De guetos a barrios, una mirada antropológica de las villas argentinas
Por Eduardo D. Benítez para Almagro Revista
Precariedad, segregación, marginalidad son algunas de las palabras que resuenan a la hora de describir las desigualdades en torno a la cuestión urbana. Las ciudades latinoamericanas contemporáneas parecen haber asumido que el problema habitacional de los sectores populares ya es parte constitutiva de su organización socio-espacial. Las favelas en Brasil, las villas en Argentina, los ranchos en Venezuela -asentamientos arraigados desde hace casi un siglo- son ilustrativas de las dificultades -cada vez más acentuadas- que tiene la franja más vulnerable de la sociedad para acceder a la vivienda y al trabajo.
La antropóloga francesa Nathalie Puex llegó a la Argentina a finales de los años noventa interrogándose sobre las lógicas de la violencia y la exclusión social en los barrios periféricos del conurbano bonaerense. Eso la llevó a vivir en Villa Itatí (partido de Quilmes) durante un largo período en el que realizó sus primeras investigaciones. Allí se encontró con algunas especificidades: la estigmatización, la inequidad, la profunda diferenciación entre un adentro y un afuera de la villa, se encuentran en directa articulación con el sistema político.
Puex se doctoró en el año 2003 en Antropología Social por la Universidad de París 3 en la Sorbonne Nouvelle, y desde 2009 es directora del Laboratorio de Antropología aplicada y políticas públicas en FLACSO. Dentro de sus áreas de estudio se cuentan: el clientelismo en los barrios, las lógicas del endeudamiento, la sociabilidad en los sectores populares.
—¿Por qué elegiste Buenos Aires para hacer tu trabajo de campo antropológico? ¿Encontraste guetos como los que estudiabas en las ciudades de Francia o la noción de gueto es errada para describir la situación en Argentina?
—En los noventa gané una beca que sería la equivalente a la que otorga el Conicet y finalmente vine a la Argentina. En ese momento si estudiabas en Francia todos querían ir a Perú o México, nadie quería venir a Argentina porque no era un país exótico para hacer trabajo de campo. Mi proyecto inicialmente estaba vinculado al endeudamiento popular y las redes de solidaridad en las villas. Hice mi primer viaje en el año 97 y empecé a trabajar sobre cómo era vivir en una villa. En términos teóricos, en ese momento estaba muy en boga el tema de la fragmentación social y el revival del gueto a través de los primeros textos de Loïc Wacquant. Mi conclusión fue que acá, guetos propiamente dichos, no hay. Claro… depende de cómo lo entendamos. El gueto tiene una historia muy específica: es una segregación legal para que cierto tipo de población no tenga acceso a la totalidad de la ciudad como correspondería, libremente. Entonces deben vivir en zonas específicas caracterizadas por mucha diversidad social y cierta homogeneidad cultural. En cambio, en las villas no hay homogeneidad cultural: lo que une allí es el hecho de vivir en un lugar, en general, autoconstruido y marginal, en el sentido de que no cuenta con todos los servicios.
—Debés haber encontrado realidades muy distintas en las villas de Buenos Aires…
—Sí… hay situaciones muy diversas. En Capital hay ciertas zonas mejor ubicadas que otras. Hay villas más recientes en las que se vive con mayor precariedad porque obviamente hay competencia por los terrenos. No es lo mismo vivir en Retiro que estar a orillas de la Isla Maciel. Dentro de la población pobre, la gente de Retiro o Flores es un poco más “pudiente”. “Pobre” puede significar muchas cosas: mucha de la población con la cual trabajaba vivía dos o tres realidades diferentes. Pero esa realidad a todos los conducía a la villa. Por un lado están los más pobres del barrio, después una población histórica que es remanente de una idea de ascenso social que nació con el peronismo. Es muy irónico que el peronismo haya tenido poco proyecto de vivienda, porque había una confianza de crecimiento según la cual se esperaba que aquel que tenía trabajo, de a poco iba a poder insertarse en la sociedad. Hasta los años setenta eso se cumplió, hubo movimientos vinculados a proyectos sindicales de inclusión social. Pero hay que saber también que había una parte de la población que era muy marginal, que dependía de la UOCRA -que nunca fue un sindicato ameno con sus afiliados. Esa población -la mayoría albañiles provenientes de Paraguay y Bolivia- quedaba más relegada y no podía dejar de vivir en la villa.
—¿Cuando llegaste en los noventa ese escenario había cambiado?
—Mucho no cambió: básicamente es la misma situación y las mismas profesiones. La diferencia tal vez es que antes se conseguía fácilmente una changa y ahora no. Hay mucha dificultad para insertarse laboralmente en el mercado de manera duradera. Todos en su inmensa mayoría trabajan en el sector informal y hay gente que necesita tener muchos rebusques diferentes. Desde los cuarenta hasta hoy ese sector no ha variado mucho. Hoy en día se asume una nueva población más complicada que es el narcotráfico. Esa variable en los 2000 explotó muy fuertemente. De todos modos es importante cuestionar el direccionamiento que suele hacer cierta prensa a partir del exotismo: “en la villa es donde está la droga”. Sí, está. Pero también está en muchos otros lugares de la ciudad. Una persona con la que trabajaba me dijo una vez: “Antes éramos pobres y hoy somos marginales”. Hay una agudización de la estigmatización y eso se dio en parte porque dejó de existir esa euforia de integración social, ese mundo mágico y autorreproducido que fue muy fuerte entre los años cuarenta y los sesenta. Los noventa marcan el inicio de una situación que quedó consolidada: cada vez más exclusión social. Y todas las políticas que podrían constituir micro ayudas son más bien de contención. No permiten un ascenso o un cambio de situación.
—¿Esa mera contención ayuda a profundizar la estigmatización?
—Hay varias hipótesis sobre eso. Yo creo que esto se inició con la dictadura, porque hubo toda una persecución a las militancias y finalmente se aisló de las villas a las clases medias. Había una intervención habitual de maestros, médicos en esas zonas. La dictadura hizo que de a poco la clase media retrocediera. En el barrio donde trabajé, en Itatí de Quilmes, en el año 1975 ya había desaparecido por completo la militancia. Los militares eliminaron toda la red y el tejido de militancia y a cambio dejó instalada la idea de peligro, la idea de que la villa es un lugar de inmoralidad, promiscuidad y violencia. Eso nunca se revirtió por todo lo que sucedió en los años noventa; mayor pobreza, mayor exclusión social, menos intervención del Estado. Y el sector de la villa que logró irse fue cada vez más reducido. Quedarse como única opción, obliga a pelear ciertas cosas que nos parecen básicas: agua, servicios en general, seguridad.
—Hoy las villas parecen haberse complejizado. Además de los vecinos, están habitadas por ONG´s, Gendarmes, grupos religiosos, militancias, trabajadores sociales. En el contexto de esa heterogeneidad… ¿hay algo que funcione como lo común hoy?
—La diversidad cultural de la villa sigue muy presente y eso hace que sea difícil crear lazos comunitarios coherentes. Aquello que une es muy esporádico. Tener transporte, una salita, una escuela, que se abran casas: esas son cuestiones que generan cercanías. Pero también hay cosas que instalan divergencias porque la villa no es una comunidad deseada. Es una comunidad obligada que se congrega alrededor de ciertos problemas; eventualmente de ciertas actividades. Pero que no incluyen necesariamente a la totalidad del barrio. Y por supuesto que siempre está latente el sueño de poder irse, sobre todo en los sectores más “pudientes” del barrio. Dado que la prensa y el afuera remarcan mucho su situación de “relegados”, obviamente que – en algún momento dado -quieren salir de allí. En una villa también hay formas de diferenciación social y de jerarquías.
—En un presente signado por la emergencia alimentaria, ¿no se reactivan los lazos de solidaridad?
—No. Se marcan aún más las diferencias. Los que tienen un poquito más no quieren ser asimilados con los “relegados”. El juicio moral sobre las familias es muy duro. Hay gente que nunca va a ir a un comedor, porque considera que allí van los vagos. Los mismos discursos que encontrás en otra parte de la sociedad se reproducen ahí. Aquellos que creen que tienen posibilidad de salir de esa condición tratan de generar estrategias que perciben como una mejoría. Por ejemplo, muchas familias hacen todo un esfuerzo para que sus hijos vayan a escuelas confesionales. No es que crean que ahí la educación va a ser mejor. Los mandan allí por los valores, porque creen que ahí no va a haber mala junta o va a haber más disciplina. Esas también son estrategias de diferenciación.
—¿Qué pasa cuando no existen esas estrategias? ¿Qué sucede con esas vidas cuando parecen acorraladas, estancadas?
—Es ahí cuando se genera el gueto, paradójicamente. El Estado y sus políticas públicas son las que crean los guetos. Soy muy crítica, por ejemplo, de esos proyectos que quieren la escuela dentro de la villa. Aquellos que no salen… ¿qué van a hacer? Hay una cuestión material que es cierta: en América Latina es muy caro transportarse. En un estudio que hicimos sobre el Plan Nacer, nos dimos cuenta que muchos jóvenes nunca habían salido de su barrio. En buena parte es porque las familias no pueden bancar la SUBE de todos los chicos. Eso hacía que el encierro fuera cada vez más pronunciado. También nos llamó mucho la atención un programa escolar que se hizo con la UOCRA justamente… Nos convocaron porque tenían un problema: tenían diez becarios de la villa para estudiar en una escuela donde aprenderían oficios de la construcción, pero ninguno iba. Cuando entrevistamos a esos becarios fue realmente terrible descubrir que no iban porque tenían miedo de perderse y nunca poder volver al barrio: nunca habían tomado un colectivo. Esta es una cuestión que trato siempre de enfatizar. Ahí hay un gran debate con el sector empresarial que te termina diciendo que los jóvenes de los barrios no tienen competencias o habilidades blandas. Y en cierto punto hay algo de eso, porque el entre sí limita las capacidades de dialogar con otro.
En otro contexto, la antropóloga Katherine S. Newman hizo un estudio en Harlem y tuvo la misma conclusión: el hecho de poder sacar a los chicos del barrio, mandarlos a ver otra realidad les hizo perder el miedo a lo otro. Soy un poco escéptica cuando se crean políticas en torno al barrio porque sé que también puede ser un negocio. A veces es más productivo generar becas que permitan a los chicos elegir escuelas por fuera. En una sociedad donde se te exige movilidad y saber comunicar para conseguir empleo, uno ve con preocupación esta condición de aislamiento de los jóvenes. De hecho en Francia se ha demostrado que el aislamiento aumentó el nivel de conflicto en los barrios porque permitía, entre otras cosas, creación de bandas o que permeen negocios más complicados como el tráfico de armas o de drogas. Hay una discusión seria que se está llevando a cabo y prefieren becar alumnos para que se trasladen de un lado a otro en lugar de encerrarlos cada vez más.
—En ese sentido, ¿cómo se tienen que leer los proyectos del Gobierno de la Ciudad al mudar dependencias estatales al interior de las villas como Elefante Blanco o la 31?
—En general creo que puede estar bien. Sobre todo porque a mucha gente que vive allí se le hace difícil hacer trámites, afrontar la burocracia pública. Si, por ejemplo, se pueden hacer el DNI lo más fácilmente posible o se le da mayor accesibilidad a la ciudadanía me parece bien. Pero tampoco me ilusiono sobre el impacto a futuro que puede venir de eso. ¿Ayuda a frenar la inequidad social? No. Lo cierto es que hay una situación objetiva de pobreza, de violencia, de robo. No es que acercás un Ministerio y, con esa cercanía, mágicamente se va a mejorar la situación del barrio.
—¿Qué diferencias encontraste, al trabajar en Francia y en Argentina, sobre la relación de los guetos y las villas con el sistema político?
—Creo que la diferencia es que el favor por voto en Francia es un poco más difícil. Aunque no significa que no exista. Se da a través de mecanismos más asociativos y eso hace que la población esté un poco menos presa de los partidos políticos. Hay referentes barriales pero no necesariamente son políticos: pueden estar en los gimnasios por ejemplo. En general la mediación política se da más con los migrantes, porque ellos tienen una barrera que es la lengua. Allá hay una ley que obliga a cada municipio a tener un porcentaje determinado de vivienda social y si no lo hacés sos multado. Entonces algunos municipios se esfuerzan y a veces hacen sólo lo que pueden. Pero hay otros municipios que directamente, con un acuerdo de los ciudadanos que votan todos los años, prefieren pagar más impuestos y costearse las multas, con tal de no contener un pobre o un migrante.
*Por Eduardo D. Benítez para Almagro Revista. Fotos: Flor Cosin.