Fiebre de sábado por la noche. Reflexión simbólica sobre el amarillo y la marcha de los chalecos

Para vestirse con sus mejores galas, al igual que John Travolta, los chalecos amarillos se preparan durante toda la semana aguardando el gran baile del sábado por la noche. Desde hace más de un año, en Francia, los amarillos esperan usar sus chalecos cada sábado, entre las 8 am y las 8 pm, y en la semana previa proyectan la fiesta sorpresa que tienen reservada para el gobierno: su manifestación. Pero, “Dulce Francia”, ¿de dónde viene este viento de protesta en un país en el cual —decimos— se vive bien? Viene de la Francia de abajo.



Saturday night fever. Reflexión simbólica sobre el amarillo y la marcha de los chalecos

David Fonseca

Revista Común

 

Para vestirse con sus mejores galas, al igual que John Travolta, los chalecos amarillos se preparan durante toda la semana aguardando el gran baile del sábado por la noche. Desde hace más de un año, en Francia, los amarillos esperan usar sus chalecos cada sábado, entre las 8 am y las 8 pm, y en la semana previa proyectan la fiesta sorpresa que tienen reservada para el gobierno: su manifestación. Pero, “Dulce Francia”, ¿de dónde viene este viento de protesta en un país en el cual —decimos— se vive bien? Viene de la Francia de abajo, diría en su época un ex presidente muerto recientemente —J. Chirac—, recuperando el “concepto” de su primer ministro. Es una música que viene de la Francia de los desclasados, de la Francia de los indigentes que te encuentras con desencanto en las mañanas en un contexto de dificultades sociales-ecológicas-económicas. Y, si entonan su descontento, ¿con qué partitura se acompañan? Obviamente aquí no trataremos de revelar la verdad de los chalecos amarillos ni su secreto; el amarillo es un color que provoca reflexión y a la vez refleja: será cuestión de dejarse atrapar por la onda que trae esta luz y que intenta decir algunas palabras.

Los chalecos amarillos parecen silbar para anunciar el final del juego. La política —clásica, representativa— está muerta, dicen, en lo esencial. Ha sido derrotada. Teniendo en cuenta al mismo tiempo la abstención electoral, la creciente audiencia concitada por las fuerzas contestatarias y el descrédito de la clase política que regularmente revelan las encuestas, los chalecos amarillos fungen como el relevo de observadores que emitieron diagnósticos durante los últimos años. Diagnósticos que van desde la despolitización hasta la “crisis de la política” (A. Bertho) o hasta la “devaluación de lo político” (F. Furet), desde el “malestar que provoca la representación” (P. Rosanvallon) o desde la “crisis de representación política” (H. Portelli) hasta la “politización negativa” (J. L. Missika). El proyecto de la política era reparar el mundo, una apuesta que sólo podía ganarse tomando el riesgo. Sin embargo, en todas partes, todos y todas hacen la misma observación: el político no dirá más nada. No hablará más. Su disco girará: máquina hablante, resbalón que termina en oleadas de elocuencia apasionada, verbalismo enraizado en las preocupaciones de la breve semana. El malestar —de los chalecos amarillos— es profundo, porque viene de lejos, es antiguo.

 

En efecto, la diminuta música de los políticos sólo podrá tararearse. Música obsesiva que no busca puntos de fuga ni una apertura: música que nunca se cansa de seguir y repetir el mismo camino a partir de sus certezas. Esta música diminuta incluso podría alucinarse a sí misma en un sueño misterioso: pretendiendo agitar el fondo, pero deslizándose en la superficie. Cuanto más avanza tal discurso político, más siente la victoria de su fracaso. Porque ¿en qué radica su interés, su diamante en bruto? ¿En qué momento dejará de caricaturizarse, de dar vueltas sobre sí mismo cual trompo gigante? Pareciera que cada una de sus palabras funciona y avanza siguiendo la economía más estricta para sumar en la adición final: burocratizar el pensamiento, garantizar el reinado de lo anónimo. La política no fungirá más como política.

Simbólicamente, desde 1989, cuando la caída del Muro de Berlín trajo consigo la epidemia del “capitalismo mundializado” y de la “democracia liberalizada/financiarizada”, la política se convirtió en buen padre y buen administrador de la familia nación. Dejó de proponer el “gran relato” necesario para la vida democrática, aun a pesar de que hizo de la lógica de confrontación de proyectos su modo de ser. El Estado se volvió funcional (expresión de G. Burdeau, quien la acuñó en 1970), convirtiéndose en una máquina efectiva encargada de cumplir cierta función: administrar de la mejor manera posible lo que existe en el interés de todos, como si fuera un fideicomiso de copropiedad. Así, dejó de proponer valores. Hoy, la política no deja de retroceder ante la tecnocracia. El discurso político se ha vuelto, entonces, un camino de fe que debe seguirse, convencidos de que sólo allí es posible formular un verdadero proyecto para hacer sociedad; un disco rayado que se repite una y otra vez. Por eso, con frecuencia, los chalecos amarillos, como muchos otros, le reprochan reiterar lo mismo; le reprochan que no progrese, que mantenga su aspecto de glaciar mental: “El cambio es ahora”, decía el eslogan del candidato a la presidencia de 2012, F. Hollande, hecho música de manera humorística en un clip de video. “El cambio es ahora”; todos los candidatos presidenciales han vociferado este eslogan desde comienzos de la Quinta República. No es un cambio, ¡es una constante! Este eslogan nos dice: ¡sé tú!, si el cambio es siempre abandonar hoy las promesas hechas ayer, “la negación de lo prometido es ahora”; ¡sé tú!, si el cambio siempre es la regla, su inmutabilidad significa, por tanto, no cambiar nada: “El conservadurismo, es ahora”, el eslogan que identifica al gobierno “de centro”. En este punto, la política no dirá nada, sólo emitirá una especie de ronquido generado en los rumores de pasillo. Sus procesiones entonan siempre la misma letanía: promete montañas y maravillas, reitera una y otra vez esa promesa; impostura que abraza un lenguaje simulado, capcioso y muerto, al que, con las manos y los pies atados, la política/el político se entrega con todo su corazón, mientras su lenguaje distrae con una insistencia monótona. Insistencia tal vez efectiva, pero no lo suficientemente potente para imponer por completo la imagen de un mundo en que los seres humanos se levanten y un lenguaje verdadero tenga curso y contenido.

Marzo de 1983 marcó en Francia el abandono de una verdadera política de izquierda, produciéndose un viraje hacia el rigor económico que se extendió hasta marzo de 2015, bajo la presidencia de F. Hollande. Los chalecos amarillos recuperan el mensaje de la izquierda socialista: “la negación de lo prometido es ahora”, dijimos ya. Marzo, el mes de las fuertes lluvias, ¿qué significa ahora para la “izquierda”? Es el mes de la derrota, del fracaso. “Juntos todo es posible”, dijo en aquel momento la fórmula de campaña para la elección presidencial de 2007 del candidato de derecha N. Sarkozy. Y esto significó justamente lo contrario. “Trabajar más para ganar más”, declamaba el candidato en 2007; tres años después, en 2010, decía a los trabajadores de la aerolínea Airbus “trabajar más años sin ganar más” (enero de 2010). ¿Ajuste fiscal? Con esta medida emblemática, abandonada en abril de 2011, Sarkozy tranquilizaba a los más ricos. En 2007, su campaña rezaba: “El derecho a retirarse a los 60 años debe permanecer” (documento de campaña); tres años después, en octubre de 2010, la reforma de pensiones que entraría en vigencia a partir de 2018 pospuso la edad de jubilación hasta los 62 años. El candidato N. Sarkozy también prometió la paridad de género en el gobierno. Cuatro años después, tras la salida de R. Dati. C. Albanel, C. Boutin, R. Yade o “MAM”, las mujeres representan solamente un tercio del gobierno. El amor sólo dura dos años.

Por lo tanto, concluyen los chalecos amarillos, tanto la derecha como la izquierda, pasando por el centro, tienen el mismo discurso, un discurso siempre necrosado, que nunca se realiza, que pasa por el costado, no por casualidad: es un no-discurso garante del orden social-económico-político que respeta a los no-desclasados, a la Francia de arriba. Este discurso político alimenta una respiración que ahoga, manteniendo intacto lo que parece denunciar: cierta forma de populismo y de colapso. Rodeado por la neblina, como lo están las montañas algunos días, no siempre desarrolla un espíritu crítico. Y repitiéndose, autolegitimando su autoridad, construye su verdad. El político/la política se vuelve inútil. Sólo puede hacer una cosa de manera efectiva: “penelopizar”, haciendo a un lado la palabra dada, torciendo las preguntas, contaminándolas.

En tiempos de crisis —parece decir este discurso crítico— todo se hunde, ningún discurso alcanza altura. El político carece de verticalidad: “todos son iguales”, repite la gente común. El político sólo gana altura y notoriedad cuando no es corrupto. “Todos están podridos”, resumen finalmente las personas comunes. Durante las dos últimas presidencias destacaron a la izquierda el caso Cahuzac, Faouzi-Lamdaoui, Aquilino-Morelle… A la derecha, el caso Bygmalion, Karachi, Takkieddine, Woerth-Bettencourt, Sarkozy-Kadhafi, Sarkozy-Herzog-Azibert, Tapie-Lagarde. Mientras tanto, los negocios continúan yendo bien, bajo la presidencia de un hombre muy almidonado, Macron, como ocurrió con el caso Benalla. Nadie habla del cansancio de los desclasados; ningún gobernante tiene la valentía de consentir esa aventura asumiendo el riesgo de la pérdida, y se prefiere la no-pérdida, que necesariamente implica vivir en el abismo de las preguntas: esto significa implícitamente que, en vez de decir la verdad a los franceses, los profesionales de la política están más preocupados por la marcha de sus pequeños negocios. Frente a las “mañanas que cantan” sólo se comparte hoy la decepción en la democracia: incluso los partidos de ideologías extremas se reúnen en el centro; el Frente Nacional (de extrema derecha) mudó su nombre, volviéndose Rassemblement Nacional [Agrupación Nacional], esperando —en vano— transmutarse en un partido ennoblecido para limpiar su imagen. A manera de conclusión: existe un abstencionismo cada vez mayor, una clara falta de confianza en la política (87% de los encuestados franceses considera que “los políticos no están lo suficientemente preocupados por sus intereses”; 60% ya no cree “ni en la derecha ni la izquierda” [sondeo de opinión/CEVIPOF, realizado el 25 de noviembre de 2013 a cerca de 1803 personas]). Resumido en un eslogan, este nuevo estilo de hacer política dice: “El desinterés es ahora”, eslogan que hoy representaría a un candidato electo por falta de uno mejor, la opción de segunda mano en las elecciones presidenciales de 2017: porque el candidato, Macron, se oponía a un extremo, al representante del Frente Nacional, Marine Le Pen, a la que fue necesario bloquear en las elecciones. Macron tuvo éxito a pesar de todo, pese a ser promovido contra los candidatos de los partidos tradicionales. Es un presidente que no pertenece a ningún partido, pero tampoco está fuera del sistema, sino que lo acumula sobre sí mismo: un presidente social-liberal-ni-de-izquierda-ni-de-derecha. Un presidente sin fuego y sin hogar. Un presidente que no podemos encontrar, como tampoco encontramos la finanza internacionalizada y el capitalismo mundializado que éste encarna ante los ojos de los chalecos amarillos.

Las manifestaciones rituales de los chalecos amarillos en Francia —realizadas cada sábado, con su interrupción veraniega, como cuando uno sigue su serie favorita— siguen realizándose un año después de comenzar las hostilidades… ¿Pueden significar una brecha en el cielo gris de la política? ¿Son un atisbo de luz solar? Y si es una cuestión de luz, ¿qué iluminan los chalecos amarillos en la sociedad francesa a la hora de expresar una tensión social a través de su rabia? No podemos presagiar lo que sucederá con este movimiento: ¿será mar de fondo o viento pasajero? Sin cuestionar la dignidad de sus reclamos y la sinceridad de sus actores, deberíamos intentar desarrollar su lógica interna hasta el final, hasta que eventualmente, quizá, surja su singularidad.

Básicamente, en muchos aspectos, las manifestaciones de los chalecos amarillos parecen inaugurar un nuevo tipo de ira social: 

1. En primer lugar, la elección del amarillo para enarbolar sus demandas no tiene precedentes políticos, al menos en Francia, y haberlo adoptado da cuenta de cierta valentía. Después de mucho tiempo los chalecos anunciaron el color que los identifica: amarillo, un color que simboliza la traición, el color que en las obras teatrales representa al cornudo/engañado. Este color remite de inmediato a la traición de la clase política, la traición de los esbirros a su movimiento, una traición que ahoga, como lo habría hecho un sol negro proveniente de la extrema derecha, los blacks blocs, que lo vuelven aún más violento. Amarillo, porque es un color que se ve e indica la presencia de un peligro. Tal vez la elección del naranja habría sido más astuta, pues mientras el amarillo explicita el engaño, el naranja —más festivo— evidencia un pedido de ayuda para ser rescatado (como lo hace el chaleco salvavidas). Pero ese color ya había sido usado en Ucrania por su revolución naranja, como también fueron usados políticamente todos los demás colores básicos. Durante mucho tiempo los conservadores optaron por el azul, los comunistas y revolucionarios por el rojo, los socialistas por el rosa, los monárquicos por el blanco, los ecologistas por el verde, los anarquistas por el negro y hasta el naranja fue adoptado por la centro-derecha en Francia. El violeta o morado, una mezcla reclamante e igualitaria de rosa femenino y azul masculino, fue utilizado por los movimientos feministas desde 1900. Dado que el marrón (café) remite a una memoria siniestra, finalmente los chalecos eligieron el amarillo. Con excepción del FDP (liberales) en Alemania, que se inclinó por este color después de la guerra, y del Movimiento 5 Estrellas en Italia, que optó por el mismo actualmente, este color nunca había sido elegido en Francia y tampoco en otros lugares, porque es, precisamente, el color de los traidores, como lo recuerda el señor Pastoureau en sus estudios sobre el color. ¿Por qué eligieron un color respaldado por la mentira? ¿Porque la mentira no pertenece exclusivamente a ningún partido? ¿Porque estaba fuera del sistema? “El amarillo fue extremadamente positivo durante la Antigüedad griega y romana, y para el pueblo de la Biblia. Era un color valioso, signo de calidez, luz, alegría. En la Edad Media central comenzó a devaluarse, por razones que no están muy claras. Básicamente, el oro reúne sobre sí todos los aspectos buenos del color y deja al amarillo en sentido estricto sólo a los malos. Gradualmente, a partir del siglo XII, el oro se convirtió en el buen amarillo, en símbolo de riqueza, belleza y prosperidad. Cuando se asocia con el culto divino, refiere a lo sagrado. Los aspectos negativos sólo se asocian con el amarillo ordinario: mentira, hipocresía, traición.

Por lo que, simbólicamente, es muy probable que el amarillo produzca traición, pero también ilusión.  Y los chalecos no se engañan. Si miramos el sol lo vemos amarillo, cuando en realidad su luz es blanca. O para decirlo de otra manera: cuando los políticos prometen oro y en su lugar dan espejitos brillantes y baratijas, su falso oro provoca los mismos efectos que el sol en nuestras retinas: una ilusión de cambio. Así lo muestra la forma en que el gobierno francés responde hoy a sus manifestaciones: recurre a la sanción y la participación, empleando la represión y un orden participativo. La sanción es ilustrada por el ataque a los manifestantes, con su cuota de lesiones y el aumento de los arrestos. La participación se tradujo en la propuesta de una inmensa consulta para responder a las demandas de los chalecos amarillos que llevó a un debate nacional. Sanción/participación: en resumen, se buscó hacer de los chalecos amarillos objetos de gestión pública, al sustituir la redistribución de la riqueza por una redistribución de la palabra. Básicamente se propuso no un régimen auténtico de discusión, sino uno de escucha: no una política de la boca, sino una del oído (¿distraído?), un verdadero punto ciego en esta política neoliberal.

2. Luego, como en el cine catástrofe de Richard Fleischer en su Green Sun, los chalecos amarillos inauguraron la manifestación de anticipación o prospectiva en política, que no es de ciencia ficción, y se pregunta más bien: “¿que pasaría si nos manifestamos todos los sábados? ¿Qué pasaría con el gobierno francés y su clase política en el sentido más amplio del término, si ocupáramos rotondas como los Campos Elíseos destruyendo ocasionalmente el mobiliario urbano y las seductoras vitrinas?” No pasaría nada, sólo sería como un eclipse solar uno de los días de la semana: ¿el sábado? El resto del tiempo estaría signado por el olvido, un olvido previsto y programado por los canales de noticias que, en forma continua, transmiten numerosos comentarios y organizan debates, ahogando con su flujo comunicacional cualquier forma de inteligibilidad, esperando la llegada del próximo sábado de la misma forma que el proletario espera la pequeña recompensa del fin de semana, su descanso reparador y ¿bien merecido? Este tipo de manifestación organizada —y por tanto racionalizada—, que se detiene a las 8 pm, al caer la noche, en vez de sacudir al sistema ¿no sería más una celebración a la memoria de las luchas colectivas de antaño que no se detenían a las 8 pm? Entonces, ¿no tuvieron efecto? ¿No fueron efectivas? No: primero condujeron a dejar sin efecto la medida tributaria que dio origen al movimiento, el aumento del impuesto al combustible; más tarde obligó al gobierno a realizar esta amplia consulta popular.

3. Asimismo, estas expresiones suponen un nuevo tipo de manifestación, la manifestación intermitente: una manifestación discontinua, ritual, todos los sábados, que las malas lenguas podrían asimilar a un reflejo pavloviano, a las que se podría reprochar que son para quienes participan en ellas como el deporte para quienes lo practican sólo los domingos, una práctica diletante, una actividad física más ociosa que deportiva estrictamente hablando. Cada sábado los amarillos se visten con su equipo deportivo para hacer de la manifestación un deporte de aficionados, amateur, un ejercicio cómodo de la protesta, que, en última instancia, se reduce al puro entertainment de la expresión del fuego social. Así lo prueban los canales de noticias que buscan sensaciones: la manifestación como forma de entretenerse los fines de semana. De esta manera tendríamos la ira que nos merecemos: una ira de tiempo parcial, acorde a la época, como es parcial el tiempo de la pausa para el almuerzo, porque incluso si el malestar es profundo, no se trata de un levantamiento ocasionado por el hambre. Una revuelta in fine, burguesa, tranquila, como su presidente, una revuelta que le queda perfecta. Sin embargo, esta lectura no ve que esta clase de manifestación, intermitente o de eclipse, muestra un tipo de lucha particular, la de aquellos que están dentro y fuera del sistema, cuyo corazón se encuentra en la manifestación, mientras su cuerpo acude al trabajo o vive el desempleo el resto de la semana, una manifestación en la que se juega el tejido social contra los bienes materiales. A pesar de todo lo que identifica a los chalecos amarillos, éstos parecen congregarse en torno al sentimiento de no ser parte de los desclasados y sí de los alejados de la República, de esas clases medias pauperizadas a escala internacional que se encuentran en una forma de inmovilidad geográfica y socioeconómica (como ocurrió en Líbano, donde las manifestaciones recientes se originaron por la imposición de un impuesto gubernamental sobre la aplicación WhatsApp). Entonces nos preguntamos: ¿podemos dinamitar dicho sistema cuando todavía tenemos un pie adentro? Los chalecos amarillos, ¿son sólo agitadores del sistema o lo alimentan al desear ser parte de él? ¿Son aquellos que, aunque le desagradan al sistema, aún tienen un espacio en él, que les permite expresarse a pesar de todo? En resumen, ¿ no reflejan estas manifestaciones el sentimiento de alguien establecido, de alguien que todavía tiene un lugar? Una prueba de ello es que, cuando el movimiento se encontró en el fondo de la ola y no tenía motivación para seguir, se intentó movilizar a los jóvenes de los suburbios. En el curso de las primeras manifestaciones, éstos quemaron un vehículo Porsche y se los acusó de romper la huelga; fue un fracaso. La rebelión de los chalecos amarillos es una rebelión de semiclase, por tanto, una revuelta de clase y media, porque quienes habitan en los suburbios no se sintieron convocados por un movimiento que no es de “desclasados”. Para ser un desclasado, o diciéndolo de otra manera, un relegado, sería necesario jugar en el mismo campeonato. Pero los suburbios no pueden hacerlo, porque no están lo suficientemente establecidos, son no-clasificados. Un movimiento intermitente en el tiempo, dijimos, pero finalmente también en el espacio, pues en éste encuentra su límite.

4. Por último, estas manifestaciones auguran un nuevo tipo de programa político: el programa desprogramado. En este camino, los chalecos amarillos se posicionaron contra los partidos políticos tradicionales, rechazando cualquier forma de representación identificada en líderes; también contra los profesionales de la manifestación. Críticamente podría decirse que a fuerza de no tener quien los dirija se encontrarían huérfanos: sin programa. Sus demandas dispares e innumerables parecen indicar que carecen de un programa viable. Al ser demandas de todo tipo, sus reclamos se derrumban, y se ven más como una lista casi interminable, a la manera de Prévert. En ésta aparecen solicitudes de todo tipo en materia salarial, fiscal, ambiental, geopolítica, de asilo e inmigración. Un programa que, como los mal-clasificados, a quienes se debe enseñar a comer cinco frutas y verduras al día, se alimentaría de comida chatarra. Una estética política sin dieta, un programa de excesos. ¿Este programa libre es, por tanto, una ilusión? No; por el contrario, esta ausencia es su programa y muestra que las preguntas reales nunca se agotan en las respuestas definitivas. Es un programa que se reelabora de manera permanente, que se vuelve sobre sí mismo, como lo hace el anillo de Möbius. Así lo muestran los chalecos cada sábado: no ocupan una ubicación geográfica particular durante sus manifestaciones, sólo las rotondas, la más emblemática, la de los Campos Elíseos, como la Plaza Tahrir de El Cairo. Durante más de un año, los chalecos no han dejado de dar vueltas en círculos, girando en torno a preguntas reales. Quizá allí se invente un nuevo modelo político, una marcha giratoria alrededor de un nuevo hogar, una política de lo local descentralizado, una política de lo común. Una política de altura humana.