La geografía como verbo, no como sustantivo. Una aproximación desde las resistencias

“La geografía debe cumplir un servicio mucho más importante.
Debe enseñarnos, desde nuestra más tierna infancia,
que todos somos hermanos,
cualquiera que sea nuestra nacionalidad”
- Piotr Kropotkin -



 
  06-02-2020

 
La geografía como verbo, no como sustantivo

 

La geografía debe cumplir un servicio mucho más importante.

Debe enseñarnos, desde nuestra más tierna infancia,

que todos somos hermanos,

cualquiera que sea nuestra nacionalidad

Piotr Kropotkin  

Constituye un gran honor abrir una conferencia de geógrafos y geógrafas en un país como Ecuador, cuyo nombre proviene de una línea imaginaria, producto del trabajo de una comisión científica que tenía que ver con geografía. Cuando en el siglo XVIII se discutía si la Tierra estaba achatada por los polos o por la mitad, se optó por enviar una misión a que midiera la longitud del arco del meridiano en “el ecuador de la Tierra”. El trabajo que realizaron los geodésicos franceses, entre los que se destacó Charles Marie de La Condamine, con el concurso activo de un nativo de estas tierras: Pedro Vicente Maldonado, marcó una época de discusiones científicas en Europa. [3] Ese esfuerzo científico, relacionado con una línea imaginaria, nos dejó de herencia el nombre de esta república andina: Ecuador.

En Francia se había decidido que esta medición estuviera a cargo de dos comisiones científicas: una en estas tierras ecuatoriales y, simultáneamente, otra en las tierras árticas. Se optó por enviar dicha misión a los Andes, en la Real Audiencia de Quito, que formaba parte de la colonia española. Las otras opciones en la línea ecuatorial no eran las mejores: África ecuatorial no estaba explorada, es decir que aún no había sido colonizada; Borneo no se había abierto al mundo; y la Amazonía tenía unas características inadecuadas por la espesura de sus selvas.

Motivado por este antecedente, asumí la tarea, reconociendo que no soy un geógrafo profesional, pero que durante mi vida he sentido una atracción permanente por esta ciencia cuya vivencia rebasa ampliamente los gabinetes de académicos y expertos. Del “cuarto de mapas” al mapa satelital

Es evidente que los mapas no hacen a la geografía, pero no es menos cierto que estos son instrumentos fundamentales para esta ciencia y sus aplicaciones; y para muchas personas, como fue en mi caso, la puerta de entrada a la geografía se da a través de los mapas. En la década de los cincuenta, durante la escuela, y luego en el siguiente decenio, en el bachillerato, el “cuarto de mapas” ejercía una atracción especial. El maestro extraía de allí unos cartones o unos lienzos, muchas veces llenos de colores, en donde “asomaba” el mundo, el país, la provincia, el barrio… Poco a poco estas mapotecas, de pergaminos apolillados y amarillados por el tiempo, fueron cambiando para incluir mapas en relieve y de colores aún más vistosos, con mapamundis, atlas temáticos… Este esfuerzo de aprendizaje lo completábamos haciendo mapas, ya sea dibujándolos o fabricándolos en relieve con papel maché…

Desde entonces, tres mapas dan todavía vueltas por mi cabeza. El de Juan Gualberto Pérez, un mapa de Quito, impreso en 1888 en París, que presenta “todas las casas” de la ciudad, orientado hacia el occidente, no hacia el norte, en donde está el volcán Pichincha… Con el tiempo entendería que en ese mapa aparecen las casas construidas para determinados segmentos de la sociedad, no necesariamente las viviendas de los constructores, es decir, de los albañiles y peones, sobre todo indígenas, que construyeron Quito. El mapa del geógrafo alemán Teodoro Wolf, impreso en Leipzig, en 1888, resulta por igual inolvidable, con una estructura alargada que recoge y resalta el eje norte-sur de Ecuador, teniendo en su costado izquierdo inferior las islas Galápagos y en su parte inferior derecha toda la Amazonía ecuatoriana que, en ese mapa, llegaba hasta Tabatinga en el Brasil; allí se destaca una leyenda: “Zonas poco conocidas habitadas por indios salvajes”, frase que para mí cobraría vida, con los años, al comprender el trato que ha recibido en esa región ―y en Ecuador entero― el mundo indígena. Y ese enorme país imaginario se plasma por igual en otros mapas que reproducen su supuesta grandeza; en este tercer caso me refiero al mapa de fray Enrique Vacas Galindo, de factura parisina, impreso en 1906, en donde Ecuador por el norte incluye al puerto de Buenaventura, con Pasto, Popayán, Cali, Buga, Champanchica y Guarchicona; por el sur llega hasta el Alto Ucayali, casi lindando con Bolivia, y en el extremo oriental, nuevamente se topa con Brasil . [4]

Recuerdo también que, a más de los mapas, esta materia escolar y colegial demandaba mucha memoria: ríos, montes, lagos, hoyas, cabos, golfos, ciudades, países… había que aprenderlos todos, muchas veces en el orden correspondiente. A pesar de lo poco pedagógico que resultaba este método memorístico, muchas veces impuesto de forma brutal ―sobre todo en el colegio―, no perdí nunca mi afición por la geografía. Para probar nuestra memoria, una de las preguntas recurrentes era saber con precisión en qué cuenca oceánica desembocan los ríos andinos: en el Pacífico o en el Atlántico. Por cierto, pasarían también muchos años para comprender lo importante que es saber por dónde corren y en dónde desembocan los ríos; así, por ejemplo, en estos días, con la pretendida explotación de minerales en el páramo de Quimsacocha, en la provincia ecuatoriana de Azuay, que está siendo detenida por sus comunidades, que están en contra de gobiernos y mineras, afloran las amenazas de esta actividad extractivista para los tres ríos que nacen en ese páramo: el Tarqui, que luego de bañar tierras azuayas fluye por la Amazonía hasta llegar al Atlántico; el Yanuncay, que suministra la tercera parte del líquido vital a Cuenca, y que va también por la vía amazónica; mientras que el tercer curso fluvial, que tiene su origen en la misma región andina, llega al Pacífico regando amplias zonas agrícolas en la costa ecuatoriana…

La geografía me llegó también por otras vías. Los libros de aventura llenaron de vida los mapas y los accidentes geográficos aprendidos de memoria. Julio Verne y Emilio Salgari destaparon mi imaginación y el deseo de conocer otras realidades, otros mundos. Un libro que me regaló mi abuelo, cuando cumplí once años, es decir, hace ya seis décadas, La tierra y sus recursos, de Leví Marrero, impreso en La Habana (1957), me encaminó, sin entenderlo a cabalidad en ese entonces, a una primera lectura de los extractivismos, pues de eso precisamente trata este texto: los recursos de la naturaleza explorados, explotados, mercantilizados en nombre del desarrollo. Recordemos que en 1949, un par de años antes, había empezado la mayor cruzada de la humanidad por alcanzar el desarrollo; varias décadas después entendería que tal desarrollo no es más que un fantasma.

Desde una vertiente menos lúdica que la ofrecida por las aventuras de Verne, me nutrí de los viajes de Alexander von Humboldt, considerado por muchos como el “segundo descubridor de América”. Este científico alemán marcó una época con su viaje por estas tierras entre 1799 y 1804. Fue un personaje que, durante sus travesías, sin que con esto desmerezca sus aportes, muchas veces “descubría” lo que ya se sabía en el mundo indígena; por ejemplo, el sistema fluvial que une el Orinoco con el Amazonas o la misma corriente… de Humboldt.

Eran épocas de rápidos cambios tecnológicos. Del radio a tubos se pasaba al transistor. Aparecían las primeras televisiones a blanco y negro. Comenzaban los viajes al espacio: el soviético Yuri Gagarin, el miércoles 12 de abril de 1961 , sería el primer ser humano en viajar al espacio en la nave Vostok 1; desde allí mandó un mensaje potente de indudable actualidad justo cuando vio la Tierra desde lo alto: “Pobladores del mundo, salvaguardemos esta belleza, no la destruyamos”, nos dijo. Y con eso se confirmó, una vez más, que el planeta es redondo, como lo habían visualizado Pitágoras, Eratóstenes de Cirene, Nicolás Copérnico… y que, de hecho, había sido comprobado por Cristóbal Colón. Valga señalar en este punto que en nuestro mundo no faltan quienes creen todavía que la Tierra es plana, o que también hay una geografía propia de una Tierra subterránea.

Sin entrar en más detalles, lo cierto es que mi trajinar por el mundo me llevó a estudiar geografía económica en la Universidad de Colonia, Alemania, en los años setenta. Allí, en un curso sobre los recursos naturales, el profesor Hans Michaelis me presentó por primera vez unos mapas satelitales. Entonces también, en un curso sobre movilidad humana, pude estudiar, desde una perspectiva geográfica, los flujos migratorios en la Europa de la posguerra, cuando las oleadas de trabajadores extranjeros que llegaban a Alemania desde diversas regiones del viejo continente configuraban un proceso de círculos concéntricos, que se extendían paulatinamente desde las periferias más cercanas a las más lejanas.

Desde entonces, el salto ha sido cada vez más vertiginoso. Hoy, los mapas de Google o el GPS o la misma tecnología G-5 ya no nos sorprenden. La explosión globalizante de las tecnologías no puede, sin embargo, ocultar la realidad de un mundo dominado por una civilización, la civilización capitalista que globaliza y desglobaliza acelerada y permanentemente… haciendo y deshaciendo los mapas en función de las apetencias del poder, como veremos más adelante.

La locura de un mundo cada vez menos humano

Sin negar cuán importantes son los veloces avances tecnológicos ―tanto los de las últimas décadas como aquellos por venir― es evidente que estos no siempre benefician a toda la humanidad. Por ejemplo, hay segmentos enormes de la población mundial que no acceden por igual a la informática. Aun hoy, en pleno siglo XXI, cientos de millones de personas no han tenido contacto con internet . Y muchos que sí lo tienen son verdaderos analfabetos tecnológicos: son prisioneros de nuevas tecnologías que no conocen ni pueden usar a plenitud, al tiempo que devienen cada vez más en adictos sumisos, pasivos y dominados de ellas y sus empresas.

Además, tanto avance tecnológico no es indispensable para resolver los graves problemas sociales que afectan a la humanidad, por ejemplo, el hambre. Producimos alimentos en el planeta que cubrirían las necesidades de 10 u 11 mil millones de personas, más que suficiente para los actuales 7,6 mil millones de humanos; pero bien sabemos que diariamente se van con hambre a su casa ―si es que la tienen― entre 800 millones y mil millones de personas. De hecho, las soluciones frente a la urgencia de asegurar los mínimos nutricionales para todos los habitantes del planeta no pasan por más tecnología alimentaria, ni más productividad. Basta ver cómo cada año alrededor de un tercio de todos los alimentos producidos en el mundo se desperdician. A más de la inequidad en su distribución, se los produce para saciar el hambre del automóvil o incluso por razones especulativas. Y todo esto devastando la biodiversidad en tanto se priorizan actividades agrícolas rentables para el capital sustentadas en el monocultivo y en el uso destructor de agroquímicos y organismos genéticamente modificados.

Más grave aún es ver cómo los avances tecnológicos recientes han devenido en “ una herramienta capaz de controlar multitudes con la misma eficacia que el control individualizado. Las tecnologías que se han desarrollado en los últimos años, muy en particular la inteligencia artificial, van en esa dirección… se desarrollan prioritariamente aquellas que son más adecuadas para el control de grandes masas ”, explica Raúl Zibechi (2018, párr. 2). Un ejemplo es el monitoreo absoluto chino: el sistema de vigilancia del país más poblado del mundo llegó a la identificación facial ―logro de ciencia-ficción―; ya han instalado 176 millones de cámaras de vigilancia, y hasta el 2020 esperan haber colocado otras 200 millones. Nadie puede dudar que vivimos en una época de dominación tecnológica, que como anota el mismo Zibechi: “ es parte de la brutal concentración de poder y riqueza en los estados, que son controlados por el 1 por ciento más rico ” (2018, párr. 7).

Las redes sociales, que parecían liberalizadoras, incluso democratizadoras (recordar la Primavera Árabe), son cuestionadas. George Soros, [5] el gran especulador global, en el Foro del 1 % más Rico, en enero del año 2018, en Davos, afirmó que mientras petroleras y mineras explotan el medio ambiente, las redes sociales explotan el ambiente: influyen en cómo la gente piensa y actúa, implicando un riesgo para la democracia (volviéndose hasta un problema de salud pública). Facebook, propietaria de Instagram y WhatsApp, registra más de 2130 millones de personas como parte de su comunidad, mientras que 332 millones tienen cuenta de Twitter; estas cifras crecen diariamente. El 67 % de adultos norteamericanos declara informarse vía redes sociales. Estas no necesariamente crean la información, pero sí la priorizan según las necesidades de los negocios involucrados, es decir, de la acumulación de sus capitales.

Esta afirmación obviamente repercute en la economía global, pues las redes sociales y sus desarrollos tecnológicos son monopolizados por pocas grandes transnacionales, que combinan el control de la información con la especulación financiera, en un ejercicio de acumulación global inaudito.

Esos “logros” del progreso provocan violencias múltiples, propias de un sistema que ahoga toda dimensión vital. Productivismo y consumismo, alentados desde el ansia de lucro incesante, el patológico “amor al dinero” (Keynes 1930) [6] y al poder que este representa, [7] crean una “civilización del desperdicio” (Schuldt 2013) destinada al abismo. Sin duda, esta es “la era de la supervivencia” (Giraldo 2014), donde la especie humana se juega su futuro en cada paso. Un acertijo de escasas soluciones, peor si se confirma que “la estupidez es una fuerza cósmica democrática. Nadie está a salvo. Y ya sea en el norte, el sur, el este o el oeste, cometemos las mismas estupideces una y otra vez. Parece existir algo que nos hace inmunes a la experiencia” (Max-Neef 2017).

Tanto avance tecnológico, atado casi siempre a la voracidad de acumulación del capital, ha contribuido a la destrucción ambiental, en la medida que se subordina la naturaleza a las demandas de dicha voracidad. El resultado de la tendencia a la mercantilización de la naturaleza es la continua ruptura del “metabolismo” entre el mundo social y natural; ruptura en donde los límites naturales van siendo superados dramáticamente, poniendo en riesgo tanto a la vida humana como a cualquier forma de vida dentro del planeta. Basta mencionar algunos potenciales efectos de esa tendencia a la mercantilización natural en tiempos capitalistas: la emisión de gases de efecto invernadero y el calentamiento global causado por la actividad humana [8] (que va llegando a temperaturas récord, como en el caso de los océanos); la acelerada pérdida de biodiversidad y procesos de extinciones masivas, lo cual está amenazando seriamente el suministro mundial de alimentos; el incremento de las migraciones forzadas a causa de la mortal combinación de cambio climático y conflictos bélicos; la deforestación de la Amazonía; la exacerbación del extractivismo, el cual trae consigo corrupción, profundización de relaciones racistas y patriarcales, violencia (incluyendo el asesinato de quienes se oponen al extractivismo) y demás efectos socioterritoriales; la latente amenaza generada por un creciente gasto armamentístico, por un lado, y el peligro nuclear por otro… Todo esto como parte de la mencionada “civilización del desperdicio”, como brillantemente lo demostró Schuldt (2013).

Frente a esta indiscutible realidad cabe preguntarnos: ¿cuál es el papel que cumple la geografía?

Los mapas como herramienta del poder

La geografía tiene un enorme potencial político. Eso es indiscutible. Ha servido y sirve para ordenar los territorios, inclusive para organizar y hasta dirigir la sociedad y la producción en el espacio, partiendo muchas veces de la ubicación ―no siempre exacta― de determinados accidentes geográficos o la supuesta existencia de recursos naturales. Se puede afirmar, entonces, que ―para bien o para mal― la geografía tiene que ver con el poder, en términos amplios.

Por esa razón, por mucho tiempo, e inclusive en la actualidad, a la geografía, más específicamente a la cartografía, se le confunde con el Estado. La elaboración de mapas es vista todavía hoy como una atribución estatal; el mejor ejemplo de esta afirmación es la posición aún dominante que tiene el Instituto Geográfico Militar en Ecuador, cuyos mapas fueron cotizados tesoros en otras épocas y que hoy son todavía indispensables para procesos judiciales, por ejemplo. Y si los mapas son o han sido casi un monopolio del poder, la enseñanza de la geografía también aparece inmersa dentro de esas estructuras. En síntesis, la geografía se presenta ―desde esa perspectiva― como una ciencia positivista, íntimamente relacionada con otras ciencias de carácter imperial como la economía (Acosta 2015). En ese sentido, constituye un dispositivo de poder propio inclusive de la cultura oficial de los estados.

Sería largo recordar cuántos conflictos se han desarrollado desde la misma elaboración o interpretación de los mapas. Su manipulación ha estado permanentemente presente. No han faltado mapas que se han relacionado con explicaciones de conflictos bélicos. A modo de ejemplo, bastaría recordar que la geografía y su utilización han sido elementos de la historia limítrofe de América Latina, desde la época colonial. Es decir, han sido componentes de dolorosas disputas territoriales; también han sido y aún son parte de la construcción o destrucción del poder.

En mi caso, incluso sin ser geógrafo profesional, o quizás por no serlo, entendí pronto que el poder controla ―o al menos lo intenta― los mapas, que la geografía puede ser y es muchas veces una herramienta de dominación, y que detrás de los mapas hay inclusive ideología… La pregunta muchas veces no es solo qué enseñan o quieren enseñar los mapas, sino qué es lo que ocultan. En síntesis, un elemento determinante en el análisis de los mapas tiene que ver con los efectos de poder que estos trasmiten. Su publicación es por definición un acto político. Su función es sencilla: consolidar o inclusive cuestionar una determinada estructura de poder.

Uno de los casos recientes, y por cierto sonados, es la manipulación cartográfica en relación con la Iniciativa Yasuní-ITT (Acosta 2014). Ecuador sorprendió al mundo en el año 2007, cuando propuso oficialmente dejar en el subsuelo del Yasuní, en plena Amazonía, un significativo volumen de petróleo. Esta propuesta, que surgió mucho antes desde la sociedad civil, no alcanzó a consolidarse a nivel oficial debido a las inconsistencias y las contradicciones del entonces presidente Rafael Correa. Por cierto, también pesó la insensibilidad de los gobiernos de los países más poderosos, que no quisieron asumir sus responsabilidades. Definitivamente, no es cierto que “la iniciativa se adelantó a los tiempos, y no fue comprendida”, como dijo el primer mandatario ecuatoriano, el 15 de agosto de 2013, al anunciar su finalización; en realidad quien no la comprendió y no estuvo a la altura del reto propuesto por la sociedad ecuatoriana al mundo fue el propio expresidente Correa. Y no solo eso, cuando el exmandatario enterró públicamente la Iniciativa Yasuní-ITT se produjo un cambio de rumbo de 180°. Muchos de los argumentos esgrimidos durante seis años dentro y fuera del país para impulsar esta iniciativa fueron olvidados o simplemente negados. La protección de una biodiversidad extremadamente frágil, de la noche a la mañana pasó a ser algo fácil de asegurar. La emisión de CO2 dejó de ser motivo de preocupación. Los potenciales ingresos que generaría el petróleo exportado, como por arte de magia, más que se duplicaron. Simultáneamente, se ofreció a la sociedad la esperanzadora noticia de que, ahora sí, con el crudo del ITT Ecuador ampliaría sustantivamente su horizonte petrolero y por fin se podría erradicar la pobreza… Pero lo que nos interesa en este punto es destacar la manera más grotesca y burda como los pueblos ocultos o en aislamiento voluntario fueron literalmente desaparecidos… de los mapas. Dichos pueblos aparecían en los mapas oficiales hasta el 22 de abril del 2013, antes de ser borrados desde el 24 de agosto del mismo año.

Este acto se enmarca en los procesos históricos de permanente negación de los indígenas o de blanqueamiento de las sociedades. Procesos en los que la cartografía siempre jugó un papel importante para el saqueo y la dominación, como ya anotamos en el caso del mapa de Teodoro Wolf. Ese trajinar comienza con la cartografía hecha por el Papa, cuando dividió Abya Yala entre Portugal y España con el Tratado de Tordesillas (1494); tal cartografía autorizó a los imperios a territorializar y a explotar los recursos naturales y a sus poblaciones… punto de partida de la conquista y colonización, presentes todavía en las actuales épocas republicanas.

¿Qué buscaban los europeos cuando llegaron a América? ¿Qué buscan las transnacionales en la actualidad? ¿Qué pretenden los distintos gobiernos, progresistas o neoliberales?, son algunas preguntas de indudable vigencia.

Cristóbal Colón, con su histórico viaje en 1492, sentó las bases de la dominación colonial, con consecuencias indudablemente presentes hasta nuestros días. Colón buscaba recursos naturales, especialmente especerías, sedas, piedras preciosas y, sobre todo, oro. Él, quien llegó a mencionar 175 veces en su diario de viaje a este metal precioso, consideraba que “el oro es excelentísimo; del oro se hace tesoro, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo, y llega incluso a llevar las almas al paraíso” (Colón 1986).

Su viaje, en consecuencia, abrió necesariamente la puerta a la conquista y la colonización. Con ellas, en nombre del poder imperial y de la fe, empezó una explotación inmisericorde de recursos naturales. Con la llegada de los europeos a Abya Yala, por efecto, especialmente, del robo y del saqueo, de la sobreexplotación de la mano de obra y del aparecimiento de desconocidas enfermedades en estas tierras, se produjo un masivo genocidio. Esta auténtica hecatombe demográfica se llevó a cabo, en última instancia, en nombre del progreso y de la civilización occidental y cristiana.

Para sostener la producción amenazada por dicho genocidio, se recurrió al violento traslado forzoso de gran cantidad de mano de obra africana esclava. La esclavitud, existente en el mundo desde mucho tiempo atrás, fue un puntal de la colonización europea y permitió el desenvolvimiento global del naciente capitalismo. Fue un importante aporte para el proceso de industrialización al ser una fuerza de trabajo en extremo barata. Esto lo reconocería con claridad Carlos Marx (1846):

Sin esclavitud no habría algodón; sin algodón no habría industria moderna. La esclavitud ha dado su valor a las colonias, las colonias han creado el comercio universal, el comercio universal es la condición necesaria de la gran industria. Por tanto, la esclavitud es una categoría económica de la más alta importancia.

El espíritu inicial de la conquista se plasmó en sucesivos “descubrimientos” de nuevos territorios por su potencial en recursos naturales. Así, el “descubrimiento” económico del Amazonas se cristalizó en 1640, cuando el padre Cristóbal de Acuña, enviado del rey de España, informó a la Corona sobre las riquezas existentes en los territorios “descubiertos” por Francisco de Orellana (1540). Acuña encontró maderas, cacao, azúcar, tabaco, minas, oro… recursos que aún alientan el accionar de los diversos intereses de acumulación nacional y transnacional en la Amazonía.

Desde aquella época arrancó una larga y sostenida carrera tras de El Dorado, que aún no concluye… Oro se buscaba, oro se busca. Cuánta vigencia tiene. La afirmación de Adam Smith (1776): “Cuando estos aventureros arribaban a alguna costa desconocida, preguntaban si en aquellos países había oro, y por los informes que les daban sobre el particular, resolvían o dejar el país, o establecerse en él”.

En la etapa republicana las violencias desatadas por la voracidad de la conquista y la colonización no concluyeron. Aumentaron. Fue el inicio de la cartografía de la dominación.

La maldición de la abundancia

Desde entonces estas economías están, como se ha demostrado a lo largo de la historia, estrechamente vinculadas al mercado mundial. De allí surgen los impulsos para ampliar o no la frontera extractivista y la economía misma. Y cuando las reservas de algún producto declinan o se ven afectadas por cambios tecnológicos, los gobiernos concentran su atención en otros recursos naturales. En todo este empeño conquistador, las geografías dominantes y dominadoras tienen mucho que decir.

La dependencia de los mercados foráneos, aunque paradójico, es aún más marcada en épocas de crisis. Hay una suerte de bloqueo generalizado de aquellas reflexiones inspiradas en la simple lógica. Todos o casi todos los países con economías atadas a la exportación de recursos primarios, caen en la trampa de forzar las tasas de extracción de dichos recursos cuando sus precios caen. Buscan, a como dé lugar, sostener los ingresos provenientes de las exportaciones de bienes primarios. Esta realidad beneficia a los países centrales: un mayor suministro de materias primas ―petróleo, minerales o alimentos―, en épocas de precios deprimidos, ocasiona una sobreoferta, reduciendo aún más sus precios. Todo esto genera un “crecimiento empobrecedor” (Baghwaty 1958).

Cabría pensar también en el vínculo que tienen los precios de los productos primarios de exportación con los grandes ciclos de la economía capitalista mundial identificados, por ejemplo, por Nikolai Kondratieff (1935). Al mismo tiempo, convendría revisar el vínculo de esos ciclos y aquellos que influyen particularmente a las economías extractivistas, que de una u otra manera juegan un papel subordinado en estos procesos de profundas transformaciones tecnológicas, al tiempo que con sus materias primas subvaloradas contribuyen a financiar dichos cambios.

En este tipo de economía extractivista, con una elevada demanda de capital y tecnología, que funciona como un enclave ―sin integrar las actividades primario-exportadoras al resto de la economía y de la sociedad― el aparato productivo en extremo orientado a la economía internacional queda sujeto a las vicisitudes del mercado mundial. En este entorno, la geografía extractivista, la de los recursos naturales como la mencionada por Leví Marrero, juega un papel preponderante.

Estas economías extractivistas quedan aún más vulnerables a la competencia de otros países en similares condiciones, que buscan sostener sus ingresos sin preocuparse mayormente por un manejo más adecuado de los precios. Las posibilidades de integración regional, indispensables para ampliar los mercados domésticos, se frenan si los países vecinos producen similares materias primas, compiten entre sí e incluso deprimen sus precios de exportación en vez de encadenar en un solo bloque sus procesos productivos. Y la integración deviene en un esfuerzo, cartográficamente recogido, de vinculación de las riquezas naturales regionales ―minerales, petróleo, diversidad, agua, etc.― con el mercado mundial. Esta tendencia presenta una perspectiva global y glocal, siempre transnacional, con sus consiguientes enclaves. Los mejores ejemplos los tenemos con la Iniciativa en Infraestructura Regional Sudamericana (IIRSA) o Consejo Sudamericano de Infraestructura y Planeamiento (COSIPLAN): proyectos de integración sustentados en “portafolios de inversiones violentas/sangrientas”.

Eso no es todo. Recurriendo a la simple lógica, es imposible aceptar que todos los países productores de bienes primarios similares ―que son muchos― crezcan esperando que la demanda internacional sea suficiente y sostenida para garantizar un desempeño satisfactorio de sus economías.

Un punto medular. El control real de las exportaciones nacionales depende de los países centrales, aun cuando no siempre se registren importantes inversiones extranjeras en actividades extractivistas. Incluso muchas empresas estatales de economías primario-exportadoras (con la anuencia de los respectivos gobiernos, por cierto) parecerían programadas para reaccionar únicamente a impulsos foráneos. Y no solo eso, pues sus operaciones con frecuencia producen impactos socioambientales tan o más graves que los de las empresas transnacionales; en ocasiones estos entes estatales levantan la bandera del nacionalismo para romper las resistencias de las comunidades que se oponen a la ampliación de la frontera petrolera o minera. Es el accionar de empresas transnacionales y estatales, bajo una misma lógica motivada por la demanda externa, el que influye decididamente en las economías primario-exportadoras.

Casi complementando lo anterior, han sido y son muy limitados (o definitivamente no los hay) los encadenamientos que potencien nuevas líneas productivas, incluso desde las propias actividades extractivistas. Son muy pocos o definitivamente inexistentes los conglomerados productivos para el mercado interno o para ampliar y diversificar la oferta exportable. Tampoco hay una adecuada distribución del ingreso, y a la postre, ni los necesarios ingresos fiscales, porque estos siempre son desbordados por demandas reprimidas o ficticias. Y no solo eso, pues esta modalidad de acumulación (capitalista) orientada en extremo hacia afuera fortalece un esquema cultural dependiente del exterior, que minimiza o definitivamente margina las culturas locales. Asimismo, se consolida un “modo de vida imperial” (Brand y Wissen 2017) en las élites y las clases medias, con un efecto “demostración” incluso en segmentos populares.

Debido a estas condiciones y a las características tecnológicas de las actividades extractivistas, como la petrolera, minera o monocultivos, no hay una masiva generación directa de empleo. El procesamiento de dichas materias primas en los países industrializados es el que demanda una mayor cantidad de mano de obra, no su extracción. Esto explicaría también la contradicción que se da en países que son ricos en materias primas donde, en la práctica, la masa de la población no tiene empleo o cae en el subempleo y, como consecuencia, está empobrecida; mientras que en los países ricos la producción se orienta al consumo de masas, en los que son pobres casi siempre está direccionada al consumo de élites que, encima, consumen una gran cantidad de productos importados.

Esta modalidad de acumulación no requiere del mercado interno ―lo que se plasma en mapas que demuestran la orientación de las vías de comunicación hacia los centros de exportación― e incluso puede funcionar con salarios decrecientes. No hay una presión social que obligue a reinvertir en mejoras de la productividad ni a respetar la naturaleza. Es más, la renta de la naturaleza, en tanto fuente principal de financiamiento de esas economías, determina la actividad productiva y el resto de relaciones sociales, incluyendo la organización territorial. Para colmo, el extractivismo ―sobre todo petrolero o minero― promueve relaciones sociales muchas veces perversas. Véase, por ejemplo, los perniciosos efectos de las relaciones e inversiones comunitarias de estas empresas que terminan por sustituir al propio Estado en la dotación de servicios sociales, sin que esta sea su función específica.

Hay más… Los Estados rentistas construyen un marco jurídico referencial favorable a las empresas extractivistas, que, en varias ocasiones, aprovechan que los propios funcionarios o intermediarios han estado incrustados en los gobiernos. De hecho, hay todo un aparato de abogados y técnicos que no solo buscan el ingreso al país de las inversiones extranjeras sino, sobre todo, que velan para que las reformas legales les sean ventajosas. Esta intromisión ―alentada por organismos multilaterales― se registra una y otra vez en los sectores petrolero y minero, donde los mismos directivos de las empresas o sus abogados llegan a dirigir las instancias de control estatal o la dirección de la empresas extractivistas: la puerta giratoria está a la orden del día. Otra situación retorcida se da cuando gente sin conocimiento asume el funcionamiento de dichas empresas, que en breve se deterioran creando las condiciones para que las transnacionales devengan en las salvadoras de última instancia.

En todos estos procesos, el vaciamiento de los territorios está a la orden del día. Desde la lógica de esa geografía de los recursos naturales, mencionada al inicio, se camina hacia geografías vacías de comunidades, geografías de tierras baldías, geografías de “desiertos” amazónicos, geografías de páramos sin utilidad productiva… geografías de aquellas “ zonas poco conocidas habitadas por indios salvajes”, como decía en su mapa Teodoro Wolf en 1888. En fin, se transforman dichas regiones en territorios de sacrificio, que son condenadas a la función de suministradoras de recursos naturales, muchas veces de manera brutal, como sucede en las provincias amazónicas de Morona Santiago y Zamora Chinchipe en Ecuador. Y así se construyen otras relaciones territoriales: enclaves, conectores, espacios soporte: hidroeléctricas, puertos… (Gudynas 2015). Se producen nuevos paisajes. Registramos montañas en los Andes del Perú, lagunas o ríos que desaparecen en Bolivia o en Colombia, para mencionar de paso apenas un par de ejemplos.

Es un escenario de múltiples efectos derrame locales o nacionales (Gudynas 2015), más allá de los “derrames” ambientales: normativos a través de flexibilizaciones sociales y ambientales; reacomodo de los derechos ciudadanos; y violación de derechos humanos y de la Naturaleza, incluso simbólicos/subjetivos, como pude apreciar con el paso de “de víctimas a beneficiarios” en Paracatu de Baixo/Mariana, luego del brutal derrame minero en Samarco, Brasil.

Carlos Walter Porto-Gonçalves (2018) es muy claro:

Se trazan carreteras, se instalan represas, se blanquea el territorio, tenemos un territorio blanco, que no tiene nada que ver con los pueblos. Eso tiene que ver con una episteme, con una visión colonial que persiste con la misma visión del colonialismo. Entonces tenemos una crisis de un patrón de saber/poder que nos gobierna desde hace 500 años…

Estas son geografías perversas, geografías extractivistas propias de sociedades impregnadas de un ADN extractivista. Los extractivismos demandan nuevas territorializaciones y cambio de subjetividades en nombre del desarrollo/progreso… Se desacraliza la naturaleza para dominarla, sacrificando las comunidades en nombre del desarrollo/progreso, tal como sucedió en el caso del Territorio Indígena Isiboro Sécure (TIPNIS) en Bolivia (Acosta et al. 2019). A partir de una planificación territorial conquistadora emergen “ciudades del milenio”, o como las definen Japhy Wilson y Manuel Bayón (2017), La Selva de Elefantes Blancos, refiriéndose a los centros poblados “modernos” construidos por el gobierno de Rafael Correa para alentar los megaproyectos extractivistas en la Amazonía ecuatoriana. En nombre del desarrollo/progreso se “devoran territorialidades y ocupan geografías nacionales” (Gudynas 2015), teniendo a la violencia como condición necesaria, no como su consecuencia… En nombre del desarrollo/progreso, se arrasa con todo, dejando verdaderos desiertos a su paso.

Todo eso demanda maniobras y manipulaciones cartográficas que desembocan en nuevos mapas, en geografías en las que no aparecen los conflictos, geografías de mirada plana, en donde no se puede identificar con claridad las distintas incidencias espaciales del Estado. Son “geografías manchadas y fragmentadas” (Gudynas 2015). Lo que empezó hace 500 años se acelera más y más como fruto de una mercantilización desenfrenada. A la postre, en nombre del desarrollo/progreso, tenemos una permanente pérdida de soberanía para seguir persiguiendo un fantasma: el desarrollo (Quijano 2000). Los mapas de la resistencia

Lo que debe quedar definitivamente establecido es que, en realidad, no hay territorios vacíos, no hay espacios geográficos vacíos. Estos están habitados por diversas formas de vida humana y no humana; sobre todo destaco aquellos grupos sociales que los habitan con concepciones propias de esos territorios. Son espacios cargados de vivencias, de relaciones. En definitiva, son espacios construidos socialmente, “con acumulación desigual de tiempos”, al decir de Milton Santos (1978), uno de los mayores representantes de la geografía crítica. Espacios desde donde surgen las resistencias, la construcción de alternativas y, por lo demás, nuevas geografías o nuevas formas de hacer geografía.

A más de los mapas que dibujé o que hice en papel maché en la escuela y luego en el colegio, aprendí, muchos años después, la importancia de hacer mapas desde abajo, con la participación de las personas interesadas y afectadas por el poder. Se trata de una geografía que surge desde los sujetos sociales en sus territorios. Los planes de vida de las comunidades indígenas, por ejemplo, demandan conocer y ordenar el territorio como parte de una pedagogía para vivir en común, compartir un lenguaje común y bienes comunes. Es decir, para hacer realidad el Buen Vivir (Acosta 2013).

Esta forma de ordenamiento tiene mucha historia. La gente intenta construir su propio paraíso a partir de lo que podrían ser consideradas cartografías con enfoque de cuenca, por ejemplo. Esta experiencia fue muy aleccionadora en un proyecto amazónico en el que participé activamente por casi cinco años. Con Carlos Córdoba Martínez y Mauricio Betancourt (2004), en ese proyecto se desarrolló una metodología para la construcción de una geografía y de mapas participativos: TACHIWA: Saberes y Prácticas del Ordenamiento Territorial en la Amazonía.

Esta forma de hacer geografía cambió definitivamente mi forma de entenderla. Fue una manera de apreciar con claridad que inclusive la democracia no depende solo del comportamiento humano, sino del propio entorno, que puede ser alterado por el primero incluso llegando a afectar la convivencia democrática. Algo que sucede brutalmente con los diversos extractivismos; solo tengamos ante nuestros ojos las devastaciones que provoca la minería, si queremos mencionar una actividad cada vez más violenta y siniestra.

Si hay otros mapas, también hay otras formas de hacer geografía. Sin ser geógrafos profesionales, sin tener el saber experto, las comunidades indígenas, con sus conocimientos ancestrales, son geógrafos en tanto entienden y ordenan sus territorios: la chacra, el ojo de agua, el camino, las terrazas… definiciones que constituyen pasos fundamentales para la defensa territorial. Podríamos afirmar, entonces, que una sociedad que transforma y entiende su territorio comprende de geografía, está compuesta por geógrafos/as que asumen la construcción de su futuro en sus manos. Esta forma de entender y hacer la geografía choca con la visión desde el poder.

Cabría preguntarse, ¿con cuál de estos procesos se identifican los geógrafos y las geógrafas profesionales?

La pregunta es más que pertinente. No hay LA GEOGRAFÍA, como una única ciencia de indiscutible estructura y vigencia, eso es evidente. A más de las conocidas geografías física, política, humana, de recursos naturales… hay otras formas de calificarlas. La geografía puede ser pasiva o plana. Hay geografías comprometidas/cómplices con el sistema, aquellas que aúpan el vaciamiento de los territorios por la fuerza o “planificadamente”, con las “ciudades del milenio”, por ejemplo. También podemos encontrarnos con geografías pragmáticas; aquellas que, como sucede en muchas ciencias y profesiones, apenas aspiran a hacer las cosas mejor por la vía de la “gobernanza”.

Pero hay otras geografías que no se quedan en lo descriptivo. Que reniegan de toda forma de manipulación. Que critican y no aceptan ser una proyección sesgada al servicio de la mirada del poder. Que son capaces de mostrar los conflictos, la desigualdad, las asimetrías, las violencias y las destrucciones provocadas. Geografías, como dice Carlos Walter Porto Gonçalves (2003) entendidas como verbo: “geo-grafiar”. Se trata, que no quepa duda alguna, de geo-grafiar desde las resistencias, que son el espacio desde donde surgen las alternativas y las propuestas… Desde abajo… Desde los indígenas y campesinos, desde los feminismos, desde los pobladores, desde una gran diversidad de sujetos sociales en diversas partes del planeta, comprometidos con la construcción del pluriverso (Kothari et al. 2019) en tanto horizonte utópico de futuro, es decir, horizontes poscapitalistas.

Esas geografías ―con las que me identifico― no hacen mapas para los reyes, para el Estado, para los extractivismos, para el poder. Son geografías sintonizadas con aquellas visiones que buscan superar el antropocentrismo y los utilitarismos, recuperando las ricas y diversas valoraciones de las comunidades y sus entornos. Diríamos que se trata de geografías estrechamente vinculadas con los derechos humanos y los derechos de la naturaleza.

Se trata de geografías para hacer otro mundo posible. De eso trata este esfuerzo transformador. Demanda, sobre la marcha, imaginar y construir sociedades inspiradas en principios totalmente opuestos a los de la actual civilización, causantes de crecientes desequilibrios, frustraciones y violencias. Sociedades sustentadas en la relacionalidad en vez de la fragmentación; la reciprocidad en lugar de la competencia desbocada; la solidaridad y la correspondencia en vez del individualismo egoísta. La codicia, rectora del capitalismo, debe reemplazarse por la búsqueda de una vida en armonía. Desaceleración, descentralización y desconcentración, sobre todo de las grandes urbes, deben poner un alto al paroxismo consumista y al desbocado productivismo. Y en todo este empeño, desde lo comunitario, desde territorios concretos, habrá que desarmar, democráticamente, las estructuras jerárquicas patriarcales, racistas, empobrecedoras, destructoras, concentradoras y autoritarias. Con todo esto, y contando con geografías emancipadoras, se podrá dar paso a la construcción del pluriverso: un mundo donde quepan muchos mundos, en donde sea posible la vida digna para todos los seres humanos y no humanos.

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Este texto, publicado en el libro DEBATES ACTUALES DE LA GEOGRAFÍA LATINOAMERICANA, publicado por AGEC – PUCE - IGM – GIZ (2019), se inspira, en gran medida, en las notas utilizadas en la conferencia magistral con la que inauguré el XVII Congreso de Geógrafos de América Latina, el día 9 de abril del 2019. Este texto sintetiza varias reflexiones del autor que viene trabajando sobre la materia desde hace varias décadas. Basta recordar el libro Acosta, Alberto; El Buen Vivir Sumak Kawsay, una oportunidad para imaginar otros mundos, ICARIA, (2013), a partir de una edición preliminar en Abya-Yala Ecuador (2012). (Este libro ha sido editado en ediciones revisadas y ampliadas continuamente, en francés - Utopia 2014, en alemán – Oekom Verlag 2015, en portugués - Editorial Autonomia Literária y Editorial Elefante 2016, en holandés - Uitgeverij Ten Have 2018).

El autor es Economista ecuatoriano. Profesor universitario; sobre todo catedrático de “teorías del desarrollo” en varias universidades del Ecuador y del exterior. Ministro de Energía y Minas (2007), presidente de la Asamblea Constituyente (2007-2008), candidato a la Presidencia de la República (2012-2013). Compañero de luchas de los movimientos sociales dentro y fuera de su país.

Notas:

[3] La novela histórica de Nicolás Cuvi (2012) nos ofrece una forma amena e informativa de aproximación a este viaje.

[4] Para comprender la importancia de los mapas en la historia de Ecuador recomiendo el libro de Ana Sevilla Pérez (2013), El Ecuador en sus mapas: estado y nación desde una perspectiva espacial.

[5] Consultar en https://www.theguardian.com/business/2018/jan/25/george-soros-facebook-and-google-are-a-menace-to-society?utm_source=esp&utm_medium=Email&utm_campaign=GU+Today+main+NEW+H+categories&utm_term=261824&subid=18666060&CMP=EMCNEWEML6619I2

[6] “ El amor al dinero como posesión – a diferencia del amor al dinero como medio para los goces y realidades de la vida – será reconocido por lo que es, una morbosidad más bien repugnante, una de esas propensiones semi-criminales, semi-patológicas de las que se encarga con estremecimiento a los especialistas en enfermedades mentales” (Keynes 1930).

[7] “La inversión y confusión de todas las cualidades humanas y naturales, la conjugación de las imposibilidades; la fuerza divina del dinero radica en su esencia en tanto que esencia genérica extrañada, enajenante y autoenajenante del hombre. Es el poder enajenado de la humanidad” (Marx 1844).

[8] Más allá de las opiniones de los negacionistas del cambio climático, el hecho de que la actividad humana está provocando el reciente calentamiento global es aceptado por la gran mayoría de la comunidad científica.