Este texto es el recuento personal de un venezolano sobre la evolución del coronavirus desde el momento en que se reportó por primera vez en Wuhan, hasta los primeros días de la cuarentena en Madrid

Los primeros días era solo un rumor, algo lejano, un dibujo borroso. Si no recuerdo mal, a mediados de enero me topé con uno que otro titular aislado en las redes sociales. «China, otra vez China —pensé—, uff, pobres chinos». SARS, gripe aviaria, MERS, gripe porcina, gripe yo-no-sé-qué. En realidad, todas esas “gripes» no habían ocurrido en China, ni siquiera en Asia, pero en mi memoria aparecían mezcladas en un mismo pote. La ignorancia es atrevida. El 7 de enero habían identificado la enfermedad por primera vez. Un nuevo tipo de virus no detectado previamente en seres humanos. Como siempre en estas cuestiones científicas, el nombre estaba inhumanamente lleno de consonantes: SARS-CoV-2. Imposible de pronunciar + imposible de recordar + está muy lejos = eso no es conmigo.

Tan remoto me resultaba el asunto que el 25 de enero fui con mi familia a celebrar en Usera (el barrio chino de Madrid) el comienzo del año de la rata, el año nuevo chino. No me enteré, pero dos días antes, el 23, las autoridades chinas habían confinado la ciudad de Wuhan, el epicentro del virus: una megalópolis de once millones de habitantes sobre la que jamás había escuchado nada en mi vida. Para ser franco, tenía mis reservas con lo de Usera, pero mi esposa me tildó de exagerado y le di la razón. Nadie quiere ser el aguafiestas ni parecer cobarde, tanto así, que terminamos comiéndonos un ramen barato en un restaurancito de la calle principal y, no conformes con eso, le hincamos el diente a unos dulces de Zhejiang en una panadería de la zona. Mientras más chino, mejor.

Pasaron los días. Supe, vagamente, que la cosa en Oriente se había puesto peor, bastante peor. Las fotos de personas con rasgos asiáticos y tapabocas se hicieron frecuentes. «Hmm, pobres chinos», volví a pensar. Comencé a ver con más curiosidad las publicaciones de Instagram de un amigo músico que vive en Shanghai: tapabocas pa’rriba y tapabocas pa’bajo. Y luego —lo confieso con cierta vergüenza—, me olvidé del tema. Me olvidé por completo. Pasaron semanas. La gente había estado muriéndose en Wuhan, pero yo no lo sabía. Habían confinado a once millones de personas y yo no me había enterado. Supe que el rumor, aquella cosa lejana de comienzos de enero, había llegado a Italia: lo había llevado a Roma un par de turistas chinos. Eran los primeros días de febrero. Volví a olvidarme del asunto.



La gente había estado muriéndose en Wuhan, pero yo no lo sabía. Habían confinado a once millones de personas y yo no me había enterado



De la indiferencia a la curiosidad: «algo no cuadra»

Durante las semanas siguientes, me topé con uno que otro titular sobre unos ciudadanos españoles que habían sido evacuados de Wuhan durante la epidemia. Me interesé poco sobre su cuarentena en un hospital militar de Madrid, me hizo gracia su «no besar/no abrazar», pero poco más. Luego, a mediados de febrero, se canceló la World Mobile Conference que ocurriría en Barcelona. Los telediarios anunciaron pérdidas millonarias. En ese punto, cuando vi que las medidas le habían tocado el bolsillo a las corporaciones, pensé, «Entonces la cosa es seria». Había leído que la letalidad del virus era baja (menos del 3%) y que solo el 20% de los casos confirmados requería hospitalización, en pocas palabras, que no había que preocuparse tanto. De hecho, el 13 de febrero, el director del Centro Coordinador de Alertas y Emergencias del Ministerio de Sanidad español, quien había supervisado a los repatriados de Wuhan, declaró: «Está claramente en descenso», refiriéndose al virus; sin embargo, seguían cancelándose eventos deportivos internacionales y conferencias de alto nivel en todas partes. Algo no me cuadraba.

El 24 de ese mes recibí un par de fotos por WhatsApp. Era un meme rudimentario. Alguien había recordado —siempre hay alguien así— que Dean Koontz, el bestseller de ciencia ficción, publicó una novela en 1981 en la que relata cómo un virus de tipo respiratorio, creado por un laboratorio de Wuhan, es llevado a EE.UU. por un científico chino. No sabía si aquello era verdad o fake news, pero si no era verdad, estaba bien contado. Se había hecho viral. La típica chorrada que nos llama la atención a nosotros los seres humanos (mientras escribía esta crónica comprobé que, en efecto, Koontz escribió eso). Volví a mis cosas.

El 26 de febrero se detectó el primer caso de contagio local en España, es decir, el primer español infectado que no había viajado a ninguna de las zonas de riesgo, pero tampoco me enteré de eso. En cambio, el 28, leí un artículo sobre el coronavirus en la revista Wired. El autor exponía que la enfermedad estaba siguiendo la misma vía por la que se había propagado la peste negra en el siglo XIV: nada más y nada menos que la ruta de la seda. No supe qué tan exacta era la comparación, pero fue la primera vez que escuché hablar del brote en Irán. Era tan o más grave que en Italia, había ocurrido antes y, de nuevo, yo no me había enterado. Tampoco sabía qué tan grave era la situación en Corea (y era muy grave).

Cronológicamente, lo que sigue es confuso para mí, una mezcla de indiferencia con picos de atención. Creo que la gente siguió con su vida, con sus trabajos, con sus preocupaciones. ¿Qué más podíamos hacer? Y así llegó marzo. Era consciente de que el virus había llegado a España y, más específicamente, a Madrid. Ya no era una cosa tan borrosa, tan lejana, pero seguía siendo improbable.

El 5 de marzo me reuní con el socio de una editorial en la glorieta de Manuel Becerra y, luego, asistí a la presentación de un software para procesamiento de big data que podía serme útil para otro proyecto. No se mencionó el tema del coronavirus, ni una sola vez. Ahora parece imposible, casi una ironía, pero así fue. De hecho, esa noche fui con un par de amigos a la presentación de la última novela de Martín Caparrós, Sin fin, en una conocida librería de Malasaña. Había decenas de personas. Nadie habló del asunto. Al terminarse el evento, caminé con uno de esos amigos hasta un bar cercano. Nos tomamos un par de cañas, pinponeamos ideas para una serie, nos comimos una hamburguesa y coincidimos en que el modelo actual de ciudad es obsoleto. «Hay que volver al campo», concluimos. Recuerdo perfectamente que no pudimos lavarnos las manos al entrar al bar porque el baño estaba cerrado. Lo comentamos con cierta contrariedad. Creo que el tema del coronavirus estaba ya en la cabeza de ambos, pero no lo mencionamos abiertamente. Compartimos un cuenco de maíz frito y frutos secos, de esos que, en Madrid, siempre vienen con la cerveza, esos que agarras con los dedos y te llevas directo de la mano a la boca.

Al salir del bar entramos al metro. El vagón estaba tan lleno que decidimos no tomarlo. «Mejor alquilamos una moto, por lo del corona. Yo te acerco a casa», sugirió mi amigo. Creo que fue la primera vez que nombramos al virus como tal. Un rato después nos despedimos con un apretón de manos (sí, lo sé) y la vida siguió su curso. Sería por poco tiempo. Cuatro días más tarde, es decir, el lunes siguiente (9 de marzo), el volumen del asunto en las conversaciones, en las redes y en los medios de comunicación había aumentado a la misma velocidad que los contagios, tal vez más rápido. Las portadas se monotematizaron con los síntomas, las contraindicaciones, el número de contagios y los protocolos de salud pública. Netflix comenzó a sugerirme películas sobre pandemias y las ventas de la cerveza Corona se desplomaron. La Peste de Camus y el Ensayo sobre la ceguera de Saramago volaron de las estanterías. Reflotaron las profecías de Nostradamus. El precio del petróleo se fue a la mierda y, finalmente, el 12 de marzo, las bolsas del mundo registraron sus peores números en tres décadas. ¿What the fuck is going on?

 

De la curiosidad al «esto me recuerda a Venezuela»

Comenzaron a ponerse en práctica protocolos de contención en casi todos los países. España arrancó con el cese de actividades en guarderías, colegios, universidades, centros de mayores y bibliotecas públicas. La gente, en vez de restringirse, se volcó a las terrazas de los bares y las plazas. Madrid era una fiesta. Creo que Hemingway hubiese sonreído. Al día siguiente, las empresas que pudieron activaron protocolos de teletrabajo. A mi esposa le trajeron un iMac a la casa por un servicio de courrier. Ese mismo día (o al siguiente) cerraron todos los bares, cafeterías y discotecas del país. Casi un sacrilegio para España. En simultáneo, comenzaron los debates sobre el alcance y la aplicación de las medidas. Unos se escoraron hacia el bando de las restricciones más drásticas (estilo China) y otros se hicieron partidarios de posturas más libertarias, con menos daños económicos inmediatos (como Inglaterra). ¿Quién tiene razón, Boris Johnson o Xi Jinping? En un chat, una persona que ayer condenaba la decisión del Reino Unido, hoy pensaba que las medidas eran una exageración y que todo se había ido de madre. ¿Es desproporcionada una restricción masiva de la movilidad? ¿Qué es peor, el avance del virus o el impacto económico de las medidas para detenerlo? No lo sé. Estamos viviendo un experimento social de proporciones bíblicas, con grupo de control incluido.



La gente, en vez de restringirse, se volcó a las terrazas de los bares y las plazas. Madrid era una fiesta. Creo que Hemingway hubiese sonreído



En todo caso, desde el 11 de marzo en la tarde, cuando el estado de alarma era ya un secreto a voces, la gente de Madrid corrió a hacer compras nerviosas. Yo me resistí un poco. No quería contribuir a la histeria colectiva. Cuando por fin decidí acercarme al supermercado, vi con mis propios ojos lo que me habían anunciado los amigos: decenas de anaqueles vacíos. «¿A qué me recuerda esto?» Esa tarde fui a no menos de cuatro farmacias y en ninguna conseguí alcohol isopropílico. Tampoco conseguí papel higiénico en los supermercados. La imposibilidad momentánea de adquirir esos productos me devolvió emocionalmente a Caracas. Esa noche, en son de broma, le comenté a unos amigos en Miami que la Venezuela de Maduro nos había preparado para esto. Tal vez no era broma. El 13 de marzo, una venezolana, copropietaria de una librería en Madrid, comentó en su Instagram: «Madrileño, ¿notas esa sensación extraña? Confusión, incertidumbre (… ) ¿Qué tal si cierran los supermercados y tú sin haberte abastecido? ¿Pero cómo van a cerrar los supermercados? No es tan grave. Mañana voy. ¿Y si mañana se pone grave y cuando voy ya no hay? ¿Y si mañana ya no se puede salir? ¿Y si me enfermo y no me pueden tratar? ¿Qué va a pasar? Tengo miedo. No sé qué hacer. Esto no es vida. Eso. Eso se siente vivir en Venezuela. Además, no hay agua, el Internet está lento y se acaba de ir la luz. TODOS LOS DÍAS. SIEMPRE». «Sí —pensé—, es una buena manera de explicarle la realidad venezolana a los europeos».

En cualquier caso, la tarde del 13, Pedro Sánchez anunció lo que todos intuíamos: al día siguiente pondría en práctica el estado de alarma en toda España. Eso se traduciría en una serie de medidas parecidas a las que se habían tomado en China e Italia. De la noche a la mañana, Madrid entera se convertiría en un gueto. ¡Madrid! Sin embargo, la noticia más relevante para mí, la que más me motivó a interesarme por el virus, ocurrió el 12 de marzo. El amigo con el que me había reunido en el bar de Malasaña, ese con quien compartí el plato de frutos secos sin lavarnos las manos, me escribió por WhastApp para decirme, con delicadeza, que había salido positivo en el test del coronavirus. Silencio. Leí un par de veces el mensaje. Resulta que aquel rumor de comienzos de enero, aquel ruido extraño y lejano, era conmigo. Siempre había sido conmigo. Había llegado hasta mí y ahora me gritaba en la cara. Para ese entonces me había memorizado las estadísticas de morbilidad. La matemática era sencilla: si los síntomas tardan hasta catorce días en aparecer y lo de Caparrós fue el 5 de marzo, puedo ser una pequeña bomba de tiempo. En otras palabras, puede que, mientras escribo esto, ya tenga el coronavirus. En teoría, podría enfermarme hasta el 19. Desde entonces he sentido un cansancio extraño. Finjo demencia. Siento un ligero dolor de cabeza, pero me distraigo con otras cosas. Puede ser psicológico. Quiero que sea psicológico.

Arranca el confinamiento de verdad

Ya fueron cerrados los parques públicos, así que el confinamiento se ha vuelto más grande. Las calles de mi barrio están desiertas. Anoche, mi esposa hizo un video de su última incursión al supermercado. Cuando me lo mostró, no podía creerlo: ni un alma en las calles. Las farolas públicas se encendían y se apagaban como en los thrillers baratos. Parece imposible que hace apenas dos días la ciudad hubiese sido una fiesta. ¡Dos días! Muchos cronistas ortodoxos piensan que no deben emitirse opiniones en esta clase de textos. Yo, que me considero poco ortodoxo, me escabullo hacia el punto medio. Intento no opinar, pero no puedo evitar hacerme preguntas. Los expertos dicen que vivimos en un mundo globalizado, ¿qué mejor manera de probarlo que esto? Literalmente, el batir de las alas de un murciélago en Hubei tumbó la bolsa de valores en Nueva York. Al mismo tiempo, me cuestiono si la globalización de la información equivale a la globalización de la solidaridad. ¿Soy un indiferente por no haber hecho prácticamente nada antes del 5 de marzo? ¿Acaso es posible la solidaridad, al menos de nuestra atención, ante la actual avalancha de información sobre todos los males del globo? Desconozco las respuestas. El comienzo del encierro solo me ha dado tiempo para planteármelas, no para responderlas.



El batir de las alas de un murciélago en Hubei tumbó la bolsa de valores en Nueva York



De momento, dentro de la calamidad, ocurrió algo que podría servirnos de pista. Anoche, mientras cenábamos, escuché un ruido extraño en la calle. Fue haciéndose cada vez más rotundo. «¿No había cuarentena?». Corrí a la ventana. La abrí de golpe. Entonces entendí. Decenas de personas estaban asomadas en sus balcones y aplaudían. Aplaudían para agradecer los desvelos de todo el personal de salud del país, quienes han estado trabajando sin parar desde hace semanas. Duró varios minutos. No era nada más en mi calle: fue una ovación de España entera y me atrevería a decir que tuvo un efecto no buscado. De pronto entendimos que no solo aplaudíamos para el personal de salud, sino que lo hacíamos también para nosotros, para los que teníamos al frente y a los lados. Aplaudíamos para dar ánimo, para darnos ánimo. Aplaudíamos para todos.

No sé cómo acabe este episodio de la historia humana. No sé si termine desarrollando o no la enfermedad, tampoco sé si es China o el Reino Unido quien tiene la razón. Por ahora, me quedo con este rumor cercano, con este gesto de mis vecinos, esta sensación que produjo el habernos visto las caras y haber aplaudido un rato, sin miedo. No fue gran cosa, pero hizo llevadero el encierro. Ahora sigo con el sonido de las olas de Piticabo en mis audífonos, uno que encontré en YouTube. Quedan muchas jornadas de cuarentena. Un día a la vez.

P.S.1. No nos contagiamos por haber ido al barrio chino.
P.S.2. ¿Cómo estará Martín Caparrós?