O solos o acompañados

Es, sobre todo, nuestro terror, nuestro miedo. Radicalmente personal y, a la vez, colectivo. De esta turbulencia planetaria, en cualquier caso, solo podremos salir de dos maneras que resultan por completo excluyentes: o solos o acompañados.



Confines del suroeste
O solos o acompañados

Es, sobre todo, nuestro terror, nuestro miedo. Radicalmente personal y, a la vez, colectivo. De esta turbulencia planetaria, en cualquier caso, solo podremos salir de dos maneras que resultan por completo excluyentes: o solos o acompañados.


 
El Salto
25 mar 2020 16:25

Cada vez hago menos caso a los grupos de chat, a las redes sociales. Leo un poco, dormito como un oso viejo fuera de contexto y estación, me aburro con series, espero a las ocho de la tarde, pongo lavadoras sin demasiado sentido. Veo discurrir las horas. Prudentemente y con desdén estudio las últimas conspiraciones que me son presentadas como seguro origen de la gran epidemia.

Creo que nacen, casi todas estas peregrinas teorías, de un sentimiento imposibilitado para entender que resultamos incapaces de dominar las fuerzas de la naturaleza, aún desatadas en la microscópica magnitud de los virus. Creo que intentan enmascarar una realidad de insultante simplicidad en complejidades a medida de sus previos, e inalterables, diseños políticos. Ni la vuelta de la peste negra cambiaría algunas prédicas y agendas. Cuánto tiempo perdido.

De esta turbulencia planetaria, en cualquier caso, solo podremos salir de dos maneras que resultan por completo excluyentes: o solos o acompañados

Mientras lamento no tener ninguna ventana desde la que dejar marchar los ojos hasta cruzarse con otros ajenos, concluyo desganadamente que este coronavirus ya somos nosotras, nosotros, nuestras contradicciones y nuestros artefactos sociales e institucionales, nuestros Estados, nuestras servidumbres y nuestra vana persistencia en pretender domar el entorno y la totalidad de sus procesos. El coronavirus es el Capital y todos los altares levantados en su honor a lo largo y ancho del planeta; es la mano invisible del Mercado, siempre dispuesta a apretar el pescuezo a los más pobres. El coronavirus es, sí, un virus inesperado y anunciadamente posible que ha llegado para poner todo patas arriba, un virus que en su ingenua pequeñez hasta está intentando, mandándonos a casa, abolir el Trabajo. Y es, sobre todo, nuestro terror, nuestro miedo. Radicalmente personal y, a la vez, colectivo. De esta turbulencia planetaria, en cualquier caso, solo podremos salir de dos maneras que resultan por completo excluyentes: o solos o acompañados.

Llama la atención, por eso, a la hora de articular esa compañía posible, la completa ausencia en nuestras sobrevenidas necesidades y soledades de todos esos espacios políticos organizados que, hasta hace dos semanas, se reclamaban dueños de la agenda que nos iba a llevar, en un par de saltos, a los mismísimos cielos. ¿Todo lo que se pretendía levantar ha alcanzado para tener grupos de Whatsapp? ¿De qué sirven estructuras ajenas a las condiciones materiales de dolor de las mayorías, incapaces de sembrar solidaridad en la dificultad? Todo lo que fraternalmente se está organizando desde abajo lo hace en ausencia de esas organizaciones, en su ignorancia, en sus afueras. En tiempos críticos de verdades ácidas, evidentes, de preguntas dramáticas con una dimensión histórica inesperada, casi es mejor que las calles estén desiertas para así ahorrarnos ver correr en tropeles desordenados, balbuceantes y confusos, a demasiados pequeños reyes desnudos.

Cada mañana sigue mucha gente querida teniendo que ir a trabajar a sus talleres, a sus obras o en naves abarrotadas, para que no deje nunca de fluir la mercancía, incluso aquella que no representa una necesidad inmediata

Desde mi pequeña puerta siento los bares y pequeños comercios cerrados, tumbado aquí y allá escucho por teléfono relatar a mis amigos y amigas cómo se han quedado sin trabajo de la noche a la mañana, confirmo la destrucción completa de un marco laboral que ya estaba despedazado hasta niveles decimonónicos, me duelo con las dudas de quien no sabe si podrá pagar el techo que, obligatoriamente, ahora lo cobija sin fecha de salida. Pasan por la esquina, que tiene tres palmeras, los ciclomotores repartiendo comida a domicilio. Cada mañana sigue mucha gente querida teniendo que ir a trabajar a sus talleres, a sus obras o en naves abarrotadas, para que no deje nunca de fluir la mercancía, incluso aquella que no representa una necesidad inmediata. ¿Nos comeremos después de esto los coches que siguen saliendo de las cadenas?

Recogí por casualidad, en una salida de abastecimiento (ya hablamos como tramperos), flores de azahar de los naranjos de la plaza, y estuve sobrecogedoramente solo. Quiero creer que pronto oiremos, este año mejor que nunca, a los vencejos. Cuenta la prensa seria, en mi portátil, que la especulación en el mercado bloquea la llegada de material sanitario a España y que HM Hospitales pide a sus trabajadores que tomen vacaciones para ahorrar costes en medio de la crisis del coronavirus. La abuela de enfrente dice que sí, que está haciendo frío. Voy a llamar a mi padre, que está solo a cientos de kilómetros, para no perder el pulso de lo que siempre he sido.