Sublevaciones, filosofías y pueblos. Un breve recuento
Federico Galende*
http://rededitorial.com.ar/27/edicion-especial-10-de-diciembre/
Quienes dábamos nuestros primeros pasos en la filosofía a mediados de los ochenta (en Argentina eran los tiempos de Alfonsín, del Club de Cultura Socialista, de la revisión de la lucha armada; en Chile, el de las protestas contra la dictadura y el del esbozo de la sociología transitológica en los laboratorios de FLACSO), fuimos testigos de que la palabra “pueblo” no estaba precisamente de moda. Claude Lefort –a quién se leía con fruición por entonces– veía en esta palabra el sedimento de una sociedad totalitaria que hacía cuerpo consigo misma, Hanna Arendt la restaba de la soledad del pensador político creador (el pueblo era una pieza fundida por el anillo fascista) y Benjamin auscultaba en las multitudes el barro modelado por los cultores de la política estetizada.
Recordamos su célebre cierre en el artículo sobre la reproductibilidad técnica: “el hombre, antaño espectáculo para los dioses olímpicos, ha llegado a un grado tal de devastación que puede asistir al espectáculo de su propia destrucción con un goce estético de primer orden”.La estética era la anestesia con que se escindía a la masa proletaria de su lucha contra la opresión, la famosa estetización de la política que el fascismo propugnaba y a la que el comunismo respondería con la politización del arte.
Recordamos su célebre cierre en el artículo sobre la reproductibilidad técnica: “el hombre, antaño espectáculo para los dioses olímpicos, ha llegado a un grado tal de devastación que puede asistir al espectáculo de su propia destrucción con un goce estético de primer orden”.La estética era la anestesia con que se escindía a la masa proletaria de su lucha contra la opresión, la famosa estetización de la política que el fascismo propugnaba y a la que el comunismo respondería con la politización del arte.
En realidad, nunca entendimos bien qué quiso decir Benjamin con esta frase (no es improbable que la haya trazado a las apuradas para cumplir con los plazos perentorios de un lujoso traductor exigente, Pierre Klossowski), pero se supone que estaba hablando de Brecht –a quien, dicho sea de paso, no le gustó el artículo– y de su famosa técnica del distanciamiento. Una técnica que, para ser honestos, estaba en el espíritu de la vanguardia rusa y que además no inventó Brecht sino Víktor Shklovski, quien dijo haberla pensado a partir de una escena de Anna Karenina en 1919. Es cierto que Brecht había llamado a levantar los telones para que el público viera que en su teatro no había magia, sino trabajo. Pero ese principio estaba ya en Vertov, en Mayakovsky, en Málevich y podríamos seguir: consistía en desnudar los procedimientos, en mostrar que detrás de la forma artística o de la forma poética no había nada.
En fin, no es el momento de discutir estos pormenores, y si los menciono es solo porque son útiles para resumir lo siguiente: que a derecha e izquierda el desprecio por los pueblos cobró a lo largo de la historia diversas formas y que una de éstas, derivada del espíritu de la cultura letrada de la revolución francesa, compromete una parte del pensamiento crítico. ¿Por qué? Porque la crítica se funda en una distancia. Y esta distancia opera en una relación de sospecha tanto respecto del sentido común –“ávido de certezas perentorias”, escribió Gramsci–, como respecto del medio. No importa definir si el medio es una imagen, un texto o una idea televisiva. Medio deriva de médium –un término acuñado por la tradición teosófico-antroposófica, por las filosofías espiritistas– y remite, como señaló Boris Groys, a lo que hace hablar a los otros a través de sí. Dicho en breve, la distancia crítica es una relación de sospecha respecto del que habla por mí. Pero ¿quién soy yo? ¿Un soberano que proclama edictos, como ironizaba Musil? ¿El revelador distante de un gas silencioso que, sin anestesiarme por una misteriosa causa, adormece y envenena a los otros?
Si se permaneciera en esta posición, desde la que alguien como Descartes, por ejemplo, escribió El discurso del método (la novela de una idea con la que no se tomó el trabajo de experimentar), se tendría la dificultad de ser parte de un texto que se arroga para sí mismo la tarea de subsumir la libertad performática con la que escriben los cuerpos su propio momento pensante. Esto sucede así porque desde la perspectiva de un pueblo –sea lo que sea un pueblo– lo que se expresa en las calles y en las plazas, como sucede hoy en Chile, donde las multitudes ponen ciudades en movimiento encima de ciudades inmóviles, la distancia de la crítica pierde sus pergaminos y deja de operar instantáneamente en calidad de fórmula colaborativa.
Entonces decimos “apareció el pueblo”, “despertó Chile”, “las multitudes están en las calles”. Y lo que ayer era distancia crítica se convierte, en virtud de su exterioridad, en un discurso inaudible. Ahora es ruido, como lo era hasta hace unos días la palabra de la mujer oprimida, del trabajador endeudado, de la campesina pobre o el estudiante sin causas. Este ruido no responde, sin embargo, a lo que enuncia un determinado amo, responde al amo en calidad de discurso. Lo que así cae, como diría Lacan, es el discurso amo. Pero el discurso amo, arrinconado por los movimientos feministas que recorrieron parte del planeta durante el 2017, no es el portador pasivo de un determinado contenido paternalista o viril; es él mismo viril en tanto discurso.
Quedamos como mínimo, a partir de esto, obligadas a reflexionar sobre esta tensión repentina entre la sospecha encarnada en la crítica por parte del pensador público –doctor de la ley, distante amo del pensamiento, como diría Deleuze– y la escritura colectiva de un instante creativo no precedido por ningún texto. Cuando esto sucede, estamos entonces en el excepcional momento de la política, porque la política no es la organización de los cuerpos en relación a una idea, sino al revés: es la idea escrita en la inmanencia de los cuerpos que definen autónomamente sus maneras de estar juntos.
Estallidos, revueltas, sublevaciones: lo que ocurre hoy en Chile, con sus multitudes tapizando las plazas y avanzando sobre los palacios, habilita una palabra que mantiene un litigio con el clásico concepto de crítica: performance. Pero ¿qué es una performance? No es el reclamo de una distancia que reflexiona sobre los medios, sino una potencia corporal-colectiva que se despliega experimentalmente y se autocorrobora en el acto mismo de desplegarse. Hace su momento, diseña su tiempo, nace de sí misma y no se subordina a ningún texto o guion que la explique. Se sirve colectivamente la sensibilidad en su plato.
Y lo que con esto exhibe es que una zona del procedimiento crítico –como lo prueban hoy nuestros claustros y nuestras universidades– se enredó en una dinámica que es propia del teatro y el parasitismo de una democracia representativa firmada de puño y letra por el partido de los ricos. La historia del teatro, digamos que desde la tragedia griega hasta los dramas isabelinos y más allá, es la historia de una institución moral. Esta institución moral no consistió en otra cosa que en subsumir la libertad de los cuerpos a los dictados del texto o el guión. Es un viejo asunto, y por eso alguien como Meyerhold le hacía comer los guiones a sus actores sobre el escenario y Godard o Bresson, quienes coincidían en este punto, buscaron revolucionar en el cine la relación entre la palabra y el cuerpo.
Pero la cuestión de los pueblos o de las multitudes no se limita, como quizá sobre decir, a la inteligencia particular de un Meyerhold, un Godard o un Bresson; su irrupción, rodeada de nada, tiene que ver más bien con la emergencia de lo que no tiene una forma precisa en el seno mismo del pensamiento formado. Es un estallido de la multiplicidad en la unidad, y como la verdadera guerra que se libra en todos los planos del hacer y el pensar es la guerra entre el uno y el múltiple (es la guerra entre Descartes y Spinoza, pero también entre el tercio rico, privilegiado y blanco que trata de barrer hoy de la faz de la tierra a una mayoría de dos tercios que no porta una identidad precisa), la aparición de los pueblos es un escándalo del pensamiento. Lo que se interrumpe en todos los órdenes de la existencia es lo que un distinguido escritor como Sebald, a quien parafraseo, llamó las repulsivas costumbres de los funcionarios de los palacios, cuyo poder abstracto se alimentó históricamente de la impotencia concreta de los que no tienen nada.
Una unidad puede ser una plaza en la que se pone el sol mientras juegan los niños, el monumento solemne al prócer que abrevia una historia heroica o la propia filosofía, donde el trabajo del pensamiento mantiene su orden, pero cuando el múltiple irrumpe, entonces nos quedamos repentinamente huérfanos de su esencia o de su sustancia. De lo que podemos dar testimonio es de su momento, huidizo y lúdico, instante creador que pone en suspenso las jerarquías que había naturalizado la consciencia y arrebata un mendrugo de tiempo a la repetida sintaxis de la historia.
Es el motivo por el que este tiempo –el de los pueblos, el de las multitudes– no pertenece a la invención de un futuro que deba ser conquistado o a la memoria de un pasado que contará con el imperativo de una pócima redentora. Es un tiempo en sí, un comunismo instantáneo sin pastores y sin promesas que se acoraza con la idea que está en su despliegue y deposita en el pensamiento la pregunta por las maneras en que se anudan y desanudan los cuerpos, los textos, las imágenes y las voces sobre la superficie de un obrar en común.
Es la pregunta que está en la punta de ovillo de toda sublevación, un momento gozoso y sucio –como el de los niños– cuyo polimorfismo no se somete a la presión de la idea que hace todo por explicarlo. La idea lo acompaña y por eso un pensador impecable como Foucault, quien se definía a sí mismo como un perro de la época y el más acérrimo enemigo de ésta a la vez, tocó el tema de manera notable en una vieja entrevista de 1979 con el libanés Farès Sassine, exhumada recientemente de la lengua árabe y traducida conmovedoramente por Soledad Nívoli en un pequeño libro titulado Sublevarse.
A propósito de lo que en una Francia eternamente ilustrada e historicista fue denunciado por sus colegas filósofos como el affaire iraní, Foucault, inobjetable defensor de la parresía, señala que el rol de una intelectual o de un intelectual no tiene que ver con legislar sobre las ideas. No tiene que ver este rol, como en general se lo piensa, con hacer la ley o explicar desde una exterioridad la lógica interna de un determinado proceso, sino con mostrar de manera continua cómo lo que parece ir de suyo en nuestra vida cotidiana, es de hecho arbitrario y frágil, razón por la que siempre podremos sublevarnos. Y agrega unas líneas más abajo: “hay continuamente y por todos lados razones para no aceptar la realidad tal y como nos es ofrecida y propuesta”.
1979: se trata exactamente del mismo año en el que Foucault dicta en el College de France un conocido seminario destinado a exponer, con claridad desusada en medio de la monserga académica, la novedad de lo que seguía: el neoliberalismo. Un dispositivo que, como acaba de recordarlo Wendy Brown en su libro El pueblo sin atributos, no reposa en la figura redonda del león o el jaguar, sino en el de las termitas que calan lentamente la madera o la piel y terminan por condicionar la vida de millones de seres que cargan sus penas y sus mortificaciones a solas, se administran a sí mismos como capital humano y juegan en la bolsa de la vida que pueden conducir azarosamente al éxito o al fracaso.
Es una figura repugnante a la que se anticipó Benjamin cuando en su Crítica de la violencia abordó el problema de la vida desnuda o de la nuda vida, consistente en vivir solo por el hecho de que no se está muerto. Cuando es lo opuesto lo que se comprende –esto es, que se está muerto en la forma de vida–, asoman el carácter destructivo, la potencia destituyente y el espíritu viviente. Entonces se crea ese instante en el que cada hombre, cada mujer, abandona la madriguera en la que se pudría, se experimenta gozosamente en lo impropio y hace la prueba –Spinoza dixit– de lo que puede un cuerpo.
Cae el saqueado pensar con los otros, se regresa al comunismo de las inteligencias y vuela el teatro en pedazos. Es lo que se puede decir; no hay la más mínima necesidad de que un intelectual explique en estos días agitados por qué de repente un pueblo decidió reunirse en las calles. Mucho menos cuando se está al tanto de que el pueblo no es una unidad o una cosa, no es una horda ni una figura; es la potencia restada a los nombres, una resta que se multiplica y que se va tornando cada vez más compleja para una minoría que suma sin notar que se adelgaza.
* Ensayista argentino residente en Chile. Director del Departamento de Teoría de las Artes de la Universidad de Chile. Investigador posdoctoral CONICYT. Autor de Rancière. Una introducción (Quadrata – Red Editorial, 2012), Walter Benjamin y la destrucción (2009), Comunismo del hombre solo (2016), entre otros.