Quién te cose el pantalón después de las barricadas: apuntes sobre cuidados y desobediencias
Andrea, Xènia y Paula fueron detenidas durante la primera semana de protestas tras vivir episodios de abusos policiales. Helena, que solidariza con los motivos de las protestas, no puede estar presente en ellas. Romper con la representación de unas protestas hipermasculinizadas pasa por poner cara a las mujeres que participan en ellas.
Dudo que alguien pueda negar que durante los últimos días en Catalunya han coexistido dos realidades: la institucional, narrada por el Estado y diseñada a imagen y semejanza de los intereses armónicamente contrapuestos de los partidos políticos; y la que han vivido en primera persona quienes se manifestaban en las calles, barrios, ciudades y pueblos catalanes.
La primera necesitaba un discurso que la justificara, y ahí han estado los medios de comunicación generalistas que ha retransmitido de forma casi unánime las protestas, interpretando un mismo guion sin apenas variaciones. Nada lo evidenciaba mejor que esos periodistas de televisión que salían a la calle tratando desesperadamente de encontrar quien corroborase un relato ya escrito, chocando una y otra vez con la tenacidad de los vecinos, que incluso molestos por los incendios y destrozos se resistían a engrasar la retórica mediática de la violencia callejera.
La segunda realidad, en cambio, se ha retroalimentado en un sistema de circuito cerrado: en las calles, en las asambleas que se han celebrado desde hace meses y en las redes sociales, especialmente Twitter y Telegram. ¿A quién le interesan los programas especiales sobre los “violentos que destrozan nuestra querida Barcelona” mientras tu móvil se ilumina con imágenes de la pierna ensangrentada de una amiga?
Ellos se erigen como los protagonistas e imposibilitan ampliar la imaginación política hacia una dirección menos hipermasculinizada
Pero cabe señalar otro aspecto de la articulación discursiva de esta disputa: la narrativa institucional sobre los disturbios es un relato de hombres que mandan, que pegan, que opinan. Ellos se erigen como los protagonistas en todos los escenarios de representación del conflicto e imposibilitan ampliar la imaginación política hacia una dirección menos hipermasculinizada. Se limita así el margen de lo que es posible decir, pensar y hacer: las palabras de Ada Colau mostrando su preocupación por aquellos que estaban poniendo el cuerpo en Barcelona no encajaba dentro de ese relato institucional, donde incluso la mal llamada equidistancia quedaba definida como una doctrina radical que no admitía matices.
Cientos de personas habían resultado heridas, cuatro de ellas habían perdido el ojo y, sin embargo, no había espacio para el cuidado y la atención hacia los demás: políticos y tertulianos, independientemente de su ideología, se posicionaban y lanzaban afirmaciones contundentes bajo un esquema binario, abstracto, tratando de imponer sus planteamientos omitiendo el sufrimiento sobre los cuerpos vulnerables. “Justicia”, “Estado de derecho”, “libertad”, “violencia”; escuchándolos era imposible no pensar en Hannah Gadbsy y eso que decía en Nanette: “Creemos que es más importante tener la razón que apelar a la humanidad de la gente con la que no estamos de acuerdo”.
Asimismo, la respuesta popular a la coerción policial y mediática también acabó ajustándose al esquema bélico del nosotros contra ellos, recurriendo a una épica de la revuelta fundamentalmente masculina, incluso cuando las mujeres tenían un papel central en la defensa organizada de las calles. ¿Por qué no escuchamos esas otras voces? ¿Por qué no tratamos de entender a las que estaban y a las que no? Cuestionar el discurso mediático e institucional de la violencia callejera debe hacerse también desde el feminismo. ¿Por qué debemos pensar en las barricadas desde la lógica del altercado violento y no como autocuidado? ¿Por qué ponemos el foco en los adoquines y las llamas y no en la red de solidaridad y apoyo mutuo que ha hecho posible que miles de personas se movilizaran casi diariamente durante las dos últimas semanas?
Las otras protagonistas
El primer paso para romper con estas dinámicas discursivas sería poner cara a esas otras protagonistas. Caras como las de Andrea (22 años), Xènia (22 años) y Paula (23 años), detenidas durante la primera semana de protestas —28 personas encarceladas durante la primera semana de protestas contra la sentencia del Supremo— tras vivir episodios de abusos policiales. Para defender que la brutalidad y violencia que se ejerció sobre ellas sobrepasa cualquier límite justificable, basta ver los vídeos que han recorridos miles de cuentas en redes sociales —como ese en el que varios agentes de la Policía Nacional arrastran a Xènia por la calle Junqueras (Barcelona) hasta meterla en el furgón y pegarla, mientras gritan: “¡Mátala, mátala!”—. Pero además, según ha trascendido a través de sus abogados y familiares, las tres tuvieron que soportar comentarios machistas y vejatorios mientras les obligaban a mirar cómo pegaban a otros detenidos. De hecho, la violencia ejercida sobre ellas no terminó en la comisaría, pues dos juezas dictaron prisión preventiva para las tres, y solo una está ahora en libertad.
La visibilidad que han obtenido los casos de Xènia, Paula y Andrea ha servido también como una forma de corroborar que las mujeres, sobre todo las más jóvenes, han participado de forma activa en las acciones de estos días. En realidad, para saberlo bastaba con preguntar a cualquiera que estuviera allí. “He corrido detrás de muchas, nos hemos calmado unas a las otras y me he sentado con otras tantas”, cuenta Andrea Gumes, que ha pasado 8 noches en las calles de Barcelona protestando a base de gritos, barricadas y resistencia física, siempre rodeada de mujeres, “también quizás porque me salen más los cuidados con ellas, si veo a dos chicas sentadas en el bordillo de una calle, me gusta sentarme con ellas, preguntarles, preocuparme. Igual que cuando he estado sola siempre han sido mujeres las que se han acercado a mi por si necesitaba ayuda”.
Esto mismo le ha ocurrido a Èlia, agredida y arrastrada por la Policía durante un corte de carretera en Girona, “creo que las movilizaciones diurnas y pacíficas (por distinguirlas de alguna forma) han conseguido atraer a mujeres y hombres por igual, y de la misma forma lo veo en las asambleas”. Sin embargo, también admite que no puede asegurar lo mismo cuando aumentaba la violencia, “aunque yo misma he estado en escenarios con este tipo de acciones, hubo una noche en la que al final me fui a casa porque advertí una serie de formas innecesarias, testosterónicas y con consignas y cánticos que no me representaban. Mi prima se fue por el mismo motivo”.
Las acciones que exigen una presencia continuada en las calles, aunque son necesarias, también resultan excluyentes por su propia naturaleza de acción
Aunque los casos particulares hacen difícil, e incluso tramposo, aventurar de qué forma desciende el porcentaje de mujeres cuando aumenta la exigencia física y los enfrentamientos directos, lo que sí es visible es la ausencia de algunos cuerpos de forma más generalizada, ya sea porque el riesgo es demasiado grande o porque no pueden permitirse desatender otras exigencias. Es el caso de Helena, que solidariza en todos los sentidos con los motivos de las protestas pero no pudo hacerlo visible hasta la huelga del viernes, y en la manifestación de esa tarde, donde se reunió con varias mujeres de su familia. “Me gusta ver a muchas chicas jóvenes en la calle, en primera línea, siento que son muy valientes”, admite, “pero yo sinceramente no puedo ir cada día porque estoy ocupada con la casa o con mi hijo. Aun es pequeño y si no hay más niños alrededor se agobia mucho con las multitudes”. En estas historias lo que se pone de relieve no es tanto la necesidad de límites, sino de que las acciones que exigen una presencia continuada en las calles, aunque son necesarias, también resultan excluyentes por su propia naturaleza de acción. “La verdad es que me hubiera gustado participar más estos días, pero a veces no he sabido cómo ayudar”, sentencia Helena.
En este sentido, llama la atención que mientras en las huelgas celebradas durante los dos últimos años por el Día de la Mujer se haya pensado siempre el quién se ocupará de los cuidados -siendo, de hecho, una de las principales reivindicaciones para visibilizar estos trabajos- cuando se organizan huelgas generales en las que muchas mujeres también están interesadas en participar, este tipo de cuestiones pasan prácticamente desapercibidas. ¿Quién cuida de los niños que no van al cole? ¿Estás haciendo huelga si ese día te toca preparar comida para toda tu familia que llega desde Girona para la manifestación? “Me da la sensación que nadie ha pensado en los cuidados”, explica Andrea Valverde, madre de un bebé con menos de un año, “pero nunca se me ocurriría echarle la culpa de ello a los que sí se han movilizado en esas manifestaciones nocturnas”. A pesar de que es consciente de que “la Andrea no madre” hubiera participado de forma mucho más activa en las acciones, ahora mismo no puede permitirse bajar “de la noria del trabajo, los cuidados y la gestión del hogar”. Y añade un doble argumento, que tiene que ver precisamente con la gestión de la vulnerabilidad, la propia y la de los demás: “se han mezclado dos temas, por un lado el miedo, ligado a una sensación de responsabilidad -en el mundo hay una persona nueva totalmente dependiente de mí y por tanto no sé si me puedo arriesgar a que me pase nada-, y por otro lado, el hecho de que ni yo ni Víctor queríamos que una movilización supusiera una delegación de cuidados en el otro”.
Cuidar también significa posibilitar
Paradójicamente, la ausencia física de muchas mujeres en las protestas hace más visible su importancia si reparamos en el hecho que sus cuidados posibilitan, de forma imprescindible, que los más jóvenes puedan pasarse horas en la calle. Son mujeres las que habitualmente en este país hacen la cena, cosen los rotos del pantalón o preguntan qué tal han ido estos días y si necesitas algo para los siguientes. Así lo cuenta Élia, que lleva unos meses viviendo con su abuela: “Estos días hay tareas diarias simples que me ha sido imposible realizar, y aunque pueda parecer una tontería, eso me ha angustiado. Por ejemplo, yo sé que a mi abuela no le gusta que salga de casa con la cama por hacer, y lo tuve que hacer más de un día para poder salir pronto hacia alguna movilización. Al volver a casa, la cama estaba hecha y me sabía mal que mi abuela estuviera teniendo trabajo extra. También he ensuciado muchísima ropa y no hubiera sido capaz de lavarla, tenderla, etc, por mí misma. Lo mismo con la comida: iba a la cocina y me metía cosas en la mochila para poder aguantar el día; al día siguiente, el frutero y la despensa volvían a estar llenos porque mi abuela había ido a comprar”.
Ella misma reconoce esto hubiera sido un problema casi irresoluble si viviera sola, como le ocurre a Gumes, que ha sentido esta falta de cuidados incluso de forma física: “no fui consciente de ello hasta que me di cuenta que me iban grandes los pantalones, pensé ¿cuándo he adelgazado?, me miré al espejo y dije: vaya mala cara tengo. Fue a mitad de semana, después de cuatro tarde-noches corriendo y haciendo pasos por toda la ciudad, sin cenar, apenas picando algo al llegar a casa. Era la primera que repetía todo el rato cuidem-nos, pero no lo entendía”.
Además, los puntos de unión entre cuidados y luchas se manifiestan también a la práctica como una forma de afecto y atención: “Me ha ayudado mucho sentir que estaba bien acompañada en las movilizaciones, y enviar y recibir mensajes de apoyo y ánimo de amigas y amigos”, explica Élia. Se trata de una preocupación tan inevitable como necesaria que vuelve a recaer casi siempre sobre las mismas: las que esperan en casa con impaciencia. “Siempre ceno una vez a la semana con mis padres, y esta semana les dije que no. Me parecía muy importante estar todas y cada una de las noches en la calle. ¿Y lo preocupados que están ellos? en eso soy un poco egoísta”, admite Andrea, y añade: “sé que mi madre está durmiendo con el móvil al lado cada día por si la llaman del hospital, en otro momento te hubiera dicho que es una exagerada, que siempre piensa lo peor y es una sufridora. Pero es que tiene el derecho a ser así, a cuidarme de esta manera. Y además estos días tiene motivos”.
Es este impulso de máxima preocupación y cuidados el que ha dado lugar al colectivo MAR (Mares i Àvies per la República), formado pocos días después de los episodios de represión policial contra los jóvenes que protestaban en las calles, y con un mensaje claro: “Nuestros hijos e hijas no se tocan”. Ya tienen un manifiesto en el que recogen reclamaciones que van desde una depuración de responsabilidades dirigida a “los poderes públicos”, hasta la exigencia de un diálogo sin condiciones y la liberación inmediata de los detenidos y detenidas.
Pueden ser colectivos de este tipo los que representen otras formas de lucha y alzar la voz que salen de la hermética ecuación donde solo se contempla la invisibilidad de los cuidados o la primera línea de acción. Y son también respuesta a reclamaciones feministas como las de Èlia: “cada vez que una abuela sale al balcón ondeando una estelada se oye “les iaies seran sempre nostres”, pero ¿qué espacio tienen más allá de esto? Estaría bien alguna acción no sólo para visibilizarlas, sino en la que fueran las protagonistas de la acción”; o las de Andrea: “Por favor, sí, pensemos más cosas. Observar estos días como se les está escapando de las manos a los políticos y los medios tradicionales el discurso y la organización, es brutal. Mientras de forma paralela se gesta un discurso reivindicativo que nadie controla, y hay una expresión digital sin precedentes. Estoy maravillada, si encima esto saltará a una red coordinada de mujeres, inclusiva, pensada y transversal que nos incluya a todas, ahí estaré, en primera fila”.