La potencia feminista. O el deseo de cambiarlo todo (I parte)

La potencia feminista se refiere, sin dudas, a una teoría alternativa del poder. Potencia feminista significa reivindicar la indeterminación de lo que se puede, de lo que podemos. Es decir, que no sabemos lo que podemos hasta que experimentamos el desplazamiento de los límites que nos hicieron creer y obedecer. No se trata de una teoría ingenua del poder. Es entender la potencia como despliegue de un contrapoder (incluso de un doble-poder). Y, finalmente, la afirmación de un poder de otro tipo: invención común contra la expropiación, disfrute colectivo contra la privatización y ampliación de lo que deseamos como posible aquí y ahora.



La potencia feminista. O el deseo de cambiarlo todo 
Verónica Gago

ÍNDICE

Introducción. La potencia feminista o el deseo de cambiarlo todo  13 1. #Nosotrasparamos: hacia una teoría política de la huelga feminista  21 Un mapa temporal y espacial: la heterogeneidad del trabajo en clave feminista    24 Nuestro ‘17     29 Primer paro de mujeres: 19 de octubre de 2016     33 Huelga feminista: ¿qué (dejar de) hacer?     35 Salario doméstico y salario social     42 Paro internacional de mujeres, lesbianas, trans y travestis: 8M    45 Cada huelga contiene un pensamiento político     47 Alianzas insólitas: salir del gueto     49 El debate en y con los sindicatos     52 Diferencia y revolución     57 Excursus. Empezar por el paro: una fábula colectiva del origen   60 2. Violencias: ¿hay una guerra «en» y «contra» el cuerpo de las mujeres?   65 La guerra como clave     68 La dimensión colonial     71 Contra la patologización de la violencia     73 Dónde sucede hoy la guerra     75 Más allá de la victimización     86 Violencias conectadas           88 Excursus. La guerra «en» el cuerpo de las mujeres       89 3. Cuerpo-territorio: el cuerpo como campo de batalla       95 Extractivismo como régimen político     100 Las venas abiertas     103 Extractivismo ampliado     107 Cuerpo-territorio: por qué el debate del aborto se nutre de este concepto    111
Índice
¿Qué espacialidad crea un cuerpo que deviene territorio?    114 Desarmar la espacialidad doméstica del encierro      117 Excursus. Un materialismo desde el cuerpo-territorio        122 4. Economía feminista: explotación y extracción      125 ¡Trabajadoras del mundo, uníos!       132 La crisis del salario       134 Las hijas de las piqueteras       138 Extractivismo financiero       139 #DesendeudadasNosQueremos       143 Derrames I. Las finanzas populares       145 Derrames II. Consumo y finanzas       149 El patriarcado colonial de las finanzas       151 Excursus. Rosa Luxemburgo: conquistar las tierras de la deuda y el consumo   155 5. Asambleas: un dispositivo situado de inteligencia colectiva  165 Intersindical Feminista       168 Materialismo asambleario       170 Soberanía asamblearia       172 Saber como ritmo colectivo       174 Realpolitik revolucionaria       179 Asambleas situadas       182 Excursus. Asambleas: teoría performativa y liderazgo colectivo   186 6. #LaInternacionalFeminista  191 Lógica de la conexión       200 De la solidaridad a la interseccionalidad       205 Excursus. El diagnóstico del neoliberalismo como componente del internacionalismo   208 7. Contraofensiva: el espectro del feminismo  219 Uno. La contraofensiva eclesial       220 Dos. La contraofensiva moral y económica       234 Tres. La contraofensiva militar       239 8. Ocho tesis sobre la revolución feminista  243 Agradecimientos  257 Bibliografía 259

Introducción.

La potencia feminista. O el deseo de cambiarlo todo

Este libro es a la vez programático y un artificio de composición. Se divide en ocho capítulos por la simple arbitrariedad de tomar en serio el número con el que organizamos los puntos del documento colectivo para el Primer Paro Internacional de Mujeres del 8 de marzo de 2017. Sin embargo, como sucede a veces mágicamente (o por la eternidad de los astros o por el destino de las estrellas), el número encajó. Y coincide con una serie de problemas que conforman la trama de este texto; cada capítulo tiene un título-problema y, al mismo tiempo, se puede decir que las cuestiones se repiten, reaparecen, vuelven e insisten, saltando de un capítulo a otro. A pesar de nominarlos como problemas diferentes, hay algo del método de tratarlos que los entrelaza. Se puede decir que son siempre las mismas cuestiones las que se ponen en juego pero bajo un tono, un modo de luz y una velocidad que las hace diferir. El título trasluce ese movimiento. La potencia feminista se refiere, sin dudas, a una teoría alternativa del poder. Potencia feminista significa reivindicar la indeterminación de lo que se puede, de lo que podemos. Es decir, que no sabemos lo que podemos hasta que experimentamos el desplazamiento de los límites que nos hicieron creer y obedecer. No se trata de una teoría ingenua del poder. Es entender la potencia como despliegue de un contrapoder (incluso de un doble-poder). Y, finalmente, la afirmación 
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de un poder de otro tipo: invención común contra la expropiación, disfrute colectivo contra la privatización y ampliación de lo que deseamos como posible aquí y ahora. Lo que intento es un pensar situado en una secuencia de luchas, de fiestas callejeras, de tembladerales experienciales y de resonancias del grito #NiUnaMenos. Este método de trabajo y escritura tiene una premisa: que el deseo tiene un potencial cognitivo. Cuando decimos #NosMueveElDeseo entiendo que ese movimiento es intelecto colectivo y expresión multitudinaria de una investigación en marcha, con sus momentos de agitación y de repliegue, con sus ritmos e intensidades variables. La potencia, como la noción misma que va de Spinoza a Marx y más allá, nunca es ni existe desapegada de su lugar de arraigo, del cuerpo que la contiene. Por eso potencia feminista es potencia del cuerpo como cuerpo siempre individual y colectivo y en variación: es decir, singularizado. Pero además, la potencia feminista expande el cuerpo gracias a los modos en que es reinventado por las luchas de mujeres, por las luchas feministas y por las luchas de las disidencias sexuales que una y otra vez actualizan esa noción de potencia, reescribiendo a Spinoza y a Marx. No existe la potencia en abstracto (no es lo potencial en términos aristotélicos). La potencia feminista es capacidad deseante. Esto implica que el deseo no es lo contrario de lo posible, sino la fuerza que empuja lo que es percibido colectivamente y en cada cuerpo como posible. Por eso, el título de este libro quiere ser un manifiesto de esa potencia indeterminada, que se expresa como deseo de cambiarlo todo. Este texto se escribió al calor de los acontecimientos que dieron al movimiento feminista en los últimos años un protagonismo de nuevo tipo. Y desde una posición particular: desde dentro de la dinámica organizativa. Es un registro en vivo de las discusiones compartidas mientras hacíamos las tareas de preparar las huelgas, de marchar, de debatir en asamblea, de tener decenas de reuniones y cientos de conversaciones, de coordinar e intercambiar con compañeras de otros lugares del mundo. Es 
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un registro de un proceso político que sigue abierto. Mi escritura está situada ahí. Y lo hace en la clave de una investigación militante. Por supuesto que lo que aquí escribo se anuda con intercambios y preocupaciones políticas y teóricas en las que vengo trabajando hace mucho tiempo en una red muy amplia de amistades, complicidades y también querellas y polémicas. Por eso, situarse es también componerse con una máquina de conversaciones entre compañeras, historias y textos de muchas partes y de muchas épocas. Como toda escritura, en ella actúa y se escucha una polifonía y se traman líneas de fuerza. Quiero remarcar algunas cuestiones de método sobre el pensar situado. Un pensar situado es inevitablemente un pensar feminista. Porque si algo nos ha enseñado la historia de las rebeldías, de sus conquistas y fracasos, es que la potencia del pensamiento siempre tiene cuerpo. Y que ese cuerpo ensambla experiencias, expectativas, recursos, trayectorias y memorias. Un pensar situado es inevitablemente parcial. Parcial no significa una pequeña parte, un fragmento o una astilla. Pero sí es un retazo en un arte de bricolaje, un montaje específico. Como tal funciona como un punto de entrada, una perspectiva, que singulariza una experiencia. Un pensar situado es un proceso. En este caso, al calor del proceso político de la huelga feminista de estos años que ha inaugurado un paisaje capaz de sostener nuevos territorios existenciales. Un pensar situado es inevitablemente un pensar internacionalista. Cada situación es una imagen del mundo, una totalidad abierta a la empiria infinita del detalle y al sabor del concepto. Desde ahí se trama un transnacionalismo que es práctica cartográfica y que construye resonancia mundial desde el Sur. Tiene su fuerza de arraigo en América Latina, en capas múltiples de insurgencias y rebeliones. Y alimenta un pensar situado que desafía las escalas, alcances e invenciones de un movimiento que no deja de ampliarse sin perder su fuerza de estar emplazado y de tener la exigencia de ser concreto.
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Escribo desde Argentina, donde el movimiento mismo tiene singularidades importantes. La que propongo como una de las hipótesis sustanciales de este libro es que aquí el movimiento feminista se destaca por conjugar masividad y radicalidad. Esto no es un espontaneísmo. Se ha tejido y trabajado de modo paciente, enhebrando acontecimientos callejeros enormes y trabajos cotidianos también enormes. Tiene historias y genealogías que no se ajustan al calendario reciente de movilizaciones porque son las que subterráneamente han hecho posible esta apertura del tiempo, aquí y ahora. Sin embargo, la huelga feminista será el catalizador desde el cual voy a leer este proceso que es a la vez político, subjetivo, económico, cultural, artístico, libidinal y epistémico. Por proceso no me refiero a una neutralidad descriptiva que «fundamente» la huelga, sino a la huelga misma como un proceso de invención, rupturas y, al mismo tiempo, de acumulación de fuerzas. En este sentido, propongo la huelga como lente, como punto de vista específico, para contornear algunas de las problemáticas actuales del movimiento feminista. Como desarrollo en el primer capítulo, tomo como inspiración la idea de Rosa Luxemburgo de que cada huelga contiene su propio pensamiento político y que tenemos la tarea histórica de pensar la huelga que hemos protagonizado. En este sentido, la huelga feminista internacional funciona como un umbral, una «experiencia», algo que se atraviesa y a partir de lo cual no se puede continuar teniendo la misma relación con las cosas y l*s otr*s.1 Muchas fuimos transformadas en y por este proceso. Usaré la huelga como lente en un doble sentido: 1) En un sentido analítico: lo que la huelga nos permite ver, detectar y poner de relieve en términos de cómo se produce un régimen de invisibilidad específico sobre nuestras formas de trabajo y de producir valor en territorios diversos. Explicaré por qué es con la huelga que 
1 La autora usa * como marca de género no binaria. [N. de E.]
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construimos una diagnosis sobre la precariedad desde el punto de vista de nuestras estrategias para resistir y politizar la tristeza y el sufrimiento. Y por qué ese diagnóstico hoy es antifascista y antineoliberal. 2) En un sentido práctico: cómo la huelga nos permite desafiar y cruzar los límites de lo que somos, lo que hacemos y lo que deseamos y cómo se vuelve un plano que construye un momento histórico de desplazamiento respecto a la posición de víctimas y excluidas. En esta clave, la práctica de la huelga es la redefinición de una poderosa forma de lucha en un momento histórico nuevo. Contra el estrecho modelo de los sujetos de la huelga —masculinos, blancos, asalariados, sindicalizados— hemos expandido su capacidad política, sus lenguajes y sus geografías. Surge así una pregunta que la rehace por completo: ¿qué tipo de cuerpos, territorios y conflictos caben en la huelga cuando ésta se hace feminista? ¿A qué tipo de generalidad se compromete? Muchas preguntas se desprenden de aquí, se disparan como líneas diversas. ¿Puede la huelga feminista redefinir la noción misma de clase desde movimientos y luchas que no usan ese vocabulario a la hora de hacer política? Reformular la noción de clase desde la cuestión de la subalternidad, la colonialidad y la diferencia, como lo han hecho importantes teorizaciones y luchas desde diversas geografías del Sur del mundo implica también sacar cuentas, una vez más, con una larga historia marxista que deposita en la homogeneidad la característica central de la clase, dando por sentado que la «unidad» es un resultado objetivo del desarrollo del capitalismo. Pero también con tradiciones que confían delegar la «unidad» en el acatamiento de jerarquías. Los feminismos, a través del paro, desafían las fronteras de lo que se define como trabajo y, por lo tanto, como clase trabajadora, reabriéndola a nuevas experiencias y evidenciando su sentido históricamente excluyente. Pero también permite pensar qué hay más allá del «patriarcado del salario» y su regla heteronormativa. Y aún más: amplía las experiencias feministas a espacios, generaciones y cuerpos que no se reconocían allí.
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Esto nos lleva incluso más lejos: ¿qué léxicos políticos nutren las dinámicas de resistencia a la dominación y explotación contemporáneas capaces de ir más allá de los formatos y mediaciones patriarcales existentes? El paro como proceso ondulante, de largo aliento, dibuja un mapa de conflictos que diluyen la rígida frontera entre vida y trabajo, cuerpo y territorio, ley y violencia. La huelga, de este modo, más que una fecha deviene una herramienta práctica de investigación política y un proceso capaz de construir transversalidad entre cuerpos, conflictos y territorios radicalmente diferentes. En el capítulo dos analizo el diagnóstico de las violencias cuando se las intersecta, se las conecta y se las relaciona con las necesidades actuales de acumulación del capital. De este modo, intento describir la manera en que se ha sacado la cuestión de la violencia del «cerco» de la violencia doméstica y de los modos de domesticarla a través de respuestas puntuales que intentan las instituciones, las ONGs o los modos de gestión filantrópicos y paternalistas. Así, el método que nos han querido impugnar, el de «mezclarlo todo», es el que logra trazar la relación entre violencia sexual y violencia financiera, entre violencia laboral y violencia racista, entre violencia policial y violencia obstétrica, etc. Y, sobre todo, es este diagnóstico articulado sobre las violencias el que produce un desplazamiento estratégico: salirnos de la figura de víctima, de duelo permanente, que la contabilización necropolítica de los femicidios intenta imponer. Siguiendo esta línea, en el capítulo tres me dedico a reflexionar sobre la noción de cuerpo-territorio que compañeras de Centroamérica han lanzado para nombrar las luchas antiextractivistas desde las resistencias de mujeres indígenas, negras y afrodescendientes y de distintos colectivos feministas. La arrastro para pensar también el desborde de la lucha por la legalización del aborto en Argentina y sus repercusiones globales a través de la marea verde, pero también para entender lo que pusieron en debate las exhijas de genocidas con su desafiliación y las hijas y sobrinas de militantes políticas que retoman la filiación en clave de rebeldía.
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En un salto, en el capítulo cuatro se va hacia la genealogía piquetera: ¿qué inventaron aquellas experiencias que sacaron las ollas a la calle, que llevaron las tareas de la reproducción fuera de las paredes del hogar en plena crisis de 2001? Desde allí se esbozan apuntes para una crítica de la economía política desde el feminismo para discutir un punto que me parece clave: la afinidad histórica entre economías populares y economía feminista y su mutua afectación a partir de la huelga. Rediscutir aspectos de la teoría del valor desde la economía feminista es fundamental y tiene que ver con la definición misma que el movimiento se ha ido construyendo como anticapitalista, antipatriarcal y anticolonial. Y, aún más, permite conectar la crítica al extractivismo que se practica en nuestra región contra los recursos comunes con una crítica al extractivismo financiero que se expande como endeudamiento popular. El capítulo cinco se detiene en la cocina del paro: en las asambleas como espacios donde la heterogeneidad política elabora sus diferencias, donde la escucha genera proximidad, donde el ritmo del pensamiento pone también un ritmo a la respiración y a los gestos del estar juntas. También se ensaya la pregunta por la pedagogía popular feminista que logran ciertas situaciones asamblearias. El capítulo seis despliega la tesis de #LaInternacionalFeminista: ¿qué tipo de transnacionalismo desde abajo está construyendo el movimiento? ¿Cuáles son los territorios multilingües, migrantes, en movimiento, que hacen que el internacionalismo se teja como fuerza concreta desde cada lucha? El arraigo de los feminismos, la reinvención comunitaria a la que dan lugar, la imaginación geográfica que alimentan son parte de una cartografía que está en plena expansión. Sin embargo, a esta fuerza específica responde la contraofensiva neofascista que caracteriza la alianza entre neoliberalismo y conservadurismo más reciente, también la cruzada eclesial contra la llamada «ideología de género». Pero además la cruzada moral y económica que empobrece masivamente propone que el antineoliberalismo consiste en volver a la familia como encierro, al trabajo con patrón y a la maternidad obligatoria.
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Cada uno de estos capítulos tiene, a su vez, un excursus: una suerte de excursión más teórica sobre algunos debates, ideas o polémicas que se relacionan de algún modo con el problema en cuestión, que pueden también leerse como textos sueltos. Finalmente, el capítulo ocho son ocho tesis. A modo de repaso, de síntesis, de manifiesto condensado. Hay muchos tiempos de escritura en este libro, pero el ritmo que lo ha empujado es ese un poco frenético y un poco invencible que se abre cuando se desea de modo colectivo cambiarlo todo.

1. Nosotrasparamos: hacia una teoría política de la huelga feminista

Elijo hablar del movimiento feminista actual desde la huelga. Desde 2016, el paro fue tomando sucesivamente varios nombres: paro nacional de mujeres; paro internacional de mujeres, lesbianas, trans y travestis; finalmente: paro internacional feminista plurinacional e incluso huelga general feminista. Se tramó como una saga, de alguna manera loca e implacable en su fuerza y continuidad. El paro no fue un acontecimiento aislado, se estructuró como proceso. En ese sentido, continúa abierto. En el lapso de tres años (de octubre de 2016 a marzo de 2019), lo que sucedió es que la huelga se convirtió en la herramienta capaz de impulsar de modo nuevo al movimiento feminista a nivel transnacional. En Argentina, se nutrió de la consigna #NiUnaMenos, convocante de una primera y masiva movilización en junio de 2015 contra los femicidios, que un año después creció al calor de «¡Ni Una Menos! ¡Vivas y libres nos queremos!». La huelga produce un salto: transformó la movilización contra los femicidios en un movimiento radical, masivo y capaz de enlazar y politizar de forma novedosa el rechazo a las violencias. La huelga, sin embargo, puso en escena un acumulado histórico de luchas anteriores.1
1 En términos genealógicos hay cuatro líneas a tener en cuenta. Una: la línea del movimiento de mujeres, cuya referencia principal son 
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Cuando la idea de llamar a un «paro» emergió al calor de una asamblea multitudinaria, se condensó la potencia de una acción que permitía atravesar el duelo y llevar a la calle la rabia. Cuando dijimos «paro», percibimos la fuerza de poder convocar y hablarnos entre todas: las amas de casa, las trabajadoras de la economía formal e informal, las cooperativistas, las obreras y las desocupadas, las «cuentapropistas» de a ratos y las madres a tiempo completo, las militantes y las empleadas domésticas, las estudiantes y las periodistas, las sindicalistas y las maestras, las comerciantes, las organizadoras de comedores en los barrios y las jubiladas. Nos encontramos desde nuestro hacer, dispuesto como territorio común en su multiplicidad. Con la herramienta del «paro» empezamos a conectar y cruzar de modo práctico las violencias que se anudan con la violencia machista: la violencia económica de la diferencia salarial y las horas de trabajo doméstico no reconocido ni pagado con el disciplinamiento que se enhebra con la falta de autonomía económica; la violencia de la explotación que se traduce en el hogar como impotencia masculina y lo hace implosionar en situaciones de violencia «doméstica»; la violencia del despojo de servicios públicos con la sobrecarga de trabajo comunitario. Cuando dijimos «paro», empezamos a tejer el protagonismo feminizado de las economías populares y callejeras con la conflictividad de los usos del espacio urbano, los cuales son disciplinados en la misma medida que 
los Encuentros Nacionales de Mujeres, que se realizan desde hace 33 años en Argentina; a la que debe sumarse también iniciativas como la Campaña Nacional por el Derecho al aborto legal, seguro y gratuito, existente desde 2005. Dos: la línea de derechos humanos, protagonizada por Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Tres: una larga historia del movimiento de disidencias sexuales que va de la herencia del FLH (Frente de Liberación Homosexual) de los años setenta a la militancia lésbica por el acceso autónomo al aborto y el activismo trans, travesti, intersexual y transgénero. Cuatro: la línea de movimientos sociales, especialmente liderada por el movimiento de desocupad*s, cuyo protagonismo feminizado en la última década y media ha sido fundamental. Iremos desplegando las cuatro y su vínculo, contaminación y radicalización en términos feministas a lo largo de todo el libro.
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hiperexplotados, a la vez que conectamos las avanzadas de los megaproyectos extractivos sobre los territorios indígenas y comunitarios con las violencias específicas contra las mujeres que protagonizan las luchas por su defensa. Cuando nos apropiamos del «paro», sentimos que liberábamos tiempo para nosotras: para a la vez pensar y actuar; «duelar» y luchar; decir basta y encontrarnos. Propongo al paro en este capítulo, y como línea de entrada al libro, como una nueva forma de cartografía práctica de la política feminista que en esta época toma masivamente las calles. El paro como horizonte práctico y como perspectiva analítica desde las luchas es lo que hizo posible impulsar un feminismo popular y antineoliberal desde abajo, que conectó las tramas de las violencias económicas con las violencias concentradas contra el cuerpo de las mujeres y los cuerpos feminizados. En las páginas que siguen me propongo explorar y analizar su singularidad: ¿cómo la huelga feminista protagonizada desde territorios, sujet*s y experiencias que no caben en la tradicional idea de l*s trabajador*s la han reinventado y transformado? ¿Por qué aquí y ahora el paro reapropiado desde este movimiento logra traducir nuevas gramáticas de explotación en nuevas gramáticas de conflictividad? ¿En qué sentido el paro ampliado en sus sentidos es capaz de conectar el trabajo doméstico y la explotación financiera? ¿Por qué el paro habilitó una coordinación internacional de nuevo tipo? El paro como proceso, hipotetizo, va tejiendo la intensificación de la insubordinación, bajo múltiples formas. Distintas modalidades de protesta, de asamblea, de usos del paro, de ocupaciones de los espacios de trabajo y de los barrios. Desde esta multiplicidad encuentra otra clave la idea misma de huelga general para lanzarnos a otra pregunta: ¿cómo la multiplicidad de acciones que se cobijan en la noción de paro desde el punto de vista feminista revelan y sabotean las formas de explotación y extracción de valor que ya no se concentran sólo en los ámbitos reconocidos como «laborales»? ¿Por qué el paro expresa un modo de subjetivación política, es decir, un modo de atravesar fronteras sobre el límite de lo posible?
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De estos interrogantes se desprende que la «lente» de lectura del paro feminista es también una lente de lectura para las reconfiguraciones del capitalismo contemporáneo, de sus modos específicos de explotación y extracción de valor y de las dinámicas que lo resisten, lo sabotean y lo impugnan. El paro es un modo de bloquear la continuidad de la producción del capital, entendido como relación social. El paro es también una desobediencia a la continua expropiación de nuestras energías vitales, expoliadas en rutinas agotadoras. Por esto mismo, las preguntas se siguen abriendo: ¿qué sucede con la práctica misma del paro cuando se lo piensa y practica desde sensibilidades que no se reconocen a priori como de clase y que, sin embargo, desafían la idea misma de clase? ¿En qué sentido este «desplazamiento» del paro, su «uso» fuera de lugar, remapea las espacialidades y temporalidades de la producción y el antagonismo?
Un mapa temporal y espacial: la heterogeneidad del trabajo en clave feminista
La huelga deviene un dispositivo específico para politizar las violencias contra las mujeres y los cuerpos feminizados porque las vincula con las violencias de la acumulación capitalista contemporánea. En este sentido, el paro produce un mapa global: visibiliza y reconstruye circuitos transfronterizos y explicita por qué hay una relación orgánica entre acumulación y violencia. Para convocar, lanzamos la consigna #NosotrasParamos y obligamos a esa clásica herramienta del movimiento obrero organizado a mutar, a ser reconfigurada, reconceptualizada y reutilizada por realidades de vida y trabajo que escapan a los límites gremiales (a su economía de visibilidad, legitimidad y reconocimiento). El paro, reinventado por el feminismo actual, pone de manifiesto la precariedad como condición común pero diferenciada por cuestiones de corte clasista, sexista y racista. Deviene herramienta para entender la violencia como 
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una yuxtaposición de formas de explotación del capitalismo contemporáneo y permite hacer del feminismo hoy una forma de organización, una práctica de alianzas y una narración transversal y expansiva. Volvamos a la «operación» del paro sobre las violencias. ¿Qué significa politizar las violencias desde la huelga? En primer lugar, tomar la huelga como una acción que nos sitúa como sujet*s políticos frente al intento sistemático de reducir nuestros dolores a la posición de víctima a ser reparada (en general, por el Estado). Ser víctima, por lo tanto, requiere fe estatal y demanda redentores. La huelga nos pone en situación de lucha. No olvida el duelo, pero nos saca del «estado» de duelo. Luego, el paro se practica como ejercicio de sustracción y sabotaje masivo (en Argentina se movilizaron medio millón de mujeres en cada una de las marchas que siguieron a las huelgas de octubre de 2016 y marzo de 2017; 800 mil en marzo de 2018 y un número similar en marzo de 2019 después de aún más masivas movilizaciones en 2018 a propósito del aborto). Es esto lo que permitió convertirlo en herramienta para un mapeo de la heterogeneidad del trabajo en clave feminista, dando visibilidad y valorizando las formas de trabajo precario, informal, doméstico, migrante. Esto significa: dejar de considerarlos trabajos suplementarios o subsidiarios respecto del trabajo asalariado y, por el contrario, evidenciarlos como centrales en las formas actuales de explotación y extracción de valor, constituyendo también la condición precaria y restringida de sustento colectivo. En tercer lugar, el paro conformó un horizonte organizativo que permitió albergar múltiples realidades que resignificaron, desafiaron y actualizaron la dinámica misma de lo que llamamos huelga. El paro reinventado desde el feminismo se transformó en su sentido histórico: dejó de ser una orden emanada desde arriba (la jerarquía sindical) en la que se sabe simplemente cómo acatar o adherirse, para convertirse en una pregunta-investigación concreta y situada: ¿qué significa parar para cada realidad existencial y laboral diversa? Esta narración puede tener una primera fase 
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que consiste en explicar por qué no se puede hacer paro en el hogar o como vendedora ambulante o como presa o como trabajadora freelance (identificándonos como las que no podemos parar), pero inmediatamente después es esta imposibilidad la que cobra otra fuerza: puja a que esas experiencias resignifiquen y amplíen lo que se suspende cuando la huelga debe comprender y alojar esas realidades, ensanchando el campo social en el que la huelga se inscribe y produce efectos. Resuena una pregunta que se hizo hace años el colectivo madrileño Precarias a la Deriva (2005): ¿cuál es tu huelga? Pero ahora conjugada en una escala de masas y de radicalización frente a la ofensiva de violencias machistas que nos pone en estado de asamblea y de urgencia de acción. Puesto como pregunta concreta —«¿cómo paramos?»—, el paro se ha ido multiplicando: desde Paraguay, el llamado al paro fue usado como protesta contra el envenenamiento de las comunidades por agrotóxicos. En Honduras y Guatemala, la organización de la medida se afirmó fuerte en el reclamo por los «femicidios territoriales» contra líderes comunitarias. Un comunicado de las mujeres de las FARC hacía suyo nuestro llamamiento y firmaban #NosMueveElDeseo para decir que también paraban en la selva. En Brasil, los reclamos subrayaban la avanzada de las iglesias contra las luchas por las autonomías del cuerpo. Este horizonte organizativo, sumergido en tal dinámica de conflictividad abierta, repone en los feminismos la dimensión clasista, anticolonial y masiva, porque las situaciones que revolucionan la herramienta del paro desde adentro son aquellas que se supondría que el paro desprecia si su referencia es sólo el trabajo libre, remunerado, sindicalizado, masculino y con bordes delimitados en sus tareas. Tomado en su anomalía, en su desplazamiento de lugar, el paro ha permitido cartografiar desde el punto de vista de la insubordinación las formas de explotación del trabajo, de los territorios y de las tramas vitales que se visibilizan y valorizan al desplegar una perspectiva feminista. 
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Porque este punto de vista ha sido elaborado a partir de una medida común y transnacional, desde la cual el análisis se ha producido como diagnóstico asambleario, no meramente analítico. El ejercicio práctico, la pregunta de investigación situada, ha sido mapear los modos no reconocidos ni remunerados en los que producimos valor y elaborar una imagen colectiva diversa de lo que llamamos trabajo, territorio y conflicto. ¿Hay un riesgo de que el paro laboralice justamente todo aquello que excede a lo laboral? El paro de mujeres, trans, lesbianas y travestis tiene una fuerza que desborda el espacio laboral porque en el sabotaje se paraliza y se desacata mucho más que un empleo: se desconoce, en principio por unas horas, un modo de vida en el que ese empleo es una pieza junto a otras, se paralizan los roles de la división sexual del trabajo y se evidencia la arbitrariedad política que organiza las fronteras entre lo laboral y lo no laboral y las luchas históricas entre confinamiento y autonomía, entre reconocimiento y ruptura. El paro desborda e integra la cuestión laboral. No la deja de lado, pero al mismo tiempo la redefine y la actualiza, la problematiza y la critica como relación de obediencia. Multiplica su alcance sin diluir su densidad histórica. La desborda porque incluye realidades de trabajo no salarizadas, no reconocidas, no remuneradas que tienen que ver con las formas de trabajo doméstico y reproductivo, obligatorio y gratuito, pero también con las formas de trabajo ligadas a las economías populares y a las formas autogestivas de reproducción de la vida. El trabajo en clave feminista nos permite pensar así una política de reproducción de la vida que toma y atraviesa el territorio doméstico, social, barrial, campesino, suburbano y su articulación jerarquizada con el territorio reconocido como «laboral». El paro desborda e integra la cuestión laboral también porque paramos contra las estructuras y los mandatos que hacen posible la valorización del capital. Estos mandatos (de la familia heteropatriarcal a la maternidad obligatoria, de la clandestinidad del aborto a la educación sexista) no son cuestiones meramente culturales o ideológicas. Responden a la imbricación misma de patriarcado, colonialismo y 
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capitalismo. Por eso, los elementos considerados «no económicos» son la clave de la economía feminista como crítica ampliada y radical de la noción patriarcal de «economía». En estos sentidos, el paro se convierte en un vector de transversalidad: va más allá de ser una herramienta específica cuya legitimidad y uso está prescrito para sectores asalariados y sindicalizados, asociado al «materialismo policial» de algunos sindicatos como decía Rosa Luxemburgo, para devenir fórmula de insubordinación de realidades y experiencias que están supuestamente «excluídas» del mundo obrero. La transversalidad desafía así la supuesta imposibilidad del paro y demuestra usos posibles partiendo de su desplazamiento a otros territorios, reivindicando allí una legítima extrañeza y una nueva potencia práctica. Digamos que el paro expresa tres dimensiones que se fortalecen secuencialmente de un paro a otro: Uno: el paro se constituye como un proceso y no como un acontecimiento. Esto implica concretamente producir el tiempo del paro como tiempo de organización, de conversación, de trama común, de coordinación asamblearia, de puesta en juego de subjetivaciones que elaboran una radicalidad de nuevo tipo al encontrarse y perdurar organizadas. No es una fecha suelta y aislada en el calendario ni la producción espectacular de una acción que termina en sí misma. Dos: el paro pone en juego la producción del cruce entre las luchas y su conexión transnacional y lo hace involucrando una dimensión de clase. Más allá del multiculturalismo identitario, ligar la violencia contra las mujeres y los cuerpos feminizados con las formas de explotación laboral, la violencia policial y las ofensivas empresariales contra los recursos comunes remapea de hecho la conflictividad social. Así, los feminismos populares, indígenas, comunitarios, suburbanos, villeros, negros, que desde América Latina desliberalizan las políticas de reconocimiento, los premios de cupo y los anzuelos identitarios politizan la precariedad de las existencias como una secuencia inescindible de despojos y explotaciones.
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Tres: por todo esto, cuando narramos la geografía del miedo y del riesgo (porque se impregna en muchas como un mapa de alertas que, sin embargo, da la clave para hacer inteligibles abusos múltiples y violencias) no se traduce en victimización, sino en capacidad estratégica. Es mapeo sensible de las explotaciones que se viven cotidianamente en conexión unas con otras para alimentar maneras radicales de pensar el territorio y en particular el cuerpo como territorio (cuerpo-territorio).
Nuestro ‘17
Tal vez la huelga de nuestro 2017 revolucionario traza una línea serpentina con un siglo atrás: en eco y enlace con la huelga del 8 de marzo de 1917 impulsada por las obreras textiles de Petrogrado contra las penurias de la guerra y en repudio al zarismo. El desborde y la radicalización de aquella huelga llevó al inicio de la Revolución rusa. Más acá, podemos desplazar fechas y geografías y pensar en otro origen. Tal vez la huelga de nuestro ‘17 revolucionario empezó a gestarse en una maquila, esas ensambladoras gigantes que salpican la frontera entre México y Estados Unidos, a donde muchas nos trasladamos al imaginar —y al intentar comprender— qué se mataba también en nosotras cuando se mataba a una de las trabajadoras que hicieron famosa Ciudad Juárez por concentrar allí una verdadera «máquina femicida» (para usar la fórmula de Sergio González Rodríguez, 2012). ¿Qué modo de la libertad estaban inaugurando esas chicas, jóvenes en su mayoría, al migrar a esas fábricas que devenían parte de una serie truculenta y clave del capital global? A cada una se nos estampó esa pregunta, como un bordado y como un tatuaje. Somos sus contemporáneas y la maquila, de algún modo, es el inicio de la huelga feminista que hemos protagonizado y que nos toca pensar. No hay paro internacional de mujeres, lesbianas, trans y travestis en 2017 sin la geografía ampliada de Ciudad Juárez, sin nuestros miedos y nuestros deseos todos 
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mezclados ahí, al ritmo de la producción flexible y de la frontera, de la fuga y de condiciones de explotación que nunca imaginamos estar dispuestas a soportar, pero que también decidimos confrontar. ¿A quiénes se mata allí? «Hay un predominio de mujeres jóvenes, son morenas, son estudiantes, son obreras, son niñas, pero todas ellas son económicamente marginales», explica Julia Monárrez (2004), a quien le debemos una de las investigaciones pioneras sobre lo que denomina «femicidio sexual sistémico» en esa ciudad. El 8 de marzo es la fecha que conmemora a otras mujeres, también obreras, jóvenes, en su mayoría migrantes, que se hicieron huelguistas en la «sublevación de las 20 mil» y murieron más tarde en el incendio en la fábrica textil Triangle Shirtwaist Co. de Nueva York. Por eso pliega una memoria obrera, de desacato y organización de las mujeres que se enlaza, de manera discontinua, con las obreras de Juárez y con la fuerza que en 2017 el paro internacional logró impulsar, como medida común, en 55 países. Y que se repitió, aún con mayor tejido organizativo, el 8 de marzo de 2018 y el 8 de marzo de 2019. Cuando hablamos de paro internacional feminista, entonces, nos referimos a una medida transnacional pero no abstracta. La huelga, conectada con la geografía de la maquila, expresa la necesidad de hacer el duelo por cientos de cuerpos que sólo se presentaban a nuestras retinas como una secuencia de cadáveres circundados de horror, repetidos en su anonimato, y que resonaban en cada femicidio en América Latina, cuyos índices se multiplicaron en la última década. En estos años también se construyó desde las luchas feministas la posibilidad de leerlos y llegar a entender estos asesinatos ya no como crímenes sexuales, sino —como sintetiza Rita Segato (2013)— como crímenes políticos. Cuando leemos con estremecimiento los números de muertas que se repiten entre la fábrica, la discoteca, el consumo a destajo y la frontera, entendemos algo que nos conecta con ellas, aun tan lejos en un desierto que ni conocemos pero que sentimos próximo. Porque algo de esa geografía se replica en un barrio suburbano, en una 
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villa salpicada también de talleres textiles informales, en un boliche de provincia, y en los hogares implosionados por violencias domésticas, en las apuestas de las migrantes y en las comunidades que son hoy desalojadas por los megaemprendimientos del capital transnacional. Lo que produce una forma de resonancia e implicación es la composición de un cuerpo común: una política que hace del cuerpo de una el cuerpo de todas. Por eso, el atractivo de esa consigna que se grita en las marchas: ¡tocan a una, tocan a todas! Comprendemos así en las vidas de las mujeres de Juárez lo que es igual en muchas: el impulso por un deseo de independencia, una decisión de forjarse un destino al que se apuesta confiando en la vitalidad propia, el combustible de la fantasía y la desesperación que impulsa al movimiento y al riesgo. Desde NiUnaMenos nombramos esa decisión de movilidad, politizándola: #NosMueveElDeseo. Y la frase se replicó aquí y allá, en la selva y en el barrio, en las escuelas y en las marchas, en las casas y en las asambleas. Nombró una verdad común. Y nos permitió desde múltiples espacios, trayectorias y experiencias coordinarnos para construir un enlace específico entre movernos y detenernos, bloquear y transformar, parar y sustraer nuestros cuerpos y nuestras energías a la reproducción del capital, alimentada de violencias cotidianas. Otras consignas acompañaron la iniciativa de la huelga y resumían un sentimiento compartido acá y allá: «¡Si nuestro trabajo no vale, produzcan sin nosotras!», «¡Si nosotras paramos, paramos el mundo!». Entonces, el paro feminista responde con una acción y un lenguaje político a un modo de violencia contra las mujeres y cuerpos feminizados que pretende neutralizarnos y anularnos políticamente. Esto es, confinarnos al carácter de víctimas (además, casi siempre indirectamente culpables de las violencias padecidas). Con la herramienta del paro, de parar nuestras actividades y nuestros roles, de suspender los gestos que nos confirman en estereotipos patriarcales, construimos un contrapoder frente a la ofensiva femicida que sintetiza un cruce específico de violencias. Así se afirma que la violencia femicida no es sólo doméstica. En ella se traman y expresan nuevas formas de 
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explotación laboral con violencias financieras; violencias estatales y racistas con violencias familiares. Las violencias machistas expresan una impotencia que responde al despliegue de un deseo de autonomía (en contextos frágiles y críticos) de los cuerpos feminizados. Llevar adelante este deseo de autonomía se traduce inmediatamente en prácticas de desacato a la autoridad masculina, lo cual es respondido con nuevas dinámicas de violencia que ya no pueden caracterizarse sólo como «íntimas». Lo que expande Ciudad Juárez más allá de México es que allí se anticipa, a modo de laboratorio, cómo cierto dinamismo laboral y migrante de las mujeres está expresando un dinamismo político (un conjunto de luchas históricas) por escapar del confinamiento doméstico que es aprovechado por el capital transnacional. Se trata de un deseo de fuga que es explotado por la máquina capitalista porque usa como combustible un anhelo de prosperidad popular para traducirlo en formas laborales, de consumo y de endeudamiento expoliadoras y, en su momento de clímax, deviene máquina femicida. Con estos desplazamientos temporales y geográficos quiero dar cuenta de una reinvención importante de la huelga, capaz de fabricar sus orígenes porque produce proximidad con luchas que parecen cronológicamente distantes y espacialmente esquivas. Hay un doble movimiento aquí. Por un lado, la producción de conexión entre las luchas, lo cual no es espontáneo ni natural. Por otro, que esa conexión se hace desde la huelga, lo cual implica hacerla en clave no puramente analítica sino de insubordinación. Tal dinámica de producción de conexión es la que dibuja también un enjambre de tiempos y espacios que es creación, como señala Susana Draper (2018), para ficcionar unos comienzos de la huelga feminista en un fanzine de 2015 escrito por presas en una cárcel de México titulado: «Mujeres en huelga, se cae el mundo». Pero también estos desplazamientos de la huelga abren los sentidos mismos de su emplazamiento, de su política de lugar (J. K. Gibson-Graham, 2007) y de su apropiación de tiempo. Como narra Raquel Gutiérrez Aguilar (2016) en su paso por la cárcel boliviana de Obrajes, 
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en la ciudad de La Paz, la huelga expresa la posibilidad de una comunidad política de otro tipo. El paro se convierte así en una herramienta de rechazo y desacato y en ese sentido transversaliza situaciones a la vez que las compone, y lo hace desde unas subjetividades que han sido históricamente excluidas o subordinadas en el ámbito laboral.
Primer paro de mujeres: 19 de octubre de 2016
#NosotrasParamos fue la consigna que lanzamos desde NiUnaMenos y que luego se enhebró con otras. Decir «paramos» suspendía y a la vez habilitaba. Parar como gesto negativo, de bloqueo, habilita una indeterminación que nos deja en estado de investigación: ¿qué hacemos al parar? ¿Qué se detiene cuando paramos? ¿Y qué otras cosas nos permite hacer ese modo de parar? El movimiento feminista tiene palabras pero no se hace sólo con palabras, como si ellas flotaran recolectando significados acá y allá. Considero importante evitar pensar la noción de paro como un «significante flotante», como les gusta acomodar a quienes frecuentan la teoría de Ernesto Laclau (2005): una suerte de término que, por indefinido, le cabe todo, en una declinación lingüística de las conexiones lógicas y discursivas.2 Creo que el paro tiene capacidad de transversalidad porque se enraíza en la materialidad de un mapa de las precariedades de nuestras existencias que le dan sentido y no al revés (como si las realidades necesitaran de ese significante para poder leerse en su composición común). Lo que se vivió por entonces, debajo de la lluvia durante la jornada del primer paro nacional de mujeres el 19 de octubre de 2016 (unas semanas después del paro de mujeres en Polonia por el aborto), fue un sonido de vibración 
2  Me extenderé sobre la relación entre populismo y feminismo en el sexto capítulo, en particular discutiendo algunas formulaciones de Nancy Fraser.
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que compuso un masivo «cuerpo vibrátil», como lo llama Suely Rolnik (2006). Lo que se escuchaba como temblor era ese grito que se hace golpeándose la boca. Un aullido de manada. De disposición guerrera. De conjura del dolor. Un grito muy viejo y muy nuevo, conectado a una forma de respirar. En aquella fecha se dueló el asesinato, bajo métodos coloniales, de la joven de 16 años Lucía Pérez, en la ciudad de Mar del Plata.3 Fue violada y empalada hasta morir en los mismos días en los que 70 mil mujeres, lesbianas, trans y travestis nos encontrábamos en el Encuentro Nacional de Mujeres de Rosario, en la marea más numerosa que se recordara en los años que lleva esa convocatoria en nuestro país. Ya el año anterior, cuando el encuentro se hizo en Mar del Plata, la represión final fue brutal y también, al regresar, la noticia fue el travesticidio de Diana Sacayán. 4 Cuando se supo del crimen de Lucía, eran las vísperas del 12 de octubre, fecha que se «conmemora» la «conquista» de América. Por eso la imagen colonial parecía también un mensaje con un texto que no dejaba de escribirse entre líneas: tanto el método como la fecha del asesinato parecían contener pliegues que resuenan en un inconsciente colonial colectivo. A la rabia que inundó las redes le sucedió un mensaje: «encontrémonos en asamblea». La necesidad de un encuentro cuerpo a cuerpo contra el terror y la parálisis frente al crimen que se quería ejemplar y aleccionador permitió ir más allá del lamento virtual. En esa asamblea 
3 El 25 de noviembre de 2018 se conoció la sentencia que absolvió a sus femicidas, lo cual impulsó un masivo repudio, asambleas y una convocatoria de paro en todo el país para el 5 de diciembre. El dictamen de los jueces Facundo Gómez Urso, Aldo Carnevale y Pablo Viñas, titulares del Tribunal Oral de Mar del Plata, argumenta que ella murió por intoxicación. Hoy el fallo está siendo apelado en la cámara provincial. 4 En 2017 se condenó su crimen con cárcel perpetua a quien lo perpetró, por primera vez usando la figura de «travesticidio»: http:// cosecharoja.org/cadena-perpetua-dia-na-sacayan/
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surgió la idea-fuerza del paro. Aparentemente desmedida como «medida» de fuerza para ser organizada en una semana (¡irracional desde el punto de vista de much*s que no estuvieron en la asamblea!), el paro se percibió desde la asamblea misma como completamente posible y realista. La asamblea, realizada en el galpón de la Confederación de Trabajador*s de la Economía Popular (CTEP)5 del barrio porteño de Constitución, produjo una racionalidad de otro tipo y organizó una forma de decisión y algo más: unos modos de operativizarla. Quisiera proponer la fórmula de un «realismo de asamblea»: es en ese espacio donde hay una evaluación colectiva de la fuerza y donde se elaboran posibles que no preexisten a la asamblea como espacio de encuentro. Pero también es la asamblea la que se constituye como dispositivo capaz de anticipar y eventualmente conjurar los peligros y las amenazas que intentarán capturar la fuerza común. En este sentido también me refiero a un realismo: la asamblea no es sólo un festejo entusiasta del encuentro y, por lo tanto, una «ilusión» de fuerza, sino una máquina de percepción-evaluación que se hace cargo también de los límites de las posibilidades existentes (ciertas relaciones de fuerza) sin aceptarlos como restricción a priori.
Huelga feminista: ¿qué (dejar de) hacer?
El paro, entonces, trastoca su propia temporalidad de «fecha». Se imagina —en la elucubración por sortear esas paredes tan próximas— en la maquila, se siguió elaborando en las casas, se organizó en cárceles, se tejió en asambleas, se discutió en sindicatos y comedores comunitarios, se 
5 La CTEP se conforma en 2011 y agrupa diversas organizaciones sociales que vienen de la experiencia piquetera. Se propone ser una herramienta gremial de nuevo tipo, vinculada a las economías populares que aglutinan las formas diversas de trabajo autogestionado, sin patrón y emprendimientos colectivos que están vinculados, de modos también diferentes, con los subsidios sociales provenientes del Estado.
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hizo respiración colectiva en las calles pero venía agitándose, por qué no, desde tiempos de sabotajes plegados en memorias antiguas. Entonces, ¿cuál es el tiempo que produce la huelga feminista? ¿En qué sentido estamos pudiendo elaborar la violencia contra las mujeres y cuerpos feminizados como una ofensiva del capital? ¿Cómo respondemos a la normativa estatal que limita nuestros gestos y lenguajes? ¿Cómo seguimos fortaleciendo las luchas feministas con un horizonte popular y autónomo donde se inscribe el paro? Hay un tiempo del paro que es efectivamente una puesta en práctica de un rechazo: una forma de decir basta a la violencia y al modo en que nuestro tiempo se nos escapa de las manos; un rechazo al agotamiento físico y psíquico que sostiene precariedades extenuantes; un «no» a las formas en que esa multiplicidad de tareas no se traduce en autonomía económica y se refuerza más bien como trabajo obligatorio y gratuito. Un rechazo a la invisibilidad de nuestros esfuerzos y labores cuando comprendemos que esa invisibilidad estructura un régimen político que se sostiene en el desprecio sistemático de esas tareas. El paro feminista, a diferencia de la huelga obrera tradicional (es decir, del movimiento obrero, masculino, asalariado y sindicalizado) no está sólo vinculado a «oficios». Remite al mismo tiempo a ciertas tareas específicas ligadas a la producción y a la reproducción y, por lo tanto, a una cuestión genérica: explicita por qué ciertas tareas corresponden a una determinada división sexual del trabajo. En este sentido, es a la vez paro laboral y paro existencial. Esa actividad genérica y generizada por la que se hace huelga no implica tampoco que se trate de una huelga «identitaria». Esta es una de las trampas en que desemboca el argumento de que el paro feminista es sólo «simbólico» porque no alteraría «realmente» el ámbito productivo y sería más bien una reivindicación de reconocimiento, es decir, una acción que busca meramente reconocimiento identitario. La clave de la huelga feminista es la desobediencia en un sentido amplio, que excede el marco legal del paro «sindical» a la vez que «usa» su protección para ciertas 
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situaciones específicas. Pero lo radical es que abre también la pregunta de a quién desobedecemos (si no es sólo a la figura del patrón), contra qué y quiénes paramos (si son patrones no sólo condensados en jefaturas) y en qué sentido la interrupción de la relación de obediencia que nos impone el capital abre un espacio para pensar vidas diferentes. Parar, en este sentido feminista, tiene un doble movimiento, mucho más explícito que la huelga de fábrica. Sobre todo porque el paro se despliega y derrama en la calle, en la comunidad y en el hogar. Abre así las espacialidades de la huelga, las multiplica y a la vez exhibe la conexión de ámbitos que arbitrariamente están segmentados y tabicados. Como apuntó Silvia Federici a propósito del 8M de 2018: se trata de «parar las actividades que contribuyen a nuestra opresión y, a la vez, producir aquellas que amplían el horizonte de lo que queremos como sociedad diferente». Doble dinámica del paro entonces: parar ciertas actividades, libera tiempo y energías para darle tiempo y espacio a otras, existentes y por venir. Si nuestras ocupaciones y roles nos oprimen, parar es desacatarlos, crear las condiciones de posibilidad para otras existencias. La actividad frenética de organización durante los días siguientes a la asamblea de decisión en octubre de 2016 incluyó reuniones con todo tipo de organizaciones, mientras la voz se corría sola en diversos países del continente y se multiplicaban las convocatorias y las lenguas en las que se vociferaba. En nuestro método de desborde práctico (de desmesura del paro, del tiempo de la medida y la medida del tiempo, de la «racionalidad» puesta en marcha con la convocatoria) nos dimos cuenta de que en varios lugares del mundo miles de mujeres y disidencias sexuales nos encontrábamos en la necesidad práctica de movilización para salir del confinamiento al que obliga el duelo privado producido por las muertes y por las formas de violencia que se traducen en existencias en riesgo, amenazadas frente a cada gesto de autonomía, sólo por ser mujeres, lesbianas, trans y travestis.
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Frenesí organizativo. Resonancia transnacional. Discusión por cuánto tiempo de paro podíamos «garantizar». Todo nutre una pregunta ya lanzada: ¿cuál es el tiempo del paro? Ese día paramos el país durante una hora todas coordinadas, pero durante la jornada entera lo hicimos de mil maneras diversas y entrelazadas. Hicimos temblar el tiempo, abrirlo, estallarlo. Durante todo el día nos resistimos a hacer otra cosa que no fuera organizarnos para estar juntas. ¿Qué significa parar si la medida del paro no respeta, no se ajusta e incluso va más allá de la «jornada laboral»? Significa que la temporalidad en juego no coincide con la del horario de trabajo. Pero, ¿cuál es el horario de trabajo para quien combina trabajo doméstico, con changa, con subsidio social y/o desocupación intermitente? ¿Cuándo se para si después del trabajo se sigue trabajando en la casa y en el barrio, es decir, en todos esos espacios comunitarios que, de hecho, amplían y desbordan el ámbito doméstico y reformulan lo laboral mismo? ¿Cuándo se puede parar de estar sujetas a lo que los roles sexualizados nos imponen como tarea sin fin? Hay dos tiempos del paro. Uno se refiere a la desmesura del tiempo de trabajo desde la perspectiva feminista. Es lo que da cuenta de un trabajo desmedido, sin forma de medida de tiempo limitada, sin bordes precisos. Las teorizaciones feministas han popularizado la noción de triple jornada: trabajo fuera de la casa, trabajo dentro de la casa y trabajo afectivo de producción de vínculos y redes de cuidado. Parar en esa multiplicidad de tiempos es una sustracción que parece casi imposible porque es en esa desmesura donde vida y trabajo se ensamblan y donde la reproducción se visibiliza como producción. Desde este tiempo del paro, se pone de relieve el tiempo de trabajo desde el punto de vista feminista en su consistencia de hojaldre: ¿cómo se «produce» la hora misma que después se contabiliza como laboral? ¿Cómo se produce a l*s trabajador*s para su reproducción vital y cotidiana? Por eso, parar en esta clave es repensarlo todo. Por otro lado, está el tiempo que se contabiliza como tiempo coordinado de ausencia, sabotaje y bloqueo en 
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cualquier lugar realizado al mismo tiempo: ¿paro de 8 horas, de 24 horas, de un turno? Algo de esta distinción misma se va deshaciendo y a la vez se la pone en juego como estrategia política. Tal y como debatieron las feministas italianas y norteamericanas en la década de los años setenta, cuando lanzaron la «Campaña por el salario doméstico» (Wages for Housework), en el trabajo reproductivo, de producir y reproducir la vida cada día, se evidencia una cuestión fundamental: ¿se puede medir con salario el trabajo reproductivo? ¿Cómo se calcula cuántas horas debería pagar un salario que remunere las tareas domésticas? Y aún más: ¿cómo se mide la intensidad de un trabajo de cuidado y afecto que pone en juego la subjetividad sin límites y no simplemente una serie de tareas mecánico-repetitivas?6 La clave del funcionamiento del trabajo doméstico como obligatorio y gratuito ha sido señalada y sistematizada por Silvia Federici en su libro Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria (2011). Este texto ha tenido una circulación enorme en América Latina a partir de su traducción al castellano y ha nutrido debates en los más diversos espacios, como parte de prácticas de pedagogía feminista popular. Lo doméstico se produce en el capitalismo como espacio de «encierro»: se confina a las mujeres al hogar, se las limita a ese ámbito bautizado como «privado». Lo que aprendemos de Federici, cuya teorización retoma la experiencia política de la Campaña por el salario doméstico de los años setenta (Federici, 2018b), es el modo de 
6 Todo un debate sobre la forma de releer la «medida del valor» y la crisis de la forma-valor misma de Marx ha sido impulsado por las teorizaciones feministas de la desmesura, incorporando nociones como valor-afecto y valor-comunidad. Se trata de otros componentes del valor y otras economías que expresan la crisis de la medida misma del salario como retribución cuantitativa de una cantidad de horas de trabajo. Podríamos sintetizar que es feminista la perspectiva que desestabiliza el cálculo y la medida según la racionalidad del capital y cuyo origen de «desmesura» expresa la potencia del trabajo como trabajo vivo. Volveré sobre esto en el cuarto capítulo.
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explotación específico que el capitalismo organiza para las mujeres, lo cual requiere antes que nada que se las desprestigie socialmente. Sólo así se justifica su encierro y su privatización. Luego, se puede obligarlas a trabajar gratis e invisibilizar políticamente sus tareas. Pero hay un punto más que Federici (2018) advierte: la relación específica del trabajo reproductivo con el salario bajo la fórmula «patriarcado del salario». El trabajo doméstico, afectivo, de cuidados, estipulado como gratuito y obligatorio, es la clave de la productividad del salario, su parte oculta, su pliegue secreto. ¿Por qué oculto y secreto? Porque es lo propio del capitalismo explotar ese trabajo a través de su división sexual, lo que le permite jerarquizar la relación entre sexos (y más en general: hacia cuerpos feminizados) y subordinar trabajo gratis, mientras se lo devalúa políticamente. Este es un punto clave sobre el que volveremos una y otra vez para pensar el mapa del trabajo hoy en clave feminista porque exhibe la conexión histórica y lógica entre capitalismo y patriarcado. Esta problematización del salario, entonces, es una especificidad de la economía feminista en clave emancipatoria. También en los años setenta, Angela Davis (2005) discutió desde el movimiento negro la universalidad de la figura del «ama de casa»: esas mujeres encerradas en sus hogares daban cuenta del estatus sólo de algunas, al mismo tiempo que se universalizaba un modelo de feminidad. La experiencia en el mercado de trabajo de las mujeres negras que historiza Davis, sin embargo, no deja de ser también una reflexión sobre el carácter servil que había tomado el trabajo doméstico después de que las mujeres fueran despojadas de su carácter de «expertas trabajadoras» durante la época colonial, en una economía que tenía su base en el hogar pero que no se reducía a él. Este punto resulta fundamental. La distinción que hace Davis entre una economía basada en el hogar pero con capacidad de proyectar protagonismo económico fuera del hogar y una esfera doméstica recluida donde el trabajo no es reconocido como tal revela la producción política del hogar como confinamiento. Y permite entender que el problema no es la existencia del hogar o de economías 
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domésticas sino la división entre una economía capitalista del beneficio que se atribuye desenvolverse en el ámbito de lo público (que no es más ni menos que el «mercado laboral») en contrapunto con la economía privada e inferior de lo doméstico (reino del trabajo gratuito y no reconocido). Davis subraya también que las mujeres negras nunca fueron sólo amas de casa, porque tras ser despojadas de su protagonismo económico desde las economías basadas en el hogar, fueron las primeras en ser forzadas a ingresar al mercado laboral, aun si nunca dejaron de ser tratadas como «extrañas visitantes» en las fábricas. La articulación entre patriarcado, capitalismo y colonialismo queda clara. La discusión que Davis plantea con las italianas es muy importante: se centra en preguntarse por la capacidad «emancipatoria» que tiene el salario. Básicamente argumenta que el carácter opresivo y frustrante que ella le atribuye al trabajo doméstico no se extingue por cobrar salario como retribución monetaria por esas tareas que no dejan de ser lo que son. Más bien lo contrario: que el salario pasa a legitimar la «esclavitud doméstica». Davis toma el ejemplo de las mujeres que trabajan como empleadas domésticas y como criadas quienes, a pesar de ser asalariadas, no logran aumentar el estatus social de esas labores. En la crítica de Davis, sin embargo, queda eclipsada la propia crítica que las italianas hicieron al «salario doméstico», planteado como reivindicación paradójica: como reclamo puntual y a la vez como medida «imposible» ya que evidencia la necesidad del capitalismo de trabajo no remunerado como parte de su lógica estructural. Y también el papel «ordenador» del salario: su funcionamiento se basa en mantener la división entre lo público y lo privado (es decir, en su rol de dividir jerárquicamente espacialidades y sexos). Entiendo que ambas teorizaciones ponen algunos puntos en común con entradas distintas. Por un lado, el estrecho marco del salario en el capitalismo para pensar la liberación del carácter opresivo del trabajo doméstico. Por lo tanto, la denuncia explícita del papel político del salario. Por otro, la caracterización del trabajo doméstico como opresivo en la medida en que es parte de un modo 
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determinado de confinamiento. La cuestión es evidenciar la articulación específica entre género, clase y raza. ¿Qué pasa cuando el hogar no es sinónimo de encierro? Aquí se abre el debate de si el capitalismo puede prescindir de la vida doméstica para producir valor. ¿Pero de qué vida doméstica hablamos? Davis retoma el caso sudafricano para afirmar que se intentó desarmar los hogares porque se los consideraba espacios donde se alimentaba la resistencia al apartheid, pero a la vez se pregunta cómo se podrían garantizar las tareas reproductivas con una infraestructura de ayudas que no obligue a las mujeres a su repetición. En el caso de las italianas, y del debate que Silvia Federici prolonga hoy, la imposibilidad del capitalismo de automatizar las tareas reproductivas (como imaginario utópico del desarrollo tecnológico) hace que caractericen al trabajo reproductivo no sólo como opresivo y obsoleto (como lo afirmaba Davis en los años 70), sino como espacio que despliega también otro tipo de productividad si se libera de su carácter obligatorio y familiarista. Es en esa línea que podemos también retomar la clave de Davis de una economía doméstica con proyección de poder político.
Salario doméstico y salario social
En Argentina, esta problemática del «salario doméstico» hoy puede discutirse desde una situación concreta: la caracterización y la polémica alrededor de los subsidios sociales que retribuyen tareas reproductivas. Estas son efectivamente las labores que hoy componen buena parte del trabajo feminizado de la economía informal, de autogestión, denominada políticamente como «economía popular» (Gago, 2018). La discusión que se viene dando sobre el modo de retribución de estas tareas devenidas sociales y comunitarias por la crisis tiene que ver con una politización de los subsidios sociales provenientes del Estado, cuya historia 
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se remonta a la crisis de 2001 y a la emergencia de los movimientos de desocupad*s. La genealogía política de la valoración del trabajo reproductivo en las economías populares, de un evidente protagonismo feminizado, es una clave de lo que podemos hoy plantear como perspectiva de economía feminista. Esa valoración tiene que ver con el derrame de estas tareas más allá de los confines de los hogares. Ese derrame fue efecto de la crisis, que desestructuró las «cabezas» masculinas de los hogares por desempleo masivo. Pero, sobre todo, ese derrame fue efecto de la politización de la crisis por medio de dinámicas organizativas comunitarias y populares. Aquí hay una clave que intentaré desarrollar en varios momentos de este libro y que sustenta mi hipótesis más amplia sobre la afinidad entre economía popular y economía feminista: la disputa por la «revalorización» social de las tareas reproductivas en un contexto donde su función política se ha vuelto nueva fuente de dignidad y prestigio en los barrios. Esta situación abre desafíos de «autoridad» frente a los mayores umbrales de crueldad de las tramas de violencias, que tienen en las violencias contra las mujeres y cuerpos feminizados su blanco predilecto. En este sentido, las economías populares tienen una tensión fundamental: transitan entre la orientación familiarista que desde el Estado se imprime a los subsidios (a través del pedido de contraprestaciones que ponen a la «obligación» familiar como reaseguro) y a su uso como parte de un desborde del confinamiento doméstico de las tareas reproductivas que ya ha acontecido, impulsado mayoritariamente por la crisis. Hoy esta tensión se redobla por la contraofensiva eclesial y económica, como desarrollaremos en el capítulo 7. Pero volvamos. ¿Qué de las discusiones del Comité por el Salario Doméstico (1972) interlocutan con los planes sociales que se extienden hoy en Argentina?7 ¿De qué modo el Ellas Hacen y la Asignación Universal por Hijo reconocen 
7 En abril de 2015, en una actividad militante con Silvia Federici en la villa 31 esta discusión estuvo muy presente. Véase «El caldero de las nuevas brujas», por Verónica Gago, en Las 12, 3 de mayo de 2015; disponible online: https://www.pagina12.com.ar/diario/ suplemen-tos/las12/index-2015-05-03.html
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—de modo ambivalente— las tareas de cuidado y las labores comunitarias feminizadas? ¿Cómo se cuenta su genealogía? Como señalamos, en los años setenta el marco era la discusión misma de la división sexual del trabajo y se prestaba gran atención a la consolidación de jerarquías que organizaban el trabajo doméstico no pago y la invencible frontera que marcaba el afuera público. Esa división era puesta en práctica por una herramienta concreta: el salario, que retribuía el trabajo hecho «fuera» del hogar, consagrando un poder de mando del dinero en su interior. Esta función, gracias a las teorizaciones feministas, se hizo conocida como el «patriarcado del salario» y luego popularizada con la frase de la propia Federici, que dice: «Lo que llaman amor, nosotras lo llamamos trabajo no pagado». El salario, como dispositivo patriarcal, sostiene el confinamiento doméstico como lugar donde se produce una «infraestructura invisible» que nutre, sostiene y permite la «independencia» del «trabajador asalariado libre». Su condición de invisibilidad es producida histórica y políticamente. Las tareas domésticas tienen que ver con la reproducción social en general y, por lo tanto, con las condiciones mismas de posibilidad de explotación en el capitalismo. Que hayan sido desvalorizadas una y otra vez, justamente para que no cuenten, para que no se remuneren, para que no se las reconozca como inmediatamente productivas y para que no se las reivindique políticamente en su centralidad, es el efecto de su explotación capitalista-patriarcal-colonial. ¿Sigue operando de la misma forma hoy el «patriarcado del salario»? ¿Qué significa el patriarcado del salario cuando el salario mismo es cada vez más un «privilegio» de estabilidad para un*s poc*s? Abordaremos este punto en extenso en el cuarto capítulo, pero por ahora es necesario afirmar algo: la huelga feminista se hace cargo de la crisis del patriarcado del salario y pone en discusión cómo se están reinventando hoy las formas patriarcales más allá del salario.
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Paro internacional de mujeres, lesbianas, trans y travestis: 8M
En Argentina, convocar a un paro a un año del ascenso del gobierno neoliberal de Mauricio Macri fue un gesto que no había tenido ninguna fuerza política «organizada» hasta el momento. Y sí: «Sí se puede, el primer paro a Macri se lo hicimos las mujeres», se escuchó luego en la Plaza de Mayo. «¡Mientras la CGT toma el té con el gobierno, nosotras tomamos las calles!» fue otra de las consignas que daba cuenta del desplazamiento del paro y del debate mismo sobre el trabajo con relación al ajuste neoliberal en curso y la pasividad sindical. La masividad de convocatoria en las calles mientras se sabía lo que pasaba en simultáneo en otros tantos países hizo inolvidable aquella jornada de entusiasmo colectivo, donde se compartían a viva voz las escenas de desacato cotidiano, los chismes de la revuelta, los murmullos anónimos del día que, como se cantaba en la lluvia, paramos el mundo y nos encontramos. Pero ese fue sólo el primero, el que inauguró una saga. La fuerza de esa huelga nos decidió a convocar el paro internacional del 8 de marzo de 2017. Así empezó a amasarse, comunicarse, debatirse y, sobre todo, construirse en una serie de espacios múltiples, en claves diversas, en conjugaciones que permitieron que el paro alojara y se ensanchase con realidades heterogéneas, con geografías que estando distantes se imbricaron por zonas, luchas y realidades que no se reducían a los límites estatal-nacionales. El 8 de marzo de 2017 sentimos la tierra temblar debajo de nuestros pies. Los meses previos nos movimos con la certeza de que era decisivo lo que hacíamos o dejábamos de hacer, organizamos asambleas, fuimos a pequeñas reuniones acá y allá, conversamos, escribimos, escuchamos, nos peleamos, conspiramos y fantaseamos. Hasta soñábamos por las noches con lo que nos quedaba pendiente hacer para los días por venir. Compañeras en distintos lugares del mundo hacíamos cosas parecidas al mismo tiempo. Coordinadas por palabras-consignas e intuiciones, por prácticas y por redes tejidas desde hace 
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tiempo. También por gestos que ni siquiera sabíamos que habitaban en nosotras. Imantadas por un extraño sentimiento compartido de furia y complicidad, de potencia y urgencia. Pero sobre todo deslumbradas por la sorpresa de esa coordinación múltiple y efectiva. Funcionamos conectadas por imágenes que se acumulaban como contraseña: de las calles pasaban a las redes y de las redes a nuestras retinas, sellándose como parte de una imaginación transnacional, multilingüe. Tejimos, con el horizonte de aquellos días, un nuevo internacionalismo. Y el paro se desplegó como corte y como proceso. El paro entonces muestra otra doble dimensión: visibilización y fuga. No es sólo búsqueda de reconocimiento del trabajo invisible. Es también una apuesta a su rechazo. En la combinación de ambas se juega la radicalización misma de lo que vamos a nombrar como trabajo. Fuga en el mismo momento del reconocimiento. Deserción en simultáneo a su visibilización. Desacato a la vez que su contabilización. En esa doble faz es cuando las relaciones, los tiempos y los espacios, son percibidos desde su «hacerse». Esta disyunción (visibilizar y fugar) no es entendida como contradicción, sino como apertura a varias modalidades de la huelga. La del reclamo y aquella otra condensada en una práctica que no expresa demandas, sino que enuncia justamente el deseo de querer cambiarlo todo. Por eso, el paro también integra y desborda las demandas puntuales. Y eso se vivió en las asambleas preparatorias. Las integra porque no se subestiman los reclamos concretos —que surgen de investigaciones situadas de distintos colectivos— sobre presupuestos, leyes, modificaciones necesarias en instituciones o reclamos específicos. Y las desborda también porque la puesta en común de los cuerpos en la calle permite parar para darnos tiempo a imaginar cómo queremos vivir y para afirmar que el deseo es de cambio radical. Pero estos dos planos no se experimentan como contrapuestos. Para decirlo en términos clásicos: no hay reforma o revolución. Hay una simultaneidad de temporalidades que no funcionan en disyunción. Tener demandas concretas, no implica la idea de que el Estado es la respuesta a las violencias. Pero tener ese diagnóstico 
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tampoco impide pelear y conquistar recursos que, al no ser pensados como fines en sí mismos, se ensamblan con otras dinámicas de transformación. De esta manera, no se inviste al Estado con capacidad de «totalización»: esto significa que, a contrapelo de perspectivas estado-céntricas, no se sigue priorizando al Estado como lugar de transformación privilegiado. Y, al mismo tiempo, tampoco se desconoce al Estado en su capacidad política limitada y, por lo tanto, capaz de modificar de modo parcial ciertas realidades por ejemplo con relación a la asignación de recursos. Esta posición renueva la teoría política en términos feministas y repone otras coordenadas para pensar el cambio radical.
Cada huelga contiene un pensamiento político
Para Rosa Luxemburgo (1970), cada huelga contiene un pensamiento político. Me parece una frase-talismán para sacarle brillo. Por un lado, ella estudia una conjunción de elementos para caracterizar la huelga como un proceso y no como un acontecimiento aislado: son «múltiples factores que se entrelazan: económicos, políticos, materiales y psíquicos», anota. Es ese ritmo y multiplicación de elementos lo que hace pensar a Luxemburgo que la huelga es un cuerpo vivo: «Nos encontramos con el latido de un cuerpo vivo, de carne y sangre que está conectado con todas las partes de la revolución por miles de vasos comunicantes. Si el propósito de una teoría sofisticada es hacer una inteligente disección de la huelga de masas, esta no permitirá percibir el fenómeno en su esencia viva… simplemente lo matará». Por otro lado, al entender la huelga como proceso, Luxemburgo se dedica a investigar las diversas huelgas que anteceden a la gran huelga de 1905 en Rusia. Por eso, cuando ella describe su extensión, aparece una geografía acuática. «Ora se extiende por todo el imperio como una ancha ola de mar, ora se divide en una red gigantesca de estrechos riachuelos; ora brota de las profundidades como un fresco manantial, ora se hunde 
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completamente en la tierra». Está dando cuenta sin duda de una multiplicidad de acciones para concluir que «todo esto fluye caóticamente, se dispersa, se entrecruza, se desborda; es un océano de fenómenos, fluctuante y eternamente en movimiento». Tomar el paro como «lente» nos permite desplegar el pensamiento político de la huelga que nos toca vivir y entender su procesualidad y sus geografías múltiples. Traigo aquí a Rosa Luxemburgo por esta pista que nos da y porque hoy su pensamiento nos nutre en tres líneas de investigación-intervención: 1) Los movimientos feministas, en la multiplicidad del aquí y ahora, podemos retomar su crítica a la guerra justamente para pensar la llamada «guerra contra las mujeres» (Federici, 2011). Claro que se trata de escenarios bélicos muy diferentes pero sus reflexiones siguen brillando para pensar qué se quiere desarmar cuando se promueve una guerra. En el capítulo que sigue detallaremos la discusión alrededor de la idea misma de «guerra» para pensar los modos de violencia contra las mujeres y los cuerpos feminizados. 2) Del mismo modo puede ser reapropiada y actualizada su teoría sobre el imperialismo con relación a la necesidad constante del capital de extender sus fronteras y, en el caso del trabajo de cuerpos feminizados, pensar cómo la violencia del proceso de acumulación impacta especialmente en las economías protagonizadas por mujeres. Esta reconceptualización del despliegue imperial incluye el punto anterior: las nuevas formas de la guerra. 3) Finalmente, su teoría de la huelga como proceso no deja de ser una clave para pensar la temporalidad y el movimiento mismo de una acumulación histórica de fuerzas que, a partir de la crítica práctica a la violencia contra ciertos cuerpos-territorios y la reapropiación de la herramienta de la huelga, se plantea el desafío de tejer un nuevo internacionalismo y el trabajo político en múltiples escalas.
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Alianzas insólitas: salir del gueto
El tiempo de interrupción que produjo el paro fue conquistado gracias al tejido de conversaciones inesperadas y de encuentros inéditos. Hablamos de alianzas insólitas, como las nombran las Mujeres Creando de Bolivia (2005), para dar cuenta de la potencia que se desprende de entrecruzarnos, mezclarnos y trabajar desde las diferencias tejiendo la urgencia de decir ¡ya basta! Todo está organizado para que no nos encontremos, para que nos miremos con desconfianza, para que las palabras de otras no nos afecten. ¿Qué produjo esa posibilidad de encuentro entre trabajadoras de la economía popular y amas de casa; entre estudiantes y trabajadoras sexuales; entre empleadas de hospitales públicos y operarias de fábrica; entre desempleadas y trabajadoras por cuentapropia? Antes del propio momento de parar, hay que detenerse en la cocina del paro que son las asambleas. No sólo aquellas que son convocadas para la organización, sino también las que se replican en distintas escalas y lugares frente a los conflictos que van sucediéndose. Esta dinámica asamblearia y de producción de alianzas permitió salir del gueto del discurso de género, aquel que pretende confinarnos sólo a hablar de femicidios y a situarnos meramente como víctimas. Es decir, romper el cerco por el cual la voz feminizada sólo se escucha si relata un episodio de puro horror y violencia, sin que ese relato sea también parte de una enunciación política que desentraña las causas de lo que acontece y se pregunta por las fuerzas necesarias para enfrentarlo. Pero también salir del gueto de las organizaciones que sólo se nombraban feministas para desbordar la convocatoria con compañeras de sindicatos, movimientos sociales, espacios comunitarios, organizaciones indígenas y afrodescendientes, centros de estudiantes, colectivos migrantes, grupos artísticos, etc. Las asambleas son el espacio donde prosperan esas alianzas insólitas, que implican roces, debates, desacuerdos y también síntesis parciales de lo que nos proponemos. De hecho, la profundización del trabajo del paro se evidenció en las asambleas de su convocatoria de 2018, 
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donde el salto cualitativo en términos organizativos fue contundente. Se triplicaron las asistentes: pasamos a ser más de 1000 en cada asamblea sólo en la ciudad de Buenos Aires. En cada sindicato se discutía cómo parar. Recuerdo la frase de una sindicalista en una asamblea: «Nunca vi un proceso de discusión tan federal». El paro de 2018 ganó en densidad al enhebrar, una vez más, una conflictividad social que sucedía en los lugares de trabajo y al mismo tiempo los desbordaba porque con el paro hemos redefinido prácticamente a qué llamamos «lugares» de trabajo, incorporando la calle y la casa, y teniendo nuevas maneras de mirar los «empleos» considerados como tales. En ese movimiento, que trastoca la espacialidad y que lleva el paro a lugares insospechados, modificamos también la posibilidad concreta de «parar», de «bloquear»; en fin, de organizarnos ensanchando y reinventando la huelga misma. Quiero detenerme en una de las asambleas preparatorias que impulsamos desde el colectivo NiUnaMenos junto a muchas organizaciones territoriales para el paro 8M de 2018 en la villa 21-24 de la ciudad de Buenos Aires. La mayoría de las presentes eran trabajadoras de la economía popular y realizaban tareas de reproducción social en el barrio. Muchas atienden comedores, cada vez más nutridos frente a la crisis desatada por la inflación del último tiempo. Insisten en algo que creo que es la singularidad más brillante que sobresale como clave del paro feminista: dicen que no pueden parar y que quieren parar. Esa frase abre una situación de problematización, es decir, de pensamiento. Esta supuesta imposibilidad condensa el dilema práctico del paro feminista. En el caso de las trabajadoras de la economía popular, se evidencia el paro deseado por aquellas que se supone que están excluidas de la prerrogativa (cuasi «privilegio» desde cierta óptica) de esa herramienta obrera asociada tradicionalmente al movimiento organizado, asalariado y masculino. No pueden parar, argumentan ellas, porque tienen una responsabilidad con alimentar a l*s vecin*s del barrio y especialmente a l*s niñ*s. Pero quieren parar porque quieren ser parte de la medida de fuerza y estar en la calle con otras miles. La afirmación, que a primera vista parece 
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contradictoria, ensancha la huelga. La hace más compleja, le exige estar a la altura de la multiplicidad de labores que redefinen al trabajo mismo desde un punto de vista feminista. Surge así una idea que se impone: «¿Por qué no entregamos crudo? Dejamos la comida en la puerta de los comedores pero cruda, sustrayéndole todo el trabajo de cocinar, servir, lavar», sintetiza Gilda, una de las trabajadoras. La ocurrencia política destraba la situación y agrega un pliegue más a la práctica misma del paro. La idea se convierte en grafitti en todo el barrio: «8M hoy repartimos crudo – Ni Una Menos». La asamblea se convierte así en un modo de evaluación de la lógica de las cualidades sensibles de las cosas (lo crudo y lo cocido) desde el punto de vista del trabajo de las mujeres. Otra de ellas, Nati, durante la misma asamblea, aclara: «Yo quiero que el paro sirva para que se note mi ausencia». El supuesto es que la ausencia no se percibe, porque se subsana, se reemplaza, justamente porque hay una presencia que permanentemente queda invisibilizada y naturalizada. Se continúa una discusión sobre la falta de reconocimiento e invisibilidad de las tareas reproductivas, de la naturalización de los «servicios» de cocinar, limpiar, atender, calcular compras, ajustar cantidades. Como si ellas fueran la verdadera «mano invisible» de la economía de la que hablaba Adam Smith. Y, al mismo tiempo, se discute cómo estas tareas son las que están hoy construyendo infraestructura popular concreta en el barrio, produciendo servicios comunes que tienen un evidente valor político. La cuestión se vuelve urgente frente al escenario de crisis. El ajuste impacta de manera diferencial sobre las mujeres de estos barrios: son ellas las que hacen malabares para que la comida alcance y, para empezar, reducen su propia ingesta para no mermar la distribución colectiva. Ellas le ponen literalmente el cuerpo a que el ajuste se sienta lo menos posible sobre el cotidiano de l*s otr*s. La explotación específica del trabajo de las mujeres es un punto de vista que permite reconceptualizar la noción misma de los cuerpos implicados en estos trabajos y se elabora en estas situaciones de problematización colectiva. Ese trabajo se nombra, deviene visible y reconocido en 
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sus determinaciones concretas, es decir, a partir de todo aquello que se pone a trabajar en las economías actuales que desbordan el mapa del trabajo asalariado formal. Pero al hacerlo desde el pensamiento estratégico que requiere la pregunta por cómo parar, se revelan esas explotaciones desde la posibilidad misma de su desacato y no sólo en términos de una analítica de la sumisión. En este sentido, el paro feminista funciona como catalizador químico: evidencia relaciones de poder, muestra dónde y cómo se inscriben y funcionan, descubre los cuerpos, tiempos y espacios sobre los que se aplican y también los artilugios para su desobediencia. El paro se vuelve, así, una clave de lectura insumisa cuando pasa a funcionar como elemento de desacato y no simplemente como parte de un repertorio de acciones de negociación.
El debate en y con los sindicatos
En el caso de Argentina, el paro implicó una fuerte discusión con los sindicatos. Quiero subrayar que una singularidad del proceso fue la interlocución e interpelación tensa y conflictiva pero permanente con los sindicatos de un variado arco ideológico. La necesidad del movimiento feminista de convocarlos fue decisiva a la hora de buscar alianzas. La mayoría, como primera reacción, se resistió a ceder el monopolio de esa herramienta. Lo interesante fue que este debate se instaló dentro de las propias estructuras, dando fuerza a compañeras, en su mayoría jóvenes, que obligaron a abrir espacios de democratización y a reconfigurar la prerrogativa sindical. Esto fue inseparable del protagonismo de las mujeres de la economía popular (trabajadoras de venta ambulante, costureras a domicilio, recolectoras de basura, cocineras y cuidadoras comunitarias, etc.) desde la CTEP como instancia gremial que las agrupa, ya que a la vez que exigían ser reconocidas como trabajadoras por otros sindicatos (algo que es una tensión permanente), evidenciaron 
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los límites del paro «sindical» y obligaron a pensar el paro para quienes «no podían» parar, ya que ponían en riesgo el ingreso diario. Sin embargo, sobre esto hay que poner de relieve dos puntos. Por un lado, que en la coyuntura de nuestro país, donde el presidente Mauricio Macri —representante del poder de los grupos financieros transnacionales y de las patronales agrarias— gobierna con medidas que van directamente contra el salario, estas mujeres reivindican la herramienta desde un supuesto «afuera» del trabajo que, sin embargo, tiene la capacidad de discutir y redimensionar el trabajo mismo. En esto, puede decirse, hay una genealogía piquetera en las actuales luchas feministas: fueron l*s desocupad*s en nuestro país quienes, desde un supuesto afuera al que se l*s condenaba (llamado «exclusión»), tuvieron la capacidad de discutir y redimensionar a qué se le llamaba trabajo digno (Colectivo Situaciones / MTD Solano, 2002). En su momento, la negativa de la mayoría de los sindicatos de reconocer a l*s desocupad*s como trabajador*s marca otra línea de analogía. Por otro lado, el paro feminista en este sentido procesa y se hace cargo de la crisis del trabajo asalariado ya acontecida. En este punto, traza otra continuidad con el movimiento de desocupad*s: pone en escena la discusión sobre los límites actuales de la inclusión por medio del empleo asalariado precario y la gestión permanente de la desocupación como amenaza de exclusión desde las supuestas «víctimas». Esto revela, en ese movimiento, el desplazamiento y la ruptura de la figura misma de la víctima. La ampliación de la medida del paro (una década y media antes fue el desplazamiento del piquete de la fábrica a la ruta) funciona como una denuncia práctica de los modos de negociación del ajuste que se hace desde las estructuras de poder (y que incluye a algunas dirigencias sindicales). La ampliación de la medida del paro no deja de lado la disputa por el salario pero, al mismo tiempo, la redefine y la obliga a confrontarse con realidades laborales no salarizadas. Multiplica así los sentidos de la noción de paro sin diluir su densidad histórica. La relanza como clave para entender el modo en el que, en el entrecruce de 
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la explotación y las violencias machistas que señalamos, se juega la transversalidad de la conflictividad social. En el manifiesto de convocatoria al paro internacional del 8 de marzo de 2017 (traducido rápidamente a varios idiomas) denunciamos que el capital explota nuestras economías informales, precarias e intermitentes; que los Estados nacionales y el mercado nos explotan cuando nos endeudan. Y que esas formas de explotación van de la mano de la criminalización de nuestros movimientos migratorios. Explicitamos que este movimiento feminista que se asume como sujeto político es el que tiene la fuerza de denunciar las violencias contra las mujeres y cuerpos feminizados como una nueva forma de contrainsurgencia, necesaria para profundizar las actuales modalidades de despojo múltiple. El paro se muestra así como un gesto revulsivo y no de negociación. Se rebela contra sus usos decorativos o su reducción a un efecto «simbólico» o sólo comunicable en las redes sociales. La comunicación que pone en marcha el fenómeno del paro se sustenta por la potencia de los cuerpos en la calle, por la irrupción de palabras que nombran de modo nuevo, por la furia que desatan las violencias, por la exigencia de pensar modos de autodefensa y por explicitar las nuevas formas de explotación y extracción de valor. Vale la pena destacar que el feminismo se vuelve más inclusivo porque se asume como una crítica práctica anticapitalista. Por eso, podemos de nuevo evocar a Luxemburgo: el paro no es un «arma puramente técnica», que puede ser «decretada» o «prohibida» a voluntad. Por el contrario, al incluir, visibilizar y valorizar los distintos terrenos de explotación y extracción de valor por parte del capital en su actual fase de acumulación, el paro como bloqueo, desafío y desacato permite dar cuenta de las condiciones en que las luchas y las resistencias hoy están reinventando una política rebelde. Por eso, este uso que propone el movimiento de mujeres, trans, lesbianas y travestis sintomatiza, expresa y difunde un cambio en la composición de las clases laboriosas, desbordando sus clasificaciones y jerarquías. Esas que tan bien sintetizaba el patriarcado del salario. Y lo hace desde la clave de un feminismo práctico, arraigado en luchas concretas.
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En febrero de 2017, en la recepción al colectivo NiUnaMenos en el mítico edificio de la CGT de la calle Azopardo, la secretaria general de Igualdad de Oportunidades y Género argumentó que el movimiento de mujeres puede ser una ONG pero no llamar al paro. Nuestra interlocutora insistía con preocupación en el carácter «extranjerizante» que el internacionalismo del movimiento exhibía. También nos advertía que la radicalización en nuestro país «siempre terminó mal». Sus palabras a la vez tenían algo cómico y anacrónico: estaba preocupada por que la solidaridad fuera nuestra «arma», dando a entender que promovíamos un movimiento armado, por el lema «Solidarity is our weapon» [La solidaridad es nuestra arma], que impulsaron las compañeras de Polonia. Un año después, los dirigentes de las centrales sindicales anunciaban desde un escenario conjunto, en la marcha obrera del 21 de febrero de 2018, que el 8M era la próxima convocatoria de l*s trabajador*s, porque se trataba del paro internacional feminista. En esos días, la reunión que tuvimos con uno de los miembros varones del triunvirato de la CGT en la sede de Dragado y Balizamiento terminó con el compromiso del dirigente de que el 8M cumpliría tareas en un comedor del conurbano. El 8M nos mandó la foto sirviendo comida a niñ*s. Por primera vez en su historia, la CGT usó la palabra «feminista» en un comunicado oficial, informando del paro. Ambas escenas son viñetas de un desplazamiento que tiene su fuerte por abajo: el movimiento feminista se mostró durante todo ese año verdaderamente activo, construyendo el paro como proceso. La multiplicación de asambleas, la conexión con la conflictividad social que incluyó desde despidos en fábricas hasta desalojos a comunidades mapuche, le dio al movimiento una capacidad de transversalidad que no logra otro actor político. Esto implicó la destreza de incluir conflictos que no eran hasta entonces parte de las preocupaciones del feminismo, reinventando al feminismo mismo, pero sobre todo transversalizando un modo de acción y problematización feminista en todos los espacios políticos. La afirmación del movimiento del paro como proceso 
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acumula referencias prácticas porque delinea un feminismo que se construye como popular y antineoliberal. Sin embargo, los argumentos dentro de buena parte del movimiento sindical contra el feminismo no se hicieron esperar. Se dijo entonces: — Que el feminismo funciona como un sectarismo: deja fuera a los hombres y debilita la unidad de las demandas. Así, el movimiento de mujeres es presentado como una suerte de «agente externo» al sindicalismo, borrando la interseccionalidad de las alianzas y experiencias, y la potencia de cuestionar la autoridad masculina y su lógica de construcción patriarcal dentro de los sindicatos. — Que las mujeres no están preparadas para tomar los espacios de poder que reclaman: se les atribuye una intransigencia que sería lo que les impide negociar. No se reconoce que se pone en juego otra lógica de construcción que, además, desnuda los límites e ineficacias de una negociación conciliadora y extremadamente paciente. — Que el feminismo al llamar al paro deslegitima y debilita el poder de las dirigencias sindicales, en un momento de ataque y campaña de desprestigio a los sindicatos. Culpabilizan así al feminismo por tomar la iniciativa frente a su inacción sectorial. — Que la medida del paro feminista le quita fuerza a otras acciones gremiales; de este modo, se desconoce y se desprecia la forma inclusiva que produce una mirada feminista de los conflictos. Estos argumentos estructuraron la reacción frente a la confluencia de luchas que enlazan los diversos territorios del trabajo (doméstico, comunitario, asalariado, precario, de los cuidados, migrante) desde la mirada feminista, lo cual permitió radicalizar y profundizar demandas también dentro de los sindicatos. A pesar de estas objeciones, para el paro internacional del 8 de marzo de 2018 se logró un hecho histórico: se conformó al calor de las asambleas preparatorias una 
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«Intersindical feminista». Dirigentes mujeres de todas las centrales (cinco en nuestro país), con diferencias políticas históricas, acordaron una mesa común, cuya conferencia de prensa conjunta el 7 de marzo de 2018 para anunciar el llamado transversal a la medida de fuerza fue un hito inédito. Hoy esa confluencia sigue funcionando y organiza asambleas comunes en lugares de conflictividad laboral y confronta las iniciativas del gobierno para traducir en propuesta neoliberal las reivindicaciones de género (como por ejemplo la Ley de paridad de género y moratoria provisional).
Diferencia y revolución
El movimiento feminista redimensiona y reconceptualiza a la vez tanto lo que entendemos por trabajo como por paro. En ese sentido hemos desplegado aquí la idea de que el paro funciona como método cartográfico y dispositivo organizativo. Algunas líneas de lectura históricamente han puesto el énfasis en el «hacerse» y en la «composición» de la clase obrera (véase Thompson, 1989; Tronti, 1966; Negri, 1981), para desmitificar y contrastar cierta idea cristalizada de una «identidad» o una «conciencia» de clase; también han sido decisivas teorizaciones feministas sobre la conjunción entre clase y feminismo como método contra el «manejo machista de la lucha de clases» (Manifiesto Wages for Housework) y sobre la clase como elemento de disciplinamiento racista (Davis, 2005; Linebaugh, 2016). El paro retomado desde el feminismo obliga a reinvestigar qué son las vidas obreras hoy. En este sentido, la imposibilidad del paro como apertura a su posibilidad en términos de multiplicación de las formas laborales muestra que el movimiento feminista no es sólo un conjunto de demandas sectoriales o corporativas. Por el contrario, lanza una pregunta que afecta a toda la clase trabajadora en su redefinición misma de clase. Y abre un campo de investigación situado. En primer lugar, porque muestra cómo todas las exclusiones que constituyeron históricamente a la «clase» se 
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han ido desmontando, disputando su ampliación a través de luchas concretas. La clase es hoy una multiplicidad que ha movido las fronteras de lo que entendemos por clase obrera gracias a esas luchas que pusieron conflictivamente en juego una redefinición de quiénes son l*s sujet*s productiv*s. Al mismo tiempo, la clase no deja de ser una parcialidad: una división en la sociedad entre quienes, para decirlo con Marx, dependen para relacionarse con sí mismos y con el mundo de su fuerza de trabajo y quienes no. La ampliación de la clase por multiplicación del trabajo que evidencia el movimiento feminista actual se debe a que no acepta que se les diga trabajador*s sólo a aquell*s que cobran salario. En este sentido, a través de la ampliación de la herramienta del paro ponemos en crisis el concepto de trabajo patriarcal porque cuestionamos que el trabajo digno sea sólo el que recibe salario y por tanto queda cuestionado que el trabajo reconocido es sólo predominantemente masculino. Como en un juego de dominó, esto implica cuestionar que el trabajo productivo es sólo el que se hace fuera de la casa. Así, el feminismo se hace cargo del problema de la redefinición del trabajo —y, por lo tanto, de la noción misma de clase— porque pone en evidencia la heterogeneidad de tareas no reconocidas que producen valor y desobedece la jerarquización y división que hace el salario entre trabajador*s y desocupad*s. Se trata de un movimiento que es político: al desacoplar el reconocimiento del trabajo respecto del salario, rechaza que quienes no cobren salario estén condenados a una marginalidad política. El movimiento feminista con relación a un feminismo popular (que es lo que se construye como movimiento de multiplicidad en la experiencia latinoamericana bajo diversos nombres) demuestra así que no podemos delegar en el capital —a través de la herramienta del salario— el reconocimiento de quiénes son trabajador*s. Por eso decimos #TrabajadorasSomosTodas. Ahora, esa enunciación no funciona como un manto que cubre y homogeneiza en una identidad de clase abstracta, sino que funciona porque releva la multiplicidad de lo que significa el trabajo 
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desde el punto de vista feminista, con todas sus jerarquías y todas sus luchas. La dimensión de clase puesta en relación con la diferencia no es un artilugio para volver a poner la clase como clave privilegiada de intelección del conflicto (como una flexibilización de la noción misma de clase que finalmente termina por ubicarla de nuevo en el centro a secas). Es algo más radical porque surge desde los feminismos de las periferias: la cuestión de clase ya no puede ser abstraída de la dimensión colonial, racista y patriarcal sin revelarse como categoría encubridora de jerarquías. Por esta vía además ponemos en juego otra idea de productividad: ser productiv* no se ratifica por si somos explotad*s bajo la forma salarial. Más bien el razonamiento es diverso: la forma de explotación organizada por el salario invisibiliza, disciplina y jerarquiza otras formas de explotación. Esto abre otra línea de investigación que me parece clave: ¿cómo hoy los dispositivos financieros actualizan el pacto colonial en intersección con las formas de dominación y explotación que, como señala Raquel Gutiérrez Aguilar (2018), se revelan como un punto para entender la guerra contra las mujeres en su dimensión contrainsurgente? Una tarea fundamental es, como veremos más adelante, poner en conexión los territorios más precarizados del trabajo y el dispositivo más abstracto de las finanzas para pensar las nuevas formas de explotación y extracción de valor y en particular el lugar del cuerpo de las mujeres y los cuerpos feminizados en ellas. El cuerpo colectivo y multitudinario del movimiento feminista está hoy poniendo en movimiento el cuerpo en su sentido de potencia, es decir, reivindicando la indeterminación de lo que puede. Esto es, la idea misma de fuerza de trabajo. De ahí su multiplicidad, su expansión. En esta clave el cuerpo deja de ser confín individual y objeto de derechos liberales para entramarse con territorios insurgentes que disputan la riqueza social.
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Excursus. Empezar por el paro: una fábula colectiva del origen
La fabulación colectiva es un modo de desmontar, criticar y desmenuzar los orígenes que consagran nuestro lugar secundarizado —descrito como natural, prepolítico y en general enmudecido—, y consiste también en contar otras historias. El intento de narrar y conceptualizar la huelga feminista tiene la intención de reivindicar nuestro poder de fabulación colectiva. Y, por lo tanto, de invención de una lógica política que desafía la racionalidad considerada «política». Y, por eso, inventa su propio origen al punto de imaginar un movimiento no-originario, sino hecho de desplazamientos. La teoría del contrato social (eso que garantiza abstractamente el orden en el que vivimos y por el cual obedecemos a quienes nos gobiernan) proyecta idealmente un estado anterior que le da lugar: el estado de naturaleza. Se dice en los debates de la filosofía que ese estado es una suerte de sitio imaginario o existente pero recóndito en poblaciones de América (así lo describió Hobbes). Se puede hipotetizar otra cosa: que la materialidad del estado de naturaleza tiene como referente concreto a las mujeres, por el modo corporeizado de su existencia política, que a la vez las naturaliza y las invisibiliza. Entonces, sostener que el estado de naturaleza es ficticio es una doble negación: le quita existencia y dignidad a la naturaleza (denigrada como lo no racional) y niega la persistencia efectiva de ese estado de naturaleza en el modo de existencia feminizado. Y agreguemos algo más: mistifica a las mujeres como recurso natural explotable. Las historias religiosas, políticas, mitológicas cuentan el origen de las cosas. Aprendimos de la feminista Carole Pateman (1995), por ejemplo, que de tanto repetir la historia del contrato social como origen del pacto político, las mujeres acatábamos un rol subordinado bajo la forma encubierta de un contrato sexual que «firmábamos» de modo 
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previo. Siempre dobladillo escondido, el contrato sexual es el contrato matrimonial que funciona a su vez con relación al contrato de empleo. Ambos son inescindibles del contrato social, es decir, de cómo funciona el orden político, del modo en que se estructura la obediencia social, donde las mujeres quedamos obligadas de una manera singular tanto con relación al trabajo no remunerado que realizamos como con la fidelidad que debemos prometer. Pateman ha retratado como nadie que el contrato civil como narración del origen de las sociedades es una ficción hecha a medida de los hombres. Por un lado, sintetiza una disputa específica por el poder de «dar a luz». Los varones se hacen un cuerpo también a su medida. El contrato les entrega un «poder creativo específicamente masculino»: la capacidad de generar nuevas formas de vida política. Esta fábula está en la gestación del patriarcado moderno, que singulariza bajo una forma de derecho político el poder que los varones ejercen sobre las mujeres y los cuerpos feminizados. Y donde el cuerpo masculino se revela como cuerpo racional y abstracto con capacidad de creación de orden y discurso. Por otro lado, son ficciones de «origen» que se montan sobre expropiaciones materiales: conquistas y apropiaciones de tierras comunales e indígenas, conquistas y apropiaciones del cuerpo femenino y los cuerpos feminizados (esclav*s y migrantes). Sobre esos despojos, se recorta la figura del individuo. No hay posibilidad «natural» de esa subordinación de las mujeres sin antes arrancarles toda posibilidad de autonomía económica. No hay confinamiento y empobrecimiento de las mujeres, para volverlas dependientes y sumisas, sin un despojo previo de sus capacidades autogestivas y de sus economías propias. La creatividad política —en la alianza del patriarcado y el capitalismo— deviene así un poder estrictamente masculino sobre la base de una expropiación primera. Y el contrato que funge de cuerpo (cuerpo texto-cuerpo civil) para esa creatividad organiza todo un sistema de subordinaciones y delegaciones que luego tomarán el nombre de derechos y obligaciones. Pacto y contrato.
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¿Pero quiénes firman? Dice Pateman que son varones blancos (que ya no representan el viejo poder del padre, sino un poder repartido fraternalmente entre varones iguales) y que ese contrato es a la vez tres en uno: un contrato social, un contrato sexual y un contrato racial o de esclavitud, que legitima el gobierno de los blancos sobre los negros. No es un paternalismo entonces lo que se organiza, sino una forma específica de masculinidad. Pero no se habla de varones sino de algo más abstracto: individuos. Una fiesta a la que aparentemente las mujeres están invitadas si se visten de tales, es decir, si reconocen la ficción política de la igualdad liberal y hablan su lengua aun estando excluidas. Sin embargo, hay una pequeña trampa. A ellas como mujeres —en tanto aspirantes a individuos— sólo les es permitido en el origen un único contrato: el matrimonial. El contrato sexual establece así el derecho político de los hombres sobre las mujeres como cláusula primera, trascendental, a toda contratación. Se trata de un contrato con «contenido específico»: el del «servicio fiel», que estructura a la vez el acceso al cuerpo femenino como prerrogativa masculina y la división sexual del trabajo, organizando el significado patriarcal de lo que entendemos por feminidad. Porque junto a la fidelidad, «pactamos» hacer el trabajo doméstico gratuito. Pateman marca el punto, de nuevo, con extrema lucidez: a pesar del individuo y del lenguaje metafísico de las voluntades contratantes, cuando se examinan los contratos en los que la mujer es parte (matrimonio, prostitución y subrogación de vientre) se muestra que el cuerpo de la mujer es lo que está en juego. La tesis de la filósofa es filosa: el contrato sexual es la parte reprimida del contrato social y siempre desplazada bajo la forma de contrato matrimonial. Los contratos de matrimonio y de prostitución revelan el núcleo —y recuerdan los orígenes como ficción fundante— del patriarcado contractual moderno porque tanto «niega como presupone la libertad de las mujeres» y no puede operar sin este supuesto. Libertad y contrato se enlazan a la vez que confinan el poder femenino: la libertad de decidir sobre la gestación en el cuerpo propio y de no 
#Nosotrasparamos: hacia una teoría política de la huelga feminista 63
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quedar enclaustradas en el ámbito doméstico. En las mujeres, sin embargo, el cuerpo es algo que no es propiedad (la cualidad necesaria para ser individuo). La diferencia sexual se vuelve diferencia política. Las mujeres entonces se presuponen como individuos (porque pueden firmar el contrato matrimonial) pero no lo son, porque no son propietarias de sí (ya firmaron el contrato que consagra su subordinación «natural» a los varones). Una estructura similar funciona en la parábola de Aventino que recuerda Rancière (2003) como la «ficción desigual»: el amo que da una orden al esclavo presupone en él una facultad de comprensión y de lenguaje, una humanidad que Rancière llama «igualdad de las inteligencias», sin la cual no habría posibilidad de acatar la orden. Pero esa humanidad es inmediatamente negada para afirmar la jerarquía: la distinción entre quien manda y quien queda obligado a obedecer, que luego se traduce en distinción de «naturalezas», donde los esclavos ya no son seres racionales. De alguna manera, el doble estándar de las mujeres como individuos que no lo son funciona de un modo parecido. Sin embargo, puede usarse a favor, según propone Pateman: la figura de las mujeres abre una vía de crítica que puede llevar a la perspectiva feminista más allá del horizonte liberal. No se trata de la carrera para convertirnos finalmente en individuos plenos, tal y como hacen propaganda de sí mismas las mujeres que «sí lo logran» (llegar a la cúpula de las empresas o del poder político, por ejemplo). Más bien lo contrario: permite demostrar que la figura del individuo como propietario es inexorablemente masculina y piedra de base del patriarcado, ese modo de convertir el poder que los varones ejercen sobre las mujeres en poder político y en reaseguro de la división sexual del trabajo. La relación paradojal con la exclusión es fundamental en este modo de pensar la situación paradojal de la mujer: en tanto excluida del contrato es incluida de cierto modo en él. Ella es a la vez objeto de propiedad y persona. Puede enhebrarse este razonamiento con formas de argumentación que critican la figura misma de la exclusión. Como señala 
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Foucault (2016), la noción de exclusión «no tiene en cuenta ni analiza las luchas, las relaciones, las operaciones específicas del poder a partir de las cuales, precisamente, se produce la exclusión». Refuerza así una distinción cuasi metafísica entre inclusión y exclusión, donde la exclusión es un afuera completo, un desierto. Las mujeres, entonces, quedamos entrampadas si queremos incluirnos en el mundo de la igualdad de oportunidades que se promete a los individuos. En la medida en que las mujeres y l*s migrantes (y los cuerpos feminizados) no alcanzarán nunca el estatus pleno de ciudadana ni de individuo, lo que plantea es su relación simbiótica y sintética con la estructura misma de la inclusión. Este esquema puede usarse justamente para pensar la diferencia sexual como jerarquía política: no hay tanto un sexo excluido a costa de la inclusión de otro, sino que la exclusión (por ejemplo, del trabajo doméstico respecto del salario) explica el modo mismo en que la inclusión (por ejemplo, el modo en que el salario «incluye» el trabajo doméstico como asignación familiar) está internamente estructurada por modos específicos de exclusión. Aquí volvemos a la relación que organiza el «patriarcado del salario». Y es la misma dinámica que proyecta la diferencia sexual en términos de diferencia entre espacio público y espacio privado, donde el espacio público (civil, masculino y blanco) reclama atributos y capacidades que implican la represión (o la inclusión como excluida) de la esfera privada (natural, de cuerpos sexuados). Pero entonces, si se logra desarmar la figura de la mujer (y de los cuerpos feminizados) como excluida, logramos acercarnos más a la posibilidad de que su modo de existencia descomponga al individuo, forzando sus límites, contra y más allá de él. Por un lado, porque si esa exclusión es intrínseca al funcionamiento de la fórmula inclusiva, al correrla permite desarmar el binomio. Por otro, porque justamente al ser una figura corporeizada plantea una relación con el cuerpo que no es la de propiedad. Podríamos agregar que es más bien una relación con el cuerpo como composición. El cuerpo nunca depende sólo de sí mismo ni tiene bordes propietarios

2. Violencias: ¿hay una guerra «en» y «contra» el cuerpo de las mujeres?

¿Qué nos permitiría hablar de una guerra para denominar la escalada de muertes de mujeres, lesbianas, trans y travestis (en un 80 por ciento a manos de amantes, novios, maridos o examantes, exnovios o exmaridos)? Claramente no es una guerra en el sentido de enfrentamiento de dos bandos simétricos o bajo reglas claras de la contienda. Pero sí parece necesario calificar así el tipo de conflicto que, sólo en Argentina, implica la muerte de una mujer, lesbiana, travesti o trans cada 30 horas. Un número que se incrementó después del primer Paro Internacional de Mujeres en 2017, cuando en el mes inmediatamente siguiente alcanzó su máximo. Las modalidades de crímenes se diversifican, la tendencia es que cada vez son más truculentos y el ritmo no se detiene.1 ¿Por qué nos matan? La reconceptualización de la violencia machista ha sido clave para el movimiento feminista de los últimos años. De dos modos. En primer lugar, pluralizando su definición: logramos dejar de hablar «sólo» de la violencia contra las mujeres y cuerpos feminizados para ponerla en relación con un conjunto de 
1 En 2018 el promedio fue un femicidio cada 32 horas; en 2019 se contabiliza cada 28 horas. Véanse al respecto los informes que la Casa del Encuentro presentó ante la Cámara de Diputados de la Nación.
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violencias sin las cuales ésta no se explica, ni menos aún se comprende con respecto a su incremento histórico. Hablar de las violencias desde el femicidio y el travesticidio los ubica como su punto cúlmine pero pone un desafío: no encerrarnos allí, en su contabilidad necropolítica. En este sentido, dar cuenta de la pluralización de las violencias es estratégica: es una forma concreta de conexión que produce inteligibilidad y, por lo tanto, permite un desplazamiento de la figura totalizante de la víctima. Pluralizar no es sólo hacer una cuantificación, un listado, de las violencias. Es algo mucho más denso: es un modo de cartografiar su simultaneidad y su interrelación. Es decir, es conectar los hogares estallados con las tierras arrasadas por el agronegocio, con las diferencias salariales y el trabajo doméstico invisibilizado; vincular la violencia del ajuste y la crisis con los modos en que se la enfrenta desde un protagonismo femenizado de las economías populares y relacionar todo esto con la explotación financiera por el endeudamiento público y privado; anudar las formas de disciplinamiento de las desobediencias a manos de la represión lisa y llana del Estado y la persecución de los movimientos migrantes, también con la manera en que se encarcela a las mujeres más pobres criminalizando economías de subsistencia y a las que practican el aborto con la impronta racista de cada una de estas violencias. Nada de esta red de violencias es obvia: rastrear los modos de su conexión es producir sentido, porque visibiliza la maquinaria de explotación y extracción de valor que implica umbrales de violencia cada vez mayores y que tiene un impacto diferencial (y por eso estratégico) sobre los cuerpos feminizados. Este trabajo de tejido (con el paro como herramienta fundamental para su despliegue) funciona justamente a modo de telaraña: sólo produciendo una cartografía política que conecte los hilos que hacen que las violencias se revelen como dinámicas interrelacionadas, podemos denunciar que su segmentación busca enclaustrarnos en casillas aisladas. Conectar las violencias implica desbordar los confines de la «violencia de género» para vincular la violencia de género con las múltiples formas de violencia 
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que la hacen posible. De este modo nos salimos del «corsé» de puras víctimas con que se nos quiere encasillar para inaugurar una palabra política que no sólo denuncia la violencia contra el cuerpo de las mujeres, sino que abre la discusión sobre otros cuerpos feminizados y, más aún, se desplaza de una única definición de violencia (siempre doméstica e íntima, por tanto recluida), para entenderla con relación a un plano de violencias económicas, institucionales, laborales, coloniales, etc. En ese tejido político también se logra evaluar colectivamente su impacto diferencial sobre nosotras y sobre cada una. La violencia así no es una palabra enorme con mayúscula que produce otra enorme palabra llamada víctima, también con mayúscula, igualmente abstracta. Aquí viene el segundo punto novedoso respecto a este modo de redefinir las violencias: las violencias contra el cuerpo de las mujeres y los cuerpos feminizados se leen desde una situación singular, el cuerpo de cada una, y desde ahí producen una comprensión de la violencia como fenómeno total. El cuerpo de cada una, como trayectoria y experiencia, se vuelve así vía de entrada, un modo concreto de localización, desde el cual se produce un punto de vista específico: ¿cómo se expresa la violencia? ¿Cómo la reconocemos? ¿Cómo la combatimos? ¿Cómo se singulariza en el cuerpo de cada quien? Este modo arraigado de comprensión de las violencias habilita un cuestionamiento que es transversal a todos los espacios: de la familia al sindicato, de la escuela a los centros comunitarios, de lo que sucede en las fronteras a las plazas. Pero lo hace dando a ese cuestionamiento un anclaje material, cercano, corpóreo. Luego, a la vez que la violencia exhibe diferenciales de opresión y explotación que se expresan en cuerpos concretos diversos, nutre desde allí, desde esa diferencia, una «sororidad interclase» novedosa en términos históricos, como señala Dora Barrancos (2018). Sin embargo, una aclaración es necesaria: lo común no es la violencia, lo común lo produce el cuestionamiento situado y transversal de las violencias. Conectar las violencias nos da 
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una perspectiva compartida que es a la vez específica y expansiva; crítica y no paralizante; que enlaza experiencias. Cartografiar las violencias desde su conexión orgánica sin perder de vista la singularidad de cómo se produce el nexo entre cada una nos permite algo más: producir un lenguaje que va más allá de catalogarnos como víctimas. Y, por último, la pregunta por las violencias nos propone, como en un juego de cajas chinas, otras dos preguntas fundamentales: ¿qué significa producir formas de autodefensa feminista frente al incremento de las violencias? Y aún más: ¿cómo sería si el movimiento feminista pudiera producir sus propias máquinas de justicia?
La guerra como clave
Michel Foucault (1976, 1992) propuso la guerra como principio de análisis de las relaciones de poder y, de modo más preciso, el modelo de la guerra y las luchas como principio de inteligibilidad y análisis del poder político. También argumentó una suerte de guerra permanente como sonido y filigrana detrás de todo orden. De modo que la guerra sería el «punto de máxima tensión de las relaciones de fuerza», pero en sí una trama «de cuerpos, de casos y de pasiones»: un verdadero enredo sobre el que se monta una «racionalidad» que quiere apaciguar la guerra. Silvia Federici (2011) habla de «un estado de guerra permanente contra las mujeres», donde el denominador común es la devaluación de la vida y del trabajo que impulsa la fase de globalización contemporánea. La guerra contra las mujeres (brujas, curanderas, madres solteras, y todas aquellas catalogadas de heréticas por sus modos de vida), como la ha caracterizado Federici, es así el momento «originario» que se repite en cada nueva fase de «acumulación originaria» del capital: es decir, aquello que se despliega sobre el campo social ante un tiempo de extrema inestabilidad de las relaciones de mando-obediencia 
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y de explotación. Que hay momentos históricos donde la violencia se vuelve una fuerza productiva privilegiada para la acumulación de capital, como argumenta Maria Mies (1986), es una idea-fuerza para pensar la fase actual de despojos a varias escalas. Entonces, hacer la guerra a las mujeres y a sus formas de saber-poder es la condición de posibilidad de inicio del capitalismo, sostiene Federici. Nos queda desarrollar la pregunta por su actualidad. Se trata de poner a prueba la actualización de la caza de brujas como hipótesis política, mapeando cuáles son los nuevos cuerpos, territorios y conflictos sobre los que se practica. Federici avanza sobre el cruce de la perspectiva foucaultiana con el feminismo y el marxismo. El capitalismo, desde sus comienzos transatlánticos, persigue y combate a estas mujeres «herejes» con saña y terror. Por eso, anuda tres conceptos: mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Y se hace preguntas fundamentales sobre esa figura emblemática de la rebeldía: ¿por qué el capitalismo, desde su fundación, necesita hacerles la guerra a esas mujeres portadoras de saber y poder? ¿Por qué la caza de brujas es una de las matanzas más brutales y menos recordadas de la historia? ¿Por qué es necesario volver sospechosa la amistad entre mujeres? ¿Qué se quería eliminar cuando se las condenaba a la hoguera? ¿Por qué puede trazarse un paralelo entre ellas y las esclavas negras de las plantaciones en América? La reacción contra las mujeres respondía a su creciente poder y autoridad en los movimientos sociales, especialmente los heréticos, y también en los gremios. Federici identifica una «reacción misógina» a esa masividad, al control reproductivo que las mujeres practicaban entre sí, a sus tecnologías de acompañamiento y complicidad. «Sexo limpio entre sábanas limpias»: éste fue el objetivo de la racionalización capitalista de la sexualidad que aspiraba a convertir la actividad sexual de las mujeres en un trabajo al servicio de los hombres y de la procreación. Además, era una forma de sedentarizarlas. Para ellas era mucho más difícil convertirse en vagabundas o trabajadoras migrantes, porque la vida nómada —argumenta Federici— las 
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exponía a la violencia masculina, y por entonces —en el momento de la organización capitalista del mundo— la misoginia estaba en aumento. Sin embargo, como ella insiste, esa violencia no quedó como un cuento recóndito de los inicios. Por eso mismo suena tan cercana esta imagen de que todo nomadismo femenino (sea desde tomar un taxi por las noches hasta abandonar a una pareja o irse del hogar) es, cada vez más, ocasión de violencia sexista. El cuerpo femenino, continúa Federici, reemplazó a los espacios comunes (especialmente las tierras) tras su privatización. En un mismo movimiento, las mujeres quedaron sometidas a una explotación que daría inicio a un creciente sometimiento de su trabajo y de su cuerpo entendidos como servicios personales y recursos naturales. Las mujeres así privatizadas, como botín de guerra del inicio del capitalismo, fueron las que se refugiaron en matrimonios burgueses, mientras que las que quedaban a la intemperie se convirtieron en clase servil (de amas de casa a empleadas domésticas o prostitutas). Las mujeres vistas como «rebeldes» no estaban referidas a ninguna actividad «subversiva específica», aclara la escritora italiana: «Por el contrario, describe la personalidad femenina que se había desarrollado, especialmente entre los campesinos, durante la lucha contra el poder feudal, cuando las mujeres actuaron al frente de los movimientos heréticos, con frecuencia organizadas en asociaciones femeninas, planteando un desafío creciente a la autoridad masculina y a la Iglesia». Las imágenes que las retrataban —en historias y caricaturas— describían mujeres montadas en las espaldas de sus maridos, látigo en mano, y otras tantas vestidas de varones, decididas a la acción. En esa estela, también se volvieron objeto de sospecha las amistades entre mujeres, vistas como contraproducentes para los matrimonios y como obstáculo a la denuncia mutua que se promovía, de nuevo, desde la autoridad masculina y la Iglesia. No dejan de resonar algunas de estas «escenas» en nuestro presente, que actualizan al menos tres dinámicas sobre las que nos extenderemos más adelante. Por un lado, la relación entre cuerpos feminizados y disidentes y tierras/territorios comunes: ambos entendidos como 
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superficies de colonización, conquista y dominio. Luego, la criminalización de las acciones colectivas protagonizadas por mujeres, como dinamizadoras de movimientos sociales rebeldes. Finalmente, la autoridad masculina y eclesial como clave una y otra vez presente para el llamado al orden de la acumulación capitalista.
La dimensión colonial
«Nuevas formas de la guerra» llama Rita Segato (2014) a los modos actuales de violencia que toman como blanco el cuerpo de las mujeres. Nuevas porque actualizan una geometría de poderes que va más allá del Estado-nación y porque son otros actores los que ejercen la violencia, vinculados en buena medida al capital ilegal. Al mismo tiempo una conexión persiste en la novedad: se trata de una dimensión colonial que es fundamental subrayar. Una dimensión que se expresa en los métodos propiamente coloniales de asesinato de las mujeres (como el empalamiento, la cal y el descuartizamiento), pero sobre todo en el ejercicio de afirmación de autoridad a partir de la propiedad sobre los cuerpos. Esta fórmula clásica de la conquista capitalista (autoridad = propiedad) requeriría hoy de un plus, de una intensificación de escalas y metodologías. De otro modo, es lo que Segato define como «dueñidad»: un régimen de apropiación que radicaliza la forma colonial. En varios de sus recientes textos e intervenciones, Suely Rolnik (2018) enfatiza la dimensión colonial de la agresión contra el cuerpo feminizado poniendo en juego la categoría de «inconsciente colonial-capitalístico». Este término se refiere a los efectos traumáticos del «miedo y de la humillación» de los procesos coloniales —en sus diversas fases y repeticiones—, los cuales organizan «operaciones» de subjetivación «más sutiles que los movimientos macropolíticos de los cuales resulta la independencia del estatuto colonial». Quisiera extraer de este argumento tres premisas para dejarlas puntualizadas (y que podrían, por ejemplo, pensarse con relación al teórico camerunés 
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Achille Mbembe [2013] y su uso de Frantz Fanon). En primer lugar, que el inconsciente colonial opera produciendo una «disociación entre lo político, lo estético y lo clínico»; es decir, jerarquizando y disciplinando saberes como «separados». Luego, que es esa disociación la que nos condena a despreciar los saberes del cuerpo y lo que estructura la «represión colonial»: «el objeto de esta “represión” es el propio cuerpo en su aptitud de escucha del diagrama de fuerzas del presente y de la dinámica paradójica de sus fricciones con las formas de realidad dominantes, aptitud de la cual extrae su poder de evaluación y su potencia de acción», dice Rolnik. Por último, «la abolición de la “represión” del saber del cuerpo y de las acciones en las cuales se actualiza» deviene una dimensión práctica fundamental en el horizonte de transformación. Poder de evaluación y potencia de acción resultan dos claves prácticas poderosas de los saberes subalternos y de una epistemología feminista. Confrontan la división tan patriarcal y siempre tan a la moda entre l*s que piensan y l*s que hacen; l*s que conceptualizan y l*s que luchan; en fin, entre ideas estereotipadas de comodidad y riesgo. Lo colonial de la división es lo que resalta: donde el saber es un sobrevalorado poder de elite y el hacer un modesto recurso subalterno. En cambio, considerar las prácticas al mismo tiempo desde su poder de evaluación y potencia de acción moviliza contra el inconsciente colonial-capitalista. Los saberes del cuerpo de los que habla Rolnik son hoy de nuevo objeto de sospecha y represión cuando producen formas de socialización entre mujeres, lesbianas, trans y travestis, deviniendo verdaderas tecnologías políticas de amistad, confianza, rumor y autoridad. Sobre ellos se monta también la reacción misógina y violenta. Esos saberes-poderes expresan la ruptura de las subjetividades «minorizadas» (históricamente relegadas y depreciadas) que se evaden del sometimiento por reconocimiento, de la pura política identitaria. En el caso de las mujeres, lesbianas, trans y travestis, una consigna como #EstamosParaNosotras implica, entre muchas cosas, dejar de adecuarse al deseo heteronormativo cuyo despliegue 
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unilateral y violento es el fundamento de su afirmación machista. Más precisamente: la descomposición del cuerpo minorizado, dice Rolnik, desarma la «escena» en la que el cuerpo dominante tiene lugar y la reacción violenta es el intento de mantener la estabilidad de esa escena a cualquier precio. La guerra contra las mujeres, podría replantearse así, como la guerra contra los personajes femeninos y feminizados que hacen del saber del cuerpo un poder. No es casual que ella termine hablando también del personaje de la «bruja» como figura de un modo de existencia que provee una «brújula ética» que ubica los saberes del cuerpo como subversión contra el «inconsciente colonial-capitalístico». Esos saberes operan en situaciones concretas (sobre las que se evalúa y sobre las que se actúa) y nos ponen frente a frente con las fronteras de un régimen de poder que tiene en su estructuración colonial elementos fundamentales tanto para evaluar los fracasos como las posibilidades de fuga. Contra esos poderes y saberes insurrectos se ha hecho la guerra colonial. Son saberes-poderes estratégicos tanto en el repliegue defensivo como en la persistencia del deseo de desobediencia.
Contra la patologización de la violencia
Pensar desde la categoría de guerra para dar cuenta de una economía específica de la violencia contra las mujeres, lesbianas, trans y travestis es una preocupación que tiene la ventaja de obligarnos a contornear un fenómeno sistemático que no puede atribuirse a razones psíquicas de algunos varones o a «modas» que terminan leyéndose en términos de crónica roja o narrativas pasionales. Esta interpretación tiene el efecto de exculpar a las masculinidades violentas, mostrar sus crímenes como excepcionalidad, como patologías aisladas, y hacer una casuística del «desvío». La versión psicologicista individual, por la idea misma del tipo de «salud» que propone el patriarcado para las masculinidades, es discutida en las calles, se condensa en grafittis, se conceptualiza en cantos: «No está enfermo, es un hijo sano del patriarcado» se lee en las paredes.
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Entonces: la noción de guerra permite subrayar una dinámica de fuerzas en disputa y despejar nociones como la de «epidemia» o «brote». Pero hay una razón más, porque la patologización exculpatoria no queda ahí: se complementa con la consecuente culpabilización de la emergencia colectiva y callejera del movimiento feminista. Por eso, por otro lado, argumentos amparados en la «racionalidad jurídica» denuncian la «ineficacia preventiva» de las marchas masivas a la hora de analizar el aumento de femicidios.2 Me refiero a los argumentos que dicen que las movilizaciones no tienen capacidad ni eficacia para prevenir o disminuir los femicidios y, por lo tanto, queda en duda su función. Es decir: se compara el aumento de la movilización feminista y el aumento de los crímenes y se traza una relación causal directa, por un lado; y, por otro, se busca «constatar» la «ineficacia» de la movilización misma para contrarrestar la violencia femicida. Mientras, desde los discursos «psi» se habla de una «ilusión» mimética de fuerza de las mujeres, lesbianas, trans y travestis que les haría tomar actitudes de «empoderamiento» que las llevan a la muerte. El argumento habla de un «efecto contagio» de lo colectivo que, más que lograr proteger a las víctimas, las expone aún más.3 De un modo similar se intentó leer la masiva movilización «#EleNão» en Brasil, a la que se quiso culpar del posterior triunfo en las urnas del ultra fascista Jair Bolsonaro. El lenguaje fue también piscológico-culpabilizador: la marcha de mujeres y LBGQTI «despertó al monstruo», se dijo. La efervescencia multitudinaria queda desprestigiada como falsa, engañosa y sobre todo arriesgada (el «contagio» de un virus): lleva a confiar en una experiencia de fuerza colectiva que no haría más que revelarse peligrosa e 
2 Véase la posición del jurista Raúl Zaffaroni en «Femicidio», 18 de mayo de 2017; disponible online: https://www. pagina12.com. ar/38399-femicidio 3 «Femicidios: ¿el #NiUnaMenos provoca un efecto contagio no deseado?», Revista Noticias, 15 de febrero de 2017; disponible online: https:// noticias.perfil.com/2017/02/15/fe-micidios-hay-un-efecto-contagio/
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ilusoria. O aún más: contraproducente. La estrategia entonces es doble: culpabilizar y volver impotente. La noción de guerra, en cambio, nos pone en otra economía de fuerzas.
Dónde sucede hoy la guerra
La hipótesis con la que quiero continuar estas preocupaciones es la siguiente: creo que hoy la guerra contra  las mujeres, lesbianas, trans y travestis se expresa en cuatro escenas dilectas que están en la base de los femicidios. Es decir, ellas son el sustrato de su producción anterior o, parafraseando a Marx, su morada oculta, y tienen entre sí una lógica de conexión. Esta lógica de conexión está dada por las finanzas, cuya especificidad remarcaré a lo largo de este libro. Se trata, con estas escenas, de enmarcar una lectura de la violencia del neoliberalismo, como momento actual de acumulación de capital, que da cuenta de las medidas de ajuste estructural pero también del modo en que la explotación se enraíza en la producción de subjetividades compelidas a la precariedad y al mismo tiempo batallando por prosperar en condiciones estructurales de despojo. Las cuatro escenas de violencia a las que me refiero son: 1. La implosión de la violencia en los hogares como efecto de la crisis de la figura del varón proveedor y su pérdida de poder derivada, en relación con su rol en el mundo laboral. 2. La organización de nuevas violencias como principio de autoridad en los barrios populares a partir de la proliferación de economías ilegales que reponen, bajo otras lógicas, formas de provisión de recursos. 3. La desposesión y saqueo de tierras y recursos comunes por parte de transnacionales, que despoja de autonomía material a otras economías. 4. La articulación de formas de explotación y extracción de valor que tienen en la financiarización de la 
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vida social —y en particular a través del dispositivo de la deuda— su código común. Quisiera plantear la relación orgánica entre estas cuatro dimensiones; luego, volver sobre la caracterización de la «guerra»; y al final, el principio: ¿a qué tipo de fuerza responde esta ofensiva? ¿En qué economías se inscribe la autonomía de las mujeres, lesbianas, trans y travestis? Aquí es necesario volver sobre algunos aspectos del paro feminista. Quisiera, por último, sugerir un desplazamiento: porque hay guerra «en» el cuerpo de las mujeres y en los cuerpos feminizados es que hay guerra «contra» las mujeres.
La implosión de los hogares
La «dignidad» masculina sustentada en lo que Federici (2018) llama el «patriarcado del salario» es lo que está en crisis. El salario para los varones servía de medida «objetiva» de su posición dominante en el mercado laboral. En ese sentido, funcionó históricamente como herramienta política: aseguraba el control del trabajo «obligatorio» y «no pago» del hogar a cargo de las mujeres al tiempo que establecía un representante del jefe o patrón dentro del hogar. Actualmente, no es que el patriarcado del salario deje de funcionar en su ejercicio de su poder de jerarquía y como monopolio del manejo del dinero. Pero su crisis es mayor: el salario hoy no está asegurado como medio de reproducción para las mayorías. Por esta razón, por el colapso de la medida salarial como medida objetiva de autoridad masculina, la violencia machista se vuelve «desmedida» en el hogar: las masculinidades ya no están contenidas por el valor que les ratifica el salario y por eso necesitan afirmar su autoridad de otros modos. La crisis de desempleo, de precarización y las condiciones cada vez más duras de explotación hacen que la violencia doméstica estructure la dominación patriarcal que antes estaba mediada y medida por el salario (aun si la violencia doméstica era siempre una latencia legítima de disciplinamiento «interno»). A esto se suma un componente fundamental: un mayor deseo de autonomía de 
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las mujeres que no se sienten contenidas ni constreñidas por el ideario doméstico, que ya acumulan experiencia de trabajo extradoméstico (mal pago y desvalorizado pero que ha funcionado como vía de deserción del mandato doméstico) y generaciones jóvenes que han cultivado formas de desacato al patriarcado del salario o que han vivido directamente su decadencia. Acumulación de desobediencias, intensificación de las autonomías y depreciación de la figura del varón proveedor asalariado desestabilizan los modos de obediencia estructurados en la familia monógama y heteronormativa. Las masculinidades devaluadas están en busca desesperada y violenta de restructurarse. Las economías ilegales y el reclutamiento en fuerzas de seguridad (legales e ilegales) proveen esa promesa.
Nuevas violencias en los territorios
Tal vez podemos rastrear dónde se localiza hoy la «guerra civil» entre trabajo y capital que Marx identificó en la jornada de trabajo pero que vemos ampliarse y expandirse en términos territoriales (más allá de la fábrica) y temporales (más allá de la jornada laboral reconocida). ¿Qué formas violentas toma hoy esa guerra civil si la miramos desde una cooperación social que tiene a las economías ilegales y alegales, migrantes y populares y al trabajo doméstico-comunitario como nodos de nuevas zonas proletarias en el neoliberalismo? En la última década de modo marcado, inéditas formas de violencia reorganizaron la conflictividad social, impulsadas por nuevas formas de autoridad territorial ligadas a economías ilegales en connivencia con estructuras policiales, políticas y judiciales. Son ellas las que lideran la disputa contra las economías populares, fuertemente feminizadas, que se estructuraron a partir de los movimientos sociales. Y fueron las finanzas, con su alto grado de abstracción, las que se hicieron cargo de la articulación por abajo y por arriba de unas subjetividades que debían procurarse prosperidad sin dar por sentado el 
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«privilegio» del salario como ingreso principal. En América Latina, esto se produjo en conexión con un modo de inserción de tipo neoextractiva en el mercado mundial a la que volveré en el capítulo siguiente. Las nuevas formas de violencia se traducen en una intensa segmentación de espacios jerarquizados a partir de accesos diferenciales a la seguridad, lo cual promueve una «guerra civil» por la defensa de la propiedad entre los barrios periféricos y las zonas ricas, pero también en el interior de las zonas más populares. El uso de las fuerzas de seguridad públicas y privadas busca constreñir a tod*s aquell*s que bajo los efectos del estímulo a la inclusión social por medio del consumo a través de deuda no tienen iguales condiciones ni de acceso ni de defensa de la propiedad. Hoy las economías ilegales están «organizando» el reemplazo del trabajo asalariado en muchos espacios: proveen empleo, recursos y pertenencia como modo de afirmación de una autoridad masculina que se debe ratificar en el control del territorio a diario. Esto supone un pasaje acelerado en los umbrales de violencia que estructuran el día a día. No es casual que la otra vía de recomposición de esa autoridad masculina sea a través del reclutamiento (única oferta laboral más amplia) en las fuerzas de seguridad estatales. De esto modo, fuerzas de enfrentamiento legal y paralegal sustituyen el modelo mayoritario de la autoridad asalariada, contribuyendo de modo decisivo a la implosión violenta de los hogares de la que hablábamos en el punto anterior. Hay que agregar una economía más, en auge y creciente: las iglesias, que ofrecen vías de acceso a empleo y promesas de prosperidad porque logran tejer una red de recursos en situaciones cotidianas cada vez más críticas.
La desposesión y saqueo de tierras y recursos que hacen posible la vida comunitaria
La ofensiva del agrobusiness y de las industrias extractivas en el continente exige un análisis fundamental de la inserción de nuestros países en el mercado mundial. Aquí también la 
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pista de Rosa Luxemburgo brilla por su actualidad: su formulación de la expansión colonial capitalista en contra de lo que, en el lenguaje de su época, se llamaban las «formaciones de economía natural». Esto significa el avance de las fronteras del capital a través del despojo de las tierras para acabar con la autosuficiencia de las economías indígenas y campesinas. Ella remarcó las deudas hipotecarias sobre los granjeros estadounidenses y la política imperialista holandesa e inglesa en Sudáfrica contra negr*s e indígenas como formas concretas de violencia política, presión tributaria e introducción de mercancías baratas. Desde diversas luchas se ha empezado a utilizar el concepto de cuerpo-territorio para situar las resistencias contra las embestidas neoextractivistas, mayoritariamente protagonizadas por mujeres. Es el caso de Berta Cáceres, cuyo asesinato el movimiento nombró como «femicidio territorial». Este punto conecta una noción de cuerpo que no sólo es no-humano, sino que además se refiere a la cuestión de la naturaleza desde un punto de vista no liberal, es decir, no se trata de un preservacionismo en abstracto, sino de enfrentar los modos de despojo de posibilidades materiales de vida que hoy estructuran un antagonismo directo entre empresas multinacionales y Estados contra poblaciones que son saqueadas, desplazadas y redireccionadas en nuevas dinámicas de explotación (me extenderé sobre esto en el tercer capítulo).
Las finanzas como código común
Este paradigma extractivo, sin embargo, debe extenderse también a los espacios urbanos y suburbanos, donde volvemos a encontrar las finanzas en múltiples aspectos también en operaciones «extractivas»: desde la especulación inmobiliaria (formal e informal) hasta el endeudamiento masivo. En esta línea, es necesario conceptualizar de un modo ampliado el extractivismo, como forma en que se operativiza hoy la captura de valor por parte del capital (Gago y Mezzadra, 2017). Las finanzas «aterrizan» así en las economías populares, en aquellas economías surgidas 
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de los momentos de crisis, nutridas por las modalidades de autogestión y trabajo sin patrón, y explotan las formas en que las tramas subalternas reproducen la vida de un modo que no puede simplemente reducirse a la «supervivencia». Así, una multiplicidad de esfuerzos, ahorros y economías «se ponen a trabajar» para las finanzas. Esto significa que las finanzas se vuelven un código que logra homogeneizar esa pluralidad de actividades, fuentes de ingresos, expectativas y temporalidades. Las finanzas han sido las más hábiles y veloces para detectar esta vitalidad popular y enraizar allí una extracción de valor que opera directamente sobre la fuerza de trabajo como trabajo vivo. Consideramos «extractiva» esta dinámica que organiza una modalidad de explotación financiera que no tiene al salario como mediación de la explotación de la fuerza de trabajo. Trabajaremos una hipótesis que profundiza esto en el cuarto capítulo: la reestructuración del patriarcado más allá del salario como «patriarcado colonial de las finanzas» (Gago y Gutiérrez Aguilar, 2018).
La guerra «interna»
De ser aparentemente un lugar pacificado, el hogar hoy devino un campo de batalla. La violencia doméstica no hace más que mostrar escenas de una domesticidad que estalla y los hogares como escenarios de cotidianos truculentos. El hogar ya no es el reposo del guerrero, como se proponía cuando la división sexual del trabajo reservaba a las mujeres la tarea de romantizar la casa (bajo el mando del «patriarcado del salario»). La casa es hoy donde el «guerrero» (una de las figuras clásicas del mandato patriarcal) quiere hacer la guerra «interna» como síntoma de su impotencia y de las humillaciones padecidas en los ámbitos laborales y en otros territorios existenciales. Entonces, mejor que estallido, la imagen es otra: la implosión. La violencia se pliega hacia adentro, agujerea los cuerpos, desteje las relaciones.
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Sin embargo, caracterizar las violencias machistas como algo vinculado sólo al espacio doméstico ratifica el aislamiento en el hogar, confirma las fronteras de su espacio como «privado». Es el «gran encierro» de las mujeres dentro del ámbito doméstico —del que habla Federici subrayando que Foucault lo olvidó al enumerar cárceles, escuelas y hospitales— lo que permite también el confinamiento de la violencia como algo que se padece «puertas adentro», es decir, de modo privado, íntimo. «Sólo me siento insegura cuando estoy en mi casa», relató una mujer en la asamblea que se realizó en la villa 21-24 de Barracas, en el sur de la ciudad de Buenos Aires, preparando el paro internacional del 8 de marzo de 2018. Su frase invierte la idea clásica del hogar como espacio de resguardo y refugio. «Por suerte, cuando tengo problemas aviso a las compañeras, que llegan antes que la policía y son más efectivas que el botón antipánico y la perimetral», concluyó para hablar de las medidas de seguridad judiciales y policiales. Esta forma de enfrentar la violencia convirtiéndola en una cuestión que no es privada y que tampoco confía en las soluciones estatales permite profundizar el diagnóstico de la trama de las violencias que se expresan «domésticamente», vinculadas de modo directo a otras violencias (política, económica, laboral, institucional, mediática, etc.). Esto cambia también el plano de las «soluciones» o respuestas. Cuando estamos confinadas al hogar y a la soledad que podemos sentir encerradas allí, quedamos presas de retóricas salvíficas, tanto de organizaciones que sólo piensan en términos de rescate y refugio como de instituciones judiciales y policiales que sabemos inefectivas en la medida en que conocemos su complicidad con la trama de violencias que se quieren denunciar. Salir del confinamiento es salir de la lógica del rescate y del refugio como única opción para desplazarnos a construir tramas más densas de defensa, autodefensa y protección. La autodefensa, así, desplaza la cuestión a resolver hacia la organización de los cuidados colectivos en condiciones de despojo estructural. El discurso redentor, salvífico, es intrínseco a la victimización de las mujeres, lesbianas, trans y travestis. Sin 
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la figura de la víctima no funciona el andamiaje del salvataje. Esta es una perspectiva que permite hacer una crítica al modo en el que buena parte del enfoque sobre la trata o el tráfico de mujeres necesita de este discurso y también sirve para entender por qué es el abordaje que logra apoyo de las ONGs y es elegido por las redes de financiamiento internacional, con el auspicio espiritual de la Iglesia. De modo similar a como sucede con l*s trabajador*s migrantes, la noción de trata y su enlace con la de esclavitud toman una parte por el todo. A partir de algún caso que se postula como emblemático y con imágenes capaces de impactar en la imaginación pública (un trabajador costurero esposado a la máquina de coser o una joven esposada a la cama), se busca explicar una sumisión intrínseca, de naturaleza, y anular así toda voluntad y racionalidad autónoma en condiciones siempre críticas. Entendido en este esquema, el discurso de la trata y del trabajo esclavo como perspectiva totalizante es inherente a un paternalismo que no es más que un tipo de control sobre una idea más compleja de la autonomía de las mujeres, lesbianas, trans y travestis en contextos difíciles, violentos y adversos a los que, sin embargo, no se responde con mera resignación. En este sentido, el discurso de la trata bloquea incluso pensar formas de violencia que explican mucho más en profundidad el problema mismo de las redes de trata. El nudo es que su forma de argumentar la violencia deja completamente de lado: 1) una explicación de la explotación de las mujeres y cuerpos feminizados que no sea moralizante; 2) el papel del financiamiento internacional (y en particular la apuesta en la agenda global, por parte también del Vaticano y el Departamento de Estado norteamericano) que determina un tipo de enfoque sobre el tema; 3) el complejo juego de deseo, cálculos de progreso y riesgo que las mujeres y cuerpos feminizados ponen en movimiento bajo diversas modalidades de migración pero también de «huida» de las casas por parte de las más jóvenes, lo que lleva a entender de fondo el funcionamiento del capitalismo contemporáneo.
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Al anularse así la racionalidad estratégica que muchas de estas trayectorias ponen en juego (con planes, frustraciones, recálculos, aprendizajes, sacrificios, apropiaciones), se desestima todo saber en nombre de una infantilización que actualiza, una y otra vez, la lógica colonial de la salvación y, sobre todo, muestra la imposibilidad de dar espacio a la racionalidad y a la voz propia de quienes están en esos procesos. Esta problematización que intentamos no desconoce situaciones extremas. La pregunta es por qué ellas, siendo algunas, se convierten en la verdad del fenómeno y son propuestas mediáticamente como la totalización indiscutible de una realidad mucho más variada y compleja que nos obliga a poner en juego otros elementos de análisis y comprensión. La perspectiva de la trata, construyendo la figura de la mujer —y especialmente de la mujer migrante o hija de migrantes— como víctima perfecta, moraliza su acción a la vez que legitima el accionar de organizaciones, financiamientos y retóricas de tipo salvíficas, como señalamos, en un sentido que las convierte en sujetos pasivos por completo. Para contrarrestar este enfoque, es necesario dar cuenta de las infraestructuras y logísticas que organizan las movilidades más allá de las figuras de «traficantes» y «esclavas», como suele caracterizarse la trata como narrativa omnicomprensiva. La trata no es sólo un encuadre normativo, sino que también gana progresiva fuerza en el discurso mediático y en las disputas políticas para aplanar una realidad que es mucho más enmarañada que lo que tal categoría simplifica con una orientación conservadora específica. Esto se hace más complejo aún en el caso de las jóvenes que «desaparecen» de sus casas por un tiempo, vuelven a aparecer y se vuelven a ir. Esta realidad es cada vez más frecuente especialmente en las villas y barrios periféricos y desafía la perspectiva de abordaje habitual —jurídico y político— ya que bajo la noción de trata estas situaciones no logran comprenderse, ni investigarse ni politizarse de un modo efectivo. Queda obturada la posibilidad misma de reconocer cómo se producen estas complejas economías de movimiento, de fuga, de enlace de las jóvenes con 
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circuitos paralegales e ilegales, que conjuga un deseo de autonomía que se tramita en condiciones de extrema violencia y precariedad. Las formas de violencia doméstica no dejan de estar en la base de estas formas de huida. Se huye de hogares muy violentos a otras formas de violencia. A veces, se regresa al barrio y al hogar y no es evidente que se quiera «regresar». Las campañas de búsqueda familiar y vecinal son muchas veces la forma más efectiva de encontrar a estas jóvenes. Son la única presión que hace que la denuncia policial y judicial tome fuerza. Pero cuando digo que no es evidente que ellas quieran regresar, quiero subrayar que al lugar donde se vuelve es uno no deseado, en general, del que se pretende huir. Esto no significa que las posibilidades de cómo y a dónde huir sean mejores, sino que tramitan y dan vía, de manera pragmática, a ese deseo de fuga. Estas «idas y vueltas» problematizan el esquema más clásico de encasillar estas dinámicas de fuga como puro «secuestro» u obnubilación irracional de las jóvenes con las promesas de consumo. Al igual que en el caso de la migración, se trata de huir de la trinidad violenta de la que habla Amarela Varela (2018) para caracterizar la caravana de mujeres centroamericanas que hoy cruza la frontera hacia Estados Unidos: violencia femicida, violencia de Estado y violencia de mercado. Culpabilizar y judicializar a las jóvenes no sólo resulta insuficiente (ya que las investigaciones de los casos no avanzan, se desestiman porque no logran «completar» la caracterización de trata), sino que además «desprestigian» socialmente a las jóvenes: en el barrio, cuando vuelven a «aparecer» son señaladas por los propios vecin*s como culpables y su misma aparición se considera como que «desmiente» la violencia en la que están inscritas. Así es menospreciado el problema más urgente de esta situación: cómo son apropiadas sus derivas fuera de lo doméstico, cómo las «salidas» de la violencia se hacen en condiciones de extrema fragilidad y cómo, a costa de otras violencias, al mismo tiempo persiste en esas fugas una voluntad de autonomía.
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Por esto, es necesario reunir elementos para hacer una crítica a la unidimensionalidad del discurso de la trata como racionalidad que a la vez victimiza y «pasiviza» las trayectorias de las mujeres, especialmente jóvenes y migrantes (o hijas de migrantes), bajo un sesgo de política global que es necesario dejar de ver como «neutro». Como señalé, primero hay que inscribir esta dinámica en los circuitos de la economía popular, informal, alegal e ilegal (un cruce para nada nítido y cada vez más entreverado como disputa de formas de «autoridad» sobre los territorios), donde la violencia, la explotación y también un deseo de fuga de los espacios domésticos implosionados por la violencia se articulan a logísticas e infraestructuras (formales e informales, ilegales, paralegales y alegales) que hacen posible la «movilidad» para las mujeres jóvenes en condiciones de precarización extrema. El elemento de «no voluntad» —es decir: la captación forzosa que define la figura de trata, tanto jurídica como subjetivamente— bloquea e impide entender la complejidad de la mayoría de las situaciones realmente existentes, donde la sustracción de la voluntad no es completamente tal (hay un ambiguo componente voluntario de fuga) y, sin embargo, no deja de producirse en una trama de violencias inscrita en la situación misma de las condiciones de la «fuga». La terminología de la trata y la esclavitud —que extrema esa condición involuntaria— y la acepción meramente jurídica del cálculo que supone el encuadre de la trata (Gago, 2018b) desprecia otras racionalidades que tienen que ver justamente con una forma de huida de la violencia doméstica, los abusos y la pobreza de los hogares. Y, sobre todo, aísla una problemática donde lo que está en juego es una disputa muy concreta en el marco de la normalización de la sobreexplotación que caracteriza al capitalismo contemporáneo. En el caso de las pibas, eso se juega en la apropiación patriarcal de sus deseos de huida. La crítica a las violencias no puede hacerse negando la propia acción de estas jóvenes que, en la desesperación, ponen en juego un deseo bajo altísimo riesgo, pero en un cálculo donde prima no someterse a una violencia primera —la de los hogares— y donde la autonomía se confronta con las formas más complicadas de su apropiación y explotación.
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Más allá de la victimización
En una entrevista que hicimos en 2015, Rita Segato habló de una «pedagogía de la crueldad» y ese diagnóstico preciso se volvió lenguaje común. En su libro Las estructuras elementales de la violencia (2003) hablaba de la «violencia expresiva» en los crímenes de género. Formulación que la condujo a interpretar los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez en La escritura en el cuerpo de las mujeres (2013) como violencia que ve en el cuerpo femenino un tapiz sobre el cual escribir un mensaje. En la edición mexicana del ensayo que le da continuidad, Las nuevas formas de la guerra y el cuerpo de las mujeres (2014), escribimos en el prólogo junto a Raquel Gutiérrez Aguilar: «Hay una novedad, incluso en su repetición. La guerra toma nuevas formas, asume ropajes desconocidos. Y no es casual la metáfora textil: su principal bastidor en estos tiempos es el cuerpo femenino. Texto y territorio de una violencia que se escribe privilegiadamente ahí. Una guerra de nuevo tipo». Agregamos entonces un elemento: la «opacidad» de una conflictividad social en la que los femicidios se inscriben. Esa opacidad no es simple confusión, falta de información o imposibilidad de interpretar, sino que debe analizarse como un elemento estratégico de la novedad: como una verdadera dimensión contrainsurgente, es decir, que busca desarmar la capacidad rebelde de ciertos cuerpos-territorios (Paley, 2017). En América Latina, la realidad del femicidio exige volver sobre la pregunta de su significado: ¿qué mensaje se transmite en estos crímenes que, ahora, parecen no tener límite doméstico, sino que acontecen en medio de un bar, un jardín de infantes o la calle misma? Ponen en marcha esa «pedagogía de la crueldad», indisociable de una intensificación de la «violencia mediática» que opera difundiendo esas agresiones contra las mujeres, a la vez que difunde el mensaje y confirma un código de complicidad de un modo de ejercicio de la masculinidad. A esto se refiere Segato cuando habla del femicidio como portador de una «violencia expresiva» y ya no instrumental. Esa violencia contra las mujeres, lesbianas, trans y travestis (que toma múltiples formas, del despojo al acoso, 
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del abuso a la discriminación, etc.) es fundamental para entender una línea entrelazada de violencias que tienen que ver con cómo se reconfigura hoy la explotación y la extracción de valor. Salir de esta perspectiva de la violencia como victimización no nos quita de encima el problema de la violencia ni mucho menos nos libra de entender su especificidad. Por el contrario: lo reubica. Ya hablamos de un desplazamiento estratégico: es la intersección entre violencia de género y violencia económica y social lo que nos permite salir de la «tematización» de la violencia como gueto de la perspectiva de género. Su especificidad emerge de esa conexión y no de un procedimiento de aislamiento. La especificidad está dada por la perspectiva situada que permite una comprensión de las violencias como totalidad en movimiento y, cada una de ellas, como síntesis parcial. Es la conexión lo que nos permite construir y movernos en un plano de comprensión, inteligibilidad y método que da sentido a la violencia en la medida en que vincula el ámbito doméstico con el mundo del trabajo y la explotación de nuestras precariedades así como con las nuevas formas de explotación financiera que se montan más allá de los salarios. Es la conexión lo que explica la imposibilidad de autonomía económica como base de la inmovilidad en hogares que se vuelven un infierno; y también lo que permite ver la migración como una línea de fuga que vale la pena aun si los riesgos se hacen cada vez más altos. Diría entonces que la interseccionalidad entre 1) el mapeo del mundo del trabajo desde una perspectiva feminista que permite dar otro estatus a las economías no asalariadas, 2) la emergencia de una ecología política desde abajo que pone en juego una comprensión no liberal de la tierra y los recursos en un sentido amplio porque emerge de las luchas a favor de la vida comunitaria y 3) las luchas por la justicia —entendidas como una extensión del trabajo de cuidado colectivo— es lo que conforma la posibilidad material de una crítica de las violencias actuales. Evitamos, así como señalé arriba, la tematización de la violencia doméstica como un gueto de género que determina, correlativamente, «respuestas» y «soluciones» también 
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guetificantes: una nueva secretaría (de Estado) o una nueva sección (de sindicato) o un nuevo programa (de salud). Una vez que este desplazamiento y enlace de violencias produce un diagnóstico feminista que empieza a convertirse en sentido común, vemos cómo intenta ser recodificado. Así, las violencias quieren ser traducidas como inseguridad y, por tanto, como necesidad de mayor control. Desde las instituciones gubernamentales en general se intenta responder a los femicidios dando respuestas simplemente punitivistas, racistas y sexistas, así el sistema político recodifica estas violencias para englobarlas en el discurso general de la inseguridad. Se refuerzan estereotipos clasistas y racistas (el peligro de varones con relación a su clase y su nacionalidad) a la vez que se propone exigir «mano dura» como única salida. Las soluciones de demagogia punitiva aparecen así como «propuestas mágicas».
Violencias conectadas
Como demostró anticipadamente Rosa Luxemburgo, la guerra es históricamente un momento estratégico de la acumulación de capital. La herramienta del paro feminista pone en discusión las múltiples formas de explotación de la vida, el tiempo y los territorios. De este modo, desborda e integra la cuestión laboral porque involucra tareas y labores generalmente no reconocidas: del cuidado a la autogestión barrial, de las economías populares al reconocimiento del trabajo social no remunerado, del desempleo a la intermitencia del ingreso. En este sentido, pone la clave de la vida desde un punto de vista que excede su límite laboral. Es el surgimiento de un feminismo de masas el que ha permitido (y permite) hacer una lectura del mapa de las violencias como entramado que conecta la violencia de género con la violencia económica, financiera, política, institucional y social, que hoy se ha convertido en un análisis difundido. Este análisis no surge de la academia estrictamente, ni de las lecturas de ciertas teorías. Este análisis se consolida a partir de poner en práctica la herramienta del 
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paro feminista, como señalé en el capítulo anterior: es el horizonte organizativo de esa herramienta tomada por el movimiento feminista el que produce y difunde el análisis de la conexión de violencias. Es esa acción la que permite un salto cualitativo también en la identificación de NiUnaMenos como un movimiento que no sólo lamenta y repudia las muertes, sino que es capaz de producir un marco de comprensión del neoliberalismo donde se inscribe la violencia contra las mujeres y los cuerpos feminizados y, por lo tanto, puede ser politizada, confrontada. A través del paro feminista revolucionamos nuestra práctica como movimiento al mismo tiempo que revolucionamos la herramienta misma del paro. Eso nos permite otra comprensión del fenómeno del femicidio porque nos corre del corsé de género que 1) nos «confina» a ese lenguaje limitado, 2) encierra la violencia en el espacio «doméstico» y 3) nos emplaza en un único lugar «legítimo»: el de víctimas. Aún más, en América Latina trazar el mapa de las violencias implica pensar con otras claves los ciclos y calendarios políticos de las crisis y sus reestabilizaciones recientes. Por eso, nos pone el desafío de pensar las nuevas formas de la guerra como modos de disciplinar y controlar la revuelta a partir de formas de violencia que hoy tienen en las finanzas un eje que disputa el modo mismo de operación (también de traducción y codificación) en la transversalidad.
Excursus. La guerra «en» el cuerpo de las mujeres
La guerra «en» el cuerpo de las mujeres que quise rodear aquí a través de algunos puntos puede pensarse con relación a esas formas heterogéneas en las que la autonomía y el desacato generan insubordinación a favor de los saberes del cuerpo y, al mismo tiempo, lo indeterminan porque no sabemos «lo que puede un cuerpo».
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Pensar qué tipo de guerra es la que se desarrolla contra mujeres, lesbianas, trans y travestis permite entender el tipo de ofensiva del capital para relanzar su mando. Pero aún antes, en términos de método y de perspectiva política, hay que dar cuenta del tipo de autonomía que está siendo desplegada para entender la magnitud de la reacción misógina en su contra. Una foto de las movilizaciones en Chile durante 2018 por la educación democrática y feminista muestra a una joven encapuchada y en su pasamontaña se lee un parche cosido que dice «estoy en guerra». ¿De qué guerra hablan esos pasamontañas que pasaron de la selva a las calles metropolitanas? Estar en guerra es un modo de asumir el diagrama de fuerzas. Significa encontrar otro modo de vivir en nuestros cuerpos. Implica visibilizar un conjunto de violencias que hacen de esos cuerpos «terminales» diferenciales de esa trama. Estar en guerra es liberar fuerzas que se experimentan contenidas. Es dejar de callar la violencia. En ese sentido, es asumir que somos atacadas y que hay una decisión —que es fuerza común— de dejar de permanecer pacíficas ante las violencias cotidianas. Tiene que ver con un modo de atravesar el miedo, no simplemente pensar que deja de existir. Si Simone De Beauvoir (1949) dijo que no se nace mujer, sino que se deviene, fue para exhibir una construcción histórica de la naturaleza femenina que nos limitaba a ciertas tareas, funciones y obligaciones. El devenir, en El segundo sexo, expresa un proceso negativo del que hay que tomar conciencia: es el modo en que hacernos mujeres se vuelve sinónimo de convertirnos en sujetos no-libres. El devenir es un proceso de sujeción, especialmente a la maternidad. Deleuze y Guattari (1972) dan una acepción inversa (pero imposible de pensar sin el precedente de De Beauvoir): devenir-mujer es salirse del lugar asignado, bajarse del árbol familiar, escapar del mandato patriarcal. En este sentido, devenir no tiene nada que ver con progresar ni adecuarse, tampoco con alcanzar un modelo o llegar a un 
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meta (no hay evolución, dicen los filósofos). El devenir, por el contrario, «es el proceso del deseo». Sin embargo, el devenir-mujer alerta de un robo. Nos roban un cuerpo para producir un organismo dual, binario, y así hacernos un cuerpo que no es nuestro: «A quien primero le roban ese cuerpo es a la joven: “no pongas esa postura”, “ya no sos una niña”, “no seas marimacho”». Por eso el devenir mujer es un tipo de movimiento juvenil: no por edad, sino por soltura, por la posibilidad de circular en distintas velocidades y lugares, transitar pasajes, hasta convertirse en el proceso mismo. Devenir-mujer es llave de otros devenires: un inicio, un ritmo, un vértigo. Que se opone a la mayoría entendida como un estado de poder y de dominación. «Deviene aquella que eres»: si hubiera que buscar un origen (o mejor: inventarle uno provisoriamente) a la cuestión del devenir, podríamos ir a esta frase de Friedrich Nietzsche. Lou Andreas Salomé (2005) —interlocutora, amiga y amante del filósofo— escribió sobre el impulso a la transformación y el cambio de opinión como dos elementos claves de su pensamiento: el proceso de transformación de una misma —es decir, el devenir— como condición indispensable de toda fuerza creadora, así lo subrayó ella en su propia lectura. El aforismo «Debemos convertirnos en traidores, ejercitarnos en la deslealtad, constantemente desechar nuestros ideales» (HH, § 629) funciona como un llamado a un materialismo entregado a la fidelidad ya no de convicciones o ideales, sino al proceso de transformación mismo. ¿Qué sería en todo caso una fidelidad con los devenires? Lou Andreas Salomé —quien se convertiría luego también en amiga de Freud y una de las mujeres precursoras del psicoanálisis— hará una interpretación del filósofo que dará especial énfasis a la tonalidad emotiva de su pensamiento, para poner de relieve «las sutiles y secretas relaciones sentimentales que un pensamiento o una palabra pueden despertar» pero también al modo en que intuición y verdad se entrelazan en su obra al punto de producir un efecto de arrastre, de aumento de 
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energía. La relación entre intuición y necesidad elabora así, nutre, una nueva objetividad. Estos saberes —apunta Lou— están vinculados a los artistas y las mujeres porque son aquellos que «producen la impresión de la plenitud de fuerza, de lo vivo, de lo lleno de espíritu, de lo tonificador». El devenir se vuelve guerra. «Eterna guerra que se es»: cada quien como compuesto de elementos contrapuestos entre sí, de los que puede brotar una forma superior de salud, dirá Nietzsche. «Sólo se es fecundo al precio de ser rico en contradicciones»: sólo hay que tener fuerza para (so)portarlas. Saldrán de aquí premisas fundamentales para cierta perspectiva feminista. En primer lugar, la idea de que «todo es no-verdad», es decir, que la violencia de la totalidad es una supresión de parcialidades y situaciones concretas; por lo tanto, no hay verdad absoluta, sino perspectivas. Luego, que hay una cierta preponderancia de la vida afectiva sobre la intelectual: el contenido de verdad se considera secundario respecto a su contenido de voluntad y sentimiento. De tal modo que el devenir involucra una economía de fuerzas. Y en ese tránsito, ya no se descubre una verdad, se la inventa. Pero no hay verdad sin declaración de guerra. Se trata también de saberes de superviviente. La feminista y lesbiana negra Audre Lorde en Los diarios del cáncer (2008) es una superviviente que dice necesitar no escribir como superviviente. Lo hace como una guerrera que no ha abandonado el miedo. Que transita desde la biopsia hasta la detección de un tumor en su seno derecho, que va librando batallas y victorias frente a la muerte, que lidia con fantasías vertiginosas de una enfermedad que puede asaltarle todo el cuerpo, que resiste los altibajos del antes y el después de decidirse por la mastectomía. Dispone investigar su cuerpo como un terreno de batalla donde se juega un combate entre poderes muy distintos: el de lo erótico y el autocuidado a la par de la maquinaria cosmética y quirúrgica; el de los prejuicios racistas y estéticos y el del miedo a ser no deseada, o a perder las ganas de hacerse el amor a sí misma, a la vez que el poder curativo de una red de amistades. Son poderes que, muestra Lorde, 
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exigen un entrenamiento de una consigo misma. Y de un lenguaje que sea también como una nueva piel. Se cuenta que las jóvenes amazonas se extirpaban el seno derecho para ser mejores arqueras. Lorde trae varias veces en sus páginas la imagen de estas quinceañeras decididas, casi como imprevistas aliadas mitológicas. O tal vez no tan imprevistas para esta mujer que cuenta que «crecer siendo una negra, gorda, casi ciega en EEUU» requiere también de los saberes del arco y la flecha para no morir. Dice Lorde: más allá de la ilusión (idealista) del fin del miedo, se trata de conocer el miedo como parte de la propia naturaleza para justamente dejar de temerle. Familiarizarse con él para desarmarlo. No suponer su desaparición mágica para no paralizarse cuando llega. Atravesarlo. Convivir con él al punto de adivinarle sus mañas. En este sentido, el diario que escribe deja de ser íntimo, o dicho de otra manera: radicaliza su intimidad a punto de volverse manifiesto político, interpelación de una hermana extranjera o de una maestra sabia, como con la que sueña a veces Lorde. Desde ahí, la pregunta es frontal: «¿Cuáles son las palabras que todavía no tenés? ¿Qué necesitás decir? ¿Cuáles son las tiranías que te tragás día a día e intentás hacer tuyas hasta que te enfermes y mueras de ellas, todavía en silencio?».