Ecuador, fin de ciclo e inestabilidad sistémica
Raúl Zibechi
La Jornada
Los sucesos que vive Ecuador muestran una profunda inestabilidad que va mucho más allá de la coyuntura y que afecta a toda la región. El gobierno de Lenín Moreno decidió imponer un paquete de medidas aconsejadas por el FMI que supone el fin de los subsidios a los combustibles, con un alza de 123 por ciento al precio del galón de diésel y de 30 por ciento al de la gasolina, acompañada de reformas laborales y tributarias para aumentar la recaudación.
Inicialmente la movilización correspondió al gremio de los transportistas, pero pronto se sumaron los mayores movimientos del país, en gran medida, como rechazo al decreto que impone el estado de excepción, la suspensión de las garantías democráticas y la militarización del Ecuador.
La Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie), la central Frente Unitario de los Trabajadores, los sindicatos de educadores y la federación de estudiantes universitarios, promovieron movilizaciones en toda la nación, especialmente en la sierra (con 300 cortes de carreteras), donde los pueblos originarios tienen mayor presencia, y en Quito, epicentro de los conflictos sociales.
Decenas de grupos de mujeres, feministas, lesbianas, negras, ecologistas y trans, lanzaron un comunicado titulado Mujeres contra el Paquetazo, en el que denuncian cientos de detenidos y heridos, entre ellos el coordinador de Pachakutik, Marlon Santi, y dirigentes juveniles de Conaie.
La protesta ecuatoriana no es sólo una reacción contra el aumento en los precios de los combustibles. Es una reacción al mal gobierno de Moreno que se recostó en los grandes grupos empresariales, financieros y mediáticos, y es la continuación de las resistencias al régimen autoritario de Rafael Correa (2007-2017).
En efecto, muchos recuerdan el ciclo de protestas de junio a diciembre de 2015, contra medidas del gobierno para paliar la caída de los precios del petróleo, que representa más de 40 por ciento de las exportaciones. En aquel momento, los niveles de represión fueron muy similares a los actuales, aunque Correa no decretó el estado de excepción en todo el país.
Para evaluar la crisis ecuatoriana, como crisis de la gobernabilidad, debemos remontarnos seis años atrás. En 2013 hablamos del “fin del consenso lulista”, como consecuencia de la oleada de movilizaciones conocidas como “Junio 2013″, que marcaron el ocaso del gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva y el comienzo del fin del ciclo progresista en la región (https://bit.ly/2LRiUsc).
Dos años después, con la derrota electoral del kirchnerismo en Argentina fue evidente que se aceleraba el fin del progresismo, pautado por “una nueva fase de los movimientos que se están expandiendo, consolidando, modificando sus propias realidades” (https://bit.ly/2XCMzbB). Una de las principales características del nuevo periodo conservador, o derechista, es la evaporación de la gobernabilidad y el ingreso en un periodo de inestabilidad sistémica.
A modo de recordatorio, quisiera destacar algunas características del periodo que vivimos en América Latina, y que ahora emergen de forma transparente en Ecuador.
La primera es el protagonismo de los movimientos, o sea de la gente común organizada y movilizada. Este es el aspecto central. Si el fin del ciclo progresista lo anunciaron las gigantescas movilizaciones de “Junio 2013″ en más de 350 ciudades de Brasil durante un mes, el ocaso de las nuevas derechas anuncian las movilizaciones en torno a Congreso de Buenos Aires, contra la reforma de las pensiones, en diciembre de 2017 bajo el gobierno de Mauricio Macri.
Luego de una fenomenal batalla campal en la que casi 200 personas fueron heridas por la policía en pocas horas, el 19 de diciembre, los medios destacaron: “Argentina está demostrando una vez más que es el país de Latinoamérica donde es más difícil sacar adelante reformas impopulares” (https://bit.ly/2CC2XOZ). No es casualidad que pocos meses después comenzara la escalada del dólar que sepultó al gobierno macrista.
La segunda es que el fin de la gobernabilidad, propia de los primeros años del progresismo, es de carácter estructural y tiene poca relación con los gobiernos. El ciclo progresista se cimentó en los altos precios de commodities, con grandes superávits comerciales que lubricaron las políticas sociales. Mejorar el ingreso de los más pobres sin tocar la riqueza, fue el milagro progresista.
Ese consenso se terminó con la crisis de 2008 y la guerra comercial Estados Unidos-China no hace más que profundizar la inestabilidad. No es posible seguir mejorando la situación de los sectores populares sin tocar la riqueza y los gobiernos que se reclamen progresistas no harán otra cosa que profundizar el extractivismo y el despojo de los pueblos: Andrés Manuel López Obrador y el posible gobierno de Alberto Fernández, son parte de esta realidad.
El panorama de los próximos años será una sucesión de gobiernos, progresistas y conservadores, con un telón de fondo de vastas movilizaciones populares. Se trata del fin de la estabilidad, de cualquier color
El fin del consenso lulista
Raúl Zibechi
http://gara.naiz.eus/paperezkoa/20130707/411971/es/El-fin-consenso-lulista
El periodista uruguayo analiza las causas de las protestas de las últimas semanas en Brasil. Ante el retroceso del movimiento reivindicativo, especialmente a partir de los gobiernos de Lula y debido a sus políticas sociales, surgió gran cantidad de organizaciones urbanas de la mano de jóvenes que comenzaron su activismo bajo esos gobiernos y que «no se sienten atados a su historia» y vienen padeciendo las reformas urbanas privatizadoras. Según Zibechi, el año próximo será clave, y el gobernante PT y las elites políticas deberán tener en cuenta las demandas de la calle.
En Brasil se abrieron las compuertas de la protesta social, con tal amplitud que no podrán ser cerradas en poco tiempo. El mes de junio pasará a la historia como el período de las más amplias movilizaciones en la historia del país, con jornadas que registraron dos millones de manifestantes en un proceso que arrancó el 6 de junio y está lejos de haber concluido. La masividad de las protestas se fue desflecando y la modalidad fue mutando en multitud de acciones medianas y pequeñas en los más diversos lugares, pero ya no en el centro de las grandes ciudades.
Muchos se preguntan por qué, si las cosas estaban tan mal, las protestas no surgieron antes. La respuesta es que los dos gobiernos de Luiz Inacio Lula da Silva (2003-2010) articularon políticas sociales amplias con la neutralización de los mayores movimientos del país, en un escenario signado por una consistente bonanza económica asentada en los buenos precios de las commodities de exportación. Dos hechos a tener en cuenta: el programa Bolsa Familia alcanzó a 50 millones de brasileños, un 25% de la población total, mejorando los ingresos de las capas más sumergidas de la población. La segunda es que el salario mínimo se multiplicó por tres en diez años (de 240 reales en 2003 a casi 700 en 2013, unos 250 euros). En consecuencia, entre 30 y 40 millones salieron de la pobreza e ingresaron al mercado de consumo.
Lo más significativo, sin embargo, es lo sucedido en relación a las luchas sociales. Brasil tuvo al final de la dictadura la mayor cantidad de huelgas del mundo: 4.000 en 1989. De ahí en más, el movimiento sindical declinó con un promedio de 500 huelgas anuales en la década de 1990 y entre 300 y 400 bajo el Gobierno Lula. Más importante aún es la institucionalización de las centrales, con ribetes desconocidos en Europa. Un buen ejemplo son los actos del 1 de Mayo, donde las dos principales centrales (CUT y Força Sindical, ambas aliadas del gobierno) no realizan actos de contenido ideológico sino fiestas que ensalzan el consumismo, financiadas por las empresas.
Los actos del 1 de Mayo de 2011 en São Paulo fueron el paradigma de esa cultura sindical que reserva zonas VIP en sus actos para las «personalidades». Las dos fiestas tuvieron un costo de dos millones de euros. La estatal Petrobras aportó 250.000 euros, mientras Banco do Brasil y otras estatales aportaron alrededor de 70.000 cada una. Las empresas privadas también se retrataron: los bancos Itaú y Bradesco, las multinacionales Brahma, Carrefour y BMG, los grandes almacenes Casas Bahia y Pão de Açúcar, aportaron entre 50 y 80.000 euros cada uno. Entre las dos fiestas sortearon 20 coches.
El Movimiento Sin Tierra (MST) también sufrió un importante retroceso en su caudal de luchas, aunque mantuvo en lo esencial sus principios por la reforma agraria y contra el modelo desarrollista. En la década de gobierno del Partido de loa Trabajadores (PT) los conflictos por la tierra no disminuyeron, pero el primer escalón de la organización, los campamentos, tuvieron un claro retroceso. De 285 campamentos en 2003, año de la llegada de Lula al Gobierno, cayeron hasta un mínimo de 13 campamentos en 2012. Los conflictos crecen por la permanente ofensiva del agronegocio, pero la capacidad de resistencia (que se plasma en los campamentos), decrece constantemente.
Ante este panorama de institucionalización y retroceso, nacieron multitud de organizaciones urbanas: radios libres, Indymedia, que funciona como Centro de Medios Independientes (CMI), el movimiento de trabajadores desocupados, el movimiento sin techo y los más conocidos en las últimas semanas: el Movimiento Passe Livre y los Comités Populares de la Copa. Se trata de una nueva generación de militantes que comenzaron su activismo bajo los gobiernos del PT, no se sienten atados a su historia y, por el contrario, sufren las reformas urbanas privatizadoras de sus gobiernos.
El MPL (que textualmente significa Movimiento por el Billete Gratuito) nació en el Foro Social Mundial en Porto Alegre, en 2005, recogiendo dos experiencias notables: la «revuelta de los autobuses» (Revolta do Buzu) de 2003 en Salvador (Bahia), que movilizó a 40 mil personas contra el aumento de las tarifas, y la «revuelta de los molinetes» (Revolta das Catracas) en Florianópolis en 2004. Son pequeños núcleos de algunas decenas de activistas que funcionan en muchas grandes ciudades, estudian y difunden la realidad del transporte urbano, hacen denuncias y practican la acción directa con la que presionan a las autoridades.
Los Comités Populares de la Copa nacieron hacia 2008 en las doce ciudades que albergarán la Copa del Mundo de 2014 y se articulan a nivel nacional. En sus informes estiman que serán removidas unas 170.000 personas para ampliar aeropuertos, estadios de fútbol y autopistas. Afirman que en 21 villas y favelas de siete ciudades que serán sedes del Mundial, el Estado está aplicando estrategias de guerra y persecución, la invasión de domicilios sin mandatos judiciales, apropiación indebida y destrucción de inmuebles, además de amenazas y corte de los servicios para forzar a los pobladores a abandonar sus barrios. Las obras para el Mundial facilitan una suerte de «limpieza social» impulsada por la especulación y desplaza familias que habitan predios desde hace cuatro y cinco décadas.
Según la experiencia dejada por anteriores megaeventos deportivos, no sólo en países emergentes sino también en el mundo desarrollado, el costo de vida se encarece, se dispara la especulación inmobiliaria, ya que las obras de infraestructura desplazan a unos y atraen a los que pueden pagar viviendas más caras, y los más pobres son transferidos a la periferia desarticulando sus estrategias de sobrevivencia.
Paíque Duques Lima, militante del MPL, antropólogo de 27 años, nacido en una favela de una de las ciudades satélite de Brasilia, me explicaba estos días que tanto el MPL como los Comités de la Copa comenzaron a trabajar con fuerza en las periferias urbanas desde 2008, donde se relacionaron con la cultura de la juventud negra y precarizada que ha hecho del hip hop el modo de afirmar su identidad. En las periferias se mezclaron estas dos culturas: la de los jóvenes militantes de organizaciones que practican la horizontalidad y la autonomía y la de los jóvenes negros criminalizados por la represión. «Ambas culturas se fueron aproximando con el crecimiento de las ciudades y de la especulación inmobiliaria que potenciaron la segregación urbana, ya que ambos sectores tienen problemas comunes como el transporte», señala Paíque.
Esa juventud, que los medios se empeñan en calificar como «clase media», ha destripado el «consenso lulista» en apenas tres semanas, forzando al Gobierno de Dilma Rousseff a reconocer, tardíamente, la justicia de las protestas. Una encuesta reveló que en São Paulo más de un millón de personas van trabajar caminando durante más de tres horas, porque no pueden pagar el transporte o porque les insume más tiempo que la caminata.
2014 será un año decisivo. Se realizará el Mundial y habrá protestas. Se celebrarán elecciones y Dilma puede no ser reelecta, aunque marcha al frente en las encuestas. Sin paz social, el PT y las elites políticas deberán contemplar como mínimo una parte de las demandas de la calle: el fin de la corrupción y una sustancial mejora en los transportes, la salud y la educación.
Se acelera el fin del ciclo progresista
Raúl Zibechi
https://www.jornada.com.mx/2015/10/30/opinion/021a1pol
Viernes 30 de octubre de 2015
Cada quien elige el lugar desde el cual mira el mundo, pero esa elección tiene consecuencias y determina lo que puede ver y lo que irremediablemente se le escapa. El punto de observación no es nunca un lugar neutro, como no lo puede ser el que observa. Más aún, el observador es modelado por el lugar que elige para realizar su tarea, al punto que deja de ser mero espectador para convertirse en participante –aunque se diga objetivo– de la escena que cree sólo observar.
Ante nosotros se despliegan las más diversas miradas: desde aquellas localizadas en los estados (partidos, fuerzas armadas, academias), las que se emiten desde los países poderosos y el capital financiero, hasta las miradas ancladas en las comunidades indígenas y negras, y en los movimientos antisistémicos. Un amplio abanico que podemos sintetizar, con cierta arbitrariedad, como miradas de arriba y miradas de abajo.
Las opiniones vertidas en meses recientes sobre la situación que atraviesan los gobiernos progresistas sudamericanos dicen más del observador que de la realidad política que pretenden analizar. Desde los movimientos y las organizaciones populares que resisten el modelo extractivo, las cosas se ven bien distintas que desde las instituciones estatales. Ninguna novedad, aunque esto suele alarmar a quienes creen ver la mano de la derecha en las críticas al progresismo y en los movimientos de resistencia.
Para el que escribe, es la actividad o la inactividad, la organización para el combate, la dispersión o la cooptación de los movimientos, el aspecto central a tener en cuenta a la hora de analizar los gobiernos progresistas. Sólo en segundo lugar aparecen otras consideraciones, como los ciclos económicos, las disputas entre los partidos, los resultados electorales, la actitud del capital financiero y del imperio, entre muchas otras variables.
Hace más de dos años hablamos del “fin del consenso lulista” a raíz de las masivas movilizaciones de millones de jóvenes brasileños en junio de 2013 (http://goo.gl/lS9K9R). Varios analistas brasileños explicaron las movilizaciones de aquel año en un sentido similar, destacando que se trataba de un parteaguas en el país más importante de la región.
Hace un año dije que “el ciclo progresista en Sudamérica ha terminado”, en relación con el balance de fuerzas que surgía de las elecciones brasileñas, consecuencia directa de las protestas de junio de 2013 (http://goo.gl/z92152). El Parlamento que emergió de la primera vuelta era considerablemente más derechista que el anterior: los defensores del agronegocio consiguieron una mayoría aplastante; la “bancada de la bala”, compuesta por policías y militares que proponen armarse contra la delincuencia, y la bancada antiaborto, escalaron posiciones como nunca. El PT pasó de 88 diputados a 70.
Muchos desestimaron la importancia de junio de 2013 y de la nueva relación de fuerzas en el país, confiando en el carisma de dirigentes como Lula, en su capacidad casi mágica para contrarrestar un escenario que se les había vuelto en contra. Los resultados están a la vista.
El fin del ciclo progresista podemos verlo con mayor claridad a la luz de los nuevos datos que arrojan los hechos recientes.
Primero. Estamos ante una nueva fase de los movimientos que se están expandiendo, consolidando, modificando sus propias realidades. Aún no estamos ante un nuevo ciclo de luchas (como los que vivieron Bolivia de 2000 a 2005 y Argentina de 1997 a 2002), pero se registran grandes acciones de los abajos que pueden estar anunciando un ciclo. La movilización de más de 60 mil mujeres en Mar del Plata y la enorme manifestación “Ni una menos” (300 mil sólo en Buenos Aires contra la violencia machista) hablan tanto de la expansión como de la reconfiguración.
La resistencia a la minería está paralizando o enlenteciendo proyectos de las trasnacionales, sobre todo en la región andina. Perú, que concentra un elevado porcentaje de conflictos ambientales, registró varios levantamientos populares y comunitarios contra las mineras. Por primera vez en años, la inversión minera en América Latina está retrocediendo. En 2014 cayó 16 por ciento y en el primer semestre de 2015 cayó otro 21 por ciento según la Cepal. Las razones que aducen son la caída de los precios internacionales y la porfiada resistencia popular.
Segundo. La caída de los precios de las commodities es un golpe duro a la gobernabilidad progresista, que se había asentado en políticas sociales que fueron posibles, en gran medida, por los excedentes que dejaban los altos precios de las exportaciones. De ese modo se pudo mejorar la situación de los pobres sin tocar la riqueza. Ahora que cambió el ciclo económico sólo se pueden sostener las políticas sociales combatiendo los privilegios, algo que pasa por la movilización popular. Pero la movilización es uno de los mayores temores del progresismo.
Tercero. Si el fin del ciclo progresista es capitalizado por las derechas, no es responsabilidad de los movimientos ni de las luchas populares, sino de un modelo que promovió la “inclusión” a través del consumo. Un excelente trabajo de la economista brasileña Lena Lavinas sobre la financierización de la política social asegura que “la novedad del modelo socialdesarrollista es haber instituido la lógica de la financierización en todo el sistema de protección social” (http://goo.gl/XyrcPF).
Por medio de la inclusión financiera los gobiernos de Lula y Dilma pudieron potenciar el consuno de masas, “vencer la barrera de la heterogeniedad social que frenaba en América Latina la expansión de la sociedad de mercado”. Para los sectores populares, supuestos beneficiarios de las políticas sociales, se trata de un retroceso: “En lugar de promover la protección contra riesgos e incertidumbres, aumenta la vulnerabilidad”.
El consumismo, decía Pasolini hace casi medio siglo, despolitiza, potencia el individualismo y genera conformismo. Es el caldo de cultivo de las derechas. Están consechando lo que sembraron.