Chile
No es solo el pasaje
Piñera ha decidido apagar el fuego con gasolina, y responder a las protestas y los disturbios con más violencia. Sin ninguna proporcionalidad y atentando gravemente contra los derechos humanos.
La semana pasada entraba en vigor una subida de 30 pesos del billete de transporte público en Santiago. El billete en hora punta pasaba de 800 a 830 pesos chilenos, una cifra que apenas alcanza los cinco céntimos de euro. Los primeros en manifestar su rechazo a la medida fueron los estudiantes de secundaria, que durante toda la semana protagonizaron las ya conocidas “evasiones masivas” en las que al grito de “evadir, no pagar, otra forma de luchar” cientos de jóvenes saltaban los tornos del metro ante la impotencia de Carabineros y vigilantes de seguridad.
El gobierno, que ni se imaginaba la que se le venía encima, reprimió con dureza a los estudiantes, y la semana dejó un balance de más de 40 detenidos e imágenes de jóvenes ensangrentados (seguramente menores de edad, al ser estudiantes de secundaria) circulando por las redes. La mañana del viernes la situación comenzaba a ser caótica en el centro de la ciudad. El metro se encontraba cerrado a causa de los disturbios provocados por las evasiones, y en la Alameda, una de las avenidas más emblemáticas de Santiago y principal arteria del centro de la ciudad, grupos de estudiantes protagonizaban pequeñas escaramuzas con los Carabineros. Se respiraba cierta tensión, pero casi nadie se imaginaba lo que iba a llegar.
A lo largo de la jornada la movilización fue in crescendo. Ya no eran solo los estudiantes los que ocupaban la Alameda, y en torno a las 18:00 de la tarde los manifestantes ya habían cortado algunos tramos de la avenida. Poco más tarde comenzaría el fuego y las barricadas, tanto en el centro de la ciudad como en otras comunas de la capital; y al filo de la noche, la situación que se vivía era ya de absoluta excepcionalidad.
Y entonces llegó Piñera. Y para mejorar la situación, ni corto ni perezoso, declaró el estado de emergencia, lo que supone dejar en manos de un mando militar la seguridad interior de la región en la que se declara. Y mientras los medios confirmaban la noticia (al principio incluso llegó a creerse que era un bulo) y los tanques entraban en Santiago por primera vez desde la dictadura, el Presidente era fotografiado cenando tranquilamente en una pizzería situada en uno de los barrios más caros de la capital.
No sabemos si la idea se le ocurrió antes o después de la pizza, pero el señor Piñera se encontró para el postre una ciudad en llamas y un estallido de indignación popular que no se recuerda desde tiempos de Pinochet. Con los tanques del Ejército circulando por la ciudad, los más aguerridos se lanzaron a la calle a pesar de la presencia de los militares, de los seis estudiantes ingresados en el Hospital San Juan de Dios durante la semana por herida de bala (sí, Carabineros dispara con perdigones) y de las penas de hasta 10 años que impone la Ley de Seguridad del Estado invocada por el gobierno, a quienes se vean involucrados en desórdenes durante su aplicación. Y en las ventanas, al igual que ocurriera en el año 83, una cacerolada tronó sobre la ciudad hasta bien entrada la madrugada.
El sábado las cacerolas no dejaron de sonar, y la presencia del Ejército en las calles de Santiago no logró que lo la gente se quedara en sus casas. El ambiente en la ciudad era el de una novela de John Reed, las calles tomadas por los manifestantes, barricadas, vehículos incendiados, saqueos y una revuelta que se empezaba a propagar por el resto de regiones del país.
Resultado: a las 20:00, el Presidente anunciaba que se suspendía el aumento del pasaje, y una hora más tarde, el General Iturriaga, mando militar encargado de la seguridad en la Región Metropolitana, imponía un toque de queda de las diez de la noche a las siete de la mañana. Pero ni el toque de queda ni la marcha atrás del Gobierno podían frenar ya las protestas. Ya era tarde, la mecha estaba prendida.
LA ARROGANCIA Y LA PRECARIEDAD
Llegados a este punto y habiendo visto las imágenes de destrozos y disturbios divulgadas por la prensa occidental, el lector atento a las cifras se preguntará, ¿y todo esto por menos de cinco céntimos de euro? Una de las frases que más se escucha durante estos días es que el precio del pasaje es la punta del iceberg de lo que realmente ocurre en Chile. El transporte es solo uno de tantos problemas que tienen los chilenos a día de hoy, y la subida anunciada por el gobierno no ha sido la causa, sino el detonante de la oleada de protestas.
Basta con mirar los últimos informes de la CEPAL (Comisión Económica Para América Latina y El Caribe) para darse cuenta de que el milagro económico chileno del que tantos hablan se encuentra bastante lejos de la realidad para la mayoría de la población. En Chile, que en 2016 fue declarado como el país más desigual de los 35 miembros de la OCDE, el 10% más rico de la población percibe casi el 40% de los ingresos y concentra el 66,5 de la riqueza neta del país; mientras que el decil más pobre percibe poco más del 1% y accede apenas al 2% de la riqueza neta.
Estos datos contrastan con la imagen del oasis de paz y desarrollo que se vende al mundo: “Chile, el país más europeo de América Latina”. Dejando de lado lo etnocentrista de la afirmación, como si ser latinoamericano fuera una losa que hubiera que quitarse de encima, Chile se percibe como lo más europeo de América Latina porque lleva el neoliberalismo de la Europa post Maastrich incrustado en la médula desde la aplicación de las recetas neoliberales en tiempos de la dictadura.
Con un sistema de pensiones privado, una sanidad pública prácticamente inexistente, y el agua en manos de empresas privadas, en Chile la ley de la oferta y la demanda se cuela hasta en las tarifas de autobús, que se rigen por ella. En hora punta pagas más. Es decir, cuando el ciudadano de a pie va y vuelve del trabajo. Todo ello con un salario mínimo que no llega a los 400 euros.
Esta lógica se vuelve aún más perversa en una ciudad como Santiago, donde los precios del alquiler suben cada año, y donde según la Encuesta Barrios 2015-2018 de la Universidad de Chile, más del 25% de los arrendatarios de los departamentos construidos en torno a la red de metro de 2005, invierte más de un 35% de sus ingresos en costearlo. A nivel nacional se estima que más de 450.000 hogares padecen déficit de vivienda adecuada y que más de 45.000 se encuentran en campamentos (asentamientos irregulares sin acceso a servicios básicos como alcantarillado o agua potable). Al igual que el agua y otros servicios públicos, el terreno de la vivienda se encuentra gobernado por el dogma neoliberal, puesto en práctica a la perfección, por las grandes compañías privadas, que se lucran gracias a la especulación inmobiliaria.
Tampoco queda a salvo la educación, y un año en la Universidad de Chile —pública— puede llegar a costar más de 7.000 euros si estudias Medicina. ¿Y cómo acceden entonces los estudiantes que no pueden optar a una beca? Sencillo: o no acceden, o lo hacen a través del CAE, el Crédito con Aval del Estado, un sistema estatal que utiliza a la banca como prestamista y que endeuda cada año a miles de estudiantes chilenos que solo quieren poder estudiar para poder tener un futuro digno. En diciembre de 2017, casi 400.000 estudiantes se encontraban atados a estos créditos, de los cuales el 40,3% se hallaba en mora. Las cifras son escalofriantes, y ni siquiera acabar el grado garantiza quitarse de encima este calvario, pues según un estudio de la Fundación Sol, la morosidad los egresados alcanza el 30,3%.
Un círculo vicioso en el que se mezclan una alta tasa de desempleo juvenil en relación con la tasa de desempleo del país (un 15% vs un 7,1%), la precariedad del mundo laboral, y un modelo económico que empuja al endeudamiento continuo del ciudadano de a pie. No es solo la Universidad, hasta hacer la compra puede endeudarte, y en los supermercados de Chile es habitual pagar con cuotas (a plazos). Una política del endeudamiento continuo que asfixia a los más desfavorecidos, a los que ni siquiera ir a la universidad les garantiza poder llevar una vida mejor.
Como vemos, la vida de un chileno cualquiera está bastante lejos de lo idílico, algo que parece no comprender el gobierno de Sebastián Piñera, que ha demostrado durante esta crisis una falta de empatía absoluta hacia los problemas que asolan a las clases populares de su país. Esta falta de empatía se muestra a la perfección en las reacciones del ejecutivo ante las protestas. De la perplejidad de la Ministra de Transportes, que decía no entender por qué los escolares se manifestaban si a ellos no les afectaba la subida, a las declaraciones del Ministro de Economía, que recomendaba a los ciudadanos, levantarse más temprano para ir a trabajar si querían evitar la hora punta y no pagar el billete más caro.
Esto son solo algunos ejemplos que ponen de manifiesto que el gobierno vive totalmente desconectado de la realidad social de su país. La continua apelación a las clases medias es otro de los ejemplos de esta desconexión. Un sector, que en Chile —aún más que en Europa— es completamente aspiracional, y que está lejos de ser un grupo socioeconómico independiente, situado entre las clases populares y los sectores más acomodados. Según un estudio de la Fundación Sol, el 74,3% de los asalariados gana menos de 500.000 pesos mensuales (unos 620 euros), lo que evidencia que el concepto de clase media es totalmente relacional. Se es clase media por ser menos pobre que el vecino, no por tener unos ingresos que te permitan tener una vida más holgada.
Es también esta percepción de que el Gobierno ignora los problemas de la población, ya sea por negligencia o por desconocimiento, la que ha provocado semejante estallido de indignación. La arrogancia de un poder que se va de cena mientras el país está en llamas, y que se vanagloria de sus logros económicos mientras en el país aumentan las desigualdades. La de un presidente, que llama delincuente al que se niega a pagar un billete de transporte, pero que, en sus tiempos como empresario, utilizaba empresas quebradas para evadir impuestos, y que fue salvado una ministra de la dictadura de acabar en prisión por el fraude del banco de Talca en el año 82.
ESTAMOS EN GUERRA
Por si no era suficiente la declaración del estado de emergencia, los toques de queda, o las decenas de heridos por las balas de militares y Carabineros a lo largo y ancho del país, el domingo por la noche, el Presidente Piñera declaraba, tras reunirse con el mando militar a cargo de la Región Metropolitana, que el país estaba en guerra. “Un enemigo poderoso e implacable que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite”.
El discurso de Piñera fue un auténtico esperpento. Mientras todo el país sufría en sus carnes la violencia de los Cuerpos de Seguridad del Estado para reprimir las manifestaciones, el Presidente de la República se jactaba de la presencia de 9.500 efectivos militares en la capital, y hablaba de resguardar la paz y la seguridad, mientras por las redes circulaban vídeos de disparos a quemarropa, detenciones arbitrarias y hasta atropellos por parte de militares y Carabineros. Las cifras continúan aumentando, y a las 12h del viernes 25, el Instituto Nacional de Derechos Humanos de Chile cuenta por 3.162 las personas detenidas, 997 personas hospitalizadas, 413 por arma de fuego y cinco muertos por presunta acción de agentes del Estado.
La declaración de guerra de Piñera pone de manifiesto la postura de un gobierno que prefiere reprimir antes que escuchar. Esta figura del enemigo interno es propia de lo que algunos autores, como el sociólogo Marcos Roitman, han denominado como guerras de baja intensidad. En palabras de Roitman, este nuevo tipo de guerras, puestas en práctica en otros países del continente latinoamericano, redimensionan la figura del enemigo interno, que cuanto más difusa se hace, más se agiganta y más se amplía el sector de la población a reprimir.
En su último libro, titulado Por la Razón o por la fuerza, el sociólogo chileno ponía como ejemplo países como México o Colombia, donde bajo el paraguas de la lucha contra el narcotráfico, se ha justificado la acción de grupos paramilitares amparados por el estado y se han sucedido asesinatos a líderes sindicales o activistas sociales. El caso chileno es aún más flagrante, pues ni siquiera ha hecho falta recurrir a la lucha contra el crimen organizado para justificar la militarización de la seguridad del estado y el ataque indiscriminado a la población civil.
Piñera ha decidido apagar el fuego con gasolina, y responder a las protestas y los disturbios con más violencia. Sin ninguna proporcionalidad y atentando gravemente contra los derechos humanos. El gobierno se muestra tranquilo y seguro de su decisión, del estado de emergencia y de la actuación de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Los grandes medios, por su parte comercian con el morbo de ver autobuses ardiendo, pero callan ante la represión o las desapariciones de manifestantes denunciadas en las redes durante estas jornadas.
Pero, por el momento, parece que ni el despliegue militar orquestado por el Estado ni la nueva “agenda social” que propone el gobierno van a detener las movilizaciones. Esta semana las marchas continuaron por todo el país; y al grito de “aguante” o “no nos vamos ni cagando” numerosos manifestantes incumplieron el toque de queda desoyendo las advertencias del gobierno. Y el viernes, una semana después de que comenzaran las protestas, un millón de personas abarrotaron el centro de Santiago para pedir la renuncia del Presidente en la que ya ha sido apodada como “La Marcha más grande de Chile”.
Como comentábamos al inicio del artículo, no es solo el pasaje. Son la precariedad, la represión y el saqueo de los recursos naturales del país a manos de entidades privadas, que especulan con servicios básicos como el agua o la luz, sin importarles que haya familias que puedan verse privadas de ellos por no poder pagarlos. Es la gestión de una élite política y económica, a la que se le llena la boca de libertades, pero que ignora deliberadamente las necesidades de su pueblo y lo criminaliza cuando sale a la calle a mostrar su descontento.
Como rezaba una pancarta estos días en el centro de Santiago, “el pueblo luchará hasta que la dignidad se haga costumbre”. Ese es a día de hoy el lema a seguir para un pueblo, que por primera vez en mucho tiempo, siente que vuelve a escribir su propia historia.