Lo impensable
Hermann Bellinghausen
La Jornada
¿Podemos pensar la pandemia? No lo parece. Efecto quizá de la avidez por interpretaciones, pronósticos y acusaciones en las redes y los medios, en esta temporada única y trascendental mejor volteamos a escuchar a los filósofos y pensadores. No que no fuera chic citar a Slavoj Zizek, Giorgio Agamben o Naomi Klein, pero en estos días de incertidumbre es de gente como ellos, que trabajan con la incertidumbre, de quienes esperamos lucidez. O la nueva estrella, Byung-Chul Han. Aunque de momento ayudan más los neumólogos y los epidemiólogos, y nadie quiere saber de los políticos, al parecer volvemos a quienes piensan el futuro (los Hegel, Marx, Nietzsche), que había cedido paso al escepticismo crítico moderno, la dialéctica negativa, el análisis del pasado inmediato, avivado por los desastres filosóficos del nazismo y el estalinismo (sin olvidar el confucianismo de Mao y una suerte de sensatez existencialista).
Ahora, de pronto, el futuro no existe. Lo dábamos por sentado. Pierden sentido planes, proyecciones. Peligra menos la vida cíclica de los pueblos originarios y campesinos que la lineal en progreso e innovación constante de las sociedades urbanas; sencillamente ellos se preparan para la próxima siembra y las fiestas del calendario, aunque haya que brincarse alguna por la emergencia, como Semana Santa o el señor San José; para la Guadalupana estarán los que hayan quedado. Como siempre.
Hasta hace poco, las voces lúcidas eran la tribu de los grandes novelistas y escritores. Hoy los pocos de esos que quedan profesan opiniones de mierda y no interesan. Preferimos los pensadores mencionados arriba, o Judith Butler, Jean-Luc Nancy, Youval Noah Harari, Noam Chomsky (ver, por ejemplo, el balance filosófico de Carlos Alberto Pineda). Queremos filósofos comprometidos con la sociedad, a la Sartre y Camus, que guíen y expliquen.
Obligados por las circunstancias, por la ansiosa demanda de posteos y frases iluminadoras, y por la explicable inquietud personal, llega a su fin esa etapa que detectaba Eduardo Subirats en 1988: la abdicación de la filosofía frente a los problemas del futuro. Esta abdicación se acentuó ante la veloz transformación tecnológica y económica globales, de manera que el nuevo mundo del milenio fue pensado por los Jobs, Gates, Bezos o Zuckerberg. La depredación desmedida del capitalismo por otro lado no necesitó que llegaran Greta Thunberg o Extinction Rebellion para hacernos entender que ese presente tendría consecuencias graves en el futuro cercano. El pensamiento humanista y hasta el científico quedaban a la zaga del dogma económico y el hecho tecnológico.
Esto ¿se evaporó? Nunca fue tan claro que el futuro estaba en el presente. El capitalismo profesa un desdén intrínseco por el futuro. Es creación calvinista eso de no considerar a las siguientes generaciones. El mundo es mío ahora, y punto. Lo transformo, lo exprimo, y mis nietos ahí se ven. Desde los colonizadores de América y África, pasando por los Padres Fundadores, hasta los amos de la Unión Europea y el magnate que ahora gobierna Estados Unidos con sus adláteres y patrocinadores, mantienen esa visión egoísta, con la coartada cristiana del Más Allá. Así, el Ártico derretido es una oportunidad. Después del impasse del coronavirus podrían seguir saliéndose con la suya; suban o bajen, los mercados son suyos. Podrían imponer una estado de guerra (donde el capitalismo es pez en el agua), y la recesión sería una nueva selección natural para los grandes poderes y capitales que se sienten tiburones.
El miedo a la muerte es global por primera vez, aunque menos apocalíptico que la amenaza nuclear de la guerra fría. Cuarentena, recesión, colapso, crisis, bancarrota, desastre: son las palabras que alimentan las proyecciones, temores y nuevas incertidumbres. ¿Qué sigue: desorden, orden totalitario, fin de la vida privada y los derechos conquistados? Ya ni alienante será el trabajo. El nuevo sistema de dominación necesita poco de nuestra fuerza de trabajo. Buena parte de la humanidad sale sobrando. ¿Cómo pensar el futuro en un mundo silenciado, amurallado, donde las sociedades se moverían obedeciendo, no protestando? Se habla del panóptico chino, integrado en un chip. De tanto imaginar distopías nos alcanzó una de verdad. Adiós al futuro. Es decir, ahora recomienza, sin que necesariamente vuelvan a repartir la baraja.
Necesitamos un nuevo futuro. Quizá llevan razón los analistas latinoamericanos, como Raúl Zibechi, y las organizaciones indígenas: la clave (el modelo) puede estar en los mayas, los mapuches, los kichwas, quechuas, nasas o aymaraes: en la construcción solidaria y comunitaria de los que han demostrado que saben durar.