimentar y proteger a una descendencia que exige más inversión de cuidados y energía que la de ninguna otra especie primate. Pero otros cambios tuvieron que producirse, además, para que este delicado proceso evolutivo pudiera avanzar con éxito: un aumento en el tamaño del cerebro como el que implica la neotenia modifica las proporciones de consumo energético de los distintos órganos del cuerpo. Debido a su sofisticada y delicada estructura, el cerebro consume actualmente la quinta parte de la energía de todo el organismo, por lo que su aumento en Homo debió implicar también una mayor demanda de energía que la que consumía en el caso de los Australopithecus. Semejante aumento de consumo energético sólo podía producirse a cambio
6 Manuel Domínguez Rodrigo insiste en este punto, que resulta de especial trascendencia, pues el equilibrio entre cooperación y competición marca las diferencias en la organización social de las especies primates. Véase Blaffer Hrdy (1999).
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de la disminución del consumo de energía de algún otro órgano, lo que efectivamente sucedió al quedar sustituido el intestino de herbívoro, característico de los Australopithecus, por el paquete intestinal de omnívoro que nos caracteriza, mucho más corto que aquél (Aiello y Wheeler, 1995). Ahora bien, esto exigía la captación de recursos cárnicos —que ofrecen más proteínas con menos consumo—, y esto a su vez la fabricación de instrumentos, lo que era factible por el aumento de la inteligencia que implicaba el crecimiento del cerebro. Ambas estrategias están presentes en el registro arqueológico en niveles fechados alrededor de los 2,5 m.a.7 Por su parte, el paso de un tracto intestinal de herbívoro (más largo) a uno de omnívoro (más corto) significó que la caja torácica dejara de ser cónica (como la que caracteriza a chimpancés y a Australopithecus) para pasar a ser cilíndrica (Aiello y Wheeler, 1995). Este hecho se acompañó de una transformación simultánea, que consistió en sustituir el carácter del dimorfismo sexual basado en la diferencia de tamaño entre machos y hembras de la fase anterior, por uno basado en la diferencia del diseño de sus respectivos cuerpos. En efecto, desde hace al menos 1.5 m.a. se comprueba que se ha producido una prolongación de la cresta iliaca de la cadera de las hembras, que lleva a que su cintura esté marcada de una manera diferencial respecto de los machos, y a que a partir de entonces los cuerpos de ambos se caractericen por una distribución diferencial de músculos y grasa (Domínguez Rodrigo, 2004: 31 y 101). En consecuencia, la aparición del Homo parece asociarse a la desaparición de la diferencia de tamaño entre machos y hembras, que entre los chimpancés y en los Australopithecus son evidencia de la existencia de machos dominantes, y a la aparición de un tipo de cooperación que parece establecerse de manera complementaria entre los sexos de un modo que no resulta fácil de precisar. Domínguez Rodrigo (ibídem: 31) argumenta que dicho cambio pudo deberse a la sustitución de una estrategia reproductiva basada en las feromonas, que explican la atracción intensa y puntual
7 Los más antiguos instrumentos líticos fabricados proceden de niveles de 2.6-2.5 m.a. del yacimiento de Gona (Etiopía) (Semaw et al., 1997). Por su parte, recientes investigaciones en el yacimiento de Olduvai (Tanzania), a cargo de Manuel Domínguez Rodrigo, demuestran que la caza fue practicada asimismo desde el Paleolítico Inferior, al menos desde hace 1.8 m.a. (Domínguez-Rodrigo et al., 2010; Bunn y Pickering, 2010).
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del celo, por otra basada en la atracción física permanente, lo que obligaba a diferenciar los cuerpos. Porque otra de las diferencias que aún nos queda por señalar entre el chimpancé común y nosotros es que no tenemos periodo de celo. Aunque la explicación de Domínguez Rodrigo puede estar en la base más biológica de todo el complejo proceso de transformaciones que dio lugar a nuestra especie, es necesario ir más allá para buscar las implicaciones que esto pudo tener en el comportamiento y la relación entre los sexos de nuestros más lejanos antecesores Homo. Hasta la década de 1980, se pensaba que el Homo sapiens era la única especie primate que no tenía periodo de celo,8 lo que nos diferenciaba sustancialmente de las demás especies e impedía buscar modelos de comportamiento alternativos al del chimpancé común. Sin embargo, desde mediados de esa década, varios investigadores, entre los que destacan Frans B. de Waal (del Living Links Center and Psychology Department, Emory University, Atlanta) y Takayoshi Kano (del Primate Research Institute, Kyoto University, Inugama, Japón), comenzaron a ofrecer datos sobre otra especie de chimpancé hasta entonces apenas conocida: el Pan paniscus, denominado también chimpancé enano, pigmeo (a pesar de que su talla no es menor que la del chimpancé común) o bonobo. Los bonobos han sido estudiados, básicamente, en dos reservas del Congo Central: Lomako y Wamba. Stanford (1998) ofrece una buena síntesis de los rasgos que los caracterizan y que se mencionan a continuación. Lo primero que hay que señalar es que la evidencia que ofrecen los bonobos resulta tan controvertida para legitimar el orden patriarcal que tiende a minimizarse, o incluso a invisibilizarse, como prueba de las dinámicas de poder que siempre atraviesan la verdad reconocida por la ciencia. Al igual que el chimpancé común, los bonobos constituyen sociedades poligámicas de fisión-fusión, en las que las hembras abandonan el grupo al llegar a la pubertad para incluirse en comunidades vecinas. Pero, a diferencia de los chimpancés comunes, ello no implica que a partir de ese momento pasen a formar parte del grupo elegible por el macho dominante, sino que en el caso de los bonobos las hembras recién llegadas van estableciendo vínculos con las hembras del nuevo grupo, una a una,
8 En este dato basó sus argumentos Fisher (1987).
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hasta ocupar una posición dentro de él que consiste con frecuencia en ser el individuo alfa, o líder del grupo. Según Stanford, «es probable que no sea verdad que los machos son menos afiliativos, pero sus vínculos son menos aparentes, y quizás menos frecuentes que los de las hembras» (ibídem: 404). Sin embargo, el dato más sorprendente de la sociedad bonoba es que esos vínculos que las hembras establecen con las del grupo receptor se cimentan, entre otros mecanismos, en relaciones sexuales. Las hembras de los bonobos, como las de los sapiens, muestran actividad y receptividad sexual a lo largo de todo el año, y no sólo durante sus periodos fértiles (el estro o celo de los primates).9 De hecho, el sexo es su principal mecanismo de relación social, y lo practican constantemente y con cualquier motivo, o sin él: porque están alegres o tristes; porque están nerviosos o relajados; para disolver tensiones, para reafirmar amistades, para evitar conflictos… Entre los bonobos queda claro que la sexualidad no está orientada sólo a la reproducción, sino también, y de manera fundamental, a la comunicación entre los miembros del grupo. Y esto es demostrado por otro rasgo aun más sorprendente si cabe: sus relaciones no son sólo heterosexuales, sino también homosexuales, principalmente entre hembras (mediante frotación genital en ambos sexos), e incluye todo un repertorio que sólo pensábamos humano: masturbaciones, felaciones, cunnilingus y cópulas frontales (véase también Domínguez Rodrigo, 2004: 29). Paralelamente, «la agresión intercomunitaria letal, la cópula forzada o el infanticidio nunca se han observado» (De Waal, cit. en Stanford, 1998: 407), ni la caza ni el consumo de carne, cada vez más conocidos entre los chimpancés, suelen ocurrir entre los bonobos; las hembras permiten a los machos adultos que acarreen a las crías durante cortos periodos y que las cuiden, lo que, además, es exhibido por ellos, comportamiento inaudito —tanto la confianza de las madres como la exhibición de los machos— en
9 Blaffer Hrdy (1999: cap. 8) demostró, antes de que se conociera la información sobre los bonobos, que en muchas otras especies primates las hembras también tienen relaciones sexuales fuera del estro, no muestran signos externos de ovulación y son asertivas sexualmente, como estrategias para aumentar las posibilidades de supervivencia de las crías. También ofreció evidencias de relaciones sexuales de hembras con hembras en otras especies primates. La diferencia con los bonobos es que en ellos todos esos rasgos constituyen la norma de su comportamiento, generalizada todo el año y de forma permanente, es decir, que no se limitan a situaciones aisladas, como sucede en el resto de las especies.
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las comunidades del chimpancé común.10 Y por último, y como era de esperar, mientras que los chimpancés comunes presentan claro dimorfismo sexual, debido a la existencia de machos dominantes, los bonobos tienen una diferencia de tamaño corporal mucho menor entre machos y hembras, lo que traduce la ausencia de jerarquía entre los sexos. Las comunidades de bonobos son sociedades altamente cooperativas, que utilizan el sexo para establecer relaciones que no sólo tienen que ver con las reproductivas, y en las que las hembras asumen las posiciones dominantes tanto —por no decir en mayor medida, según parece evidenciarse en la observación de campo— como los machos. Aunque sin duda tienen razón aquellas propuestas que defienden diferencias profundas entre la sexualidad humana y la bonoba (Domínguez Rodrigo, 2004: 22 y 29), no podemos dejar de prestar atención al hecho de que ambas especies comparten una sexualidad que no está orientada exclusivamente a la reproducción, pues no está sujeta al ciclo hormonal. En ambos casos, tiene una función añadida que no comparten las demás especies: es un instrumento de relación y comunicación. Es lógico comprobar, en consecuencia, que en ambas especies este rasgo se asocia con otros dos: no existe dimorfismo sexual en términos de diferencias significativas de tamaño entre machos y hembras (ni, por tanto, jerarquía biológica de machos dominantes), y se da el máximo nivel de cooperación intragrupal entre todos los primates. ¿No parecen éstos motivos suficientes para pensar que el comportamiento de nuestros antepasados Homo más remotos podría asemejarse más a esta especie de chimpancé que al chimpancé común que servía de referencia al comportamiento de los Australopithecus de la primera etapa? Si la respuesta parece obviamente afirmativa, entonces habría que buscar las razones por las que a pesar de la información de que se dispone, el chimpancé común, organizado en sociedades de machos dominantes, sigue siendo utilizado como el modelo analógico a través del cual imaginar esas primeras etapas de nuestro desarrollo Homo, sin que se le dé ninguna opción al bonobo de ser traído a escena para valorar la pertinencia de la analogía. De Waal (cit. en
10 Según Blaffer Hrdy (1999: 91), «en ninguna especie el infanticidio es un hecho común», pero «para muchos primates es, y ha sido a lo largo de […] su historia evolutiva, una amenaza recurrente». Y a ella no escapa el chimpancé común. De ahí lo llamativo de este comportamiento en los bonobos.
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Stanford, 1998: 407) señalaba dos estrategias intencionales para apartar a los bonobos de los escenarios de la evolución humana, manteniendo allí sólo al chimpancé común y enfatizando rasgos como la guerra, la caza, el uso de instrumentos y el dominio masculino: la primera consiste en describir al bonobo como una anomalía, por lo que puede ser ignorada; la segunda es minimizar las diferencias entre las dos especies de Pan, enfatizando más las semejanzas entre ellos y descartando por tanto el interés de considerar a los bonobos como modelo. El resultado es que se invisibiliza la importancia de los bonobos para pensar el origen de las sociedades humanas, lo que no resulta extraño si se considera que aceptar que tuvimos antepasados evolutivos con un comportamiento semejante acabaría con la naturalidad del orden patriarcal y de la heterosexualidad como norma. Acabaría con la posibilidad de arraigar la subordinación de las mujeres en nuestra naturaleza animal o biológica, lo que exigiría una explicación basada en otros presupuestos y deslegitimaría a quien sigue defendiéndolo como el orden natural de la sociedad (al igual que la heterosexualidad). Si Homo exigía un incremento de la cohesión y la cooperación intragrupal para garantizar la supervivencia de sus crías, es muy posible que una sexualidad no vinculada exclusivamente a la reproducción hubiera contribuido a tal fin (Blaffer Hrdy, 1999), al igual que lo habría hecho un nuevo instrumento completamente novedoso, exclusivo, ahora sí, de nuestra especie: el lenguaje. El psicólogo Robin Dunbar (1997) argumenta que el lenguaje pudo venir a suplementar la labor de cuidado y limpieza (grooming) que los chimpancés comunes practican entre sí como modo de establecer relaciones. A su juicio, cuando el grupo excede un determinado número de individuos, deja de ser posible establecer contacto físico individualizado de cada uno con todos los demás, de manera que el lenguaje, posibilitado por un aumento del cerebro tras el cambio neoténico, habría permitido cohesionar al grupo, establecer comunicación y vínculos entre sí pese al aumento del tamaño del grupo, que fue lo que sucedió con Homo. En mi opinión, entre ambos modos de relación cabría situar la sexualidad, de lo que deduciríamos, en una escala de cooperación y comunicación creciente, que habrían existido primates cooperativos (como el chimpancé común), que practicaran el grooming, primates aun más cooperativos (como el bonobo), que añadieran la sexualidad
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como instrumento de cohesión social, y primates mucho más inteligentes y mucho más cooperativos (los Homo), que a esas dos estrategias unieran la del lenguaje, lo que señala una diferencia cualitativa trascendente respecto de los anteriores. Comprobamos, entonces, que el modelo de comportamiento de los primeros Homo, es decir, del origen de nuestra especie, puede alejarse sustancialmente del de esa comunidad primate, agresiva y de dominio masculino, que se derivaba de tomar al chimpancé común como ejemplo. Parece más plausible pensar que esta segunda gran etapa del origen de la humanidad que se define por la inteligencia derivada de la neotenia habría estado protagonizada por una sociedad altamente cooperativa, donde la información fluyera muy fácilmente —debido, entre otras cosas, al desarrollo del lenguaje y a la cohesión del grupo—, lo que facilitaría el aprendizaje de la fabricación de instrumentos, que a su vez habría permitido conseguir la carne necesaria para que el cerebro se alimentara. Debido a la prolongación de los tiempos de desarrollo, los periodos de aprendizaje habrían sido también mayores, lo que habría permitido a su vez todo ese proceso. La imagen de esta sociedad parece distinguirse sustancialmente de la que nos devolvían los Australopithecus y sus sociedades regidas por machos dominantes, lo que paulatinamente despeja el camino para la idea de que la igualitaria sociedad de los bonobos podría haber sido un modelo mucho más adecuado para pensar en los primeros Homo. Pero entonces surge una pregunta que necesita una explicación: si el orden patriarcal no está escrito en la biología ni en la naturaleza, ¿cómo puede explicarse su aparición de manera generalizada en todas las trayectorias históricas? Responder a esta pregunta conduce a otra pregunta obvia: ¿qué diferencia a los bonobos del Homo sapiens?
¿Qué tenemos los humanos que no tengan los bonobos?
Dos son las diferencias esenciales entre el Pan paniscus y el Homo sapiens en relación con el tema que tratamos aquí: a) Como hemos visto, a diferencia de los bonobos los humanos tenemos crías que se caracterizan durante su primer año de vida por un tipo de desarrollo que en las demás
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especies primates es propio de la vida fetal. Esto, que las hace mucho más dependientes y frágiles que a las de aquéllos, se asoció presumiblemente a una reducción de la movilidad de las hembras de los primeros Homo por los riesgos que implicaba. Para sostener este argumento sin que pueda pensarse que estoy atribuyendo a las hembras una responsabilidad que también habrían podido asumir los machos, deben recordarse al menos dos cosas: i) que no puede proyectarse el concepto de padre actual al pasado —en las sociedades sapiens de cazadores-recolectores el vínculo entre machos y crías no suele ser directo, pues se desconocen los fundamentos científicos de la fecundación—; y ii) la dependencia que tiene la cría de la leche materna durante al menos el primer año de existencia. Este periodo suele prolongarse en el caso de los cazadores-recolectores debido no sólo a ventajas nutricias sino también a la función que la lactancia cumple como principal mecanismo de control de la natalidad (pues disminuye la fertilidad), condición sine qua non para su supervivencia. Por otro lado, para mantener este cerebro tan notablemente ampliado, habría sido necesario, como también vimos, consumir carne, lo que implica el desarrollo de actividades de caza que no se dan entre los bonobos, y que entre los Homo parecen confirmadas, al menos, desde hace 1,8 m.a., como demuestra el yacimiento del Paleolítico Inferior de Olduvai (Tanzania). Dada la fragilidad de las crías y su dependencia de la lactancia, parece probable pensar que la cooperación que debió de estar en la base de la organización y la supervivencia del grupo pudo basarse en una distribución de funciones de acuerdo con la cual los hombres presumiblemente se habrían ocupado de aquellas actividades que más riesgo y movilidad implicaran. Obsérvese que no estoy argumentando en favor de diferencias relacionadas con las actividades per se, sino con la movilidad que implican esas actividades. La caza no implica por sí misma ninguna relación jerárquica respecto del cuidado de las crías, además de que las mujeres suelen realizar siempre aportes productivos, con la única diferencia de que implican menos riesgos que los que asumen los hombres. De hecho, la evidencia empírica extraída del tra
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bajo de campo etnográfico en sociedades no industriales indica que en todas ellas existe una complementariedad de las funciones realizadas por ambos sexos, basada en el principio de distribución de tareas según cuál sea el riesgo que implican (Murdock, 1967). Los hombres asumen, de forma generalizada, aquellas de mayor riesgo (y por tanto, las asociadas a una movilidad mayor), sean cuales sean esas tareas. Esta regla explica que no haya actividades universalmente masculinas o femeninas, salvo las de riesgo mayor, como la caza de grandes mamíferos marinos y la fundición de metales, que son masculinas universalmente, al igual que, casi sin excepciones, lo es también la caza de grandes mamíferos terrestres. Los trabajos de campo muestran que, por norma general, en los grupos de cazadores-recolectores nómadas los hombres se ocupan de la caza de los animales de mayor tamaño, y las mujeres de los de menor y/o de la recolección —aunque también pueden ayudar en la primera o realizarla ocasionalmente (Hernando et al., 2011)—. Si se trata de grupos que mantienen la caza pero ya han introducido la horticultura, ellos cazan y ellas se encargan de ésta; si se trata de horticultores que ya no cazan, entonces ellos son los responsables del cultivo y ellas quedan en el espacio doméstico; y si se trata de campesinos en cuyo caso la intensificación de la producción exige todas las manos posibles, ambos suelen trabajar en el campo, pero suelen ser ellos los que se encargan de las tareas de comercio e intercambio que acarrea la producción de un excedente, y así sucesivamente. Podría presumirse entonces que en la sociedad humana, a diferencia de la bonoba, habría existido una diferencia de movilidad entre las hembras y los machos del grupo. Como intentaré defender, esta diferencia habría servido de base profunda y estructural a una ligera variación en sus respectivos modos de identidad, y acabó por dar lugar a lo que conocemos como norma de género (Hernando, 2000b). b) Como ya hemos visto, a diferencia de los bonobos el Homo desarrolló un instrumento de comunicación y cohesión de incalculables posibilidades: el lenguaje. Aunque existen discusiones sobre la capacidad y el tipo de lenguaje de los primeros Homo, parece que, desde el principio,
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esa capacidad estuvo desarrollada en alguna medida (Arsuaga y Martínez, 1998: 311-314; Domínguez Rodrigo, 1997: 191-196). Sin embargo, sólo con la aparición del Homo sapiens el lenguaje debió desarrollarse tal y como lo conocemos hoy, aunque sigue debatiéndose dónde y cuándo sucedió tal cosa (Henn et al., 2011; Hurford et al., 1998). El caso es que desde el 50.000 a.C. aproximadamente se constata la expansión, a partir de África, de un grupo humano (el Homo sapiens sapiens o sapiens moderno) de densidad creciente, que sustituye a todas las poblaciones asentadas previamente en los demás territorios (queda por confirmar si esto pudo combinarse con algún desarrollo paralelo en el extremo asiático, debate del que no nos ocuparemos), porque tiene una cultura mucho más versátil, operativa y eficaz. Una cultura que le permite adaptarse a cualquier medio, hacer frente a cualquier circunstancia, superar cualquier obstáculo, y que no ha cesado de cambiar hasta ahora. Su diferencia esencial respecto de las anteriores vino dada, como ya dijimos, por la capacidad de utilizar símbolos que le permitían dotar de trascendencia a la dimensión material visible, de crear mundos míticos en los que alojar a los muertos y a través de los cuales conjurar los miedos, de imaginar dioses que dieran sentido al mundo y se ocuparan de proteger a quienes creían en ellos. Y esta revolucionaria capacidad de atribuir significado al mundo debió transformar completamente el mundo habitado. Se ingresó con ello en una dimensión que es común a todos los miembros de la especie sapiens, y que la aleja y diferencia trascendentalmente de cualquier otro primate anterior, tanto de los bonobos como de los demás Homo. Los sapiens vivimos en un mundo construido simbólicamente. Damos significado y valor a nuestras acciones y a los fenómenos dinámicos del mundo. También a los sexos. Esta capacidad, que no tiene el bonobo, permitirá, en un momento avanzado del proceso, conceder valor social diferencial a cada uno de ellos, en lo que comúnmente se conoce como identidades de género.
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Recapitulación y punto de partida
Podríamos describir el punto de partida de la humanidad sapiens del siguiente modo: se trataba de grupos altamente cooperativos y cohesionados, que utilizaban el sexo y el lenguaje como vehículos de comunicación y, en el caso del segundo, también de transmisión de información. Esos grupos no estaban regidos por machos dominantes, sino que se definían por una complementariedad básica de funciones entre machos y hembras, especializados los primeros en aquellas tareas que más movilidad y riesgo implicaran —entre las que se encontraría la caza—, y las segundas en el cuidado de una progenie altamente dependiente y frágil. Ninguna de estas dos actividades se asocia estructural ni necesariamente con el poder que, de hecho, no existe de manera diferenciada y personalizada en los actuales grupos de cazadores-recolectores ni, por tanto, debió de existir en los del pasado. Luego, si en las posteriores trayectorias históricas la maternidad de las mujeres se asoció a posiciones subordinadas, deberán explicarse las razones que condujeron a ello, porque se trata de una relación que no es intrínseca a las actividades per se. Por otro lado, a partir del 50.000 a.C. los sapiens comenzaron a utilizar símbolos, como lo demuestra la aparición del arte rupestre en el Paleolítico Superior. Esto les permitió dar un orden y un sentido al mundo que contribuyera a mitigar la angustia que su inconmensurable complejidad podría haberles suscitado. Ese orden se construye a través de los parámetros de tiempo y espacio, ya que sólo aquellos fenómenos a los que otorgamos una dimensión espacial y una ordenación temporal pueden ser pensados por nuestras mentes y, por tanto, contemplados como parte de la realidad en la que vivimos. A través de los parámetros de tiempo y espacio ordenamos sólo aquellos fenómenos que estamos en condiciones de controlar en medida suficiente, por lo que ningún grupo humano vive en una realidad a la que considera fuera de control (Hernando, 2002). El parámetro espacio elige referencias fijas con las que poner en relación los desordenados fenómenos de la realidad, dotándolos así de un orden que permite pensarlos, mientras que el parámetro tiempo elige referencias móviles, con movimiento recurrente (Elias, 1992). Cuando existe escritura, esas referencias son abstractas, como los mapas, las fronteras o los límites administrativos para el espacio o los intervalos de un reloj para
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el tiempo. Pero cuando no existe escritura, en las sociedades orales, las referencias se hacen coincidir con elementos de la propia naturaleza a la que se necesita ordenar.11 De esta manera se eligen elementos fijos, como árboles, rocas o ríos como referencias a través de las cuales ordenar espacialmente el mundo —«esto sucedió cerca del río», «más allá del árbol grande», «a la vuelta del camino»—, y elementos de movimiento recurrente –el sol, la luna, las mareas- para darle un orden temporal. Esto quiere decir que en las sociedades orales sólo puede ordenarse espacialmente la parte de la naturaleza que se conoce personalmente, por la que se transita, en la que se vive (de lo que existe abundante información etnológica), porque las referencias de orden están contenidas en ella. Nada que no se haya visto personalmente puede ser ordenado ni, por tanto, formará parte de la realidad en la que se cree vivir. A su vez, cuanto más se ande, cuanto mayor sea la movilidad, más fenómenos compondrán esa realidad que, consecuentemente, tendrá mayor complejidad, mayor diversidad, más amenaza y más riesgo. De este modo, hasta que la representación del espacio no pase por la escritura, cuanta más movilidad tenga una persona o un grupo humano más grande será el mundo para ella y más capacidad de decisión tendrá que demostrar frente a él. Y esto implicará una ligerísima diferencia en el grado de individualización de las personas, lo que, a su vez, constituirá la base de lo que se entiende por género. Esto quita valor causal a la caza o a la maternidad per se. Si esas especializaciones tuvieron relevancia habría sido sólo por sus implicaciones en la diferencia de movilidad de quienes las realizaran, y no por ningún valor intrínseco a la especialización en sí. De ahí que en el momento en que la maternidad ya no implique una limitación de la movilidad, como sucederá en la modernidad, tampoco se asociará necesariamente a diferencias de poder. No es la maternidad, sino la menor movilidad de las hembras respecto de los machos en las primeras etapas del sapiens lo que habría establecido esa mínima diferencia cognitiva entre ambos. Y esto, que en principio no representaba diferencias de poder, pudo constituir,
11 Traté con detenimiento el tema de la transformación de la percepción de la realidad dependiendo del uso de metáforas o metonimias para representar el tiempo y el espacio en Hernando (2002). En ella conjugaba los argumentos de Elias (1992) sobre la ordenación de la realidad a través del tiempo y el espacio, con los de Olson (1998) sobre las implicaciones de utilizar signos metonímicos o metafóricos para representar la realidad.

sin embargo, la base de una dinámica que al ir reproduciéndose y potenciándose, habría acabado por dar lugar a un orden social basado en la dominación de los unos sobre las otras. Por su parte, la complementariedad de funciones entre machos y hembras a la que obligó el cuidado de una prole extremadamente dependiente habría normalizado la heterosexualidad, sin que ésta tenga una base biológica o natural, como demuestra el caso de los bonobos. Si ambas especies quedaron liberadas de la irresistible y mucho más eficaz (en términos reproductivos) llamada del celo, ampliando las relaciones sexuales a todos los momentos del ciclo hormonal, fértiles o no, debió de ser porque alguna función representada por la sexualidad y ajena a la reproducción resultó tan vital para la supervivencia como la propia generación de descendientes. Esa función no puede ser otra que la comunicación para potenciar la cooperación del grupo, el estrechamiento de los vínculos sociales, como igualmente pone en evidencia el caso de los bonobos. Veamos cómo construyen la identidad los grupos que no tienen división de funciones ni especialización del trabajo y el tipo de información que existe sobre las relaciones entre hombres y mujeres en esas sociedades.