Sudáfrica
El covid-19 ataca a los sin techo en una Sudáfrica ultradesigual
Con el golpe de la covid-19, la desigualdad extrema se ha visto exacerbada y han quedado al descubierto los fallos del Gobierno sudafricano, que vienen de lejos. Las órdenes de cuarentena y distanciamiento social simplemente no van a funcionar en los guetos superpoblados.
No se me ocurre un lugar peor para ver cómo golpea la COVID-19 a la sociedad que Johanesburgo, Sudáfrica.
Al fin y al cabo, de entre las grandes ciudades del mundo, es la que cuenta con mayor desigualdad y es el centro económico del país que más desigualdad sufre. A pesar de que su tasa de pobreza (que está en 2,80 dólares al día) alcanza el 60% y la tasa de desempleo nacional está en el 40% desde antes de la crisis actual, las élites corporativas consideran que su movimiento obrero es el tercero con más militantes del mundo (aunque tiene profundas divisiones políticas). Y la clase capitalista, según PwC, está clasificada como la tercera más corrupta y propensa a delinquir.
¿Es una bomba de relojería social que puede estallar en cualquier momento? Si lo es, parece que las élites gobernantes, lideradas por el presidente Cyril Ramaphosa, no le prestan demasiada atención, y, desde luego, no les preocupa. El 27 de marzo, el Estado sudafricano respondió a la covid-19 con restricciones severas, aunque, al parecer, necesarias, en el ámbito de la salud pública que afectan al movimiento y a las interacciones sociales. Entre esas medidas se incluye un cierre económico drástico que limita el comercio a los servicios esenciales, a la atención médica y a las farmacias y alimentación (pero no a los restaurantes ni, al parecer, a las semillas necesarias para el cultivo). Se ha ordenado que todo el país se quede en casa hasta el 16 de abril, con la excepción de unos pocos sectores y para salir a comprar comida, y esto se puede alargar incluso más.
El Gobierno ha recibido muchos elogios por haber actuado con tanta rapidez y los tertulianos han entrado en una nueva fase de “Ramaphoria”. Pero desde los años noventa, la capacidad del Estado para responder adecuadamente a una amenaza como la de la covid-19 se ha visto terriblemente atenuada a causa de las reinyecciones habituales de ideología neoliberal, lo que ha derivado en una profunda crisis sanitaria, reacciones políticas y económicas deplorablemente lentas y una respuesta de los servicios sociales que no es más que una cortina de humo. Parece ser que el cerebro del aparato de seguridad también está debilitado, aunque los dedos que aprietan el gatillo son hipersensibles.
Sudáfrica tiene más de 2000 guetos, zonas urbanas y aldeas rurales densamente pobladas “que necesitan ayuda urgente” para el suministro de agua potable
Por necesario que sea restringir la movilidad en una sociedad en la que casi ocho millones de personas son portadoras del VIH, con la tuberculosis campando a sus anchas y con innumerables amenazas para el sistema inmunológico, existe un miedo real a que la orden de cuarentena impuesta por Ramaphosa el 27 de marzo no consiga evitar un desastre grave. El sistema de salud, diezmado y dividido, y el carácter recalcitrante de los suburbios urbanos de la época del apartheid se ven con claridad incluso aquí, en la ciudad más rica del continente, de la que se extrajo la mitad de las reservas históricas de oro del mundo durante el siglo pasado.
La enfermedad y los guetos
Según la ministra de Vivienda y Agua, Lindiwe Sisulu, Sudáfrica tiene hoy en día 2000 guetos, zonas urbanas y aldeas rurales densamente pobladas “que necesitan ayuda urgente” para el suministro de agua potable. No cabe duda de que esto es una subestimación; pero al menos, por fin se ha marcado como objetivo el auxilio urgente de los pobres y la clase obrera para solucionar los problemas de abastecimiento de agua. Lo han solucionado enviando tanques de agua comunitarios (y solo se han entregado mil), lo que crea puntos de recogida potencialmente peligrosos para la expansión del virus. (Lo que demandan tradicionalmente los movimientos sociales es que se hagan instalaciones domésticas de grifos y sanitarios, entre otras cosas, para prevenir las enfermedades que se transmiten por el agua y para conseguir la equidad de género).
Como argumenta el comentarista Ayabonga Cawe, si bien es importante que estas comunidades consigan, aunque sea tarde, “tanques como medida de emergencia, la verdadera crisis radica en la falta de inversión en infraestructura de servicios y capacidad estatal”. Por eso, no es de extrañar que haya protestas por el problema del agua en todo el país.
Además, continúa Cawe, la insensibilidad del Estado ante las necesidades públicas es dramática hasta cuando gestiona una crisis a corto plazo: “Las confrontaciones que se produjeron la primera mañana de la cuarentena entre los trabajadores, el sector del taxi y los propietarios de los bares, por un lado, y los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley, por otro, indican lo inadecuados que son la atención, la comunicación y el apoyo que se han brindado a aquellos que quedan al margen del ámbito de sus políticas”.
Las órdenes de cuarentena y distanciamiento social simplemente no van a funcionar en los guetos superpoblados que se construyeron durante el apartheid como meros calabozos urbanos para un ejército de mano de obra migrante de reserva.
Para ilustrar la situación, el 29 de marzo, John Sparks, reportero de Sky News, presenció la brutalidad del ejército con los residentes de la empobrecida comunidad de Alexandra, a pocos minutos en coche del lujoso distrito financiero de Sandton, en Johannesburgo: “El ministro de la Policía dice que podrías ir a la cárcel por estar aquí’, le dije a un hombre que se estaba tomando una cerveza en la calle. ‘Vivo en un cuarto con otras cinco personas, ¿cómo voy a quedarme ahí todo el día? Que vengan y nos detengan”, respondió.
Esa forma de resistirse con total indiferencia a la cuarentena en zonas como Alexandra se podría haber evitado con una buena campaña de educación pública y unos sistemas de ayudas sociales generosos, en vez de con episodios inútiles de coacción sin sentido. Y, sin lugar a dudas, la “desconcentración” de esos suburbios es parte de la retórica de Sisulu. Pero con el historial de brutalidad policial en la Sudáfrica posterior al apartheid, en el que se incluye la masacre de Marikana, los excesos de la policía y el ejército durante la cuarentena son inevitables.
Los dos primeros homicidios se registraron el 29 de marzo, uno de ellos perpetrado por la policía con una táser en Ciudad del Cabo. El otro tuvo lugar en un suburbio al sudeste de Johanesburgo, donde, según un periodista: “Sibusiso Amos, de 41 años, fue presuntamente asesinado cuando unos policías locales trataban de detener a la gente que encontraron bebiendo en un bar local, violando así las reglas de la cuarentena. Supuestamente, Amos, junto con otros miembros de la comunidad, atacaron a los policías y, como represalia, la policía disparó balas de goma. Alegan también que siguieron al fallecido hasta el porche de su casa, en donde le dispararon mortalmente”. Varios niños también resultaron heridos.
Según informa el Financial Times, en el barrio de Melville, Johanesburgo, un barrio cosmopolita y, como presume el ayuntamiento, “uno de los 50 vecindarios más cool del mundo”, la policía municipal irrumpió el 29 de marzo en casa de la abogada Elisha Kunene, que había sido testigo y se había enfrentado a unos policías que quemaban los objetos personales de una persona sin hogar: “Registraron la casa entera, nos vaciaron los bolsillos, nos sermonearon… Sin lugar a dudas, aquello fue una violación de la propiedad privada y un registro ilegal”.
Una pandemia de violencia neoliberal
Al mismo tiempo, también parece probable que aumenten la violencia doméstica y los delitos menores. Una de las razones es un nuevo ataque de violencia financiera por parte del Tesoro (el equivalente a nuestra Hacienda). El 26 de febrero, el ministro de Finanzas, Tito Mboweni, nombrado en 2008 “Banquero Central del año” por Euromoney por su filosofía de no intervención, recortó el presupuesto sanitario en 250 dolorosos millones de dólares, entre otros golpes de austeridad, para complacer a la agencia de calificación de riesgo Moody’s.
Durante las semanas siguientes, se produjo una fuga masiva de capitales desde los mercados emergentes a Estados Unidos en busca de la seguridad del dólar. Como resultado, el intento de Mboweni del 24 de marzo de vender valores del Estado al sector privado en la subasta periódica del Tesoro fue un estrepitoso fracaso. A nadie le interesaba. Poco después, el 27 de marzo, Moody’s le dio a Mboweni la temida clasificación de bono basura.
Al día siguiente, el Tesoro “temblaba de miedo por lo que podía pasar en las próximas semanas y meses”, dijo Mboweni. Más tarde, el 29 de marzo, amenazó con golpear aún más a la sociedad en una entrevista: “Cuando hablé con el presidente antes de que Moody’s anunciara su decisión, me dijo: ‘Ahora tenemos que ser aún más valientes y avanzar en el programa de reformas estructurales’. Y yo dije: ‘Aleluya’. Llevo mucho tiempo recomendando esa ruta”.
Las reformas de Mboweni, alentadas por el Fondo Monetario Internacional, al que ahora amenaza con dirigirse para pedir préstamos, consisten principalmente en una austeridad presupuestaria que era predecible, recortes en los servicios civiles, mayor nivel de recuperación de gastos y la privatización o cierre de las agencias paraestatales deficitarias.
Muchos trabajadores y la mayoría de los precarios desempleados se quedaron sin ingresos de inmediato con el comienzo del aislamiento total el 27 de marzo
Pero como señala el economista político Duma Gqubule, unas reformas que sirvieran para algo consistirían justo en lo contrario: aplicar la estimulación fiscal keynesiana, porque: “Se espera que el PIB de Sudáfrica caiga entre un 5 y un 10% en 2020. Si lo comparamos, el PIB bajó 1,5 puntos a raíz de la crisis financiera mundial. La economía perdió un millón de empleos entre diciembre de 2008 y marzo de 2010. En esta ocasión, el colapso del PIB será tres veces mayor. Sudáfrica podría perder tres millones de empleos”.
El Tesoro del Reino Unido, gobernado por la derecha de Boris Johnson, ha hecho lo contrario y ha ofrecido estímulos públicos estatales de casi el 19% del PIB para hacer frente a la covid-19. El equipo de Mboweni solo ha podido ofrecer el 0,1%.
Y no solo la política fiscal, sino también la monetaria, permanece estancada en las arenas movedizas neoliberales. Según avanzaba la catástrofe de la covid-19 y pasaba de ser una crisis de salud pública a un colapso económico mundial durante febrero y marzo, el Banco de la Reserva de Sudáfrica (SARB por sus siglas en inglés) recortó su tipo de interés principal en solo un 1,5% (de 6,75%), pese a que Sudáfrica soporta el tercer tipo de interés más alto del mundo entre los 50 países que emiten regularmente bonos estatales, solo por detrás de Turquía y Pakistán.
Por último, el SARB intentó implementar una política monetaria poco ortodoxa emitiendo fondos para comprar los valores de Mboweni el 24 de marzo. Era una versión del ajuste monetario cuantitativo que el gobernador del SARB, Lesetja Kganyago, nombrado presidente del principal comité financiero del Fondo Monetario Internacional en 2018, juró nueve meses antes que nunca implementaría, a menos que la inflación y los principales tipos de interés estuvieran a cero (y están al 4,2 y al 5,25%, respectivamente).
Solo se han localizado 4.000 respiradores en un país con casi 60 millones de residentes. El 30 de marzo se habían sobrepasado los mil casos
La respuesta política social estatal también es ilustrativa. Muchos trabajadores y la mayoría de los precarios desempleados se quedaron sin ingresos de inmediato con el comienzo del aislamiento total el 27 de marzo, justo cuando la red de seguridad estatal se deshilachaba. No solo se trataba de la incapacidad de un sistema sanitario de salud público que había colapsado, sino que casi no había tests adecuados para la covid-19, ni mascarillas y equipos de protección para los trabajadores sanitarios, ni camas en las UCI ni hospitales. Solo se han localizado 4000 respiradores en un país con casi 60 millones de residentes. El 30 de marzo se habían sobrepasado los mil casos, y se esperaban miles más para la semana siguiente.
No existen seguros de desempleo ni subsidios sociales para la economía sumergida. Los subsidios mensuales que reciben 18 millones de ancianos y niños se han reducido drásticamente. La gran mayoría de receptores son madres que alimentan a sus hijos con 24 dólares estadounidenses al mes, menos que los 38 dólares que recibían a finales del apartheid; los ancianos reciben una pensión estatal de 103 dólares estadounidenses al mes. Ahora, las largas colas para retirar esos fondos suponen una amenaza añadida.
Así que con el golpe de la covid-19, la desigualdad extrema se ha visto exacerbada y han quedado al descubierto los fallos del Gobierno, que vienen de lejos. Hasta los aliados más cercanos a Ramaphosa del Partido Comunista de Sudáfrica (SACP por sus siglas en inglés) se han visto obligados a confesar que: “Nuestra respuesta a la hora de promover un Sistema Sanitario Nacional integral ha sido tímida. Hemos consentido que nuestro sistema de salud público se viera enormemente sobrecargado mucho antes de la llegada del coronavirus, permitiendo así que el grueso de los recursos sanitarios los disfrutara el 16% de los sudafricanos con acceso a la sanidad privada”.
El SACP siguió lamentando que: “Si podemos utilizar el poder decisivo del Estado en interés de la ciudadanía para enfrentarnos a la pandemia del coronavirus, ¿por qué no podemos utilizar ese poder para detener la fuga masiva e ilegal de capitales del país? ¿Por qué no desarrollamos hace tiempo un gran fondo soberano de reserva mediante la imposición, entre otras medidas, de un impuesto sobre los beneficios a Sasol cuando aún estaba obteniendo muchísimos beneficios de la venta de petróleo en nuestros mercados locales? ¿Por qué no nos hemos lanzado a una reforma del suelo urbano, perpetuando así los patrones espaciales del apartheid que ahora van a exponer a millones de sudafricanos a desplazamientos en microbuses abarrotados y que son, potencialmente, muy infecciosos?”.
La respuesta, según dicen los izquierdistas tradicionales, como los de la organización Khanya College de Johanesburgo, es que el régimen neoliberal de Ramaphosa no tiene ninguna intención de hacer nada de lo que piden los comunistas que tan leales le son.
Como ejemplo de ese servicio al poder corporativo, la ministra de Medioambiente, Barbara Creecy, dejó atónitos a los activistas contra la contaminación cuando dobló la tasa de emisiones permitida de SO2 para los grandes emisores el 30 de marzo, multiplicando por 28 el nivel de emisiones que permite China. Se atribuyen miles de muertes al año al SO2 y a otros contaminantes que provienen de las enormes térmicas de carbón de Eskom, las instalaciones de la planta petroquímica de Sasol, otras refinerías de petróleo e innumerables empresas petroquímicas. Un reportero de Bloomberg apuntó que la generosidad de Creecy llega “en un momento en que hay una preocupación creciente por el brote del coronavirus, que afecta con más severidad a quienes tienen problemas respiratorios”.
Malestar social sin sitio al que ir
Para mucha gente que está sufriendo lo que ya eran condiciones económicas de recesión, el coronavirus es el menor de sus problemas. Las protestas sociales que explotaron en la última semana de marzo en el gueto de Khayelitsha, en Ciudad del Cabo, en el distrito central de Durban, en Soweto y en Westville, gueto del municipio Nelson Mandela Bay, consiguieron llamar la atención sobre la falta de servicios, que es algo más urgente para las comunidades —aunque si consiguen sus propósitos, sus comunidades tendrán mucha más fuerza para combatir el virus.
En Westville, donde solo funcionan 20 de los 40 grifos de agua comunitarios, un activista le dijo a un periodista local: “Sabemos que el coronavirus es peligroso, pero va a estar aquí poco tiempo, mientras que nosotros llevamos viviendo en condiciones peligrosas desde el año 2000. Somos 1.625 hogares sin electricidad. Nos enganchamos de forma ilegal y mortal y ya han muerto más de 20 personas. Algunos de los nuestros han muerto electrocutados y otros, en los incendios de sus chabolas. Cuando llueve, la policía y las ambulancias no vienen a nuestra zona porque está todo embarrado. Tenemos que llevar a la gente en carretillas”.
Se ha hecho una excepción a la cuarentena con las spaza shops (tiendas de conveniencia) que venden productos alimentarios y artículos básicos. Pero el 24 de marzo, Khumbudzo Ntshavheni, ministro para el Desarrollo del Pequeño Comercio, puso de manifiesto el carácter brutalmente xenófobo de esa norma: “Debemos señalar que las spaza shops que van a permanecer abiertas son, estrictamente, aquellas que sean propiedad de algún sudafricano y las dirijan y gestionen sudafricanos”. El contexto clave aquí está en una serie de brutales ataques xenófobos ocurridos en 2008, 2010, 2015, 2017 y 2019, dirigidos a inmigrantes de la región —entre los que se incluyen cientos de propietarios de tiendas pequeñas. Esta es la primera vez en más de doce años que un líder político es tan descarado.
En Nelson Mandela Bay, los manifestantes del gueto defendieron las tiendas regentadas por inmigrantes de los cierres policiales y también se manifestaron (por centenares) por el suministro eléctrico que tanto tiempo llevan pidiendo. Y en Soweto, Eskom, proveedor nacional de energía, siguió cortando el suministro eléctrico a miles de residentes del principal gueto de Johanesburgo, lo que provocó más protestas a finales de marzo.
Los partidos políticos de la oposición son incapaces de movilizar a la gente y, en cualquier caso, han caído uno detrás de otro a los pies de Ramaphosa
En Ciudad del Cabo, a pesar de que se había anunciado el 20 de marzo que habría un periodo de exención para aquellos que tenían pendiente de pago recibos de agua, el teniente de alcalde, Ian Neilson, ni siquiera restableció el suministro de agua a los miles de hogares pobres, porque el suministro municipal estaba “restringido a un flujo mínimo después de haber mandado numerosas cartas de aviso para que pagaran la deuda”. Los manifestantes de Khayelitsha incrementaron las presiones contra Neilson el 25 de marzo.
El monto de la deuda al consumo de los trabajadores de todos los puntos de Sudáfrica ha seguido aumentando. A finales de 2019, el 41% de los 22 millones de personas endeudadas en los canales oficiales de crédito (y millones más que deben dinero extraoficialmente a los usureros conocidos como mashonisas) ya llevaban más de tres meses de mora, según el Regulador Nacional de Crédito.
Un precedente progresista, pero una ardua lucha por reconstruir la izquierda
En una ocasión anterior, un movimiento social progresista que se organizó para resistir la opresión económica asociada con una crisis sanitaria tuvo un impacto excepcional. Durante la última pandemia, entre 1999 y 2004, la Treatment Action Campaign (campaña de acceso al tratamiento) luchó para conseguir medicamentos gratuitos contra el SIDA (con lo que los pacientes se ahorraban diez mil dólares al año) e insistió para que se fabricaran genéricos en el país (en vez de usar las marcas de las grandes farmacéuticas) y se distribuyeran a la sociedad a través del sistema de salud público. El resultado fue un aumento de la esperanza de vida de los 52 a los 64 años en el transcurso de una década.
Necesitamos desesperadamente un movimiento de ese tipo, pero es imposible de encontrar dadas las condiciones adversas. Los partidos políticos de la oposición son incapaces de movilizar a la gente y, en cualquier caso, han caído uno detrás de otro a los pies de Ramaphosa. Los sindicatos intentan reaccionar desesperadamente ante las terroríficas noticias empresariales, que están despidiendo a todos sus trabajadores o, en algunos casos (sobre todo en el comercio minorista y en las compañías aéreas) declarándose en bancarrota. Las divisiones entre la Asamblea de Organizaciones Sindicales de Sudáfrica y la Federación de Organizaciones Sindicales sudafricana, opositores de izquierdas, siguen siendo profundas.
En marzo, surgieron esfuerzos desde varios sectores para forjar principios progresistas, análisis, estrategias, tácticas y alianzas, de los cuales dos procedían de la organización Khanya College, y otro, provenía de 113 organizaciones de la sociedad civil que respaldaban una declaración de campaña ambiciosa. La Federación de Organizaciones Sindicales lanzó fuertes críticas a Ramaphosa, Mboweni y Kganyago junto con fuertes demandas. El 30 de marzo, muchos profesionales progresistas organizados por el Instituto de Justicia Económica propusieron más políticas económicas progresistas.
La mayor parte de estas propuestas se están haciendo en encuentros virtuales de estrategas de la sociedad civil e intelectuales aliados que persiguen un frente común contra la mezquindad del Gobierno. Pero Vanessa Burger, activista de la comunidad de Durban, advierte con toda la razón de que: “Muchas oenegés se han desplazado a eventos virtuales en internet debido al coronavirus y están marginando aún más a los grupos que no tienen los conocimientos, herramientas o recursos para participar: datos ilimitados gratis o baratos, una conexión a internet fiable, electricidad, etc. Si esta tendencia pasa a ser permanente y los retos existentes para acceder al mundo digital no se abordan, se convertirá en otra fuente más de desigualdad y de división y en la exclusión generalizada de las políticas realmente básicas y de las comunidades pobres”.
Debido al confinamiento, no se dan las condiciones para organizar a las masas. Debido a la falta de vínculos con la presión necesaria de las calles, que debería acompañar a todas las demandas políticas nuevas, la mayoría de defensores de los pobres se han dirigido dócilmente a la Presidencia, al Tesoro y al Banco de la Reserva para persuadirlos de que cambien el rumbo. Pero las élites gobernantes siguen profundamente comprometidas con la ideología neoliberal, y la última sugerencia de Mboweni ha sido recurrir al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial para pedir préstamos.
Hay que reavivar las ambiciones por la justicia socioeconómica y, en especial, por la justicia sanitaria en este país, en el que la transición de 1994 hacia una sociedad mejor debería de haber sido mucho más decisiva dado el golpe mortal que propinaron los activistas contra el apartheid. Ahora, muchos dicen que entre la covid-19 y las crisis climática y económica (y desde aquí añadimos el patriarcado y el racismo residual), hace mucho tiempo que deberíamos haber llevado a cabo una transformación socialista en todos los lugares del planeta. Y la conciencia política ahora requiere que tengamos en cuenta las tensiones ecológicas que hemos provocado en la tierra y que han resultado en la pandemia de la covid-19 y en su propagación.
Sin embargo, es desesperante que en un país con las condiciones objetivas más aciagas, las condiciones subjetivas sean aún más miserables a causa de una enfermedad cuyo desarrollo económico está debilitando la capacidad de resistencia de todos.