19-12-2019 |
En Argentina y Brasil, sin recientes grandes manifestaciones, los líderes políticos concentran un alto grado de atención alrededor de sí. Pero el desencantamiento generalizado no es diferente al de los países vecinos, y el fin del progresismo no se traduce en el inicio de un ciclo conservador estable y prolongado. La alternancia política, vivida de forma escatológica, no constituye tampoco un sistema bipartidista como el de las décadas que siguieron a la democratización.
Es posible que los consensos que sustentan el modelo social y político se hayan vuelto obsoletos, además de injustos y para pocos, como siempre fueron, naciendo herederos de los pactos post dictadura militar. Pero toda la clase política todavía funciona con ellos, garantizando su vigencia y fortaleza, y enfrentando de forma conjunta, por lo tanto, a la oposición de las calles, línea de frente del momento actual.
En Bolivia y Chile, las protestas de octubre se iniciaron contra los presidentes Piñera y Evo Morales, pero la situación política abierta por las calles parece dislocarse más allá. En dos países con gobiernos de izquierda y de derecha que aparecían con la mayor estabilidad económica en la región, la crisis no se suaviza pero se aleja del conflicto por la reelección, en Bolivia, y de la renuncia de Piñera, en Chile. A partir de un acuerdo con participación de los legisladores del propio MAS (Movimiento al Socialismo), que mantiene mayoría en el legislativo, fueron convocadas elecciones sin la participación de Evo Morales, mientras su vuelta al país no parece ser lo que organice la política boliviana hacia delante, más allá de algunos sectores.
Incluso fuera del poder, partidos alimentados por el sistema no pueden romper con la lógica con que se acostumbraron a funcionar. Pasó con el kirchnerismo, que después de la derrota frente a Macri encontró legisladores propios construyendo mayoría con el nuevo gobierno. También con el Partido de los Trabajadores, en Brasil, que poco tiempo después de la destitución de Dilma Rousseff, siguió haciendo alianzas electorales con los partidos que consideraba golpistas. La radicalización discursiva convive con un juego institucional, electoral y de la administración burocrática contraria a la movilización y disputa política que busca cambios.
En Chile, la renuncia de Piñera deja de ser el foco, y ningún líder aparece como salvación. La fuerza de las calles parece alejar la idea de que la solución vendrá de arriba. Es el fracaso del sistema privado de jubilación, la mercantilización de la salud y la educación, el costo de vida, y las dificultades impuestas por el neoliberalismo, que están centralmente en la orden del día. Buscando recuperar iniciativa política, el gobierno hace acuerdos con la izquierda partidaria y convoca un proceso constituyente. La izquierda vota a favor de legislación represiva (ley “anticapucha”) y da lugar a una Convención Constituyente que garantiza poder de veto para la derecha. En una asamblea en manos de los partidos, probablemente el conflicto abierto por las calles no será cerrado fácilmente.
El ciclo progresista no es más posible de la forma como fue caracterizado entre diez y cinco años atrás, con el aprovechamiento de precios altos de commodities , aumento del crédito y consumo, buen trato con los poderes empresariales que generaron lucros históricos para el poder financiero, perdones fiscales para grandes empresas y expansión del agronegocio sin precedentes. Políticas sociales y de cultura pretendían equilibrar un modelo que no dejó de ser de concentración de renta y desigualdad. Crecimiento y consumo ocurrían sin ruptura con las bases de una democracia de pocas familias dueñas del poder.
Después del progresismo, y sin ruptura con las bases de la organización económica, así como de las políticas públicas de transferencias de renta, nuevas y viejas derechas ganan elecciones pero no establecen una nueva hegemonía. Como en Chile, el gobierno colombiano de Iván Duque, también de derecha, enfrenta fuerte oposición en las calles. Bolsonaro en Brasil, muestra grandes problemas de sustentación de una base parlamentaria y problemas para mostrar una mejora económica que beneficie la población. Apenas un discurso autoritario que se presenta contrario a las instituciones, pero que no se mostró capaz de organizar una base movilizada de sustentación, ni de unificar políticamente las distintas derechas oscurantistas, liberales, conservadoras y oportunistas que congrega.
La falta de legitimidad política del nuevo gobierno en Bolivia, de Jeanine Áñez, apenas lo autoriza para llamar nuevas elecciones, mientras el MAS se habilita para disputar la presidencia con nuevos candidatos, a ser nombrados por Evo Morales. El vacío de hegemonía deja al MAS con chances de conseguir, por un camino más largo, un retorno al poder parecido al del kirchnerismo en Argentina que, dejando de lado la centralidad del líder, preserva espacios de poder. Asumiendo un tono moderado que seduce sectores medios, los consensos que gobiernan el sistema obtienen garantía con izquierdas del orden, tanto cuanto con derecha que asumen directamente el cuidado de los intereses de los de arriba.
En Ecuador, el presidente Lenin Moreno, que buscó ocupar el lugar dejado por Rafael Correa, de quien fue vicepresidente, enfrentó 11 días de rebelión cuando decretó medidas impopulares como el fin del subsidio al combustible, aumento de impuestos y corte de vacaciones para empleados públicos. La debilidad del sucesor, sin embargo, no abre camino para la vuelta del correísmo, derrotado en la tentativa de buscar una alianza con el movimiento social que paralizó el país con movilizaciones. En la voz de las organizaciones indígenas, destacadas en las jornadas de protesta, la oposición al gobierno venía junto con la oposición a la vuelta del ex presidente que, como los otros gobiernos progresistas, no se diferenció de los gobiernos de derecha en relación a las grandes obras que violaron territorios y autonomía de comunidades indígenas y tradicionales, y criminalización de la protesta.
La fuerza de las movilizaciones remite a las protestas de 20 años atrás, como en diciembre de 2001 en Argentina, la Guerra del Agua en Bolivia del 2000, en un ciclo global de movilizaciones iniciado en Seattle en 1999, o con el zapatismo en 1994 y que nunca concluyó, con frecuentes movilizaciones indígenas y campesinas en los Andes, marchas y levantamientos contra ajustes, o como lo protestos iniciados en junio de 2013 en Brasil, y las movilizaciones más recientes de estudiantes, campesinos e indígenas en Colombia, Chile y Ecuador. Nuevamente, las calles alimentan una búsqueda de auto-organización de los de abajo, con fuerza social y autonomía. Esta vez, sin embargo, no parecen abrirse salidas partidarias o populistas, con líderes que centralizan la iniciativa política conseguida por movimientos y luchas sociales.
Contra líderes que se vuelven blanco fácil de nuevas derechas, vemos indignación y revuelta que los excede, en movimientos de destitución seguidos de nuevas administraciones y líderes que enfrentan protestas o desencanto, sin apoyo movilizado fuera del tiempo de las elecciones. La aparición de una derecha autoritaria y más virulenta, con discurso de odio, ausente en el ciclo progresista, antagoniza y restaura el progresismo, que también no se retira definitivamente. Pero en este juego el resultado es el aumento de la visión generalizada de falta de alternativas por dentro del sistema.
La caída de Evo Morales, en Bolivia, se adecua al mismo momento regional, de disolución de hegemonías institucionales. Esta se produce después de una derrota electoral, en 2016, en un referéndum en el que la mayoría votó “No” a la reforma de la constitución que permitiría una nueva reelección, resultado contrariado por el tribunal constitucional que, bajo presión política, autorizó la candidatura, permitiendo la nueva postulación, que generó el conflicto posterior sobre la aceptación del resultado electoral. Después de 20 días de protestas en las ciudades, una victoria electoral controversial se tornó insostenible para el MAS cuando la auditoría de la OEA que el propio gobierno había solicitado, recomendó la realización de nuevas elecciones, y hubo desobediencia de las fuerzas de seguridad para contener la movilización social.
Sin Evo Morales, la llegada de la derecha asociada a la elite del Oriente del país, como la de Macri en Argentina en 2015 y de Bolsonaro en Brasil en 2018, no se explica por la fuerza política propia, tampoco por la intervención imperialista, sino por la pérdida de apoyo popular que interrumpe más de diez años de gobiernos sucesivos de signo plurinacional, progresista, populista, bolivariano o de izquierda. La oposición regional que desde la asunción de Evo Morales en 2006 buscó desestabilizar, había sido neutralizada en 2008, en un referéndum revocatorio contra Evo Morales, cuya victoria por el 67,4% aisló la oposición y dio lugar a la aprobación de la nueva Constitución Plurinacional. Pero el precio de la consolidación política y avance del MAS sobre las instituciones sería dejar de lado los cambios, negociando ya la propia constitución con las elites políticas y económicas que aprendieron a convivir con un progresismo amigo, y mismo con Estado Plurinacional, garantiza los viejos consensos.
La opción por la conciliación, los negocios, el desarrollismo predatorio en países de fuerte perfil de proveedor de materias primas, alejándose de las agendas que los erigieron en el poder, fue deshidratando rápidamente gobiernos populistas o progresistas. Del otro lado, derechas que se construyen en base a retórica mediática, oposición a la corrupción que no se sostiene una vez en el gobierno, falta de prometidas respuestas a los problemas endémicos, y dificultades económicas que abaten gobiernos de cualquier signo político, abren la posibilidad, clara hoy para la población de Chile más que en ningún otro lugar, que más allá de sucesiones presidenciales, disputas electorales y en la justicia, el foco de la política debe apuntar al arreglo neoliberal y su continuidad de décadas, administrada por los sucesivos poderes políticos.
La fuerza electoral de la derecha chilena, mostrada por el triunfo de Piñera en 2017, muestra pies de barro también, como fueron las victorias recientes de la izquierda, incluyendo Venezuela, momentáneamente al margen de la dinámica de las calles. Más de un mes de protestas diarias en las calles de Chile, con ocupaciones de escuela, paros generales, organización de asambleas populares, con una visión política que necesariamente pasa por la constatación que la alternancia política entre progresismo (neoliberal, de Bachelet) y derecha no había alterado la estructura que gobierna por detrás del espectáculo electoral y enfrentamiento ideológico sin contacto con la realidad cotidiana y las disputas concretas con el poder económico y la gobernanza neoliberal.
Junto con la política de las calles, la represión policial y militar gana espacio, generando diferencias internas al campo de la propia derecha en el poder. Con respaldo de sectores políticos conservadores, y también progresistas, la represión de las protestas expone la violencia institucional que cotidianamente está presente en la militarización de barrios populares, encarcelamiento en masa y asesinato de líderes sociales, práctica sistemática en varios países. La insistencia en limitar la política al espacio de las instituciones, más bien sólo aumenta el desencanto porque falta de respuestas que se muestran posibles y a la altura de la fuerza que muestran las movilizaciones de millones, cuando estas despiertan.
En las calles hoy no se encuentran respuestas y soluciones políticas para ser aplicadas. Pero se encuentran caminos para cuestionar las trampas de un sistema que tiende a eliminar el trabajo no precario y los espacios de la vida no sometidos al capitalismo. Se pone en agenda la destrucción de bosques y selvas con la expansión de un modelo de destrucción, que propone formas de vida miserables. En las calles, y más allá de la disputa presidencial, los acuerdos que estructuran el modelo se perciben de forma más nítida y masiva.
Más allá de una política partidaria e institucional que entra en desesperación y no encuentra respuesta, estudiantes toman la iniciativa política, grupos de mujeres politizan y ocupan las calles, pueblos indígenas luchan por el autogobierno poniendo en discusión el modelo de desarrollo, cada vez más cuestionado, asambleas de barrio crean afinidad entre vecinos y se organizan para la manifestación o la crítica a la sociedad de consumo. En las calles, el mundo de la mercancía, las deudas, la falta de horizontes, encuentran un lugar de existencia política que ya es una respuesta y alternativa.
El neoliberalismo se muestra poderoso en gobernar una fuerza de trabajo desorganizada y en mercantilizar cada vez más espacios de vida, pero en las calles una nueva fuerza política desarrolla herramientas para enfrentar los desafíos de gobiernos, nuevas derechas, continuidad de un sistema elitista para pocos. La oposición al neoliberalismo en las calles, coloca la autonomía como alternativa a la salida populista o progresista y, retomando antiguas movilizaciones, trasciende el llamado de las instituciones para que todo el mundo vuelva para casa y confíe nuevamente en líderes y partidos.
Salvador Schavelzon, antropólogo, Universidad Federal de São Paulo.