Cooperar y cuidar de lo común para sobrevivir

Orgullosa de sí misma, nuestra sociedad se autodenomina “sociedad del conocimiento”. Aunque en unas pocas décadas, hayamos superado la biocapacidad, se esté forzando el cambio de los procesos dinámicos de la biosfera y se aniquile a pasos acelerados la biodiversidad o la memoria almacenada en las semillas; esta crisis de lo vivo pasa social y políticamente inadvertida. Quienes ostentan el poder económico y político, y en buena medida las mayorías sociales que consienten ese poder, no son conscientes de que nuestra especie depende de esos bienes de la naturaleza que se destruyen, de que la vida humana está adaptada a las condiciones biogeofísicas que está alterando, ni de que somos parte inseparable de esa biodiversidad que desaparece velozmente.



Cooperar y cuidar de lo común para sobrevivir

Yayo Herrero

Orgullosa de sí misma, nuestra sociedad se autodenomina “sociedad del conocimiento”. Aunque en unas pocas décadas, hayamos superado la biocapacidad, se esté forzando el cambio de los procesos dinámicos de la biosfera y se aniquile a pasos acelerados la biodiversidad o la memoria almacenada en las semillas; esta crisis de lo vivo pasa social y políticamente inadvertida. Quienes ostentan el poder económico y político, y en buena medida las mayorías sociales que consienten ese poder, no son conscientes de que nuestra especie depende de esos bienes de la naturaleza que se destruyen, de que la vida humana está adaptada a las condiciones biogeofísicas que está alterando, ni de que somos parte inseparable de esa biodiversidad que desaparece velozmente. Es verdad que sabemos más que nunca sobre muchos aspectos de los ecosistemas y del funcionamiento de los órganos del cuerpo humano, pero nuestros sistemas de conocimiento están tan fragmentados y se han orientado tanto a la utilidad y la maximización de beneficios, que no nos permiten comprender las totalidades ni ser conscientes del efecto devastador de lo que, a menudo, se considera avance y progreso. La cultura occidental, impuesta violentamente al resto del mundo, presenta un importante defecto de origen: haber supuesto que nuestra especie y su cultura era superior y estaba separada del resto del mundo vivo. En contra de lo que continúan defendiendo los pueblos originarios, hemos creído que las personas podían vivir por encima de los límites de la naturaleza y al margen de la vulnerabilidad que comporta tener cuerpos contingentes y finitos. La ficción de poder vivir “emancipados” de la naturaleza, de nuestro propio cuerpo o del resto de las personas, solo se ha podido mantener a costa de la invisibilización, sometimiento y explotación de otras personas y territorios. La inmanencia y vulnerabilidad de cada individuo y la existencia de límites físicos han podido ser temporalmente ignorados gracias a que los bienes y ciclos naturales, otros territorios, las mujeres y otros pueblos han soportado las consecuencias ecológicas, sociales y cotidianas de esta vida falsamente ajena a la ecodependendencia e interdependencia. A pesar de que solo una minoría de hombres, y aún menos mujeres, viven como si no hubiese constricciones físicas ni tuviesen obligaciones hacia otras personas; la economía, la política y el mundo público hegemónicos están organizados como si esos individuos fuesen el sujeto universal. Se han creado unos sistemas económicos, finanzas, legislación, gobernanza, ética o religión funcionales a esos mitos. Los imaginarios dominantes no sirven para indicarnos que estamos en un pozo, ni nos aportan claves para salir de él.

El resultado, es que la humanidad se encuentra en una difícil situación. La mejor información científica disponible apunta a que los ecosistemas ya estén colapsando, y es imposible seguir ocultando los signos de agotamiento de energía y materiales. Ya no es creíble, además,  que el deterioro ambiental sea el inevitable precio que hay que pagar por vivir en sociedades en las que las grandes mayorías se sienten seguras: a la vez que se está destruyendo la naturaleza, las desigualdades en todos los ejes de dominación —género, clase, procedencia, edad…—   se han profundizado y las dinámicas que expulsan a las personas de la sociedad están adquiriendo una velocidad aterradora. Hasta qué punto las sociedades están dispuestas a asumir los riesgos que suponen forzar el agotamiento y los cambios en la autoorganización de la naturaleza, así como dificultar y debilitar las estructuras sociales cercanas que permiten la reproducción cotidiana de la vida; tiene mucho que ver con las visiones hegemónicas del poder político y económico, que son patriarcales y  priorizan la obtención de beneficios. Y también con el analfabetismo ecológico y biológico de las mayorías sociales que han interiorizado en sus esquemas mentales unas inviables nociones de progreso, de bienestar o de riqueza que constituyen el sostén del sistema dominante. Está muy presente la retórica de la seguridad como prioridad, y esta se centra en el discurso dominante en la defensa nacional, en el blindaje de fronteras o en la criminalización de quienes son diferentes. Pero lo cierto es que en las sociedades actuales se instala la sensación de sentirse expuesto y aumentan las personas sin refugio, la precariedad, la crisis climática, la exclusión, la violencia machista o el terrorismo… La vida de un ser humano no es una certeza abstracta y aislada, no se mantiene sin que se dé una importante cadena de mediaciones entre las personas y con la naturaleza. La inmanencia de la naturaleza humana individual está siempre enmarcada en la incertidumbre radical y ante ella, las sociedades han desarrollado históricamente conocimientos, instituciones y prácticas que permitiesen satisfacer la necesidad de sentirse a salvo. Cada vez más personas pensamos que es urgente darle la vuelta a esta situación de riesgo vital. Nos organizamos para estimular formas de racionalidad que favorezcan relaciones mutuamente sustentadoras entre seres humanos y la tierra e intentamos poner en marcha marcos alternativos centrados en la ética del apoyo mutuo, la justicia, la democracia radical y la cooperación que involucren a todas las personas, tanto en el terreno de los derechos como en el de las obligaciones. Nos obligamos a reinventar una vida en común, asentada en la conciencia de nuestra condición humana, ecodependiente e interdependiente, que tenga como principal propósito crear seguridad para las personas. Es en las comunidades de proximidad, en las que se viven los malestares y bienestares diarios, donde se construyen esas redes que permiten la resiliencia en momentos de extrema dificultad. Por ello, pretendemos reconstruir estas lógicas de la vida comunitaria en torno a proyectos sociales, económicos y vitales, articulados entre sí, de forma que creen un contrapoder capaz de disputar la hegemonía que pone las vidas de las mayorías en riesgo. Recreando y articulándonos en torno a la lógica de lo común y de lo público,
podemos repensar qué significa estar a salvo, qué es una sociedad que refugia, cómo construimos espacios seguros. La cuestión central es hacernos cargo de los límites y la vulnerabilidad como condiciones inherentes de lo vivo. Tenemos un mínimo de necesidades que es preciso cubrir para tener una vida digna y, a la vez, unos límites materiales para poder cubrirlas. Eso significa que aquello que es imprescindible para mantener la vida no puede ser de nadie, ni puede tener un uso irrestricto. Deben existir una serie de normas convenidas que hagan del principio de suficiencia equitativo, el eje que regule el uso y acceso de lo común. Reorganizar las sociedades desde esta perspectiva, obliga a reducir la presión sobre la naturaleza y, por tanto, asumir estilos de vida globalmente más austeros en lo material. En un planeta con límites, ya sobrepasados, el decrecimiento de la esfera material de la economía global no es tanto una opción como un dato. Esta adaptación puede producirse mediante la lucha feroz por el uso de los recursos decrecientes o mediante un proceso de reajuste decidido y anticipado con criterios de equidad. Saber que existen límites físicos en los bienes y procesos imprescindibles nos obliga a repensar nuestras categorías y nociones de libertad y derechos, de forma que no se mantengan derechos a costa de los de otras personas y especies. Una reducción de la presión sobre la biosfera que se quiera abordar, desde una perspectiva que sitúe el bienestar de las personas como prioridad, obliga a apostar por la relocalización de la economía y el establecimiento de circuitos cortos de comercialización, a restaurar una buena parte de la vida rural, a disminuir el transporte y la velocidad, a acometer un reparto radical de la riqueza y los trabajos. El metabolismo social deseable será el que permita mantener las necesidades de todos los seres humanos cubiertas sin sobrepasar la biocapacidad de la Tierra y sin explotar el trabajo de unas personas (tanto productivo como reproductivo) en beneficio de otras. Es obvio que la tarea pendiente en los planos teóricos, conceptuales, técnicos, políticos y culturales es ingente. Por ello, el conocimiento acumulado en las experiencias comunitarias, de la economía social y solidaria, de las mujeres, de los pueblos originarios, de la agroecología; en definitiva, el conocimiento complejo generado en los márgenes del sistema, se transforma en verdaderos faros que iluminan las transformaciones sociales inaplazables. Si convenimos que necesitamos una identidad ecológica basada, no en la enajenación del mundo natural (cuerpo y tierra) sino en la conexión con él, todas estas experiencias y prácticas sociales son necesarias para  reorientar el metabolismo social de forma que podamos esquivar las consecuencias destructivas del modelo actual. Creemos que este horizonte de la vida en común se expresa con belleza en una propuesta de reformulación del primer artículo de la Declaración de los Derechos Humanos que realizaban Cristina Carrasco y Enric Tello, desde la perspectiva de los cuidados y a la que nos hemos permitido realizar alguna aportación desde la mirada de los límites ecológicos. Este primer artículo, formulado en 1948, dice: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, y dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Al adoptar “lo común” como principio político, creemos que ese primer artículo debería decir algo parecido a esto: 
«Todos los seres humanos nacen del seno de una madre y llegan a ser iguales en dignidad y derechos gracias a una inmensa dedicación de atenciones, cuidados y trabajo cotidiano, de unas generaciones por otras, que debe ser compartida por hombres y mujeres como una tarea civilizadora fundamental para nuestra especie. Gracias a este trabajo, las personas podrán llegar a estar dotadas de razón y conciencia que les permita comportarse fraternalmente las unas con las otras, conscientes de habitar un planeta físicamente limitado, que comparten con el resto del mundo vivo, y que estarán obligados a conservar.»
Es más largo y más complejo, pero creemos que refleja de forma más precisa los principios que deben orientar una nueva economía, política y cultura que luche contra el naufragio de la humanidad.