La idea del orden, siempre la ansiedad

La idea del orden siempre es la ansiedad del poder por no quedarse atrás, por disponer, por controlar, por aplacar, por no dejar que se le salga de las manos una situación, puede ser personal o colectiva, pero a fin de cuentas, una situación que tendría infinitud de circunstancias y devenires, pero que el poder quiere conducir, encauzar, es decir ponerle cauces, acotar, definir de antemano.



Desde los fuegos del tiempo

La idea del orden, siempre la ansiedad

Ramón Vera-Herrera

La idea del orden siempre es la ansiedad del poder por no quedarse atrás, por disponer, por controlar, por aplacar, por no dejar que se le salga de las manos una situación, puede ser personal o colectiva, pero a fin de cuentas, una situación que tendría infinitud de circunstancias y devenires, pero que el poder quiere conducir, encauzar, es decir ponerle cauces, acotar, definir de antemano.

Como nos recuerda una cuaderno de próxima aparición sobre los pactos que buscan privatizar las semillas y los saberes de las comunidades, en los ochenta “era común suponer que cada país era soberano en lo económico y social, en los gastos, los subsidios, los impuestos, en liberalizar o amarrar el comercio nacional e internacional, privatizar actividades e inversiones o el control del Estado. En controlar, someter o consentir a la población trabajadora; fomentar la ciencia y la tecnología y la producción nacional o proteger el ambiente. Y en lo político se insistía en que los países tenían sus derechos sociales y libertades civiles (aunque hubiera injerencias abiertas o encubiertas). Con sus leyes, normas y reglamentos cada país decía proteger su industria nacional y las ideas utilizadas en productos o servicios cruciales estableciendo impuestos y aranceles especiales para su importación. 

”A partir de 1989, algunos organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial junto con Estados Unidos propusieron diez fórmulas que impusieron “reformas estructurales”. En pocas palabras, comenzaron a exigir que los países emparejaran diversos modos de proceder entre los diversos países.

A esto se le conoce como “globalización”. Como se habían juntado en Washington y ahí acordaron esas reformas, le llamaron a esto Consenso de Washington (que incluía la consigna de “No Hay Alternativa”). Así, de manera un tanto coercitiva, comenzaron a exigir que los países fueran abandonando muchas de sus regulaciones y adoptaran otras que fueran equivalentes para todos. Con el pretexto de “facilitar el intercambio comercial”, se dijo que se rompían fronteras pero sólo para hacer leyes, regulaciones, criterios y normas parecidas. Se implantaron los intereses de los países ‘desarrollados’, que eran los intereses de las grandes empresas allí establecidas”.

Todas estas normas, reglamentos, leyes, acuerdos de libre comercio, asistencia e inversión, estatutos, pactos, estándares, criterios y hasta montos fijados para préstamos, se dijeron hacer en nombre del libre comercio pero en realidad se trataba de imponer reformas que afectaron toda la vida de las naciones abriendo margen de maniobra a las corporaciones y hundiendo en restricciones sin fin, progresivas, es decir, paulatinas, al conjunto de la población de diferentes países que nunca pudieron defenderse de tales imposiciones. 

Treinta años después, la gente está harta de tales imposiciones.

Todos los pactos, y los acuerdos de libre comercio, todo este paquete de “reformas estructurales”, es decir reformas que afectarían gruesamente las conductas del gobierno hacia su sociedad según los países, o en cascada en muchos de los países del mundo, o por regiones, comenzando con América latina, para después aplicarlos en África o en Asia o en la misma Europa, definieron los precios, los subsidios, los salarios, las vejaciones, los recortes presupuestales, las políticas de apoyo o rechazo que se emprendían. Afectaron la educación, la salud, la agricultura, el medio ambiente, las políticas laborales y de transporte, el uso de medicamentos, agroquímicos y formulas para alimentos, modos de empacado, fomento a las leches en polvo, a los edulcorantes, a la política de la investigación científica, la expulsión de campesinos de sus tierras, la privatización de las tierras comunales o ejidales, el reparto de beneficios en las empresas, las políticas bursátiles, el impulso a las “buenas prácticas agrícolas”, la promoción de los cultivos transgénicos, la economía digital, los estándares de privatizacióndel agua brindando a las empresas la oportunidad de acaparar su manejo, la profundización de los diseños carreteros, los modos de construcción, el desmantelamiento de las libertades laborales, de los sindicatos, de las protecciones que cuidaban de los gremios, y un larguísimo etcétera que si tuviéramos tiempo y espacio para escribir en este texto, terminaría siendo interminable, porque estas disposiciones fueron prácticamente totales. El Fondo Monetario Mundial y el Banco Mundial, la organización Mundial de Comercio y el Fondo Económico Mundial, terminaron dictaminándolo todo, y sumieron en la miseria a millones y millones de personas, impulsaron nocivas maneras de relación entre los gobiernos y la población y entre los diversos gobiernos de las regiones, y profundizaron desigualdades que si ya en los ochenta eran lacerantes, hoy, treinta años después, se han vuelto literalmente insoportables. 

En casi todos los países de América latina, hoy los pueblos, las comunidades, sobre todo las campesinas e indígenas, libran batallas diversas contra proyectos extractivistas de toda laya, de mineras e hidrocarburos, o la explotación monopólica de una agricultura industrial sin miramientos, el despojo del agua y la tierra, como efectos directos de todos estos pactos y reglamentaciones. Es en directo el libre comercio quien ha impuesto situaciones de indigencia, pero también de indignación en más y más rincones de nuestra América.

No extraña entonces que hace unos años en Haití se haya librado una revuelta contra el aumento de combustibles, impuesto por el FMI, y que hace unos días Ecuador hubiera estado sumido en un levantamiento que era centralmente un dolor de muelas que a gritos pugnaba por liberarse de las cadenas del FMI, para respirar un poco, pero para dejar claro que tales imposiciones no podían seguir siendo así.

El más reciente estallido de los estudiantes en Santiago de Chile, vuelva a mostrar la herida sangrante, la grita en todos los fuegos que crecen por la ciudad, y vuelve a gritar un Ya Basta que podría volverse mundial.

Dice un comunicado de la Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo y La Vía Campesina de Chile:

“El descontento que se expresó primero en evasiones masivas y después en diversas movilizaciones y acciones callejeras es reflejo de un descontento profundo y generalizado ante los efectos  de un modelo económico y político profundamente injusto, cruel y antidemocrático,  que nos dice que debemos resignarnos a un futuro y una vida explotación y carencias. No es sorpresa que los jóvenes sean los que más fuertemente hayan protestado, porque la situación que todos enfrentamos equivales para ellas y ellos a una condena de por vida”.

Es por eso que los leguleyos del orden, dictan de inmediato la mano dura, la salida por la fuerza para aplastar las disidencias, ellos que imponen leyes que aplastan en el derecho, ellos que festinan el orden desbaratándolo todo, ellos que pregonan la paz siendo los detentadores del uso de la violencia y los instrumentos para ejercerla, eso sí, muy muy legalmente. El modo ahora es todavía más envilecido y más agresivo, utilizando las fuerzas de choque, con balas de goma y bala viva, además de los lacrimógenos y los toletes, más métodos de fragmentación y confusión, infiltración y provocación para desacreditar a los movimientos. Todo con el afán de deslegitimizar, aplastar, y amedrentar, disuadiendo, al extremo.

Más temprano que tarde, vidrieras antes o después de los estallidos, se darán cuenta que el futuro ya no es lo que era. Y que la gente no está dispuesta a no ejercer sus propios caminos a la prosperidad y la confianza. Y que disentir, gritando en las calles o buscando salidas a esta barbarie, es una forma profunda del amor a la vida y a la mutualidad universal que apenas ha comenzado a probar sus posibilidades