Diálogos entre la Economía Feminista y la Economía de los Comunes: la democratización de los cuidados

repensar la organización social del cuidado desde paradigmas alternativos y provenientes de la Economía Feminista y la Economía de los Comunes comporta reflexionar sobre cómo nuestras sociedades están estructuradas y han generado procesos de individualización y atomización de nuestras vidas. Requiere, a su vez, un nuevo cuestionamiento social como punto de partida: ¿qué o quiénes conformamos una comunidad del siglo XXI? ¿Cómo recuperar y repensar el funcionamiento olvidado con valores adaptados a las nuevas realidades? En los contextos occidentales contemporáneos, el concepto de comunidad hace ya tiempo que pasó a ser parte del pasado. En un momento en el que se confunden las relaciones con las interacciones virtuales, reconstruir el concepto y la práctica de la comunidad se revela como una tara imprescindible, si bien nada sencilla. Es por ello que puede resultar especialmente revelador fijarnos en otros territorios donde todavía se mantiene la mirada comunitaria y donde se ha realizado una revisión feminista del posicionamiento de las mujeres en las comunidades.



Diálogos entre la Economía Feminista y la Economía de los Comunes: la democratización de los cuidados

Sandra Ezquerra, Marta Rivera e Isabel Álvarez 

La voluntad y razón de ser de este texto es impulsar un diálogo entre dos debates, que en años recientes, han cobrado una fuerza importante en el campo de las ciencias sociales. Desde la década de los setenta, en primer lugar, la Economía Feminista deconstruye los principales axiomas de la teoría económica convencional y aporta una nueva visión del mundo social y económico, que prioriza las condiciones de vida de las personas y toma en consideración la totalidad de trabajos necesarios para la subsistencia, el bienestar y la reproducción social. Surge también con fuerza desde la década de los años noventa, en segundo lugar, una vigorosa corriente de pensamiento y acción en torno a la necesidad de generar alternativas institucionales y económicas al binomio Estado-mercado o, dicho de otro modo, impulsar la Economía de los Comunes. En ella toma particular relevancia la defensa de los servicios públicos, de los recursos naturales y, de manera más reciente, la lucha contra la propiedad intelectual, entre otras. Si bien ha existido hasta el momento escasa interlocución teórica y analítica entre ellas, partimos de la consideración de que la Economía Feminista y la Economía de los Comunes constituyen dos de los debates más relevantes, generados recientemente en el seno de la economía crítica y otras ciencias sociales, por su denuncia de la producción y reproducción de desigualdades sociales, ejercidas tanto por el mercado como por los Estados y por su capacidad de pensar y cuestionar el neoliberalismo, más allá de sus fronteras paradigmáticas. En el presente texto nos proponemos visibilizar su importancia y favorecer un diálogo entre ellas, diálogo que permite no solo reivindicar, siguiendo la tradición de la Economía Feminista, la centralidad de los cuidados en la vida económica sino también arrojar algo de luz sobre posibles alternativas a su organización social actual. Entendemos los cuidados desde una perspectiva amplia que incluye todos aquellos procesos que, de una manera u otra, contribuyen a la reproducción social. Si aceptamos el carácter interdependiente de las relaciones entre los seres humanos en todos los ámbitos de la vida, la necesidad del cuidado en todas sus facetas, debería visibilizarse y valorarse tanto como el aire o el agua. Su desarrollo ha de ir desde los procesos reproductivos que tienen lugar en la esfera privada hasta el último espacio que compartamos con otras personas. Dicho esto, es cierto también que parecen ser los procesos reproductivos los primeros en implementar, de diferentes maneras, la perspectiva del bien común. Es por ello que nos centramos en ellos. Así, nos preguntamos en qué medida la Economía de los Comunes puede aportar alternativas democratizadoras a la organización social actual de los cuidados, de la misma manera que parece estar ofreciéndolas para la producción, distribución y consumo de numerosos bienes. Entendemos por democratización de los cuidados, en este sentido, un movimiento múltiple: i) la socialización de su responsabilidad más allá del ámbito familiar; ii) el retroceso en la división sexual del trabajo y otras desigualdades sociales que caracterizan su organización actual; iii) el reconocimiento de la centralidad social que, desde la perspectiva de la Economía Feminista, debería tener el cuidado en cualquier modelo económico y social que se considere sostenible; iv) el impulso de un empoderamiento colectivo que tenga como horizonte político, más allá de sus prácticas cotidianas concretas y locales, una transformación de las relaciones sociales a gran escala. En aras de evaluar el potencial democratizador de la gestión y provisión del cuidado desde lo común, se reflexiona sobre dos ejemplos concretos de experiencias de ejercicio, organización y gestión de cuidado en común: los grupos de crianza compartida y las redes de semillas.
Aproximación a la Economía de los Comunes desde el feminismo Desde la década de los años noventa los commons o bienes comunes han ido ganando popularidad en el terreno de la academia, así como en el de la política, emergiendo como campo de reflexión y acción, compartido entre múltiples disciplinas y movimientos sociales, en oposición a los procesos de privatización, mercantilización y depredación desarrollados por los poderes públicos y fuerzas privadas, a partir de la generalización de las políticas neoliberales en los años ochenta. Inspirada en una interpretación analógica de los movimientos de desposesión que caracterizaron el origen del sistema capitalista, la referencia al concepto se traduce, según Laval y Dardot, en:
« […] todo aquello que podría convertirse en blanco de las privatizaciones, de los procesos de mercantilización, de los pillajes y destrucciones llevadas a cabo en nombre del neoliberalismo y tomándolo como excusa. Hoy en día, la palabra en cuestión ha adquirido un valor crítico, se ha convertido en el significante que se puede oponer a la gran apropiación de las riquezas característica de los últimos decenios» (2015: 110).
Estas incluyen recursos, actividades y prácticas diversas como los bienes y recursos naturales, el patrimonio cultural, espacios y servicios públicos, derechos y relaciones sociales, así como instituciones educativas y de la comunicación y la creación intelectual y científica. La denuncia de un nuevo cercamiento de todas estas riquezas permite visibilizar una tendencia inherente al capitalismo contemporáneo. En un contexto de neoliberalismo crecientemente globalizado generador de desigualdades ante la impasividad de los Estados, por un lado, y tras el descrédito del modelo del Estado burocrático, por el otro, la noción de los comunes ha permitido, tanto en el plano teórico como en el práctico, pensar modelos sociales e institucionales de producción y reproducción más allá del Estado y del mercado, por un lado, y ha facilitado propuestas de formas institucionales alternativas, surgidas de la capacidad de las comunidades para la autoorganización y la cooperación, en aras de reducir las desigualdades en su seno y asegurar la sostenibilidad tanto natural como social de los recursos en el tiempo (véase Nightingale 1998, 2002; Ostrom, 2011 [1990]; Barbagallo y Federici, 2012; Barbagallo y Beuret, 2012; De Angelis, 2012; Calle Collado, 2013; D’Alisa, 2013; Federici, 2012; Subirats, 2013; Gutiérrez-Aguilar, 2014; Laval y Dardot, 2015; Laville, 2015). Lo común, simultáneamente recurso y relación, designa el principio político de una coobligación para todas aquellas personas comprometidas con una misma actividad y que participan en ella mediante la producción de normas morales y jurídicas reguladoras (Laval y Dardot, 2015: 29). El término de commons o bienes comunes, por otro lado, se refiere a lo que los seres humanos comparten en la naturaleza y en la sociedad, y que debería ser preservado en el presente y en el futuro (Shaw, 2014). La gestión de estos bienes no está basada en la búsqueda del beneficio económico ni en la rentabilidad, sino que, por definición:
«Lo que da sentido a la reunión de […] diferentes aspectos de los comunes en una designación única es la exigencia de una nueva forma de gestión “comunitaria” y democrática de los recursos comunes, más responsable, más duradera y más justa» (Laval y Dardot, 2015: 111).
Visto desde un prisma de alternativa económica, una economía para los bienes comunes busca una intensificación de la democracia y de la sustentabilidad de las prácticas y los valores que la constituyen, en aras de potenciar el bienestar colectivo (Calle Collado, 2014). Sin embargo, si adoptamos una perspectiva feminista, cabe preguntarse también sobre las maneras y los grados en que la gestión comunal de un recurso puede exacerbar o reducir las desigualdades de género presentes en una comunidad determinada. Si bien, la gestión comunal de bienes y recursos busca promover una mayor participación y cooperación en sus procesos, diversas autoras provenientes del feminismo y del institucionalismo crítico han señalado desde finales de la década de los años noventa que a menudo instituciones aparentemente participativas pueden, en la práctica, excluir a importantes sectores de una comunidad, entre ellos las mujeres, mediante lo que Bina Agarwal (2001) viene a denominar participatory exclusions. Así, las exclusiones de la participación pueden ser resultado no solo de las normas específicas existentes de gestión y uso de los recursos en común sino también de relaciones de poder y desigualdades sociales previamente existentes y sistémicas. Otras autoras como Nightingale (1998, 2002), Crow y Sultana (2002) y Gupte (2004) se han sumado a Agarwal en la denuncia de la exclusión específica sufrida por las mujeres en múltiples experiencias de gestión comunal y comunitaria de recursos en lugares como India, Nepal o Bangladesh. Entre los principales factores que dificultan la participación real y equitativa de las mujeres en la gestión y el disfrute de los recursos, Argawal (2001) señala:
i. las normas de pertenencia a la comunidad y a la gestión del recurso; ii. las normas sociales que condicionan la segregación por género del espacio público, la división sexual del trabajo o normas compartidas de comportamiento marcadas por el género; iii. las percepciones sociales sobre las capacidades y habilidades de las mujeres; iv. el grado de control de las estructuras comunitarias por parte de los hombres; v. las dotaciones y atributos de las mujeres, y vi. las dotaciones y atributos de los hogares a los que las mujeres pertenecen. 
La exclusión resultante de estos factores, defiende Argawal, no solo tiene un impacto negativo en la eficiencia de la gestión del recurso sino sobre todo en el grado de equidad de género presente en la comunidad. Así, las mujeres suelen tener mucha menor presencia que los hombres en los procesos de toma de decisiones y disfrute de los frutos y beneficios resultantes de los recursos gestionados en común. Las mujeres, además, a menudo ven cómo decisiones tomadas por los líderes de la comunidad, mayoritariamente hombres y quienes suelen obviar la división sexual del trabajo imperante y las necesidades específicas de las mujeres, repercuten en un incremento de su carga global de trabajo y en un deterioro de otros aspectos como su autonomía económica o su salud. Si bien la mayoría de los estudios citados que aplican una perspectiva de género corresponden a experiencias mayoritariamente rurales en el Sur global, y concretamente en el sur de Asia, en la actualidad emergen estudios que aplican marcos analíticos similares a experiencias de gestión comunal de recursos en países occidentales. Por ejemplo, Eloísa Piñeiro (2015) analiza en un contexto rururbano de los montes comunales gallegos, hasta qué punto la propiedad comunal garantiza el uso y el acceso para el conjunto de la comunidad, incluyendo a las mujeres. Piñeiro concluye que tanto las normas de pertenencia como las normas sociales imperantes en torno a la división sexual del trabajo, la segregación por género en el espacio público y las normas de comportamiento marcadas por el género dificultan la participación de las mujeres en la gestión de los montes. Tal y como advierte Maria Mies (2014), no hay bienes comunes sin comunidad. Las posibilidades de organizarse y cuidar en común disminuyen a medida que se refuerzan las condiciones materiales y simbólicas que dificultan la existencia de comunidades cohesionadas y cooperativas. Así, En ese sentido, cabe destacar el trabajo realizado desde los movimientos del feminismo comunitario en América Latina, donde organizaciones tales como la Comunidad Mujeres Creando Comunidad de Bolivia o sus hermanas en México, han realizado una revisión y deconstrucción social desde la perspectiva feminista sobre la cosmología tradicional de sus comunidades. En esta labor se analiza y concluye que el hecho de vivir en comunidad o gestionar en colectivo no trae por sí mismo una equidad en el reparto de las tareas, ya que la interpretación de la cosmología de los pueblos ancestrales en numerosos territorios ha sido patriarcal y ha reducido a menudo la existencia de las mujeres a “lugarcitos de pataleo sin transcendencia”, a un “mini sector” dentro de la comunidad o a un problema entre tantos otros más importantes. En definitiva, incluso en esos contextos las mujeres a menudo son concebidas como “una minoría sin mucha importancia que siempre puede esperar” (Paredes, 2013). En su análisis, se realiza una crítica al neoliberalismo como proceso colonizador, basado en la eliminación de los servicios sociales que han sido sustituidos por el trabajo de las mujeres, que impone el individualismo y pretende romper cualquier construcción o mirada comunitaria. En esta crítica se sitúan también respecto al feminismo occidental, sintiéndolo como aliado, pero reprochándole a la vez su perspectiva de las personas como sujetos individuales y su ausencia de posicionamiento respecto a lo comunitario. Mientras que en Occidente el feminismo ubicó a las mujeres ante los hombres, el feminismo comunitario afirma que “no queremos pensarnos frente a los hombres, sino pensarnos mujeres y hombres en relación a la comunidad” (Paredes, 2013). Esta definición, tal y como se apuntaba anteriormente, pasa necesariamente por una deconstrucción de la cosmología sobre la que se construyen sus comunidades. En esa deconstrucción se revisa su principio, el chacha-warmi, que plantea al hombre y la mujer como par complementario, interpretado desde la mirada patriarcal, como par machista y jerárquico, y de pareja heterosexual. El feminismo comunitario reconceptualiza este par como interdependiente, representativo de dos realidades presentes en la comunidad, con identidades autónomas, pero que han de relacionarse de igual a igual para alcanzar un equilibrio, para construir y constituir una identidad común. Esta reconceptualización, así como la denuncia de género que realiza, plantean la comunidad como el punto de partida y de llegada para su transformación hacia otra forma de entender, organizar la sociedad y vivir la vida. En ese contexto el eje es el principio de alteridad, que significa que no todo empieza y termina en nosotras mismas como seres individuales. Con todo ello, se entiende la comunidad como algo vivo, dinámico, que se mueve y relaciona a su vez en complementariedad con otras comunidades a lo largo de los diferentes espacios y territorios. El desarrollo de esta propuesta se materializa en un nuevo marco conceptual que entiende la comunidad como un ámbito dinámico compuesto de cinco campos de acción: cuerpo, espacio, tiempo, movimiento y memoria; los cuales se encuentran en una intersección e interrelación constantes y se realimentan entre sí. Los cuerpos, en primer lugar, permiten realizar intervenciones en torno al comer bien, el placer, la sexualidad, la libre maternidad o la no discriminación. El espacio, en segundo lugar, se entiende como el campo vital para que el cuerpo se desarrolle y la vida se mueva y se promueva. Comprende lo tangible y lo intangible, como el espacio político o cultural. El espacio, además, se divide en dos dimensiones: una vertical, que recoge la parte espiritual donde estarían las antepasadas, las semillas, las raíces, los recursos naturales y las energías; otra horizontal, que recoge la extensión de la tierra y el territorio de la comunidad. Aquí se incluyen la tierra y el territorio, la vivienda, la calle, los recursos naturales, lo político, la producción, la economía, la justicia, el conocimiento, las migraciones, las autonomías. En tercer lugar, el tiempo se entiende como una condición para la vida. En esta dimensión se comprende el concepto de cotidianidad como un movimiento cíclico sin el cual la vida no puede subsistir. Frente a la lógica patriarcal, en la que lo cotidiano se suele asociar a lo secundario y sin trascendencia, asignado a las mujeres, y lo trascendente se asigna al hombre, aquí se incluyen compartir el trabajo doméstico, tiempo para la participación política, tiempo para la salud, para estudiar, para la maternidad, para descansar. El movimiento, en cuarto lugar, es una de las propiedades de la vida que garantiza la subsistencia, construyendo organización y propuestas sociales. El movimiento permite construir un cuerpo social, un cuerpo común que lucha por vivir y por vivir bien. En este eje se incluye todo lo que tenga que ver con fórmulas organizativas, garantías de derechos, representación y autorrepresentación, alianzas o complementariedad horizontal entre mujeres. Finalmente, la memoria, las raíces originarias locales y que construyen identidad, permite reconocer a las mujeres de las comunidades y valorarlas a ellas, a sus aportes y saberes y a toda la riqueza de conocimientos de nuestras antepasadas que hoy hay que recuperar, pero también la producción de nuevos conocimientos para un futuro. Aquí se encuadran las sabidurías de las mujeres, la producción, la salud, la organización, la recuperación de las lenguas originarias, la participación en la educación o el derecho a estudiar para escribir y crear conocimientos. Esta conceptualización visibiliza todas las vertientes que componen los cuidados en sus cinco ámbitos distintos: desde el derecho a la salud y la no violencia en el ámbito del cuerpo, pasando por el ocio o la ruptura de la división sexual del trabajo en el ámbito del tiempo, hasta el reconocimiento de los saberes de las mujeres en el ámbito de la memoria. En este sentido, el feminismo comunitario pone de manifiesto la necesidad y la posibilidad real de repensarnos en nuestras realidades, creando nuevas perspectivas y nuevas epistemologías en las que situar nuestras vidas y el cuidado como parte imprescindible de ellas. Los estudios y las prácticas de bienes y recursos gestionados en común no solo han evolucionado en función del análisis de su potencial inclusivo o excluyente para con las mujeres, sino también en relación al tipo de recurso gestionado. Si bien históricamente han estado centrados en la gestión y propiedad de recursos naturales, recientemente se ha extendido a otros ámbitos y tipos de bienes (tanto materiales como relacionales) como el de las nuevas tecnologías, el conocimiento y, entre otros, la producción y el consumo de alimentos, en contextos rurales y urbanos. El ámbito de los cuidados no ha permanecido ajeno a esta evolución en el debate en torno a los comunes. La crisis en numerosos países del Estado de Bienestar en las últimas décadas se ha traducido en una drástica reducción de la inversión social pública la cual, combinada con la masiva incorporación de mujeres al mercado laboral sin una ruptura de la división sexual del trabajo, ha generado una crisis reproductiva (Barbagallo y Federici, 2012). Ante esta entrada en crisis de la organización tradicional del cuidado, Silvia Federici (2012) señala la urgencia de redistribuir la “riqueza común” hacia los cuidados, así como de crear formas cooperativas y colectivas de reproducción y, en definitiva, politizar la lucha por el cuidado y ubicarla en la agenda de los movimientos en pos de la justicia social (véase también Pérez-Orozco, 2016). Otros autores como Subirats (2013) plantean que existen múltiples aspectos generadores de una vida digna de ser vivida que no deberían dejarse en manos del ánimo de lucro, y ello plantea la cuestión de la creación de estructuras socioeconómicas para articular la responsabilidad colectiva en el sostenimiento de dicha vida (véase REAS Euskadi, 2014). Estos y otros autores se refieren a la necesidad de redefinir (y reapropiarse de) las esferas de la producción colectiva de la vida material y, a su vez, abrir horizontes hacia la reapropiación de la riqueza común (véase Gutiérrez-Aguilar, 2014) e indican que “el poder de los comunes empieza en los poderes sociales que movilizamos para reproducir materialmente y cuidar afectivamente de nosotros mismos” (De Angelis, 2012: xv). En el terreno práctico, en la actualidad se están desarrollando en Italia, tal y como relata Federici, modelos de vida comunales basados en “contratos solidarios”, impulsados por personas mayores agrupándose para evitar ser institucionalizadas, cuando no pueden contar con apoyo público en su domicilio ni pueden recurrir a familiares o contratar a una persona que les cuide. En Estados Unidos surgen “comunidades de cuidados” formadas por jóvenes activistas que aspiran a socializar y colectivizar la experiencia de la enfermedad y el trabajo de cuidados (2012: 222). En el Estado español, algunas de las experiencias recientes más significadas las constituyen las cooperativas de personas mayores como La Muralleta en el Vendrell o Trabensol en Madrid, las cuales buscan satisfacer las necesidades vitales y de cuidado de las personas mayores en comunidad. Cabe destacar, por otro lado, la aparición de numerosos grupos de crianza compartida en puntos destacados del Estado español como la ciudad de Barcelona. Además, mujeres en otros lugares del mundo han liderado esfuerzos para colectivizar el trabajo reproductivo como herramienta para economizar sus costes, para protegerse mutuamente de la pobreza o para ensayar organizaciones alternativas del cuidado. Algunos ejemplos destacados que describe Federici, son las cocinas comunes que las mujeres de Chile y Perú construyeron durante los años ochenta cuando una elevada inflación les impedía afrontar la compra individual de alimentos (2012: 252) o las madres comunitarias en Bogotá (Colombia), grupo comunitario dedicado al cuidado de la infancia y que lleva más de dos décadas luchando para que el Estado colombiano reconozca la relevancia del trabajo de cuidados (Barbagallo y Federici, 2012). La creación de redes comunitarias de cuidado y reproducción ha formado parte de las reivindicaciones feministas desde hace años, si bien no ha sido llevada a cabo a gran escala hasta el momento. El desplazamiento de los cuidados hacia lo “común” puede contribuir a superar los límites de los repartos de las responsabilidades hacia el cuidado a escalas meramente familiares y de instalar el cuidado y la reproducción como actividades asumidas por amplios sectores de las comunidades y de la sociedad, más allá de los intereses de los mercados y/o de los vaivenes de un Estado cada vez más subordinado a estos. 
Pensando los bienes y los cuidados Numerosos autores han dividido los bienes en distintas categorías a partir de sus supuestas propiedades (Ostrom, 2011 [1990]; Bravo, 2011; Vatn, 2005; D’Alisa, 2013; Stahel, 2013). Stahel, por ejemplo, habla de bienes de libre acceso, de bienes comunes, de bienes públicos y bienes privados. Las características a partir de las que establece su clasificación son: el tipo de propiedad social mediante la que se rigen los bienes, su lógica organizativa, la escala y complejidad de su funcionamiento, el sistema de evaluación y toma de decisiones, así como las recomendaciones políticas resultantes. De acuerdo con la categorización de Stahel, los bienes comunes estarían regidos por propiedad comunal y gestionados por la autoorganización social a pequeña escala, mediante mecanismos de toma de decisiones participativa. Otro de los sistemas de categorización de bienes más extendido en la ciencia económica ha sido el que los organiza en cuatro tipologías distintas (bienes públicos, bienes comunes, bienes de club y bienes privados) a partir de dos propiedades principales (la rivalidad y la exclusividad). Así, en primer lugar, un alto grado de rivalidad significa que el uso o la compra de un bien o un servicio por parte de un individuo reducen la cantidad disponible de los mismos para el consumo de otras personas. Un bajo nivel de rivalidad, en contraste, comporta que un bien o un servicio pueden ser consumidos o utilizados por un gran número de personas sin que esto disminuya la cantidad disponible para el resto. En segundo lugar, un alto grado de exclusividad significa que quien produce o posee un bien o un servicio puede impedir su acceso a toda persona que se niegue (o no tenga la capacidad de) a comprarlo por el precio exigido. En cambio, un bajo nivel de exclusividad corresponde a bienes o servicios que no pueden ser reservados por quienes los producen o los poseen a aquellas personas dispuestas (o capaces de) a pagar por él.

Figura 1. Categorización de bienes
Rivalidad Baja Alta
Exclusividad
Baja Bien público Bien común Alta Bien de club Bien privado Fuente: Elaboración propia a partir de D’Alisa (2013) y Laval y Dardot (2015)

A modo de ilustración, un bien público, en primer lugar, de baja rivalidad y baja exclusividad, lo puede constituir un sistema universal de salud. En el extremo opuesto, un bien privado sería cualquier mercancía o servicio adquiridos en el mercado (por ejemplo, un seguro privado o una plaza en una residencia privada) y presenta una alta rivalidad y una alta exclusividad. Las tipologías de bienes de club y bienes comunes constituyen modelos mixtos o híbridos. Los bienes de club presentan un bajo nivel de rivalidad y un alto grado de exclusividad ya que, si bien su consumo individual exige la realización de un pago, no se ve perjudicado por el consumo de otros individuos. Un ejemplo de bien de club lo puede constituir cualquier servicio que requiera el pago de una cuota, como la atención domiciliaria a las personas en situación de autonomía funcional restringida. Los bienes comunes se caracterizan por una baja exclusividad y una alta rivalidad y su uso es difícilmente restringible, salvo mediante el establecimiento de reglas de uso para evitar su agotamiento o saturación. Ejemplo de ello pueden serlo algunas de las experiencias de cuidado comunitario introducidas previamente. Ante esta clasificación, sin embargo, es importante destacar que el término común o commons se refiere a las formas institucionales que gobiernan o gestionan los bienes o recursos, así como a los objetivos políticos de dichas instituciones, y no a los bienes o recursos en sí. Un mismo tipo de recurso puede ser gestionado simultáneamente de manera pública, común y privada (Nightingale, 1998). Por otro lado, autores como D’Alisa (2013) no descartan que, en base a procesos tecnológicos, económicos o de otro tipo, un determinado bien público o común, por ejemplo, puede verse sometido a un proceso de privatización o devenir un bien de club, o viceversa. Ahondando en el carácter histórico (y, por tanto, no natural) de la gestión y propiedad de los bienes, autores como Ostrom (2011 [1990]) o Laval y Dardot (2015) recuerdan que los bienes no son comunes, ni públicos ni privados de forma intrínseca sino que pueden ser gestionados de una manera u otra, en función de condiciones sociales y políticas concretas y como resultado de transformaciones en las relaciones sociales. En este sentido, cabe señalar respecto a los cuidados que estos no han sido ni son siempre organizados, gestionados y/o administrados de la misma manera y, por lo tanto, son ilustrativos de la diversidad y/o transformación histórica en la gestión de un bien o un servicio determinado, en función del contexto políticoeconómico y social. Simone de Beauvoir lo dejó bien claro: “El equilibrio de las fuerzas productoras y reproductoras se realiza de forma diferente en los distintos momentos económicos de la historia humana” (2001 [1949]: 98) y condiciona las relaciones de clase, de género e intergeneracionales. Dicho de manera más concreta, como respuesta a transformaciones políticas, económicas y culturales en distintos contextos, los cuidados han sido gestionados como bienes públicos, bienes privados y bienes de club, llegando incluso a adoptar múltiples formas de manera simultánea y/o formas en las que se solapan diferentes diseños institucionales. Dichas formas son condicionadas por la existencia de desigualdades determinadas y, a su vez, pueden generar desigualdades o, por el contrario, promover una mayor igualdad. Así, si bien existe en el Estado español una consolidada tradición de un sistema público de salud universal, la atención a los y las niñas más jóvenes y a las personas mayores ha sido solo recientemente, y de manera parcial, asumida por el sector público, y el sector de la beneficencia y el mercado han conformado sus espacios mayoritarios. En el caso de la atención a las personas mayores en situación de autonomía funcional restringida, la “Ley de promoción de la autonomía personal y atención a las personas en situación de dependencia” (lAPAD) abre la puerta en el año 2006 al cuidado como derecho subjetivo, aunque ello no excluye que el cuidado sea en la actualidad gestionado y administrado mediante vías privadas/ mercantiles y que, si tomamos en cuenta los copagos introducidos por la lAPAD, se asemeje a lo que se ha denominado anteriormente un “bien de club” o incluso a un bien privado. Si analizamos todo ello desde una perspectiva feminista, además, la categorización habitual de bienes expuesta en la Figura 1 presenta una doble (y grave) carencia. En ella se echa de menos tanto una tipología de bien como una categoría analítica y política a la que someter a cada uno de los tipos de bienes en función de su gestión. Si reflexionamos sobre la manera en que múltiples procesos reproductivos encajan (o no) en la categorización, según su gestión por parte de diferentes actores sociales, echamos de menos una quinta tipología de bien, el bien familiar, ya que es esta categoría la que mejor los ha caracterizado históricamente y los sigue caracterizando en la actualidad. La ausencia de esta categoría en las clasificaciones convencionales apenas sorprende ya que la ciencia económica se ha caracterizado por su exclusión del ámbito doméstico y de los cuidados de sus análisis. La incorporación de esta quinta tipología no solo obliga a visibilizar las funciones fundamentales para la sociedad que desde la familia (y en ella particularmente las mujeres) se llevan a cabo en forma de cuidados y otros trabajos reproductivos, sino que también contribuye a prestar atención a las divisiones sexuales del trabajo y las relaciones de poder existentes en torno a su provisión y recepción (véase Molyneux, 2002; Bezanson, 2006). Ello recuerda la necesidad de introducir una tercera categoría analítica, más allá de la exclusividad y la rivalidad: la horizontalidad de las relaciones sociales generadas en torno a la gestión de un bien determinado. Esta tercera categoría visibiliza la importancia de tener en cuenta el tipo de relaciones de poder que se generan en la gestión de los bienes o que se encuentran en su origen o las participatory exclusions a las que antes hacíamos alusión. Ello es de enorme importancia y también, tal y como se ha expuesto anteriormente, una carencia significativa en el estudio de los comunes, el cual no solo ha tendido a ignorar las relaciones de género presentes en cualquier situación social, sino que también ha caído en una “ocultación de la cuestión del poder en cada ‘comunidad’” (Laval y Dardot, 2015: 178). Ante estas omisiones, realizamos en la Figura 2 una propuesta alternativa de categorización de las distintas tipologías de bienes, desde una perspectiva feminista, mediante la incorporación de un quinto tipo de bien (el bien familiar) y de una tercera propiedad (el grado de horizontalidad de las relaciones sociales, particularmente las de género, y las relaciones de poder presentes en su producción y su gestión). Incorporamos, a su vez, las diferentes responsabilidades resultantes:
Figura 2. Categorización feminista de bienes
Rivalidad Baja Alta
Exclusividad Alta
Bien público Bien común
Alta Horizontalidad
Responsabilidad pública Responsabilidad colectiva
Baja
Bien de club Bien privado Bien familiar
Baja
Responsabilidad pública/ Responsabilidad individual
Responsabilidad individual
Responsabilidad familiar (femenina)
Fuente: Elaboración propia

Hacia una democratización de los cuidados

Desde una perspectiva feminista, las relaciones de poder y las desigualdades sociales se sitúan tanto en los orígenes de la provisión de cuidados como en su desenlace, por un lado, y, como expresa Amaia Pérez Orozco (2010), en la doble faceta de los cuidados que se reciben y de los que se proveen.  Desde la perspectiva de las personas proveedoras de cuidados, su ubicación histórica en el ámbito de la familia se ha dado de manera paralela a una división sexual del trabajo y ha generado una enorme presión social hacia la especialización femenina en su realización. Presentada a menudo como resultado del altruismo inherente a las mujeres, la especialización femenina en los cuidados ha sido causada por las desigualdades de género existentes dentro y fuera de los hogares y ha reforzado, a su vez, importantes desigualdades de género en otros ámbitos, como son la presencia de mujeres en el mercado laboral en desigualdad de condiciones respecto a los hombres, su menor participación en otros espacios de la esfera pública como la política y su limitada libertad para diseñar recorridos vitales, formativos y laborales autónomos. La identificación social del cuidado como una responsabilidad exclusivamente familiar y femenina, a su vez, ha prevenido tradicionalmente la implicación de otros actores sociales en su provisión y lo ha mantenido recluido en la privacidad e invisibilidad de los hogares. Dicho esto, incluso cuando la responsabilidad por el cuidado ha sido (parcialmente) adoptada por otros actores como las administraciones públicas o el sector mercantil, ello no ha sido garantía de un proceso de democratización de los mismos. En lo que respecta a la responsabilidad pública hacia el cuidado, cuando esta está presente lo está de manera claramente insuficiente y sin superar su feminización y desvalorización histórica, tal y como reflejan las ínfimas cantidades concedidas en la actualidad en el Estado español para el cuidado de hijos e hijas menores de tres años o las prestaciones dirigidas a la atención a personas en situación de autonomía funcional restringida. La provisión de servicios de cuidado mediante mecanismos tanto públicos como privados, por otro lado, además de no cuestionar la división sexual del trabajo ni los estereotipos androcéntricos imperantes, se traduce a menudo en salarios de pobreza y condiciones laborales profundamente precarias. Desde la perspectiva de las personas receptoras de cuidados, la reclusión histórica de estos en el ámbito familiar ha hecho que, a falta de la presencia de familiares, habitualmente femeninos, dispuestos o capaces de cuidar, la única alternativa fuera a menudo la beneficencia. La asunción de algunas responsabilidades hacia el cuidado por parte de las administraciones públicas ha resuelto el problema solo parcialmente. Si bien, por ejemplo, la tendencia reciente hacia la permanencia de las personas mayores con necesidad de atención en sus propios hogares y entornos resuelve los problemas de desarraigo ocasionados por su institucionalización, se caracteriza a menudo por bajas prestaciones, la existencia de copagos y servicios insuficientes que, desde la perspectiva de las personas receptoras de cuidados, no se adaptan a sus situaciones y necesidades específicas. El sector mercantil del cuidado, por otro lado, se erige en los últimos años como un importante nicho de negocio e intenta suplir algunas de las carencias sufridas por su homólogo público, en materia de calidad y especificidad. Comporta, sin embargo, altos niveles de exclusión en función de la renta de las personas con necesidad de cuidados, y solo ciertos sectores socioeconómicos pueden acceder a él. En cuanto al cuidado y la salvaguarda de las semillas presentan a su vez ciertas especificidades. Como resultado de los procesos de desposesión y privatización a los que se han visto sometidas, resulta difícil clasificar las semillas a partir de las tipologías clásicas de bienes. Sin embargo, dada su baja rivalidad (al tener la capacidad de reproducirse, su uso por parte de una persona determinada no condiciona el uso por parte de otros sujetos) y su baja exclusividad (históricamente no se ha accedido a ellas mediante un precio sino a través del intercambio) durante mucho tiempo han respondido a la definición de bien público. Por otro lado, el protagonismo tradicional de las mujeres en la preservación de las semillas permite caracterizarlas como bien familiar, mientras que los procesos clásicos de desposesión a los que se han visto sometidas las han convertido en bienes privados y, por otro lado, la emergencia de redes de semillas las convierte en un bien común. 

Ante este escenario, ¿qué ventajas puede proporcionar una organización y gestión del cuidado en común? En base a la constatación de las carencias democráticas existentes en la actual organización del cuidado, a continuación indagamos sobre el potencial que el ámbito de lo común ofrece para su posible democratización. Lo hacemos a partir de un marco analítico y político concreto —la democratización de los cuidados— y mediante la exploración de dos experiencias de provisión de cuidados: los grupos de crianza compartida y las redes de semillas.  Tal y como se ha planteado anteriormente, la democratización de los cuidados propuesta aquí pasa por un movimiento múltiple: i) la socialización de su responsabilidad más allá del ámbito familiar; ii) el retroceso en la división sexual del trabajo que caracteriza su organización actual; iii) el reconocimiento de la centralidad social que, desde la perspectiva de la Economía Feminista, debería tener en cualquier modelo económico y social que se considere sostenible; iv) el impulso de un empoderamiento colectivo que tenga como horizonte político, más allá de sus prácticas cotidianas concretas y locales, una transformación de las relaciones sociales a gran escala. En aras de explorar el potencial del “cuidado en común” para promover esta democratización en situaciones específicas, a su vez, resulta necesario desgranar estas cuatro nociones en dimensiones más concretas. De este modo, los cuatro ejes presentados de la democratización de los cuidados están constituidos, a su vez, de diversas dimensiones. En el caso de la socialización de la responsabilidad hacia el cuidado, esta incluye un desplazamiento físico y social hacia la comunidad, las administraciones públicas y el sector privado con o sin ánimo de lucro. Contempla también una reducción del aislamiento social en el que suele tener lugar la recepción del cuidado, la cual sería transversal a las tres dimensiones anteriores. En lo que se refiere a la eliminación de la división sexual que caracteriza la realización del cuidado, se incluye una implicación equitativa entre hombres y mujeres en el cuidado, tanto en el marco de la familia como en el de la comunidad, las administraciones públicas y el sector privado con y sin ánimo de lucro. En tercer lugar, el reconocimiento social de la centralidad del cuidado pasa por su valorización simbólica y social, la garantía de un acceso universal a un cuidado de calidad desde la singularidad y diversidad de experiencias presentes en la sociedad y la garantía de que la provisión del cuidado no es realizada a costa de los derechos de ninguna otra persona (véase Pérez-Orozco, 2016). Finalmente, el impulso de un empoderamiento colectivo que tenga como horizonte político, más allá de sus prácticas cotidianas concretas y locales, una transformación de las relaciones sociales a gran escala se refiere a la capacidad de las prácticas comunitarias de generar procesos de politización del cuidado, en un sentido amplio, y de construir redes supralocales con el objetivo de tener una incidencia de cambio global. 
El potencial democratizador de los grupos de crianza compartida El abordaje por parte de las ciencias sociales al crecimiento de experiencias de crianza alternativas a las dominantes durante los últimos años ha sido más bien escaso, en comparación con el realizado desde las ciencias del comportamiento o las ciencias de la salud (véase Keller, 2015; Puig y Segura, 2015). Ante esta carencia, un estudio sistemático de nuevas formas de crianza puede alimentar múltiples debates en marcha en disciplinas como la sociología o la economía, como por ejemplo la transformación contemporánea de los roles de género, la reconfiguración de los servicios públicos en contextos de crisis económica o la revisión de la organización social de los cuidados impulsada por el feminismo. Los grupos de crianza compartida se sitúan entre estas experiencias emergentes y se presentan como una alternativa al sistema público y al privado de cuidados impulsados por familias en aras de conseguir una organización del cuidado de sus hijos e hijas, más acorde a sus necesidades y creencias. En este sentido, las personas partidarias de la crianza con apego entienden que:
«La relación de apego que se establece durante la infancia entre el niño y sus cuidadores, sean estos su padre, su madre o cualquier otra figura, tiene repercusiones de por vida en la forma de relacionarse con los demás» (Montesi, 2015: 2).
Los grupos de crianza compartida conllevan una responsabilización directa por el cuidado y su traslado de los hogares y el ámbito de lo privado hacia nuevos lugares. Estos nuevos lugares son, tal y como expresa Christel Keller:
« […] lugares híbridos, ni públicos ni privados, una suerte de prolongación de las relaciones familiares que va más allá de los lazos de parentesco y que se da fuera de los hogares» (2015: 29).
Los grupos de crianza compartida suelen surgir de redes de afinidad, de amistad o comunitarias provenientes de grupos de preparación al parto o de acompañamiento al posparto, grupos de yoga para madres, grupos de lactancia o cualquier otro espacio dirigido a madres. Suelen estar conformados por entre 5 y 12 familias aproximadamente, ya que una de sus prioridades es claramente conformar un modelo de crianza y cuidado a pequeña escala y con un alto grado de contacto entre niños/as y adultos. Algunos de los grupos recurren a la contratación de una educadora profesional, quien se encarga de dinamizar la actividad cotidiana del grupo. A falta de realizar un análisis más exhaustivo de las implicaciones que los grupos de crianza tienen para una organización alternativa de los cuidados, se puede afirmar de manera tentativa, tal y como hace Keller, que contribuyen a una socialización de los cuidados, ya que constituyen una resolución colectiva de la necesidad de cuidados presente en un número determinado de familias, desplazando una parte del cuidado desde los hogares hacia espacios comunitarios creados en común. 

Contribuyen, a su vez, a promover una reducción del aislamiento en el marco del hogar, en el que la crianza puede ser llevada a cabo mediante la creación de relaciones interpersonales, el intercambio de información y la generación de dinámicas de apoyo:
«Queríamos crear un grupo, un espacio […] Nosotras tenemos un lema que dice que se necesita una tribu para criar a un niño. E inicialmente nos reuníamos […] para compartir todas las cosas que nos acompañan en torno a la maternidad. Todo lo que nos va pasando como madres y como mujeres. A mí […] me ha ayudado mucho […] porque cosas que quizá fuera o los médicos te dicen […] aquí coincides mucho más. Y es un acompañamiento personalizado. Y [o] los consejos que recibía y las experiencias del resto de madres son lo más valioso que me han aportado para estar con mi hija».40 
Cabe preguntarse, sin embargo, hasta qué punto esta socialización va más allá de su desplazamiento físico hacia otro espacio, la posible contratación de un profesional y la puesta en común de la crianza por parte de un número limitado de familias. Es decir, cabría profundizar más si se da una socialización real más allá de los y/o las progenitoras de los niños y niñas mediante la implicación de otros familiares, vecinos, amigos y otros miembros del entorno comunitario y qué ocurre con el resto de tareas de cuidado que tienen lugar fuera del marco del grupo. Un segundo elemento a tener en cuenta a la hora de evaluar el potencial democratizador de los grupos de crianza es el grado en que promueven una reducción de la división sexual del trabajo en torno al cuidado. En este sentido, tanto la literatura (Keller, 2015; Montesi, 2015) como los datos recogidos por Ezquerra (2016) indican que los grupos suelen estar impulsados y compuestos de manera claramente mayoritaria por mujeres. Si bien las participantes tienden a utilizar un discurso equitativo en lo que se refiere a la implicación de hombres y mujeres en el proceso de crianza, la realidad apunta que son de manera desproporcionada las madres (y a veces las abuelas) las que acaban implicándose en el funcionamiento de los grupos. La participación mayoritariamente femenina a veces es fruto de que estas se encuentran en una situación de desempleo o de empleo parcial o flexible. En otros casos, las madres explican que son ellas las que tienen una mayor capacidad de flexibilizar o reducir sus horas de dedicación laboral y, por lo tanto, implicarse de manera intensiva en la crianza y en el grupo41  (Keller, 2015; Ezquerra, 2016). Ello significa que únicamente las familias que puedan permitirse económicamente que uno de sus miembros adultos (probablemente la mujer) reduzca o flexibilice su implicación laboral podrán decidir participar en un grupo y un modelo de crianza de estas características. Por otro lado, no se puede perder de vista los impactos negativos que una flexibilización o reducción de la jornada laboral, así como una interrupción de la trayectoria laboral de las mujeres, generan en el 

40 Entrevista a grupo de crianza compartida en Barcelona. Original en catalán. Traducción propia. 41 Notas de campo. Grupo de Crianza en Barcelona. Original en catalán. Traducción propia.  

salario indirecto y diferido de las mujeres. Ello contribuye de manera inevitable a profundizar procesos actualmente existentes como la feminización de la pobreza y la precariedad. En definitiva, y a la espera de profundizar sobre las elecciones que cada familia toma en referencia a la implicación de hombres y mujeres en la crianza de sus hijos e hijas, en el contexto específico de participación en estos grupos, se puede concluir de manera tentativa que estamos ante una reproducción bastante robusta de la división sexual del trabajo existente en el cuidado de la infancia en el resto de la sociedad, así como de la especialización de las mujeres en los cuidados. Una tercera cuestión a tomar en consideración es la medida en que los grupos de crianza pueden promover un reconocimiento de la centralidad social del cuidado. La creación de grupos de crianza compartida responde de manera frecuente a una motivación ideológica de poner, lo que se entiende por sostenibilidad de la vida, en el centro del proceso de crianza y de generar alternativas basadas en este principio al actual sistema público y privado de escuelas infantiles, las cuales se considera que cumplen en la actualidad más una función de facilitar que padres y madres estén activos en el mercado laboral, que de garantizar un cuidado de calidad a la infancia (Keller, 2015; Ezquerra, 2016). Ante este escenario se busca generar un modelo alternativo en la línea de la crianza respetuosa que pasa a su vez por una fuerte implicación de los padres y, particularmente, de las madres. Los grupos de crianza buscan, en este sentido, promover una valorización social de los cuidados considerándolos una actividad de gran prioridad: en ellos los cuidados no se organizan en función de las necesidades del mercado o las obligaciones laborales de los padres y las madres, sino que son estas últimas las que se adaptan a la necesidad de cuidados existente. Existen otros elementos a tener en cuenta, sin embargo, en el ámbito del reconocimiento de la centralidad social del cuidado realizado por los grupos de crianza compartida. Como resultado del carácter mayoritariamente autogestionado de estos grupos en la actualidad, las familias participantes suelen pagar una cuota mensual para garantizar el funcionamiento cotidiano y sufragar algunos de los gastos que generan: el salario de la profesional contratada, materiales y en ocasiones, el alquiler de un local. Estas cuotas pagadas por las familias presentan un reto importante para el potencial democratizador del cuidado por parte de los grupos de crianza compartida: por un lado, no pueden ser tan altas como para que las familias participantes no puedan permitírselas, pero, por otro lado, deben ser suficientemente altas como para sufragar los gastos existentes. El dilema parece resolverse únicamente a medias, ya que, tal y como se expone a continuación, a menudo se da una incapacidad de realizar una contratación ofreciendo condiciones laborales satisfactorias y a su vez las cuotas igualan o superan aquellas de las escuelas infantiles públicas (véase Puig y Segura, 2015). Ello hace que la experiencia de participación en un grupo de crianza compartida, como ejemplo de apuesta por un modelo de cuidados que ponga la sostenibilidad de la vida en el centro, quede limitada a familias de un cierto perfil socioeconómico, que excluya a una importante parte de la población y que, por lo tanto, no garantice el acceso universal a un cuidado de calidad, teniendo en cuenta la singularidad y diversidad de experiencias y necesidades existentes. La precariedad laboral de las personas contratadas por los grupos de crianza compartida no es resultado necesariamente de una ausencia de voluntad por parte de las familias participantes de proporcionar condiciones laborales dignas, sino más bien del hecho de que los grupos son autogestionados y autofinanciados y costean su salario a partir de las cuotas de las familias. Ello coincide con la experiencia de Madres Comunitarias en Colombia, las cuales se caracterizan por las precarias condiciones laborales y sociales en las que realizan sus actividades de cuidado y muestran que la organización comunitaria y “en común” del cuidado no evita necesariamente que este se lleve a cabo a costa de los derechos de otras personas (Barbagallo y Federici, 2012). Finalmente, si bien se están realizando en tiempos recientes apuestas por poner en común diferentes experiencias de crianza compartida comunitaria y estas adquieren una creciente visibilidad social y política, la coordinación entre ellas es aún escasa. Gran parte del vigor con el que surgen experiencias comunitarias de crianza en común en los últimos años se explica por la necesidad de sectores de la población de generar alternativas al modelo educativo público y al privado. No obstante, si no se ponen estas alternativas en el contexto de una aspiración de transformación global, se corre el riesgo de que las instituciones públicas y los mercados adapten la noción de la crianza en común, redirigiéndola hacia la oferta de servicios mercantiles (quizá en concierto con la administración pública) y haciéndola servir de coartada ante el desmantelamiento de lo público y su decreciente responsabilidad hacia la reproducción social. Si bien es cierto que las administraciones públicas no han roto con la división sexual del trabajo ni han realizado una apuesta clara por extraer hacia lo público la responsabilidad familiar reproductiva (históricamente femenina), cuidar en común no se encuentra en la actualidad tampoco en condiciones de autoerigirse como alternativa al cuidado público desde un punto de vista transformador. A modo de resumen y conclusión, una exploración del potencial democratizador del cuidado de los grupos de crianza compartida presenta resultados contradictorios. Si bien, por un lado, presentan una capacidad innegable para socializar la experiencia, las tareas y la responsabilidad del cuidado y desplazarlas desde un aislamiento en el hogar a esferas y redes sociales más colectivas, contribuye solo de manera parcial al reconocimiento de su centralidad social, tiende a reproducir la división sexual del trabajo que lo caracteriza y su potencial transformador es, de momento, limitado. 
El potencial democratizador de las redes de semillas Las redes de semillas constituyen a nuestro entender otro ejemplo de posible democratización de los cuidados en el que un bien, las semillas, se reclama para ser gestionado desde la perspectiva de los comunes. Lo planteamos, de este modo, como otro caso de diálogo práctico entre la Economía Feminista y la Economía de los Comunes. Dentro del sistema agroalimentario, la semilla ocupa un papel central por su capacidad intrínseca de reproducción y, por tanto, de reproducción del sistema agroalimentario: sin semillas no hay agricultura. Tiene, a su vez, un carácter dual, ya que es a la vez producto alimenticio y medio de producción (Kloppenburg, 1988). Esta doble característica es la que hace que sea un obstáculo biológico para la acumulación de capital (Shiva, 1997) en el sentido de que, mientras se siembra, no solo se asegura el alimento sino la reproducción de los medios de producción. Dicho de otro modo, la semilla es un nexo entre lo biológico y lo social (Vara y Calle Collado, 2010). Esta dualidad es la que a su vez hace que la gestión de las semillas a lo largo de la historia no encaje en ninguna de las categorías o tipologías de bienes que la economía clásica plantea. Podríamos decir, como apuntábamos anteriormente, que desde el origen de la agricultura las semillas son un bien de baja rivalidad dado que, por su capacidad para reproducirse, el uso por una parte de la sociedad no impide el uso por otra parte. Las semillas, a su vez, se caracterizan por su baja exclusividad, ya que no es necesario pagar por ellas, sino que se accede a las mismas a través del intercambio. Históricamente, sin embargo, han sido un bien relegado en su mantenimiento a la familia, y tradicionalmente, a las mujeres. Por lo tanto, se las puede considerar un bien familiar en la nueva categorización planteada en este texto. Las semillas son fundamentales para reproducir el ecosistema agrario, y su conservación y mejora constituyen un trabajo que en la mayoría de las sociedades ha recaído en las mujeres, conocidas en muchos lugares como guardianas de las semillas. A finales del siglo XIX, sin embargo, la agricultura sufre un proceso de industrialización feroz y de desarrollo de tecnologías, como por ejemplo la hibridación, que acaba repercutiendo en las semillas. Estas, tras un claro proceso de desposesión, en el que el Estado desarrolla, mediante diferentes normativas a nivel internacional, las condiciones necesarias para su privatización, pasan a ser un bien de club y un bien privado, y su uso público es criminalizado. Las redes de semillas suponen una respuesta a esta situación. Son estructuras informales en las que se agrupan una gran diversidad de personas e instituciones implicadas en la conservación de variedades locales de semillas. Su origen responde a la preocupación por la desaparición de dichas variedades y la erosión genética, resultado de los procesos de privatización e industrialización agraria. Es decir, si bien no surgen desde una perspectiva de reclamar la centralidad de la semilla en el cuidado de los sistemas agroalimentarios sustentables, en la actualidad son un actor político importante en la lucha contra la globalización e industrialización del sistema agroalimentario (Vara y Collado, 2010), y es en este marco que la semilla se ha convertido en icono de lucha contra el proyecto neoliberal en la agricultura para muchas organizaciones sociales de todo el mundo (Kloppenburg, 2008). Además, si analizamos las redes de semillas desde una perspectiva de la Economía Feminista y la Economía de los Comunes, bajo el marco teórico desarrollado en el presente artículo, podemos constatar que además suponen un ejemplo interesante sobre el que articular los procesos de democratización de los cuidados, en ese diálogo entre ambas economías. En lo referente a la responsabilidad del cuidado de las semillas más allá del ámbito familiar, las redes de semillas permiten avanzar en una socialización de dicha responsabilidad, al generar espacios públicos de intercambio y dar un paso más allá de lo que históricamente era el espacio de conservación y mantenimiento de las semillas: la familia. Este espacio es ahora un espacio comunitario en el que las personas de la red, hombres y mujeres, así como las entidades participantes en las redes, se comprometen a continuar el trabajo (reproductivo) de mantenimiento, conservación y en su caso, mejora de los recursos genéticos. Las redes de semillas reclaman una actividad que había sido (y es) criminalizada por los poderes económicos y gubernamentales: el intercambio de semillas. De hecho, la generación de estos espacios de intercambio restituye en parte los derechos históricos y camina en pos de una democratización de los recursos, frente a la exclusividad que promueven determinadas políticas públicas y las regulaciones asociadas (Vara y Calle Collado, 2010). En relación al segundo eje de la democratización de los cuidados, el retroceso en la división sexual del trabajo, al incrementar la escala de la labor de mantenimiento y conservación de las semillas y al socializar dicho trabajo (reproductivo), las redes de semillas contribuyen a que esta tarea, tradicionalmente considerada femenina, sea llevada a cabo de manera indistinta por las diferentes personas que forman parte de la red, ya sean hombres o mujeres, diluyendo de esta manera el rol que socialmente había recaído en las segundas. En tercer lugar, las redes de semillas reconocen y reclaman la centralidad social del cuidado de la semilla en tanto que elemento vital en la reproducción del sistema agrario. Visibilizan la función reproductiva de la misma y ponen en el centro la dimensión de los cuidados, como elemento fundamental en el sistema agrario campesino. Además, las redes de semillas permiten poner en valor el conocimiento asociado al manejo de las semillas, conocimiento que, como hemos comentado anteriormente, se encuentra asociado tradicionalmente a las mujeres. Si bien cabe reconocer que las condiciones que se configuran en torno a las redes de semillas a menudo se ven marcadas por la precariedad y la incertidumbre, que caracterizan a las experiencias de autogestión y a los proyectos del conjunto de movimiento sociales; es importante destacar, por otro lado, que las redes buscan (y en gran medida consiguen) proporcionar, a las y los campesinos que las integran, un acceso no mercantilizado a múltiples variedades de semillas, a través de los bancos de semillas o los mercados de intercambio y reivindican políticamente, desde una perspectiva de derechos humanos, el derecho colectivo del campesinado a acceder a las semillas. En este sentido, finalmente, las redes de semillas se constituyen como actores políticos de defensa de las semillas y realizan acciones para reclamar un reconocimiento específico para las semillas campesinas, que permita poner fin a la ilegalización y la criminalización del intercambio de las mismas. De este modo, para entender la función empoderadora de las redes de semillas se las debe contextualizar en el marco de opciones políticas que reclaman desde las prácticas (la agroecología) y la construcción de alternativas (la soberanía alimentaria) otros modos de organización social y económica, que pongan la vida en el centro. Sin este marco más amplio, las redes de semillas no dejarían de ser ejemplos aislados de bonitos esfuerzos conservacionistas, pero no transformadores, dado que no se expanden al resto de la sociedad. Por ello, las redes de semillas se politizan y conforman estructuras y supraestucturas, que van desde lo local a niveles superiores en forma de red de redes. Cabe enmarcar, además, el potencial transformador de las redes de semillas en su anclaje dentro de la agricultura campesina. Una de las grandes diferencias entre la agricultura campesina y la agricultura industrial capitalista es que el principal objetivo de la primera es la reproducción propia del sistema. Esto no la convierte de forma automática en una agricultura feminista ni comunitaria con toma horizontal de decisiones pues, de hecho, las desigualdades existentes en el seno de las familias campesinas son muy cuestionables, en tanto en cuanto, al poder y visibilización del trabajo de las mujeres en las mismas. No obstante, el hecho de que su objetivo sea la reproducción frente a la acumulación, sí constituye un pilar fundamental sobre el que poder construir nuevas sociedades desde la justicia social y ambiental. Las redes de semillas constituyen un ejemplo de tránsito hacia ese camino.

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